Avance del primer capítulo de Nuestro Peor Enemigo, Parte 1.
SALAZAR
Me sequé el sudor de la frente antes de dar un largo trago de agua de mi
cantimplora. El verano llevaba unos días atacándonos con fuerza, y la carencia
de sombras donde descansar se notaba, en especial para mí, que con más de
cincuenta años a mis espaldas comenzaba a darme cuenta de que mis mejores años
habían pasado hacía tiempo.
—Tranquilo, chico —le susurré a Batman. Me agaché para rascarle la cabeza
mientras él daba vueltas a mi alrededor.
Batman se había convertido en mi único aliado fiel, la única criatura en la
que podía confiar ciegamente desde que el mundo se vino abajo por la aparición
de los malditos resucitados. Era un perro policía, un dóberman entrenado para
labores de rescate que recibió su desafortunado nombre porque fue bautizado por
los niños de un hospital infantil cuando era un cachorro… o al menos eso me
contó su dueño, que por desgracia falleció en las primeras semanas del fin del
mundo.
Pero ojalá el sol de mediodía de la llanura castellana y el desafortunado
nombre de mi fiel compañero hubieran sido mis únicos problemas. Nada más lejos
de la realidad, y a la hora de señalar qué me provocaba más molestias y
malestar en los últimos tiempos, sin duda alguna los elegidos habrían sido mis
compañeros de grupo.
Supongo que, en el
fondo, no eran más que lo que antes se podía denominar “gente normal”, pero es
que a mí la gente normal siempre me causó alergia. Ya en mi juventud, algunos
familiares y amigos me llamaban arisco y me acusaban de ser casi un ermitaño. Eso,
sin embargo, nunca me pareció un problema; siempre me gustó la paz, la
tranquilidad, el poder escuchar mis pensamientos sin distracciones en forma de
conversaciones banales.
Mi teoría era que
la compañía estaba sobrevalorada, y que la soledad de la que reniegan los
poetas y cantantes era en realidad una bendición. Mi desgracia, por tanto, es
comprensible para cualquiera cuando de repente me vi con un grupo de monos parlanchines
pegados a mi trasero las veinticuatro horas del día. Pero no tenía más remedio
que admitir que no eran tiempos para andar en soledad por en el mundo.
Siendo sincero, no
todos mis compañeros resultaron ser un incordio completo. A lo largo de los
meses que transcurrieron desde que el mundo se vino abajo había tenido muchos
de ellos… sin embargo, los mejores parecían tener la cualidad de dejarse matar
con facilidad. El dueño original de Batman, por ejemplo, era un policía más que
capaz, además de un amante de los silencios como yo, pero murió al ser atrapado
por un grupo de resucitados mientras trataba en vano de salvar la vida de una
mujer encerrado en un edificio rodeado por esos seres. La salvó, y todos le
llamaron héroe, pero desde mi punto de vista el cambio no mereció la pena, y
menos cuando dos semanas más tarde la mujer murió al torcerse un tobillo
mientras huíamos de una horda.
Al final, tras
muchas peripecias donde yo mismo me las vi y me las deseé para salir con vida,
me había tocado cargar a mis espaldas con un pequeño grupito del cual sólo Martínez
era aprovechable. Era un hombre bien parecido de mediana edad, y aunque nunca
había salido de la ciudad, aprendió a desenvolverse con cierta soltura en campo
abierto. Con el paso del tiempo se había acabado convirtiendo en algo así como
mi mano derecha, y aunque todavía distaba mucho de caerme bien, al menos habría
movido una mano por salvarle la vida de necesitarlo. A los que habría dejado
que se pudrieran entre los dientes de los resucitados eran todos los demás. No
éramos un grupo grande, tan sólo seis continuábamos con vida en aquellos
momentos, pero me sobraban cuatro.
Alonso era un
inútil vocacional, y muchas veces me preguntaba cómo era posible que siguiera
vivo a esas alturas, cuando tantos otros mejor que él habían muerto; Emilio
vivía más pendiente de besar los pasos de su novia Arancha, que tampoco
aportaba nada, y Carla… la corrección política imperante y favorable a las féminas
a veces conseguía que hasta yo me sintiera mal de las cosas que pensaba, pero
el mundo se había acabado, y eso ya no tenía ninguna importancia, de modo que
ya no me costaba nada confesar que no me gustaban nada las mujeres.
Esa afirmación me
costó que más de una vez me llamaran machista o incluso misógino, pero nada de
lo que había visto o conocido a lo largo de mi vida me había hecho cambiar de
opinión: las mujeres no eran dignas de confianza, no se podía contar con ellas
para nada y sólo eran, en el mejor de los casos, una distracción, una
distracción mortal en el peor.
Puede que
estuviera equivocado, a lo mejor había tenido la desgracia de rodearme a lo
largo de mi vida de los peores especímenes de hembras existentes, empezando por
la ramera de mi madre y la estúpida de mi hermana, pero desde luego ni Arancha
ni Carla eran ejemplos que pudieran hacerme cambiar de opinión. Arancha a duras
penas era capaz de atarse los cordones de los zapatos por ella misma, era una
niña mimada que necesitaba de hacer a hombres mejor que ella sus siervos para
seguir viviendo, y su última víctima fue Emilio, que tampoco se podía decir que
fuera una lumbrera. Carla, por su parte, también era una zorra manipuladora,
pero bastante más lista que Arancha, y aspiraba no sólo a tener un siervo, sino
a controlar todo el grupo a su antojo, aunque ni ella supiera para qué, y a la
hora de conseguirlo no dudaba en hacer todo lo que hiciera falta. Nunca podría
perdonarle que fuera la causa la muerte de Ernesto y Luís Miguel, dos hombres
que podrían haber sido mucho más útiles que ella.
Ernesto era
militar, alguien que durante casi un mes nos fue tan útil que tras su muerte llegué
a pensar que no podríamos sobrevivir sin él, y tuvo que morir a mis manos
después de que Carla se cansara de follar con él y comenzara a hacerlo a
escondidas a Luis Miguel, un policía compañero del dueño de Batman.
