sábado, 27 de abril de 2013

Orígenes

Como ya anuncié en su momento, la primera parte de "Orígenes" tendrá 10 capítulos. Aunque voy subiendo uno por semana, a estas altura ya tengo preparados tanto el ocho como el nueve, y esto trabajando en el diez. Sin embargo, tengo la intención de crear una segunda parte con otros diez capítulos (aunque puede que antes de ponerme con eso añada algún preludio más). Como esos aun están "en blanco" y para hacerlo todo más interactivo, he abierto una encuesta para elijais qué personaje de los que de momento han sido secundarios se convierta en el capítulo 11 (primero de la segunda tanda) en personaje POV*. A la derecha teneis la encuesta abierta a lo largo de un mes.

*No se garantiza que el personaje vaya a seguir vivo para entonces, vota por tu cuenta y riesgo.

viernes, 26 de abril de 2013

Crónicas zombi, Orígenes: Capitulo 7, Aitor



CAPITULO 7: AITOR


—No me puedo creer que estemos haciendo esto otra vez. —suspiró Sebas cuando los edificios comenzaron a bloquearnos la visión de las afueras de Madrid, indicando que una vez más nos adentrábamos en aquella ciudad maldita.
Estaba un poco cansado porque la noche anterior me tocó montar guardia… el detalle de dejarnos dormir la noche entera cuando partimos la primera vez no podía repetirse porque ahora éramos menos, y Maite insistió en hacer guardias dobles al no saber si por allí podía haber problemas. Además de eso, perdimos un par de horas buscando gasolina entre los coches abandonados con los que nos cruzamos el día anterior, aunque por suerte no sólo rellenamos el depósito del coche, sino que también encontramos algunas mantas extra, que con el frío que estaba haciendo los últimos días nunca venían mal.
De haber tenido más tiempo podríamos haber registrado a fondo los coches; estaba convencido de que tenía que haber ropa utilizable entre las maletas que dejaron en ellos, además de algunas otras cosas útiles, pero nos topamos con algunos reanimados por allí que podrían haberlo complicado todo, y las medicinas eran más importantes.
—Esta vez lo haremos bien —dije intentando levantarle el ánimo desde el asiento del copiloto del coche de Agus, que iba sentado en el asiento trasero mirando el paisaje de calles, coches abandonados y reanimados putrefactos ocasionales con los que nos cruzábamos—. Ya sabemos que no tenemos que subestimar a la cola que se está organizando a nuestra espalda.
Por muy despacio que fuéramos, y todo lo sigilosos que intentáramos ser, era imposible evitar que algún muerto viviente nos viera y emprendiera la marcha en una lenta persecución que, si bien podía parecer inofensiva, se volvía más peligrosa cuando llegaba la hora de aparcar el coche y comenzaba a recortar distancia.
—¡Dios! Creo que tu novia tenía razón. —exclamó Sebas cuando pasamos por delante del Hospital Ruber Internacional, el lugar donde él pretendía ir en un principio.
“No es mi novia” quise recordarle, pero la escena que se estaba desarrollando allí me impresionó tanto que no me salieron las palabras.
Desde luego que Raquel tenía razón, y hasta el impasible Agus no pudo evitar girarse a mirar por la ventanilla. Toda la clínica estaba rodeada por un muro, pero en la entrada de las ambulancias tan sólo había una valla metálica que separara el interior del exterior, y frente a esa valla colocaron una barrea de sacos rodeados de espino, junto a un jeep del ejército abandonado. Al otro lado, en el interior del recinto del hospital, por lo menos cien muertos vivientes daban vueltas como idiotas sobre la zona pavimentada que comunicaba la entrada con el edificio en sí.
—La leche… —murmuró Sebas deteniendo el coche.
—¿Creéis que ese jeep funcionará? —pregunté pensando en que no nos vendría nada mal un vehículo extra, y más uno militar y todoterreno, por si teníamos que movernos fuera de carretera.
—No sé —respondió el guardia de seguridad, que todavía miraba embobado la masa de muertos, pero enseguida apartó la vista lo suficiente como para volverse hacia mí alarmado—. No pretenderás…
No le respondí, tan sólo abrí la puerta del coche y salí fuera…. el reanimado más cercano seguía todavía demasiado lejos como para suponer un problema, de modo que corrí hasta el jeep y me subí a él. Uno de los muertos de la clínica se dio cuenta de que andaba por allí y se lanzó contra la valla con las fauces abiertas, metiendo las manos entre los huecos de la estructura metálica y lanzando gruñidos salvajes cargados de impotencia.
No encontré las llaves del vehículo, pero con lo que sí me topé fue con el cadáver más horripilante que había visto… al menos desde que encontramos al hermano de Raquel parcialmente devorado por su propia hermana pequeña. Se trataba de un soldado, o más bien medio soldado, porque de cintura para abajo había desaparecido del todo; sin embargo, de cintura para arriba no estaba tampoco mucho mejor, sus brazos eran sólo huesos con algo de carne colgando, su rostro, una calavera con un solo ojo, y en su pecho abierto en canal se podían ver las costillas.
—¡Eh, chaval, mejor que nos larguemos de aquí! —me llamó Sebas, que asomó la cabeza por la ventanilla del coche preocupado. Tenía razón, los muertos vivientes que todavía podían suponer algún peligro se acercaban, y en la valla ya tenía a cinco de ellos intentando atravesarla a empujones.
—¡Voy! —le dije, sin embargo, vi que el fusil del soldado se encontraba tirado en un lado, así que lo recogí y le quité el cargador… estaba vacío, el hombre debió luchar hasta quedarse sin munición.
