martes, 27 de septiembre de 2016

Prólogo de "Nuestro peor enemigo I": Salazar



Avance del primer capítulo de Nuestro Peor Enemigo, Parte 1.


SALAZAR



Me sequé el sudor de la frente antes de dar un largo trago de agua de mi cantimplora. El verano llevaba unos días atacándonos con fuerza, y la carencia de sombras donde descansar se notaba, en especial para mí, que con más de cincuenta años a mis espaldas comenzaba a darme cuenta de que mis mejores años habían pasado hacía tiempo.
—Tranquilo, chico —le susurré a Batman. Me agaché para rascarle la cabeza mientras él daba vueltas a mi alrededor.
Batman se había convertido en mi único aliado fiel, la única criatura en la que podía confiar ciegamente desde que el mundo se vino abajo por la aparición de los malditos resucitados. Era un perro policía, un dóberman entrenado para labores de rescate que recibió su desafortunado nombre porque fue bautizado por los niños de un hospital infantil cuando era un cachorro… o al menos eso me contó su dueño, que por desgracia falleció en las primeras semanas del fin del mundo.
Pero ojalá el sol de mediodía de la llanura castellana y el desafortunado nombre de mi fiel compañero hubieran sido mis únicos problemas. Nada más lejos de la realidad, y a la hora de señalar qué me provocaba más molestias y malestar en los últimos tiempos, sin duda alguna los elegidos habrían sido mis compañeros de grupo.
Supongo que, en el fondo, no eran más que lo que antes se podía denominar “gente normal”, pero es que a mí la gente normal siempre me causó alergia. Ya en mi juventud, algunos familiares y amigos me llamaban arisco y me acusaban de ser casi un ermitaño. Eso, sin embargo, nunca me pareció un problema; siempre me gustó la paz, la tranquilidad, el poder escuchar mis pensamientos sin distracciones en forma de conversaciones banales.
Mi teoría era que la compañía estaba sobrevalorada, y que la soledad de la que reniegan los poetas y cantantes era en realidad una bendición. Mi desgracia, por tanto, es comprensible para cualquiera cuando de repente me vi con un grupo de monos parlanchines pegados a mi trasero las veinticuatro horas del día. Pero no tenía más remedio que admitir que no eran tiempos para andar en soledad por en el mundo.
Siendo sincero, no todos mis compañeros resultaron ser un incordio completo. A lo largo de los meses que transcurrieron desde que el mundo se vino abajo había tenido muchos de ellos… sin embargo, los mejores parecían tener la cualidad de dejarse matar con facilidad. El dueño original de Batman, por ejemplo, era un policía más que capaz, además de un amante de los silencios como yo, pero murió al ser atrapado por un grupo de resucitados mientras trataba en vano de salvar la vida de una mujer encerrado en un edificio rodeado por esos seres. La salvó, y todos le llamaron héroe, pero desde mi punto de vista el cambio no mereció la pena, y menos cuando dos semanas más tarde la mujer murió al torcerse un tobillo mientras huíamos de una horda.
Al final, tras muchas peripecias donde yo mismo me las vi y me las deseé para salir con vida, me había tocado cargar a mis espaldas con un pequeño grupito del cual sólo Martínez era aprovechable. Era un hombre bien parecido de mediana edad, y aunque nunca había salido de la ciudad, aprendió a desenvolverse con cierta soltura en campo abierto. Con el paso del tiempo se había acabado convirtiendo en algo así como mi mano derecha, y aunque todavía distaba mucho de caerme bien, al menos habría movido una mano por salvarle la vida de necesitarlo. A los que habría dejado que se pudrieran entre los dientes de los resucitados eran todos los demás. No éramos un grupo grande, tan sólo seis continuábamos con vida en aquellos momentos, pero me sobraban cuatro.
Alonso era un inútil vocacional, y muchas veces me preguntaba cómo era posible que siguiera vivo a esas alturas, cuando tantos otros mejor que él habían muerto; Emilio vivía más pendiente de besar los pasos de su novia Arancha, que tampoco aportaba nada, y Carla… la corrección política imperante y favorable a las féminas a veces conseguía que hasta yo me sintiera mal de las cosas que pensaba, pero el mundo se había acabado, y eso ya no tenía ninguna importancia, de modo que ya no me costaba nada confesar que no me gustaban nada las mujeres.
Esa afirmación me costó que más de una vez me llamaran machista o incluso misógino, pero nada de lo que había visto o conocido a lo largo de mi vida me había hecho cambiar de opinión: las mujeres no eran dignas de confianza, no se podía contar con ellas para nada y sólo eran, en el mejor de los casos, una distracción, una distracción mortal en el peor.
Puede que estuviera equivocado, a lo mejor había tenido la desgracia de rodearme a lo largo de mi vida de los peores especímenes de hembras existentes, empezando por la ramera de mi madre y la estúpida de mi hermana, pero desde luego ni Arancha ni Carla eran ejemplos que pudieran hacerme cambiar de opinión. Arancha a duras penas era capaz de atarse los cordones de los zapatos por ella misma, era una niña mimada que necesitaba de hacer a hombres mejor que ella sus siervos para seguir viviendo, y su última víctima fue Emilio, que tampoco se podía decir que fuera una lumbrera. Carla, por su parte, también era una zorra manipuladora, pero bastante más lista que Arancha, y aspiraba no sólo a tener un siervo, sino a controlar todo el grupo a su antojo, aunque ni ella supiera para qué, y a la hora de conseguirlo no dudaba en hacer todo lo que hiciera falta. Nunca podría perdonarle que fuera la causa la muerte de Ernesto y Luís Miguel, dos hombres que podrían haber sido mucho más útiles que ella.
Ernesto era militar, alguien que durante casi un mes nos fue tan útil que tras su muerte llegué a pensar que no podríamos sobrevivir sin él, y tuvo que morir a mis manos después de que Carla se cansara de follar con él y comenzara a hacerlo a escondidas a Luis Miguel, un policía compañero del dueño de Batman.
