domingo, 31 de mayo de 2015

Crónicas zombi, Orígenes: Capitulo 28, Maite



CAPÍTULO 28: MAITE


Desperté sobresaltada en mitad de la noche por culpa de una nueva pesadilla. Los rostros de Raquel y Aitor todavía danzaban en mi cabeza tras haber soñado con ellos, pero podrían haber sido perfectamente los de cualquiera de entre todos los que habían quedado atrás. Me toqué la frente para descartar que tuviera fiebre, ya habían pasado cinco días desde que llegáramos al chalet de Miraflores y me sentía prácticamente recuperada de mi enfermedad, pero siempre cabía la posibilidad de una recaída.
Todavía ocupaba una de las habitaciones de la casa. De hecho, era la única persona, además de Clara, que dormía en la otra cama de la habitación, que lo hacía. Tras la muerte de Juan Manuel, la comunidad quedó descabezada y sin rumbo, aunque tampoco se podía decir que tuviera mucho rumbo antes, y en la práctica era nuestro grupo quien estaba sacándola adelante, tanto saliendo de nuevo a por comida y agua para mantenerla surtida como repartiéndose las labores de vigilancia.
Para despejarme un poco, bajé de la cama y me acerqué a la ventana del dormitorio. Clara dormía plácidamente en su lecho, ajena a mis tribulaciones y malos recuerdos… cómo había cambiado la situación desde aquellos días acampados junto a Madrid, cuando era ella quien tenía las pesadillas.
Hacía frío, estábamos ya en marzo pero aún quedaba para que llegase la primavera, y tanto de día como por la noche refrescaba. Me alegré mucho de que mi hija y yo no tuviéramos que dormir al relente en tiendas de campaña, pero con mi salud cada vez mejor y la comunidad revolucionada no sabía cuánto más iba a durarnos ese privilegio.
Fuera, el aire revolvía la descuidada hierba del jardín. Desde la habitación no podía ver el campamento, pero sí la tumba que le cavaron a Juan Manuel para que descansara en paz, y también la puerta del muro, donde un hombre montaba guardia por si algún muerto viviente decidía asomarse. No podía distinguirle bien debido a la oscuridad, pero por su corpulencia sólo podía ser Eduardo o Gonzalo. Diana era mucho más delgada, y Ramón más musculoso.
Observando las copas de los árboles que el viento agitaba traté de no pensar en nada, de poner la mente en blanco para regresar a la cama y poder seguir durmiendo. Una cama mullida y abrigada no era algo que no supiera apreciar una persona como yo, que me había visto obligada a dejarme la espalda en tiendas de campaña durante semanas, y tenía que aprovecharlo mientras pudiera.
Pese a esa gran ventaja, que se unía a la de más cantidad de comida, me sentía en general muy alicaída por haber tenido que volver a la “civilización”. Tenía que reconocer que tanto tiempo sin muertos vivientes había sido un regalo del cielo, y regresar enferma, sin fuerzas, y encontrarme con un grupo de gente desconocida y prácticamente al mismo tiempo una horda en las puertas había sido demasiado.
No confiaba en nadie allí. Apenas había comenzado a confiar en serio en Gonzalo, Ramón y los demás, que llegaron en un momento complicado y a los cuales tuve que seguir por no tener más alternativas. El paso de los días me convenció de que aquella gente era inofensiva, la mayoría, por no decir todos, solo eran gente tan normal y asustada como lo fui yo sólo unas semanas antes, así que podía empatizar con ellos perfectamente. Pero empatizar no era lo mismo que confiar. La gente asustada puede hacer cosas terribles, y no todo el mundo era bueno antes de que los resucitados aparecieran en el mundo. Los recuerdos de Sergei o Irene seguían tan vivos en mi cabeza como los de las víctimas que causaron.
Irene… si algún sentimiento era todavía fuerte dentro de mí, además del amor por mi hija, era el odio hacia ella. Deseaba de todo corazón que hubiera muerto en la explosión de Colmenar Viejo y estuviera pudriéndose en algún infierno, tal y como merecía.
Al darme cuenta de que estaba divagando mentalmente, y no tratando de sacar esos pensamientos de mi cabeza como pretendía, corté por lo sano y regresé a la cama. Clara se revolvió inquieta en sueños cuando pasé a su lado, pero sólo fue algo momentáneo y enseguida recuperó la tranquilidad.
Tuve que contener un repentino ataque de tos que podría haberla despertado antes de volver a cubrirme con las mantas. La tos no se decidía a abandonarme del todo, pero Luis había dicho que era normal, y que podía durar otra semana, o más si seguía cogiendo frío levantándome de la cama en mitad de la noche sin ningún motivo.
Deseando no tener más pesadillas ese día, volví a dormirme sabiendo que el siguiente iba a ser complicado.

Poco después del amanecer, desperté cuando Clara me tiró del brazo para avisarme de que Luis había llegado. Todas las mañanas se empeñaba en hacerme un nuevo chequeo para asegurarse de que mi recuperación seguía adelante.
—Sigo tosiendo —le informé—. Pero ya no me duele la cabeza ni tengo fiebre, es…
—…toy bien. —terminó Clara por mí en tono de burla, a lo que Luis no pudo evitar sonreír.
—Parece que tu hija ya te conoce… pero al menos esta vez es cierto —dijo, sin embargo—. Lo de la tos todavía durará, si tuviéramos algún jarabe te diría que lo tomaras, pero como no es así, habrá que dejar que la naturaleza siga su curso. En cualquier caso, nada de andar tomando el fresco innecesariamente, lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí dentro.
—¿Van a dejarme seguir aquí? —le pregunté—. Ahora que ya estoy bien…
—La verdad es que no sé qué pretenden hacer con la casa —replicó él torciendo el gesto—. Me parece del género tonto que nadie viva en ella cuando tiene cinco habitaciones y se podrían traer más camas de casas cercanas. No digo que quepamos todos, pero…
—¿Qué dicen Gonzalo y los demás al respecto? —inquirí con curiosidad.