Un estruendo que se escuchó junto a la valla del hospital hizo que levantara la vista alarmado. Los muertos vivientes haciendo presión ya eran más de diez y la valla empezaba a ceder. Dándome cuenta de que era la hora de irse, de un salto bajé a la carretera y regresé al coche.
—Sí, será mejor largarse ya —coincidí con Sebas—. Ponerlos nerviosos no es buena idea.
—Un poco tarde para eso. —observó Agus con total parsimonia, como si no fuera con él.
Con un crujido la valla se desencajó, y algunos de los muertos comenzaron a salir a la carretera.
“Esta vez lo haremos bien… por los cojones” maldije para mí mismo.
—¡Que les den a todos esos ricachones y famosetes! No van a cogernos —exclamó Sebas arrancando el coche de nuevo—. Vámonos de aquí… Agus, ¿falta mucho para la farmacia?
—En realidad está un poco más adelante —respondió—. Después del segundo cruce.
—¿Qué? —exclamé espantado… esa horda iba a lograr salir en manada del hospital de un momento a otro, no podríamos parar en la farmacia si más de cien muertos vivientes nos iban pisando los talones—. ¡Joder! Qué manera de cagarla antes de empezar.
Maite iba a cortarme el cuello…
Avanzamos todo lo rápido posible para intentar poner metros entre los muertos vivientes y nosotros, pero no iba a servir de nada; todavía no habíamos llegado al primer cruce cuando la valla se vino abajo, y lo que había sido un goteo de reanimados saliendo de ella se transformó en una avalancha de carne muerta.
Llegamos hasta la farmacia y nos bajamos del coche los tres con la marea de reanimados a tan sólo unos cincuenta metros. El establecimiento estaba cerrado, por supuesto, y cubierto por una reja; no me costaría mucho cargarme del candado de un balazo, pero ese no era el problema más acuciante.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sebas—. Si entramos, nos quedaremos atrapados dentro hasta vete tú a saber cuándo… si es que no logran entrar, que teniendo en cuenta los que son, es más que probable. Acaban de romper una valla más grande que estos hierrecitos.
Me pasé una mano por la cabeza mientras intentaba pensar en algo. La única solución, porque ponerse a buscar otra farmacia estaba descartado, era avanzar con el coche, alejarlos de allí y dar un rodeo que los despistara para poder volver. Pero era una apuesta arriesgada, dar rodeos por la ciudad podía significar sumar más reanimados a la persecución… no obstante, tampoco teníamos otra opción.
—Volvamos al coche, daremos vueltas hasta perderlos y regresaremos cuando esto esté despejado. —propuse finalmente, sin embargo, a Agus se le ocurrió una forma de mejorar el plan.
—No hace falta que nos vayamos todos, abridme esto y yo recogeré todo lo de la lista del doctor. Vosotros podéis coger el coche y despistarlos. —sugirió volviendo la vista hacia la horda, que ya estaba a menos de cuarenta metros.
—¿Estás seguro de eso? —inquirió Sebas no muy convencido—. Si te ven entrar…
—Los distraeremos —afirmé sumándome a aquella idea, que se me antojaba mejor que la mía—. No me parece mal, perderemos menos tiempo y, aunque no logremos quitárnoslos de encima, tampoco tendremos que parar, sólo habrá que recoger a Agus y marcharnos.
—Está bien, vale, como queráis —accedió el guardia de seguridad poco dispuesto a discutir—. Pero será mejor que nos demos prisa, porque los tenemos ya aquí.
Sin perder un segundo, apunté con el fusil y volé por los aires el candado que mantenía cerrada la farmacia. Entre Agus y Sebas levantaron la estructura metálica lo suficiente para que el primero pudiera pasar, y luego volvieron a cerrarla.
—No dejes que te vean desde fuera o esto no servirá de nada. —le recordé a Agus, que asintió antes de dirigirse al interior de la farmacia.
—¡Vamos al coche! —exclamó Sebas metiéndome prisa, los muertos ya estaban a sólo veinte metros.
Algunos de ellos se dirigieron hacia la farmacia, quizá porque habían visto a Agus entrar o quizá porque habíamos estado delante de la puerta un segundo antes, y no tuvieron tiempo para recular, pero fue suficiente para hacerme creer que el plan iba a fracasar, así que, para atraer aún más su atención, disparé una ráfaga de balas contra ellos.
—¡Joder! —protestó mi compañero, que no se esperó un tiroteo—. Cuidado con eso, chaval.
Me pareció que me cargaba al menos a un par de ellos, aunque la mayoría de los disparos golpearon en sus cuerpos y, como era ya sabido por todos, eso era como si no les hubiera hecho nada.
—¿Nos siguen? —preguntó él metiendo la primera en cuanto estuvimos dentro del vehículo.
—¡Joder si nos siguen! ¡Dale! —exclamé yo saltando al asiento del copiloto.
Cuando la primera mano putrefacta golpeó contra el maletero del coche, éste salió disparando calle abajo. Me giré en mi asiento para mirar atrás y asegurarme de que ninguno de esos muertos se dirigía a la farmacia, y por una vez la suerte estuvo de nuestro lado: todos habían preferido perseguirnos… si es que a eso se le podía llamar suerte.
—Vale, ¿y ahora qué hacemos? —inquirió Sebas empezando a ponerse nervioso.
—Sigue recto, luego te metes a la derecha y después arriba, no quiero que entremos demasiado en Madrid porque podría ser peor el remedio que la enfermedad —le indiqué—. Tenemos que darle un poco de tiempo a Agus para que lo recoja todo, tampoco no quiero quedarme aparcado delante de la farmacia más que lo imprescindible.
