lunes, 19 de noviembre de 2012

Crónicas zombi: Preludio 01/01/2013

1 de enero de 2013, 12 días después del primer brote, 14 días antes del Colapso Total.


Agente Mark Ford, CIA


Sin lugar a dudas, lo peor de estar destinado en China era la comida. Pese a que llevaba cinco años prácticamente viviendo allí, apenas era capaz de soportar el olor de la cena de Wang, que se encontraba sentado a mi lado, en el asiento del conductor del coche. Wang era un disidente que empezó a trabajar para nosotros dos años atrás, y desde el primer día resultó ser un valioso activo para la CIA, sobre todo a la hora de destapar información que el gobierno chino hubiera preferido que nadie supiera… aunque esperaba que aquella noche fuera más útil de lo que había sido los días anteriores.
—¿Tienes que comerte eso aquí? —me quejé cuando el olor a chop suey dentro del coche se hizo realmente molesto... siempre que comía fuera comía chop suey, era desesperante, no me extrañaba que los compañeros le hubieran puesto ese nombre en clave.
—Llevamos casi seis horas aquí encerrados, tengo que comer —se defendió él con la boca todavía llena de arroz—. No sé qué más pruebas necesitas de que allí dentro no está pasando nada. Ninguno de mis contactos ha advertido actividades sospechosas.
—Puede ser, pero no me convence. —le respondí echando un vistazo a través de los prismáticos.
Dos días atrás, lo que se suponía que era un enorme e inocente silo de grano había recibido la visita de un gran grupo de militares, que se instalaron allí, y durante esos dos días no habían hecho más que llegar camiones cargados de material de construcción que se introducían en el recinto y volvían a salir completamente vacíos.
—Estoy seguro que es por lo de Angola —continuó diciendo Wang sin que yo le prestara mucha atención; aunque desde fuera sólo podía ver a dos soldados vigilando la entrada, sabía que dentro tenía que haber muchos más—. Ha llegado a la India y ya ha habido algunos casos aquí; deben estar protegiendo la comida por si la cosa llega a más y hay que racionarla.
—Podría ser —repliqué nada convencido en realidad—. O podrían estar transformando ese sitio en un almacén de armas, y esas cosas le interesan a mi gobierno. Sea lo que sea, cualquier movimiento militar de tu gente es como poco sospechoso.
—No los llames “mi gente” —respondió en tono sombrío—. Esos no son mi gente… ya no.
—Está bien, perdona. —me disculpé siguiéndole el juego.
Tenía que reconocer que para ser un agente doble, y estar en realidad de parte de los chinos, Wang mentía bastante bien. Durante dos años nos había estado dando información que su gobierno podía permitirse que conociéramos, utilizando la misma como cortina de humo para ocultar lo que no quería que saliera a la luz. Esa noche iba a descubrir si lo que ocurría dentro de ese silo de grano pertenecía a una categoría o a la otra… y a juzgar por su actitud negativa hacia que lo investigase, tenía toda la pinta de tratarse de la segunda.
Albergaba la esperanza de que fuera algo lo bastante jugoso como para ganarme una palmadita en la espalda en Washington. Uno no puede pasarse toda la vida en territorio enemigo, y habiendo nacido Julie en verano, un trabajo de despacho no me vendría mal; sólo había visto a mi hija recién nacida dos veces, y comenzaba a echar de menos a mi familia.
—¿Hasta cuándo pretendes que nos quedemos? —insistió Wang volviendo a su chop suey—. Ya está oscuro, y empieza a hacer mucho frío. No querrás pasar aquí toda la noche, ¿verdad?
Algo tenía que estar a punto de pasar si tanto interés tenía en que nos fuéramos, y necesitaba saber qué era, pero no quería que sospechara de mí porque no podía romper la baraja y acabar con el juego sin saber lo que estaba ocurriendo en realidad… Wang podía sernos muy útil todavía, y desperdiciarle por algo irrisorio habría sido un despilfarro.
—Supongo que tienes razón —dije con un suspiro echando otro vistazo a través de los prismáticos—. No parece que estemos consiguiendo nada.
