LOS MARGINADOS 3
Todavía era muy temprano, apenas
había amanecido, pero Yerik se encontraba ya en la diminuta cocina de su
cabaña, calentando el agua para el desayuno en una tetera. Tatareó una vieja
melodía rusa mientras esperaba a que el agua hirviera, y levantó la cabeza cuando
creyó escuchar un ruido en el comedor.
—¿Harriet? ¿Eres tú? —preguntó en voz alta, pero no obtuvo respuesta alguna. Tampoco la habría recibido aunque hubiera sido Harriet, y se recriminó a sí mismo siquiera pensar que podía ser ella cuando llevaba postrada desde hacía una semana. Soñar con que fuera a levantarse por su cuenta era hacerse ilusiones. De hecho, dado su delicado estado de salud, mucho se temía que ya no volviera a levantarse jamás.
El ruido probablemente sólo fuera el crujir de la cabaña al ser azotada por el viento. El frío intenso que venía del norte había llegado para quedarse, y pronto su ya de por sí aislada vivienda quedaría todavía más aislada por la nieve. Así hasta que llegara la primavera y el deshielo, cuando el valle se llenaría de color verde por un breve periodo de tiempo. Todo apuntaba a que para entonces ya se habría quedado solo, pero lo bueno que tenían las largas enfermedades era que te daban tiempo a asimilar el cambio, aunque no por eso el golpe iba a ser menos duro.
Y es que fueron muchos años los que ambos pasaron juntos, y en honor a la verdad, Yerik siempre pensó que él moriría antes… aunque jamás pensó que lo haría de viejo, y menos en territorio americano.
—Las vueltas que da la vida —murmuró justo antes de que el contenido de la tetera comenzara a hervir. La cogió y con ella llenó dos tazas, sin embargo, su pulso ya no tan firme como antaño hizo que un chorro de agua hirviendo le cayera en la mano con la que sujetaba la taza. Aunque notó el calor, éste no le produjo ningún daño, pues su invulnerabilidad, pese a no ser ya tan poderosa como en sus buenos años, todavía le protegía del agua hirviendo. Eso no sirvió, sin embargo, para que se sintiera menos torpe y viejo.
Tras echar una bolsita de té y dos cucharadas de azúcar en una de las tazas llenas, removió bien y se dirigió al comedor. Allí, además de un pequeño sofá que miraba hacia la chimenea, tan sólo tenían un televisor antiguo que cada vez veía menos y una estantería con algunos libros que cada vez leía más. La decoración consistía en la cornamenta de un alce que cazó una vez, unas fotos en una repisa y un cuadro que él mismo pintó en un patético intento de probar suerte con la pintura. No fue la peor idea que tuvo en su vida, pero casi.
Echó un vistazo al exterior por la ventana antes de subir las escaleras. El viento seguía azotando el valle, y ahora traía unas nubes oscuras que auguraban la llegada de las primeras nieves de la temporada. Yerik se prometió ir a cortar leña esa misma tarde, no fuera que el verdadero frío le pillara otra vez sin reservas. Aunque pese a su edad salir al bosque en mitad de un temporal no suponía más que una pequeña molestia, prefería ser previsor por una vez en la vida. Alguien tenía que serlo ahora que Harriet, quien siempre fue la que tuvo más cabeza de los dos, ya no podía.
Subió las escaleras con cuidado de no derramar el contenido de la taza. Subir volando habría sido más rápido y estable que andar pisando escalones, pero en los últimos tiempos cada vez notaba más que volar le fatigaba, y al igual que la previsión, ahora él debía tener fuerzas por los dos.
—Harriet, ¿estás despierta? —dijo desde el pasillo, más para anunciar su llegada y no alterarla que porque necesitara una respuesta. Sabía que estaba despierta, él mismo la levantó de la cama, la aseó y la vistió hacía un rato—. Te he preparado el té que te gusta.
Al entrar en la habitación se la encontró sentada en la mecedora, donde mismo la dejó antes, mirando con aspecto ausente los tablones que cubrían la mitad de la ventana, encogida, encorvada y cubierta por una manta de cuello a pies. Cuando le vio aparecer apartó la vista de la ventana rota y se volvió hacia él con evidente confusión.
—Te he preparado el té que te gusta —repitió Yerik mostrándole la humeante taza—. ¿Quieres?
