lunes, 19 de febrero de 2018

Primer capítulo completo de "Nuestro peor enemigo II: Dávila"


Avance del primer capítulo de Nuestro Peor Enemigo, Parte 1.


DÁVILA

 

La tos hizo que despertara minutos antes de las primeras luces del amanecer. Por supuesto, el tabaco tenía la culpa, pero jamás la había sufrido hasta que los zombis aparecieron en el mundo. Tal vez fuera cosa de la mala alimentación y el estrés sufridos antes de asentarme, o tal vez me estuviera creciendo un tumor en los pulmones, qué cojones sabía yo. La cuestión era que no creía ser ya tan mayor como para empezar con esa clase de mierdas.
Fuera como fuera, lo primero que me apeteció al despertar fue fumarme un cigarro, de modo que salí de la cama, cogí la cajetilla de la mesita de noche, el mechero, y me acerqué a la ventana para encenderme uno. Loreto seguía durmiendo como una bendita en la cama, y no quería molestarla con el humo. Como por las noches hacía calor, estaba medio destapada y con buena parte de su cuerpo desnudo a la vista. Después del meneo que me había dado la noche anterior, no me extrañaba que necesitara descansar… para tener aspecto de ser una mosquita muerta, había que reconocerle que era muy capaz en aquellos sórdidos asuntos.
Eché un vistazo a las partes de su cuerpo expuestas, pero ni con el último polvo en mente ni con la visión de una joven desnuda durmiendo en mi cama conseguí una erección mañanera. Aquella era otra de las cosas que el paso del tiempo me había ido arrebatando poco a poco.
—Pues que te jodan —murmuré para mí mismo mientras me encendía el cigarro, aunque no sin cierto pesar. Loreto valía su peso en oro tanto como administradora de la comunidad como en la cama, y era un desperdicio no sacarle el máximo rendimiento en ambos campos.
A veces me preguntaba qué hacía una chica como ella, casi quince años más joven, guapa y capaz, con un tipo que se despertaba tosiendo y con más ganas de fumar que de echar un polvo mañanero. La respuesta no podía ser otra que la maldita erótica del poder.
Tenía demasiado comprobado que ser quien daba las órdenes resultaba algo irresistible para más mujeres de lo que jamás me atreví a imaginar. Ya me lo habían advertido compañeros de partido cuando sólo era un concejal más en el ayuntamiento de León, pero no los creí; aquello me parecía más una fantasía sacada de alguna película porno que algo real… inocente de mí. Si lo hubiera creído, a lo mejor habría estado más prevenido cuando empezaron a afectarme las primeras manifestaciones.
Acostarte con tu secretaria puede sonar a cliché, pero hacerlo te convierte en un hijo de puta cuando estás casado y tienes dos hijos. Siempre creí que era la clase de persona que no se dejaba seducir por esas cosas, que era un marido fiel y buen padre; pero una noche trabajáis hasta tarde por cualquier motivo, y cuando te quieres dar cuenta la tienes sentada a horcajadas encima, jadeando, con tu cara metida entre sus tetas y el coño tan húmedo como a tu mujer hace años que no se le pone cuando tenéis sexo… y entonces ya es tarde, has cruzado una frontera de la que ya no hay vuelta atrás, y como consecuencia tu vida cambia para siempre.
Di otra calada al cigarro mientras reflexionaba sobre ello. Habría sido muy fácil echar la culpa a la erótica del poder; a fin de cuentas, la mujer desnuda en mi cama era la prueba del poder de ésta, y si quería una prueba más tenía a Íngrid, otra chica más joven que yo, más guapa que yo y sin duda mejor persona que yo que también cayó presa de ese instinto primordial que las lleva a querer copular con el macho alfa… pero la culpa era sólo mía. Las infidelidades se acababan descubriendo, ya sea porque cometes un error o porque, como fue mi caso, la culpabilidad te hace confesar, y entonces comienza el infierno.
Juana no llegó a superarlo jamás. Nos conocíamos desde la universidad, cuando ambos estudiábamos ciencias políticas, y habíamos estado juntos desde entonces. Tuvimos a Ana cuando aún éramos jóvenes y ninguno de los dos había conseguido nada, y más tarde nació Jesús para completar la familia… ¿cómo podía esperar la pobre que su marido fuera a tirar todo eso por la borda por la entrepierna de una secretaria buscona? Nunca lo superó, ni con psicólogos ni con medicación, y aunque me perdonó, yo jamás me perdoné lo que le había hecho.
—Si hubieras tenido la polla quieta, ahora sería todo muy diferente —murmuré mientras soltaba el humo del tabaco en dirección a la ventana—. Eso es, justo como la tienes ahora.
Cuando todo el rollo de los zombis comenzó nos refugiamos en la casa de campo de los padres de Juana hasta que la tormenta pasara. Instalaron una zona segura en León, pero por los informes que había podido leer en el ayuntamiento, aquel lugar era poco más que un centro de refugiados dirigido por los militares donde viviríamos hacinados, y quería evitárselo a mi familia. Por supuesto, no teníamos forma de saber que no íbamos a estar allí sólo una temporada, sino que nuestras vidas habían cambiado para siempre, de modo que al principio lo llevábamos bien. Juana estaba un poco alterada por la tensión, la medicación que le mandó el psiquiatra ya no le hacía tanto efecto como antes y constantemente tenía miedo por los niños, pero aguantábamos.
La cosa cambió cuando escuchamos por la radio que la zona segura había caído. Ana protestaba constantemente porque no hubiéramos ido allí, decía que en ella estaban todas sus amigas y su novio. Era la primera mención a que tuviera novio que escuchaba; sólo tenía dieciséis años y todavía me parecía muy niña para esas cosas, pero desde luego no iba a ser el motivo por el que fuéramos allí. Tal vez por todo eso, cuando supimos que ya no había zona segura ella fue la que peor se lo tomó… al menos al principio. Con el paso de los días, y tras mucho llorar, fue consolándose por sus pérdidas, pero la incertidumbre de cara al futuro comenzó a afectarnos a los adultos, en especial cuando Juana se quedó sin su maldita medicación.
