viernes, 28 de febrero de 2014

Y ahora... ¿qué?

Terminada esta tanda de diez capítulos de Orígenes os preguntaréis: ¿Y ahora qué? ¿Qué nos espera en adelante? Pues procedo a contestar esa pregunta.

martes, 25 de febrero de 2014

Crónicas zombi, Orígenes: Capitulo 20, Maite



CAPÍTULO 20: MAITE


La explosión fue tan fuerte que, además de escucharse en la distancia, hasta hizo vibrar el suelo bajo mis pies. Asustada después del bombardeo que habíamos vivido nosotras mismas, Clara gateó a mi lado y se agarró de mi cuello con fuerza.
—¿Eso ha sido una explosión? —les preguntó Diana a los demás, que al igual que yo se habían olvidado por un segundo de la horda de muertos vivientes que se nos acercaba para buscar en la distancia el origen de aquel inesperado estruendo.
—Algo así me ha parecido. —respondió Luis inquieto.
—Ha sonado como si viniera del pueblo. —observó Eduardo.
—¿Qué cojones importa? ¡Tenemos que largarnos de aquí antes de que nos coja la jauría que se acerca! —replicó Ramón devolviéndonos al problema realmente importante.
Sin embargo, por mucho que me hubiera gustado hacer caso a su idea, no me sentía con fuerzas suficientes como para levantarme del suelo… no cuando la cabeza todavía me daba vueltas como un tiovivo. El bombardeo contra la ermita me había lanzado volando por los aires apenas unos minutos antes, y me encontraba como si me hubieran dado una paliza de muerte.
—¡Esperad! ¡Mirad! —exclamó Judit, que seguía inusualmente contenta pese a la dramática situación en la que nos encontrábamos y las desgracias que acababan de sacudirnos—. ¡Los resucitados!
Por efecto de la misteriosa explosión, buena parte de la horda dirigida por Santa Mónica se había dado la vuelta al verse atraídos por un nuevo ruido justo en dirección contraria. No obstante, aquello no fue aplicable a los más cercanos a nosotros, que ya debían habernos visto y que no se dejaban engañar por sonidos lejanos teniendo carne fresca a su alcance. Sin embargo, más de la mitad del grupo de muertos vivientes abandonó a sus compañeros y dirigieron sus pasos de vuelta a Colmenar Viejo.
Por supuesto, aquello no agradó en absoluto a la líder de la secta, que giró varias veces la cabeza para asegurarse de que era cierto que la mitad de su ejército estaba desertando. Me imaginé que aquella nueva explosión no estaba prevista, pero en aquellos momentos no me planteé cuál podría ser su origen… en realidad me sentía tentada de agarrar mi rifle, que había caído a tan sólo unos metros de mí tras la explosión, y volarle la cabeza a esa zorra en ese mismo instante.
—Siguen siendo demasiados para nosotros —repuso Diana—. No tenemos munición, y esos cabrones de la secta se han cargado los coches a tiros… si queréis que os diga la verdad, me parece que deberíamos empezar a correr.
—No creo que pueda correr todavía. —les advertí haciendo un esfuerzo realmente importante para incorporarme, pero al ver que no era capaz, volví a tumbarme en el suelo para tomar aire. Por mucho que urgiera salir de allí, sencillamente no podía.
—Iros, yo me quedaré aquí con ella. —se ofreció Gonzalo agachándose a mi lado. Seguía llevando encima esa apestosa capa negra llena de porquería, aunque por suerte mis fosas nasales estaban demasiado saturadas de hollín para percibir el olor.
—¿Qué? —replicó Luis poco dispuesto a abandonarnos sin más—. No vamos a dejaros morir aquí, podemos cargar con ella y correr.
—Nadie puede correr cargando con ella —le contradijo el sargento… pese a mi estado, no puede evitar ofenderme un poco al darme cuenta de que en cierto modo me estaba llamando gorda. Sin embargo, él tenía razón, por muy en mi peso que me mantuviera, cargar con un cuerpo adulto requería un esfuerzo que no era compatible con las prisas—. Puedo protegernos de los reanimados, ya lo he hecho antes muchas veces, confía en mí.
Su plan no me entusiasmaba demasiado. No terminaba de ver cómo pretendía evitar que los resucitados nos devoraran en cuanto nos alcanzaran, y fui a hacer precisamente esa observación cuando Judit se me adelantó defendiendo precisamente la tesis contraria.
—Él tiene razón —aseguró muy convencida—. Quiero decir, en la base militar sabía moverse sin que fueran tras él, ¿verdad? Creo que estarán bien.
—¿Estás dispuesta a jugarte la vida haciéndoles caso? —me recriminó el doctor lanzándome una dura mirada.
—No tenemos tiempo para esto —les urgió Eduardo impacientándose—. Cuanta menos ventaja les saquemos, más difícil será perderlos luego. ¡Vámonos!
—Iros —le dije a Luis depositando toda mi confianza en Gonzalo y Judit. No era la primera vez que tenía que confiar en ellos, y hasta entonces no me habían dado motivos para desconfiar—. Llevaos a Clara, ponedla a salvo.
—De acuerdo... ¡Dios! Espero que sepas lo que estás haciendo. —accedió Luis agachándose a coger a mi hija, que se resistió aferrándose a mí con más fuerza todavía.
—¡No! —gimió.
—Clara, cariño, ahora tienes que irte con Luis —le dije intentando soltarla de mi cuello. Los muertos estaban cada vez más cerca, y si no se daban prisa, allí podría acabar sucediendo otra masacre—. Luego iré con vosotros, te lo prometo.
—¡No! —se empecinó, pero ella también estaba débil y el doctor pudo arrancarla de mis brazos con facilidad—. ¡No quiero irme, mamá!
—Todo va a ir bien, cariño —le prometí sin estar segura del todo de que fuera a ser así de verdad—. Ahora vete con Luis.
—¿Estás segura de esto? —insistió el doctor cargándose a Clara en los brazos, pero reticente a marcharse de una vez.