—¡Claro que no! —exclamó aliviado—. Mira, volvemos al piso franco, descansamos un poco, comemos algo decente y mañana interrogaré a todos mis contactos de nuevo para averiguar qué están haciendo ahí exactamente.
Fue entonces cuando lo vi. Para el ojo inexperto podría haber parecido tan sólo un camión con una gran cámara frigorífica, pero yo sabía qué detalles lo delataban como un camión que transportaba material radioactivo… suma “ejército chino” a “material radioactivo” y tendrás algo que vale la pena investigar, e incluso por lo que sacrificar a un espía.
—De acuerdo, veremos qué nos cuentan tus contactos. Deja que envíe un mensaje a los chicos de que vamos para allá y nos marchamos —dije sacando el teléfono móvil del bolsillo del pantalón y comenzando a escribir el mensaje; al mismo tiempo, con la otra mano agarré con disimulo la pistola y la escondí entre los dobleces del abrigo… Wang parecía tan satisfecho de haberme hecho entrar en razón que no sospechó nada.
—Dile que nos tengan preparado algo caliente, que aquí hace un frío de cojones. —exclamó con una sonrisa.
—Les diré que nos traigan a un par de chicas del club de abajo. —le contesté mientras seguía escribiendo.
“Pollo a la pekinesa bien caliente como entrante, el chop suey va a sobrar.”
Mi enlace entendió a la perfección el lenguaje en clave que estaba utilizando, porque no tardó más que un par de segundos en responder.
“No pidas chop suey entonces”
—¿Qué dicen? ¿Nos vamos? —preguntó Wang al escuchar el tono que indicaba que había recibido un nuevo mensaje… y esas fueron sus últimas palabras.
Agujereando el abrigo en el proceso, disparé contra él dos balas que acabaron con su vida instantáneamente. El silenciador se encargó de que nadie más pudiera darse cuenta de lo que ocurría en el interior del coche.
—Lo siento, amigo, mala suerte. —le dije al cadáver de Wang antes de registrarlo en busca de su arma y guardarla con la mía.
Me quité el agujereado abrigo y salí al exterior. Hacía un frío que pelaba, pero eso era lo que menos me preocupaba en ese momento, porque colarme dentro de lo que ya tenía clarísimo era una instalación militar china iba a ser complicado. Confiaba en poder contar con el factor sorpresa y con que ellos pensaran que Wang me mantendría alejado de allí.
Con mi pistola silenciada, el móvil y un juego de ganzúas eléctricas que guardaba en el maletero caminé con sigilo los escasos doscientos metros que separaban la carretera principal de aquel falso silo de grano. Aunque era de noche, y por tanto no era sencillo verme a simple vista, utilicé todas las sombras de árboles y arbustos que pude para mantenerme discretamente fuera de cualquier campo de visión; podían tener francotiradores escondidos, y no me apetecía acabar la noche con una bala entre las cejas.
Estando ya cerca del lugar, me sorprendió un poco comprobar que no había perros guardianes vigilando el perímetro. Desde luego era un alivio, un perro vigilando podría haberme causado muchos problemas, pero también era sumamente extraño. Supuse que, con las prisas, no habían tenido tiempo de instalar una medida de seguridad tan básica… después de todo, ese lugar había pasado de silo de grano a lo que sea que estuvieran haciendo ahí dentro con material radioactivo en tan sólo un par de días.
Como no tenía ningún impedimento, llegué hasta la valla metálica que separaba el exterior del interior del recinto sin que nadie me descubriera. Comprobé con gran asombro que ésta no estaba electrificada, y ni siquiera había soldados patrullando a su alrededor. Los motivos de lo primero estaban bien claro, probablemente la valla hubiera pertenecido al silo, no la habían puesto los militares, y por tanto no tenía ninguna protección especial; los motivos de lo segundo estaban menos claros para mí, pero me imaginé que la entrada que vigilaban los dos militares era la única que había, y como habían reforzado las paredes de la construcción con planchas de acero, aquel lugar era impenetrable para una incursión furtiva desde cualquier otro lugar.
Aunque podría haber neutralizado con facilidad a los dos soldados, acabar con los únicos vigilantes habría puesto sobre aviso a quien pudiera estar en el interior, y no tenía claro que penetrar en esa instalación fuera a ser tan sencillo como me había resultado acercarme a ella. Sólo el lejano sonido del motor de un vehículo acercándose me dio una idea de cómo colarme sin ser descubierto.