Yo ya era consciente de esa infidelidad antes de que el soldado la descubriera, y fingiendo que no sabía nada, dejaba que Carla jugara a dos bandas con las dos personas más capaces del grupo… pero una noche Ernesto comenzó a sospechar. Era difícil no hacerlo cuando éramos tan pocos viviendo juntos, y les pilló mientras ella se dejaba montar contra el tronco de un árbol. El altercado que se produjo acabó con Luis Miguel muerto, Ernesto malherido y Carla llorando en el suelo con las bragas por las rodillas, como si fuera ella la víctima de todo aquello.
Nada me habría gustado más en ese momento que dispararle por causarnos unas pérdidas tan dolorosas, pero no iba a rebajarme a semejante cosa, y menos después de que Arancha convenciera al resto de que la culpa encima era de los dos hombres por ser tan celosos y violentos.
No vi una pelea entre ellos hasta que a Carla se le antojó abrirse de piernas para Luis Miguel, pero al final tuve que rematar a Ernesto para que dejara de sufrir, tomar yo las riendas del grupo y dejar que ella pareciera la más perjudicada por aquello. Me juré no perdonarle lo que había hecho jamás, y todavía mantenía esa promesa.
Ella debía notar de alguna manera mi hostilidad, porque me dedicaba también miradas poco amistosas y de desconfianza. Sabía que había descubierto su juego y que no iba a dejar que lo llevara a cabo de nuevo, en especial cuando ahora fornicaba con Martínez… no me cabía duda de que esa furcia se habría dejado montar por Batman si con ello hubiera sacado algo en su provecho.
—¿Falta mucho? —preguntó precisamente ella cuando el resto del grupo me dio alcance.
Al igual que yo, el calor hacía mella sobre ellos, y cuando me giré a mirarlos vi que sudaban como pollos asados. Eso era un inconveniente porque, desde que llegara el verano, las mujeres habían comenzado a vestir más ligeras de ropa, y me resultaba incómodo verlas cubiertas sólo por unos indecentes tops ajustados que cubría lo justo para fingir que era una prenda de vestir. Resaltaban demasiado sus atributos, y eso sólo servía para distraernos a todos.
—¿Mucho para qué? —replicó Alonso lanzando resoplidos por el cansancio—. ¿Es que vamos a algún sitio en particular? Llevamos horas caminando campo a través, bajo un sol de justicia y sin rumbo fijo.
—Y lo que nos queda —mascullé yo con fastidio. Si algo odiaba más que escucharles protestar era que encima me pidieran explicaciones. Cualquiera de ellos se habría pasado días dando vueltas en círculos hasta morir de hambre si no estuviera yo para guiarles.
Mi vida predominantemente rural y austera me había enseñado un par de truquitos a la hora de sobrevivir al aire libre, trucos que ellos, urbanitas enfermizos, desconocían por completo… pero si algo adoraban incluso más que el charloteo insulso era protestar. Por ese motivo nunca les hacía mucho caso.
—Palencia está por allí —dijo Martínez señalando más o menos hacia donde la ciudad se encontraba—. Hacia ahí nos dirigimos.
—¿A una ciudad? ¿Para qué? —inquirió Emilio con desconfianza—. Estará llena de muertos vivientes.
—Necesitamos reponer comida —le explicó él.
—Y en Palencia hay un río —añadió Arancha, que se apoyaba en Emilio para descansar—. Necesito darme un baño o me va a dar algo.
—Sigamos —murmuré antes de reemprender el camino. Si les escuchaba quejarse mucho más acabarían con mi paciencia, y todavía era muy temprano para eso.
—Tal vez no deberíamos movernos por terrenos tan abiertos —me sugirió Martínez cuando ya llevábamos diez minutos caminando y la fatiga volvió a cerrar la boca a los demás—. Hay muchos grupos de reanimados errantes sueltos, y si nos ven, no nos los quitaremos de encima en horas.
Me detuve un momento para evaluar sus palabras. Nunca llegué a preguntarle por qué prefería que le llamaran por su apellido a usar su nombre, y eso me causó algunas desconfianzas al principio. ¿Quién tiene tanto que esconder de sí mismo que no puede ni usar su propio nombre? Pero con el paso del tiempo había aprendido a valorar sus opiniones, aunque sólo fuera porque no eran demasiado estúpidas, y solían reflejar las dudas y preocupaciones del resto del grupo.
—Palencia está por allí —respondí, señalando hacia la ciudad—. No tardaremos en llegar.
No me digné a añadir nada más. La respuesta era muy clara para quien quisiera entenderla, y las explicaciones largas para los tontos solía englobarlas entre la cháchara intrascendente que tan molesta me resultaba. Por suerte, Martínez no era de los que insistían demasiado, y se conformó con esa respuesta.
A mediodía, nos detuvimos a comer en mitad de un prado de hierba alta y amarilla que crecía salvaje en mitad de la nada. No acostumbraba a compartir la ridícula necesidad de sentarse en corrillo para comer todos juntos y parlotear como loros entrenados entre nosotros aprovechando el descanso, de modo que solía quedarme a un lado y, para no parecer demasiado desinteresado, fingía que era necesario montar guardia.
Mientras contemplaba el paisaje y remataba los posos de una lata de judías podía escucharles cuchichear a mi espalda. Por el tono de los murmullos, me era muy fácil saber cuándo estaban hablando de mí, y aquella era una de las ocasiones. Hice examen mental de los últimos días para hacerme una idea de lo que podían estar diciendo, y sin duda de nuevo Carla estaría cuestionando que fuera yo el más indicado para marcar la ruta a seguir.
Aquello pasaba cada vez que su alteza tenía que caminar un poco y se cansaba. La muy estúpida nunca tenía en cuenta que gracias a ese esfuerzo luego solíamos contar con varios días en refugios protegidos y cerca de comida, pero no podía pedirle más, sólo era una mujer.