—Pon a Clara a salvo —le pedí—. Nos reuniremos con vosotros luego, junto al embalse que hay al norte.
—¡Largaos ya! —exigió Gonzalo dando un manotazo al aire—. Yo la protegeré, tranquilo.
—Vale, está bien —accedió Luis, pero antes de hacerlo se encaró con Gonzalo—. Más te vale que lo hagas, porque si le acaba pasando algo tendrás que responder ante mí.
—Aquí todo el mundo está como una cabra. —resopló Eduardo antes de que él y su grupo echaran a correr en dirección contraria a por donde se acercaban los muertos. Luis apretó los dientes frustrado antes de seguirles con Clara llorando en los brazos… abandonarme en manos de Gonzalo le seguía pareciendo una idea pésima, y yo no podía sino agradecerle la preocupación.
—Espero que sepas de verdad lo que estás haciendo. —le dije al sargento un poco inquieta. Si lo que pensara hacer no daba resultado, sería el final de la historia para nosotros dos, como lo fue para mi marido cuando intentábamos escapar de Madrid, y Clara se quedaría sola.
Sin embargo, al alzar la vista me di cuenta de que Judit seguía con nosotros.
—¿Qué haces? —le espeté—. ¡Vete ya! ¡Corre!
—He decidido que me quedo con vosotros. —anunció con total tranquilidad.
—¿Qué? —exclamé sin poder creerlo—. ¿Es que te has vuelto loca?
—Puede ser —admitió sin darle importancia—. Pero después de todo lo que ha pasado, quiero comprobar si ciertas suposiciones que hice terminan siendo ciertas.
—¿Qué suposiciones? ¿De qué demonios hablas? —bramé irritada por su falta de juicio—. ¡Vete antes de que sea tarde!
—Ya es tarde —anunció Gonzalo dando un paso al frente. los muertos estaban casi encima, en cuanto traspasaran el muro, cosa que harían fácilmente porque éste tenía una entrada de tres metros de ancho sin ningún obstáculo que lo impidiera, tendrían una visión perfecta de los tres allí plantados como pasmarotes, y entonces nadie podría detenerlos—. ¡Todos detrás del muro, vamos!
Como la explosión nos había hecho rodar por la hierba una distancia considerable, éste nos quedaba tan sólo a unos pocos metros, aunque aun así me costó moverme hasta allí. El dolor se me iba pasando, pero seguía sintiéndome como agarrotada, y al darse cuenta, Gonzalo comenzó a tirar de mí. Gracias a eso conseguimos agazaparnos tras el muro a tiempo... sin embargo, en realidad no sabía a tiempo de qué, porque con total seguridad los muertos tenían que habernos visto, así que no terminaba de imaginar cuál podía ser el plan del militar para engañarlos.
—¿Y ahora qué? —le pregunté empezando a inquietarme.
—Aquí, venid —nos indicó estirando la amplia capa que llevaba encima y cubriéndonos a Judit y a mí con ella.
Agachados en el suelo, aquella capa nos cubría casi por completo. La posición no era cómoda precisamente por culpa de ser tantos allí abajo, pero aquella fue la menor de mis preocupaciones cuando tuvimos a los muertos casi encima.
—Qué peste. —protesté al percibir por fin el hedor a putrefacción que emanaba de la capa. Estando dentro de ella el olor era incluso más intenso.
—¡Esa es la clave! —exclamó Judit con entusiasmo—. ¿No lo entiendes? No atacan a los que huelen a podrido, así es cómo…
—¡Silencio! —interrumpió Gonzalo haciéndonos un gesto—. Que no os escuchen hablar.
Apenas tardaron unos segundos más en llegar, y pronto tuvimos un montón de pies arrastrándose a nuestro lado, mientras sus dueños se tambaleaban entre gruñidos y gemidos en dirección a la ermita, atraídos por la explosión y probablemente por el grupo corriendo a lo lejos que aún debían poder ver. Sin embargo, para mi tranquilidad, pasaron junto a nosotros como si no pudieran percibirnos siquiera, sin molestarse a parar y comprobar si lo que había bajo esa capa negra era la gente viva que tenían que haber visto dando vueltas por ahí un momento antes.
Mentiría si dijera que no tenía miedo, porque en realidad la situación podía echarse a perder en cuando un resucitado avispado se diera cuenta del engaño, de modo que me limité a permanecer lo más quieta y en silencio que pude. Si los resucitados hubieran sido sólo un poquito más listos habríamos estado acabados, pero afortunadamente no era así. Esos seres eran idiotas, y al parecer cubrirse de la vista tras una manta apestosa era una forma sencilla de engañarles.
Levanté la cabeza muy lentamente, tan sólo lo necesario para poder ver las cabezas de los muertos que caminaban a unos metros de nosotros y asegurarme de que ninguno se nos quedaba mirando. Nunca había tenido a aquellos seres tan cerca, al menos en una situación en la que pudiera quedarme mirándolos sin temer que me mordieran. Sin embargo, cuando todos esos rostros anónimos reconvertidos en muertos vivientes acabaron recordándome los peores momentos vividos en Madrid, tuve que bajar la cabeza de nuevo y limitarme a mirar sus pies caminar.
—Ya casi han pasado todos —anunció Gonzalo unos segundos más tarde. Yo seguía muerta de miedo, y Judit estaba incluso más pálida de lo normal, pero todo apuntaba a que lo habíamos conseguido: la horda que nos habían lanzado para acabar la labor de los tiradores y del drone había pasado de largo—. En cuanto podamos, cogeremos la carretera y daremos un rodeo…
—¡Está ahí! —murmuré con rabia al ver a Santa Mónica cerrando aquella funesta marcha. al igual que con nosotros, los muertos vivientes parecían ignorarla por completo, aunque ella no se agazapaba en una esquina atemorizada, sino que permanecía muy erguida y orgullosa caminando junto a ellos con su capa roja y su cabeza cortada clavada en el báculo.
—¿Ella? —se interesó Judit levantando la vista.
