23 de diciembre
de 2012, 3 días después del primer brote, 23 días antes del Colapso Total.
Dr. Steward Stevenson
Me sequé el sudor de la frente mientras el equipo iba
siendo descargado del avión. Con casi treinta grados de temperatura en el
aeropuerto de Malanje, capital de la provincia también llamada Malanje, en el
centro de Angola, nadie hubiera creído que aquella mañana me encontrara en mi
casa de Londres con cero grados en el termómetro.
—¡Cuidado con eso! Es material delicado. —le advirtió
la doctora Willem al muchacho que transportaba el equipo que la Organización
Mundial de la Salud había puesto a nuestra disposición para trabajar en la zona
cero de aquel extraño brote epidémico.
Dos personas se acercaron por la pista, una de ellas era
una mujer joven, alta, de piel caoba y cabello rizado que llamó mi atención
enseguida; el otro, un hombre que peinaba canas y, aunque su piel era blanca,
lucía un aspecto muy bronceado. Por su uniforme, deduje que debía ser el
general Chipenda, el hombre que tenía que recogernos.
—Doctor Stevenson, permítame darle la bienvenida a
Malanje —se adelantó la mujer tendiéndome la mano—. Mi nombre es Daniela, y
seré vuestra traductora mientras dure su estancia aquí.
—¡Oh! Mucho gusto —le dije dándole un apretón de manos.
Pese a que parecía una mujer frágil, su agarrón fue bastante fuerte—. Me alegra
tenerla en nuestro equipo, me temo que mi portugués está un poco oxidado.
—Le presento al general Joaquín Chipenda —El general
se adelantó un paso y me tendió también la mano; sonreía, aunque no sabía por
qué; si los informes que había leído durante el camino eran ciertos la
situación no era ni mucho menos de risa—. En cuanto hayan descargado su
equipaje les conducirá a la base militar, está tan sólo a una hora en jeep,
llegaremos después del mediodía.
—¿Una hora en jeep? —inquirí extrañado tras saludar
también al general—. Según tenía entendido, la zona cero se encontraba cerca de
la frontera con el Congo.
Daniela le tradujo a Chipenda la pregunta, y éste
respondió con un montón de palabras en portugués que no fui capaz de entender.
Por suerte, tenía una traductora.
—El general dice que la zona cero ha sido acordonada
por el ejército, doctor —tradujo—. La base está instalada en un lugar seguro,
lejos de los puntos de infección. Una vez se instalen allí, podrán visitar el
lugar con escolta militar.
Me sorprendió bastante que tomaran tantas precauciones;
si bien el informe ya reflejaba que habían hecho todo lo posible por evitar que
la infección se extendiese con un éxito tan sólo moderado, que los militares
tuvieran la zona acordonada y las visitas necesitaran escolta era algo
excesivo.
—Muy bien —respondí dando mi conformidad. ¿Qué otra
cosa podía hacer?—. ¿Tienen lo que les pedí?
—Los historiales clínicos se encuentran en el jeep —me
indicó Daniela tras las correspondientes traducciones; un grupo de soldados
llegó corriendo hasta nosotros y comenzó a cargar las cajas que traíamos desde Londres—.
Los hombres del general se encargarán de llevar sus cosas. Si hacen el favor de
acompañarnos, emprenderemos el camino enseguida.
—¡Cuidado con eso! —repitió la doctora Willem cuando
el grupo de soldados empezó a cargar el material médico en sus vehículos.
Una hora más tarde nos encontrábamos tan sólo a unos
minutos de llegar a la base militar. En el mismo jeep que yo viajaban también
la doctora Willem, Daniela, el general Chipenda y dos soldados, uno de los
cuales era quien conducía. Mientras observaba los historiales médicos de los
últimos infectados que les había pedido que recopilaran, no pude evitar fijarme
en los fusiles de asalto que portaban ambos soldados… más que al epicentro de
una infección parecía que nos dirigieran a un campo de batalla.
—¿Qué opina, doctora? —le pregunté a mi compañera tras
examinar como veinte de los casos. Que nos presentaron
—No sabría decirle… desde luego, encaja con una fiebre
hemorrágica viral. Tal vez Dengue, o puede que incluso Ébola, dado su índice de
mortalidad. —Echó un vistazo superficial por las hojas donde los historiales
médicos estaban recogidos—. De hecho, creo que no he leído un solo caso de
alguien que se haya recuperado.
No los había, lo había comprobado durante el vuelo…
fuera lo que fuera aquello, no dejaba supervivientes a su paso.
—La rabia también encaja bastante bien —admitió, no
obstante—. Pero es demasiado rápida, los infectados pasaron a la fase de coma
antes del tercer día en todos los casos, y la fase neurológica parece suceder
al despertar del coma en lugar de hacerlo antes. Es muy raro…
—Por no hablar de que el Ébola no produce estos brotes
—añadí yo—. Sin embargo, los ataques reportados de infectados a gente sana
encajan con los efectos de la rabia.
—Cuando haga las autopsias podré saber más. —declaró
la doctora limpiándose las gafas con un pañuelo.