No reaccioné a las presuntas críticas porque ya sabía cómo iban a terminar: Martínez, el único con dos dedos de frente, saldría en mi defensa y les arengaría para aguantar un día más hasta… bueno, hasta lo que esa pobre idiota de Carla creyera que era la alternativa a hacerme caso.
No me preocupaba porque pretendía llegar al lugar seguro y acallar sus dudas ese mismo día, de modo que no había tiempo material para un motín que nos matara a todos.
Tal vez ése fuera el motivo por el que unas horas más tarde, cuando alcanzamos por fin la ciudad de Palencia, un leve temor me sobrecogiera. Desde bien lejos ya se podía intuir que algo iba mal cuando, en lugar de los edificios habituales de un núcleo urbano como aquel, sólo se podían ver carcasas destruidas y quemadas, pero con lo que me encontré tras acercarnos lo bastante a las primeras calles fue mucho peor de lo que esperaba: en lugar de una ciudad, con sus casas, sus edificios, sus callejuelas llenas de coches abandonados, mierda y muertos vivientes apestosos, lo que había era una acumulación de ruinas ennegrecidas, coches calcinados y escombros cenicientos.
—¡Dios santo! —exclamó Arancha con excesivo dramatismo—. ¿Qué ha pasado aquí?
—No tengo ni idea —respondió estúpidamente Emilio. Ese tipo de comentarios eran los que más me sacaban de quicio. Si no sabía algo ¿de verdad era necesario decirlo en voz alta, como si confirmar tu ignorancia sirviera de algo?— Parece un incendio, ¿no?
—Yo diría que sí —afirmó Martínez, que contemplaba estupefacto los edificios quemados y derruidos que teníamos enfrente—. Alcanza hasta donde llega la vista… si ha sido un incendio, ha sido uno muy serio.
—Sin bomberos que lo apaguen, un rayo que caiga en cualquier parte puede hacer arder toda la ciudad —señaló Alonso, rascándose la coronilla en un gesto estúpido—. No tiene pinta de que vaya a haber mucha comida por aquí, ¿no os parece?
En eso tenía razón, y era preocupante porque nuestras reservas ya eran escasas. Bajé la vista y comprobé que Batman seguía tranquilo, señal de que no había muertos vivientes cerca… se excitaba mucho cuando podía olerlos, y ésa era la mejor alarma que teníamos contra ellos. No obstante, en aquella ocasión su falta de reacción consiguió inquietarme, porque lo normal cuando nos aproximábamos a un núcleo urbano era que nos encontráramos con multitud de ellos.
—Iremos al río —determiné sin dar más explicaciones antes de echar a andar de nuevo.
Para llegar hasta el río tendríamos que rodear buena parte de la ciudad, eso me permitiría ver hasta qué punto el incendio se había extendido.
Por desgracia, a lo largo de la hora siguiente no vi ninguna parte de la ciudad que se hubiera salvado del fuego, salvo un polígono industrial ya en las afueras, pero en el lado opuesto al río. Había contado con poder encontrar algo donde pasar la noche o conseguir provisiones cerca del agua, sin embargo, todo apuntaba a que tendríamos que pasar la noche en el polígono si queríamos estar a buen recaudo.
—¡Por fin algo de agua! —exclamó Carla arrodillándose frente al río, luego se llenó las manos y se la echó por la cara para refrescarse.
Nos llevaría un tiempo hervirla para beber y rellenar las cantimploras, pero con ya bien entrado el verano anochecía tarde, y el tiempo no era un problema. Además, no nos habíamos cruzado con un mísero muerto viviente en todo nuestro camino. El incendio debió espantarlos, o tal vez se los llevara por delante el fuego. ¿Qué importaba en realidad?
—Me inquieta mucho esta ciudad —me confesó Martínez cuando, una vez acicalado y con el pelo todavía empapado, se volvió hacia los edificios calcinados.
—A mí no —repliqué yo, que le di una amistosa palmada a Batman en la cabeza—. Si él está tranquilo, yo estoy tranquilo.
—Creo que deberíamos alejarnos para dormir —opinó, dirigiéndole una mirada torva a la ciudad—. Me sentiría más seguro. No me gusta este sitio, me da escalofríos.
—Yo me siento más seguro con cuatro paredes y un techo —insistí—. Iremos a uno de los almacenes del polígono industrial y pasaremos la noche allí. Tal vez incluso encontremos algo útil.
Martínez podía discrepar conmigo, pero siempre acababa atendiendo a razones, de modo que, cuando terminaron de acicalarse, hervir el agua y rellenar las cantimploras, utilizamos un puente para cruzar al otro lado del río y nos encaminamos hacia el polígono con la intención de encontrar un lugar donde refugiarnos hasta el día siguiente. Otra cosa era Carla, que por motivos mucho menos claros tampoco quería quedarse allí, y en lugar de acatar la decisión prefirió dar el coñazo todo el camino por no haberse hecho su santa voluntad.
—Creo que deberíamos avanzar mientras hubiera luz —dijo—. Pararnos aquí, donde no hay ni comida, es perder un tiempo precioso que podríamos emplear en adelantar camino hasta el siguiente pueblo.
—Pasaremos la noche aquí —respondí con sequedad. Con ella estaba de más discutir, no entendía que en mitad de la llanura estábamos expuestos a cualquier cosa, mientras que allí podíamos escondernos de la vista de cualquiera.
Sin embargo, estuve a punto de tener que rectificar mi postura cuando Batman se detuvo, levantó la cabeza y comenzó a olfatear el aire.
—¿Qué ocurre, chico? —le pregunté, agachándome junto a él—. ¿Qué has olido?
El animal acostumbraba a gruñir por lo bajo cuando olfateaba un muerto viviente, pero en aquella ocasión olisqueó un poco por los alrededores y enseguida se encaminó hacia el origen de aquel olor.
—¿A dónde va? —preguntó Carla estúpidamente. ¿Acaso creía que podía leerle la mente al perro?
