domingo, 11 de noviembre de 2012

Crónicas zombi: Preludio 23/12/2012

23 de diciembre de 2012, 3 días después del primer brote, 23 días antes del Colapso Total.


Dr. Steward Stevenson


Me sequé el sudor de la frente mientras el equipo iba siendo descargado del avión. Con casi treinta grados de temperatura en el aeropuerto de Malanje, capital de la provincia también llamada Malanje, en el centro de Angola, nadie hubiera creído que aquella mañana me encontrara en mi casa de Londres con cero grados en el termómetro.
—¡Cuidado con eso! Es material delicado. —le advirtió la doctora Willem al muchacho que transportaba el equipo que la Organización Mundial de la Salud había puesto a nuestra disposición para trabajar en la zona cero de aquel extraño brote epidémico.
Dos personas se acercaron por la pista, una de ellas era una mujer joven, alta, de piel caoba y cabello rizado que llamó mi atención enseguida; el otro, un hombre que peinaba canas y, aunque su piel era blanca, lucía un aspecto muy bronceado. Por su uniforme, deduje que debía ser el general Chipenda, el hombre que tenía que recogernos.
—Doctor Stevenson, permítame darle la bienvenida a Malanje —se adelantó la mujer tendiéndome la mano—. Mi nombre es Daniela, y seré vuestra traductora mientras dure su estancia aquí.
—¡Oh! Mucho gusto —le dije dándole un apretón de manos. Pese a que parecía una mujer frágil, su agarrón fue bastante fuerte—. Me alegra tenerla en nuestro equipo, me temo que mi portugués está un poco oxidado.
—Le presento al general Joaquín Chipenda —El general se adelantó un paso y me tendió también la mano; sonreía, aunque no sabía por qué; si los informes que había leído durante el camino eran ciertos la situación no era ni mucho menos de risa—. En cuanto hayan descargado su equipaje les conducirá a la base militar, está tan sólo a una hora en jeep, llegaremos después del mediodía.
—¿Una hora en jeep? —inquirí extrañado tras saludar también al general—. Según tenía entendido, la zona cero se encontraba cerca de la frontera con el Congo.
Daniela le tradujo a Chipenda la pregunta, y éste respondió con un montón de palabras en portugués que no fui capaz de entender. Por suerte, tenía una traductora.
—El general dice que la zona cero ha sido acordonada por el ejército, doctor —tradujo—. La base está instalada en un lugar seguro, lejos de los puntos de infección. Una vez se instalen allí, podrán visitar el lugar con escolta militar.
Me sorprendió bastante que tomaran tantas precauciones; si bien el informe ya reflejaba que habían hecho todo lo posible por evitar que la infección se extendiese con un éxito tan sólo moderado, que los militares tuvieran la zona acordonada y las visitas necesitaran escolta era algo excesivo.
—Muy bien —respondí dando mi conformidad. ¿Qué otra cosa podía hacer?—. ¿Tienen lo que les pedí?
—Los historiales clínicos se encuentran en el jeep —me indicó Daniela tras las correspondientes traducciones; un grupo de soldados llegó corriendo hasta nosotros y comenzó a cargar las cajas que traíamos desde Londres—. Los hombres del general se encargarán de llevar sus cosas. Si hacen el favor de acompañarnos, emprenderemos el camino enseguida.
—¡Cuidado con eso! —repitió la doctora Willem cuando el grupo de soldados empezó a cargar el material médico en sus vehículos.
Una hora más tarde nos encontrábamos tan sólo a unos minutos de llegar a la base militar. En el mismo jeep que yo viajaban también la doctora Willem, Daniela, el general Chipenda y dos soldados, uno de los cuales era quien conducía. Mientras observaba los historiales médicos de los últimos infectados que les había pedido que recopilaran, no pude evitar fijarme en los fusiles de asalto que portaban ambos soldados… más que al epicentro de una infección parecía que nos dirigieran a un campo de batalla.
—¿Qué opina, doctora? —le pregunté a mi compañera tras examinar como veinte de los casos. Que nos presentaron
—No sabría decirle… desde luego, encaja con una fiebre hemorrágica viral. Tal vez Dengue, o puede que incluso Ébola, dado su índice de mortalidad. —Echó un vistazo superficial por las hojas donde los historiales médicos estaban recogidos—. De hecho, creo que no he leído un solo caso de alguien que se haya recuperado.
No los había, lo había comprobado durante el vuelo… fuera lo que fuera aquello, no dejaba supervivientes a su paso.
—La rabia también encaja bastante bien —admitió, no obstante—. Pero es demasiado rápida, los infectados pasaron a la fase de coma antes del tercer día en todos los casos, y la fase neurológica parece suceder al despertar del coma en lugar de hacerlo antes. Es muy raro…
—Por no hablar de que el Ébola no produce estos brotes —añadí yo—. Sin embargo, los ataques reportados de infectados a gente sana encajan con los efectos de la rabia.