No esperó a su respuesta y se acercó con el té en las manos. Harriet siguió la taza con la mirada, tal vez tratando de comprender por qué el olor que el té desprendía le resultaba familiar, pero sin conseguirlo.
—Deberías beberlo mientras aún esté caliente —le recomendó él sentándose sobre la cama, a su lado.
—¿Quién eres? —preguntó ella con voz débil, mirándole a los ojos por primera vez.
Yerik procuró que el dolor que le provocaba esa pregunta cada vez que la hacía no se manifestara, pero era difícil hacerlo cuando cada vez la repetía con más frecuencia. Al parecer, ningún superpoder te hacía inmune al Alzheimer cuando éste decidía presentarse.
—Soy yo, Yerik —contestó con precaución. La última vez que hizo la pregunta y le contestó, su cabeza debió aferrarse a algún recuerdo del pasado, y no pudo contenerla antes de que se cargara la ventana que hasta hacía un momento miraba con tanto interés, seguramente sin recordar haberla roto—. ¿Te acuerdas de mí?
Para su alivio, en esta ocasión ella le sonrió con ternura y agarró con una mano temblorosa la taza que le tendía.
—Claro que me acuerdo de ti —dijo antes de darle un sorbo. Ella tampoco tuvo ningún problema con el agua casi hirviendo, aunque sí bastantes más a la hora de evitar que el té se le escapara por la comisura de los labios. Por suerte Yerik siempre tenía a mano un trapo para esos accidentes.
—¿Va a venir mi hermana a cenar? —preguntó tras el primer sorbo.
—Sí, esta tarde llega con los niños —contestó él mecánicamente. Hacía más de quince años que no cenaban con su hermana mayor porque falleció por motivos únicamente relacionados con su edad, y los niños hacía tanto que eran adultos que ya peinaban más canas que cabellos con color. Mentirle era más sencillo que tratar de explicarle una verdad que iba a olvidar al cabo de unos minutos, y de todas formas esa tarde ya no recordaría haber preguntado por su hermana… tal vez ni siquiera que alguna vez tuvo una hermana.
—¿Tienes hambre? —le preguntó—. ¿Quieres comer algo? ¿Te subo…?
Se interrumpió al escuchar un sonido lejano, tan lejano que podía estar produciéndose a más de un kilómetro de allí. Pero el valle hacía que los sonidos llegaran hasta la cabaña con claridad cristalina, y su oído sobrehumano también ayudaba. O mucho se equivocaba, o aquello sonaba como un helicóptero acercándose.
Harriet se quedó mirando por la ventana, puede que debido a que su oído sobrehumano también escuchara al helicóptero, o puede que porque siempre le gustaron las vistas de la habitación. No por nada levantaron la cabaña mirando en aquella dirección.
—Vuelvo en un momento —dijo Yerik en un tono de voz seco que, por supuesto, ella no pudo percibir, y olvidando la idea de hacerse él mismo un té con la otra taza que había preparado, agarró una chaqueta del perchero y salió al porche de la cabaña.
Decir que no solían recibir visitas sería un eufemismo, puesto que si se aislaron en un valle perdido de Alaska fue precisamente para que nadie los visitara, y poder disfrutar así de su retiro en paz. En los últimos diez años tan sólo un grupo de excursionistas se acercó al valle, y ni siquiera llegaron a ver la cabaña antes de pasar de largo y seguir con su camino hacia las montañas. Pero allí no había ningún motivo para que un helicóptero se acercara, salvo ellos mismos, y esto fue lo que inquietó a Yerik. ¿Quién podía querer saber de ellos después de décadas desaparecidos para el mundo?
No iba a tardar en encontrar la respuesta, pues el helicóptero apareció en la distancia volando por el aire, y parecía tener la intención de tomar tierra en el valle. Venía del sur, o sea, de la civilización, y no aparentaba pertenecer a ninguna autoridad o institución pública, ni americana ni rusa. Era un vehículo privado, y esto despertó todavía más su curiosidad.