—¿La próxima calle a la derecha? Creo que eso va a ser un problema. —exclamó señalando hacia delante con el dedo.
—¡Oh, mierda! ¡Doble mierda! —gruñí al descubrir que algún idiota había se estrellado con su coche contra una esquina, bloqueando así el paso—. ¿Es que no puede salir nada bien del todo?
Ya era demasiado tarde para dar la vuelta y buscar otro cruce, la marea muerta avanzaba lenta pero inexorable, y no nos dejaba más opción que seguir adelante… el problema era que más adelante había un cordón militar, con una empalizada construida con sacos y rodeada de espino que nos cortaba el paso en esa dirección también.
Haciendo un juicio rápido, deduje que los compañeros que trabajaron en esa zona debieron limpiarla de muertos tras encerrar a los del hospital, y después montaron el cordón para contener a los que venían desde el interior de la ciudad. Puesto que no había ningún vehículo, como solía ser habitual en los cordones, y éste seguía intacto, imaginé que debieron replegarse hacia la zona segura cuando llegó la orden de abandonar la ciudad a su suerte y proteger a los civiles.
“Para lo que sirvió al final…” reflexioné con pesar.
—Nos quedamos sin opciones. —masculló Sebas nervioso buscando con la mirada algún callejón que se nos pudiera haber pasado, pero no parecía que fuéramos a tener esa suerte.
—¡Deja el coche! ¡Vamos! —grité abriendo la puerta y saliendo del vehículo; con él no íbamos a llegar a ninguna parte, tendríamos que esquivar a los reanimados a pie.
—¿Y si nos metemos allí? —sugirió él señalando el edificio de un colegio un poco más adelante—. Saltamos la valla y nos apartamos de los muertos… luego podemos escapar por otro lado mientras ellos siguen aquí.
Como no tenía una idea mejor, me colgué el fusil a la espalda y corrí a su lado en dirección al edificio. “Colegio Virgen de Mirasierra” se leía en letras grandes en un cartel de la fachada principal… lo conocía, era el colegio al que había ido Raquel cuando era niña, antes de que la conociera en el instituto. Esperaba que aquello fuera una buena señal.
Sin embargo, la cosa empezó con mal pie, y nunca mejor dicho; al intentar saltar al otro lado trepando la valla, algo pringoso me hizo resbalar y caí al suelo apoyando mal el pie derecho.
—¡Augh! ¡Mierda! —me quejé dolorido agarrándome el tobillo.
—¿Qué haces? ¡Vuelve a subir, rápido! —me llamo Sebas desde lo alto con preocupación, él no había tenido el mismo problema que yo.
Tenía a los reanimados más adelantados de la horda casi sobre mí, de modo que me puse de pie con dificultad y retrocedí unos pasos para alejarme de ellos antes de comenzar a trepar de nuevo. Un muerto demasiado entusiasta logró agarrarme del pie cuando estaba en ello, y tuve que desembarazarme de él estampándole la bota en la cara, pero no iba a tener una segunda oportunidad… los reanimados llegaron hasta la valla y comenzaron a empujarla; una caída como la anterior y las consecuencias serían más graves que un pie dolorido.
—Esto cada vez se pone mejor. —farfullé al alcanzar lo alto y cruzar al otro lado, con los muertos zarandeándome a base de golpes rabiosos desde el suelo.
—¿Crees que resistirá? —preguntó Sebas dubitativo cuando alcanzamos por fin el patio del colegio.
—Seguro —afirmé cerciorándome de que lo del pie sólo había sido un golpe y no me había doblado nada—. Esta valla es más grande, y están más repartidos que en la del hospital.
—Vale, pues ya estamos a salvo… ¿y ahora qué? —inquirió el guardia de seguridad.
Era evidente que de nuevo se había quedado bloqueado y sin ideas, por lo tanto, tendría que ser yo quien tomara las decisiones… un rol que no me gustaba por la responsabilidad que suponía. No obstante, antes de poder abrir la boca, vi que una figura humanoide en mitad del patio se acercaba hacia nosotros.
De inmediato la apunté con el fusil temiendo que incluso allí dentro hubiera muertos vivientes, pero en seguida me di cuenta de que no podía tratarse de un resucitado; por la forma en que se movía, sólo podía ser una persona viva, en concreto una mujer morena y delgada que nos miraba como sin poder creérselo.
—Sebas. —avisé a mi compañero, que seguía embobado mirando a los muertos vivientes.
—Hostias. —exclamó en un susurro al ver a aquella mujer acercarse.
Como tenía las manos a la vista, iba desarmada, y no parecía un peligro, me permití bajar el arma.
—¿Sois del ejército? —nos preguntó en cuanto se fijó en mi uniforme—. ¡Oh, Dios, gracias! Pensaba que no ibais a venir nunca.
Antes de que pudiera reaccionar, se echó sobre mí y me abrazó como si fuera un familiar largo tiempo perdido. Hasta que no me soltó no pude volver a tomar aire.
—¿Sólo sois dos? —preguntó extrañada con los brazos aún alrededor de mi cuello.
—Perdona la confusión, pero no somos del ejército —le expliqué apartándola del todo de mi—. Bueno, yo lo era, pero ya no porque… porque en realidad ya no hay ejército.
—¡Oh! —dijo un poco avergonzada debido a su primera reacción—. Lo siento, pensé que… ¿qué es eso de que ya no hay ejército?
—¿No podemos hablar esto en otro lado? —suplicó Sebas desviando la mirada hacia la jauría que seguía pegada a la valla—. No quiero provocarlos más de la cuenta.