—Cuando haga las autopsias podré saber más. —declaró la doctora limpiándose las gafas con un pañuelo.
La llegada a la base militar no fue tal y como me la esperaba, ni mucho menos. Nada más aproximarnos, lo primero en que me fijé fue la valla metálica que habían levantado alrededor de todo el perímetro, como si así fueran a mantener el virus, o lo que fuera, lejos de allí. No obstante, de inmediato mi atención se distrajo cuando comencé a ver soldados corriendo de un lado a otro del recinto, alterados por algo que estaba sucediendo.
El general Chipenda parecía tan confundido como yo al darse cuenta del alboroto que se había organizado en su base, y la doctora Willem dio un bote en su asiento y me agarró de la muñeca cuando se escuchó un disparo a lo lejos.
—¿Qué está pasando ahí? —le pregunté al general, pero ni él ni Daniela me estaban prestando atención.
En cuanto dos soldados nos abrieron la valla para permitirnos el paso y nos encontramos dentro, Chipenda casi saltó en marcha del vehículo, seguido de los soldados que nos acompañaban, y comenzó a dar gritos en portugués a todo con el que se encontraba. Al mismo tiempo comenzó un tiroteo, y se escuchó tan cercano que tuve que agacharme en el asiento por miedo a que pudiera alcanzarme una bala perdida.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? —preguntó nerviosa la doctora.
Daniela, la única que quedaba con nosotros, parecía tan asustada como ella, y no respondió la pregunta, seguramente porque no conocía la respuesta.
Conforme el general se fue moviendo de un lado para otro dando gritos y órdenes a diestro y siniestro, la situación se fue relajando, y tras varios minutos encerrados en el coche, el tiroteo se detuvo por fin. Fue el propio Chipenda quien volvió para recogernos.
—El general quiere disculparse por el altercado —nos tradujo Daniela algo más relajada mientras los soldados nos escoltaban al interior de una de las tiendas de campaña del campamento—. Al parecer, ha habido problemas con un grupo de infectados que se han acercado hasta aquí.
—¿Cómo? —repliqué confundido.
¿Infectados acercándose? ¿Qué quería decir eso? ¿Tenían enfermos dando vueltas por ahí en lugar de estar recibiendo atención médica? Aún algo alterado por los disparos no me atreví a preguntar por aquello, pero la doctora Willem sí que tuvo el coraje para hacerlo.
—¿Les estaban disparando a los infectados? ¡Eso es una salvajada, general! —le recriminó indignada.
Daniela no tardó en traducírselo, pero el corpulento militar tan sólo hizo una mueca de desprecio con la boca y siguió caminando delante de nosotros, sin girarse siquiera a dirigirnos la mirada.
—No me gusta nada esto —me susurró la doctora mientras seguíamos a la escolta militar, que nos acabó introduciendo dentro del pabellón médico—. ¡Están disparando contra gente enferma! ¡Están…! ¡Oh!
Interrumpió sus protestas cuando vio que el interior de aquel pabellón, que lejos de ser el puesto médico avanzado que esperaba, parecía más un hospital de campaña en mitad de una batalla. Al menos veinte personas se amontonaban allí dentro, atendidas tan sólo por cuatro médicos, y todas lucían algún tipo de herida, desde profundos cortes que todavía sangraban hasta algo parecido a mordiscos de animal.
El general comenzó a hablar en portugués de nuevo con uno de los oficiales, y mientras lo hacía, no pude evitar fijarme en los rostros de aquellas personas heridas; el miedo en sus caras casi daba validez a mi teoría de que venían de una guerra.
—¿Qué ocurre? ¿Quién es toda esta gente? —le pregunté a Daniela, que parecía tan consternada como la doctora y como yo.
—Dicen… dicen que son todo lo que queda del poblado donde se detectó el primer caso —respondió ella con la voz tomada—. Dicen que tuvieron que huir de allí cuando los infectados comenzaron a atacarles, y que ha habido muchos asesinatos, e incluso casos de canibalismo.
—Madre de Dios… —susurró la doctora Willem a mi lado.
El comportamiento agresivo de los infectados era un tema más preocupante de lo que creía, visto lo visto. Había leído que los pacientes atacaban a sus médicos o al personal sanitario que les rodeara, como era esperable dentro de un brote psicótico, pero herir y matar hasta el punto de que los sanos tuvieran que abandonar el poblado era otra cosa.
Cuando acabó de discutir con el oficial médico, el general se volvió hacia nosotros y nos escupió unas cuantas palabras en portugués.
—El general dice que pueden instalarse en este mismo pabellón, y les desea suerte a la hora de averiguar qué enfermedad está causando todo esto. —nos tradujo Daniela.
Apenas hubo terminado la frase, Chipenda salió al trote del pabellón seguido por casi todos los soldados que nos habían escoltado.
—Espere… ¿a dónde va? —le pregunté a nuestra traductora.
—Creo que ha dicho algo de ir con un grupo a averiguar qué ha ocurrido en el poblado, doctor. —me respondió.