La llegada a la base militar no fue tal y como me la
esperaba, ni mucho menos. Nada más aproximarnos, lo primero en que me fijé fue
la valla metálica que habían levantado alrededor de todo el perímetro, como si
así fueran a mantener el virus, o lo que fuera, lejos de allí. No obstante, de
inmediato mi atención se distrajo cuando comencé a ver soldados corriendo de un
lado a otro del recinto, alterados por algo que estaba sucediendo.
El general Chipenda parecía tan confundido como yo al
darse cuenta del alboroto que se había organizado en su base, y la doctora
Willem dio un bote en su asiento y me agarró de la muñeca cuando se escuchó un
disparo a lo lejos.
—¿Qué está pasando ahí? —le pregunté al general, pero
ni él ni Daniela me estaban prestando atención.
En cuanto dos soldados nos abrieron la valla para
permitirnos el paso y nos encontramos dentro, Chipenda casi saltó en marcha del
vehículo, seguido de los soldados que nos acompañaban, y comenzó a dar gritos
en portugués a todo con el que se encontraba. Al mismo tiempo comenzó un
tiroteo, y se escuchó tan cercano que tuve que agacharme en el asiento por
miedo a que pudiera alcanzarme una bala perdida.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? —preguntó nerviosa la
doctora.
Daniela, la única que quedaba con nosotros, parecía
tan asustada como ella, y no respondió la pregunta, seguramente porque no
conocía la respuesta.
Conforme el general se fue moviendo de un lado para
otro dando gritos y órdenes a diestro y siniestro, la situación se fue
relajando, y tras varios minutos encerrados en el coche, el tiroteo se detuvo
por fin. Fue el propio Chipenda quien volvió para recogernos.
—El general quiere disculparse por el altercado —nos
tradujo Daniela algo más relajada mientras los soldados nos escoltaban al
interior de una de las tiendas de campaña del campamento—. Al parecer, ha
habido problemas con un grupo de infectados que se han acercado hasta aquí.
—¿Cómo? —repliqué confundido.
¿Infectados acercándose? ¿Qué quería decir eso?
¿Tenían enfermos dando vueltas por ahí en lugar de estar recibiendo atención
médica? Aún algo alterado por los disparos no me atreví a preguntar por
aquello, pero la doctora Willem sí que tuvo el coraje para hacerlo.
—¿Les estaban disparando a los infectados? ¡Eso es una
salvajada, general! —le recriminó indignada.
Daniela no tardó en traducírselo, pero el corpulento
militar tan sólo hizo una mueca de desprecio con la boca y siguió caminando
delante de nosotros, sin girarse siquiera a dirigirnos la mirada.
—No me gusta nada esto —me susurró la doctora mientras
seguíamos a la escolta militar, que nos acabó introduciendo dentro del pabellón
médico—. ¡Están disparando contra gente enferma! ¡Están…! ¡Oh!
Interrumpió sus protestas cuando vio que el interior
de aquel pabellón, que lejos de ser el puesto médico avanzado que esperaba,
parecía más un hospital de campaña en mitad de una batalla. Al menos veinte
personas se amontonaban allí dentro, atendidas tan sólo por cuatro médicos, y
todas lucían algún tipo de herida, desde profundos cortes que todavía sangraban
hasta algo parecido a mordiscos de animal.
El general comenzó a hablar en portugués de nuevo con
uno de los oficiales, y mientras lo hacía, no pude evitar fijarme en los
rostros de aquellas personas heridas; el miedo en sus caras casi daba validez a
mi teoría de que venían de una guerra.
—¿Qué ocurre? ¿Quién es toda esta gente? —le pregunté
a Daniela, que parecía tan consternada como la doctora y como yo.
—Dicen… dicen que son todo lo que queda del poblado
donde se detectó el primer caso —respondió ella con la voz tomada—. Dicen que
tuvieron que huir de allí cuando los infectados comenzaron a atacarles, y que
ha habido muchos asesinatos, e incluso casos de canibalismo.
—Madre de Dios… —susurró la doctora Willem a mi lado.
El comportamiento agresivo de los infectados era un
tema más preocupante de lo que creía, visto lo visto. Había leído que los
pacientes atacaban a sus médicos o al personal sanitario que les rodeara, como
era esperable dentro de un brote psicótico, pero herir y matar hasta el punto
de que los sanos tuvieran que abandonar el poblado era otra cosa.
Cuando acabó de discutir con el oficial médico, el
general se volvió hacia nosotros y nos escupió unas cuantas palabras en
portugués.
—El general dice que pueden instalarse en este mismo
pabellón, y les desea suerte a la hora de averiguar qué enfermedad está
causando todo esto. —nos tradujo Daniela.
Apenas hubo terminado la frase, Chipenda salió al
trote del pabellón seguido por casi todos los soldados que nos habían
escoltado.
—Espere… ¿a dónde va? —le pregunté a nuestra
traductora.
—Creo que ha dicho algo de ir con un grupo a averiguar
qué ha ocurrido en el poblado, doctor. —me respondió.