—Estoy dentro del colegio, podemos entrar, si queréis. —nos ofreció la mujer, y como me parecía bien apartarnos de la vista de aquellos seres, accedí—. Me llamo Irene, por cierto. —se presentó cuando ya íbamos de camino hacia allí.
—Yo soy Aitor, él es Sebas —nos presenté yo—. ¿Cuánto llevas aquí dentro?
—Desde algo después de Navidad —respondió abriendo la puerta principal del colegio—. Veréis, hay una cosa…
La cosa no necesitó demasiadas explicaciones cuando en el umbral de la puerta nos topamos de frente con cinco críos que no debían tener más de siete años, vestidos con ropas harapientas, con la cara y el pelo sucios y que nos miraban con unas caras que daba pena verlos.
—Oh, vaya… —murmuró Sebas al ser consciente de la situación.
—Son alumnos —nos explicó—. Niños, ¿qué hacéis aquí? Os dije que os quedarais en la clase.
—Jessica tiene que hacer pis —dijo una de las niñas—. Yo también… y Miguel también.
Irene suspiró con resignación y se llevó una mano a la frente.
—No tengáis morro, que todos sabéis ir al baño vosotros solos. —les regañó.
—¿Quiénes son esos? —preguntó un niño llevándose un dedo a la nariz.
—Son… una visita —respondió ella—. Si tenéis que ir baño, id. Marta, si Jessica necesita ayuda, ayúdala, sé una buena amiga.
Con miradas cabizbajas, los cinco niños se marcharon, aunque algunos giraban la cabeza de vez en cuando para volver a mirarnos, pero volvían a mirar al frente en cuando se daban cuenta de que Sebas y yo los estábamos mirando también, casi sin poder creer que estuvieran allí.
—Son… niños —dijo el guardia de seguridad, tan agudo como siempre—. Niños muy pequeños.
—Sí. —confirmó Irene de forma tan innecesaria como la afirmación de Sebas.
—¿Qué hacen aquí? ¿Has dicho que son alumnos? —le pregunté yo.
—Yo… no vino nadie a recogerlos cuando cerraron el colegio, así que me quedé con ellos —se explicó—. Llevamos desde entonces sin saber nada.
—¿Llevas desde después de Navidad encerrada aquí con ellos? —exclamé anonadado—. ¿De qué habéis vivido todo este tiempo?
—Teníamos comida en el comedor —respondió—. Había como para dar de comer a doscientos de esos monstruitos, aunque ya empieza a faltarnos… ahora que me fijo, no parecéis un equipo de rescate.
—¿Equipo de rescate? Más bien no —repliqué confirmando sus sospechas—. Yo era militar pero, como ya hemos dicho, no hay ejército.
—¿Qué quiere decir que no hay ejército? ¿Todavía no han salido de la zona segura? —nos interrogó—. ¿A qué están esperando? ¡Llevan más de un mes ahí encerrados!
Sebas y yo nos miramos sabiendo lo difícil que iba a resultar contarle la verdad a esa pobre mujer, que todavía no se había enterado de la mitad de cosas que habían ocurrido en la ciudad.
—Será mejor que nos sentemos. —le propuse.
—Estoy bien así, me paso todo el día sentada, no hay mucho que hacer aquí —respondió a la defensiva y comenzando a inquietarse—. ¿Qué es lo que pasa?
—Cuando digo que no hay ejército, es que no hay ejército —le aclaré apesadumbrado; hablar de ello tampoco era fácil para mí—. La zona segura… la zona segura ha caído.
—¿Qué significa eso de que ha caído? —inquirió ella todavía confundida.
—Significa que ya no hay zona segura —maticé sin ser capaz de mirarla a los ojos—. Los muertos vivientes lograron entrar y acabaron con todos. Los refugiados que había allí están muertos, las tropas destinadas a su protección, que en la práctica eran todas, fueron superadas y arrasadas… ya no hay ejército, ni policía, ni gobierno, ni instituciones, ni nada.
Durante un par de segundos Irene nos miró con los ojos como platos. Por un momento pensé que le había dado un síncope o algo así, pero al final logró balbucear algunas palabras.
—Creo… creo que necesito sentarme —dijo retrocediendo hasta chocar contra la pared y dejándose caer luego al suelo—. ¿Me… me estás diciendo que no queda nadie que nos vaya a sacar de aquí? ¿Qué todo el tiempo que hemos aguantado aquí dentro no ha servido para nada? ¿Qué todo lo que he…? ¿Cómo podéis saber eso? ¿Estabais en la zona segura?
—Hasta hoy mismo estábamos con un pequeño grupo acampados a las afueras —le expliqué—. No supimos nada de todo esto hasta que llegó un hombre que logró escapar vivo de la zona segura y nos lo contó todo.
—Aguantar sí ha servido de algo —intervino Sebas—. No queda mucha gente viva ya, vosotros tenéis la suerte de estarlo.
—¿Suerte? —repitió ella mientras unas lágrimas comenzaban a formársele en los ojos—. ¿Suerte para qué? Si todo ha caído, ¿qué nos queda?
—Luchar por salir adelante —afirmé—. ¿De qué sirve rendirse? Para morir siempre hay tiempo.
—¿Luchar? ¿Con cinco niños detrás? —masculló abrazándose las rodillas y agachando la cabeza, era exactamente el mismo gesto que había hecho Raquel en la tienda de campaña el día anterior—. ¿Qué habéis venido a hacer aquí? Si estabais fuera de la ciudad, ¿a qué habéis venido?