—¿Va a ir al poblado? ¡Corra! ¡Dígale que espere! Yo les acompañaré; si van a ir a la zona cero, quiero estar presente. —exclamé casi sin pensarlo… había ido hasta allí a hacer mi trabajo, y para ello era necesario inspeccionar aquel lugar.
—¿Qué? ¿Se ha vuelto loco? —replicó la doctora Willem agarrándome del brazo antes de que pudiera salir corriendo detrás del general—. ¿Es que no ha visto lo que ha ocurrido aquí? ¡Ese lugar puede ser peligroso! Además, esta gente necesita ayuda.
—No hemos venido hasta aquí para curar heridas, sino para averiguar qué enfermedad está provocando todo esto doctora, tengo que ir allí. —afirmé con convicción.
Lo cierto era que los infectados me asustaban un poco, más si eran tan violentos como parecía y estaban fuera de control, pero supuse que con escolta militar no habría ningún peligro de sufrir un ataque. No podía esperar a que los militares fueran delante y los contuvieran, cuanto antes inspeccionara las posibles fuentes de la enfermedad, antes encontraría una solución, y menos vidas humanas se perderían.
—Entonces iré con usted. Somos un equipo. —propuso la doctora.
—¡No! Usted quédese aquí y realice las autopsias que necesitamos —Yo era el epidemiólogo, yo tenía que visitar aquel lugar, ella tan sólo era patóloga, no necesitaba estar al pie del cañón—. Encárguese de que instalen el equipo y de que atiendan a toda esta gente… si han sido atacados por infectados, podrían haber sido infectados también.
—Está bien, como usted diga… pero que conste que esto no me gusta nada —protestó—. La situación no es ni mucho menos la que me esperaba.
—Ya lo sé. —murmuré, aunque dudaba que hubiera llegado a escucharme, porque yo ya corría detrás del general para unirme al grupo que iba a visitar la zona cero.

Casi dos horas después, y en contra de lo que me aconsejaba el instinto, me encontraba de nuevo dentro de un jeep, rodeado de militares cubiertos con mascarillas y armados con fusiles de asalto, y acompañado de otros dos jeeps también llenos de soldados en dirección al poblado tomado por los infectados. La doctora Willem se había quedado con Daniela en la base, a punto de comenzar con las autopsias tal y como le había dicho, y en el vehículo llevábamos una radio para estar comunicados, por si alguno de los dos descubría algo importante para el otro.
—¿Queda muy lejos? —le pregunté al general, que viajaba a mi lado, antes de acordarme de que él no hablaba inglés.
La respuesta tampoco fue necesaria, el poblado fue apareciendo paulatinamente delante de mis ojos conforme nos fuimos acercando a él por el camino de tierra sobre el que transitábamos. Desde lejos ya se podían distinguir las improvisadas cabañas de barro que formaban aquel asentamiento que estaba dando tanto que hablar.
Lo primero que llamó mi atención fue la silueta de un hombre que se tambaleaba como atontado en el borde de la carretera. Supuse que se trataba de un infectado en la fase post-comatosa cuando, sin ninguna precaución, se metió en mitad del camino y estuvo a punto de ser atropellado por el primer jeep del convoy. En cuanto éste se detuvo, obligándonos a detenernos a los demás también, el hombre se abalanzó contra el vehículo y comenzó a golpearlo con los puños gruñendo como un animal rabioso.
—Dios santo… —murmuré cuando varios soldados se bajaron del jeep, armas en mano—. ¡Esperad, no! ¡No disparéis!
Yo también bajé del vehículo y corrí hacia ellos. El infectado intentó atacar a uno de los soldados, que lo detuvo interponiendo su fusil y logró derribarlo en el suelo. Ya estaba apuntándole con el arma cuando llegué a su altura.
—¡No! —exclamé agarrando el arma y evitando que disparara.
Me arrodillé al lado de aquel hombre mientras sacaba de mi bolsa el equipo médico. Lo primero que hice fue ponerme una mascarilla para evitar posibles contagios, pero en ese breve intervalo, el infectado tuvo tiempo de revolverse en el suelo e intentar morderme. Tuve que retroceder para evitarlo, y acabé cayéndome de culo al suelo.
Ya creía que se me iba a echar encima cuando el general, que había venido corriendo tras de mí, dio un par de gritos e hizo que tres soldados se lanzaran a inmovilizar al infectado. Uno le sujetó las piernas mientras que otro lo hizo por los brazos, y el tercero le agarró la cabeza, que todavía se debatía intentando morder a todo lo que le pasara por delante. Ese comportamiento tan agresivo era sorprendente, sobre todo viniendo de alguien que, si todos los casos estudiados eran ciertos, acababa de salir de un coma tan profundo que en no pocas ocasiones había sido confundido con la muerte.
—Sujetadlo bien. —indiqué a los soldados, aunque no me entendieran, mientras me colocaba unos guantes de látex y volvía a arrodillarme al lado del hombre para examinarle más a fondo.