Como no merecía la pena contestar, me limité a seguir a Batman creyendo que tal vez hubiera encontrado algo interesante… aunque cuando se detuvo y llegué a su lado no sabía si lo que había encontrado era interesante o sólo curioso.
—Vaya, un cadáver —determinó Martínez cuando el perro se detuvo frente a un cuerpo putrefacto tumbado en el suelo.
—¿Vivo o muerto? —preguntó Arancha con temor.
—Si estuviera vivo, ya nos habría atacado —bufé, haciendo acopio de paciencia ante su tonta pregunta. No obstante, aunque no suponía ningún peligro, había algo en ese cuerpo que no me gustaba nada—. Lo mataron de un tiro en la cabeza.
—¿Un tiro? Parece que se quemó —señaló, sin embargo, Martínez—. Está cubierto de hollín.
Tenía razón. Envuelto en hollín, en un primer vistazo tenía pinta de haberse quemado, pero era evidente que no fue así cuando bajo ese hollín lo que tenía era carne. No muy fresca, pero carne.
—Si se hubiera quemado, estaría consumido —objeté.
—Entonces debió llegar aquí después del incendio y se manchó. Hay hollín por todas partes —dedujo él.
—¿Qué más da? No es más que un resucitado muerto —gruñó Carla.
—Por el estado de putrefacción, no lleva demasiado tiempo muerto —afirmé—. A éste se lo ha cargado alguien de un disparo hace poco.
—No creo que quien lo hiciera siga por aquí —supuso Martínez, que se apresuró a echar un vistazo a los alrededores por si las moscas—. Alguien debió venir buscando comida y se lo cargó cuando se interpuso en su camino.
—Sí, probablemente —asentí. Podía ser, aunque tenía un mal presentimiento, y mis presentimientos hasta entonces habían estado muy acertados. No obstante, no era una mujer, y por tanto no necesitaba alardear de ningún “instinto femenino” para darme importancia y llamar la atención, de modo que no compartí mi inquietud con el resto del grupo hasta tener una prueba más tangible.
Ésta no se hizo de rogar y llegó apenas un minuto más tarde, cuando dejamos atrás el camino calcinado y entramos en la parte de la ciudad que quedaba en pie: el polígono industrial.
—¡Madre de Dios! —exclamó Emilio al contemplar el reguero de cadáveres descompuestos que abarcaba hasta donde alcanzaba la vista. Era como si del cielo hubieran llovido cuerpos humanos muertos en lugar de agua, y toda clase de alimañas e insectos se daban un banquete con la carne podrida. El olor era nauseabundo—. ¿Qué diantres ha pasado aquí?
—No tengo ni idea, pero es mejor no quedarse —replicó Martínez cubriéndose la boca con la camisa, gesto que todos imitaron, incluido yo. La peste que los cuerpos desprendían estaba más allá de lo soportable—. Esto ha sido reciente, y no creo que todos fueran muertos vivientes cuando murieron.
Tenía razón, por supuesto. Un cadáver cubierto de hollín podía ser un resucitado manchado, pero allí todos estaban igual, y dudaba que todos se hubieran manchado exactamente de la misma forma por pura casualidad. Además, vi varios cuchillos ensangrentados tirados entre los cuerpos, y aunque algunos de ellos daban muestras de haber sido eliminados con armas blancas, la mayoría habían recibido disparos, los casquillos desperdigados por el suelo lo delataban, por lo que los cuchillos debían ser suyos.
—Estoy de acuerdo —coincidí con Martínez. No era la primera escena un poco fuerte que nos encontrábamos en nuestro camino, y por experiencia sabía que era mejor alejarse de ese tipo de cosas—. Saldremos de la ciudad.
Estábamos en una ciudad, no sería problema encontrar una casa abandonada a las afueras donde pasar la noche, aunque la búsqueda de comida había quedado cancelada.
—Sí, por favor —suplicó Arancha conteniendo una arcada.
Le hice una señal a Batman para que me siguiera y guie al grupo en dirección a la salida de Palencia, ciudad que había pasado definitivamente a mejor vida para cualquier ser humano civilizado o sin civilizar. Creí que para salir de allí sólo tendríamos que caminar hacia las afueras, pero a medio camino me encontré con que un grueso muro de hormigón bloqueaba toda la calle.
—¿Y eso? —inquirió Carla, soltando un bufido molesto—. ¿A quién se le ocurrió la feliz idea de bloquear la carretera?
—A quien construyó la zona segura —contesté yo, que ya había encontrado la entrada a la misma. Habían intentado cubrirla con unos pesados contenedores para alejarla de la vista, y probablemente del alcance de los muertos vivientes, pero en ese momento se encontraba abierta—. Echaré un vistazo.
—¿Estás loco? ¿Vas a meterte ahí? —exclamó Martínez volviéndose hacia mí—. Es evidente que fue abandonada, o puede que los resucitados entraran. Podría ser muy peligroso si todavía hay alguno ahí dentro.
—En las zonas seguras había comida, ropa, material militar y cualquier cosa que pudiéramos necesitar —tuve que recordarle—. Si los muertos entraron, es posible que aún siga ahí. Vamos, Batman.
Sin esperar a que me dieran la razón o pusieran más pegas, cogí al perro y me dirigí hacia la entrada a la zona segura. Si alguno le echaba un par de huevos y decidía seguirme sólo tenía que darme alcance… sabía que al menos había dos que no iban a hacerlo bajo ningún concepto, no fuera que acabaran rompiéndose una uña.
Me adentré con cuidado y en silencio en la zona segura. Batman no hizo señal alguna que delatara la presencia de muertos vivientes, pero aun así tuve cuidado porque con el olor a putrefacción de los cuerpos anteriores podía confundirse. Era tan hediondo que llegaba incluso hasta allí.
Descubrí en un primer vistazo que para construir la zona segura se habían aprovechado de varios de los almacenes que allí se encontraban, y se limitaron a crear un recinto de hormigón que los protegiera. Un leve olor a rancio inundaba el ambiente, pero además de porquería arrastrada por el viento no vi nada alarmante, salvo algunas manchas sobre el asfalto que parecían ser de sangre seca. No obstante, se me antojó demasiado poca para que los muertos vivientes hubieran pasado por allí.