—No mucho, en realidad —lamentó—. Ramón no quiere presionarles, dice que bastante es que les echáramos una horda de muertos encima y que su líder muriera por ello como para que nos cojan más tirria si les obligamos a hacer algo.
—¿Ahora les importa su líder? —me extrañé—. ¿El que les robaba comida y que casi apalean?
—Mateo dice que hoy se cumple una semana desde la última vez que el grupo ese que les exigía comida apareció, y que por tanto es probable que aparezcan a reclamar lo suyo —me informó—. Están empezando a asustarse y a pensar que tal vez lo que hizo no fuera tan malo.
—¡Qué cobardicas! —exclamo Clara indignada.
—¡No digas esas cosas! —le reñí—. Pero tampoco demuestra mucha valentía, la verdad sea dicha. ¿Qué opinan los demás?
—Oh, pronto te enterarás —respondió crípticamente—. Con pelos y señales
Y tenía razón, no tardé en enterarme. Sólo un par de horas más tarde, toda la comunidad se reunió en el comedor para discutir sobre el asunto, y la postura de mi grupo fue muy clara al respecto.
—¡No podemos dejar que una pandilla de mindundis nos mangoneen! —arguyó Gonzalo con decisión. Desde que se había quitado la barba le veía de forma diferente, como si ya no quedara nada de aquel hombre que se dedicaba a atacar a sectarios en una base militar arrasada y fuera alguien completamente nuevo—. Nos cuesta mucho salir a por comida, y somos demasiados a repartir como para que nos la venga a quitar gente de fuera.
—Esa gente está armada —le recordó Pilar, una de las viudas—. No se juega con gente armada.
—¡Nosotros también estamos armados! —replicó Ramón mostrando su fusil de asalto—. Por la descripción que nos ha dado Mateo, no parecen ser más que un grupito de memos que encontraron algunas armas y se aprovechan de vosotros. Puede que pagar fuera lo más correcto antes, pero ahora podemos plantarles cara.
—¿Plantarles cara con las armas? —inquirió Miguel Ángel, que sujetaba los hombros de su hijo Quique—. ¿Montar un tiroteo que acabe matando a alguien y que vuelva a atraer resucitados a nuestras puertas? Yo no estoy de acuerdo con eso.
—Aquí hay niños. —añadió Maritere, la otra viuda.
—Ya sé que puede ser peligroso —intervino Isabel tratando de ser comprensiva—. Pero tienen razón, no podemos dejar que nos mangoneen. La civilización ha caído, no hay policía, no hay ejército, sólo impera la ley del más fuerte… y tenemos que ser más fuertes que ellos.
—¡Eso es, cojones! —exclamó Íñigo—. ¿A santo de qué van a venir de fuera a mangarnos? Se les pone en su sitio y punto.
—Pues eso estamos diciendo —asintió Diana—. Tenemos armas de fuego suficientes aquí para conseguir que se lo piensen dos veces antes de ponerse agresivos. Y también gente preparada para manejarlas. No hay ningún riesgo.
—Bueno, eso de que no hay ningún riesgo… —objetó Carles, apoyado con los vehementes asentimientos de su polioperada mujer—. No sabemos lo peligrosos que pueden ser.
—A nosotros nos pareció que no se andaban con chiquitas. —añadió Mateo.
—¡Yo me ofrezco voluntario para plantar cara a esos chantajistas! —rugió el anciano don Martín agitando su bastón.
—Gracias, pero no será necesario, hay bastante gente joven que puede encargarse —le respondió Isabel—. Aun así, ése es el espíritu que debemos tener si queremos salir adelante.
Gonzalo asintió convencido, y no pude evitar captar cierta mirada de complicidad entre ellos después de hacerlo. No era la primera vez que veía algo así, en un par de ocasiones los vi pasear juntos por el jardín desde la ventana del dormitorio, y tampoco era la primera vez que se apoyaban entre sí en ese tipo de discusiones grupales. Era bastante evidente que tonteaban, y me alegraba por Gonzalo, que a diferencia de mí se notaba recuperado de los sucesos acontecidos en Colmenar Viejo… por eso no entendía por qué, en el fondo, todo aquello me molestaba un poco.
—¿Y tú qué opinas? —me preguntó precisamente él volviéndose hacia mí de repente.
Me sentía completamente bloqueada a la hora de dar una opinión. Cada vez que tomaba una decisión, alguien lo acababa pagando con su vida… no quería sobre mí esa responsabilidad de nuevo, no quería influir en nadie y que mis sugerencias acabaran pagándose con la muerte.
—Yo estaré de acuerdo con lo que decidáis. —me pronuncié.
Lamenté mucho la mirada de decepción en los ojos de Gonzalo por mi respuesta, pero era lo que sentía, no podía evitarlo. Volví la vista hacia otro lado para no tener que verle, aunque entonces me encontré también con la mirada de Luis, que era muy similar.
“Joder, ¿pues para qué me preguntáis?” pensé decidida a no mirar a nadie.
—Esa gente podría estar aquí en cualquier momento. Sugiero entonces que votemos cómo actuar al respecto —propuso Isabel, y un murmullo de asentimiento llenó toda la sala—. A favor de plantarles cara.
Todo el grupo alzó la mano, hasta Judit, que no era precisamente una persona agresiva. También lo hicieron Isabel, por supuesto, su hija María, don Martín e Íñigo y su mujer… pero nadie más.
—¿En contra? —preguntó Isabel sabiendo cuál sería la respuesta. Un aluvión de manos, incluidas las de Mateo, Jaime, Ahsan y toda la familia de Carles se alzaron.
—Once votos a favor y once en contra, una abstención. —resumió Isabel.
“No, otra vez no” me dije con fastidio.
—¡No valen las abstenciones! —protestó Íñigo volviéndose hacia mí—. Eres parte de nosotros ahora y tienes que votar en un sentido o en otro.
—¡Eso, eso! —me presionaron varios más.
—Maite, vas a tener que elegir. —dijo Luis.
Miré los rostros de mis compañeros, los de aquella multitud de desconocidos y finalmente los de Clara, que me miraba con impaciencia aguardado la respuesta. Tratando de no dar mi opinión, sólo había conseguido que al final fuera por completo decisión mía. ¿Por qué tenía tan mala suerte?