Una profunda herida medio coagulada que el enfermo tenía en el brazo derecho fue lo primero que me llamó la atención. Se le había infectado, e incluso parecía estar gangrenándose, lo que sin duda suponía que tendríamos que amputarle todo el brazo, si es que no era ya demasiado tarde… no entendía por qué nadie se había molestado en curar esa herida en condiciones.
—Está confuso y alterado —iba diciendo en voz alta aunque nadie pudiera comprenderme—. Debe encontrarse en mitad de un brote psicótico muy agresivo.
Saqué un termómetro digital de mi bolsa e intenté tomarle la temperatura, pero al verme sobre él, el brote debió empeorar, porque comenzó a gruñir y gemir como una auténtica bestia salvaje.
—Voy a tener que sedarlo, agarradlo bien. —comuniqué a los soldados.
El sedante no sirvió de nada, le metí diazepam como para dormir a un caballo, pero siguió revolviéndose como si le hubiera inyectado inocuo salino, lo cual era médicamente imposible.
Como no tenía forma de investigar más a fondo esa resistencia al sedante, no me quedó otro remedio que indicar por gestos a los soldados que le sujetaban que lo hicieran con más fuerza para poder tomarle la temperatura… y cuando vi la cifra que indicaba el termómetro no me lo podía creer: veintiséis grados, su cuerpo estaba prácticamente a temperatura ambiente.
—Es imposible —murmuré completamente estupefacto—. Es como si estuviera…
Alguien dio un grito de alarma justo en ese momento; desde el poblado se nos acercaba otro grupo de personas tambaleantes y aturdidas. Dos de los soldados que sujetaban al infectado lo soltaron y se pusieron en pie con las armas en la mano, el tercero se limitó a dispararle en el pecho con la suya.
—¡No! —grité al ver como la sangre de aquel pobre desgraciado salpicaba por todas partes… pero no tuve tiempo para lamentarme porque de inmediato el general Chipenda comenzó a dar órdenes, y los soldados abrieron fuego contra el grupo de infectados que se nos acercaba.
No podía creer lo que estaba ocurriendo allí, delante de mis narices. El ejército estaba asesinado a sangre fría a un grupo de enfermos frente a un representante de la organización mundial de la salud. ¿Es que se habían vuelto locos?
Alguien me agarró de un brazo y me obligó a avanzar detrás de los militares, que fueron abriéndose paso hacia el interior del poblado, donde también había infectados tambaleándose confundidos entre las cabañas.
—No seguro aquí. —farfulló el general, que era quien me había agarrado, en un inglés bastante torpe.
Mientras iba siendo casi arrastrado hacia aquel lugar, dirigí la mirada hacia el lugar donde habían dejado el cuerpo del infectado al que había intentado tratar sin poder creer todavía lo que había ocurrido. Para mi estupefacción, el hombre no estaba muerto, sino que hacía esfuerzos por incorporarse de nuevo… de algún modo, había sobrevivido a un tiro en el pecho a quemarropa hecho con un fusil de asalto. Era increíble.
No pude fijarme demasiado en el resto de enfermos del poblado porque el general y sus hombres tenían mucho interés en que nos moviéramos lo más rápido posible, aunque ignoraba cuál era su objetivo. De lo que sí que me di cuenta fue que los infectados parecían limitar sus tendencias agresivas hacia nosotros; aunque muchos iban en pequeños grupos, no les vi atacarse entre ellos en ningún momento.
Tras dar un par de vueltas entre cabañas logré visualizar el lugar donde los militares se dirigían, que no era otro que la pequeña comisaría de la policía, o de cómo se llamaran los organismos encargados de mantener el orden en ese pequeño asentamiento porque resultaba ser el único edificio de piedra, con puertas de madera y ventanas de cristal de todo el poblado.
Por el camino, los soldados dispararon a los infectados que se interpusieron en nuestro paso sin ningún pudor, aunque me consoló pensar que al menos no disparaban a matar; la mayoría volvía a levantarse tras caer abatidos por las balas.
En cuanto todo el grupo estuvo dentro de la comisaría, cerraron las puertas para evitar que aquellos infectados entraran; un segundo más tarde, sin embargo, empezó a escucharse el ruido de unas manos aporreando la puerta, seguido de los gemidos y gruñidos que emitían los enfermos y que se filtraban a través de las ventanas. Dos soldados apuntalaron la puerta para evitar que pudieran abrirla, y yo me sentaba sobre una de las mesas de aquel lugar para recuperar el aliento e intentar calmar los nervios que se estaban apoderando de mí.
La situación era mucho peor de lo que creía cuando dije que era peor de lo que esperaba. Aquellos enfermos estaban fuera de sí, no parecía importarles las heridas que recibían, que les atacaras o que les ayudaras, y además en su estado eran incapaces de articular palabra. Sin duda, aquellos eran unos síntomas terribles que no encajaban con ninguna enfermedad que hubiera visto antes; al llegar, estaba casi seguro de que me iba a encontrar con un nuevo brote de Ébola, cómo les había dicho a mis superiores antes de viajar hacia Angola, pero aquello no tenía nombre.