—¡Silencio! —exigió Gonzalo—. Si nos escuchan susurrar…
—Vamos a ir por ella, es el momento. —les dije bajando la voz. De repente me sentía con las fuerzas necesarias para aquello, la memoria de los cuatro compañeros que habían muerto por su culpa lo exigía.
—Cuidado, esa mujer es peligrosa. —me advirtió Judit.
—¡No me fastidies! ¿Ahora crees en sus milagros? —le espeté con frustración, manteniendo el tono lo más bajo que pude tal y como la situación exigía.
—Mmm… estoy contigo, tengo cuentas pendientes con esa zorra —se me unió Gonzalo—. Preparaos, esos cuatro son los últimos reanimados.
No nos vio venir. Aquella chiquilla se quedó parada junto al muro contemplando cómo los resucitados marchaban contra los restos de la ermita y no se percató del extraño bulto negro y apestoso de la esquina hasta que fue demasiado tarde para huir. Mi intención había sido lanzarme contra ella por la espalda y por sorpresa, pero Gonzalo debía tenerle más ganas de las que parecía, porque no fue capaz de esperar y se abalanzó contra la delgada mujer demasiado pronto, cuando todavía tuvo tiempo para reaccionar.
Santa Mónica alcanzó a abrir la boca tras ver la capa negra arremolinada en el aire que se arrojó a toda velocidad contra ella, pero aun así, cuando el sargento llegó a su altura, logró hacer un movimiento con las manos que no alcancé a ver del todo y el militar cayó al suelo retorciéndose de dolor. Tras aquello, decidí no perder el tiempo con tonterías y agarré el rifle… me daba igual que los resucitados estuvieran todavía a menos de veinte metros de nuestra espalda, esa mujer tenía que pagar por lo que nos había hecho al precio que fuera.
Sin embargo, al darse cuenta de mis intenciones levantó una mano indicándome que no le disparara, y con el báculo señaló a Gonzalo, que seguía sufriendo espasmos en el suelo. No podía entender qué le había ocurrido para acabar de aquella manera cuando ya prácticamente la tenía en sus manos, pero la amenaza que me estaba dirigiendo era clara: si osaba dispararle, acabaría también como él.
En ese momento tuve miedo, y miedo de verdad, porque aunque nunca había creído en ella, su lista de milagros era cada vez más grande y preocupante. Viendo lo que había hecho con Gonzalo tras apenas un ligero movimiento de manos, por mucho que me doliera en el orgullo, no me atreví a desafiarla… por suerte para nosotros tres, Judit estaba allí presente para hacerlo por mí.
Sin vacilar, y sin mostrar ningún temor, dio un par de pasos hacia ella, plantándole cara como era más que probable que nadie hubiera tenido el valor de hacer en aquella secta que habían fundado en su honor.
—¡Atrás, o acabaréis como él! —amenazó en voz alta y en tono poco amigable.
Gracias al escándalo de la ermita ardiendo no había peligro de que los muertos vivientes que habían pasado de largo nos escucharan… o al menos eso esperaba.
Al darme cuenta de que Gonzalo dejaba de temblar me atreví a acercarme a él para comprobar cómo se encontraba tras ser atacado por la furia divina. Sin embargo, mis sentidos acabaron más pendientes de la batalla entre fe y razón que se iba a producir frente a nosotros.
—¡No oséis desafiar la voluntad del Señor! —recitó amenazadoramente la santa, pero al ver que Judit no cedía, interpuso la cabeza de muerto viviente que llevaba en el báculo entre las dos… aunque eso no logró intimidarla tampoco.
—Nunca hubo “Señor” alguno —le espetó Judit en un tono muy tranquilo, como si estuviera resolviendo un problema de matemáticas pintado en una pizarra—. Ni magia, ni milagros, todo era una farsa para engañar a la gente de la base. Por supuesto, el truco más sencillo fue averiguar cómo evitar que los muertos te atacaran.
Se volvió hacia Gonzalo, al cual estaba ayudando a levantarse del suelo no sin esfuerzo, porque pese a todo yo seguía estando bastante débil.
—No obstante, también fue el truco que más me costó descifrar. Pero él fue quien me dio la clave —añadió señalando al sargento—. Acabamos de tener una muestra de cómo lo haces ahora mismo. No creo que te rociaras de vísceras, pero el olor a sulfhidrato de sodio de esa capa roja que tienes es inconfundible. Descubristeis que no atacan a cosas podridas, por eso no se atacan entre sí ni comen cadáveres, y te impregnaste de olor a putrefacción para poder moverte entre ellos.
—Eso mismo hacía yo —apuntó Gonzalo todavía aturdido—. Me di cuenta de ello cuando profanaron la capilla y vi que los muertos ni se acercaban a ella.
—Por eso pudo salir de la base cuando aún estaba entre los militares y asombrar así a todos los crédulos, y por eso también llenaron los alrededores de su refugio de muertos desollados, que huelen mucho más de lo normal. —sentenció Judit.
—Pero, ¿por qué le obedecían? —preguntó Gonzalo intrigado sacudiéndose la tierra del suelo.
—No lo hacían, el tiroteo y la explosión les marcó la dirección, ella sólo hizo el numerito para impresionar a su gente, tanto cuando partió con ellos desde el pueblo como a los que nos atacaron. Pero la otra explosión, la del pueblo, disperso a la mitad de sus tropas —explicó—. No era más que una farsa.
—Puede que te creas muy lista, pero no lo sabes todo —replicó Santa Mónica con furia en la mirada—. Lo que tú llamas farsa no es más que sentido común, hasta ese soldado idiota se dio cuenta, sin embargo, hay cosas que no sabes, cosas que escapan a tu compresión.
—Ahí te equivocas —objetó Judit—. De hecho, creo que puedo desmontar todos tus trucos. Acabamos de ver uno de los más burdos hace un momento… ¿dónde guardas el táser con el que has aturdido a Gonzalo?
—¿Un táser? —se extrañó éste—. Ni siquiera lo he visto…
—Paparruchas. —bufó la cada vez menos santa.