Yo ya era
consciente de esa infidelidad antes de que el soldado la descubriera, y
fingiendo que no sabía nada, dejaba que Carla jugara a dos bandas con las dos
personas más capaces del grupo… pero una noche Ernesto comenzó a sospechar. Era
difícil no hacerlo cuando éramos tan pocos viviendo juntos, y les pilló
mientras ella se dejaba montar contra el tronco de un árbol. El altercado que
se produjo acabó con Luis Miguel muerto, Ernesto malherido y Carla llorando en
el suelo con las bragas por las rodillas, como si fuera ella la víctima de todo
aquello.
Nada me habría
gustado más en ese momento que dispararle por causarnos unas pérdidas tan
dolorosas, pero no iba a rebajarme a semejante cosa, y menos después de que
Arancha convenciera al resto de que la culpa encima era de los dos hombres por
ser tan celosos y violentos.
No vi una pelea
entre ellos hasta que a Carla se le antojó abrirse de piernas para Luis Miguel,
pero al final tuve que rematar a Ernesto para que dejara de sufrir, tomar yo
las riendas del grupo y dejar que ella pareciera la más perjudicada por
aquello. Me juré no perdonarle lo que había hecho jamás, y todavía mantenía esa
promesa.
Ella debía notar
de alguna manera mi hostilidad, porque me dedicaba también miradas poco
amistosas y de desconfianza. Sabía que había descubierto su juego y que no iba
a dejar que lo llevara a cabo de nuevo, en especial cuando ahora fornicaba con
Martínez… no me cabía duda de que esa furcia se habría dejado montar por Batman
si con ello hubiera sacado algo en su provecho.
—¿Falta mucho? —preguntó
precisamente ella cuando el resto del grupo me dio alcance.
Al igual que yo,
el calor hacía mella sobre ellos, y cuando me giré a mirarlos vi que sudaban
como pollos asados. Eso era un inconveniente porque, desde que llegara el
verano, las mujeres habían comenzado a vestir más ligeras de ropa, y me
resultaba incómodo verlas cubiertas sólo por unos indecentes tops ajustados que
cubría lo justo para fingir que era una prenda de vestir. Resaltaban demasiado
sus atributos, y eso sólo servía para distraernos a todos.
—¿Mucho para qué? —replicó
Alonso lanzando resoplidos por el cansancio—. ¿Es que vamos a algún sitio en
particular? Llevamos horas caminando campo a través, bajo un sol de justicia y
sin rumbo fijo.
—Y lo que nos
queda —mascullé yo con fastidio. Si algo odiaba más que escucharles protestar
era que encima me pidieran explicaciones. Cualquiera de ellos se habría pasado
días dando vueltas en círculos hasta morir de hambre si no estuviera yo para
guiarles.
Mi vida
predominantemente rural y austera me había enseñado un par de truquitos a la
hora de sobrevivir al aire libre, trucos que ellos, urbanitas enfermizos,
desconocían por completo… pero si algo adoraban incluso más que el charloteo
insulso era protestar. Por ese motivo nunca les hacía mucho caso.
—Palencia está por
allí —dijo Martínez señalando más o menos hacia donde la ciudad se encontraba—.
Hacia ahí nos dirigimos.
—¿A una ciudad?
¿Para qué? —inquirió Emilio con desconfianza—. Estará llena de muertos
vivientes.
—Necesitamos
reponer comida —le explicó él.
—Y en Palencia hay
un río —añadió Arancha, que se apoyaba en Emilio para descansar—. Necesito
darme un baño o me va a dar algo.
—Sigamos —murmuré
antes de reemprender el camino. Si les escuchaba quejarse mucho más acabarían
con mi paciencia, y todavía era muy temprano para eso.
—Tal vez no
deberíamos movernos por terrenos tan abiertos —me sugirió Martínez cuando ya
llevábamos diez minutos caminando y la fatiga volvió a cerrar la boca a los
demás—. Hay muchos grupos de reanimados errantes sueltos, y si nos ven, no nos
los quitaremos de encima en horas.
Me detuve un
momento para evaluar sus palabras. Nunca llegué a preguntarle por qué prefería
que le llamaran por su apellido a usar su nombre, y eso me causó algunas
desconfianzas al principio. ¿Quién tiene tanto que esconder de sí mismo que no
puede ni usar su propio nombre? Pero con el paso del tiempo había aprendido a
valorar sus opiniones, aunque sólo fuera porque no eran demasiado estúpidas, y
solían reflejar las dudas y preocupaciones del resto del grupo.
—Palencia está por
allí —respondí, señalando hacia la ciudad—. No tardaremos en llegar.
No me digné a
añadir nada más. La respuesta era muy clara para quien quisiera entenderla, y
las explicaciones largas para los tontos solía englobarlas entre la cháchara
intrascendente que tan molesta me resultaba. Por suerte, Martínez no era de los
que insistían demasiado, y se conformó con esa respuesta.
A mediodía, nos
detuvimos a comer en mitad de un prado de hierba alta y amarilla que crecía
salvaje en mitad de la nada. No acostumbraba a compartir la ridícula necesidad
de sentarse en corrillo para comer todos juntos y parlotear como loros
entrenados entre nosotros aprovechando el descanso, de modo que solía quedarme
a un lado y, para no parecer demasiado desinteresado, fingía que era necesario
montar guardia.
Mientras
contemplaba el paisaje y remataba los posos de una lata de judías podía
escucharles cuchichear a mi espalda. Por el tono de los murmullos, me era muy
fácil saber cuándo estaban hablando de mí, y aquella era una de las ocasiones.
Hice examen mental de los últimos días para hacerme una idea de lo que podían
estar diciendo, y sin duda de nuevo Carla estaría cuestionando que fuera yo el
más indicado para marcar la ruta a seguir.
Aquello pasaba
cada vez que su alteza tenía que caminar un poco y se cansaba. La muy estúpida
nunca tenía en cuenta que gracias a ese esfuerzo luego solíamos contar con
varios días en refugios protegidos y cerca de comida, pero no podía pedirle
más, sólo era una mujer.
