Avance del primer capítulo de Nuestro Peor Enemigo, Parte 1.
DÁVILA
La tos hizo que despertara minutos antes de las primeras luces del
amanecer. Por supuesto, el tabaco tenía la culpa, pero jamás la había sufrido
hasta que los zombis aparecieron en el mundo. Tal vez fuera cosa de la mala
alimentación y el estrés sufridos antes de asentarme, o tal vez me estuviera
creciendo un tumor en los pulmones, qué cojones sabía yo. La cuestión era que
no creía ser ya tan mayor como para empezar con esa clase de mierdas.
Fuera como fuera, lo primero que me apeteció al despertar fue fumarme un
cigarro, de modo que salí de la cama, cogí la cajetilla de la mesita de noche,
el mechero, y me acerqué a la ventana para encenderme uno. Loreto seguía
durmiendo como una bendita en la cama, y no quería molestarla con el humo. Como
por las noches hacía calor, estaba medio destapada y con buena parte de su
cuerpo desnudo a la vista. Después del meneo que me había dado la noche
anterior, no me extrañaba que necesitara descansar… para tener aspecto de ser
una mosquita muerta, había que reconocerle que era muy capaz en aquellos
sórdidos asuntos.
Eché un vistazo a las partes de su cuerpo expuestas, pero ni con el último
polvo en mente ni con la visión de una joven desnuda durmiendo en mi cama conseguí
una erección mañanera. Aquella era otra de las cosas que el paso del tiempo me
había ido arrebatando poco a poco.
—Pues que te jodan —murmuré para mí mismo mientras me encendía el cigarro,
aunque no sin cierto pesar. Loreto valía su peso en oro tanto como
administradora de la comunidad como en la cama, y era un desperdicio no sacarle
el máximo rendimiento en ambos campos.
A veces me preguntaba qué hacía una chica como ella, casi quince años más
joven, guapa y capaz, con un tipo que se despertaba tosiendo y con más ganas de
fumar que de echar un polvo mañanero. La respuesta no podía ser otra que la
maldita erótica del poder.
Tenía demasiado comprobado que ser quien daba las órdenes resultaba algo
irresistible para más mujeres de lo que jamás me atreví a imaginar. Ya me lo
habían advertido compañeros de partido cuando sólo era un concejal más en el
ayuntamiento de León, pero no los creí; aquello me parecía más una fantasía
sacada de alguna película porno que algo real… inocente de mí. Si lo hubiera creído,
a lo mejor habría estado más prevenido cuando empezaron a afectarme las
primeras manifestaciones.
Acostarte con tu secretaria puede sonar a cliché, pero hacerlo te convierte
en un hijo de puta cuando estás casado y tienes dos hijos. Siempre creí que era
la clase de persona que no se dejaba seducir por esas cosas, que era un marido
fiel y buen padre; pero una noche trabajáis hasta tarde por cualquier motivo, y
cuando te quieres dar cuenta la tienes sentada a horcajadas encima, jadeando,
con tu cara metida entre sus tetas y el coño tan húmedo como a tu mujer hace
años que no se le pone cuando tenéis sexo… y entonces ya es tarde, has cruzado
una frontera de la que ya no hay vuelta atrás, y como consecuencia tu vida
cambia para siempre.
Di otra calada al cigarro mientras reflexionaba sobre ello. Habría sido muy
fácil echar la culpa a la erótica del poder; a fin de cuentas, la mujer desnuda
en mi cama era la prueba del poder de ésta, y si quería una prueba más tenía a Íngrid,
otra chica más joven que yo, más guapa que yo y sin duda mejor persona que yo
que también cayó presa de ese instinto primordial que las lleva a querer
copular con el macho alfa… pero la culpa era sólo mía. Las infidelidades se
acababan descubriendo, ya sea porque cometes un error o porque, como fue mi
caso, la culpabilidad te hace confesar, y entonces comienza el infierno.