—¿Me permites? —le pidió Judit acercándose más a ella, que respondió amenazándola con el báculo, tras lo que me vi obligada a intervenir.
—Yo que tú, tiraría de una vez esa porquería —le advertí apuntándole a la cabeza con el rifle—. Y las manos donde pueda verlas. No me da miedo convertir a una santa en una mártir de un disparo.
Con el báculo en el suelo, Judit pudo acercarse y registrarla, encontrando una incriminatorio porra de descarga eléctrica en una abertura de la manga izquierda de su túnica.
—Supongo que lo sacasteis de alguna comisaría del pueblo —dedujo ella, que parecía encantada desacreditando a aquella mujer—. Y ya que tenemos el bastón aquí, pasemos al mayor misterio: el de los mordiscos inocuos. A diferencia de lo que creía inicialmente, el mordico fue real… admito que me equivoqué, y que tuve que darle muchas vueltas hasta dar con la respuesta, pero ahora estoy segura de que si este muerto viviente me mordiera a mí tampoco me infectaría. ¿No es cierto?
No esperó respuesta alguna, tan sólo se agachó y recogió el báculo del suelo. Luego, sin ningún pudor arrancó la cabeza de su soporte y se quedó con ella en las manos. Tras mirarla durante un par de segundos se volvió hacia nosotros y nos lo mostró.
—¿Alguno ha visto un reanimado que conserve tan bien la dentadura? —preguntó arrojando la cabeza al suelo, donde comenzó a mordisquear el aire—. Es una dentadura postiza… le quitaron sus dientes y le pusieron una dentadura postiza en su lugar. Esos seres no tienen saliva, y una vez limpios de sangre no producen más. Con unos dientes falsos y ningún fluido corporal como foco de infección, su mordisco es completamente inofensivo.
Fue Gonzalo quien se acercó a la cabeza y metió la mano en la boca del pobre muerto para terminar arrancando de un tirón toda la dentadura, que efectivamente era postiza. La farsa de aquella mujer se caía en pedazos, pero todavía había un asunto que no podía ser explicado, y que, aunque había evitado hablar sobre él todo lo posible, me molestaba más que ningún otro.
—¿Qué hay de lo que sentimos en la basílica? —le pregunté a Judit confiando en que también tuviera la respuesta—. Todos, hasta tú, sentimos lo que ocurrió allí, la experiencia religiosa.
—Eso fue un misterio para mí hasta esta mañana —replicó ella sacando del bolsillo un trozo de la hostia consagrada que escupió durante la misa en la que ocurrió todo—. El coche de la guardia civil con el que nos encontramos esta mañana realizaba controles a los conductores antes de que los agentes desaparecieran o murieran, así que encontré en él el test de drogas que utilizan cuando lo inspeccionamos, y descubrí que estas aparentemente inofensivas obleas esconden una pequeña dosis de dietilamida de ácido lisérgico.
—LSD. —aclaró Gonzalo.
—Droga… —exclamé sintiéndome como una tonta.
—Drogaba, ligeramente, a su congregación para que creyeran que estaban sufriendo una experiencia religiosa —asintió Judit—. La dosis de ácido les hacía sufrir pequeñas alucinaciones, y el ambiente religioso que imperaba tanto en ese sitio como en sus propias crédulas cabezas las transformaba… y todo esto para fingir ser algún tipo de elegida divina y ganarse la adoración de esa gente.
—¡Sí! ¡Lo admito! —confesó Santa Mónica cayendo al suelo de rodillas y con lágrimas en los ojos—. En la base militar estábamos bien… pero cuando cayó la zona segura y nos llegó la noticia los militares se dieron cuenta de que aquella situación podía volverse permanente, de modo que empezaron a emplear a todo civil cualificado y a asignarles funciones para mantener y proteger ese sitio. Aquello era como una pequeña ciudad, dijeron que todos podríamos tener una función… pero yo veía cómo me miraban algunos, y tenía miedo. Estudiaba arte dramático antes de todo esto, algo completamente inútil en este nuevo mundo, y temí acabar teniendo que abrirme de piernas para los soldados a cambio de mi parte de la comida.
—Así que para evitarlo montaste esta farsa —terminó su historia Gonzalo, que de lo irritado que estaba parecía a punto de lanzarse sobre ella para estrangularla—. ¡Los mataste a todos porque creías que acabarías de puta del cuartel! ¿Es eso?
—Fue idea de Veltrán —admitió ella agachando la cabeza—. Él tenía un espectáculo, hacía trucos de magia en teatros, casinos y esas cosas. Se dio cuenta de que su situación era muy parecida a la mía, así que nos asociamos para cambiar las tornas. Todos los trucos que esta listilla ha destripado fueron idea suya, yo sólo puse mi talento interpretativo al servicio de la causa.
—No se puede negar que talento tiene —reconoció Judit encogiéndose de hombros—. Engañó a todo el mundo, realmente creyeron que era una santa.
—¡Matasteis a más de cuarenta personas! —le recriminó Gonzalo rabioso.
—No sólo matasteis a esa gente —intervine yo, que todavía apuntaba a su cabeza con mi rifle—. En este ataque murieron tres buenas personas y un niño… además, tu gente se llevó a Raquel. ¿Qué vais a hacer con ella? ¿Lo mismo que hicisteis con los civiles que no quisieron unirse a tu farsa? ¿Despellejarla y empalarla a las puertas de vuestra casa?
Iba a matarla, lo supe en cuanto alzó la vista y vi que sus ojos llenos de lágrimas no se arrepentían de nada. Al igual que Irene, estaba convencida de que su necesidad de sobrevivir y de hacer lo necesario para seguir adelante justificaban esos crímenes… era una actitud que no podía soportar, no cuando por culpa de ello Sebas había sido tiroteado hasta la muerte; Toni, Katya y Andrei habían sido desintegrados en una explosión y Raquel podía sufrir un destino aún peor.
—Hazlo —me incitó Gonzalo—. Haz justicia por nuestros muertos.