No reaccioné a las
presuntas críticas porque ya sabía cómo iban a terminar: Martínez, el único con
dos dedos de frente, saldría en mi defensa y les arengaría para aguantar un día
más hasta… bueno, hasta lo que esa pobre idiota de Carla creyera que era la
alternativa a hacerme caso.
No me preocupaba
porque pretendía llegar al lugar seguro y acallar sus dudas ese mismo día, de
modo que no había tiempo material para un motín que nos matara a todos.
Tal vez ése fuera
el motivo por el que unas horas más tarde, cuando alcanzamos por fin la ciudad
de Palencia, un leve temor me sobrecogiera. Desde bien lejos ya se podía intuir
que algo iba mal cuando, en lugar de los edificios habituales de un núcleo
urbano como aquel, sólo se podían ver carcasas destruidas y quemadas, pero con
lo que me encontré tras acercarnos lo bastante a las primeras calles fue mucho
peor de lo que esperaba: en lugar de una ciudad, con sus casas, sus edificios,
sus callejuelas llenas de coches abandonados, mierda y muertos vivientes
apestosos, lo que había era una acumulación de ruinas ennegrecidas, coches
calcinados y escombros cenicientos.
—¡Dios santo! —exclamó
Arancha con excesivo dramatismo—. ¿Qué ha pasado aquí?
—No tengo ni idea —respondió
estúpidamente Emilio. Ese tipo de comentarios eran los que más me sacaban de
quicio. Si no sabía algo ¿de verdad era necesario decirlo en voz alta, como si
confirmar tu ignorancia sirviera de algo?— Parece un incendio, ¿no?
—Yo diría que sí —afirmó
Martínez, que contemplaba estupefacto los edificios quemados y derruidos que
teníamos enfrente—. Alcanza hasta donde llega la vista… si ha sido un incendio,
ha sido uno muy serio.
—Sin bomberos que
lo apaguen, un rayo que caiga en cualquier parte puede hacer arder toda la
ciudad —señaló Alonso, rascándose la coronilla en un gesto estúpido—. No tiene
pinta de que vaya a haber mucha comida por aquí, ¿no os parece?
En eso tenía
razón, y era preocupante porque nuestras reservas ya eran escasas. Bajé la
vista y comprobé que Batman seguía tranquilo, señal de que no había muertos
vivientes cerca… se excitaba mucho cuando podía olerlos, y ésa era la mejor
alarma que teníamos contra ellos. No obstante, en aquella ocasión su falta de
reacción consiguió inquietarme, porque lo normal cuando nos aproximábamos a un
núcleo urbano era que nos encontráramos con multitud de ellos.
—Iremos al río —determiné
sin dar más explicaciones antes de echar a andar de nuevo.
Para llegar hasta
el río tendríamos que rodear buena parte de la ciudad, eso me permitiría ver
hasta qué punto el incendio se había extendido.
Por desgracia, a
lo largo de la hora siguiente no vi ninguna parte de la ciudad que se hubiera
salvado del fuego, salvo un polígono industrial ya en las afueras, pero en el
lado opuesto al río. Había contado con poder encontrar algo donde pasar la
noche o conseguir provisiones cerca del agua, sin embargo, todo apuntaba a que
tendríamos que pasar la noche en el polígono si queríamos estar a buen recaudo.
—¡Por fin algo de
agua! —exclamó Carla arrodillándose frente al río, luego se llenó las manos y
se la echó por la cara para refrescarse.
Nos llevaría un
tiempo hervirla para beber y rellenar las cantimploras, pero con ya bien
entrado el verano anochecía tarde, y el tiempo no era un problema. Además, no
nos habíamos cruzado con un mísero muerto viviente en todo nuestro camino. El
incendio debió espantarlos, o tal vez se los llevara por delante el fuego. ¿Qué
importaba en realidad?
—Me inquieta mucho
esta ciudad —me confesó Martínez cuando, una vez acicalado y con el pelo
todavía empapado, se volvió hacia los edificios calcinados.
—A mí no —repliqué
yo, que le di una amistosa palmada a Batman en la cabeza—. Si él está
tranquilo, yo estoy tranquilo.
—Creo que
deberíamos alejarnos para dormir —opinó, dirigiéndole una mirada torva a la
ciudad—. Me sentiría más seguro. No me gusta este sitio, me da escalofríos.
—Yo me siento más
seguro con cuatro paredes y un techo —insistí—. Iremos a uno de los almacenes
del polígono industrial y pasaremos la noche allí. Tal vez incluso encontremos
algo útil.
Martínez podía
discrepar conmigo, pero siempre acababa atendiendo a razones, de modo que,
cuando terminaron de acicalarse, hervir el agua y rellenar las cantimploras, utilizamos
un puente para cruzar al otro lado del río y nos encaminamos hacia el polígono
con la intención de encontrar un lugar donde refugiarnos hasta el día siguiente.
Otra cosa era Carla, que por motivos mucho menos claros tampoco quería quedarse
allí, y en lugar de acatar la decisión prefirió dar el coñazo todo el camino
por no haberse hecho su santa voluntad.
—Creo que deberíamos
avanzar mientras hubiera luz —dijo—. Pararnos aquí, donde no hay ni comida, es
perder un tiempo precioso que podríamos emplear en adelantar camino hasta el
siguiente pueblo.
—Pasaremos la
noche aquí —respondí con sequedad. Con ella estaba de más discutir, no entendía
que en mitad de la llanura estábamos expuestos a cualquier cosa, mientras que
allí podíamos escondernos de la vista de cualquiera.
Sin embargo,
estuve a punto de tener que rectificar mi postura cuando Batman se detuvo,
levantó la cabeza y comenzó a olfatear el aire.
—¿Qué ocurre,
chico? —le pregunté, agachándome junto a él—. ¿Qué has olido?
El animal
acostumbraba a gruñir por lo bajo cuando olfateaba un muerto viviente, pero en
aquella ocasión olisqueó un poco por los alrededores y enseguida se encaminó
hacia el origen de aquel olor.
—¿A dónde va? —preguntó
Carla estúpidamente. ¿Acaso creía que podía leerle la mente al perro?
Como no merecía la
pena contestar, me limité a seguir a Batman creyendo que tal vez hubiera
encontrado algo interesante… aunque cuando se detuvo y llegué a su lado no
sabía si lo que había encontrado era interesante o sólo curioso.