Tras unos minutos el aparato acabó por tomar tierra a unos doscientos metros de la cabaña, provocando un estruendo poco habitual en aquellas tranquilas tierras. Nada más posarse, con las hélices todavía girando a toda velocidad, de él se bajó un hombre envuelto en un abrigo que incluso a un viejo como él le pareció pasado de moda. Nadie más le acompañaba, y eso despertó su curiosidad, pero aguardó con paciencia a que aquel hombre llegara hasta la cabaña.
—Buenos días, señor Vasiliev —dijo con educación el recién llegado. Era un hombre de unos sesenta años, vestido bajo el abrigo con un traje tan pasado de moda como el resto de su vestimenta, con un rostro amable que lucía un muy cuidado bigote canoso, tan canoso como el pelo repeinado de su cabeza. Por supuesto, Yerik lo reconoció enseguida, y al hacerlo frunció el ceño.
—Señor Neydis —contestó sin amabilidad alguna—. Se encuentra usted muy lejos de su casa, muy lejos de todas partes, en realidad. No creo que ni su vasto imperio llegue hasta aquí.
—Tampoco tendría ningún motivo para hacerlo —replicó Walter Neydis sonriendo—. Nada más lejos de mi intención perturbar la paz de este hermoso valle… pero me ha costado mucho encontrar este lugar, o dicho con más precisión, encontrar a quienes viven en este lugar.
—¿Qué quiere? —inquirió Yerik cruzándose de brazos.
—Hablar con ella, nada más —contestó Neydis.
—¿Para qué?
—Ella fue la primera —dijo Walter.
—¿Superheroína? —aventuró Yerik.
—No, la primera humana en tener contacto con una grieta dimensional —afirmó ya sin sonreír—. Mi compañía aportó muchos fondos al proyecto Manhattan, y por eso tuve el privilegio de presenciar la prueba Trinity, la que iba a ser la primera prueba nuclear de la historia. No creo que haga falta que le recuerde cómo acabó eso… pero ella lo experimentó de primera mano, vio con sus propios ojos lo que otros sólo intuimos.
—¿Qué se supone que significa eso? —inquirió Yerik, todavía suspicaz.
—Hay un motivo por el que no se volvió a realizar otra prueba nuclear tras el fracaso de Trinity —contestó Walter—. Un motivo que algunos conseguimos percibir, entre ellos espías soviéticos, y que hicieron que nadie volviera a intentar jugar con la fisión del átomo, hasta muy recientemente, a ninguno de los dos lados del telón de acero. Tras aquello, el gobierno la encerró, la escondió y la usó como a un arma, hasta que se rebeló contra ellos y decidió desaparecer del mundo… he necesitado décadas para encontrarla. Sólo quiero hablar de lo que ocurrió ese día.
—No está en condiciones de ver a nadie —afirmó Yerik—. No está en condiciones de recordar nada de lo que pasó ese día, si es que entiende lo que quiero decir.
—Lo entiendo —asintió con resignación—. Aun así, muy pronto lo que ocurrió entonces va a tener importantes consecuencias para toda nuestra civilización, y me gustaría estar seguro de que ella vio lo mismo que nosotros.
Si se tratase de cualquier otro ser humano, Yerik no habría tenido ninguna duda a la hora de rechazar la petición… pero ese hombre era Walter Neydis, se decía que era la persona más poderosa del mundo, más que cualquier suprahumano, y si se negaba tal vez lo intentara de un modo más agresivo. Él ya no era joven como para luchar esa clase de guerras, y Harriet mucho menos.
—Muy bien —accedió haciéndose a un lado para cederle el paso hacia a la casa—. Pero que sea rápido, y sin agobiarla.
Walter aceptó y se encaminó al interior de la cabaña. Nada más dar un paso dentro del comedor observó concienzudamente el lugar, sin duda movido por la curiosidad de ver el lugar donde tal vez los dos suprahumanos más famosos de la historia llevaban viviendo desde los años sesenta.
—Puede dejar el abrigo aquí —le ofreció Yerik, señalando la percha.
—Si no le importa, preferiría dejármelo puesto —replicó Walter—. Espero que no se ofenda si le digo que el interior de esta casa no es mucho más cálido que el exterior.
—Nuestra percepción del frío y del calor es muy distinta, me temo —dijo él torciendo el gesto, y entonces le señaló la escalera—. Por aquí.