Verla cada vez más desquiciada no ayudaba cuando yo tampoco tenía nada claro qué iba a ser de nosotros en adelante. Con la sociedad destruida, y esos muertos vivientes rondando por todas partes, lo último que necesitaba era además una mujer trastornada con la que lidiar. Jesús tenía seis años, y seguramente su corta edad fue la que hizo que pudiera soportar mejor la sobreprotección enfermiza de su madre, que tenía tanto miedo que no lo dejaba ni salir a jugar al jardín, aunque hubiera un muro de dos metros de altura que nos separaba de cualquier peligro exterior.
La excusa de no fumar en la misma habitación que los niños al menos me servía para escapar de aquel ambiente tan enrarecido y poder tomarme un respiro fuera, aunque yo tampoco me atrevía a dejarme ver demasiado por si aparecía alguno de esos zombis. Ignoraba qué había sido del alcalde y el resto de mis compañeros del consistorio, pero cada día que pasaba me costaba más no pensar que estaban muertos.
“Bueno, más de uno se lo merecía” me dije, pero eso no hacía que la situación fuera menos grave, y tal vez para aliviar alguna de mis preocupaciones comencé a plantearme la posibilidad de acercarme a la farmacia en busca de algo que le sirviera a Juana para sentirse mejor. Si hubiera aprendido a no bajarme los calzoncillos con quien no debía, aquello no habría sido necesario, y lo que conllevó hacerlo no habría sucedido jamás. Pero el pasado no se podía cambiar, y por eso todo lo que ocurrió después fue culpa mía.
Un día, no sabía cuántos tras la caída de la zona segura, pero siendo ya principios de Febrero, decidí que ya había tenido suficiente después de que Juana se hubiera levantado seis veces de la cama durante la noche para comprobar que los niños seguían durmiendo en sus habitaciones. La comida comenzaba a escasear, y si no hacía algo, mi mujer acabaría cometiendo una locura, de modo que en cuanto acabé de desayunar hice de tripas corazón y me encaminé hacia la farmacia.
El lugar donde la casa de campo de mis suegros se encontraba era un lugar pequeño y apartado, por eso lo elegí para aislarnos de los zombis, pero al ser propiedades de gente pudiente contaba con tiendas suficientes para estar surtidas, y éstas se encontraban tan sólo a cosa de medio kilómetro de la casa. Era un riesgo, pero tenía que correrlo antes de que la situación familiar estallara.
No era una persona de acción, de modo que hice todo el camino con el corazón en un puño y con el temor creciente de que algún zombi pudiera aparecer en cualquier momento. No tenía ni idea de qué podía hacer si eso ocurría, en mi vida la única arma que empuñé fue el rifle de caza de un compañero de partido que me invitó a su finca a cazar perdices, y ese día volví a casa con las manos vacías. Hasta de la mili me libré a base de pedir prórrogas por estudios.
El camino hasta la farmacia, contra todo pronóstico, estuvo despejado, pero cuando llegué a la calle donde se encontraban casi todos los negocios rondaba por allí el que se convirtió en el primer zombi con el que me las tenía que ver cara a cara. Aquella criatura había sido antes un hombre de mediana edad, y los jirones de ropa demostraban que fue un policía, aunque me costó reconocerlo porque buena parte de su tórax había sido devorado, dejándole a la vista la mitad del esternón y varias costillas quebradas.
Mi primer sentimiento al contemplar semejante horror fue sentir náuseas, pero éste se vio sustituido rápidamente por el pavor cuando aquella cosa me vio y comenzó a caminar hacia mí. Pese a que yo no había hecho nada para llamar la atención, me localizó enseguida, y yo retrocedí varios pasos sin saber qué hacer cuando comenzó a tambalearse en mi dirección. No podía volver con las manos vacías, y menos con un zombi tras de mí, así que sólo me quedaba intentar eliminarlo.
—Están muertos —tuve que decirme en voz alta mientras recogía una piedra del suelo. Las manos me temblaban, pero cuando la tuve en las manos la agarré con firmeza—. Están muertos, ya no son personas vivas…
Cuando me dispuse a hacerle frente tenía la boca seca, y comencé a temer qué sería de mi mujer y mis hijos si aquella criatura podía conmigo. El zombi, aun con esa mirada vidriosa propia de un muerto, pareció ser consciente de que casi me tenía, porque abrió una boca llena de dientes podridos y estiró las manos para agarrarme con ellas.
Dejé que lo hiciera. Todavía era invierno, y el invierno pegaba con fuerza en esa zona, de modo que iba bien protegido por mi abrigo. Aun así, me vi amedrentado cuando el monstruo me sujetó y lanzó sus dientes contra mí a toda velocidad. No había esperado un movimiento tan ágil por su parte, y por poco consigue su objetivo. Por suerte, yo tenía una mano libre y lo sujeté con fuerza del cuello. Rugió y lanzó mordiscos mientras trataba de abalanzarse contra mí con una potencia que no habría creído de una criatura medio podrida, pero aun así le golpeé en la cabeza con la piedra.
El primer impacto fue lo bastante fuerte como para desgraciar a una persona normal, sin embargo, sólo sirvió para que aflojara el agarre y se tambaleara un poco, luego se recuperó y volvió de nuevo al ataque empleando la misma estrategia de agarrarme e intentar morderme. Lo detuve de igual forma y volví a golpear, esta vez todas las veces que fue necesario hasta que su cabeza salpicó sangre y cayó al suelo, muerto como el cadáver que era.
Quedé conmocionado al ver lo que había hecho. Tenía en las manos una piedra llena de una sangre muy negra, además de algunas salpicaduras en la ropa, pero había podido con él. Tiré la piedra al suelo y fui corriendo a la farmacia. Aunque parecía cerrada, en realidad la puerta estaba abierta, y el interior revuelto era señal de que alguien la había saqueado. Pese a todo, encontré lo que había ido a buscar en la parte trasera, y con varias cajas de antidepresivos en las manos emprendí el camino de vuelta a casa. También necesitábamos comida, pero aquello ya había sido suficiente para mí por una mañana.