—Vaya, un cadáver —determinó
Martínez cuando el perro se detuvo frente a un cuerpo putrefacto tumbado en el
suelo.
—¿Vivo o muerto? —preguntó
Arancha con temor.
—Si estuviera
vivo, ya nos habría atacado —bufé, haciendo acopio de paciencia ante su tonta
pregunta. No obstante, aunque no suponía ningún peligro, había algo en ese
cuerpo que no me gustaba nada—. Lo mataron de un tiro en la cabeza.
—¿Un tiro? Parece
que se quemó —señaló, sin embargo, Martínez—. Está cubierto de hollín.
Tenía razón. Envuelto
en hollín, en un primer vistazo tenía pinta de haberse quemado, pero era
evidente que no fue así cuando bajo ese hollín lo que tenía era carne. No muy
fresca, pero carne.
—Si se hubiera
quemado, estaría consumido —objeté.
—Entonces debió
llegar aquí después del incendio y se manchó. Hay hollín por todas partes —dedujo
él.
—¿Qué más da? No
es más que un resucitado muerto —gruñó Carla.
—Por el estado de
putrefacción, no lleva demasiado tiempo muerto —afirmé—. A éste se lo ha
cargado alguien de un disparo hace poco.
—No creo que quien
lo hiciera siga por aquí —supuso Martínez, que se apresuró a echar un vistazo a
los alrededores por si las moscas—. Alguien debió venir buscando comida y se lo
cargó cuando se interpuso en su camino.
—Sí, probablemente
—asentí. Podía ser, aunque tenía un mal presentimiento, y mis presentimientos
hasta entonces habían estado muy acertados. No obstante, no era una mujer, y
por tanto no necesitaba alardear de ningún “instinto femenino” para darme
importancia y llamar la atención, de modo que no compartí mi inquietud con el
resto del grupo hasta tener una prueba más tangible.
Ésta no se hizo de
rogar y llegó apenas un minuto más tarde, cuando dejamos atrás el camino
calcinado y entramos en la parte de la ciudad que quedaba en pie: el polígono
industrial.
—¡Madre de Dios! —exclamó
Emilio al contemplar el reguero de cadáveres descompuestos que abarcaba hasta
donde alcanzaba la vista. Era como si del cielo hubieran llovido cuerpos
humanos muertos en lugar de agua, y toda clase de alimañas e insectos se daban
un banquete con la carne podrida. El olor era nauseabundo—. ¿Qué diantres ha
pasado aquí?
—No tengo ni idea,
pero es mejor no quedarse —replicó Martínez cubriéndose la boca con la camisa,
gesto que todos imitaron, incluido yo. La peste que los cuerpos desprendían estaba
más allá de lo soportable—. Esto ha sido reciente, y no creo que todos fueran
muertos vivientes cuando murieron.
Tenía razón, por
supuesto. Un cadáver cubierto de hollín podía ser un resucitado manchado, pero
allí todos estaban igual, y dudaba que todos se hubieran manchado exactamente
de la misma forma por pura casualidad. Además, vi varios cuchillos ensangrentados
tirados entre los cuerpos, y aunque algunos de ellos daban muestras de haber
sido eliminados con armas blancas, la mayoría habían recibido disparos, los
casquillos desperdigados por el suelo lo delataban, por lo que los cuchillos
debían ser suyos.
—Estoy de acuerdo —coincidí
con Martínez. No era la primera escena un poco fuerte que nos encontrábamos en
nuestro camino, y por experiencia sabía que era mejor alejarse de ese tipo de
cosas—. Saldremos de la ciudad.
Estábamos en una
ciudad, no sería problema encontrar una casa abandonada a las afueras donde
pasar la noche, aunque la búsqueda de comida había quedado cancelada.
—Sí, por favor —suplicó
Arancha conteniendo una arcada.
Le hice una señal
a Batman para que me siguiera y guie al grupo en dirección a la salida de
Palencia, ciudad que había pasado definitivamente a mejor vida para cualquier
ser humano civilizado o sin civilizar. Creí que para salir de allí sólo
tendríamos que caminar hacia las afueras, pero a medio camino me encontré con que
un grueso muro de hormigón bloqueaba toda la calle.
—¿Y eso? —inquirió
Carla, soltando un bufido molesto—. ¿A quién se le ocurrió la feliz idea de
bloquear la carretera?
—A quien construyó
la zona segura —contesté yo, que ya había encontrado la entrada a la misma.
Habían intentado cubrirla con unos pesados contenedores para alejarla de la
vista, y probablemente del alcance de los muertos vivientes, pero en ese
momento se encontraba abierta—. Echaré un vistazo.
—¿Estás loco? ¿Vas
a meterte ahí? —exclamó Martínez volviéndose hacia mí—. Es evidente que fue
abandonada, o puede que los resucitados entraran. Podría ser muy peligroso si
todavía hay alguno ahí dentro.
—En las zonas
seguras había comida, ropa, material militar y cualquier cosa que pudiéramos
necesitar —tuve que recordarle—. Si los muertos entraron, es posible que aún
siga ahí. Vamos, Batman.
Sin esperar a que
me dieran la razón o pusieran más pegas, cogí al perro y me dirigí hacia la
entrada a la zona segura. Si alguno le echaba un par de huevos y decidía
seguirme sólo tenía que darme alcance… sabía que al menos había dos que no iban
a hacerlo bajo ningún concepto, no fuera que acabaran rompiéndose una uña.
Me adentré con
cuidado y en silencio en la zona segura. Batman no hizo señal alguna que
delatara la presencia de muertos vivientes, pero aun así tuve cuidado porque
con el olor a putrefacción de los cuerpos anteriores podía confundirse. Era tan
hediondo que llegaba incluso hasta allí.
Descubrí en un
primer vistazo que para construir la zona segura se habían aprovechado de
varios de los almacenes que allí se encontraban, y se limitaron a crear un
recinto de hormigón que los protegiera. Un leve olor a rancio inundaba el
ambiente, pero además de porquería arrastrada por el viento no vi nada
alarmante, salvo algunas manchas sobre el asfalto que parecían ser de sangre
seca. No obstante, se me antojó demasiado poca para que los muertos vivientes
hubieran pasado por allí.