—Doctor. —me llamó el general, que se asomaba a través de una de las cortinillas que cubría las ventanas de la parte trasera de la comisaría.
Me acerqué a él, y como su inglés se limitaba a algunas palabras sueltas, me señaló con el dedo hacia el exterior. La imagen que contemplé al asomarme me revolvió las tripas de tal manera que tuve que hacer un esfuerzo para contener las náuseas. Fuera, sobre el camino de tierra que separaba las cabañas, varios de esos infectados estaban devorando el cadáver de una mujer sobre el suelo. Con sus propias manos arrancaban pedazos de carne que luego devoraban cruda con avidez… era un espectáculo tan desagradable como horripilante.
“Caníbales” pensé. En los informes se hablaba de episodios de canibalismo, pero no les había dado mucha importancia porque los brotes psicóticos llevan en ocasiones a comportamientos extremos. Sin embargo allí, delante de mis narices, cuatro infectados estaban devorando a otra persona como si eso fuera lo más normal del mundo.
—Tenemos… tenemos que salir de aquí —dije con voz chillona por culpa del pánico—. Esta gente es peligrosa, ¿me entiende? ¡Tenemos que salir de aquí!
¡Que les dieran a los enfermos! ¡Que le dieran al origen de la infección y a la zona cero! Yo sólo quería salir de allí cuanto antes. De repente sentía que mi vida estaba en peligro; si un infectado me atrapaba, podía acabar como la pobre mujer de fuera… ya había intentado morderme el primer hombre con el que nos encontramos al llegar al poblado.
El general no me entendió, pero sí que debió comprender la situación, porque se dirigió hacia sus hombres, que en total eran unos quince soldados, y comenzó a darles órdenes. Aguardé en silencio mientras él hablaba hasta que uno de ellos se aproximó a mí.
—Yo hablar inglés un poquito —dijo con torpeza—. General quiere saber qué ocurre enfermos.
Aunque su inglés fuera terrible, agradecí tener a alguien con quien más o menos pudiera comunicarme, si bien en esos momentos lamentaba haber dejado a Daniela con la doctora.
—No lo sé. —le respondí negando con la cabeza.
No tuvo que traducir eso, el general captó el significado de mis palabras sin ninguna dificultad y farfulló una respuesta que el soldado se apresuró a traducir.
—General dice que misión terminada. Muy peligrosos son infectados y poblado está perdido. Nosotros volvemos base.
Respiré aliviado al escuchar aquello; no tenía ningún interés en permanecer allí más tiempo, ya llegaría el momento de recoger muestras cuando toda esa gente estuviera controlada tras una intervención militar de mayor envergadura, y seguro que las autopsias de la doctora Willem nos decían mucho más sobre la infección que inspeccionar a uno de ellos mientras se encontraba en ese estado tan excitado. Por supuesto, intentar recoger muestras del entorno estaba descartado; moverse por ahí fuera con libertad era imposible.
Me recordé que lo primero que tenía que hacer al volver a la base sería ordenar que pusieran en cuarentena vigilada a todos los infectados que habían llegado desde el poblado. Si terminaban acabando como los infectados que aún seguían allí podían ser un problema tanto para nosotros como para ellos mismos.
La mesa de madera que bloqueaba la puerta saltó por los aires de repente debido a los golpes de los infectados al otro lado, y sin perder un instante, los militares agarraron sus armas y se pusieron en guardia. Dos de ellos se adelantaron para comenzar a empujar hacia el lado contrario, y tras un grito del general, otros cuatro se aproximaron para ejercer aún más presión… pero allí fuera eran más los que empujaban, y la puerta se abrió hacia dentro dando un chasquido consiguiendo que los seis soldados cayeran al suelo y que los infectados lograran entrar.
Chipenda bramó una orden y sus hombres comenzaron a abrir fuego contra los recién llegados, yo, por mi parte, me lancé debajo de otra de las mesas para protegerme de las balas en el mismo momento en que comenzó el ensordecedor tiroteo de quince hombres acribillando a todo enfermo que lograra entrar. El propio general desenfundó su pistola y comenzó a dispararles también… aquella situación era una locura.
Estaba tan asustado que me daba igual que estuvieran matando a gente enferma, si de mi hubiera dependido, y hubiera tenido ese poder, habría pedido que bombardearan ese pueblo cuanto antes… podía parecer algo extremo, pero era lo que sentía en ese momento debido al miedo. Por suerte, esas cosas no dependían de mí; a veces solía dejar que los nervios me pudieran cuando las cosas se ponían feas, y eso no era un buen rasgo para alguien que deba tomar ese tipo de decisiones.