—¿Hay algo? —preguntó Martínez a mi espalda, logrando sobresaltarme, aunque tuve la sangre fría de no dar señal alguna de ello y poder fingir que no había sido así. No convenía mostrarse débil o vulnerable.
—Veo que al final le has echado huevos —le reconocí.
—Huevos, desesperación, ¿qué más da? —repuso él, encogiéndose de hombros—. ¿Echamos un vistazo?
Asentí y juntos nos acercamos a las puertas de los almacenes, que al igual que la entrada a la zona segura, estaban abiertas de par en par. No parecía que nadie hubiera vivido allí desde hacía meses, pero tampoco había señales de una masacre, como era de esperar en una zona segura invadida. En el primer almacén que entramos nos encontramos con por lo menos cien catres instalados por toda su superficie; allí los militares debieron alojar a los civiles que fueron llegando… viví una situación parecida cuando yo mismo fui a la zona segura de la ciudad más próxima buscando refugio.
—Definitivamente esto era una zona segura —afirmó Martínez—. Algunos catres están revueltos, otros no. ¿Qué crees que significa?
—No lo sé —mascullé antes de dirigirme al fondo de la sala, donde había una puerta entornada por la que la luz del sol no entraba. Si eran las oficinas del lugar, allí podían estar las cosas de los militares—. Voy a ver qué hay dentro, espera aquí.
Nada de lo que había visto hasta entonces, ni siquiera el reguero de cadáveres anterior, me había preparado para lo que encontré allí dentro… y si eran los restos de los militares prefería no saberlo. Todo lo que llenaba la estancia era una montaña de huesos, huesos humanos, a juzgar por las abundantes calaveras mezcladas entre ellos, huesos rojizos y negruzcos, dependiendo del estado en que se encontrara los restos de carne que aún tenían adheridos.
Batman hizo un ademán de acercarse a ellos, pero tiré de él para atrás. No necesitaba investigar más, eso era todo lo que necesitaba para saber que allí no había nada para nosotros, de modo que me apresuré a volver con Martínez.
—¿Qué ocurre? —me preguntó cuando llegué a su lado—. ¿No hay nada?
—Nada bueno —gruñí—. Es mejor que nos vayamos, aún tenemos que encontrar un refugio para la noche.
 No quería saber qué había pasado en aquel lugar, sólo sabía que los muertos vivientes no almacenaban a sus víctimas, y por tanto, aquello tenían que haberlo hecho humanos. Di gracias a Dios por no haber llegado a esa ciudad maldita unos meses antes, cuando lo que diablos hubiera pasado allí ocurrió.
—¿Qué pasa? ¿No había nada? —quiso saber Alonso después de que Martínez y yo regresáramos con el resto del grupo. No me molesté en contestarle, ya lo haría Martínez si le apetecía, yo me limité a seguir adelante, fuera de la ciudad a la que nunca debimos entrar.
Al final tuvimos suerte y encontramos una pequeña casita en las afueras donde pasar la noche. No estaba tan lejos de la zona segura como me hubiera gustado, pero al tener sólo una entrada era fácilmente defendible si algún horror de Palencia decidía seguirnos. El único problema que le vi fue el cadáver envuelto en sábanas que encontramos en el comedor, y que sin ningún reparo metimos en la bañera del cuarto de baño. La estúpida de Carla sugirió sacarlo fuera, pero un cadáver tirado en la entrada que no estaba antes era señal de que alguien había ocupado la casa, y prefería no dejar señales de nuestra presencia allí.
—¿Cuándo nos acostumbramos a dormir con un cadáver en la bañera? —preguntó Alonso tras encargarnos del cuerpo, que por suerte ya no era más que un montón de huesos que no olían. Aquella era una pregunta retórica, y por tanto charlatanería, así que no respondí.
Ya por la noche me ofrecí a ser el primero en montar guardia. Con lo que había visto en la zona seguro, dudaba mucho que fuera capaz de dormir tranquilo, aunque reconozco que el hambre que sentía también influyó. En vista de que no íbamos a conseguir comida a corto plazo, decidí que lo mejor sería racionalizar lo que nos quedaba, que no era demasiado… idea que, por supuesto, suscitó las quejas de buena parte del grupo, en especial de la mujeres, que llevan la protesta en su código genético.
Tras la exigua cena, los demás se fueron repartiendo como pudieron entre las camas y sofás de la casa. Alonso, que era el más joven, acabó teniendo que dormir sobre unas sábanas en el suelo, mientras que la única cama que encontramos se sorteó y la ganó Martínez, que no dudó en compartirla con Carla. Emilio y Arancha hicieron lo propio en el sofá, de modo que a mí me correspondió un sillón, y Batman se acurrucó a mi lado cuando me senté en él para montar guardia.
Con el perro a mi lado, no me preocupaba que algo pudiera acercarse sigilosamente por la noche sin que me diera cuenta, pero aun así me mantuve en vela hasta que llegó el turno de vigilar de Martínez.
El día siguiente amaneció tras una noche más tranquila de lo que me había atrevido a esperar. Todo apuntaba a que lo que ocurriera en la ciudad, aunque relativamente reciente, era parte del pasado, y que nada iba a venir a por nosotros… o tal vez esa nada no hubiera advertido nuestra presencia. Fuera como fuera, mi intención era dejar Palencia atrás lo antes posible, y para ello, cuando apenas el sol se alzaba del horizonte ya estábamos en marcha, alejándonos de allí.
Los ánimos en el grupo no estaban demasiado altos, eso pude percibirlo por el silencio que guardaban sus integrantes durante el camino. Por regla general, las primeras horas solían ser las más distendidas, cuando todavía no estaban agotados de caminar, y se las pasaban parloteando como cotorras, pero aquella mañana todos guardaban silencio. Tal vez fuera sólo el hambre, aunque también podían estar acumulando resentimiento contra mí por no haber encontrado comida en la ciudad.