—¿Hay algo? —preguntó
Martínez a mi espalda, logrando sobresaltarme, aunque tuve la sangre fría de no
dar señal alguna de ello y poder fingir que no había sido así. No convenía
mostrarse débil o vulnerable.
—Veo que al final
le has echado huevos —le reconocí.
—Huevos,
desesperación, ¿qué más da? —repuso él, encogiéndose de hombros—. ¿Echamos un
vistazo?
Asentí y juntos
nos acercamos a las puertas de los almacenes, que al igual que la entrada a la
zona segura, estaban abiertas de par en par. No parecía que nadie hubiera
vivido allí desde hacía meses, pero tampoco había señales de una masacre, como
era de esperar en una zona segura invadida. En el primer almacén que entramos
nos encontramos con por lo menos cien catres instalados por toda su superficie;
allí los militares debieron alojar a los civiles que fueron llegando… viví una
situación parecida cuando yo mismo fui a la zona segura de la ciudad más
próxima buscando refugio.
—Definitivamente
esto era una zona segura —afirmó Martínez—. Algunos catres están revueltos,
otros no. ¿Qué crees que significa?
—No lo sé —mascullé
antes de dirigirme al fondo de la sala, donde había una puerta entornada por la
que la luz del sol no entraba. Si eran las oficinas del lugar, allí podían
estar las cosas de los militares—. Voy a ver qué hay dentro, espera aquí.
Nada de lo que
había visto hasta entonces, ni siquiera el reguero de cadáveres anterior, me
había preparado para lo que encontré allí dentro… y si eran los restos de los
militares prefería no saberlo. Todo lo que llenaba la estancia era una montaña
de huesos, huesos humanos, a juzgar por las abundantes calaveras mezcladas
entre ellos, huesos rojizos y negruzcos, dependiendo del estado en que se
encontrara los restos de carne que aún tenían adheridos.
Batman hizo un
ademán de acercarse a ellos, pero tiré de él para atrás. No necesitaba
investigar más, eso era todo lo que necesitaba para saber que allí no había
nada para nosotros, de modo que me apresuré a volver con Martínez.
—¿Qué ocurre? —me
preguntó cuando llegué a su lado—. ¿No hay nada?
—Nada bueno —gruñí—.
Es mejor que nos vayamos, aún tenemos que encontrar un refugio para la noche.
No quería saber qué había pasado en aquel
lugar, sólo sabía que los muertos vivientes no almacenaban a sus víctimas, y
por tanto, aquello tenían que haberlo hecho humanos. Di gracias a Dios por no
haber llegado a esa ciudad maldita unos meses antes, cuando lo que diablos
hubiera pasado allí ocurrió.
—¿Qué pasa? ¿No
había nada? —quiso saber Alonso después de que Martínez y yo regresáramos con
el resto del grupo. No me molesté en contestarle, ya lo haría Martínez si le
apetecía, yo me limité a seguir adelante, fuera de la ciudad a la que nunca
debimos entrar.
Al final tuvimos
suerte y encontramos una pequeña casita en las afueras donde pasar la noche. No
estaba tan lejos de la zona segura como me hubiera gustado, pero al tener sólo
una entrada era fácilmente defendible si algún horror de Palencia decidía
seguirnos. El único problema que le vi fue el cadáver envuelto en sábanas que
encontramos en el comedor, y que sin ningún reparo metimos en la bañera del
cuarto de baño. La estúpida de Carla sugirió sacarlo fuera, pero un cadáver
tirado en la entrada que no estaba antes era señal de que alguien había ocupado
la casa, y prefería no dejar señales de nuestra presencia allí.
—¿Cuándo nos
acostumbramos a dormir con un cadáver en la bañera? —preguntó Alonso tras
encargarnos del cuerpo, que por suerte ya no era más que un montón de huesos
que no olían. Aquella era una pregunta retórica, y por tanto charlatanería, así
que no respondí.
Ya por la noche me
ofrecí a ser el primero en montar guardia. Con lo que había visto en la zona
seguro, dudaba mucho que fuera capaz de dormir tranquilo, aunque reconozco que
el hambre que sentía también influyó. En vista de que no íbamos a conseguir
comida a corto plazo, decidí que lo mejor sería racionalizar lo que nos
quedaba, que no era demasiado… idea que, por supuesto, suscitó las quejas de
buena parte del grupo, en especial de la mujeres, que llevan la protesta en su
código genético.
Tras la exigua
cena, los demás se fueron repartiendo como pudieron entre las camas y sofás de
la casa. Alonso, que era el más joven, acabó teniendo que dormir sobre unas
sábanas en el suelo, mientras que la única cama que encontramos se sorteó y la
ganó Martínez, que no dudó en compartirla con Carla. Emilio y Arancha hicieron
lo propio en el sofá, de modo que a mí me correspondió un sillón, y Batman se
acurrucó a mi lado cuando me senté en él para montar guardia.
Con el perro a mi
lado, no me preocupaba que algo pudiera acercarse sigilosamente por la noche
sin que me diera cuenta, pero aun así me mantuve en vela hasta que llegó el
turno de vigilar de Martínez.
El día siguiente
amaneció tras una noche más tranquila de lo que me había atrevido a esperar.
Todo apuntaba a que lo que ocurriera en la ciudad, aunque relativamente
reciente, era parte del pasado, y que nada iba a venir a por nosotros… o tal
vez esa nada no hubiera advertido nuestra presencia. Fuera como fuera, mi intención
era dejar Palencia atrás lo antes posible, y para ello, cuando apenas el sol se
alzaba del horizonte ya estábamos en marcha, alejándonos de allí.
Los ánimos en el
grupo no estaban demasiado altos, eso pude percibirlo por el silencio que
guardaban sus integrantes durante el camino. Por regla general, las primeras
horas solían ser las más distendidas, cuando todavía no estaban agotados de
caminar, y se las pasaban parloteando como cotorras, pero aquella mañana todos
guardaban silencio. Tal vez fuera sólo el hambre, aunque también podían estar
acumulando resentimiento contra mí por no haber encontrado comida en la ciudad.