Al volver tuve que cruzarme de nuevo con el cadáver del zombi que acababa de eliminar. No quería mirarlo de nuevo, pero no pude evitarlo, y al hacerlo me fijé en que todavía tenía su pistola en la funda del cinturón. Me paré a pensar por un segundo si debía cogerla. Una pistola podía ser muy útil si tenía que volver a por comida o si un zombi se acercaba demasiado a la casa, pero también podía ser un peligro tenerla con los críos allí. Al final decidí llevármela conmigo, y puede que ése fuera mi único acierto aquellos días, además de no ir a la zona segura.
Al volver, me sentía muy satisfecho de mí mismo. No quería pensar en el zombi, sólo en lo que había conseguido. Estaba seguro de que Juana se encontraría mucho mejor tras medicarse, y lo cierto era que tener la pistola conseguía que me sintiera más seguro, una sensación que no se valora lo suficiente hasta que la pierdes.
Sin embargo, cuando entré por la puerta de la cocina esa sensación se esfumó cuando vi varias gruesas gotas de sangre en el suelo. De inmediato, un temor mucho mayor que cuando me enfrenté al zombi me sobrecogió.
—¿Juana? —llamé en voz alta. Dejé caer los antidepresivos y corrí siguiendo el rastro de sangre, que se dirigía hacia el comedor.
—¡Papá! —gritó Ana aterrada al escucharme, y al llegar hasta ella me encontré con una escena mucho peor que la del zombi de la farmacia: Jesús, mi hijo pequeño, yacía muerto en el suelo sobre un charco de su propia sangre. Su propia madre le había rajado el cuello, y ahora, con el cuchillo aún manchado de sangre, sujetaba a mi hija dispuesta a hacer lo mismo con ella, al menos hasta que me vio llegar.
—Lo siento, cariño —dijo con lágrimas en los ojos—. Esperaba… esperaba haber terminado cuando volvieras.
—¿Qué has hecho? —exclamé yo, consternado.
—Es lo mejor —sollozó, y apretó el cuchillo más contra el cuello de Ana, que temblaba de miedo—. No… no quiero verlos sufrir, no puedo verlos sufrir. Es lo mejor…
No supe de dónde saqué los redaños para desenfundar la pistola, pero de repente me vi a mí mismo con el arma en las manos, encañonándola.
—Suelta el cuchillo, Juana —le supliqué.
—Sólo será un instante —dijo, no sabía si a mí o a nuestra hija—. Un segundo y luego todo estará bien.
—¡Suelta el cuchillo! —le rogué una vez más. No podía creer que estuviera viviendo esa situación, no podía creer lo que estaba pasando.
Ella agarró el cuchillo con más fuerza todavía, y tal vez fuera intuición, o algo que vi en su mirada, pero supe que no iba a hacerme caso, que le iba a cortar el cuello a nuestra hija como lo hizo con Jesús… y no podía permitirlo.
El disparo retumbó por toda la casa, y un segundo más tarde Juana yacía en el suelo con un disparo en la frente. Ana, horrorizada, se alejó del cuerpo de su madre cubriéndose la boca con una mano, no sabía si por el horror o por las ganas de vomitar, y se dejó caer al suelo, donde comenzó a llorar.
“Esto es culpa mía” me dije al ser consciente de lo que acababa de ocurrir. En un segundo, mi mujer y mi hijo pequeño habían muerto, y mi hija mayor estaba tan aterrorizada que lo único que pude hacer fue abrazarla para intentar consolarla, aunque no sabía qué consuelo podía ofrecerle cuando todo lo que había pasado era mi maldita culpa.
—¡Ah, papá! —gimió Ana un instante más tarde. El cuerpo de Jesús había comenzado a agitarse en el suelo, para sorpresa de ambos—. ¡Está vivo!
Por un loco instante yo también llegué a creerlo. No tenía sentido, su madre le había cortado el cuello y en el suelo había un charco de sangre demasiado grande como para que dentro de él quedara algo… pero quería creer que era así, y por eso dejé que mi hija se arrastrara hacia su lado para intentar ayudarlo.
—¡Jesús! —exclamó, pero en respuesta su hermano se limitó a gruñir con la boca llena de sangre. Luego comenzó a incorporarse con lentitud—. ¡Tenemos que ayudarlo, papá!
Cuando alzó la cabeza del todo me miró, y aunque me hubiera gustado poder compartir el alivio que debía sentir Ana, había algo en sus ojos, vacíos y vidriosos, que no me inspiraba confianza. Mi temor se vio confirmado cuando abrió la boca y se lanzó a por su hermana. Tuve los suficientes reflejos para agarrarla del brazo y apartarla de él antes de que pudiera morderla.
—¿Qué…? —balbuceó confundida cuando Jesús volvió a gruñir y se incorporó del todo. Tiré de ella para ponerla en pie y la coloqué tras de mí. Al mismo tiempo, mi hijo, como si no nos reconociera, chasqueó los dientes y se tambaleó hacia nosotros con torpeza.
—Vámonos de aquí —dije con un nudo en la garganta mientras arrastraba a Ana en dirección a la cocina. Cerré la puerta para que Jesús no pudiera pasar, pero él comenzó a dar golpes contra ella.
—¿Qué… qué le ha pasado? —preguntó ella con lágrimas en los ojos.
—Ahora es uno de ellos —contesté. No tenía sentido, ningún zombi lo había mordido, ni siquiera habían estado cerca de él, pero se había convertido de todas formas.
Ana sollozó y me abrazó, rota por el dolor de ver morir a su hermano y a su madre de aquella manera tan violenta. Yo no sabía qué hacer, todavía tenía la pistola en las manos, pero no me veía capaz de disparar a mi propio hijo.
—Tenemos que irnos de aquí —dije. No sabía qué nos podía pasar allí fuera, sólo que no podíamos quedarnos en esa casa… no habría sido capaz de hacerme cargo de Juana y Jesús yo solo.
—¿Irnos? —replicó Ana—. ¿Irnos a dónde, papá?
—Lejos de aquí —respondí. No podía soportar estar un segundo más en ese sitio.