—En realidad somos tres, uno de los nuestros, el hombre que escapó de la zona segura, está en la farmacia que hay más arriba cogiendo unos medicamentos que necesitamos —le conté—. Seguimos adelante mientras él se quedaba allí para apartar a los muertos vivientes del camino, pero el control militar nos cortó el paso y tuvimos que dejar el coche y saltar la valla para esquivarlos.
—Ya veo… ¿os importa… podéis dejarme sola un momento? Sólo un momento, por favor. —nos pidió notablemente afectada.
Le hice una señal a Sebas para apartarnos y dejarla asimilar toda la información que acababa de recibir. No era sencillo hacerse a la idea de que todo se había acabado, de que la sociedad que conocíamos se había disuelto en un mar de muertos vivientes; el día que llegó Agus y nos enteramos de lo de la zona segura recordaba haber sentido incredulidad primero, y después miedo, mucho miedo por no tener la más remota idea de qué hacer a continuación. Me parecía que, hasta que Maite decidió dar un paso adelante, nos habíamos quedado atascados en esa fase, en la del miedo, la de no saber qué hacer…
—A lo mejor deberíamos decirle que venga con nosotros —propuso Sebas sin que ella, que se arrastró hasta un rincón a llorar, pudiera escucharnos—. No tiene mucho sentido que se quede aquí ya.
—¿Con cinco niños? —señalé con preocupación—. ¿Cómo diablos vamos a hacernos cargo de cinco niños pequeños si vienen con nosotros?
—Pero dejarlos aquí es inhumano —insistió él—. Si se les acaba la comida y el agua, ¿qué van a hacer? Imagínate que ella sale a buscar algo que comer y la cogen los muertos… esos críos morirían de inanición aquí dentro.
—¡Ya lo sé, joder! —exclamé frustrado. Aquella era una de las típicas situaciones en la que había que tomar una decisión difícil y apechugar con ella, y me pareció que ninguno de los dos estaba preparado para eso—. ¿Por qué no hablamos con ella? A lo mejor ni siquiera quiere venir...
Dejar que la decisión fuera de otra persona era un verdadero alivio, así que Sebas se aferró a esa opción asintiendo con la cabeza tres veces seguidas.
Tras dejar pasar un par de minutos para que se serenara, volvimos a su lado. Cuando ella levantó la cabeza para mirarnos tenía el rostro congestionado de haber llorado, y tuvo que secarse una lágrima con la manga de la camisa.
—Hemos pensado que, si quieres, podríais venir con nosotros —le propuse—. Tenemos comida, agua, y siempre será mejor que estar tú sola aquí ahora… bueno, ahora que sabes que va a ser por tiempo indefinido.
Apartó la mirada durante unos segundos para pensárselo antes de darnos una respuesta.
—Supongo que no es mala idea —admitió al final—. Pero, ¿y los niños? ¿Cómo vamos siquiera a sacarlos de aquí?
Ese era un problema a tener en cuenta porque, con la valla rodeada de muertos vivientes, la salida de aquel lugar se complicaba enormemente si nos tocaba estar pendientes de cinco críos que a lo mejor ni eran capaces de trepar por ella.
—¿Y allí fuera? ¿Cuántos sois? —nos interrogó.
—Somos, además de nosotros dos, Maite y Clara, Toni, Judit, Luís, Érica, Agus y tu novia, ¿no? —enumeró Sebas.
“¡Que no es mi novia ya!” pensé frustrado por su insistencia en llamarla así… ¿es que no había notado que la noche anterior no dormimos en la misma tienda de campaña y que no nos dirigimos la palabra antes de marcharnos? ¿Tendría que dar una rueda de prensa al final, o qué?
—Sois doce. —resumió ella contando los nombres.
—Bueno, Toni ahora mismo está herido, a Érica le dispararon y no sabemos si saldrá de esta, y Clara, Judit y Raquel no llegan a los veinte años. —matizó Sebas, a mi juicio de manera innecesaria.
—Entiendo —suspiró Irene—. Entonces creo que sólo tengo una opción.
Se puso en pie y se secó las últimas lágrimas que cruzaban su cara.
—Si vais a venir, tendríais que ir recogiendo vuestras cosas… y la comida que pueda quedar en el comedor; sacamos algunas provisiones ayer, pero no nos vendrían mal algunas más —le dije—. Sebas y yo deberíamos ir abriendo camino antes de que Agus se piense que le hemos abandonado en una farmacia y haga alguna tontería.
—Sí, vale… yo iré a… prepararlos. —murmuró con tono raro, aunque no le di mucha importancia.
—Vamos fuera —le propuse al guardia de seguridad—. Creo que tengo una idea.
Volvimos a salir al patio del colegio, donde el aire era más frío, y los reanimados seguían tras la valla gruñendo y mordiendo para intentar abrirse paso a través de ella.
—¿Cuál es esa idea? Porque el coche ahora mismo está rodeado de muertos. —observó Sebas señalando el vehículo, que se encontraba más o menos en mitad de la jauría de muertos vivientes.
—Es sencillo, mira la valla rodea todo el colegio: si salimos por el lado de la izquierda, caeremos en la calle cortada por el cordón militar, justo en el lado contrario al de los muertos vivientes —le expliqué—. Podemos meternos en esa calle, que debería estar relativamente limpia de reanimados, abrir el cordón militar para que los muertos pasen sin problemas, los provocamos para que nos sigan y, cuando estén en esa calle, volvemos dentro del colegio y salimos por donde mismo llegamos, que ahora debería estar libre de muertos.
—No suena mal. —admitió.