Encontrar algo que
comer iba a ser un problema, a menos que encontráramos alguna casa perdida
donde todavía quedara algo aprovechable. Mi mejor opción era conducirles a
algún pequeño pueblecito de las cercanías para probar suerte, pero entonces el
problema sería los muertos vivientes… estaba deseando que esos malditos bastardos
se pudrieran de una vez. Sin embargo, por lo que había visto hasta entonces, no
parecía que me fueran a dar ese placer antes de que alguno acabara matándome.
—¡Eso es una casa!
—señaló Carla ya cerca del mediodía, cuando Palencia era sólo una mancha negra
en la distancia. Apuntó con el dedo hacia un caserón pegado a un camino rural y
rodeado por una pequeña arboleda.
—Parece prometedor
—valoró Martínez, que enseguida me miró buscando mi aprobación.
En principio no tenía
ningún motivo para pensar que algo podía estar mal, de modo que asentí con la
cabeza y nos pusimos en marcha en dirección a aquella casa.
—Al menos esta
noche tendremos todos cama, ¡mirad qué grande es! —exclamó Arancha, muy
satisfecha por el hallazgo.
Yo no quería
mostrarme tan confiando, pero Batman estaba tranquilo, y eso me tranquilizaba a
mí también… sin embargo, esa tranquilidad se esfumó cuando el perro levantó las
orejas en el momento en que pasábamos junto a la arboleda. Al final de la misma
había un muro de piedra que rodeaba la casa, y como Arancha señalara, era
bastante grande.
—¿Qué ocurre,
chico? —le pregunté, agachándome a su lado. El resto del grupo se mantuvo
expectante mientras Batman olfateaba el aire—. ¿Qué has olido?
Dando un ladrido,
salió corriendo en dirección a la arboleda, y sin perder un instante le seguí.
Era un perro listo, sabía evitar a los muertos vivientes y no nos habría
llevado hasta un grupo de ellos, pero cuando llegamos al lugar de donde surgía
el olor que había llamado su atención no pude sino pensar que había cometido un
terrible error.
—¡Oh, por Dios! —gimió
Alonso apartando la vista de la grotesca escena que nos encontramos.
Atados con
cuerdas, dos hombres permanecían colgados muy precariamente de sendos árboles.
Ambos estaban desnudos, cubiertos de suciedad, sangre seca y sus propias heces…
pero eso no era lo peor: donde un hombre habría tenido sus genitales, ellos
sólo tenían una costra sanguinolenta e infectada llena de moscas, que zumbaban
furiosas alrededor de ellos. Además, les habían sacado los ojos, colocado una
mordaza en la boca y rapado la cabeza. En la frente de ambos se podía leer la
palabra “violador” grabada a cuchillo.
—¿Están vivos? —preguntó
Emilio, consternado ante tan terrible visión, aunque tuvo que hacerse a un lado
con Arancha cuando ésta sufrió una arcada y acabó vomitando.
—No lo sé —reconoció
Martínez—. Se mueven como si lo estuvieran, pero bien podían haber muerto y
transformado en resucitados hacía tiempo.
—Si fueran
resucitados, Batman lo sabría —repuse yo—. Además, las moscas no se acercan a
los muertos vivientes que aún viven.
—Entonces
deberíamos bajarlos de ahí, ¿no? —sugirió él, aunque no lo hizo muy convencido.
—¿Estás loco? ¿A
unos violadores? —bramó Carla, señalando las marcas en la frente de ambos tipos—.
¿Para qué quieres bajarlos? A mí me parece que están bien donde están.
—Humanidad —dije
yo, y no creía que hiciera falta que dijera nada más.
—Tiene razón,
nadie merece morir así —se me unió Martínez, y Carla, aunque a regañadientes,
como siempre que no se hacía su voluntad de mujer, acabó por acceder.
No obstante,
cuando Martínez desenfundó su cuchillo y se acercó a cortar las cuerdas que los
mantenían pegados al árbol, Batman comenzó a gruñir en dirección al muro, y de
inmediato me descolgué el rifle de la espalda preparado para hacer frente a
cualquier amenaza que pudiera sugir de allí.
—Yo que vosotros
no tocaría a esos tipos —dijo una voz femenina, y una mujer apareció caminando con
paso confiado sobre el muro.
Vestía con una
cortísima falda hecha de trozos de diversas prendas de cuero cosidas entre sí,
un top de más o menos las mismas características y botas altas y pesadas.
Llevaba el cabello, largo y moreno, lleno de plumas y cintas de diversos
colores, además de varios tatuajes azules de símbolos raros por todo el cuerpo.
Mientras que con una mano mantenía un hacha de mano apoyada en su hombro, en la
otra cargaba una escopeta recortada con la que apuntó a Martínez. Yo, por
supuesto, hice lo propio con ella y mi rifle.
—¡Suelta el arma! —le
exigí mientras Martínez se detenía y el resto del grupo se colocaba tras de mí.
—Pues no toquéis
lo que es mío —replicó ella, que no parecía para nada intimidada.
—¿Tuyo? —inquirí—.
¿Tú les has hecho esto a esos dos tipos?
—Junto con unas
amigas —admitió sin vergüenza alguna—. ¿Nos estás juzgando? Esos dos angelitos que
tanta pena os dan raptaron a una niña de dieciséis años, la encerraron en un
sótano y se entretuvieron violándola durante meses. Considero que hemos sido
muy compasivas en lo que a su castigo se refiere.
Martínez me miró
dubitativo, y yo bajé un poco el arma para rebajar la hostilidad de aquel
encuentro. Puede que no sintiera más que desprecio por el género femenino, pero
eso no significaba que pudiera simpatizar con violadores y esa clase de gente,
y si les habían hecho eso a un par de idiotas por violar a una chiquilla al
menos le habían echado más huevos a la vida que las hembras de mi propio grupo.
Al ver que
bajábamos las armas, aquella extraña mujer se relajó también.
—No parecéis mala
gente, algo que no se ve muy a menudo. ¿Qué hacéis por aquí? —nos preguntó.