Escoltado por cuatro jeeps del ejército, dos delante y dos detrás, otro camión se acercaba por la carretera en dirección al silo, y gracias a que nos encontrábamos en una zona lejos de la ciudad, donde no había la menor iluminación ni el más mínimo ruido que interfiriera, pude ver llegar al convoy desde cierta distancia. En un minuto pasarían junto a un pequeño grupo de árboles, que también eran mi mejor oportunidad para saltar sobre él, o para intentar meterme debajo y entrar agarrado al eje sin que los ocupantes de los jeeps me vieran. Hacerlo en cualquier otro momento y en campo descubierto sería sencillamente imposible.
Resoplando por saber lo que me esperaba, me acerqué agazapado hacia el grupo de árboles. No tenía tiempo de trepar a uno de ellos y utilizarlo para saltar sobre el camión, como habría sido mi primera elección, de modo que tendría que ser rápido como un rayo y colarme bajo él sin que me aplastara ninguna de sus ruedas y confiar luego en poder sujetarme con algo, porque de lo contrario me atropellaría el jeep que les seguía… si eso sucedía, lo mejor que podría pasarme es que me matara; lo que me harían los chinos si me cogían vivo sería mucho peor.
El jeep que abría la marcha pasó de largo sin que sus ocupantes se dieran cuenta de que yo me encontraba agazapado entre los arbustos junto a la carretera. Cuatro hombres iban en su interior armados con fusiles de asalto, y por si eso fuera poco, el jeep tenía instalada una pequeña metralleta. Me humedecí los labios al pensar que, si era descubierto, tendría a doce hombres con armas automáticas y cuatro metralletas intentando matarme… la cosa prometía ser divertida.
Cuando el segundo jeep pasó también frente a mí me puse en guardia. Si no era lo bastante rápido, los de atrás me verían, así que, en cuanto la cabina del enorme vehículo estuvo a mi altura, me lancé y rodé hasta quedar bajo él. Por un pelo el segundo par de ruedas no me pasa por encima, y una vez allí tuve la suerte de poder agarrarme al eje del tercero. Tendría que hacer el resto del viaje siendo arrastrado, pero sólo eran unos metros y no íbamos muy rápido, podría soportarlo.
Como el convoy no se detuvo, supuse que nadie se había dado cuenta de mi pequeña estratagema, y únicamente redujo la marcha cuando tuvieron que bajar a abrir la alambrada. Menos de un minuto más tarde ya estábamos frente a las puertas del silo.
Vi los pies de los dos soldados cuando el camión entró al interior de aquel lugar conmigo enganchado a uno de sus ejes en precario equilibrio. Los brazos empezaban a dolerme por el esfuerzo de estar allí colgado, pero merecía la pena el sufrimiento cuando había llegado dentro. Si hubiera sido un súper agente secreto de los del cine habría tenido convenientemente algún gadget rocambolesco con el cuál mantenerme sujeto, pero me pareció que habiendo rodado debajo de un camión sin que me atropellara había cumplido con la dosis de acción que toda misión que se precie necesita.
El camión se detuvo por fin después de atravesar la puerta del silo, y en cuanto el conductor pisó el pedal del freno me dejé caer al suelo agotado. Al mismo tiempo, a mi alrededor todo se llenó de soldados corriendo de un lado a otro, cosa que no me gustó nada porque el siguiente paso era salir de debajo del camión y buscar otro lugar donde esconderme, al menos hasta que supiera qué había allí dentro, y con tanto soldado dando vueltas podía ser complicado.
—¿Cuántos esta vez? —Los soldados que bajaban de los jeeps y los que salían a recibirles fueron a encontrarse justo a mi lado, dificultando todavía más la salida pero quizá haciéndome partícipe de alguna conversación interesante.
—Cien más, todos de Laishui. —contestó uno de los del convoy a la pregunta de su compañero.
—Laishui… eso está sólo a cien kilómetros de aquí. —reflexionó en voz alta el primero.