Desde debajo de la mesa pude ver que los infectados que se habían aglomerado fuera fácilmente sumaban el medio centenar; nuestra llegada al poblado entre tiros no había pasado desapercibida para nadie, y habían acudido en masa a recibirnos. Mi consternación fue mayor cuando vi que, entre ellos, había también niños, y que lucían unas terribles heridas, al igual que los adultos, cuya explicación sólo podía ser que otro infectado les hubiera mordido.
Sin embargo, había algo raro en todo eso. Por mucho que fueran medio centenar, tenían a quince hombres disparando contra ellos, debían haber caído todos con facilidad bajo el fuego de una quincena de fusiles de asalto… entonces, ¿por qué no había apenas cadáveres en el suelo? ¿Pudiera ser que, en ese estado alterado de consciencia, los infectados no fueran capaces de sentir el dolor de las balas?
Esas preguntas no tenían mucha importancia porque, cuando los soldados tuvieron que detener los disparos para recargar sus armas, varios infectados lograron atravesar el umbral de la puerta y adentrarse en la comisaría. La marea de enfermos se abalanzó contra los hombres más adelantados, y tras tirarlos contra el suelo, se lanzaban sobre ellos para morderles. Sin previo aviso, el ruido de los disparos se había visto sustituido por el de los gritos de dolor.
En mi escondite bajo la mesa me encontraba fuera de la vista de aquellos enajenados, pero eso no hacía que tuviera menos miedo… no estaba hecho para esas cosas; yo era un científico, un médico, podía enfrentarme con valor al riesgo de contraer una infección mortal, pero no podía plantarle cara a un grupo de locos caníbales que había comenzado a comerse vivos a los soldados que lograron atrapar.
El general vociferó algunas órdenes más. Sus bramidos, sin embargo, se transformaron en un agudo grito de dolor cuando un infectado se le lanzo encima. Pude ver con mis propios ojos cómo le arrancaba un trozo de carne del cuello y la sangre comenzaba a brotarle de la yugular con un potente chorro.
Estaba muerto, no había forma humana de cerrar una herida como esa con los medios de los que disponía ni aunque el pánico me hubiera permitido reaccionar. Por desgracia, no era el único; todavía quedaban más de treinta infectados en pie, mientras que los efectivos militares se reducían ya a cuatro... no podía creer que sólo hubieran sido capaces de acabar con menos de veinte atacantes, era una cifra ridícula teniendo en cuenta que disponían de armas automáticas.
Mientras yo seguía escondido bajo la mesa, los cuatro soldados, acongojados por la pérdida de su superior, optaron por huir atravesando las ventanas de la comisaría.
—¡Eh! ¡Esperad! —grité aterrado saliendo de mi escondite. No quería quedarme solo por nada del mundo, pero era tarde, los soldados se habían marchado, y aún peor, los infectados que no estaban comiéndose a ningún militar caído se fijaron en mí.
“Joder, joder, joder…” me dije corriendo hacia la ventana yo también, sin embargo, acabé resbalando y cayendo al suelo cuando pisé sin darme cuenta la sangre que el general había derramado. Los gemidos de los infectados parecían estar murmurando mi nombre conforme se aproximaban, y mientras, el cuerpo del general yacía con el estómago abierto mientras dos caníbales devoraban sus tripas. Por suerte para mí, me fijé a tiempo en que todavía sujetaba en la mano la pistola con la que les había estado disparando un momento antes.
Con un rápido movimiento, la arranqué del agarre del frío cadáver, me puse en pie y me lancé contra la ventana para escapar de aquel horror. Caí sobre los cristales rotos que los soldados que me precedieron habían dejado en el suelo al romper las ventanas, pero no creí haberme hecho ninguna herida de gravedad, aunque si varios cortes en las manos y los brazos.
—¡Esperad! ¡Esperad! —grité cuando localicé a los cuatro hombres subiendo a uno de los jeeps. O no me escucharon, o fingieron no hacerlo, porque ni se giraron a mirarme antes de poner el jeep en marcha y largarse de allí a toda pastilla.
Los tres infectados que devoraban el cadáver de la mujer se habían puesto en pie atraídos por los soldados… pero en ese momento era yo el que estaba allí, y hacia quien comenzaron a tambalearse. A uno de ellos le faltaba un brazo, como si se lo hubieran arrancado de cuajo, y el segundo había perdido buena parte de la piel de la cara, aunque sin duda era el tercero el más llamativo por tener el abdomen abierto y las tripas le colgando por el suelo.
“¿Cómo puede seguir vivo?” me pregunté aterrado. Intenté correr hacia uno de los otros jeeps que se habían quedado allí aparcados, pero una manada de enfermos apareció de repente cruzándose en mi camino y cortándome el paso.
—¡Mierda! —grité en voz alta al verme rodeado por aquellos dementes.
No sabía cuántas balas quedaban en la pistola, pero tres eran menos que el grupo de por lo menos diez que había aparecido de repente, de modo que comencé a correr en dirección al trío de caníbales.