En cuestión de minutos preparamos una mochila con la poca comida que quedaba en la cocina y algunas prendas de ropa que pudimos coger sin tener que pasar por el comedor, y luego dejamos la casa. Mi hija todavía sollozaba cuando cerré la puerta principal con llave, pero yo tenía que ser firme por los dos, y no podía venirme abajo. No sabía a dónde nos dirigíamos, sólo que quería ir lo más lejos posible de aquel lugar.
—¿A dónde vamos? —me preguntó cuando llevábamos media hora caminando. No fuimos en dirección a la farmacia, sino la contraria, hacia campo abierto. Las ciudades eran trampas mortales, no podíamos acercarnos a ningún lugar donde se juntaran dos o más personas porque esas personas podían ser ya muertos vivientes, y ni con la pistola en mi poder quería vérmelas con uno de ellos otra vez.
—De acampada —contesté—. Como cuando eras pequeña, ¿te acuerdas?
—Apenas —dijo—. Allí no habrá… resucitados, ¿verdad?
—Espero que no.
No quise que nos alejáramos demasiado el primer día, era invierno y hacía demasiado frío como para meternos campo a través, de modo que nos detuvimos en un merendero. Allí había unos bancos donde la gente se reunía para hacer picnics junto a un pinar bastante agradable. Habíamos ido a aquel lugar en familia un par de veces, una en un acto del partido y la otra en el cuarto cumpleaños de Jesús. Recordar aquello hizo que me arrepintiera de haber ido, pero ya era tarde para dar la vuelta.
Ninguno de los dos fue capaz de comer nada ese día, aún teníamos lo ocurrido atravesado en la garganta y no éramos capaces de tragar. Nos limitamos a permanecer en los asientos de una de las mesas y dejamos pasar las horas sin hablar. Tenía miedo de que ella lo hiciera por si me acusaba de haber matado a su madre, algo a lo que tenía todo el derecho, pero no lo hizo, ni siquiera me dirigió una mirada acusadora en todo el día.
—¿Qué vamos a hacer? —fue lo único que me preguntó cuando comenzó a caer la noche.
—Acampar —le dije. Había traído unos viejos sacos de dormir que debió dejar en la casa mi cuñado tras su última visita, aunque no teníamos tienda de campaña, así que nos tocaría dormir al raso.
—¿Y mañana? —quiso saber.
—Mañana Dios dirá —respondí.
De nuevo, ninguno de los dos fue capaz de dormir aquella noche, ella por la pena y yo por la culpa. Además, en determinado momento me pareció escuchar algo parecido al gruñido de un zombi, pero al ponerme en pie temiendo que alguno pudiera estar acercándose no vi nada. Cabía la posibilidad de que me lo hubiera imaginado, la imagen de mi hijo convertido en un muerto viviente todavía la tenía grabada en la retina, y la mente podía estar jugándome una mala pasada.
Tras unos minutos sin escuchar nada, di por supuesto que debía ser cosa mía y volví al saco. A lo largo de la noche me pareció volver a oír ese gimoteo, pero como el sonido si se alejaba ni se acercaba, acabé por ignorarlo.
Aunque no pude pegar ojo, me pareció que el amanecer llegaba demasiado rápido, porque cuando el sol comenzó a salir aún no tenía ni idea de lo que íbamos a hacer a continuación.
—Nos meteremos en el bosque —contesté cuando Ana volvió a preguntarme por ello por la mañana—. Allí estaremos a salvo hasta que todo pase. Tal vez más gente haya pensado lo mismo y los encontremos allí.
No era algo en lo que creyera, pero podía ser, y aunque las zonas seguras estuvieran cayendo, todavía me resistía a creer que las cosas no volverían a ser como antes, de modo que me pareció un buen plan en principio. No era un boy scout, pero había hecho más de una acampada y sabía moverme por el bosque, en especial aquellos, que conocía de toda la vida.
Antes de dejar atrás los caminos y adentramos en la naturaleza virgen, o todo lo virgen que podía ser un bosque que no estaba ni a quince kilómetros de la ciudad, me acerqué al chiringuito por si encontraba algo que sumar a nuestras provisiones. Todavía consideraba aquello como robar, de modo que no me sentí muy cómodo forzando la cerradura y colándome dentro. Allí sólo encontré bolsas de patatas y demás guarrerías para críos, algunos bollos que aún podían comerse y varios botellines de agua que guardé en la mochila.
No fue un mal botín, nos permitiría aguantar unos cuantos días más si lo mezclábamos con comida de verdad, sin embargo, cuando ya me disponía a salir de ahí, me pareció escuchar algo parecido a un gorjeo desde el exterior. Agarré la pistola por precaución y asomé la cabeza fuera, aquello podía ser lo que estuve escuchando por la noche, y quería averiguar qué era. Lo que me encontré fue una repugnante escena que me revolvió el estómago para todo el día: un tipo, ignoraba si había sido hombre o mujer, yacía tirado en el suelo completamente destripado; la piel de todo su cuerpo había sido mordisqueada, desfigurándolo de una manera horrible y dejando expuesto hasta el hueso. Aquel pobre desdichado todavía gimoteaba con impotencia, y yo di gracias por no haber comido nada el día anterior y no tener qué vomitar.
—¿Qué pasa? —me preguntó Ana cuando volví con ella más pálido que un muerto.
—Nada —respondí. Era mejor que no supiera que habíamos dormido con esa cosa a menos de veinte metros de distancia—. Abrígate bien, vamos a pasar un poco de frío.
Nos adentramos entre los árboles enseguida, y aquel día no hicimos más que caminar en dirección a ninguna parte. Al final me obligué a comer algo cuando nos detuvimos para almorzar. Ella también lo hizo. El ayuno del día anterior debido al shock nos había dejado a ambos hambrientos, y con el estómago lleno de nuevo incluso me sentí optimista cuando llegó el momento de acampar. No hacía tanto frío como había imaginado, y tras encender un pequeño fuego para calentarnos se estaba hasta bien. La parte negativa era que, sin nada más que hacer, era imposible no pensar en lo ocurrido el día anterior.