Desde mi posición sólo podía ver botas y pantalones militares moverse de un lado a otro; para verles las caras tendría que haberme asomado fuera, y si lo hacía, corría el riesgo de que me atraparan… de hecho, y contaba con ello, estaba seguro de que el único motivo por el que no me habían logrado coger todavía era por la juventud de la instalación. Por mucho personal que destinaran, levantar un complejo lo bastante seguro no se podía hacer el dos días.
Aquello era una buena señal después de todo, algo importante debían traerse entre manos si tenían tanta prisa como para mover material radioactivo sin las pertinentes medidas de seguridad.
—Lo sé, y creo que las cosas se van a poner aún peor… —decía el segundo soldado, pero se interrumpió cuando un nuevo grupo de militares llegó.
—¡General! —Los dos soldado se cuadraron mientras un nuevo par de botas, seguido de por lo menos una docena más, se acercaba—. Cien unidades de Laishui.
—Laishui, eso está a poco menos de cien kilómetros de este lugar… —exclamó el general repitiendo sin saberlo las palabras del soldado.
Cerré los ojos y contuve un gesto de fastidio al escuchar la voz de aquel hombre; no me había costado nada reconocerla… de entre más de mil millones de chinos, tenía que encontrarme justamente en una instalación dirigida por el general Xiang.
El cabrón de Wang se lo tenía muy callado, al final resultó que se merecía las balas que le metí en el cuerpo.
—No perdáis tiempo, llevadlos al fondo y echadlos con los demás. —ordenó el general.
Sin perder un segundo, los dos soldados volvieron a los vehículos y, al mismo tiempo, Xiang y sus hombres se dieron la vuelta y regresaron por donde mismo habían venido. Viendo que sería mi única oportunidad de salir de allí, me arrastré fuera de los bajos del camión y me puse en pie. Sólo entonces pude ver bien dónde me había metido.
Si ese lugar había sido un silo alguna vez era imposible saberlo. Todo había sido reforzado con paredes de acero, creando una enorme sala metálica y rectangular de por lo menos quinientos metros cuadrados de superficie y diez metros de altura. Se podía salir de allí por tres puertas: la primera de ellas era la que había utilizado para entrar; la segunda, una pequeña puerta lateral por donde estaba yéndose el general; y la tercera, una que se encontraba justo frente a la primera y era casi tan grande como ella.
 En ese preciso instante todos allí me estaban dando la espalda; los hombres del general se dirigían hacia la puerta pequeña, y los soldados volvían a sus vehículos… era ese momento o nunca, de modo que, empleando el sigilo que uno se ve obligado a aprender cuando se dedica a mi profesión, corrí en silencio en dirección a unos bidones almacenados junto a la primera puerta. Escondido tras ellos, esperé a que todos se hubieran marchado antes de seguir adelante.
Aunque sin duda el punto caliente de aquel lugar sería el destino del camión, me imaginé que podía enterarme mejor de las actividades de la improvisada instalación si seguía al general, y por eso, tras asegurarme de que no quedaba ningún militar a la vista salí de mi escondite y me deslicé hacia la puerta por la que él se había marchado un momento antes. Esa entrada al interior estaba hecha de acero también, y lamentablemente disponía de un lector de seguridad que no me permitiría atravesarla si no tenía la tarjeta adecuada. Maldije por lo bajo al no disponer de un equipo suficiente para forzar un cierre así.
Ya me encontraba pensando en otra forma de colarme cuando la puerta se abrió sin que yo tuviera que hacer nada. Me eché a un lado justo cuando un par de soldados salieron por ella, probablemente para patrullar el perímetro. Antes de que se dieran cuenta de qué había pasado, los dos estaban muertos en el suelo debido a sendos disparos en el pecho originados en mi pistola, y sin perder un instante, arrastré los cuerpos hasta colocarlos detrás de los bidones y los registré. Tal y como había esperado, ambos llevaban al cuello la tarjeta que estaba buscando, y sin ninguna ceremonia, le arranqué a uno de ellos la suya y la utilicé para volver a abrir la puerta.
Al otro lado me topé con un pequeño pasillo de paredes de metal que tan sólo disponía de cuatro puertas, todas en el lado izquierdo. Ninguna de ellas parecía requerir la tarjeta que acababa de robarle al soldado muerto, por lo que pensé que, o bien había algo que no entendía, o bien aquella era la instalación militar más chapucera de todos los tiempos.