Sin embargo, bajé el rifle. No podía hacerlo, no podía ejecutarla a sangre fría de esa manera, no cuando su vida aún podía salvar otras.
—No vamos a matarte, aunque al Dios al que insultas con tu numerito sabe que lo mereces. —le dije, a lo que ella me miró esperanzada.
—¡Oh, venga ya! ¿En serio? —gruñó Gonzalo molesto.
—Iremos a tu comunidad y te intercambiaremos por Raquel y Aitor —continué sin prestar atención a las quejas del sargento—. Pero si les ha pasado algo, o si tratáis de engañarnos de alguna manera, te volaré la cabeza… ¡ah! Y a Irene, también quiero a Irene, ella pagará por ti lo que las dos habéis provocado. ¿Entendido?
No le costó asentir y aceptar mi demasiado generosa oferta. Mi mayor deseo habría sido vengarme de las muertes que había provocado, pero le había dicho a Gonzalo  antes de aquello que luchara por los vivos, y tenía que preocuparme por los que todavía podían salvarse, no de los que ya habían muerto. Que ella se fuera de rositas sería el precio que habría que pagar por las vidas de Raquel y Aitor… nadie dijo que el mundo fuera justo, y después de todo lo que había vivido, ya no esperaba que lo fuera.

—Siento lo de tus amigos —me dijo Gonzalo mientras él mismo, Judit, Farsa Mónica, como la habíamos rebautizado, y yo recorríamos el camino que nos llevaba hasta el pueblo. Después de que descubriéramos su juego, nuestra prisionera parecía abatida y cabizbaja, pero aun así no apartaba mi mirada de ella, por si escondía algún otro as en la manga—. Parecían buena gente, sé lo que es perder a amigos.
—He visto morir a tantos que ya no lo siento como antes —reconocí—. Me duele que hayan muerto, me gustaría volarle la cabeza a esta zorra por ser la culpable de eso, pero ya no es como antes. Cuando murió mi marido el mundo se me vino encima… ahora es sólo un recuerdo doloroso más que añadir a la colección.
—Hay que mirar adelante —afirmó el sargento—. Y luchar por los vivos, como dijiste. Yo no fui consciente de ello durante mucho tiempo. Estaban tan resentido con esa gente por lo que habían hecho que casi pierdo la cabeza… si logramos resolver esto, creo que salir de aquí me vendrá bien.
—No te quiero mentir, el camino es duro —tuve que confesarle—. Tener un lugar seguro donde dormir y algo que comer son ahora las posesiones más valiosas, y no es sencillo encontrarlas con tanto muerto viviente, aunque ya sepamos cómo engañarlos.
—Lo del olor a podrido tampoco es la panacea —me advirtió Judit—. Tengo motivos para pensar que también nos reconocen por el movimiento, por el ruido y demás. Y tampoco creo que si te están viendo vayan a evitarte porque te escondas tras una capa.
—¿Qué es eso? —preguntó Gonzalo cuando, habiendo dejado los árboles atrás, y teniendo por fin una visión completa del cielo, nos encontramos con que una densa nube de humo negro surgía desde el interior del pueblo.
—Debe haber sido la explosión que oímos antes —deduje, luego le di un empujón a Farsa Mónica—. ¿Qué se supone que está haciendo tu gente?
—No lo sé —respondió—. Esto no es nada que tuviéramos… ¡oh Dios!
—¿Qué pasa?
—La explosión, el humo… es posible que haya explotado el arsenal —contestó estremecida—. Le… le dije a Veltrán que debíamos tener cuidado con cómo lo guardábamos.
—Es lo que pasa por matar a todos los militares —le recriminó Gonzalo—. No había nadie para explicaros las medidas de seguridad que hay que tomar cuando guardas explosivos. ¡Joder! No me digas que no os lo merecéis tú y tu pandilla de sectarios locos.
—¡Tenemos que llegar allí cuanto antes! —exclamé dándome cuenta de que Raquel y Aitor podían estar en apuros si lo que decía la farsante era cierto.
—Pues cojamos un coche entonces. —propuso el sargento.
—¿Un coche? No vamos a volver, la ermita está infestada de resucitados, y los coches fueron tiroteados. —le recordé.
—No, uno del pueblo —matizó él—. Sé cómo puentearlos, vamos.
Seguimos el camino al trote y casi arrastrando a la farsante para que nos siguiera el paso hasta las afueras del pueblo, donde el sargento se entretuvo un par de minutos en forzar la puerta de un utilitario y ponerlo en marcha. Durante un instante me acordé de Sergei, también habilidoso en esos menesteres, cuyo cadáver debía seguir en la casa donde lo abandonamos Katya y yo esa misma mañana… pero al acordarme de Katya y de Andrei se me encogió el corazón.
Quizá había sido un poco fría al decirle a Gonzalo que las muertes sufridas no me habían afectado tanto. En realidad me sentía muy mal por la pobre chica y el niño. Aunque era difícil, confié en que sin Sergei tuvieran una vida un poco mejor, al menos mejor dentro de lo que cabía esperar en el mundo que nos estaba tocando vivir, claro. Pero el destino había querido acabar con sus vida prematuramente, muy prematuramente en el caso de Andrei.
Pensar en Sebas y Toni era algo que prefería ni plantearme por el momento, ellos estuvieron con nosotros desde el principio y al perderlos fue como si hubiera muerto una parte del espíritu de aquel grupo que formamos de forma casi casual a las afueras de Madrid.
—Listo, vámonos —exclamó Gonzalo cuando el coche arrancó—. Sé que tenéis rutas para moveros por el pueblo de forma segura, farsante, así que guíanos por una de ellas si quieres regresar lo antes posible con tu secta de idiotas.
Montados en coche y guiados por ella, seguimos una carretera despejada hasta las inmediaciones de la comunidad. Cada vez era más evidente que el humo venía de allí, y conforme nos fuimos acercando comenzamos a ver cascotes esparcidos por el camino. Finalmente, al llegar a las proximidades del recinto, nos cortó el paso un enorme fragmento de hormigón que se había desprendido del muro. Un cadáver despellejado y atravesado con un palo se arrastraba torpemente por el suelo, buscando algo que comer.