—¿Qué vamos a hacer, papá? —me preguntó de nuevo mientras se calentaba las manos en el fuego—. Me refiero… cuando todo esto pase. Le… le disparaste a mamá.
—Hija, no creo que esto vaya a pasar —le confié con pesar—. No sé qué va a ocurrir, pero ha muerto demasiada gente para que todo vuelva a ser alguna vez como antes.
Con los militares cayendo en las zonas seguras, no había nadie combatiendo a los zombis. El futuro pintaba muy negro, y no tenía ni la más mínima idea de lo que podía pasar en adelante. Que yo supiera, no había precedentes de algo así.
Una vez de madrugada, con la hoguera apagada, comencé a notar frío de verdad, pero nada que no se pudiera soportar. Lo que más me preocuparon fueron los ruidos que de vez en cuando era inevitable escuchar en el bosque. Allí no había lobos que se supiera, pero sí jabalíes, que podían ser igual de peligrosos. No obstante, lo que de verdad me daba miedo era que apareciera algún zombi; la imagen del que vi destrozado junto al chiringuito no se me quitaba de la cabeza.
Sin embargo, pese a mis temores, escapar al bosque resultó ser una buena idea, porque no nos encontramos con nadie, ni vivo ni muerto, ni animal ni humano, durante varios días. Había llevado una radio por si daban algún comunicado, pero lo único que se podía escuchar eran las emisiones de emergencia con sus mensajes pregrabados, y hasta eso comenzó a volverse escaso cuando buena parte de las emisoras dejaron de emitir por completo. Tal y como temía, no parecía que la cosa estuviera yendo a mejor.
—Mañana tendremos que volver —le comuniqué a Ana por la noche.
—¿Para qué? —contestó alarmada.
—Necesitamos conseguir comida, no creo que pueda seguir comiendo estas porquerías en bolsa más tiempo.
—¿Y si hay más resucitados? —inquirió con temor—. Si las zonas seguras han caído, toda esa gente será ahora… bueno…
—Es posible —reconocí. No había pensado en ello, pero tenía sentido: ya no sólo los militares no los mataban, sino que muchísimos se habrían convertido también en zombis—. Pero algo tenemos que comer.
Sin embargo, no llegaríamos a tener la oportunidad de volver a la civilización: la mañana siguiente me despertó algo que sonaba como el gruñido de un perro. Todavía medio dormido, no le di demasiada importancia, pero enseguida recordé dónde estábamos, y creyendo que podían ser los gruñidos de un zombi me volví hacia Ana todavía metido dentro del saco de dormir para asegurarme de que estaba bien.
No lo estaba, ni mucho menos. No sabía de donde había aparecido un tipo vestido con unas ropas de excursionista desgastadas, con barba de varios días y manchas de suciedad por todas partes. Estaba arrodillado junto a mi hija, y mientras con una mano la retenía por la fuerza contra el suelo, con la otra la sujetaba de la boca para que no pudiera gritar. Ella se retorcía y forcejeaba, pero no tenía suficiente fuerza para desembarazarse de él, que iba acompañado por un perro de aspecto fiero que gruñía con agresividad.
—¡Eh! —grité al tiempo que salía del saco. No sabía quién era ese desarrapado, pero estaba dispuesto a darle una lección por lo que estaba haciendo… sin embargo, antes de que pudiera agarrar la pistola, algo me golpeó en la cabeza con tanta fuerza que comencé a ver luces blancas frente a mí, y acabé por caer al suelo muy mareado y dolorido.
—¡Te dije que te cargaras a ese hijo de puta antes de registrar la mochila! —gruñó el que sujetaba a Ana. El perro ladró.
—Ya está fuera de juego, ¿no? —replicó un segundo hombre cuya presencia no había advertido, y que acto seguido me propinó una patada en el estómago que me dejó todavía más dolorido. Si no me había roto algo era de milagro—. Estos mierdas no tienen nada, sólo un poco de agua y patatas fritas, pero ni una puta arma… lo único de valor que veo aquí es el coño de esta zorra.
Aun luchando por mantenerme consciente, hice acopio de fuerzas para estirar una mano hacia el saco y tratar de recuperar la pistola tras escuchar eso. Aquel tipo le soltó la boca, y ella comenzó a gritar pidiendo auxilio, pero él la calló propinándole un puñetazo en la cara.
—¡Como vuelvas a gritar te corto el cuello, zorra! —la amenazó.
—¿Qué coño haces tú? —exclamó el otro dirigiéndose hacia mí. Disponía de menos de un segundo para coger la pistola… pero no lo conseguí, y cuando me pisó la mano supe que todo estaba perdido—. ¿Qué cojones…? ¡Este maricón tiene una pipa! —La cogió y la levantó en el aire, y luego hizo fuerza contra mi mano, consiguiendo arrancarme un grito de dolor—. ¿Pensabas matarnos con esto, cabronazo?
—Cárgatelo —le dijo el que tenía a mi hija. Con una mano la mantenía sujeta del cuello hasta el punto de estar estrangulándola, y con la otra se bajaba los pantalones.
—No, que se joda —replicó el otro, y entonces me propinó un golpe en la cabeza con la culata de la pistola que hizo que todo me diera vueltas. Sentí un líquido espeso y caliente cayéndome por la frente, pero todavía incapaz de fijar la vista en algo, me agarró del pelo y me levantó la cabeza—. Ahora vas a ver cómo nos la follamos, capullo.
—A…Ana —balbuceé estirando una mano hacia mi hija con impotencia mientras su compañero le arrancaba la ropa a tirones. Ella todavía trataba de resistirse y sollozaba suplicándole que no lo hiciera, pero en cuanto éste logró separarle las piernas comenzó a llorar de verdad.
Aquellos dos hijos de puta cumplieron su palabra, y me obligaron a mirar cómo violaban a mi hija mientras yo lo único que podía hacer era intentar no caer inconsciente. Los segundos se me hicieron horas, y los minutos, días, y una rabia impotente crecía dentro de mí cada vez que la golpeaban para que hiciera lo que ellos querían, o cuando la insultaban por el mero placer de humillarla todavía más. Sólo se detenían de vez en cuando para darme algún golpe más que me mantuviera incapacitado, para eso y para darse el relevo el uno al otro.