Me dirigí a la primera puerta del pasillo pistola en mano y la abrí con tan sólo accionar una manivela. Únicamente abrí lo suficiente para tener una rendija por la que pudiera ver lo que había al otro lado; no quería llamar la atención de nadie que pudiera haber dentro si podía evitarlo, pero ese lugar resultó estar vacío.
Siempre alerta, abrí del todo la puerta y entré en lo que no podía ser otra cosa que un laboratorio. Las mesas llenas de tubos de ensayo, matraces y probetas no llamaron mucho mi atención, lo que más me hizo recelar fue que allí tampoco encontré ninguna de las medidas de seguridad necesarias para trabajar con material radioactivo. Casi parecía más el laboratorio de un instituto público que el de un complejo militar.
El repentino sonido de la puerta abriéndose me obligó a ponerme en guardia. Tuve que esconderme junto a un fichero cuando tres hombres vestidos con batas blancas entraron en la sala, y sin prestar atención a más nada, se dirigieron a una de las mesas para comenzar a revolver entre los papeles que se encontraban sobre ella. Mientras ellos buscaban lo que hubieran ido a buscar, yo me mantuve quieto y en silencio esperando a que terminaran y se marcharan lo antes posible; no quería tener que matarlos también si me descubrían fisgando por allí, los dos cadáveres que había dejado más atrás ya habían limitado el tiempo del que disponía antes de que saltaran las alarmas, y más cadáveres sólo reducirían ese tiempo.
—¡Aquí está! —exclamó uno de ellos agarrando un papel con las dos manos—. Paciente ciento cincuenta y cinco, electrocardiograma desde el coma hasta el despertar.
—Vamos a llevárselo antes de que se enfade —propuso otro dirigiéndose de vuelta hacia la puerta—. Supongo que tendremos que hacerle más pruebas. Espero que acaben de equipar todo esto como es debido, en la facultad trabajábamos con mejor instrumental que aquí.
—Ese tipo me da escalofríos —replicó el tercero echando un vistazo al papel—. ¿Habéis visto cómo está ya? Es como si se estuviera pudriendo. Repugnante…
Dando un portazo, los tres se marcharon y me dejaron solo de nuevo en aquel laboratorio. Cada vez me resultaba más raro todo aquello, hablaban de electrocardiogramas, de comas, y las medidas de seguridad eran ridículas… en ese lugar no podían estar trabajando con material radioactivo, casi parecía más un laboratorio médico.
“No” me dije cuando, por un momento, temí haber cometido un terrible error, “la actitud de Wang, el general Xiang… aquí se está cociendo algo gordo.”
Salí del laboratorio, y después de comprobar que el pasillo estaba limpio me dirigí a la siguiente puerta, que se encontraba herméticamente cerrada.
El interior de aquella habitación parecía el de una cámara frigorífica, pero estaba vacía. Hacía frio, por lo menos cinco grados menos que fuera, aunque no estuvieran guardando nada de nada allí dentro. Ya estaba a punto de marcharme cuando intuí más que vi una pequeña rendija en la pared metálica, y tras detenerme a investigarla, descubrí que se trataba de una pequeña puerta que disponía de una minúscula cerradura, muy fácil de pasar por alto si no sabías que se encontraba allí.
Saqué la ganzúa eléctrica y la puse a trabajar de inmediato. Aquella entrada oculta era mi mayor esperanza de descubrir algo realmente importante en ese falso silo de grano, porque hasta ese momento los resultados habían sido decepcionantes.
Cuando un “click” me indicó que la cerradura había cedido, abrí la puerta. Unas escaleras metálicas bajaban unos cuantos metros por un estrecho pasillo, y un ruido como de maquinaria trabajando se escuchaba retumbar de fondo. Bajé los escalones sin hacer sonido alguno después de que me pareciera haber escuchado algunas voces más adelante, y cuando llegué al lugar donde el pasillo dejaba de bajar y doblaba una esquina, me topé con lo que menos me podía esperar.