Presionada, tenía que elegir entre votar o fingir un desmayo, y como no era muy buena actriz, voté…

—Pase lo que pase, no va a ser tu culpa, mamá. —trató de apoyarme Clara más tarde, cuando encerrada en la habitación todavía trataba de digerir el peso de mi elección.
—¿Y a ti quién te ha enseñado esas palabras tan grandilocuentes? —le pregunté, a lo que se encogió de hombros antes de subirse a la cama conmigo—. ¿Cómo no va a ser mi culpa si he sido yo quien ha elegido que esto pase?
—No sé, mamá, solo tengo diez años —protestó—. Luis me dijo que te lo dijera.
Me preocupó comprobar lo cínica que se estaba volviendo mi hija. Era demasiado pequeña para estar entrando en la edad del pavo, momento en que se convertiría en una rebelde respondona e insoportable. Quería creer que esa terrible etapa todavía quedaba lejos, sin embargo, la alternativa era que el peso de todos los horrores que había sufrido le estuviera afectando al carácter, y eso era mucho peor.
“Ojalá tu padre estuviera aquí” pensé con impotencia, sólo para sentirme muy rara después. Pensar en mi marido ya no me causaba la tristeza de antaño, únicamente una sensación de extrañeza difícil de definir, como si a esas alturas estuviera del todo fuera de lugar, como si aquel hombre hubiera estado casado con una Maite muy anterior a todo aquello que ya no era yo. Sencillamente Asier no era parte de mi vida, y eso era algo bueno, porque mi vida era un infierno y no se la habría merecido. Aunque también me dejaba completamente sola.
—¿Por qué no bajamos con los demás? —me preguntó—. Me aburre estar aquí todo el día encerrada.
No supe darle una respuesta satisfactoria. Sólo quería estar allí porque era un lugar donde me sentía más a salvo, y porque había tenido que guardar cama durante un par de días para recuperarme y le había cogido el gusto, pero para ella tenía que estar siendo un suplicio.
—Está bien, bajemos. —acepté.
Con la primera persona que me crucé al hacerlo fue con Judit, que se encontraba en el comedor leyendo un libro. Me dio un poco de pena verla así porque, entre que no tenía tanta confianza con el resto del grupo, y que al parecer sufría un miedo mortal a que pudiera contagiarle mi enfermedad, debía sentirse también muy sola.
—Hola… ¿qué haces? —le pregunté acercándome a ella. Su primer instinto fue apartarse un poco, pero luego debió caer en la cuenta de que ya no estaba enferma.
—Leer y esperar —contestó—. Dicen que ese grupo puede llegar en cualquier momento, pensaba que estarías fuera, con los demás.
—¿Yo? —me extrañé—. ¿Por qué?
—Bueno, como siempre sueles hacer, ¿no? —dijo—. Es decir, tienes un rifle y el grupo está en peligro. Es lo que haces siempre, ponerte al frente y salvar la situación.
—Ya no hago esas cosas —suspiré—. Tú eres objetiva, ¿verdad? Mira cómo ha acabado que intentara salvar las situaciones con nuestra gente… es mejor dejárselo a los profesionales.
—Creo que no te entiendo —replicó—. Si no hubiéramos ido a por Gonzalo a la base militar, no habríamos sabido el peligro que corríamos, y es bastante probable que ninguno de nosotros hubiera sobrevivido… bueno, de vosotros, yo estaba fuera, pero yo sola fuera tampoco tengo muchas opciones. Si no hubieras ido a por Sergei, no te habrías encontrado con Eduardo, Ramón y Diana, y el resultado habría sido el mismo. No dudo de la profesionalidad de los demás, pero tampoco veo cuáles son tus faltas exactamente.
Judit tenía la capacidad de conseguir con datos objetivos lo que Luis no podía con palabras bonitas: hacerme dudar. Durante un instante me quedé mirando a Clara sin saber qué decir en respuesta, no obstante, me salvé por los pelos cuando Sarai, la chica de pelo moreno, entró corriendo en la casa con pánico en la mirada.
—¡Ya están aquí! —exclamó aterrada—. ¡Ya han llegado!
Sin perder un segundo, me acerqué a la venta más próxima y me asomé por ella. Efectivamente, Eduardo estaba abriéndole la puerta del muro a un pequeño grupito, que entró al patio pavoneándose como si aquella casa fuera suya. Nadie más había decidido esconderse además de Sarai, todos estaban allí dando la cara, excepto los niños, que debían haberse metido en la caravana.
—Creo que el protocolo social ahora nos obliga a salir ahí fuera para apoyar, aunque sólo sea con nuestra presencia, al grupo. —observó Judit.
—Muy cierto —asentí—. Clara, cariño, ¿por qué no te quedas aquí con Sarai?
—Sí, yo… yo le echaré un vistazo, cuidaré de ella. —se ofreció la chica inmediatamente, encantada con tener una excusa para no tener que ir con nosotras.
—De acuerdo. —accedió Clara con desgana.
—Si pasa cualquier cosa, escóndete debajo de una cama o donde puedas, ¿vale? —le dije antes de salir con los demás.
—Vale. —respondió ella.
Una vez fuera Judit y yo, pudimos observar con mayor detenimiento las pintas de aquellos tipos que venían a llevarse nuestra comida. Eran seis, cinco hombres y una mujer, y ninguno de ellos había cumplido los treinta, aunque sólo uno, que permanecía detrás del resto, posiblemente tampoco los veinte. Todos iban armados con puñales, y cuatro también con pistolas, una de ellas la chica, aunque ninguno tenía las armas en la mano por el momento.
Vestían de la única forma que cabía esperar: con ropa sucia y raída que denotaba mucho uso, con predominancia de prendas vaqueras y chaquetas abrigadas. Pese a que había suciedad en sus rostros y ninguno iba especialmente bien peinado, su aspecto tampoco era tan zarrapastroso como podría haber sido. En su caminar hasta la recepción de bienvenida, formada por Mateo, Isabel, Gonzalo, Ramón, Diana y Eduardo, no dejaron de lanzar miradas de suficiencia y desprecio a diestro y siniestro.