Al final, cuando ambos se hubieron saciado, yo tenía los ojos llenos de lágrimas, y Ana parecía estar muerta, con la mirada perdida en la nada y la cara hinchada por los golpes. Sólo cuando pestañeó supe que seguía viva, pero sin duda ya no volvería a ser la misma jamás.
—Esto ha sido divertido —afirmó el que me había estado pegando, con los pantalones aún por los tobillos—. ¿Sabes el tiempo que hacía que no me follaba a una adolescente por el culo?
—Hace una semana —se carcajeó el otro, que había encontrado mi tabaco y se fumaba un pitillo mientras le acariciaba la cabeza al perro—. ¿Ya no te acuerdas de esa zorrita rubia? “Por favor, he escapado de la zona segura y no encuentro a mi familia, necesito ayuda.”
—Pero a esa no me la follé por el culo —le aclaró mientras se subía los pantalones, luego se aproximó a mí y me dio otra patada en el estómago. En aquella ocasión consiguió que vomitara sangre—. ¡Joder! Este capullo está medio muerto. Acabemos con esto de una vez.
—Vamos, Rufo —le indicó el otro al perro, que fiel a su dueño sacó la lengua y agitó el rabo. Luego se aproximó a mi hija y la levantó del suelo tirándole del pelo. La pobre ya no tenía fuerzas ni para resistirse—. Lo siento, bonita, pero Rufo también necesita desfogarse, y tú has demostrado ser una buena perra.
—Te voy a hacer un favor: voy a ahorrarte esta parte —dijo su cómplice, que entonces me cruzó la cara de un puñetazo y me dejó inconsciente.
No supe el tiempo que pasé así, pero debió ser buena parte del día, porque cuando recuperé la consciencia ya estaba atardeciendo. Me desperté tumbado en un charco de mi propia sangre, con la cara cubierta de sangre seca y un dolor muy intenso en la cabeza, el estómago y la mano. Ya no había ni rastro de los dos tipos, pero tampoco de mi hija.
—Ana… —gimoteé con la boca muy seca. No sabía qué había pasado con ella, y me daba igual lo destrozado que estuviera, tenía que encontrarla.
No me costó mucho hacerlo porque no se había ido a ninguna parte. La encontré colgada del cuello de un árbol por una soga; aquellos hombres, si es que podía llamar así a semejantes bestias, la habían ahorcado allí, desnuda y manchada por sus repugnantes fluidos, con los muslos cubiertos de sangre seca y marcas de mordiscos de perro. Lo más horrible, sin embargo, era que no estaba muerta, o al menos no del todo, sino que todavía pataleaba, lanzaba manotazos en mi dirección y gruñía como un animal salvaje todo lo que la soga en el cuello le permitía.
—Dios… —murmuré al contemplar semejante horror, y pese a lo que me había costado ponerme en pie, caí de rodillas y me llevé las manos a la cabeza por culpa de la rabia y la culpa.
“Si hubieras mantenido la entrepierna quieta, esto no habría pasado” me dije tirándome de los pelos hasta tal punto de que acabé con un mechón en cada mano casi sin darme cuenta. Estaba demasiado conmocionado para llorar o para gritar siquiera. Primero habían sido Jesús y Juana, y ahora Ana, que era lo único que me quedaba en la vida.
Tampoco supe el tiempo que pasé allí, viendo los últimos retazos de mi vida consumirse, pero cuando me sentí con fuerzas para hacer algo ya era noche cerrada. Como aquellos desgraciados no me habían dejado ni una mísera cuchilla, y yo no estaba en condiciones de hacer nada que no fuera tambalearme, ni siquiera fui capaz de bajar a mi hija de allí y darle descanso. No tuve más remedio que abandonarla en ese estado y comenzar a caminar.
No tenía ningún objetivo al que dirigirme, como ya ocurriera antes, pero no me importaba. No me importaba nada, en realidad; si acababa devorado por unos jabalíes salvajes o por unos zombis itinerantes me daba igual, sólo caminaba porque no tenía otra cosa que hacer, y no tenía valor para quitarme mi propia vida. Al otro lado tal vez me estaría esperando mi familia, y no me merecía volver a verlos.
Vagué sin agua, sin comida, sin ropa de abrigo y sin ninguna esperanza hasta que amaneció. Aquel día llovió, así que pude lavarme un poco la sangre seca de la cara, pero la herida del cráneo me dolía más incluso que cuando me la hicieron. Tuve que ayudarme de un palo para caminar, y gracias al agua de un charco pude beber en condiciones, pero luego me refugié debajo de un árbol para cubrirme de la lluvia y allí me quedé el resto del día.
—Es mi culpa —le dije a quien pudiera estar escuchándome, que era nadie—. Mi culpa, mi culpa… y ahora Juana y los niños… ¡Dios!
La lluvia ni me dio ni me quitó la razón, se limitó a seguir cayendo, impasible e indolente ante los problemas de los demás. Pensé en quedarme allí sentado hasta que muriera de inanición. No me parecía una muerte agradable, pero ¿qué muerte lo era? La de Ana desde luego no lo fue, y aunque rápida, no creía que los últimos segundos de Jesús desangrándose en el suelo fueran agradables. Tal vez la de Juana, por lo instantánea e inesperada, fuera una buena muerte, pero ya no tenía la pistola.
Al final el día pasó, el estómago me rugió por el hambre y, pese a que no creía merecer vivir, me puse en pie de nuevo y caminé todo lo rápido que mis lesiones me lo permitieron. A lo mejor un zombi me acababa encontrando y se decidía a acabar conmigo; si lo hacía, tal vez le diera las gracias y todo, pero por el momento lo único que podía hacer era caminar.
Continué vagando por el bosque sin rumbo fijo no supe cuántos días. Bebía del agua que encontraba en los charcos, ayudado por una botella de plástico sucia que encontré por ahí tirada. No había nada de comer, al menos nada que tuviera ánimos para buscar o cazar, pero tampoco nada que me comiera a mí. Los zombis no habían llegado al lugar, y los putos seres humanos habíamos expulsado de allí a cualquier animal más grande que una ardilla hacía mucho tiempo.