El pasillo terminaba en una especie de balcón, o más bien un palco, donde el general Xiang y varios de sus hombres contemplaban cómo varios metros más abajo, en un enorme recinto que alguna vez debió almacenar grano, cientos de cuerpos humanos se apelotonaban como si fueran terneras sacrificadas en un matadero. Sin embargo, lo más perturbador fue comprobar que, a diferencia de lo que me pareció en un primer y fugaz vistazo, aquellos cuerpos estaban vivos… eran personas.
Miré al general, que contemplaba absorto aquel espectáculo sin sentido. No sabía qué estaba ocurriendo allí, pero parecía algo mucho peor que lo del material radioactivo.
—Que echen a los nuevos con los demás. —ordenó Xiang a un subalterno, que de inmediato repitió la orden por radio.
Un segundo más tarde, una reja de gran tamaño se abrió varios metros por encima de la marabunta humana que daba tumbos en el fondo de aquel almacén. Aunque ya debí suponer donde estaban “los nuevos”, no pude evitar sorprenderme al ver el camión con el que me había colado liberar su espeluznante carga. Algunas de las personas que se encontraban allí encerrados se habían acercado a la reja al verla abrirse, y fue a ellos a quienes les llovieron encima sus nuevos compañeros prisioneros… los gemidos y lamentos de aquella gente eran realmente perturbadores.
—Con estos ya superamos los quinientos infectados, general. —informó uno de los hombres que acompañaba a Xiang.
“infectados” repetí para mis adentros. ¿Podía ser cierto? Se decía que el brote de Ébola de Angola ya había llegado a China, pero no me parecía posible que estuvieran haciendo algo así con los infectados… por no hablar de que la multitud que había allí no encajaba con las cifras oficiales. Según las últimas noticias, apenas habían reportado unos cincuenta casos en todo el país, y sólo en Laishui ya decían haber cogido a cien.
La puerta de la cámara frigorífica se abrió cuando yo todavía estaba ensimismado contemplando el horror que Xiang había creado, y cuatro hombres armados bajaron por las escaleras.
—¡Mierda! —susurré al verme acorralado y sin escapatoria; con el general y sus hombres al otro lado, lo único que podía hacer para evitar que me pillaran era lanzarme sobre los infectados, sin embargo, ya había escuchado en las noticias lo violentos que se ponían con los sanos y no estaba dispuesto a morir tan pronto… aún tenía que averiguar qué estaban haciendo allí con esa pobre gente.
No necesité que me apuntaran con los fusiles ni que me golpearan en la cabeza para que tirara las armas y me arrojara al suelo, pero aun así lo hicieron, y cuando me pusieron en pie de nuevo para que el general pudiera verme, no pudo evitar mostrar una sonrisa.
—Vaya, vaya… veo que nuestros caminos vuelven a cruzarse, señor Ford. —exclamó con satisfacción antes de hacerle un gesto a uno de sus hombres y que éste me dejara inconsciente de un golpe con la culata de su fusil

Cuando desperté, me sentía muy mareado. Tenía los brazos y las piernas atadas a una silla que, después de dar un tirón, comprobé que había sido anclada al suelo. Mientras intentaba pensar de qué forma podría soltarme esas ataduras, un extraño gruñido llamó mi atención. Al otro lado de la pequeña sala metálica, junto a la puerta, se encontraba el cadáver de Wang… o lo que debía haber sido el cadáver de Wang. De algún, modo ese cabrón había sobrevivido, y también lo habían atado a una silla como la mía. Parecía estar completamente fuera de sí, con la mirada perdida y agitándose para liberarse de sus cadenas; todavía tenía las manchas de sangre en el pecho a causa de los dos disparos, pero más que eso fue su extrema palidez lo que hizo que sintiera un escalofrío en la nuca.
Estaba infectado, no había ninguna duda. Le había disparado, pero había sobrevivido y de algún modo había sido infectado por aquel extraño brote de Ébola.
“Joder chop suei, ¿qué coño te ha pasado?” me pregunté.
—¿Wang? —le llamé—. ¿Puedes oírme?
—No puede oírle, señor Ford —El general Xiang entró por la única puerta que tenía aquella habitación, y lo hizo solo, sin ninguna escolta y tan sólo una pistola en la cadera como arma—. Lo encontramos así en su coche hace apenas unos minutos… lleva usted una hora inconsciente. ¿Así trata a sus amigos?