—¿Va a ir al poblado? ¡Corra! ¡Dígale que espere! Yo
les acompañaré; si van a ir a la zona cero, quiero estar presente. —exclamé
casi sin pensarlo… había ido hasta allí a hacer mi trabajo, y para ello era
necesario inspeccionar aquel lugar.
—¿Qué? ¿Se ha vuelto loco? —replicó la doctora Willem
agarrándome del brazo antes de que pudiera salir corriendo detrás del general—.
¿Es que no ha visto lo que ha ocurrido aquí? ¡Ese lugar puede ser peligroso!
Además, esta gente necesita ayuda.
—No hemos venido hasta aquí para curar heridas, sino
para averiguar qué enfermedad está provocando todo esto doctora, tengo que ir
allí. —afirmé con convicción.
Lo cierto era que los infectados me asustaban un poco,
más si eran tan violentos como parecía y estaban fuera de control, pero supuse
que con escolta militar no habría ningún peligro de sufrir un ataque. No podía
esperar a que los militares fueran delante y los contuvieran, cuanto antes
inspeccionara las posibles fuentes de la enfermedad, antes encontraría una
solución, y menos vidas humanas se perderían.
—Entonces iré con usted. Somos un equipo. —propuso la
doctora.
—¡No! Usted quédese aquí y realice las autopsias que
necesitamos —Yo era el epidemiólogo, yo tenía que visitar aquel lugar, ella tan
sólo era patóloga, no necesitaba estar al pie del cañón—. Encárguese de que
instalen el equipo y de que atiendan a toda esta gente… si han sido atacados
por infectados, podrían haber sido infectados también.
—Está bien, como usted diga… pero que conste que esto no
me gusta nada —protestó—. La situación no es ni mucho menos la que me esperaba.
—Ya lo sé. —murmuré, aunque dudaba que hubiera llegado
a escucharme, porque yo ya corría detrás del general para unirme al grupo que
iba a visitar la zona cero.
Casi dos horas después, y en contra de lo que me
aconsejaba el instinto, me encontraba de nuevo dentro de un jeep, rodeado de
militares cubiertos con mascarillas y armados con fusiles de asalto, y
acompañado de otros dos jeeps también llenos de soldados en dirección al
poblado tomado por los infectados. La doctora Willem se había quedado con
Daniela en la base, a punto de comenzar con las autopsias tal y como le había
dicho, y en el vehículo llevábamos una radio para estar comunicados, por si
alguno de los dos descubría algo importante para el otro.
—¿Queda muy lejos? —le pregunté al general, que
viajaba a mi lado, antes de acordarme de que él no hablaba inglés.
La respuesta tampoco fue necesaria, el poblado fue
apareciendo paulatinamente delante de mis ojos conforme nos fuimos acercando a
él por el camino de tierra sobre el que transitábamos. Desde lejos ya se podían
distinguir las improvisadas cabañas de barro que formaban aquel asentamiento
que estaba dando tanto que hablar.
Lo primero que llamó mi atención fue la silueta de un
hombre que se tambaleaba como atontado en el borde de la carretera. Supuse que
se trataba de un infectado en la fase post-comatosa cuando, sin ninguna
precaución, se metió en mitad del camino y estuvo a punto de ser atropellado
por el primer jeep del convoy. En cuanto éste se detuvo, obligándonos a
detenernos a los demás también, el hombre se abalanzó contra el vehículo y comenzó
a golpearlo con los puños gruñendo como un animal rabioso.
—Dios santo… —murmuré cuando varios soldados se
bajaron del jeep, armas en mano—. ¡Esperad, no! ¡No disparéis!
Yo también bajé del vehículo y corrí hacia ellos. El
infectado intentó atacar a uno de los soldados, que lo detuvo interponiendo su
fusil y logró derribarlo en el suelo. Ya estaba apuntándole con el arma cuando
llegué a su altura.
—¡No! —exclamé agarrando el arma y evitando que
disparara.
Me arrodillé al lado de aquel hombre mientras sacaba
de mi bolsa el equipo médico. Lo primero que hice fue ponerme una mascarilla
para evitar posibles contagios, pero en ese breve intervalo, el infectado tuvo
tiempo de revolverse en el suelo e intentar morderme. Tuve que retroceder para
evitarlo, y acabé cayéndome de culo al suelo.
Ya creía que se me iba a echar encima cuando el
general, que había venido corriendo tras de mí, dio un par de gritos e hizo que
tres soldados se lanzaran a inmovilizar al infectado. Uno le sujetó las piernas
mientras que otro lo hizo por los brazos, y el tercero le agarró la cabeza, que
todavía se debatía intentando morder a todo lo que le pasara por delante. Ese
comportamiento tan agresivo era sorprendente, sobre todo viniendo de alguien
que, si todos los casos estudiados eran ciertos, acababa de salir de un coma
tan profundo que en no pocas ocasiones había sido confundido con la muerte.
—Sujetadlo bien. —indiqué a los soldados, aunque no me
entendieran, mientras me colocaba unos guantes de látex y volvía a arrodillarme
al lado del hombre para examinarle más a fondo.