Juana no llegó a superarlo jamás. Nos conocíamos desde la universidad,
cuando ambos estudiábamos ciencias políticas, y habíamos estado juntos desde
entonces. Tuvimos a Ana cuando aún éramos jóvenes y ninguno de los dos había
conseguido nada, y más tarde nació Jesús para completar la familia… ¿cómo podía
esperar la pobre que su marido fuera a tirar todo eso por la borda por la
entrepierna de una secretaria buscona? Nunca lo superó, ni con psicólogos ni
con medicación, y aunque me perdonó, yo jamás me perdoné lo que le había hecho.
—Si hubieras tenido la polla quieta, ahora sería todo muy diferente —murmuré
mientras soltaba el humo del tabaco en dirección a la ventana—. Eso es, justo
como la tienes ahora.
Cuando todo el rollo de los zombis comenzó nos refugiamos en la casa de
campo de los padres de Juana hasta que la tormenta pasara. Instalaron una zona
segura en León, pero por los informes que había podido leer en el ayuntamiento,
aquel lugar era poco más que un centro de refugiados dirigido por los militares
donde viviríamos hacinados, y quería evitárselo a mi familia. Por supuesto, no
teníamos forma de saber que no íbamos a estar allí sólo una temporada, sino que
nuestras vidas habían cambiado para siempre, de modo que al principio lo
llevábamos bien. Juana estaba un poco alterada por la tensión, la medicación
que le mandó el psiquiatra ya no le hacía tanto efecto como antes y
constantemente tenía miedo por los niños, pero aguantábamos.
La cosa cambió cuando escuchamos por la radio que la zona segura había
caído. Ana protestaba constantemente porque no hubiéramos ido allí, decía que
en ella estaban todas sus amigas y su novio. Era la primera mención a que
tuviera novio que escuchaba; sólo tenía dieciséis años y todavía me parecía muy
niña para esas cosas, pero desde luego no iba a ser el motivo por el que
fuéramos allí. Tal vez por todo eso, cuando supimos que ya no había zona segura
ella fue la que peor se lo tomó… al menos al principio. Con el paso de los días,
y tras mucho llorar, fue consolándose por sus pérdidas, pero la incertidumbre de
cara al futuro comenzó a afectarnos a los adultos, en especial cuando Juana se
quedó sin su maldita medicación.
Verla cada vez más desquiciada no ayudaba cuando yo tampoco tenía nada
claro qué iba a ser de nosotros en adelante. Con la sociedad destruida, y esos
muertos vivientes rondando por todas partes, lo último que necesitaba era
además una mujer trastornada con la que lidiar. Jesús tenía seis años, y
seguramente su corta edad fue la que hizo que pudiera soportar mejor la
sobreprotección enfermiza de su madre, que tenía tanto miedo que no lo dejaba
ni salir a jugar al jardín, aunque hubiera un muro de dos metros de altura que nos
separaba de cualquier peligro exterior.
La excusa de no fumar en la misma habitación que los niños al menos me
servía para escapar de aquel ambiente tan enrarecido y poder tomarme un respiro
fuera, aunque yo tampoco me atrevía a dejarme ver demasiado por si aparecía
alguno de esos zombis. Ignoraba qué había sido del alcalde y el resto de mis
compañeros del consistorio, pero cada día que pasaba me costaba más no pensar
que estaban muertos.
“Bueno, más de uno se lo merecía” me dije, pero eso no hacía que la
situación fuera menos grave, y tal vez para aliviar alguna de mis
preocupaciones comencé a plantearme la posibilidad de acercarme a la farmacia
en busca de algo que le sirviera a Juana para sentirse mejor. Si hubiera
aprendido a no bajarme los calzoncillos con quien no debía, aquello no habría
sido necesario, y lo que conllevó hacerlo no habría sucedido jamás. Pero el
pasado no se podía cambiar, y por eso todo lo que ocurrió después fue culpa
mía.
Un día, no sabía cuántos tras la caída de la zona segura, pero siendo ya
principios de Febrero, decidí que ya había tenido suficiente después de que
Juana se hubiera levantado seis veces de la cama durante la noche para
comprobar que los niños seguían durmiendo en sus habitaciones. La comida
comenzaba a escasear, y si no hacía algo, mi mujer acabaría cometiendo una
locura, de modo que en cuanto acabé de desayunar hice de tripas corazón y me
encaminé hacia la farmacia.