“Son unos críos” me dije al llegar a la altura del resto de la comunidad, tan sólo unos metros más retrasados que los otros seis, “unos críos jugando a juegos de mayores”.
—¿Qué pasa? —preguntó con chulería el más grande de ellos, un tipo musculoso con una ligera barbita que guardaba un cigarro apagado a medio fumar en la oreja—. ¿Por qué no está nuestra comida donde acordamos, gafitas? ¿Quieres que te las rompamos del todo?
Mateo tragó saliva y miró nervioso a sus compañeros.
—¿Es que te has quedado sordo? —le espetó la chica, una muchacha no muy alta con una despeinada melena morena, en tono burlón—. Roque te ha hecho una pregunta, “pringao”.
—¿Dónde está el otro? —quiso saber el tal Roque volviendo la vista hacia la multitud—. Teníamos un trato, cojones.
Como Mateo estaba demasiado asustado para responder, fue Eduardo quien tuvo que dar un paso al frente. Me extrañó que no lo hiciera Ramón, que intimidaba más, pero pronto obtuve la respuesta.
—Juan Manuel murió en un ataque de muertos vivientes —les informó—. Sabemos el trato que tenía con vosotros, pero lo hemos hablado y hemos decidido que ya no es posible seguir adelante con él. La comida que nos pedís nos cuesta mucho conseguirla para andar regalándola.
Ramón habría sido incapaz de emplear ese tono tan diplomático con ellos, aunque tampoco creía que fueran ese tipo de personas a los que se les convence de buenas maneras. Sin embargo, después de desempatar y votar bajo presión lo mismo que mi grupo, o sea, que no les diéramos comida, se llegó a un acuerdo para resolver la situación por las buenas. Por esa misma razón ninguno de ellos llevaba las armas en las manos.
En respuesta a las palabras del cazador, algunos de los miembros de esa cuadrilla llevaron las manos hacia sus armas, gesto que también imitaron los de nuestro bando… pero antes de que corriera la sangre, fue el propio Roque quien contuvo a su gente.
“Esto es una tontería” pensé sabiendo que la cosa no iba a acabar bien de todas formas. Era algo que podía casi presentir por la actitud de esa gente.
—Así que habéis hablado entre vosotros —dijo acercándose a Eduardo en un tono casi amistoso—. Hablemos nosotros también entonces. Todos somos gente civilizada, ¿verdad?
—No hay mucho de qué hablar —replicó él—. El tema es sencillo: no os vamos a dar nada, y tampoco queremos a gente aquí que se dedica a robar a los demás, así que podéis marcharos por donde mismo habéis venido.
—¿Nos ha llamado ladrones? —se indignó la chica.
—Tranquila —le pidió Roque antes de volverse de nuevo hacia Eduardo—. Ten cuidado, amigo, no nos gusta que se nos insulte. Hay muchos de esos podridos por ahí sueltos, encontrar comida no es nada fácil, ¿sabes? Sólo apelamos a vuestra compasión.
—Ni soy tu amigo, ni os he insultado, solo os defino —afirmó él sin dejarse amedrentar—. Y si tenéis problemas para encontrar comida, buscaos la vida, como hacemos todos.
Roque suspiró ruidosamente y se llevó exasperado una mano a la frente. Al mismo tiempo comencé a tener una sensación de inquietud, como de que algo iba mal. Tenía la impresión de que no le estaban dando a ese grupo de matones la importancia que tenía, de que los estaban subestimando… lo de actuar por las buenas era una tontería si no iba apoyado de una buena amenaza, y no se estaban dando cuenta.
—Me parece que ya sé cuál es el problema que tenemos —sonrió Roque—. Está claro que no nos estamos entendiendo, y para eso nada mejor que poner las cosas en claro.
Fue tan rápido que apenas pude verlo venir. En un instante, Roque se lanzó sobre Eduardo, derribándole en el suelo, al tiempo que sus amiguitos desenfundaban sus armas. Ramón, cuyo fusil estaba descargado, se abalanzó contra uno de ellos dispuesto a golpearle con la culata, pero su rival tuvo buenos reflejos y, si bien no fue capaz de apuntarle con su pistola, logró evitar el golpe. Se escuchó un disparo que provocó que toda la comunidad se echara al suelo asustada, pero si alcanzó a alguien no fui capaz de discernirlo.
No podía permitirme morir y dejar a Clara sola, de modo que, en contra de lo que por algún motivo desconocido me pedía el cuerpo, yo también me lancé temiendo que una bala perdida pudiera acertarme. Sólo uno de los atacantes, el más joven, se había acobardado, y retrocedió unos pasos para evitar la pelea. Vi a Isabel caer al suelo derribada por un puñetazo en la cara de uno de los tipos, otro tenía sujeto a Gonzalo por la espalda y trataba de reducirle, mientras que un tercero se las veía canutas para contener a Ramón. Diana fue a ayudarle, y entre ambos lograron reducirle, pero entonces la chica del grupo le colocó la pistola en la cabeza.
—¡Se acabó la tontería, hostia puta! —bramó encañonando a la soldado, que a regañadientes tuvo que quedarse quieta y dejar de pelear.
Viéndola amenazada, Ramón quiso responder, pero se encontró con otra pistola contra su nuca en menos de un instante. Todavía rabioso, se giró para encararse con su enemigo, aunque no hizo más que dedicarle una mirada furiosa. Gonzalo dejo de resistirse y permitió que el otro le apresara del todo, mientras que Roque le dio una última patada en el estómago a Eduardo, que se quedó en el suelo a cuatro patas luchando contra el dolor, y se acercó a Isabel, que seguía tumbada sobre la hierba. Solamente Mateo había salido indemne, pero no era precisamente una persona de combate, y había preferido abogar por la sensatez y mantenerse al margen antes de perder las gafas del todo. El muchacho más joven del otro grupo era el único que podía decir lo mismo.