Una profunda herida medio coagulada que el enfermo
tenía en el brazo derecho fue lo primero que me llamó la atención. Se le había
infectado, e incluso parecía estar gangrenándose, lo que sin duda suponía que
tendríamos que amputarle todo el brazo, si es que no era ya demasiado tarde… no
entendía por qué nadie se había molestado en curar esa herida en condiciones.
—Está confuso y alterado —iba diciendo en voz alta
aunque nadie pudiera comprenderme—. Debe encontrarse en mitad de un brote
psicótico muy agresivo.
Saqué un termómetro digital de mi bolsa e intenté
tomarle la temperatura, pero al verme sobre él, el brote debió empeorar, porque
comenzó a gruñir y gemir como una auténtica bestia salvaje.
—Voy a tener que sedarlo, agarradlo bien. —comuniqué a
los soldados.
El sedante no sirvió de nada, le metí diazepam como
para dormir a un caballo, pero siguió revolviéndose como si le hubiera
inyectado inocuo salino, lo cual era médicamente imposible.
Como no tenía forma de investigar más a fondo esa
resistencia al sedante, no me quedó otro remedio que indicar por gestos a los
soldados que le sujetaban que lo hicieran con más fuerza para poder tomarle la
temperatura… y cuando vi la cifra que indicaba el termómetro no me lo podía
creer: veintiséis grados, su cuerpo estaba prácticamente a temperatura
ambiente.
—Es imposible —murmuré completamente estupefacto—. Es
como si estuviera…
Alguien dio un grito de alarma justo en ese momento; desde
el poblado se nos acercaba otro grupo de personas tambaleantes y aturdidas. Dos
de los soldados que sujetaban al infectado lo soltaron y se pusieron en pie con
las armas en la mano, el tercero se limitó a dispararle en el pecho con la
suya.
—¡No! —grité al ver como la sangre de aquel pobre
desgraciado salpicaba por todas partes… pero no tuve tiempo para lamentarme
porque de inmediato el general Chipenda comenzó a dar órdenes, y los soldados
abrieron fuego contra el grupo de infectados que se nos acercaba.
No podía creer lo que estaba ocurriendo allí, delante
de mis narices. El ejército estaba asesinado a sangre fría a un grupo de
enfermos frente a un representante de la organización mundial de la salud. ¿Es
que se habían vuelto locos?
Alguien me agarró de un brazo y me obligó a avanzar
detrás de los militares, que fueron abriéndose paso hacia el interior del
poblado, donde también había infectados tambaleándose confundidos entre las
cabañas.
—No seguro aquí. —farfulló el general, que era quien
me había agarrado, en un inglés bastante torpe.
Mientras iba siendo casi arrastrado hacia aquel lugar,
dirigí la mirada hacia el lugar donde habían dejado el cuerpo del infectado al
que había intentado tratar sin poder creer todavía lo que había ocurrido. Para
mi estupefacción, el hombre no estaba muerto, sino que hacía esfuerzos por
incorporarse de nuevo… de algún modo, había sobrevivido a un tiro en el pecho a
quemarropa hecho con un fusil de asalto. Era increíble.
No pude fijarme demasiado en el resto de enfermos del
poblado porque el general y sus hombres tenían mucho interés en que nos
moviéramos lo más rápido posible, aunque ignoraba cuál era su objetivo. De lo
que sí que me di cuenta fue que los infectados parecían limitar sus tendencias
agresivas hacia nosotros; aunque muchos iban en pequeños grupos, no les vi
atacarse entre ellos en ningún momento.
Tras dar un par de vueltas entre cabañas logré
visualizar el lugar donde los militares se dirigían, que no era otro que la
pequeña comisaría de la policía, o de cómo se llamaran los organismos
encargados de mantener el orden en ese pequeño asentamiento porque resultaba ser
el único edificio de piedra, con puertas de madera y ventanas de cristal de
todo el poblado.
Por el camino, los soldados dispararon a los
infectados que se interpusieron en nuestro paso sin ningún pudor, aunque me
consoló pensar que al menos no disparaban a matar; la mayoría volvía a
levantarse tras caer abatidos por las balas.
En cuanto todo el grupo estuvo dentro de la comisaría,
cerraron las puertas para evitar que aquellos infectados entraran; un segundo
más tarde, sin embargo, empezó a escucharse el ruido de unas manos aporreando
la puerta, seguido de los gemidos y gruñidos que emitían los enfermos y que se
filtraban a través de las ventanas. Dos soldados apuntalaron la puerta para
evitar que pudieran abrirla, y yo me sentaba sobre una de las mesas de aquel
lugar para recuperar el aliento e intentar calmar los nervios que se estaban
apoderando de mí.
La situación era mucho peor de lo que creía cuando
dije que era peor de lo que esperaba. Aquellos enfermos estaban fuera de sí, no
parecía importarles las heridas que recibían, que les atacaras o que les
ayudaras, y además en su estado eran incapaces de articular palabra. Sin duda,
aquellos eran unos síntomas terribles que no encajaban con ninguna enfermedad
que hubiera visto antes; al llegar, estaba casi seguro de que me iba a
encontrar con un nuevo brote de Ébola, cómo les había dicho a mis superiores
antes de viajar hacia Angola, pero aquello no tenía nombre.