El de las tripas colgando quiso echárseme encima cuando pasé a su lado, pero le disparé en el pecho justo a tiempo y lo aparté de mi lado de un codazo. Los demás no llegaron a estar lo suficientemente cerca como para crearme problemas… el único problema que me había creado era que me encontraba en pleno centro de aquel poblado plagado de infectados, con todos ellos persiguiéndome.
Sin mucho tiempo para pensarlo mejor, doblé en una esquina y me metí por una callejuela entre cabañas donde sólo había un infectado dando vueltas. Le disparé en el estómago antes de colarme por una de las ventanas de la choza más próxima y me escondí allí dentro confiando en poder engañarles y que me perdieran el rastro. Varios de ellos atravesaron la calle unos segundos después, pero ninguno había visto dónde me había escondido, ni siquiera el que recibió mi disparo, de modo que acabaron pasando de largo y perdiéndose en la distancia.
Respiré algo aliviado cuando el sonido de los gemidos y gruñidos se apagó y por fin tuve un momento para meditar sobre mi situación. Me encontraba encerrado en una diminuta cabaña de adobe, con una puerta hecha de cañas y ventanas que no eran más que agujeros en la pared, rodeado de infectados psicóticos y caníbales que ya habían matado o hecho huir a toda una unidad de militares, incluido el general Chipenda… y mi única arma era una pistola que apenas sabía utilizar. Desde luego, no era la más propicia de las situaciones, pero al menos seguía con vida para intentar salir de ella.
Decidí esperar allí hasta que llegara la noche, cuando los enfermos se hubieran relajado y pudiera escabullirme ayudado por la oscuridad hasta uno de los jeeps. También pensé en esperar a que los cuatro soldados supervivientes llegaran a la base y alguien decidiera enviar un pelotón mayor a poner orden en aquel poblado, pero no sabía cuánto podía tardar eso, y yo no tenía ni comida, ni agua, ni moral para quedarme esperando un rescate.
Acomodándome sobre una especie de cama de paja, me quité los guantes de látex y los tiré al suelo, eché un vistazo a la pistola que le había cogido al cadáver del general, que todavía estaba manchada con algunas gotas de sangre del militar, y durante el resto del día me limité a tomar fuerzas y a esperar que cayera la noche en silencio, para no llamar la atención indeseada de nadie.

Fueron las horas más angustiosas de mi vida. Escondido en aquella cabaña sin otra cosa que hacer o con qué distraerme, no podía evitar que mis pensamientos giraran únicamente alrededor de la horrible experiencia que estaba viviendo. La enfermedad, fuera cual fuera, había transformado a los infectados en enajenados caníbales sin ningún escrúpulo a la hora de atacar a los sanos y matarlos… en mis años de experiencia ni siquiera había oído hablar de algo parecido a lo que estaba ocurriendo. Estaba deseando volver para averiguar qué había descubierto la doctora Willem en las autopsias; aunque, siendo sincero, si deseaba volver era sobre todo para estar lejos del poblado y de sus enfermos habitantes. No tenía ninguna intención de acabar como los militares que me habían acompañado hasta allí.
Cuando la noche fue lo bastante oscura decidí que era el momento de salir de mi escondite, y con la pistola en una mano y mi bolsa de instrumental médico en la otra me puse en pie y me dirigí a la puerta de la cabaña. Di gracias porque ningún infectado me hubiera visto; esa puerta hecha con cañas no habría supuesto ninguna protección si decidía intentar atravesarla para cogerme.
Salí al exterior tras asegurarme de que no había infectados cerca, y sin perder un instante me deslicé en silencio entre las cabañas rumbo a los jeeps. Si no había pasado nada, debían seguir aparcados donde los dejamos unas horas antes; todavía quedaban dos de ellos, y yo sólo necesitaba uno para salir de allí.
Al pasar junto a la comisaría me encontré con que los infectados que se habían dado un banquete con la unidad del general Chipenda continuaban en los alrededores dando vueltas, cabizbajos y embobados. Después de la violencia que habían demostrado al atacarnos, parecían haber entrado en un estado casi letárgico, en el cuál se limitaban a tambalearse aturdidos de un lado a otro.
Como seguir ese camino era una locura, giré por otro lado y rodeé la comisaría para evitarlos, pero acabé topándome cara a cara con otro de ellos tras meterme entre dos cabañas. Aquel hombre enfermo llevaba puesto sobre la cabeza un casco, y cuando le vi la cara, descubrí que era uno de los militares que me había acompañado.
Por su estado, era imposible que siguiera vivo: había perdido medio brazo derecho, de la mano izquierda sólo le quedaba un muñón ensangrentado con un par de dedos, y le habían abierto en canal a mordiscos hasta tal punto de que caminaba con las tripas, o lo que quedaba de ellas, a la vista. La imagen era tan repulsiva que retrocedí unos pasos completamente aterrorizado; el pobre hombre estiró las manos y gimió antes de tambalearse detrás de mí, pero fui lo bastante rápido para esquivar sus mutilados miembros y seguir mi camino.