Encontrar algo que comer iba a ser un problema, a menos que encontráramos alguna casa perdida donde todavía quedara algo aprovechable. Mi mejor opción era conducirles a algún pequeño pueblecito de las cercanías para probar suerte, pero entonces el problema sería los muertos vivientes… estaba deseando que esos malditos bastardos se pudrieran de una vez. Sin embargo, por lo que había visto hasta entonces, no parecía que me fueran a dar ese placer antes de que alguno acabara matándome.
—¡Eso es una casa! —señaló Carla ya cerca del mediodía, cuando Palencia era sólo una mancha negra en la distancia. Apuntó con el dedo hacia un caserón pegado a un camino rural y rodeado por una pequeña arboleda.
—Parece prometedor —valoró Martínez, que enseguida me miró buscando mi aprobación.
En principio no tenía ningún motivo para pensar que algo podía estar mal, de modo que asentí con la cabeza y nos pusimos en marcha en dirección a aquella casa.
—Al menos esta noche tendremos todos cama, ¡mirad qué grande es! —exclamó Arancha, muy satisfecha por el hallazgo.
Yo no quería mostrarme tan confiando, pero Batman estaba tranquilo, y eso me tranquilizaba a mí también… sin embargo, esa tranquilidad se esfumó cuando el perro levantó las orejas en el momento en que pasábamos junto a la arboleda. Al final de la misma había un muro de piedra que rodeaba la casa, y como Arancha señalara, era bastante grande.
—¿Qué ocurre, chico? —le pregunté, agachándome a su lado. El resto del grupo se mantuvo expectante mientras Batman olfateaba el aire—. ¿Qué has olido?
Dando un ladrido, salió corriendo en dirección a la arboleda, y sin perder un instante le seguí. Era un perro listo, sabía evitar a los muertos vivientes y no nos habría llevado hasta un grupo de ellos, pero cuando llegamos al lugar de donde surgía el olor que había llamado su atención no pude sino pensar que había cometido un terrible error.
—¡Oh, por Dios! —gimió Alonso apartando la vista de la grotesca escena que nos encontramos.
Atados con cuerdas, dos hombres permanecían colgados muy precariamente de sendos árboles. Ambos estaban desnudos, cubiertos de suciedad, sangre seca y sus propias heces… pero eso no era lo peor: donde un hombre habría tenido sus genitales, ellos sólo tenían una costra sanguinolenta e infectada llena de moscas, que zumbaban furiosas alrededor de ellos. Además, les habían sacado los ojos, colocado una mordaza en la boca y rapado la cabeza. En la frente de ambos se podía leer la palabra “violador” grabada a cuchillo.
—¿Están vivos? —preguntó Emilio, consternado ante tan terrible visión, aunque tuvo que hacerse a un lado con Arancha cuando ésta sufrió una arcada y acabó vomitando.
—No lo sé —reconoció Martínez—. Se mueven como si lo estuvieran, pero bien podían haber muerto y transformado en resucitados hacía tiempo.
—Si fueran resucitados, Batman lo sabría —repuse yo—. Además, las moscas no se acercan a los muertos vivientes que aún viven.
—Entonces deberíamos bajarlos de ahí, ¿no? —sugirió él, aunque no lo hizo muy convencido.
—¿Estás loco? ¿A unos violadores? —bramó Carla, señalando las marcas en la frente de ambos tipos—. ¿Para qué quieres bajarlos? A mí me parece que están bien donde están.
—Humanidad —dije yo, y no creía que hiciera falta que dijera nada más.
—Tiene razón, nadie merece morir así —se me unió Martínez, y Carla, aunque a regañadientes, como siempre que no se hacía su voluntad de mujer, acabó por acceder.
No obstante, cuando Martínez desenfundó su cuchillo y se acercó a cortar las cuerdas que los mantenían pegados al árbol, Batman comenzó a gruñir en dirección al muro, y de inmediato me descolgué el rifle de la espalda preparado para hacer frente a cualquier amenaza que pudiera sugir de allí.
—Yo que vosotros no tocaría a esos tipos —dijo una voz femenina, y una mujer apareció caminando con paso confiado sobre el muro.
Vestía con una cortísima falda hecha de trozos de diversas prendas de cuero cosidas entre sí, un top de más o menos las mismas características y botas altas y pesadas. Llevaba el cabello, largo y moreno, lleno de plumas y cintas de diversos colores, además de varios tatuajes azules de símbolos raros por todo el cuerpo. Mientras que con una mano mantenía un hacha de mano apoyada en su hombro, en la otra cargaba una escopeta recortada con la que apuntó a Martínez. Yo, por supuesto, hice lo propio con ella y mi rifle.
—¡Suelta el arma! —le exigí mientras Martínez se detenía y el resto del grupo se colocaba tras de mí.
—Pues no toquéis lo que es mío —replicó ella, que no parecía para nada intimidada.
—¿Tuyo? —inquirí—. ¿Tú les has hecho esto a esos dos tipos?
—Junto con unas amigas —admitió sin vergüenza alguna—. ¿Nos estás juzgando? Esos dos angelitos que tanta pena os dan raptaron a una niña de dieciséis años, la encerraron en un sótano y se entretuvieron violándola durante meses. Considero que hemos sido muy compasivas en lo que a su castigo se refiere.
Martínez me miró dubitativo, y yo bajé un poco el arma para rebajar la hostilidad de aquel encuentro. Puede que no sintiera más que desprecio por el género femenino, pero eso no significaba que pudiera simpatizar con violadores y esa clase de gente, y si les habían hecho eso a un par de idiotas por violar a una chiquilla al menos le habían echado más huevos a la vida que las hembras de mi propio grupo.
Al ver que bajábamos las armas, aquella extraña mujer se relajó también.