—Doctor. —me llamó el general, que se asomaba a través
de una de las cortinillas que cubría las ventanas de la parte trasera de la
comisaría.
Me acerqué a él, y como su inglés se limitaba a
algunas palabras sueltas, me señaló con el dedo hacia el exterior. La imagen
que contemplé al asomarme me revolvió las tripas de tal manera que tuve que
hacer un esfuerzo para contener las náuseas. Fuera, sobre el camino de tierra
que separaba las cabañas, varios de esos infectados estaban devorando el
cadáver de una mujer sobre el suelo. Con sus propias manos arrancaban pedazos
de carne que luego devoraban cruda con avidez… era un espectáculo tan
desagradable como horripilante.
“Caníbales” pensé. En los informes se hablaba de
episodios de canibalismo, pero no les había dado mucha importancia porque los
brotes psicóticos llevan en ocasiones a comportamientos extremos. Sin embargo
allí, delante de mis narices, cuatro infectados estaban devorando a otra
persona como si eso fuera lo más normal del mundo.
—Tenemos… tenemos que salir de aquí —dije con voz
chillona por culpa del pánico—. Esta gente es peligrosa, ¿me entiende? ¡Tenemos
que salir de aquí!
¡Que les dieran a los enfermos! ¡Que le dieran al
origen de la infección y a la zona cero! Yo sólo quería salir de allí cuanto
antes. De repente sentía que mi vida estaba en peligro; si un infectado me
atrapaba, podía acabar como la pobre mujer de fuera… ya había intentado
morderme el primer hombre con el que nos encontramos al llegar al poblado.
El general no me entendió, pero sí que debió
comprender la situación, porque se dirigió hacia sus hombres, que en total eran
unos quince soldados, y comenzó a darles órdenes. Aguardé en silencio mientras
él hablaba hasta que uno de ellos se aproximó a mí.
—Yo hablar inglés un poquito —dijo con torpeza—.
General quiere saber qué ocurre enfermos.
Aunque su inglés fuera terrible, agradecí tener a
alguien con quien más o menos pudiera comunicarme, si bien en esos momentos
lamentaba haber dejado a Daniela con la doctora.
—No lo sé. —le respondí negando con la cabeza.
No tuvo que traducir eso, el general captó el
significado de mis palabras sin ninguna dificultad y farfulló una respuesta que
el soldado se apresuró a traducir.
—General dice que misión terminada. Muy peligrosos son
infectados y poblado está perdido. Nosotros volvemos base.
Respiré aliviado al escuchar aquello; no tenía ningún
interés en permanecer allí más tiempo, ya llegaría el momento de recoger
muestras cuando toda esa gente estuviera controlada tras una intervención
militar de mayor envergadura, y seguro que las autopsias de la doctora Willem
nos decían mucho más sobre la infección que inspeccionar a uno de ellos
mientras se encontraba en ese estado tan excitado. Por supuesto, intentar
recoger muestras del entorno estaba descartado; moverse por ahí fuera con
libertad era imposible.
Me recordé que lo primero que tenía que hacer al
volver a la base sería ordenar que pusieran en cuarentena vigilada a todos los
infectados que habían llegado desde el poblado. Si terminaban acabando como los
infectados que aún seguían allí podían ser un problema tanto para nosotros como
para ellos mismos.
La mesa de madera que bloqueaba la puerta saltó por
los aires de repente debido a los golpes de los infectados al otro lado, y sin
perder un instante, los militares agarraron sus armas y se pusieron en guardia.
Dos de ellos se adelantaron para comenzar a empujar hacia el lado contrario, y
tras un grito del general, otros cuatro se aproximaron para ejercer aún más
presión… pero allí fuera eran más los que empujaban, y la puerta se abrió hacia
dentro dando un chasquido consiguiendo que los seis soldados cayeran al suelo y
que los infectados lograran entrar.
Chipenda bramó una orden y sus hombres comenzaron a
abrir fuego contra los recién llegados, yo, por mi parte, me lancé debajo de
otra de las mesas para protegerme de las balas en el mismo momento en que
comenzó el ensordecedor tiroteo de quince hombres acribillando a todo enfermo
que lograra entrar. El propio general desenfundó su pistola y comenzó a
dispararles también… aquella situación era una locura.
Estaba tan asustado que me daba igual que estuvieran
matando a gente enferma, si de mi hubiera dependido, y hubiera tenido ese poder,
habría pedido que bombardearan ese pueblo cuanto antes… podía parecer algo
extremo, pero era lo que sentía en ese momento debido al miedo. Por suerte,
esas cosas no dependían de mí; a veces solía dejar que los nervios me pudieran
cuando las cosas se ponían feas, y eso no era un buen rasgo para alguien que
deba tomar ese tipo de decisiones.
Desde debajo de la mesa pude ver que los infectados
que se habían aglomerado fuera fácilmente sumaban el medio centenar; nuestra
llegada al poblado entre tiros no había pasado desapercibida para nadie, y
habían acudido en masa a recibirnos. Mi consternación fue mayor cuando vi que,
entre ellos, había también niños, y que lucían unas terribles heridas, al igual
que los adultos, cuya explicación sólo podía ser que otro infectado les hubiera
mordido.