—Buscar comida y
refugio —contestó Martínez—. Venimos de Palencia, y…
—¿Venís de
Palencia? —exclamó asombrada—. Esa ciudad es un matadero, ahí ya no queda nada
para los vivos.
—No hace falta que
lo jures —murmuró Alonso.
—¿Eres parte de un
grupo más grande? —inquirió Carla, que dio un paso al frente.
—Un grupo bastante
grande, sí —asintió mostrándonos una sonrisa—. Tenemos una serie de comunidades
seguras funcionando ahora mismo no muy lejos de aquí.
—¿Comunidades? —repitió
Emilio, impresionado.
—¿Hay alguna forma
de que nos unamos a vosotros? —le preguntó Martínez sin ningún tapujo—.
Llevamos vagando y malviviendo durante meses, hemos perdido a mucha gente…
—Es posible —contestó
ella, que se apoyó el rifle en el hombro donde no llevaba el hacha—. ¿Por qué
no entráis en la casa? Tenemos agua y comida. Así conoceréis a Dávila, él es
quien nos dirige.
No había mucho que
pensar. La posibilidad de unirnos a un grupo establecido en un lugar seguro era
demasiado tentadora como para negarla, y aunque tenía mis dudas al respecto,
como era lógico cuando una oferta tan buena llegaba como caída del cielo en el
momento más inesperado, no parecía que el resto del grupo estuviera por la labor
de ir siquiera a cuestionarlo, de modo que, tras aceptar el ofrecimiento,
dejamos agonizando a aquellos dos violadores y seguimos a la extraña mujer
hacia la entrada de la casa.
Aunque no fue un
sentimiento sensato, me tranquilizó comprobar que el patio y la puerta
principal eran custodiados por cuatro hombres con armas de asalto. Por un
momento temí que aquello pudiera ser un contubernio de mujeres, pero si había
hombres aportando sensatez sin duda debía tratarse de un grupo serio.
—¿Quiénes son
esos? —le preguntó a nuestra guía uno de ellos cuando nos plantamos frente a la
puerta de la casa. El tipo parecía duro, sabía sujetar el arma que llevaba de
la manera correcta y nos dirigió a todos una mirada cargada de desconfianza,
como correspondía en el trato con unos recién llegados.
—Rondaban por aquí
y se han mostrado interesados en unirse a nosotros —explicó la mujer con cierta
pasividad—. Los llevo con Dávila, querrá conocerlos.
—¿Rondaban por aquí?
—El hombre se volvió hacia nosotros todavía desconfiado, y me pareció oportuno
hablar antes de que Carla o Arancha abrieran la boca. Aquello era cosa de
hombres.
—Llevamos vagando
de un lugar a otro un tiempo, pasamos la noche en Palencia y la casualidad nos
ha traído aquí esta mañana —le expliqué—. Ella dice que tenéis varias
comunidades, con comida y seguridad.
—Sí que las
tenemos —respondió él con suspicacia—. Si queréis entrar ahí y ver a Dávila
tendréis que dejar las armas.
Me volví hacia el
resto del grupo, que por un instante titubeó. Si aquella resultaba ser mala
gente, de los que torturan hasta la muerte a otra gente atándola a árboles,
desarmados estaríamos indefensos ante ellos. Sin embargo, la esperanza de haber
encontrado por fin un grupo mayor al que unirnos al final pesó más que las
dudas, de modo que dejamos en el umbral hasta el último cuchillo que poseíamos,
y sólo cuando se aseguraron de que estábamos limpios nos dejaron pasar.
Entramos a un
comedor en penumbra escoltados tanto por el hombre que nos desarmó como por la
mujer que nos encontró, y allí nos topamos con al menos diez personas más, que
se nos quedaron mirando nada más vernos aparecer. La mayoría eran hombres y
mujeres normales, con gestos hoscos y bien armados, pero también con ropa
limpia y aspecto de haber hecho todas las comidas del día… a excepción de otra
mujer que se recostaban perezosamente en un sofá.
Era una muchacha rubia
con dos elaboradas trenzas que jugueteaba con una espada de un tamaño
considerable. Vestía de forma parecida a la que nos escoltaba, con ropa hecha
de jirones de cuero, y también llevaba tatuajes por todo el cuerpo, aunque en
menor cantidad que su compañera. Al vernos llegar se incorporó y se nos acercó.
—Los encontré
rondando en la arboleda —le explicó nuestra escolta antes de que abriera la
boca—. Estuvieron a punto de soltar a nuestros anfitriones, pero llegué a
tiempo Quieren unirse a nosotros.
—Oh, bien… al
menos sacaremos del viaje algo de provecho —dijo la otra.
—Espera, ¿no vivís
aquí? —les preguntó Martínez, confundido.
—¿Aquí? Para nada —respondió
la de las trenzas—. Tenemos varios pueblos libres de zombis y bien defendidos
más al norte, aquí estamos sólo… conociendo el vecindario, por decirlo de
alguna manera. Aunque por el momento los vecinos que hemos encontrado no nos
han gustado demasiado. También buscando gente.
—Gente habéis
encontrado —mascullé sin muchas ganas de escuchar sus explicaciones. La forma
en la que hablaba me resultaba irritante.
—Ya lo veo, aunque
a los últimos que encontramos tuvimos que colgarlos —replicó ella dirigiéndome
una mirada cargada de curiosidad, mirada que de inmediato bajó hasta Batman—.
¿El perro es tuyo?
—Es un buen perro —contesté
con sequedad—. Es capaz de oler a los muertos vivientes a cientos de metros de
distancia, y además me ayuda mucho a la hora de seguir rastros.
—¿Rastros? —inquirió
con repentino interés—. ¿Sabes seguir rastros?
—Es el mejor
siguiendo rastros —exclamó de repente Carla. Me costó disimular la sorpresa que
esto me produjo. Que alabara mis capacidades era algo nuevo, lo normal era que
se comportaba como si éstas fueran un derecho del que podía disponer a su
antojo—. Cuando nos separamos en Tordesillas, después de que unos resucitados
nos atacaran mientras buscábamos comida, nos encontró a todos y volvió a
reunirnos.