—Está claro que os hace falta un escarmiento —gruñó Roque desenfundando un cuchillo y lanzando una patada contra el costado de Isabel, que chilló de dolor—. Un recordatorio que os deje clara cuál es vuestra posición.
—¡Eso Roque, fóllate a esa guarra! —exclamó la chica con una sonrisa demente—. ¡Delante de todos, para que aprendan!
Gonzalo hizo un ademán de resistirse, pero le tenían bien sujeto y no sirvió de nada. María quiso adelantarse para socorrer a su madre, sin embargo Ahsan la retuvo antes de que saliera de entre la asustada multitud… algo muy juicioso a mi parecer, no era momento de sacar a la luz a las chicas jóvenes.
—El mensaje es claro, o nos dais nuestra comida, o nos llevaremos mucho más. —se pronunció Roque arrodillándose junto a Isabel y agarrándola de la cintura. Ella chilló y trató de resistirse, pero el hombre era mucho más fuerte.
El otro secuaz, pistola en mano, nos mantenía vigilados a los demás por si teníamos pensado hacer algo para evitar lo que allí iba a producirse… algo completamente innecesario a mi parecer, nadie demostró tener el valor suficiente como para plantarles cara.
Tal vez fuera sólo por la situación en sí, o quizás que me recordaba a una parecida que viví yo a las afueras de Madrid con un soldado, pero contemplar impotente cómo aquél indeseable pretendía violar a Isabel delante de todos nosotros conseguía que me hirviera la sangre.
“¿Por qué nadie hace nada?” pensé mirando a mi alrededor. Todos parecían consternados, algunos incluso apartaban la vista, mientras que otros les miraban con rabia… pero ninguno hacía nada, todos guardaban silencio. Sólo podían escucharse los gritos de Isabel y los gruñidos de Gonzalo, a quien no debía estar sentándole muy bien que se dispusieran a hacer aquello con la mujer que le gustaba.
Roque clavó el cuchillo y rajó los pantalones de su víctima para facilitarse el trabajo. Ésta, viendo más cerca el momento de la consumación, comenzó a patalear con más ímpetu.
—Vais a pagar por esto. —les amenazó Ramón.
—¡Tú calladito! —le dijo el que le mantenía encañonado.
Eduardo escupió sangre en el suelo, pero cuando Luis quiso acercarse a él, el tipo que nos vigilaba le apuntó con la pistola y le obligó a retroceder.
“¿Por qué demonios nadie hace nada?” me pregunté una vez más viendo la pasividad y el miedo del resto. “¿Es que no son conscientes de lo que va a pasar ahora?”
—¡Me pido el segundo! —exclamó el que sostenía a Gonzalo—. ¡Tranquilo, fiera! Si nosotros somos buena gente, no les hacemos más daño del necesario a las tías, pregúntale a la Bego.
La chica se carcajeó y apretó la pistola contra la cabeza de Diana, que apretó los dientes tratando de mantener la calma.
Cerré los ojos para no pensar, para no escuchar. Todo mi cuerpo me pedía actuar, no podía dejar que una vez más mi intervención en la toma de decisiones acabara con aquel resultado catastrófico, pero al mismo tiempo ese motivo me impedía dar el paso.
Isabel gritó, Roque se bajó los pantalones, Gonzalo amenazó a todos, los compinches del violador se rieron… y entonces algo acabó surgiendo dentro de mí. Algo que llevaba muy dentro emergió, y sin que pudiera explicármelo, di un paso al frente.
—¡Quieta ahí! —me amenazó el de la pistola— ¿A dónde te crees que vas?
—Me ofrezco en su lugar. —dije para asombro de todos, incluso de mí misma.
—¿Cómo? —replicó Roque clavando una mano en la espalda de Isabel para mantenerla contra el suelo y volviendo la cabeza hacia mí.
—Que me ofrezco en su lugar —repetí—. Yo decidí que os plantáramos cara, y si alguien debe recibir un castigo por ello, soy yo.
—¿Qué haces? —escuché susurrar a Luis a mi espalda. No le contesté.
—¿Qué más da un coño que otro? —bufó el de la pistola—. ¡Vuelve con los demás o te meto un tiro, zorra!
—Pero tiene razón —dijo, sin embargo, Roque—. Si esto es cosa suya, debe ser castigada… también. No me gustan las zorras que no se resisten, así que quédatela para ti, Johnny, o llévasela a Javi, que se estrene.
Johnny se acercó a mí con su pistola en la mano, sonriéndome con unos dientes amarillentos y mirándome de forma lasciva. Al llegar a mi lado, me agarró de la cintura y me atrajo hacia sí con violencia.
—Qué pasa, pelirroja… te apetecía echar un polvo, ¿verdad? —me espetó agarrándome del culo—. Tienes suerte, me gustan las mujeres algo maduritas que saben lo que se hacen. Venga, vamos a ver qué…
No pudo terminar la frase porque un puñal, surgido de la vaina que llevaba en la cintura y sujetado por mi mano, se clavó a la altura de su estómago. Abrió la boca y los ojos con asombro, y volvió a hacerlo cuando el cuchillo giró, agravando la herida. Tan sólo consiguió retroceder un paso, desincrustando así el arma de su carne, y llevarse una mano a la puñalada antes de dejarse caer hacia el suelo, herido de muerte.
—¡Pero qué cojones! —exclamó Roque al darse cuenta de lo ocurrido. Los demás, sorprendidos y también enfadados, se tuvieron que conformarse con contener a sus rehenes, pero Roque apartó de un empujón a Isabel, y puñal en mano se acercó hacia mí corriendo.
Me agaché rápidamente para recoger la pistola del herido con la intención de abatirle de un disparo conforme se acercaba, pero no me di la suficiente prisa, y cuando ya estaba en posición de poder encañonarle con ella, lo tenía encima… no le costó nada desarmarme de un manotazo y lanzarme una cuchillada con la otra.
—¡Mierda! —gemí al apartarme de la puñalada mortal que aquél hombre quería propinarme para vengar a su amigo caído… aunque, por desgracia, en esa ocasión tampoco fui lo suficientemente rápida. El corte me pasó rozando a la altura del ojo derecho, que en sólo un instante se cubrió de sangre, nublándome la vista y sumiéndome en un dolor tan intenso como sólo recordaba haber sentido en el parto de Clara.