Sin embargo, había algo raro en todo eso. Por mucho
que fueran medio centenar, tenían a quince hombres disparando contra ellos,
debían haber caído todos con facilidad bajo el fuego de una quincena de fusiles
de asalto… entonces, ¿por qué no había apenas cadáveres en el suelo? ¿Pudiera
ser que, en ese estado alterado de consciencia, los infectados no fueran
capaces de sentir el dolor de las balas?
Esas preguntas no tenían mucha importancia porque,
cuando los soldados tuvieron que detener los disparos para recargar sus armas,
varios infectados lograron atravesar el umbral de la puerta y adentrarse en la
comisaría. La marea de enfermos se abalanzó contra los hombres más adelantados,
y tras tirarlos contra el suelo, se lanzaban sobre ellos para morderles. Sin
previo aviso, el ruido de los disparos se había visto sustituido por el de los
gritos de dolor.
En mi escondite bajo la mesa me encontraba fuera de la
vista de aquellos enajenados, pero eso no hacía que tuviera menos miedo… no
estaba hecho para esas cosas; yo era un científico, un médico, podía
enfrentarme con valor al riesgo de contraer una infección mortal, pero no podía
plantarle cara a un grupo de locos caníbales que había comenzado a comerse
vivos a los soldados que lograron atrapar.
El general vociferó algunas órdenes más. Sus bramidos,
sin embargo, se transformaron en un agudo grito de dolor cuando un infectado se
le lanzo encima. Pude ver con mis propios ojos cómo le arrancaba un trozo de
carne del cuello y la sangre comenzaba a brotarle de la yugular con un potente
chorro.
Estaba muerto, no había forma humana de cerrar una
herida como esa con los medios de los que disponía ni aunque el pánico me
hubiera permitido reaccionar. Por desgracia, no era el único; todavía quedaban
más de treinta infectados en pie, mientras que los efectivos militares se
reducían ya a cuatro... no podía creer que sólo hubieran sido capaces de acabar
con menos de veinte atacantes, era una cifra ridícula teniendo en cuenta que disponían
de armas automáticas.
Mientras yo seguía escondido bajo la mesa, los cuatro
soldados, acongojados por la pérdida de su superior, optaron por huir
atravesando las ventanas de la comisaría.
—¡Eh! ¡Esperad! —grité aterrado saliendo de mi
escondite. No quería quedarme solo por nada del mundo, pero era tarde, los
soldados se habían marchado, y aún peor, los infectados que no estaban
comiéndose a ningún militar caído se fijaron en mí.
“Joder, joder, joder…” me dije corriendo hacia la
ventana yo también, sin embargo, acabé resbalando y cayendo al suelo cuando
pisé sin darme cuenta la sangre que el general había derramado. Los gemidos de
los infectados parecían estar murmurando mi nombre conforme se aproximaban, y mientras,
el cuerpo del general yacía con el estómago abierto mientras dos caníbales
devoraban sus tripas. Por suerte para mí, me fijé a tiempo en que todavía
sujetaba en la mano la pistola con la que les había estado disparando un
momento antes.
Con un rápido movimiento, la arranqué del agarre del
frío cadáver, me puse en pie y me lancé contra la ventana para escapar de aquel
horror. Caí sobre los cristales rotos que los soldados que me precedieron
habían dejado en el suelo al romper las ventanas, pero no creí haberme hecho
ninguna herida de gravedad, aunque si varios cortes en las manos y los brazos.
—¡Esperad! ¡Esperad! —grité cuando localicé a los
cuatro hombres subiendo a uno de los jeeps. O no me escucharon, o fingieron no
hacerlo, porque ni se giraron a mirarme antes de poner el jeep en marcha y
largarse de allí a toda pastilla.
Los tres infectados que devoraban el cadáver de la
mujer se habían puesto en pie atraídos por los soldados… pero en ese momento
era yo el que estaba allí, y hacia quien comenzaron a tambalearse. A uno de
ellos le faltaba un brazo, como si se lo hubieran arrancado de cuajo, y el
segundo había perdido buena parte de la piel de la cara, aunque sin duda era el
tercero el más llamativo por tener el abdomen abierto y las tripas le colgando
por el suelo.
“¿Cómo puede seguir vivo?” me pregunté aterrado. Intenté
correr hacia uno de los otros jeeps que se habían quedado allí aparcados, pero
una manada de enfermos apareció de repente cruzándose en mi camino y cortándome
el paso.
—¡Mierda! —grité en voz alta al verme rodeado por
aquellos dementes.
No sabía cuántas balas quedaban en la pistola, pero
tres eran menos que el grupo de por lo menos diez que había aparecido de
repente, de modo que comencé a correr en dirección al trío de caníbales.
El de las tripas colgando quiso echárseme encima
cuando pasé a su lado, pero le disparé en el pecho justo a tiempo y lo aparté
de mi lado de un codazo. Los demás no llegaron a estar lo suficientemente cerca
como para crearme problemas… el único problema que me había creado era que me
encontraba en pleno centro de aquel poblado plagado de infectados, con todos
ellos persiguiéndome.