—Aun así, habrá que darse prisa —apuntillé con cierto temor—. No sé si tendremos tiempo para que todos los niños salgan antes de que los reanimados vuelvan.
—Si uno los atrae desde la valla, otro puede volver a taponar el cordón. —sugirió creyendo haber encontrado una solución al problema, sin embargo, negué con la cabeza.
—Podemos apartar el espino y echar los sacos abajo, pero volver a montarlos antes de que se den cuenta de lo que estamos haciendo se me antoja imposible —le contesté—. Habrá que confiar en que vayamos a tener tiempo.
—Más nos vale, porque si no, habremos provocado una carnicería con esos críos… —temió.
La calle perpendicular a la plagada por los muertos estaba más o menos despejada. Algunos reanimados se movían a lo lejos, pero ninguno suponía una amenaza a corto plazo. Como correspondía a cualquier lugar donde los militares hubieran estado combatiendo, había varios cadáveres tirados por el suelo, que una vez libres de lo que sea que les hacía resucitar se descomponían devorados por las moscas y los gusanos. No era una imagen bonita, aunque después de ver lo que podían hacer cuando se movían casi los prefería así, bien muertos y podridos.
—Yo apartaré el espino, tú vigila por si se acerca alguno. —le indiqué a Sebas mientras me colgaba el fusil a la espalda para tener las dos manos libres.
—¿Cómo vas a apartar el alambre de espino? —me preguntó desenfundando su pistola y manteniéndose en guardia.
El cadáver de un hombre vestido un con un traje negro y corbata a juego no era más que un esqueleto con un poco de pellejo seco alrededor, pero seguía enredado en el alambre del mismo modo en que lo estuvo antes de que lo remataran de un disparo en la cabeza. Sin pensarlo dos veces, lo agarré de los brazos y fui tirando de él, arrastrando el espino a su vez, hasta que logré una apertura suficiente como para que un par de muertos vivientes pudieran atravesarlo a la vez.
—Muy listo, ¿y ahora? —inquirió el guardia de seguridad sin dejar de vigilar los alrededores; un par de reanimados comenzaron a acercarse, o puede que sólo caminaran en nuestra dirección por casualidad, pero todavía estaban muy lejos para tener que preocuparnos por ellos.
—Ahora los sacos —le indiqué—. Ayúdame.
No hizo falta esforzarse demasiado, cuando apenas habíamos quitado cuatro o cinco sacos de arena, varios reanimados de la horda nos vieron y comenzaron a caminar hacia nosotros.
—¡Ahí vienen, ahí vienen! —exclamó Sebas alarmado dejando caer el saco que estaba sujetando al suelo.
—Vámonos, los que quedan no van a detenerles. —le dije tirando de él hacia atrás.
Los muertos vivientes empujaron, y la empalizada de sacos comenzó a derrumbarse sin ninguna dificultad. Los que iban delante cayeron al suelo al tropezar con ellos, pero había más detrás para tomar la delantera. El espino les dio más problemas porque no parecía importarles lo más mínimo que estuviera allí, y varios terminaron enganchándose en él antes de que otros encontraran el pequeño hueco que les había dejado para cruzar.
Resultaba desagradable ver cómo reaccionaban ante el alambre. Lo habitual en una persona era quedarse muy quieta para no clavárselo más y esperar a recibir ayuda, pero aquellos seres no sentía dolor, de modo que seguían dando tirones sin ningún pudor, desgarrando su propio cuerpo y dejando jirones de carne enganchados en las púas.
—Creo que ya nos han visto todos, volvamos dentro. —sugirió Sebas asustado y retrocediendo hasta la valla del colegio.
Le seguí, y juntos cruzamos al otro lado. Los muertos, como estaba previsto, abandonaron sus intentos de alcanzarnos por un lado del colegio para intentarlo desde otro y despejarnos el que necesitábamos libre. Por una vez algo había salido bien, y eso resultaba satisfactorio.
—Busquemos a Irene y a los críos y larguémonos de aquí. —le propuse a mi compañero un poco más animado… sin embargo, antes de poder abrir la boca para felicitarle por el trabajo bien hecho, un sonido retumbante proveniente del interior del colegio nos volvió a poner en alerta.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. Ha sonado como…
—Un disparo —terminé la frase por él—. ¡Vamos!
Corrimos en dirección al colegio como alma que lleva el diablo con las armas preparadas en las manos. No tenía la menor idea de lo que podía estar ocurriendo allí dentro, pero durante los pocos segundos que duró el trayecto se escucharon un par de disparos más. ¿Acaso se había colado a alguien y estaban siendo atacados? ¿Habrían logrado entrar los reanimados e Irene los estaría rechazando? No sabía que tuviera un arma, pero tampoco me había molestado en preguntárselo...
Ya dentro del edificio el cuarto disparo se escuchó mucho más fuerte y cercano.
—Por allí. —Señalé la puerta que llevaba a un pasillo interno del colegio.
El quinto tiro llegué a ver cómo se realizaba. Sebas se tapó los oídos cuando Irene, apuntando desde el pasillo al interior de la clase, disparó con lágrimas en los ojos contra alguien que se encontraba dentro.
Temiendo saber quién podía ser, me abalancé sobre ella para derribarla. No se resistió… con el impacto, su pequeña pistola cayó rodando, y ella quedó desplomada en el suelo delante de la puerta, conmigo encima contemplado estupefacto la horripilante escena que se había producido en el interior de la clase.