—No parecéis mala gente, algo que no se ve muy a menudo. ¿Qué hacéis por aquí? —nos preguntó.
—Buscar comida y refugio —contestó Martínez—. Venimos de Palencia, y…
—¿Venís de Palencia? —exclamó asombrada—. Esa ciudad es un matadero, ahí ya no queda nada para los vivos.
—No hace falta que lo jures —murmuró Alonso.
—¿Eres parte de un grupo más grande? —inquirió Carla, que dio un paso al frente.
—Un grupo bastante grande, sí —asintió mostrándonos una sonrisa—. Tenemos una serie de comunidades seguras funcionando ahora mismo no muy lejos de aquí.
—¿Comunidades? —repitió Emilio, impresionado.
—¿Hay alguna forma de que nos unamos a vosotros? —le preguntó Martínez sin ningún tapujo—. Llevamos vagando y malviviendo durante meses, hemos perdido a mucha gente…
—Es posible —contestó ella, que se apoyó el rifle en el hombro donde no llevaba el hacha—. ¿Por qué no entráis en la casa? Tenemos agua y comida. Así conoceréis a Dávila, él es quien nos dirige.
No había mucho que pensar. La posibilidad de unirnos a un grupo establecido en un lugar seguro era demasiado tentadora como para negarla, y aunque tenía mis dudas al respecto, como era lógico cuando una oferta tan buena llegaba como caída del cielo en el momento más inesperado, no parecía que el resto del grupo estuviera por la labor de ir siquiera a cuestionarlo, de modo que, tras aceptar el ofrecimiento, dejamos agonizando a aquellos dos violadores y seguimos a la extraña mujer hacia la entrada de la casa.
Aunque no fue un sentimiento sensato, me tranquilizó comprobar que el patio y la puerta principal eran custodiados por cuatro hombres con armas de asalto. Por un momento temí que aquello pudiera ser un contubernio de mujeres, pero si había hombres aportando sensatez sin duda debía tratarse de un grupo serio.
—¿Quiénes son esos? —le preguntó a nuestra guía uno de ellos cuando nos plantamos frente a la puerta de la casa. El tipo parecía duro, sabía sujetar el arma que llevaba de la manera correcta y nos dirigió a todos una mirada cargada de desconfianza, como correspondía en el trato con unos recién llegados.
—Rondaban por aquí y se han mostrado interesados en unirse a nosotros —explicó la mujer con cierta pasividad—. Los llevo con Dávila, querrá conocerlos.
—¿Rondaban por aquí? —El hombre se volvió hacia nosotros todavía desconfiado, y me pareció oportuno hablar antes de que Carla o Arancha abrieran la boca. Aquello era cosa de hombres.
—Llevamos vagando de un lugar a otro un tiempo, pasamos la noche en Palencia y la casualidad nos ha traído aquí esta mañana —le expliqué—. Ella dice que tenéis varias comunidades, con comida y seguridad.
—Sí que las tenemos —respondió él con suspicacia—. Si queréis entrar ahí y ver a Dávila tendréis que dejar las armas.
Me volví hacia el resto del grupo, que por un instante titubeó. Si aquella resultaba ser mala gente, de los que torturan hasta la muerte a otra gente atándola a árboles, desarmados estaríamos indefensos ante ellos. Sin embargo, la esperanza de haber encontrado por fin un grupo mayor al que unirnos al final pesó más que las dudas, de modo que dejamos en el umbral hasta el último cuchillo que poseíamos, y sólo cuando se aseguraron de que estábamos limpios nos dejaron pasar.
Entramos a un comedor en penumbra escoltados tanto por el hombre que nos desarmó como por la mujer que nos encontró, y allí nos topamos con al menos diez personas más, que se nos quedaron mirando nada más vernos aparecer. La mayoría eran hombres y mujeres normales, con gestos hoscos y bien armados, pero también con ropa limpia y aspecto de haber hecho todas las comidas del día… a excepción de otra mujer que se recostaban perezosamente en un sofá.
Era una muchacha rubia con dos elaboradas trenzas que jugueteaba con una espada de un tamaño considerable. Vestía de forma parecida a la que nos escoltaba, con ropa hecha de jirones de cuero, y también llevaba tatuajes por todo el cuerpo, aunque en menor cantidad que su compañera. Al vernos llegar se incorporó y se nos acercó.
—Los encontré rondando en la arboleda —le explicó nuestra escolta antes de que abriera la boca—. Estuvieron a punto de soltar a nuestros anfitriones, pero llegué a tiempo Quieren unirse a nosotros.
—Oh, bien… al menos sacaremos del viaje algo de provecho —dijo la otra.
—Espera, ¿no vivís aquí? —les preguntó Martínez, confundido.
—¿Aquí? Para nada —respondió la de las trenzas—. Tenemos varios pueblos libres de zombis y bien defendidos más al norte, aquí estamos sólo… conociendo el vecindario, por decirlo de alguna manera. Aunque por el momento los vecinos que hemos encontrado no nos han gustado demasiado. También buscando gente.
—Gente habéis encontrado —mascullé sin muchas ganas de escuchar sus explicaciones. La forma en la que hablaba me resultaba irritante.
—Ya lo veo, aunque a los últimos que encontramos tuvimos que colgarlos —replicó ella dirigiéndome una mirada cargada de curiosidad, mirada que de inmediato bajó hasta Batman—. ¿El perro es tuyo?
—Es un buen perro —contesté con sequedad—. Es capaz de oler a los muertos vivientes a cientos de metros de distancia, y además me ayuda mucho a la hora de seguir rastros.
—¿Rastros? —inquirió con repentino interés—. ¿Sabes seguir rastros?
—Es el mejor siguiendo rastros —exclamó de repente Carla. Me costó disimular la sorpresa que esto me produjo. Que alabara mis capacidades era algo nuevo, lo normal era que se comportaba como si éstas fueran un derecho del que podía disponer a su antojo—. Cuando nos separamos en Tordesillas, después de que unos resucitados nos atacaran mientras buscábamos comida, nos encontró a todos y volvió a reunirnos.