Walter Neydis no era una persona fácil de sorprender, pero no pudo evitar hacerlo cuando entró en la habitación, que olía a cerrado y a decrepitud, y vio sentada en una mecedora a una anciana encogida y arrugada, anciana que mucho tiempo atrás puso fin a la segunda guerra mundial ella sola, y se convirtió en el símbolo de esperanza y poder de su país. Sesenta años más tarde, todo lo que quedaba de ella era una mujer postrada y de mirada ausente que no reparó en la llegada de los dos hombres.
—Le traeré una silla —dijo Yerik con aspereza volviendo a salir del dormitorio, pero Walter no esperó a su retorno, y tras sentarse en la cama durante un segundo observó el estado en que se encontraba ella, valorando si tratar de tener una conversación tendría sentido a esas alturas.
—Harriet Morgan —murmuró—. Con el nombre en clave de Michelle Smith, apodada la Mujer Milagro.
Ante la mención de su nombre de superheroína, Harriet levantó la cabeza en dirección a Walter, pero no dio muestra alguna de reconocerlo. Yerik Vasiliev, apodado en la Unión Soviética como el Camarada, llegó cargando en una mano con una vieja silla de paja.
Para cualquiera podría resultar sorprendente que quienes antaño fueran dos enemigos mortales hubieran acabado juntos durante tantos años… para cualquiera, pero no para Walter. Dejando a un lado las ideologías, ambos fueron los primeros en su especie, y también fueron usados por sus gobiernos como armas contra los enemigos de sus respectivas naciones. Eran tan similares que la unión de ambos más que sorprendente parecía inevitable.
—No creo que vaya a sacar nada en claro —le advirtió Yerik—. Desde hace un tiempo sus momentos de lucidez son muy escasos.
Saber eso no hizo que Walter dejara de intentarlo. Lo que pretendía conseguir podía parecer poco importante, después de todo, ya conocía la respuesta que podía darle. Pero las consecuencias que iba a producir el asumir esa respuesta merecía la mayor de las seguridades… él necesitaba estar seguro, porque muchas vidas se iban a perder en el futuro, y éstas merecían que actuara con total seguridad.
—Harriet —dijo sentándose en la silla que le acababa de traer Yerik para tenerla cara a cara—. ¿Recuerdas la prueba Trinity, Harriet?
—Trinity —repitió ella con un gesto de dolor—. Trinity…
—Necesito saber qué viste entonces, Harriet —pidió Walter—. Necesito que me digas qué viste al otro lado.
—Trinity —dijo una vez más Harriet, ahora con una mueca de dolor y revolviéndose en su asiento.
—¿Qué viste, Harriet? —insistió él, y unas lágrimas comenzaron a caer de los ojos de la anciana.
—Ya vale —exclamó Yerik dando un paso adelante, dispuesto a acabar con aquello—. Ya ve que no puede responderle. Debería marcharse.
Walter, decepcionado, se levantó de la silla y siguió a Yerik fuera de la habitación, pero antes de dar un paso fuera Harriet volvió a hablar.
—Vi… —murmuró con dolor, consiguiendo que ambos se detuvieran y se dieran la vuelta—. Vi…
—¿Qué viste? —inquirió Walter.
—Vi a… Dios —balbuceó la anciana, que entonces levantó la cabeza hacia ellos y los miró todavía llorosa—. Y él me vio a mí.
Un instante más tarde, Walter Neydis, arrebujado en su abrigo, se dirigía de vuelta al helicóptero. Le esperaba un largo camino de regreso hasta la civilización, pero estaba convencido de que el viaje había merecido la pena.
Una vez en el aire, observó por última vez la cabaña antes de que la distancia la volviera invisible. En el porche todavía seguía Yerik, contemplando cómo se marchaban, tal vez para asegurarse de que lo hacían.
—¿Puedo preguntarle qué ha sacado en claro con este viaje? —le preguntó Andrew Rayder, que lo acompañaba en el helicóptero.
—Que el precio que habrá que pagar es necesario —contestó con resignación, y tras unos segundos de reflexión se pronunció de nuevo—. En cuanto lleguemos, contacta con el ministro de justicia de España. Necesitamos a Montero descongelado y trabajando donde lo dejó el Dr. Palacios lo antes posible. Contacta también con Santos, Mason, Schoonver, Kürten y los demás. Os vais a Madrid. No podemos permitirnos más retrasos.