Famélico, demacrado, mugroso y destrozado tanto física como psicológicamente, acabé por caer rendido junto a un árbol, un sitio que me pareció de lo más adecuado para morir en paz. Después de cómo había acabado mi familia era una forma de morir muy injusta, demasiado plácida, sin embargo, uno no elegía cómo moría, sólo se rendía a la muerte. Supuse que al morir volvería como un zombi, igual que habían hecho mis hijos… en la televisión decían que se contagiaba por los mordiscos o los fluidos de los muertos vivientes, pero tal vez fuera algo genético. ¿Qué sabía yo? Sólo había sido un concejal sin ninguna relevancia en el ayuntamiento, un marido de mierda y un padre incapaz de proteger a sus hijos.
Tal vez pasara allí tirado una semana, tal vez fueran sólo unas pocas horas, pero llegado cierto momento apareció un pequeño zorro que se me quedó mirando desde la distancia como valorando hasta qué punto podía suponer una amenaza para su vida.
“Vamos, pequeño cabrón, ven a comerme” pensé, pero lo que hizo fue volver la vista hacia un lado y luego salir corriendo en dirección contraria como alma que lleva el diablo.
Eché un vago vistazo hacia lo que había conseguido asustarlo tanto, y vi moverse entre el follaje a varias figuras humanoides en mi dirección. Sólo podían ser zombis, de modo que cerré los ojos y me rendí a mi destino. Al menos mi muerte no iba a ser agradable; era lo que me había ganado, y cuando escuché los pasos cada vez más cerca estaba listo para abandonar este mundo de mierda… pero los zombis se detuvieron frente a mí y no me atacaron.
—No es un cadáver, es un tío —dijo una voz desdeñosa.
Abrí los ojos y me topé con un pequeño grupo de gente mirándome. Eran cuatro hombres y dos mujeres, todos vestían con ropa abrigada de montaña, cagaban con mochilas y portaban algún tipo de arma. Tenían pinta de no haberse lavado en días, de tener hambre y de estar agotados de caminar… lo que significa que tenían mucho mejor aspecto que yo.
—¿Estás bien? —me preguntó una chica de rostro alargado y pelo color caoba.
—No te acerques tanto, Íngrid —le aconsejó un muchacho más joven que él, que me miró con cierta aprensión—. Parece enfermo, podría estar infectado.
Enfermo estaba, pero de dolor por mis pérdidas.

Loreto se agitó en sueños, seguramente por alguna pesadilla. ¿Quién podía no tener pesadillas después de todo lo que había pasado? Nunca llegué a preguntarle por su historia. Todos teníamos una antes de llegar a donde estábamos, siempre plagada de pérdida, dolor y actos horribles, tanto cometidos como sufridos, y desconocía cuáles eran los que llenaban sus pesadillas… pero lo cierto era que no me importaba lo más mínimo cuando las mías tenían tres rostros muy concretos, los tres rostros que había descubierto que eran lo único que me importaba del mundo. Ahora que ya no estaban, y ni Íngrid, ni Loreto, ni las comunidades a mi cargo tenían la menor importancia para mí.
Había descubierto que ése era el secreto de la supervivencia, que las vidas de la gente que tenía a mi cargo me importaban una mierda. Aquella era la única forma cuerda de vivir en el mundo que nos había tocado.
El sol ya había salido lo bastante como para que comenzara a clarear cuando me pareció percibir algo de agitación en la calle. Intenté echar un vistazo desde la ventana, pero no tenía ángulo para ver qué estaba pasando, y supuse que debía ser algún asunto del cambio de guardia, que se producía todos los días a aquella hora. Como la noche anterior tuve que poner a vigilar a más gente de la habitual para custodiar al prisionero, alguien se estaría quejando. A veces me entraban ganas de soltarlos por turnos en mitad de una ciudad plagada de zombis, seguro que los que sobrevivieran y consiguieran volver aprenderían a dejar de quejarse por tonterías.
La cosa, sin embargo, pareció volverse urgente cuando alguien llamó a la puerta de mi casa.
—¿Qué pasa? —preguntó Loreto, que se despertó por el ruido, todavía adormilada.
—Alguien llama a la puerta —contesté mientras apagaba el cigarro en el alfeizar de la ventana—. Todavía es temprano, sigue durmiendo.
Como si se tratara de una orden, dejó caer la cabeza contra la almohada al tiempo que yo recogía los pantalones y la camisa del suelo y me vestía con ellos. Luego, una vez presentable, bajé al piso inferior y me dirigí a la puerta.
—¿Qué ocurre? —pregunté nada más abrir. Quien había llamado era Eric, el capitán de los milicianos, y traía un gesto muy serio en la cara. Aquello no podían ser buenas noticias.
—El prisionero ha escapado —me informó.
—¿Escapado? —repetí con incredulidad.
Aquello, de ser cierto, era una noticia pésima. La cabeza cortada de ese chico era el precio por acabar de una vez con aquel cansino asunto de la Hermida. Después de negociaciones, secuestros y ejecuciones, contaba con dejar a mi pueblo satisfecho durante una temporada acabando con el chaval, pero si había huido…
—¿Cómo ha ocurrido? —inquirí mientas me acercaba al buró de la entrada y cogía la pistola.
—No lo tenemos muy claro, acabamos de enterarnos, pero todo apunta a que en algún momento de la noche consiguió burlar la vigilancia y escapar —me explicó Eric—. Hay dos bajas entre los vigilantes del muro. Uno de mis hombres y una Guerrera Salvaje.
Torcí el gesto al escuchar aquello. La cosa iba a ponerse calentita en cuanto se corriera la voz, y no quería ni pensar en la reacción de Rhiannon. El día empezaba con muy mal pie.
—Vamos —le indiqué. No sólo quería ver qué había pasado con mis propios ojos, también tenía que hacer mi papel de líder y comenzar a impartir instrucciones.