Grité y me llevé una mano al ojo herido, mano que retiré acto seguido llena de sangre. Roque, por supuesto, no se conformó con eso, y se abalanzó contra mí de nuevo para rematar la faena. Aquél segundo corte pude esquivarlo, pero tastabillé en la hierba y caí al suelo, donde él lo tuvo fácil para aplastarme con el peso de su cuerpo. A pocos metros, Eduardo luchaba por ponerse en pie con el estómago aún dolorido, y Johnny agonizaba sin que nadie acudiera a ayudarle. Perdí de vista la pistola, pero todavía tenía un ojo sano y un cuchillo, así que contraataqué lanzando un corte un tanto aleatorio que, por suerte, le alcanzó en un brazo.
Gruñó furioso por la herida que le provoqué, y encontrándose en mala posición para devolver el golpe, se hizo a un lado permitiéndome respirar de nuevo. Me aparté rodando a tiempo de evitar una nueva puñalada mortal, que al final se limitó a cortar de arriba abajo la espalda de mi abrigo, y luego rodé hasta alcanzar al atacante más joven, que acurrucado en la hierba y con pánico en el rostro tan sólo me miró con aprensión y se alejó arrastrándose.
Roque me dio una dolorosa patada en la espalda y se plantó sobre mí con su puñal en la mano, preparado para matar.
—¡Me rindo! —supliqué dejando caer el cuchillo. Por la fuerza no iba a poder con él, eso estaba claro, y el ojo me dolía a horrores, si es que no lo había perdido.
Viéndome herida e indefensa, dudó a la hora de rematarme o tomarme como entretenimiento similar al que pretendía llevar a cabo con Isabel. Igual que les pasara a Gonzalo, Eduardo y los demás, no tuvieron en cuenta el factor de la desesperación en la ecuación… yo tenía que vivir, no me quedaba otra opción, y para ello haría cualquier cosa.
Su momento de duda fue su error. Teniéndole de pie sobre mí, me resultó muy fácil lanzar una patada contra su entrepierna, y lo hice con tanta fuerza que los ojos se le quedaron como platos y del rebote cayó al suelo, a mi lado. También me resultó muy fácil recuperar el cuchillo y clavárselo en el cuello en ese estado, poniendo así fin al combate de una vez.
—¡Hostia! —exclamó el hombre que tenía encañonado a Ramón, estupefacto ante la muerte de su líder. A él también le salió cara la distracción, puesto que el cabo, veloz como un rayo, le arrebató el arma de las manos, y para cuando pudo volver la cabeza y preguntarse qué demonios había pasado se encontró con que el encañonado era él.
El disparo resonó por todo el barrio, y seguramente muchos muertos vivientes lo escucharon.
—Será mejor que os rindáis —les recomendó a los tres que restaba cuando el cuerpo del matón cayó inerte y con un agujero en la cabeza… o más bien a los dos, porque el más joven seguía acurrucado en el suelo muerto de miedo. El que mantenía a Gonzalo sujeto le soltó, y por último la chica liberó a Diana, luego ambos levantaron las manos—. Eso es, buenos chicos… seguro que eso no os lo dicen a menudo, ¿verdad?
Pasado el momento de tensión, gemí de dolor por culpa del corte en el ojo. Luis tardó sólo un segundo en llegar a mi lado y arrodillarse en el suelo, pero me molestó que Gonzalo hubiera preferido comprobar antes cómo se encontraba Isabel, que también seguía tumbada.
—¡Uf! —exclamó el doctor al ver lo que tenía delante.
—¿Tan mala pinta tiene? —le pregunté. Si el dolor era un reflejo de la gravedad de la herida, debía estar al borde de la muerte.
—Es pronto para decirlo —respondió—. ¡Que alguien me ayude a llevarla dentro!
No tardaron ni un instante en aparecer varios voluntarios para ayudarme a ponerme en pie. Durante la pelea no lo había notado, pero la patada que me diera Roque había sido dolorosa, y temía que me hubiera roto algo. Aunque lo que más me preocupaba en realidad era el corte, por supuesto. La sangre me cubría tanto la cara que casi no podía ni ver por dónde caminaba ni quién me rodeaba.
—Si te soy sincero, no me esperaba que intervinieras de esa manera. —me dijo Luis de camino. Por algún motivo parecía satisfecho, sentimiento que no podía compartir.
—Yo tampoco esperaba intervenir —le contesté antes de detenerme y volverme hacia el resto—. ¡Los muertos! ¡No os olvidéis de rematarlos! ¡Y vigilad las puertas! Pueden venir resucitados por los disparos…
—Está bien, ellos se encargan —me aseguró el doctor—. Será mejor que echemos un vistazo a ese ojo cuanto antes…

Unos minutos más tarde me encontraba sentada en una silla de la cocina, luchando por contener un ataque de tos y los respingos por el dolor mientras Luis me cosía la herida. El corte tan sólo había rozado la zona de la mejilla, pero me produjo un profundo corte en la ceja y el párpado, además de una abrasión considerable en la córnea.
—No has perdido el ojo de milagro —decía el doctor—. Pero no descarto una pérdida de visión en él si deja cicatriz… por desgracia, los ojos no son mi especialidad, aunque he hecho lo que he podido.
—Estoy segura de ello —le dije sintiéndome también un poco asqueada por toda la sangre seca que tenía encima. Resultaba perturbador saber que la mayor parte era mía—. Ha sido mi culpa, no conté con tener los reflejos mermados por la convalecencia.
—¿Pero se va a poner bien? —le preguntó Clara preocupada. Se asustó mucho cuando me vio entrar a la casa envuelta en sangre, aunque por desgracia esa era una imagen a la que más o menos se iba acostumbrando.
—Sí, pero tendrá que usar un parche en el ojo durante un tiempo para protegerlo y que cure correctamente —le explicó Luis—. Ya le he dicho a Judit que busque algo para construirlo… por cierto, estuviste muy bien ahí fuera.