Andrew Rayder se limitó a asentir, aunque el gesto estuvo de más, porque Walter ya tenía puesta toda su atención en el bosque sobre el que volaban y en sus propios pensamientos.
—¿Harriet? ¿Eres tú? —preguntó en voz alta, pero no obtuvo respuesta alguna. Tampoco la habría recibido aunque hubiera sido Harriet, y se recriminó a sí mismo siquiera pensar que podía ser ella cuando llevaba postrada desde hacía una semana. Soñar con que fuera a levantarse por su cuenta era hacerse ilusiones. De hecho, dado su delicado estado de salud, mucho se temía que ya no volviera a levantarse jamás.
El ruido probablemente sólo fuera el crujir de la cabaña al ser azotada por el viento. El frío intenso que venía del norte había llegado para quedarse, y pronto su ya de por sí aislada vivienda quedaría todavía más aislada por la nieve. Así hasta que llegara la primavera y el deshielo, cuando el valle se llenaría de color verde por un breve periodo de tiempo. Todo apuntaba a que para entonces ya se habría quedado solo, pero lo bueno que tenían las largas enfermedades era que te daban tiempo a asimilar el cambio, aunque no por eso el golpe iba a ser menos duro.
Y es que fueron muchos años los que ambos pasaron juntos, y en honor a la verdad, Yerik siempre pensó que él moriría antes… aunque jamás pensó que lo haría de viejo, y menos en territorio americano.
—Las vueltas que da la vida —murmuró justo antes de que el contenido de la tetera comenzara a hervir. La cogió y con ella llenó dos tazas, sin embargo, su pulso ya no tan firme como antaño hizo que un chorro de agua hirviendo le cayera en la mano con la que sujetaba la taza. Aunque notó el calor, éste no le produjo ningún daño, pues su invulnerabilidad, pese a no ser ya tan poderosa como en sus buenos años, todavía le protegía del agua hirviendo. Eso no sirvió, sin embargo, para que se sintiera menos torpe y viejo.
Tras echar una bolsita de té y dos cucharadas de azúcar en una de las tazas llenas, removió bien y se dirigió al comedor. Allí, además de un pequeño sofá que miraba hacia la chimenea, tan sólo tenían un televisor antiguo que cada vez veía menos y una estantería con algunos libros que cada vez leía más. La decoración consistía en la cornamenta de un alce que cazó una vez, unas fotos en una repisa y un cuadro que él mismo pintó en un patético intento de probar suerte con la pintura. No fue la peor idea que tuvo en su vida, pero casi.
Echó un vistazo al exterior por la ventana antes de subir las escaleras. El viento seguía azotando el valle, y ahora traía unas nubes oscuras que auguraban la llegada de las primeras nieves de la temporada. Yerik se prometió ir a cortar leña esa misma tarde, no fuera que el verdadero frío le pillara otra vez sin reservas. Aunque pese a su edad salir al bosque en mitad de un temporal no suponía más que una pequeña molestia, prefería ser previsor por una vez en la vida. Alguien tenía que serlo ahora que Harriet, quien siempre fue la que tuvo más cabeza de los dos, ya no podía.
Subió las escaleras con cuidado de no derramar el contenido de la taza. Subir volando habría sido más rápido y estable que andar pisando escalones, pero en los últimos tiempos cada vez notaba más que volar le fatigaba, y al igual que la previsión, ahora él debía tener fuerzas por los dos.
—Harriet, ¿estás despierta? —dijo desde el pasillo, más para anunciar su llegada y no alterarla que porque necesitara una respuesta. Sabía que estaba despierta, él mismo la levantó de la cama, la aseó y la vistió hacía un rato—. Te he preparado el té que te gusta.
Al entrar en la habitación se la encontró sentada en la mecedora, donde mismo la dejó antes, mirando con aspecto ausente los tablones que cubrían la mitad de la ventana, encogida, encorvada y cubierta por una manta de cuello a pies. Cuando le vio aparecer apartó la vista de la ventana rota y se volvió hacia él con evidente confusión.
—Te he preparado el té que te gusta —repitió Yerik mostrándole la humeante taza—. ¿Quieres?
No esperó a su respuesta y se acercó con el té en las manos. Harriet siguió la taza con la mirada, tal vez tratando de comprender por qué el olor que el té desprendía le resultaba familiar, pero sin conseguirlo.