Aquello era
cierto, aunque si fui a por ella fue sólo porque Martínez había empezado a
follársela e insistió en que la buscara también. Yo la habría dejado por su
cuenta, a ver cuánto duraba.
—Y siguió el
rastro de lo que parecía un grupo de personas durante varios días caminando
campo a través, aunque cuando los encontramos estaban ya todos muertos —añadió
Arancha, para mi desconcierto.
Por supuesto,
enseguida me di cuenta de que las buenas palabras de ambas escondían una
motivación egoísta, como era de esperar en cualquier individuo de su género. Exaltaban
mis habilidades porque habían intuido del entusiasmo que de manera tan poco
inteligente mostró la mujer vestida como un esperpento que esa gente podía
necesitarlas, y eso haría que fueran más proclives a aceptarlas entre ellos
cuando, a la hora de la verdad, ninguna de las dos poseían ninguna capacidad
útil para un grupo de supervivientes como Dios manda.
—Dávila querrá
hablar contigo, sin duda —afirmó ella evaluándome con la mirada, gesto que me
pareció de lo más inapropiado, antes de dirigirse a la otra disfrazada—.
Llévale con él. Los demás que esperen aquí. Tranquilos, os daremos algo de
comer.
—Iré a avisar a
Dávila —murmuró el hombre del fusil, adelantándose a los demás.
—Si hay algún
problema, haz que Batman ladre —me susurró Martínez al oído antes de que nos
separáramos. Si lo hacía, ellos tendrían la oportunidad de escapar mientras yo
quedaba allí atrapado. Estaba seguro de que Martínez jamás me habría pagado así
todo lo que había hecho por ellos, salvo que Carla ya le tuviera sorbido el
seso del todo.
Mientras el resto
de mi grupo se sentaba en una mesa y comenzaba a relacionase con los habitantes
de aquella casa, que eran todos gente debidamente armada, yo fui conducido a un
pasillo con unas escaleras que no llegamos a subir, y de allí a una especie de
despacho con vistas a la arboleda.
El tal Dávila era
un hombre de mediana edad, yo le habría echado unos cuarenta y pocos, delgado,
pero no flaco, de rostro triangular y una mirada que desprendía peligro. Llevaba
en las manos un cigarro a medio fumar, y en el cinturón una pistola enfundada.
Pese al calor del verano, no parecía incómodo con una camisa de manga larga y
pantalones a juego.
Cuando entré, el
hombre de la puerta se encontraba allí, pero él miraba a través de la ventana
cómo los dos hombres torturados y colgados iban muriendo poco a poco, y sólo al
ver que nadie decía una palabra carraspeé para llamar su atención, consiguiendo
así que se diera la vuelta por fin.
—Gracias, Ariadna,
Manuel… —dijo con voz calmada—. Podéis iros.
Tanto la mujer
tatuada como el otro tipo se marcharon y cerraron la puerta tras de sí,
dejándonos a Batman y a mí solos con aquel hombre, que no parecía tener mucha
prisa.
—A veces el
destino es generoso —afirmó antes de ofrecerme asiento en la silla de la mesa
de despacho de la habitación. Él tan sólo se apoyó contra el alfeizar de la
ventana, y de nuevo echó un vistazo a los dos moribundos—. Sí, cuesta pensar
que sea así, visto lo visto. Pero muy de cuando en cuando, el destino te da
pequeñas recompensas que conviene saborear todo lo posible… aunque yo mantengo
la filosofía de que la única forma en la que se puede sobrevivir en este mundo
es que todo te importe una mierda.
No pude contener
una mueca de fastidio al darme cuenta de que era la clase de persona a la que
le gustaba parlotear, pero dado lo que nos jugábamos, preferí callar por no
interrumpirle con una salida de tono.
—Dice Manuel que
eres un buen rastreador. ¿Es cierto? —me preguntó por fin.
—El perro me
ayuda, pero sí —contesté, y como se me quedó mirando sin decir nada, imaginé
que quería una respuesta más extensa, así que me armé de paciencia y se la di—.
Siempre me ha gustado la soledad de la vida rural, hacer las cosas por mí
mismo, incluido cazar mi propia comida siempre que puedo.
—Tengo una serie
de comunidades que funcionan, y por lo visto mi deber es que sigan funcionando.
La época de huir de los muertos vivientes está a punto de terminar, la
humanidad tiene que comenzar a luchar por recuperarse, y eso requiere trabajo
duro por parte de todos, tanto para sacar a los nuevos asentamientos adelante
como para protegerlos de los zombis y… otras amenazas. Podría haber sitio para
ti y los tuyos, si es que os habéis cansado de malvivir vagando sin rumbo y
rezando porque no os coma un zombi mientras dormís.
Entrecerré los
ojos con desconfianza al escucharle decir eso, parecía como si estuviera
vacilándome, como si menospreciara el puto infierno que habían sido nuestras
vidas mientras, como él dijo, malvivíamos vagando por ahí. No obstante, acababa
de poner sobre la mesa una oferta interesante, y ofenderme por el tono de ésta
era algo más propio de una irreflexiva mujer que de un hombre con cabeza.
—¿Qué quiere que
le diga? —le pregunté. Si pretendía que aquello fuera algún tipo de intercambio
velado de impresiones se había equivocado de persona. Odiaba esos juegos.
—No quiero que me
digas nada, quiero que hagas algo —respondió él, que dio una última calada al
cigarro antes de apagarlo contra la pared y tirar la colilla por la ventana—.
Si tus compañeros y tú no resultáis ser una banda de psicópatas incapaces de
vivir en comunidad, y créeme cuando te digo que ya me he topado con muchos así,
puedo ofreceros refugio, seguridad, comida y, sobre todo, un futuro… pero a
cambio quiero algo de ti.
—¿Qué? —inquirí,
todavía desconfiado.
—Que encuentres a
un grupo para mí. Uno que llevo buscando desde primavera.
¡Tramposo! Todos pensabamos que el capitulo seria de algun personaje conocido, jajaja, es trampa.
ResponderEliminarPublica el libro pronto, por dios, que hay mucho mono ya