—Mi ojo discrepa. —lamenté.
—Gajes del oficio —replicó él sin darle importancia—. Pero por un momento volviste a ser tú misma. Salvaste una situación que se podía haber puesto muy fea.
—No sé si fue peor el remedio que la enfermedad. —mascullé.
—Para mí no —me sorprendió la voz de Isabel a la espalda. Sin que me diera cuenta, había entrado en la cocina—. Perdón, no sabía que aún estaban con tus heridas… solo venía a darte las gracias por salir en mi auxilio. De no ser por ti, no sé lo que habría pasado.
No supe qué responderle, sentía cierta animadversión hacia ella, aunque no por el dolor que estaba sufriendo, sino por su relación con Gonzalo… y precisamente fue él, seguido de Ramón, Diana y Eduardo, que aún caminaba algo dolorido, quien apareció también por la puerta del jardín.
—¿Cómo estás? —se preocupó al verme recibiendo las atenciones de Luis.
—Mal, casi pierde el ojo —les dijo el doctor—. Si no os importa, aunque improvisada, ésta sigue siendo una sala de curas…
—Esto es importante —insistió Eduardo frotándose el pecho—. Fuera están asustados con lo que ha pasado.
—No es para menos. —opinó Luis, que al distraerse me dio un tirón en un punto que me puso los pelos de punta.
—Están muy asustados —matizó Gonzalo—. Ya no son sólo los muertos vivientes, se han dado cuenta de que hay gente hostil ahí fuera, y que las cosas no van a ir a mejor.
—En resumen, nos han pedido protección permanente —intervino Ramón—. Dicen que nos quedemos aquí con ellos para siempre, y no solo eso, sino que también asumamos el mando de la comunidad, que evidentemente no está preparada para hacer frente al mundo de ahí fuera.
—¿Y qué habéis dicho? —inquirí volviendo la vista de mi ojo sano hacia Isabel, que tan sólo observaba con gravedad la escena.
—Queríamos saber tu opinión —contestó Eduardo—. Se ha sugerido, y visto lo mal que hemos llevado todo desde que estamos aquí estamos de acuerdo, que seas tú en concreto quien ejerza las funciones de líder.
—¿Estáis locos? —exclamé con tanta pasión que me hice daño en los puntos que Luis aún me estaba poniendo—. ¿Yo? ¿Por qué?
—Para ellos eres la heroína que les ha salvado de ese grupo de idiotas —resumió Ramón—. Para nosotros… nunca se me dio bien organizar nada, la verdad, y por lo que Luis y Judit nos contaron sobre cómo cogiste las riendas del grupo cuando peor estabais, más lo poco que vimos en la ermita…
—Te mereces una segunda oportunidad —terminó Gonzalo—. Yo te vi preocupándote por tu grupo, actuando por el bien de todos, incluso cuando los tenías en contra… creo que esta gente te necesita, y nosotros a ellos. Juntos somos más fuertes.
—Además, no querrás que lo sea Ramón, ¿verdad? —añadió Diana medio en broma—. ¡Poder de las mujeres!
Me quedé pensativa durante unos segundos. Pensativa y asustada. Me aterrorizaba volver a tener a tanta gente a mi mando y provocar otra carnicería entre ellos. ¿Cuántos quedaban vivos de la última vez que encabecé un grupo? Además de mi hija y yo misma, solamente Judit y Luis.
Y sin embargo, inexplicablemente ellos dos parecían ser los más satisfechos con mi labor.
—Ya sabes cuál es mi opinión —afirmó Luis sonriendo cuando le miré—. Esto ya está. Menos mal que se trajo algo de material médico de la farmacia la última vez que salieron.
—Si acepto, las cosas no pueden volver a ser como antes —me pronuncié—. Es evidente que el sistema anterior no funcionó…
Judit entró precipitadamente en la cocina con una tela negra recortada en una mano y una sonrisa de suficiencia en la cara.
—El parche —anunció poniéndomelo en la mano—. Lo he construido con un trozo de tela elástica negra de unas mallas y unas rodilleras que encontré en una cesta de costura.
—¿Negro? —pregunté observándolo con detenimiento—. ¿No había un color menos… pirata?
—Lo siento —se disculpó ella—. Al pensar en parches, lo asocié sin querer precisamente con piratas y…
—El color da igual, supongo —dije mientras me lo colocaba. La malla elástica se ajustaba bastante bien, y la rodillera, aunque me rozaba un poco los puntos, no molestaba—. Tengo que salir y hablar con ellos.
—Deberías descansar un poco, lavarte y cambiarte esa ropa ensangrentada y hecha girones. —me recomendó Luis.
—¡No! Ellos tienen que ver la sangre… —me empeciné.
—Al menos ponte un abrigo que no se caiga a pedazos, te recuerdo que aún estás convaleciente. —insistió el doctor.
Y de esa forma, unos instantes más tarde salí de nuevo al patio, con un parche en el ojo y ataviada con una abrigada gabardina de color negro que encontraron para mí en un armario. Fuera, todavía trataban de recomponerse después del ataque. Los supervivientes habían sido encerrados en el cuartito donde se guardaban las herramientas de jardinería, a la espera de saber qué hacer con ellos, pero los muertos estaban siendo arrastrados al exterior del patio, una vez privados de cualquier cosa valiosa que pudieran llevar encima, por supuesto.
Al verme aparecer, todos interrumpieron sus labores y se volvieron para escuchar lo que tuviera que decirles. No era aficionada a los discursos, así que no sabía si sería capaz de expresar correctamente lo que quería transmitir, pero tenía que intentarlo… tenía que hacerles ver cuál era la situación.
—Hoy hemos sufrido un ataque brutal por parte de unos hombres desesperados —exclamé—. Y los llamo hombres desesperados porque, por encima de todo, eso es lo que eran. Los muertos vivientes nos han llevado a una situación precaria donde la muerte es la única certeza, donde la gente desesperada hace lo que sea para seguir viva… y no os engañéis, nosotros también tendremos que hacer cosas que no nos gusten, que nos parezcan repulsivas e inmorales, si queremos seguir vivos. Hoy he matado a dos hombres con mis propias manos, y no siento ningún remordimiento, porque eran ellos o nosotros.