—Deberías beberlo mientras aún esté caliente —le recomendó él sentándose sobre la cama, a su lado.
—¿Quién eres? —preguntó ella con voz débil, mirándole a los ojos por primera vez.
Yerik procuró que el dolor que le provocaba esa pregunta cada vez que la hacía no se manifestara, pero era difícil hacerlo cuando cada vez la repetía con más frecuencia. Al parecer, ningún superpoder te hacía inmune al Alzheimer cuando éste decidía presentarse.
—Soy yo, Yerik —contestó con precaución. La última vez que hizo la pregunta y le contestó, su cabeza debió aferrarse a algún recuerdo del pasado, y no pudo contenerla antes de que se cargara la ventana que hasta hacía un momento miraba con tanto interés, seguramente sin recordar haberla roto—. ¿Te acuerdas de mí?
Para su alivio, en esta ocasión ella le sonrió con ternura y agarró con una mano temblorosa la taza que le tendía.
—Claro que me acuerdo de ti —dijo antes de darle un sorbo. Ella tampoco tuvo ningún problema con el agua casi hirviendo, aunque sí bastantes más a la hora de evitar que el té se le escapara por la comisura de los labios. Por suerte Yerik siempre tenía a mano un trapo para esos accidentes.
—¿Va a venir mi hermana a cenar? —preguntó tras el primer sorbo.
—Sí, esta tarde llega con los niños —contestó él mecánicamente. Hacía más de quince años que no cenaban con su hermana mayor porque falleció por motivos únicamente relacionados con su edad, y los niños hacía tanto que eran adultos que ya peinaban más canas que cabellos con color. Mentirle era más sencillo que tratar de explicarle una verdad que iba a olvidar al cabo de unos minutos, y de todas formas esa tarde ya no recordaría haber preguntado por su hermana… tal vez ni siquiera que alguna vez tuvo una hermana.
—¿Tienes hambre? —le preguntó—. ¿Quieres comer algo? ¿Te subo…?
Se interrumpió al escuchar un sonido lejano, tan lejano que podía estar produciéndose a más de un kilómetro de allí. Pero el valle hacía que los sonidos llegaran hasta la cabaña con claridad cristalina, y su oído sobrehumano también ayudaba. O mucho se equivocaba, o aquello sonaba como un helicóptero acercándose.
Harriet se quedó mirando por la ventana, puede que debido a que su oído sobrehumano también escuchara al helicóptero, o puede que porque siempre le gustaron las vistas de la habitación. No por nada levantaron la cabaña mirando en aquella dirección.
—Vuelvo en un momento —dijo Yerik en un tono de voz seco que, por supuesto, ella no pudo percibir, y olvidando la idea de hacerse él mismo un té con la otra taza que había preparado, agarró una chaqueta del perchero y salió al porche de la cabaña.
Decir que no solían recibir visitas sería un eufemismo, puesto que si se aislaron en un valle perdido de Alaska fue precisamente para que nadie los visitara, y poder disfrutar así de su retiro en paz. En los últimos diez años tan sólo un grupo de excursionistas se acercó al valle, y ni siquiera llegaron a ver la cabaña antes de pasar de largo y seguir con su camino hacia las montañas. Pero allí no había ningún motivo para que un helicóptero se acercara, salvo ellos mismos, y esto fue lo que inquietó a Yerik. ¿Quién podía querer saber de ellos después de décadas desaparecidos para el mundo?
No iba a tardar en encontrar la respuesta, pues el helicóptero apareció en la distancia volando por el aire, y parecía tener la intención de tomar tierra en el valle. Venía del sur, o sea, de la civilización, y no aparentaba pertenecer a ninguna autoridad o institución pública, ni americana ni rusa. Era un vehículo privado, y esto despertó todavía más su curiosidad.
Tras unos minutos el aparato acabó por tomar tierra a unos doscientos metros de la cabaña, provocando un estruendo poco habitual en aquellas tranquilas tierras. Nada más posarse, con las hélices todavía girando a toda velocidad, de él se bajó un hombre envuelto en un abrigo que incluso a un viejo como él le pareció pasado de moda. Nadie más le acompañaba, y eso despertó su curiosidad, pero aguardó con paciencia a que aquel hombre llegara hasta la cabaña.