Sin mucho tiempo para pensarlo mejor, doblé en una
esquina y me metí por una callejuela entre cabañas donde sólo había un
infectado dando vueltas. Le disparé en el estómago antes de colarme por una de
las ventanas de la choza más próxima y me escondí allí dentro confiando en
poder engañarles y que me perdieran el rastro. Varios de ellos atravesaron la
calle unos segundos después, pero ninguno había visto dónde me había escondido,
ni siquiera el que recibió mi disparo, de modo que acabaron pasando de largo y
perdiéndose en la distancia.
Respiré algo aliviado cuando el sonido de los gemidos
y gruñidos se apagó y por fin tuve un momento para meditar sobre mi situación.
Me encontraba encerrado en una diminuta cabaña de adobe, con una puerta hecha
de cañas y ventanas que no eran más que agujeros en la pared, rodeado de
infectados psicóticos y caníbales que ya habían matado o hecho huir a toda una
unidad de militares, incluido el general Chipenda… y mi única arma era una
pistola que apenas sabía utilizar. Desde luego, no era la más propicia de las
situaciones, pero al menos seguía con vida para intentar salir de ella.
Decidí esperar allí hasta que llegara la noche, cuando
los enfermos se hubieran relajado y pudiera escabullirme ayudado por la
oscuridad hasta uno de los jeeps. También pensé en esperar a que los cuatro
soldados supervivientes llegaran a la base y alguien decidiera enviar un
pelotón mayor a poner orden en aquel poblado, pero no sabía cuánto podía tardar
eso, y yo no tenía ni comida, ni agua, ni moral para quedarme esperando un
rescate.
Acomodándome sobre una especie de cama de paja, me
quité los guantes de látex y los tiré al suelo, eché un vistazo a la pistola
que le había cogido al cadáver del general, que todavía estaba manchada con
algunas gotas de sangre del militar, y durante el resto del día me limité a
tomar fuerzas y a esperar que cayera la noche en silencio, para no llamar la
atención indeseada de nadie.
Fueron las horas más angustiosas de mi vida. Escondido
en aquella cabaña sin otra cosa que hacer o con qué distraerme, no podía evitar
que mis pensamientos giraran únicamente alrededor de la horrible experiencia
que estaba viviendo. La enfermedad, fuera cual fuera, había transformado a los
infectados en enajenados caníbales sin ningún escrúpulo a la hora de atacar a
los sanos y matarlos… en mis años de experiencia ni siquiera había oído hablar
de algo parecido a lo que estaba ocurriendo. Estaba deseando volver para
averiguar qué había descubierto la doctora Willem en las autopsias; aunque,
siendo sincero, si deseaba volver era sobre todo para estar lejos del poblado y
de sus enfermos habitantes. No tenía ninguna intención de acabar como los
militares que me habían acompañado hasta allí.
Cuando la noche fue lo bastante oscura decidí que era
el momento de salir de mi escondite, y con la pistola en una mano y mi bolsa de
instrumental médico en la otra me puse en pie y me dirigí a la puerta de la
cabaña. Di gracias porque ningún infectado me hubiera visto; esa puerta hecha
con cañas no habría supuesto ninguna protección si decidía intentar atravesarla
para cogerme.
Salí al exterior tras asegurarme de que no había
infectados cerca, y sin perder un instante me deslicé en silencio entre las
cabañas rumbo a los jeeps. Si no había pasado nada, debían seguir aparcados donde
los dejamos unas horas antes; todavía quedaban dos de ellos, y yo sólo
necesitaba uno para salir de allí.
Al pasar junto a la comisaría me encontré con que los
infectados que se habían dado un banquete con la unidad del general Chipenda
continuaban en los alrededores dando vueltas, cabizbajos y embobados. Después
de la violencia que habían demostrado al atacarnos, parecían haber entrado en
un estado casi letárgico, en el cuál se limitaban a tambalearse aturdidos de un
lado a otro.
Como seguir ese camino era una locura, giré por otro
lado y rodeé la comisaría para evitarlos, pero acabé topándome cara a cara con
otro de ellos tras meterme entre dos cabañas. Aquel hombre enfermo llevaba
puesto sobre la cabeza un casco, y cuando le vi la cara, descubrí que era uno
de los militares que me había acompañado.
Por su estado, era imposible que siguiera vivo: había
perdido medio brazo derecho, de la mano izquierda sólo le quedaba un muñón
ensangrentado con un par de dedos, y le habían abierto en canal a mordiscos
hasta tal punto de que caminaba con las tripas, o lo que quedaba de ellas, a la
vista. La imagen era tan repulsiva que retrocedí unos pasos completamente
aterrorizado; el pobre hombre estiró las manos y gimió antes de tambalearse
detrás de mí, pero fui lo bastante rápido para esquivar sus mutilados miembros
y seguir mi camino.