—¡Oh no! —gimió Farsa Mónica al bajar del coche—. ¡Oh no, no! ¡Mi basílica!
Era como si hubieran bombardeado aquel lugar. Las calles estaban llenas de escombros, hollín, humo y cristales rotos. De la basílica no quedaba más que media fachada, el resto se había desintegrado por completo debido a la explosión, que debió ser de un tamaño considerable.
Por el suelo se arrastraban algunas personas, pero también varios muertos vivientes que habían acudido atraídos por el ruido. Ni los cadáveres putrefactos habían servido para contenerlos esa vez, y pronto ser darían un banquete con los heridos que no pudieran ponerse a salvo a tiempo.
No obstante, aquella gente no era mi problema, y su suerte me resultaba irrelevante… no así la de las dos personas que habíamos acudido a buscar.
—Raquel, Aitor… —murmuré consternada contemplando tanta destrucción a mí alrededor—. ¿Cómo vamos a encontrarles entre todo esto?
—No sabemos ni si están vivos —argumentó Gonzalo—. La basílica ha volado, los muros han caído y la gente está muerta o herida… este lugar ya no vale nada.
—Tenemos que buscarles. —insistí dando un paso hacia los escombros, pero él me sujetó cuando una horda de algo más de diez muertos vivientes apareció por una calle contigua y se metió entre las ruinas y el humo en busca de carne fresca que llevarse a la boca. El sonido de los gritos de los supervivientes debía ser para ellos como la campana para la comida.
—No podemos entrar ahí —dijo el sargento—. Maite, lo siento, pero no creo que sigan vivos.
—¡Eso no lo sabes! —le reproché en absoluto dispuesta a creerlo—. ¡No puedes saberlo!
—¡No podemos buscarlos, los reanimados nos matarían! —arguyó él, no sin razón—. No podemos hacer otra cosa, este lugar se va a poner hasta el culo de reanimados entre los que acudan y los que la explosión haya matado… no podemos hacer nada.
Era cierto, no teníamos capacidad para entrar allí y buscar entre la humareda debajo de cada escombro con la esperanza de encontrarlos con vida… además, la caminata y la tensión hacían que las secuelas de la explosión de la ermita se incrementaran, y no sabía cuánto más podría aguantar a ese ritmo.
Era duro, pero una vez más tenía que dejar atrás a Aitor. Aunque al menos me consolaba saber que, estuvieran donde estuvieran Raquel y él, estarían juntos de nuevo.
—¡Mi comunidad! —lloriqueó Santa Mónica cayendo al suelo de rodillas y tirándose de los pelos desesperada— ¡Mi hogar!
Verla así, derrotada, desacreditada y cubierta de hollín hacía que me sintiera estúpida por haber dudado siquiera de que no fuera más que una persona normal y corriente, como cualquiera de nosotros.
—Se podría decir que esto ha sido un castigo divino por el ataque a la ermita —manifestó Judit para consternación de la mujer—. ¿Cómo decía la Biblia? Ojo por ojo y diente por diente.
Loca de ira, aquella farsante se incorporó y se lanzó a por ella, dispuesta a atacar con uñas y dientes en un último arrebato de furia, aunque Gonzalo logró interponerse entre ambas antes de que ésta pudiera alcanzar a Judit.
Alguien que no fuera yo quizá hubiera dejado que el militar la redujera y luego se habría dado la vuelta y se habría marchado sin mirar atrás, dejándola contemplar impotentemente los restos calcinados y dispersos de su farsa… pero esa persona que no era yo no había visto cómo su hija lloraba de puro terror, cómo Sebas era abatido a tiros, cómo Toni, Katya y Andrei desaparecían dentro de una explosión, como Raquel y Aitor permanecían perdidos entre una nube de polvo y escombros… así que la persona que sí que era yo le voló la cabeza de un disparo a aquella mujer sin arrepentirse ni por un momento.
La bala le impactó en el centro de la frente, lanzándola había atrás y provocando que su cadáver cayera boca arriba al suelo, adoptando pese a todo una pose bastante digna.
—Le advertí de lo que le ocurriría si les pasaba algo a Raquel y Aitor. —le dije a Gonzalo antes de entregarle el rifle y hacer lo mismo que la persona que no era yo habría hecho: marcharme de regreso al coche sin mirar atrás.

El camino de retorno fue duro, no sólo por no haber tenido éxito en nuestro viaje a la comunidad, sino también porque las fuerzas terminaron abandonándome definitivamente, y de no ser porque íbamos en coche, no habría sido capaz de completarlo. Por tanto, no puedo ni comenzar a expresar la alegría y el alivio que sentí al llegar al embalse y encontrarme con que ya estaban todos allí esperándonos. Temí que los muertos que les perseguían no hubieran permitido a Luis y a los otros quedarse en el sitio acordado, pero no había sido así, y en cuanto puse un pie en el suelo al salir del coche casi vuelvo a caerme de culo dentro después de que mi hija se abalanzara sobre mí.
—¿Y Raquel? ¿Y Aitor? —preguntó Luis después de que pusiéramos a todo el grupo al tanto de lo ocurrido junto al agua del embalse, donde me había acercado para lavarme un poco.
—Aquel sitio voló por los aires —les explicó Gonzalo mientras intentaba arrancarme la sangre y las cenizas que tenía incrustadas por todas partes—. La basílica entera destruida, y todo lo que pilló la explosión en los alrededores también. Al parecer su arsenal saltó por los aires… y no tenían poca cosa ahí, se llevaron todo lo de la base.
—Un castigo divino por sus crímenes —afirmó Eduardo volviendo la vista en dirección al pueblo. Incluso desde tanta distancia, podía verse la nube de humo que todavía se elevaba en el aire… la del pueblo y la de la ermita—. Siento lo de esa chica, Raquel, y lo del otro chaval que no llegamos a conocer. ¿No pudisteis buscarlos?