No volví a caminar en silencio e intentando no llamar la atención, estaba demasiado alterado para eso; lo que hice fue comenzar a correr a toda velocidad en dirección a los jeeps rezando por llegar a ellos de una vez. Por suerte, no me topé con más infectados, y cuando choqué contra el mismo vehículo con el que había llegado a ese poblado maldito casi lloro de la alegría por sentirme por fin a salvo.
Aunque la parte trasera del jeep era descubierta, la cabina del conductor estaba protegida por cristales, de modo que nadie podría entrar en ella si no era rompiéndolos. Sin perder un segundo, abrí la puerta y ocupé el asiento del conductor… pero entonces caí en la cuenta de que no tenía las llaves del vehículo. Con las prisas, debieron dejar el jeep abierto al bajar de él, sin embargo, se habían llevado consigo las llaves que lo ponían en marcha.
—¡No, no, no! —murmuré comenzando a desesperarme mientras intentaba pensar qué hacer; ir a registrar los cadáveres de los soldados era imposible cuando alrededor de ellos se encontraba la mayor concentración de infectados, y yo no tenía ni idea de cómo hacerle un puente a un coche para arrancarlo por la fuerza.
—¿Hola? —La repentina voz hizo que el corazón casi se me saliera por la boca… al principio pensé que había alguien más en el vehículo, pero enseguida caí en la cuenta de que estaban hablando a través de la radio—. ¿Hola? ¡Por Dios! ¿Me escucha alguien?
La voz era la de la doctora Willem, la podía reconocer sin ninguna duda, y no sólo porque fuera una de las únicas dos mujeres que hablaban inglés por allí. Sin dudarlo un instante, me lancé sobre la radio… después de todo lo que había pasado estaba encantado de oír una voz amiga.
—¿Doctora? No sabe cuánto me alegro de escucharla —dije agarrando el aparatito mientras, al mismo tiempo, vigilaba el exterior por si se aproximaba algún infectado—. Es mucho peor de lo que creíamos, tienen que enviar ayuda urgente, esta gente está realmente mal, sufren brotes psicóticos muy violentos, han matado a varios soldados y…
Me interrumpí cuando escuché un sollozo de la doctora. De fondo se oía algo parecido a disparos, aunque no podía estar seguro.
—¡Estamos atrapados, doctor Stevenson! —chilló fuera de sí—. Se… se levantó de la mesa de autopsias, los heridos comenzaron a morir, pero después se despertaron…
—¿Qué está diciendo? ¿Qué ocurre allí? ¿Doctora? —la llamé a través de la radio, pero no hacía más que balbucear incoherencias.
—Cogieron a Daniela, ¡se la están comiendo! ¡Oh, Dios mío! ¡Se la están comiendo ahí fuera! —sollozaba incontroladamente—. Van a entrar.
Entonces se escuchó un ruido como de un portazo y la doctora gritó, oí un gruñido y después el sonido de sollozos y pataleos.
—¡Doctora! ¿Está bien? ¿Qué está pasando ahí? —bramé por la radio—. ¿Doctora Willem? ¿Sarah? ¡Contesta Sarah!
Ni llamándola por su nombre de pila me hizo caso, y antes de poder saber qué estaba pasando, una mano ensangrentada golpeó la ventanilla del conductor sobresaltándome tanto que la radio se me cayó al suelo; un infectado había llegado hasta mí mientras hablaba con la doctora y no me había dado ni cuenta. De inmediato cogí el arma, y en cuanto aquel hombre dio un cabezazo contra el cristal intentando morderme incluso a través de él, apreté el gatillo y le disparé a la cara.
El efecto fue inmediato, los cristales saltaron por los aires y el infectado cayó redondo al suelo, al lado del jeep. Sin embargo, apenas pude respirar aliviado un segundo cuando reparé en la presencia de muchos otros infectados acercándose hacia mí. En la oscuridad de la noche era difícil distinguir sus siluetas hasta que no los tenías casi al lado, y allí no había ninguna luz artificial que pudiera advertirme de su llegada antes de que estuvieran demasiado cerca.
—¡Oh joder! —farfullé deslizándome por los asientos hasta llegar a la otra puerta… pero fue demasiado tarde, un par de infectados habían sido más rápidos que yo y me bloquearon el paso.
Estaba atrapado, no tenía forma de salir ni de poner el coche en marcha, y estúpidamente ya les había abierto una ventana del jeep a disparos para que pudieran entrar a por mí. Disparé otra bala contra un segundo infectado que intentó colarse por el agujero de la ventanilla, pero para cuando quise dispararle al tercero que lo intentó, el arma se había quedado sin munición. Y peor aún, los infectados del otro lado habían conseguido resquebrajar el cristal del jeep.
—Madre de Dios, ¿qué hago ahora? —me pregunté en voz alta y muerto de miedo—. ¿Qué coño hago ahora…?

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