Nada más pisar la calle supe que la noticia comenzaba a conocerse entre los miembros de la comunidad, que se asomaban a los portales de sus casas y cuchicheaban entre sí. Al vernos pasar se nos quedaban mirando con cierta aprensión, casi podía percibir en ellos el temor a no saber qué iba a pasar. Esa sensación nunca solía augurar nada bueno.
La escena del crimen se encontraba en un fragmento de empalizada que pasaba por detrás de una casa. Dos cuerpos ensangrentados yacían muertos en el suelo, rodeados por la pareja de milicianos que los encontró y por Rhiannon y Lidia, que se habían arrodillado junto a su hermana caída. Lidia tenía lágrimas en los ojos. Los caídos eran Manuel, uno de los milicianos, y Tania, la Guerrera salvaje más problemática. El motivo de la muerte de ambos era más que evidente: habían recibido heridas profundas en la cabeza, aunque Tania también tenía la boca llena de sangre.
—Por aquí debió escapar —dijo Eric—. Aprovechó la oscuridad para atacarlos por la espalda y pillarlos desprevenidos. No esperarían un ataque desde dentro. Se ha llevado sus armas.
—Una sola persona no puede haber hecho algo así —objetó Rhiannon. A diferencia de Lidia, que parecía horrorizada, ella estaba furiosa, y lo demostró desenvainando su espada y lanzando un tajo contra uno de los troncos que sostenían la pasarela de la empalizada. El golpe consiguió partir medio tronco, pero ni con esas se calmó. Tania era una de las Guerreras Salvajes originales, y por tanto, muy cercana a ella—. Han tenido que ayudarlo.
Eché un vistazo por encima a los muertos. Los golpes de la cabeza eran limpios, casi como si los hubieran rematado para que no se levantaran como muertos vivientes. Habría podido dar gracias por eso, porque de lo contrario podrían haber causado un desastre en la comunidad, pero más que por consideración hacia nosotros intuí que lo habían hecho para no llamar la atención.
—No nos enteramos de lo que había pasado hasta que comenzó a amanecer y no los vimos en sus posiciones —se explicó uno de los milicianos que descubrió los cuerpos—. Me acerqué para ver qué podía haber pasado y me los encontré así, pero pueden llevar aquí horas.
—Nosotros no escuchamos nada —aseveró su compañero.
—Le pedí que me sustituyera esta noche —murmuró Lidia, que le acarició el pelo a su hermana caída con pesar—. Podría haber sido yo si Arancha no hubiera tenido fiebre.
—¿Y los que custodiaban al prisionero? —le pregunté a Eric.
—En el almacén —respondió—. Nada más conocer la noticia les ordené que comprobaran que el chico siguiera allí, y al ver que no estaba, les dije que averiguaran cómo había huido antes de ir a avisarte.
—Pues veamos qué han averiguado —le indiqué.
El almacén estaba cerca de allí, y quienes lo vigilaban eran Natalia y Leonardo, ambos milicianos. No me eran de confianza porque sabía que eran del grupito que incitaba a los guerreros que salían a saquear a que introdujeran drogas en la comunidad. Tenía a Rhiannon y a Raúl advertidos para que controlaran a su gente, pero quién sabía si no eran ellos mismos los que las traían; aquellas cosas eran incontrolables, y mientras no se saliera de madre, hacía la vista gorda. Sin internet, televisión, radio o revistas siquiera, la gente necesitaba formas de entretenerse, y no se podía estar follando todo el día.
—Entraron por aquí —afirmó Natalia nada más vernos llegar, señalando el ventanuco del almacén. Dado su fracaso al vigilar, debían temer que fuera a reprenderlos por ello y trataban de parecer diligentes. Si llegaba a enterarme de que se habían drogado durante la guardia tendría dos cabezas que cortar en lugar de las del muchacho, pero parecían estar lúcidos—. Quitaron los tornillos que sostenían la ventana y salió por allí. La capucha y las cuerdas están dentro.
—Esos tornillos se quitan desde fuera —observó Eric—. Definitivamente recibió ayuda externa. Alguien se coló en nuestra comunidad y lo rescató protegido por la oscuridad.
Rhiannon y los otros dos milicianos se acercaron mientras yo todavía reflexionaba sobre la seguridad de mi comunidad. Se suponía que con gente vigilando las puertas y toda la empalizada nadie podría colarse en ese lugar. Por lo visto, estaba equivocado.
—¡Señor Dávila! —me llamó alguien. Marcos, uno de los hombres de Raúl, se aproximó corriendo, y tampoco traía buenas noticias—. Todos los vehículos tienen las ruedas pinchadas.
—¿Cómo? —inquirió Eric.
—Hemos encontrado todas las ruedas pinchadas… ha sido un sabotaje —nos aseguró Marcos.
—No querían que saliéramos en su búsqueda una vez hubieran escapado —dedujo Rhiannon, que entonces me dirigió una mirada hostil—. Esto ha sido un ataque en toda regla, y exige una respuesta.
“¿Una respuesta contra quién?” me sentí tentado de preguntarle, pero ya lo intuía. Sin embargo, ¿de verdad en la Hermida se habían atrevido a hacer algo así? ¿Tanto los había subestimado? Lo dudaba mucho… no obstante, los hechos estaban delante de mis narices, y no veía quién más podía tener interés en rescatar a ese crío de mierda.
—Salid a buscar ruedas para los coches —ordené—. En cuanto podamos poner en marcha uno, quiero a Salazar y a su perro al mando de un pequeño grupo que rastree a nuestro prisionero fugado y su rescatador cuanto antes. Nos llevan toda la noche de ventaja.
Suspiré con resignación cuando mis órdenes comenzaron a llevarse a cabo. Al final me iban a obligar a cargarme la Hermida, y encima acabaría apareciendo como el malo de la historia.

4 comentarios:

  1. ¿Esto saldra en el libro?
    De ser así mejor espero a que salga completo

    Lo malo es que se me fue la vista y lei el último párrafo :(

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  2. Sí, esto será el primer capítulo del libro

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  3. Cuánto queda ? No puedo esperar más!!

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