—Buenos días, señor Vasiliev —dijo con educación el recién llegado. Era un hombre de unos sesenta años, vestido bajo el abrigo con un traje tan pasado de moda como el resto de su vestimenta, con un rostro amable que lucía un muy cuidado bigote canoso, tan canoso como el pelo repeinado de su cabeza. Por supuesto, Yerik lo reconoció enseguida, y al hacerlo frunció el ceño.
—Señor Neydis —contestó sin amabilidad alguna—. Se encuentra usted muy lejos de su casa, muy lejos de todas partes, en realidad. No creo que ni su vasto imperio llegue hasta aquí.
—Tampoco tendría ningún motivo para hacerlo —replicó Walter Neydis sonriendo—. Nada más lejos de mi intención perturbar la paz de este hermoso valle… pero me ha costado mucho encontrar este lugar, o dicho con más precisión, encontrar a quienes viven en este lugar.
—¿Qué quiere? —inquirió Yerik cruzándose de brazos.
—Hablar con ella, nada más —contestó Neydis.
—¿Para qué?
—Ella fue la primera —dijo Walter.
—¿Superheroína? —aventuró Yerik.
—No, la primera humana en tener contacto con una grieta dimensional —afirmó ya sin sonreír—. Mi compañía aportó muchos fondos al proyecto Manhattan, y por eso tuve el privilegio de presenciar la prueba Trinity, la que iba a ser la primera prueba nuclear de la historia. No creo que haga falta que le recuerde cómo acabó eso… pero ella lo experimentó de primera mano, vio con sus propios ojos lo que otros sólo intuimos.
—¿Qué se supone que significa eso? —inquirió Yerik, todavía suspicaz.
—Hay un motivo por el que no se volvió a realizar otra prueba nuclear tras el fracaso de Trinity —contestó Walter—. Un motivo que algunos conseguimos percibir, entre ellos espías soviéticos, y que hicieron que nadie volviera a intentar jugar con la fisión del átomo, hasta muy recientemente, a ninguno de los dos lados del telón de acero. Tras aquello, el gobierno la encerró, la escondió y la usó como a un arma, hasta que se rebeló contra ellos y decidió desaparecer del mundo… he necesitado décadas para encontrarla. Sólo quiero hablar de lo que ocurrió ese día.
—No está en condiciones de ver a nadie —afirmó Yerik—. No está en condiciones de recordar nada de lo que pasó ese día, si es que entiende lo que quiero decir.
—Lo entiendo —asintió con resignación—. Aun así, muy pronto lo que ocurrió entonces va a tener importantes consecuencias para toda nuestra civilización, y me gustaría estar seguro de que ella vio lo mismo que nosotros.
Si se tratase de cualquier otro ser humano, Yerik no habría tenido ninguna duda a la hora de rechazar la petición… pero ese hombre era Walter Neydis, se decía que era la persona más poderosa del mundo, más que cualquier suprahumano, y si se negaba tal vez lo intentara de un modo más agresivo. Él ya no era joven como para luchar esa clase de guerras, y Harriet mucho menos.
—Muy bien —accedió haciéndose a un lado para cederle el paso hacia a la casa—. Pero que sea rápido, y sin agobiarla.
Walter aceptó y se encaminó al interior de la cabaña. Nada más dar un paso dentro del comedor observó concienzudamente el lugar, sin duda movido por la curiosidad de ver el lugar donde tal vez los dos suprahumanos más famosos de la historia llevaban viviendo desde los años sesenta.
—Puede dejar el abrigo aquí —le ofreció Yerik, señalando la percha.
—Si no le importa, preferiría dejármelo puesto —replicó Walter—. Espero que no se ofenda si le digo que el interior de esta casa no es mucho más cálido que el exterior.
—Nuestra percepción del frío y del calor es muy distinta, me temo —dijo él torciendo el gesto, y entonces le señaló la escalera—. Por aquí.
Walter Neydis no era una persona fácil de sorprender, pero no pudo evitar hacerlo cuando entró en la habitación, que olía a cerrado y a decrepitud, y vio sentada en una mecedora a una anciana encogida y arrugada, anciana que mucho tiempo atrás puso fin a la segunda guerra mundial ella sola, y se convirtió en el símbolo de esperanza y poder de su país. Sesenta años más tarde, todo lo que quedaba de ella era una mujer postrada y de mirada ausente que no reparó en la llegada de los dos hombres.