—Aquello era un infierno, y estaba a punto de llenarse de reanimados atraídos por la explosión —respondió el sargento mientras me frotaba la cara casi con rabia. Ver la cabeza reventada y los sesos desparramados de la líder de esa secta no me había proporcionado ningún consuelo, ningún alivio en absoluto, y eso me frustraba—. Sólo estábamos nosotros tres, no podíamos hacer nada.
—A lo mejor, si vamos ahora… —propuso Diana, apenada por el resultado de la historia.
—Si sobrevivieron, a estas alturas ya se habrán marchado de allí —repliqué quitándome una mancha de sangre de la cara, aunque no recordaba de qué era después de todo lo que había pasado—. Buscarles sería una tontería, no podemos levantar escombros mientras los resucitados dan vueltas a nuestro alrededor. Dejamos la capa de Gonzalo haciendo una flecha señalando hacia aquí a la altura de la ermita. Si vuelven allí, puede que nos encuentren… pero Raquel sabe que fue bombardeada y que ahora está llena de resucitados, así que a lo mejor no se atreven a acercarse.
—Echaré de menos esa capa —se lamentó Gonzalo dando un suspiro—. Me ha salvado la vida en más de una ocasión, y gracias a ella pude quedarme en la base cuando fue invadida. De lo contrario habría tenido que largarme cuando mataron a mi gente.
—Bueno, si vamos a viajar juntos, me alegro de que no la tengas ya —confesó Diana—. Apestaba.
—Aunque ahora sabemos lo valiosa que es esa peste —arguyó Ramón mostrando media sonrisa. No obstante, ésta se le borró rápidamente de la cara al ver que la cosa no estaba para bromas. El dolor era muy reciente para pensar siquiera en sonreír.
—¿Y cómo esquivasteis a los reanimados que os perseguían? —les preguntó Gonzalo.
—Hay unos almacenes no muy lejos de aquí —explicó Eduardo—. Les hicimos creer que íbamos en una dirección, pero nos escondimos y nos marchamos en dirección contraria cuando pasaron de largo. Esos bichos son idiotas, no es difícil engañarlos.
—Deberíamos decidir qué camino tomar —propuse para cambiar de tema cuando estuve todo lo limpia que podía estar—. No tenemos nada de comida, creo que sólo mi rifle tiene munición, aún hay que buscar un refugio donde pasar la noche y tan sólo nos queda un coche en el que no cabemos todos si vamos a movernos.
—Creo que podríamos tomarnos un descanso —sugirió Luis, que en esos momentos volvía a examinar a Clara para asegurarse de que las heridas por la explosión no habían provocado ningún daño importante—. Ha sido un día difícil. Algunos podríamos acercarnos a un pueblo cercano y buscar comida, pero por ahora creo que nos hemos ganado un descanso… tenemos muertos a los que llorar, y hay heridos.
—Sí, pero el mundo no se va a detener por eso —le contradije levantándome del suelo y limpiándome el barro de las rodillas—. Los muertos no van a darnos un descanso porque estemos machacados, necesitamos un plan ya. ¿Alguna sugerencia?
—Puedo volver al pueblo y conseguir otro vehículo —se ofreció Gonzalo—. Con eso tendríamos el transporte solucionado por el momento.
—¿Y después? —inquirió Ramón toqueteándose el lugar del brazo donde una bala le había alcanzado. Por suerte para él sólo fue una herida superficial, y no le impedía en modo alguno—. ¿A dónde vamos? La verdad es que cuando empezamos a viajar tenía puestas todas mis esperanzas en la base, creíamos que ese sería un lugar seguro.
“Pues ya somos dos” dije para mí misma. Llevé el grupo a la muerte creyendo eso mismo. Pero eso se había acabado, no pensaba volver a dirigir a nadie, a partir de entonces me limitaría a seguir las ideas de los demás… mi liderazgo ya se había cobrado suficientes vidas.
—Deberíamos ir a la sierra —propuso Eduardo—. Allí no hay comunidades de chalados ni muertos andantes, yo llevo toda la vida viviendo en la montaña y en temporada de caza me he pasado días sin ver otra alma.
—Quizá deberíamos ir al sur, a un clima más templado hasta que acabe el invierno. —sugirió Diana, que no parecía muy entusiasmada por la idea de perdernos en el monte, cosa que tampoco llamaba demasiado mi atención.
—O al norte, no creo que el frío le siente bien a unos seres sin pulso, ¿no? A lo mejor por allí las cosas están mejor. —añadió Ramón.
“Esto me suena” me dije al recordar una conversación parecida en el burdel de Sergei. Parecía como si hubiera ocurrido hacía años, pero en realidad no había pasado ni una semana… aunque la mayoría de la gente que formó parte de la misma había muerto o desaparecido.
Mientras los demás iban sugiriendo lugares, me alejé unos pasos para observar el paisaje y despejar mi mente. En una sola mañana todo había cambiado tan radicalmente que aún me costaba hacerme a la idea. La mitad de la gente que conocía había muerto, pero también había conocido a gente nueva que en adelante serían nuestros compañeros… y de repente volvíamos a estar desarmados, sin comida y sin refugio.
Apenas un par de minutos después de que me alejara, Judit, Clara y Luis se reunieron conmigo.
—La niña está bien, aunque los oídos taponados le durarán todavía un tiempo —anunció Luis frotándole la cabeza a mi hija, lo que hizo que se llenara la mano de cenizas… ella también iba a necesitar un baño—. Debería echarte un vistazo más a fondo a ti también antes de que vayamos a ninguna parte, una explosión no es ninguna broma.
—Estoy bien —le dije sin muchas ganas de un examen médico en ese momento—. Ya sé que es lo que te digo siempre, pero de verdad que estoy bien, sólo cansada. Ha sido un día difícil.
—Judit me ha explicado los trucos que utilizaba esa mujer para engañar a la gente de su comunidad —afirmó el doctor—. Pensé que nunca vería algo más raro que los muertos levantándose, pero al parecer una vez más me equivocaba al juzgar a la gente… menudo juego de prestidigitación el que se traía entre manos.