Aquello era cierto, aunque si fui a por ella fue sólo porque Martínez había empezado a follársela e insistió en que la buscara también. Yo la habría dejado por su cuenta, a ver cuánto duraba.
—Y siguió el rastro de lo que parecía un grupo de personas durante varios días caminando campo a través, aunque cuando los encontramos estaban ya todos muertos —añadió Arancha, para mi desconcierto.
Por supuesto, enseguida me di cuenta de que las buenas palabras de ambas escondían una motivación egoísta, como era de esperar en cualquier individuo de su género. Exaltaban mis habilidades porque habían intuido del entusiasmo que de manera tan poco inteligente mostró la mujer vestida como un esperpento que esa gente podía necesitarlas, y eso haría que fueran más proclives a aceptarlas entre ellos cuando, a la hora de la verdad, ninguna de las dos poseían ninguna capacidad útil para un grupo de supervivientes como Dios manda.
—Dávila querrá hablar contigo, sin duda —afirmó ella evaluándome con la mirada, gesto que me pareció de lo más inapropiado, antes de dirigirse a la otra disfrazada—. Llévale con él. Los demás que esperen aquí. Tranquilos, os daremos algo de comer.
—Iré a avisar a Dávila —murmuró el hombre del fusil, adelantándose a los demás.
—Si hay algún problema, haz que Batman ladre —me susurró Martínez al oído antes de que nos separáramos. Si lo hacía, ellos tendrían la oportunidad de escapar mientras yo quedaba allí atrapado. Estaba seguro de que Martínez jamás me habría pagado así todo lo que había hecho por ellos, salvo que Carla ya le tuviera sorbido el seso del todo.
Mientras el resto de mi grupo se sentaba en una mesa y comenzaba a relacionase con los habitantes de aquella casa, que eran todos gente debidamente armada, yo fui conducido a un pasillo con unas escaleras que no llegamos a subir, y de allí a una especie de despacho con vistas a la arboleda.
El tal Dávila era un hombre de mediana edad, yo le habría echado unos cuarenta y pocos, delgado, pero no flaco, de rostro triangular y una mirada que desprendía peligro. Llevaba en las manos un cigarro a medio fumar, y en el cinturón una pistola enfundada. Pese al calor del verano, no parecía incómodo con una camisa de manga larga y pantalones a juego.
Cuando entré, el hombre de la puerta se encontraba allí, pero él miraba a través de la ventana cómo los dos hombres torturados y colgados iban muriendo poco a poco, y sólo al ver que nadie decía una palabra carraspeé para llamar su atención, consiguiendo así que se diera la vuelta por fin.
—Gracias, Ariadna, Manuel… —dijo con voz calmada—. Podéis iros.
Tanto la mujer tatuada como el otro tipo se marcharon y cerraron la puerta tras de sí, dejándonos a Batman y a mí solos con aquel hombre, que no parecía tener mucha prisa.
—A veces el destino es generoso —afirmó antes de ofrecerme asiento en la silla de la mesa de despacho de la habitación. Él tan sólo se apoyó contra el alfeizar de la ventana, y de nuevo echó un vistazo a los dos moribundos—. Sí, cuesta pensar que sea así, visto lo visto. Pero muy de cuando en cuando, el destino te da pequeñas recompensas que conviene saborear todo lo posible… aunque yo mantengo la filosofía de que la única forma en la que se puede sobrevivir en este mundo es que todo te importe una mierda.
No pude contener una mueca de fastidio al darme cuenta de que era la clase de persona a la que le gustaba parlotear, pero dado lo que nos jugábamos, preferí callar por no interrumpirle con una salida de tono.
—Dice Manuel que eres un buen rastreador. ¿Es cierto? —me preguntó por fin.
—El perro me ayuda, pero sí —contesté, y como se me quedó mirando sin decir nada, imaginé que quería una respuesta más extensa, así que me armé de paciencia y se la di—. Siempre me ha gustado la soledad de la vida rural, hacer las cosas por mí mismo, incluido cazar mi propia comida siempre que puedo.
—Tengo una serie de comunidades que funcionan, y por lo visto mi deber es que sigan funcionando. La época de huir de los muertos vivientes está a punto de terminar, la humanidad tiene que comenzar a luchar por recuperarse, y eso requiere trabajo duro por parte de todos, tanto para sacar a los nuevos asentamientos adelante como para protegerlos de los zombis y… otras amenazas. Podría haber sitio para ti y los tuyos, si es que os habéis cansado de malvivir vagando sin rumbo y rezando porque no os coma un zombi mientras dormís.
Entrecerré los ojos con desconfianza al escucharle decir eso, parecía como si estuviera vacilándome, como si menospreciara el puto infierno que habían sido nuestras vidas mientras, como él dijo, malvivíamos vagando por ahí. No obstante, acababa de poner sobre la mesa una oferta interesante, y ofenderme por el tono de ésta era algo más propio de una irreflexiva mujer que de un hombre con cabeza.
—¿Qué quiere que le diga? —le pregunté. Si pretendía que aquello fuera algún tipo de intercambio velado de impresiones se había equivocado de persona. Odiaba esos juegos.
—No quiero que me digas nada, quiero que hagas algo —respondió él, que dio una última calada al cigarro antes de apagarlo contra la pared y tirar la colilla por la ventana—. Si tus compañeros y tú no resultáis ser una banda de psicópatas incapaces de vivir en comunidad, y créeme cuando te digo que ya me he topado con muchos así, puedo ofreceros refugio, seguridad, comida y, sobre todo, un futuro… pero a cambio quiero algo de ti.
—¿Qué? —inquirí, todavía desconfiado.
—Que encuentres a un grupo para mí. Uno que llevo buscando desde primavera.

1 comentario:

  1. ¡Tramposo! Todos pensabamos que el capitulo seria de algun personaje conocido, jajaja, es trampa.
    Publica el libro pronto, por dios, que hay mucho mono ya

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