—Podría hacerle la misma pregunta, general —le respondí—. ¿Qué le habéis hecho? ¿Inocularle el virus después de encontrarle moribundo en el coche?
Xiang se permitió mostrar media sonrisa.
—Si prestara más atención a las noticias, sabría que el virus que está causando todo esto todavía no ha sido aislado… no, ni siquiera por nosotros —admitió—. Por lo visto, el señor Wang ya era uno de los múltiples infectados que ya abundan en nuestro país. No me pregunte cómo se infectó, ¡hay tantas cosas que todavía no sabemos! Por eso estamos construyendo este lugar.
—Ya lo he visto. ¿Cuántos tenéis allí, hacinados como cerdos? ¿Quinientos han dicho? Eso es como diez veces más de los casos que han salido a la luz, ¿no es cierto? —le interrogué, pero sólo para ganar tiempo; si quería salir de allí sólo necesitaba tiempo… ya no se trataba de mi gobierno, era un asunto de salud mundial, la OMS tenía que saber lo que estaba pasando en China.
—Vuestros organismos internacionales siempre quieren meterse donde nadie les llama —replicó él torciendo el gesto—. Usted es el vivo ejemplo de ello. No obstante, he de entonar el mea culpa en este asunto. Como habrá podido comprobar al colarse dentro, este recinto todavía no está listo del todo, las medidas de seguridad son escasas e ineficientes… pero el tiempo corre en nuestra contra, teníamos que comenzar nuestras actividades cuando antes.
—Bastante ineficiente —apuntillé yo—. ¿Ni siquiera perros guardianes? ¡Venga, general! Seguro que Wang le había dicho que yo rondaba por aquí, ¿no me merecía ni unos perros guardianes que me lo pusieran un poco difícil?
Wang seguía revolviéndose en su asiento, ajeno a la conversación que estábamos teniendo.
—Verá, resulta que a los perros les inquieta la presencia de los infectados —respondió Xiang sin perder la calma ni por un segundo—. Ni siquiera con tres paredes de acero separándoles son capaces de permanecer tranquilos… pero, ¿qué hacemos hablando de perros? Es un desperdicio del escaso tiempo del que ambos disponemos. Como comprenderá, no puedo dejar que esto salga a la luz, así que esta vez me temo que no habrá ni cárcel ni intercambio de prisioneros para usted, señor Ford.
No me sorprendió y tampoco esperaba otra cosa. No se puede tener la misma suerte dos veces seguidas...
—Tampoco se puede decir que disfrutara de la última visita a una de sus cárceles —contesté sin querer darle la menor importancia al asunto… ya casi le tenía—. ¿Tengo derecho a una última voluntad, o algo así?
El general dio una vuelta alrededor de mi silla sin dejar de observarme.
—¿Cree que voy a ejecutarle? No, eso sería demasiado bueno para un espía yanqui como usted; le reservo un destino mucho más especial. Su futuro está en una mesa de operaciones, siendo diseccionado por nuestros investigadores tras haber sido infectado… quién sabe, señor Ford, igual su sacrificio sirve para hallar una cura que salve miles de vidas.
—No está mal… cruel, creativo y con un fin aparentemente altruista. Muy propio de usted, general.
Xiang se acercó al asiento de Wang, que en cuanto le tuvo cerca intentó lanzarse contra él, pero las ataduras se lo impidieron. El oficial militar no dio la menor muestra de temor ante la reacción del espía infectado.
—He visto a algunos de éstos comerse a sus víctimas hasta no dejar más que los huesos. Espero de todo corazón que no se dé el caso, y que su cuerpo infectado sirva para la investigación científica como he dicho. —afirmó antes de dar unos pasos atrás, en dirección a la puerta, y apretar un botón en la pared.
Las ataduras que sujetaban a Wang se soltaron, y éste comenzó a ponerse en pie con torpeza. En cuanto pudo sostenerse sobre sus dos piernas, empezó a caminar hacia mí. El general Xiang sonrió sin saber que sería la última vez que lo haría… no tenía forma de saber que había estado utilizando la agradable charla de un momento antes para soltarme de mis ataduras, y que gracias a eso había conseguido robarle la pistola del cinturón sin que se diera cuenta.
El resto era pan comido.

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