—Desde luego, ha sido raro —tuve que admitir—. Toni, en paz descanse, tenía razón cuando me advirtió que el mayor peligro ahora no eran los muertos, sino las personas vivas. Hemos perdido a seis hoy por un montón de estúpidos juegos de magia.
—Ocho, si contamos a Sergei e Irene —me corrigió—. Pero creo que mejor no contarlos…
—Debimos hacerle caso a Judit desde el principio —dije mirándola bastante orgullosa por la forma en que había descubierto el juego de aquella mujer—. Lo que hiciste fue realmente impresionante.
—Bueno, gracias —respondió sonrojándose, pero también muy satisfecha de haber demostrado ser más lista que su rival—. No es tan difícil darte cuenta de cuál es el truco si no te dejas encandilar por él.
—Por cierto, ¿dónde fuiste cuando nos atacaron? —le preguntó Luis con curiosidad—. ¿Qué era lo que dijiste que querías comprobar?
—¡Oh, eso! —exclamó metiendo la mano en uno de sus bolsillos y sacando de él un pequeño frasco plateado—. Es una crismera, la encontré en la ermita y pensé que podría serme útil.
Nada más abrirla retirando la tapa un horrendo hedor que surgió de ella nos obligó a apartar la vista de su contenido, que consistía en un líquido rojizo parecido a la sangre, pero más denso y negruzco. Casi como la sangre de un muerto viviente.
—¡Por Dios, cierra eso! —suplicó Luis al borde de la náusea.
—Estuve recopilando los fluidos más olorosos de los cadáveres que sacamos de la ermita el día que llegamos, quería demostrar que no hacía falta impregnar de vísceras una capa para cubrirse, eso habría sido muy obvio para cualquiera cuando Santa Mónica lo utilizó para mostrar que los muertos no la atacaban —nos explicó obedeciendo al doctor y cerrando el frasco—. No creo que tuviera acceso fácil a ácido sulfhídrico en la base militar, así que debió utilizar algo como esto. Creo que, en caso de apuro, podría ser útil ahora que sabemos que los resucitados no atacan a los que huelen a podrido.
—Y yo que pensaba que las blasfemias habían terminado… —dejó caer Luis al ver el uso que le había dado al lugar donde se guardaba el aceite para los bautismos.
—Aun así, tiene razón. Puede ser útil —opiné—. Y no creo que tal y como están las cosas nos vaya a costar encontrar con qué reponer su contenido.
—Bueno, ¿y qué opinas tú de lo de marcharnos de aquí? —me preguntó Luis cambiando el tema por uno menos asqueroso—. ¿A dónde deberíamos dirigirnos?
—No tengo ni idea, así que me da igual —le contesté—. Mi dimisión se mantiene firme, yo ya no dirijo este grupo, quizá eso nos de alguna posibilidad.
—Te castigas demasiado —me reprochó—. No había forma humana de prever esto.
—Puede que no, o puede que sí… no te hice caso cuando Irene se marchó, y mira lo que ha pasado —le recordé—. Quizá ahora que no dirijo yo nos vaya mejor.
—No te hicimos caso cuando no querías traer a Irene con nosotros, ni cuando nos dijiste que no nos fiáramos de la gente de la secta —replicó él—. Tienes buen instinto, eso te hace una buena líder.
—La lista de muertos que arrastramos desde que yo nos dirijo dice lo contrario —repuse con pesadez. Aquel tema me deprimía mucho—. Te agradezco la confianza Luis, pero no voy a cambiar de opinión. ¿Por qué no vais a ver qué ha decidido esta gente?
Por la mirada que me echó el doctor antes de darse la vuelta y llevarse a Judit con los demás para unirse al debate sobre nuestro próximo destino, supe que aquello no había terminado, pero pensé que tarde o temprano se daría cuenta de que esa vez era yo quien tenía razón, y que por el momento tenía suficientes responsabilidad con cuidar de mi hija… a quien igual que a mí la explosión había llenado el rostro de pequeños cortes y contusiones, pero por suerte nada que fuera a dejarle ninguna marca permanente.
—¿Ya no vas a ser la que manda, mamá? —me preguntó muy seria.
—No, cariño. Mandar no es tan chulo como parece. —le respondí casi con desgana.
—¿Es por todos los que han muerto, como le has dicho a Luis? —insistió ella.
—Pues en parte sí —le expliqué—. Pero también porque no me gusta tener que ir a sitios y dejarte sola, o tener la culpa si las cosas salen mal, como ahora.
—No es culpa tuya lo que ha pasado —dijo volviendo la mirada al embalse—. Ya te lo dije, mamá: todo el mundo se muere.
La miré con un poco de aprensión. No me gustaba nada que tuviera esa actitud tan fatalista siendo tan joven pero, ¿qué podía hacer? Aquél no era el momento más oportuno para decirle que se equivocaba, no después de haber perdido a tantos.
—Siento que no hayamos podido hacer el funeral por papá al final —me disculpé con ella—. Podemos encontrar otro lugar donde hacerlo, si quieres.
—O podemos fingir que lo hemos hecho —replicó volviendo la vista hacia mí—. Podemos hacer como si estuviera allí de verdad. De todas formas, papá tampoco estaría en ese otro lugar, ¿verdad? Y me gustaba la ermita, era bonita.
—Como tú prefieras. —le concedí de buena gana.
Para seguir adelante teníamos que enterrar a los muertos del pasado y luchar por el presente. Sabía que siempre recordaría con dolor a mi marido, pero por el bien de nuestra hija era el momento de que ambas dejáramos de pensar en él.
—¡Maite! ¡Tenemos ruta! —nos llamó Luis.
—Vamos, Clara. Aún nos queda un largo camino por recorrer. —le dije agarrándola de la mano. No tenía ni idea de lo que nos podía esperar al sitio donde nos dirigiéramos, pero sólo cabía esperar que Clara no tuviera razón al decir que todo el mundo se moría.

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