Carraspeé para poder pensar lo que quería decir a continuación, que era el asunto clave.
—Momentos desesperados requieren medidas desesperadas. Estoy dispuesta a ser quien cargue con el peso de llevar a cabo esas medidas, y asumir los errores que éstas puedan acarrear. Estoy dispuesta a luchar por nuestra seguridad, por nuestra prosperidad y porque nadie más tenga que morir a manos de vivos o muertos… pero la seguridad tiene un precio. Mucha gente que para mí era querida murió innecesariamente porque perdieron más tiempo discutiendo mis sugerencias que preocupándose por los problemas que nos amenazaban, y eso ya no puede ser. Si queréis que dirija esta comunidad en la ardua y dura tarea que nos espera si queremos seguir viviendo, se acabaron las discusiones, se acabaron las votaciones y las disensiones. En momentos tan duros como éstos, la democracia no nos va a mantener vivos, lo harán la disciplina y el orden. Si estáis dispuestos a aceptar eso, intentaremos construir juntos un futuro. Si no, nos marcharemos tal y como estaba previsto.
Nadie aplaudió, pero tampoco nadie me abucheó. Todos se miraron entre sí, menos Luis, que me miró a mí, y lo hizo de una forma que no habría sabido definir.
—¡Yo estoy contigo! —dijo Isabel dando un paso al frente.
—¡Y yo, cojones! —exclamó Íñigo haciéndolo también—. Ya es hora de que alguien ponga orden aquí de una vez.
Poco a poco todos se fueron sumando, incluso gente más reticente como Mateo o Jaime, aunque solo fuera por miedo a quedarse solos… y de ese modo fui aclamada como líder de aquella comunidad por unanimidad.
Satisfecha por el resultado, y una vez dispersada la multitud, regresé a la cocina acompañada por mi grupo original.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Diana.
—Hay que montar guardias en la puerta, llevar los cadáveres lejos de aquí, asegurarse de que los prisioneros no se pueden escapar y hacer inventario de todo lo que tenemos, ya sean armas, comida, medicinas y demás —les indiqué—. Por el momento encargaos de eso… yo tengo que lavarme la herida y descansar un rato.
—No te preocupes, nos encargaremos de todo. —me aseguró Eduardo.
—Yo iré a hacer inventario. —se ofreció Judit.
—Habla con Mateo, él era quien se encargaba de eso antes. —le sugerí. No quería apartarle de sus funciones tan bruscamente antes de tener la confianza completa de la comunidad.
Todos acabaron marchándose para llevar a cabo las órdenes que había dado. Era una sensación gratificante que te obedecieran sin discutirte ni poner objeciones, me daba una gran libertad a la hora de organizar aquella comunidad tal y como me hubiera gustado que funcionara… y de repente me sentía hasta optimista pensando en las posibilidades.
—¿Ahora vuelves a ser la que manda, mamá? —me preguntó Clara, la única que se quedó conmigo.
—Sí. —respondí sintiéndome algo mareada. Había perdido mucha sangre, aún me recuperaba de una bronquitis y me acababan de dar una paliza… necesitaba una siesta.
—¿Ya no tienes miedo de que toda esta gente muera? —inquirió, y no pude evitar estremecerme al escucharla.
—Más que nunca —me sinceré—. Y por eso haré lo que pueda para que eso no ocurra… ¿por qué no vas a ayudar a Judit? Tengo que subir a asearme un poco.
—¡Jo! Judit es un rollo… —protestó, pero pese a todo se marchó arrastrando los pies.
Minutos más tarde, ya en la habitación de la que nadie iba a poder echarme, me limpiaba con un paño mojado y una palangana de agua enjabonada los restos de sangre del cuerpo. Para ello tuve que quitarme hasta la camiseta interior, aunque cuando alguien llamó a mi puerta no tuve más remedio que volver a ponérmela.
—Pasa. —dije haciendo la palangana a un lado.
Era Gonzalo.
—No quería molestar, pero ya hemos sacado los cuerpos —me informó—. Los echamos con los otros. Creo que están lo bastante lejos, pero si empiezan a acumularse demasiados… ¿alguna otra orden, jefa?
—No me llames jefa —protesté poniéndome en pie y acercándome a la cama para colocarme el resto de prendas—. Suena ridículo. ¡Ay!
La patada en el costado dolía cada vez más. Luis dijo que no era nada demasiado grave, pero el golpe molestaba, e iba a dejar un buen cardenal.
—Espera, que te echo una mano —se ofreció Gonzalo ayudándome con las mangas de la camisa—. Vaya, ¿de qué es esa cicatriz?
Se refería a la que tenía justo en el costado contrario a la patada.
—Un disparo de bala —le expliqué—. Sangró lo suyo… eran soldados poco amistosos.
—Parece que todos hemos pasado lo nuestro para llegar hasta aquí —dijo mostrando una sonrisa melancólica—. Me alegra que seas tú la líder de este lugar, Maite, estoy seguro de que eras la mejor opción para el bien de todos. Yo, por ejemplo, aún te debo muchísimo.
—¿A mí? ¿Por qué? —repliqué extrañada por esa repentina confesión.
—Por sacarme de la base —contestó—. Allí habría acabado más loco de lo que ya estaba, si no me comía un muerto viviente antes. Pero llegaste, me sacaste de allí y me obligaste a volver a ser una persona normal.
—¿Qué hay entre Isabel y tú? —le pregunté sin poder resistirlo más.
—¿Entre Isabel y yo? —respondió sorprendido por la pregunta—. Pues… nada en realidad, sólo hemos hablado un poco y eso, ¿por q…?
No pudo terminar la frase porque de repente se vio con mis labios encontrándose con los suyos. No supe del todo por qué lo hice, simplemente me apeteció; tal vez fuera porque podía, porque lo necesitaba y porque yo era la jefa. Y él no se opuso. Muy por el contrario, no sólo me besó también, sino que me envolvió con sus brazos y acabó recostándome contra la cama… y yo solamente me dejé llevar.