La situación dentro del aula era dantesca. Los cinco niños habían sido asesinados con sendos disparos en la cabeza que acabaron con sus vidas… y lo peor era que no parecía que ninguno se resistiera; todos confiaron ciegamente en su profesora, la persona que había cuidado de ellos todo ese tiempo. Lo que fueran sus camas hechas de colchonetas, ropas, juguetes y dibujos se fueron manchando por la sangre derramada de sus dueños, que formó un charco en mitad del aula.
—¿Qué has hecho? —murmuré horrorizado.
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó Sebas al acercarse y ver lo mismo que yo.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho? —le grité agarrándola de la camisa con lágrimas en los ojos… aquello era demasiado.
—Tenía que hacerlo —se defendió ella sin ofrecer resistencia ante mis zarandeos—. Es… es mejor así… nadie iba a rescatarnos, y ahora ya están lejos de esta mierda, de todo este horror.
—Había otras opciones. —dijo Sebas sin poder evitar mostrar una cara de consternación ante lo que estaba contemplando, pero Irene se rio con amargura.
—¿Otras opciones? ¿Es que no habéis escuchado vuestras propias palabras? ¡No hay zona segura! ¡No hay militares! ¡No hay nada! Sólo muertos caníbales… ahora están lejos de todo esto, les ha ahorrado sufrimiento, están con sus padres… ¡ahora descansan en paz!
De un empujón me quitó de encima, y con la cara surcada de lágrimas salió corriendo por la misma puerta por la que habíamos entrado nosotros al pasillo.
—¿Y ahora qué hacemos? —balbuceó Sebas repitiendo la que debía ser su pregunta favorita—. ¿Qué hacemos con ella?
Por lo que había dicho, estaba muy claro que creía haber hecho lo correcto, pero ver los cinco cuerpos muertos de unos niños allí tirados tras ser ejecutados a sangre fría me hacía sentir ganas de ahogarla con mis propias manos.
—No sé, tío, no sé… esto me sobrepasa. —confesé derrumbándome en el suelo al tiempo que Sebas recogía la pistola de Irene y sacaba el cargador.
—Descargada… tal vez deberíamos irnos sin ella.
—Si nos vamos, la estaríamos dejando morir. —repuse yo sin levantar la mirada del suelo, donde el charco de sangre de niño se iba haciendo más y más grande.
—¿Acaso se merece otra cosa? —escupió él—. ¡Que se joda esa asesina!
—¿Y entonces en qué somos mejores que ella? —le contradije—. Esos niños eran un lastre que no podíamos permitirnos. Sé que es duro, sé que es terrible y antinatural pensar así, pero este mundo… ¡los muertos se levantan por Dios! ¿Qué tiene eso de natural?
—No sé si estoy de acuerdo con eso. —dudó torciendo el gesto.
—Cinco bocas más que alimentar, cinco críos a los que habría que vigilar constantemente… ¡Cinco, Sebas, cinco! Es una puta mierda, y me doy asco por estar diciendo esto, pero quizá no había otra solución. La civilización se ha acabado, impera la ley de la naturaleza… un hámster se come a las crías que no puede mantener, aunque sean de su propia prole.
—¿Nos estás comparando con animales? —se indignó Sebas.
—Pues quizá es lo que somos ahora —intenté justificarme—. Ya no estamos por encima en la cadena alimenticia, lo están… ellos… el mundo se ha vuelto hostil y peligroso.
—No lo sé, esto me parece una solución demasiado fácil. —negó él sin querer aceptar lo que decía; no podía culparle, ni yo quería aceptar lo que estaba diciendo, pero eso no lo hacía menos cierto.
—¿Te parece que hacer eso ha sido “demasiado fácil”? —preguntó Irene, que regresó al pasillo sin que nos diéramos cuenta ninguno de los dos, y nos miraba con los ojos aún llorosos y con una mochila cargada al hombro—. ¿No deberíamos irnos?
Sebas y yo nos miramos, y cuando me puse en pie, sabía que él iba a hacer lo que yo dijera. Las grandes decisiones le quedaban grandes.
—Sí, vámonos. —exclamé.
Siguiéndola, volvimos una vez más al patio, donde los reanimados seguían apiñados contra la valla, aunque en aquella ocasión la del otro lado del colegio. A Irene no parecía impresionarle demasiado la escena porque ni se giró a mirarlos.
—A Maite no le va a gustar —soltó Sebas sin que ella pudiera escucharnos—. Tiene una hija.
Si, Maite iba a ser un problema, y seguro que no sólo ella. Pero si una vez con el grupo decidían echarla, daba igual, no dejándola sola en el colegio yo ya tendría la conciencia tranquila… o eso creía.
—Saltamos la valla, subimos al coche y nos largamos —resumí el plan para tenerla informada una vez llegamos al final del patio—. Los muertos empezarán a perseguirnos en cuanto se den cuenta de que es más fácil llegar hasta nosotros desandando sus pasos, así que será mejor si nos damos prisa, no queremos llevar la horda hasta donde nos esperan los demás.
Como no había dudas, comenzamos a trepar la valla en silencio, con el sonido de los gruñidos de los reanimados como único ruido ambiental. Cuando llegamos al coche ya había uno de ellos peleándose con el alambre de espino para volver… al ser tantos, habían podido con él por saturación, pero cuando hubo muertos clavados por todo el espino éste dejó de ser un obstáculo de verdad, y por culpa de eso volvieron más rápido de lo esperado.
—Dale al acelerador, que esos no se paran ni por los semáforos. —urgí a Sebas para que pusiera en marcha el coche.
Cuando empezamos a movernos ya había unos diez muertos tras nosotros. El plan había servido para escapar del colegio, pero no íbamos a tener mucho tiempo para recoger a Agus, y luego habría que ver cómo evitar que esa horda nos siguiera hasta el lugar donde los demás nos esperaban.