No volví a caminar en silencio e intentando no llamar
la atención, estaba demasiado alterado para eso; lo que hice fue comenzar a
correr a toda velocidad en dirección a los jeeps rezando por llegar a ellos de
una vez. Por suerte, no me topé con más infectados, y cuando choqué contra el
mismo vehículo con el que había llegado a ese poblado maldito casi lloro de la
alegría por sentirme por fin a salvo.
Aunque la parte trasera del jeep era descubierta, la
cabina del conductor estaba protegida por cristales, de modo que nadie podría
entrar en ella si no era rompiéndolos. Sin perder un segundo, abrí la puerta y
ocupé el asiento del conductor… pero entonces caí en la cuenta de que no tenía
las llaves del vehículo. Con las prisas, debieron dejar el jeep abierto al
bajar de él, sin embargo, se habían llevado consigo las llaves que lo ponían en
marcha.
—¡No, no, no! —murmuré comenzando a desesperarme
mientras intentaba pensar qué hacer; ir a registrar los cadáveres de los
soldados era imposible cuando alrededor de ellos se encontraba la mayor
concentración de infectados, y yo no tenía ni idea de cómo hacerle un puente a
un coche para arrancarlo por la fuerza.
—¿Hola? —La repentina voz hizo que el corazón casi se
me saliera por la boca… al principio pensé que había alguien más en el
vehículo, pero enseguida caí en la cuenta de que estaban hablando a través de
la radio—. ¿Hola? ¡Por Dios! ¿Me escucha alguien?
La voz era la de la doctora Willem, la podía reconocer
sin ninguna duda, y no sólo porque fuera una de las únicas dos mujeres que
hablaban inglés por allí. Sin dudarlo un instante, me lancé sobre la radio…
después de todo lo que había pasado estaba encantado de oír una voz amiga.
—¿Doctora? No sabe cuánto me alegro de escucharla —dije
agarrando el aparatito mientras, al mismo tiempo, vigilaba el exterior por si
se aproximaba algún infectado—. Es mucho peor de lo que creíamos, tienen que
enviar ayuda urgente, esta gente está realmente mal, sufren brotes psicóticos
muy violentos, han matado a varios soldados y…
Me interrumpí cuando escuché un sollozo de la doctora.
De fondo se oía algo parecido a disparos, aunque no podía estar seguro.
—¡Estamos atrapados, doctor Stevenson! —chilló fuera
de sí—. Se… se levantó de la mesa de autopsias, los heridos comenzaron a morir,
pero después se despertaron…
—¿Qué está diciendo? ¿Qué ocurre allí? ¿Doctora? —la
llamé a través de la radio, pero no hacía más que balbucear incoherencias.
—Cogieron a Daniela, ¡se la están comiendo! ¡Oh, Dios
mío! ¡Se la están comiendo ahí fuera! —sollozaba incontroladamente—. Van a
entrar.
Entonces se escuchó un ruido como de un portazo y la
doctora gritó, oí un gruñido y después el sonido de sollozos y pataleos.
—¡Doctora! ¿Está bien? ¿Qué está pasando ahí? —bramé
por la radio—. ¿Doctora Willem? ¿Sarah? ¡Contesta Sarah!
Ni llamándola por su nombre de pila me hizo caso, y antes
de poder saber qué estaba pasando, una mano ensangrentada golpeó la ventanilla
del conductor sobresaltándome tanto que la radio se me cayó al suelo; un
infectado había llegado hasta mí mientras hablaba con la doctora y no me había
dado ni cuenta. De inmediato cogí el arma, y en cuanto aquel hombre dio un
cabezazo contra el cristal intentando morderme incluso a través de él, apreté
el gatillo y le disparé a la cara.
El efecto fue inmediato, los cristales saltaron por
los aires y el infectado cayó redondo al suelo, al lado del jeep. Sin embargo,
apenas pude respirar aliviado un segundo cuando reparé en la presencia de
muchos otros infectados acercándose hacia mí. En la oscuridad de la noche era
difícil distinguir sus siluetas hasta que no los tenías casi al lado, y allí no
había ninguna luz artificial que pudiera advertirme de su llegada antes de que
estuvieran demasiado cerca.
—¡Oh joder! —farfullé deslizándome por los asientos
hasta llegar a la otra puerta… pero fue demasiado tarde, un par de infectados
habían sido más rápidos que yo y me bloquearon el paso.
Estaba atrapado, no tenía forma de salir ni de poner
el coche en marcha, y estúpidamente ya les había abierto una ventana del jeep a
disparos para que pudieran entrar a por mí. Disparé otra bala contra un segundo
infectado que intentó colarse por el agujero de la ventanilla, pero para cuando
quise dispararle al tercero que lo intentó, el arma se había quedado sin
munición. Y peor aún, los infectados del otro lado habían conseguido
resquebrajar el cristal del jeep.
—Madre de Dios, ¿qué hago ahora? —me pregunté en
voz alta y muerto de miedo—. ¿Qué coño hago ahora…?
Pucha! Está re buena ésta historia! No me dejes con la intriga diablos! Continúala por favor!!!
ResponderEliminarJoder, qué bueno...
ResponderEliminaratrapante... queremos más!
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