—Le traeré una silla —dijo Yerik con aspereza volviendo a salir del dormitorio, pero Walter no esperó a su retorno, y tras sentarse en la cama durante un segundo observó el estado en que se encontraba ella, valorando si tratar de tener una conversación tendría sentido a esas alturas.
—Harriet Morgan —murmuró—. Con el nombre en clave de Michelle Smith, apodada la Mujer Milagro.
Ante la mención de su nombre de superheroína, Harriet levantó la cabeza en dirección a Walter, pero no dio muestra alguna de reconocerlo. Yerik Vasiliev, apodado en la Unión Soviética como el Camarada, llegó cargando en una mano con una vieja silla de paja.
Para cualquiera podría resultar sorprendente que quienes antaño fueran dos enemigos mortales hubieran acabado juntos durante tantos años… para cualquiera, pero no para Walter. Dejando a un lado las ideologías, ambos fueron los primeros en su especie, y también fueron usados por sus gobiernos como armas contra los enemigos de sus respectivas naciones. Eran tan similares que la unión de ambos más que sorprendente parecía inevitable.
—No creo que vaya a sacar nada en claro —le advirtió Yerik—. Desde hace un tiempo sus momentos de lucidez son muy escasos.
Saber eso no hizo que Walter dejara de intentarlo. Lo que pretendía conseguir podía parecer poco importante, después de todo, ya conocía la respuesta que podía darle. Pero las consecuencias que iba a producir el asumir esa respuesta merecía la mayor de las seguridades… él necesitaba estar seguro, porque muchas vidas se iban a perder en el futuro, y éstas merecían que actuara con total seguridad.
—Harriet —dijo sentándose en la silla que le acababa de traer Yerik para tenerla cara a cara—. ¿Recuerdas la prueba Trinity, Harriet?
—Trinity —repitió ella con un gesto de dolor—. Trinity…
—Necesito saber qué viste entonces, Harriet —pidió Walter—. Necesito que me digas qué viste al otro lado.
—Trinity —dijo una vez más Harriet, ahora con una mueca de dolor y revolviéndose en su asiento.
—¿Qué viste, Harriet? —insistió él, y unas lágrimas comenzaron a caer de los ojos de la anciana.
—Ya vale —exclamó Yerik dando un paso adelante, dispuesto a acabar con aquello—. Ya ve que no puede responderle. Debería marcharse.
Walter, decepcionado, se levantó de la silla y siguió a Yerik fuera de la habitación, pero antes de dar un paso fuera Harriet volvió a hablar.
—Vi… —murmuró con dolor, consiguiendo que ambos se detuvieran y se dieran la vuelta—. Vi…
—¿Qué viste? —inquirió Walter.
—Vi a… Dios —balbuceó la anciana, que entonces levantó la cabeza hacia ellos y los miró todavía llorosa—. Y él me vio a mí.
Un instante más tarde, Walter Neydis, arrebujado en su abrigo, se dirigía de vuelta al helicóptero. Le esperaba un largo camino de regreso hasta la civilización, pero estaba convencido de que el viaje había merecido la pena.
Una vez en el aire, observó por última vez la cabaña antes de que la distancia la volviera invisible. En el porche todavía seguía Yerik, contemplando cómo se marchaban, tal vez para asegurarse de que lo hacían.
—¿Puedo preguntarle qué ha sacado en claro con este viaje? —le preguntó Andrew Rayder, que lo acompañaba en el helicóptero.
—Que el precio que habrá que pagar es necesario —contestó con resignación, y tras unos segundos de reflexión se pronunció de nuevo—. En cuanto lleguemos, contacta con el ministro de justicia de España. Necesitamos a Montero descongelado y trabajando donde lo dejó el Dr. Palacios lo antes posible. Contacta también con Santos, Mason, Schoonver, Kürten y los demás. Os vais a Madrid. No podemos permitirnos más retrasos.
Andrew Rayder se limitó a asentir, aunque el gesto estuvo de más, porque Walter ya tenía puesta toda su atención en el bosque sobre el que volaban y en sus propios pensamientos.
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