—Oh, vaya… sí que son muchos. —valoró Irene mirando hacia atrás desde el asiento trasero del coche cuando llegamos hasta la farmacia.
—Espero que Agus haya terminado. —deseó Sebas, que detuvo el coche frente a la entrada.
—Haya terminado o no, tendremos que irnos. —afirmé yo abriendo la puerta y saliendo fuera.
El gruñido de los reanimados que nos perseguían se escuchaba como un ruido de fondo que no hacía más que aumentar de volumen conforme quienes lo emitían se iban acercando. Movido por esa urgencia, Sebas y yo corrimos hacia la farmacia, levantamos de nuevo la verja metálica y entramos en ella.
El establecimiento, aunque con una capa de polvo considerable por todas partes, permanecía perfectamente ordenado, tal y como lo habían dejado antes de cerrarlo para siempre. Un mostrador separaba la zona en la que atendían a los clientes del interior, donde guardaban los medicamentos y donde esperaba que estuviera nuestro último compañero.
—¡Agus! —le llamé—. ¡Tenemos que irnos! ¡Deprisa!
Sin embargo, Agus asomó la cabeza desde debajo del mostrador, y al vernos se puso en pie revelando que tenía toda la manga derecha del jersey manchada de sangre.
—Había uno dentro. —dijo con tranquilidad mostrándonos la palanca que se utilizaba para bajar y subir el toldo de la entrada manchada también de sangre.
—Tenemos que irnos —repetí—. ¿Lo tienes todo?
—Sí —me aseguró al tiempo que levantaba una bolsa llena hasta los topes de vendas, pastillas y cajas de medicamentos—. ¿Por qué habéis tardado tanto?
—Ahora te lo explicaremos. —dijo Sebas metiéndole prisa para que saliera, y cuando ya estuvimos fuera, Agus me entregó la bolsa.
—Da igual, llévala tú. —le dije tras asegurarme de que los muertos seguían a una distancia prudencial de nosotros.
—Es que yo no voy. —respondió él con tal indiferencia que me costó un segundo entender lo que había dicho.
—¿Cómo que no vienes? —replicó Sebas confundido.
Como única respuesta, Agus se remangó la manga del jersey lleno de sangre y nos mostró un profundo mordisco en el antebrazo. La sangre no le salpicó por matar al reanimado, era producto del mordisco que éste le dio.
—Lo maté, pero fue más rápido que yo. —confesó volviendo a cubrirse la herida.
—Tío… lo siento. —fue lo único que alcanzó a decir Sebas.
—No tienes que quedarte —objeté pese a todo—. Puede que aún te quede un día o dos, podrías…
Pero él negó con la cabeza con una tranquilidad pasmosa.
—Moriré aquí, en la ciudad donde murió mi familia, y a manos de los que la mataron —se empecinó. La horda cada vez estaba más cerca, y desde el coche, ajena a lo que sucedía, Irene nos hacía gestos para que nos diéramos prisa—. Servirá para que esos dejen de perseguiros y no lleguen hasta los demás.
—¿Estás seguro? —le pregunté sintiendo verdadera lástima por él; no era alguien con quien hubiera intimado demasiado, pero era uno de los nuestros, de nuestro grupo, y verle en esa situación era difícil—. Es una muerte horrible.
—A lo mejor el dolor hace que vuelva a sentir algo antes del final. —declaró con tal convicción que no quise discutir con él; agarré las medicinas y, seguido por Sebas, corrí de vuelta al coche.
—¿Qué hace vuestro amigo? ¿No viene? —preguntó Irene alarmada.
—No —respondí con un suspiro—. Le mordieron… prefiere esto.
—¿Qué? ¿Quién diablos puede preferir eso? —replicó ella volviéndose para mirarle mientras nos alejábamos de allí.
Con total tranquilidad, Agus caminó hasta el mismo centro de la calzada, y allí se plantó de cara a los muertos, a esperar a que le alcanzaran. No tuvo que esperar demasiado, y cuando llegaron hasta él tampoco hizo el más mínimo intento de escapar… la jauría le cayó encima y le envolvió por completo en menos de un segundo.
—¡Oh, Dios! —gimió Irene cubriéndose la boca con la mano—. Lo ha hecho…
No sabía si es que ya nos encontrábamos demasiado lejos para eso o que sencillamente Agus estaba demasiado machacado mentalmente como para hacerlo, pero no se le escuchó gritar mientras aquellos seres acababan con su vida. Quizá su último deseo no se había cumplido y ni el dolor le había hecho volver a sentir algo… ese hombre perdió a su mujer y a sus hijos en la zona segura, ¿cómo se recuperaba uno de algo así? El miedo que sentí por la posibilidad de perder a Raquel mientras atravesaba media ciudad en su busca no tenía que ser ni la mitad del dolor que Agus debía llevar sintiendo desde que perdió a los suyos.
“Y aun así, yo perdí a Raquel” me recordé con amargura.
—Descansa en paz, amigo. —dijo Sebas alzando la mirada hacia el espejo retrovisor.
—Hemos perdido a demasiados —lamenté tras apartar la mirada de la tremenda manada, que por fortuna se encontraba demasiado ocupada devorando los restos de Agus como para seguir persiguiéndonos—. Óscar, Félix, Silvio, Cristian… ahora él.
—Parece que los hombres de ese grupo vuestro tienen una maldición. —observó Irene quizá no sin acierto… aunque si no teníamos en la bolsa lo que necesitábamos, Érica podía ser la que rompiera esa maldición en cualquier momento.