El lugar donde la casa de campo de mis suegros se encontraba era un lugar
pequeño y apartado, por eso lo elegí para aislarnos de los zombis, pero al ser
propiedades de gente pudiente contaba con tiendas suficientes para estar
surtidas, y éstas se encontraban tan sólo a cosa de medio kilómetro de la casa.
Era un riesgo, pero tenía que correrlo antes de que la situación familiar estallara.
No era una persona de acción, de modo que hice todo el camino con el
corazón en un puño y con el temor creciente de que algún zombi pudiera aparecer
en cualquier momento. No tenía ni idea de qué podía hacer si eso ocurría, en mi
vida la única arma que empuñé fue el rifle de caza de un compañero de partido
que me invitó a su finca a cazar perdices, y ese día volví a casa con las manos
vacías. Hasta de la mili me libré a base de pedir prórrogas por estudios.
El camino hasta la farmacia, contra todo pronóstico, estuvo despejado, pero
cuando llegué a la calle donde se encontraban casi todos los negocios rondaba
por allí el que se convirtió en el primer zombi con el que me las tenía que ver
cara a cara. Aquella criatura había sido antes un hombre de mediana edad, y los
jirones de ropa demostraban que fue un policía, aunque me costó reconocerlo
porque buena parte de su tórax había sido devorado, dejándole a la vista la
mitad del esternón y varias costillas quebradas.
Mi primer sentimiento al contemplar semejante horror fue sentir náuseas,
pero éste se vio sustituido rápidamente por el pavor cuando aquella cosa me vio
y comenzó a caminar hacia mí. Pese a que yo no había hecho nada para llamar la
atención, me localizó enseguida, y yo retrocedí varios pasos sin saber qué
hacer cuando comenzó a tambalearse en mi dirección. No podía volver con las
manos vacías, y menos con un zombi tras de mí, así que sólo me quedaba intentar
eliminarlo.
—Están muertos —tuve que decirme en voz alta mientras recogía una piedra
del suelo. Las manos me temblaban, pero cuando la tuve en las manos la agarré
con firmeza—. Están muertos, ya no son personas vivas…
Cuando me dispuse a hacerle frente tenía la boca seca, y comencé a temer
qué sería de mi mujer y mis hijos si aquella criatura podía conmigo. El zombi,
aun con esa mirada vidriosa propia de un muerto, pareció ser consciente de que
casi me tenía, porque abrió una boca llena de dientes podridos y estiró las
manos para agarrarme con ellas.
Dejé que lo hiciera. Todavía era invierno, y el invierno pegaba con fuerza
en esa zona, de modo que iba bien protegido por mi abrigo. Aun así, me vi
amedrentado cuando el monstruo me sujetó y lanzó sus dientes contra mí a toda
velocidad. No había esperado un movimiento tan ágil por su parte, y por poco
consigue su objetivo. Por suerte, yo tenía una mano libre y lo sujeté con
fuerza del cuello. Rugió y lanzó mordiscos mientras trataba de abalanzarse
contra mí con una potencia que no habría creído de una criatura medio podrida,
pero aun así le golpeé en la cabeza con la piedra.
El primer impacto fue lo bastante fuerte como para desgraciar a una persona
normal, sin embargo, sólo sirvió para que aflojara el agarre y se tambaleara un
poco, luego se recuperó y volvió de nuevo al ataque empleando la misma estrategia
de agarrarme e intentar morderme. Lo detuve de igual forma y volví a golpear,
esta vez todas las veces que fue necesario hasta que su cabeza salpicó sangre y
cayó al suelo, muerto como el cadáver que era.
Quedé conmocionado al ver lo que había hecho. Tenía en las manos una piedra
llena de una sangre muy negra, además de algunas salpicaduras en la ropa, pero
había podido con él. Tiré la piedra al suelo y fui corriendo a la farmacia. Aunque
parecía cerrada, en realidad la puerta estaba abierta, y el interior revuelto
era señal de que alguien la había saqueado. Pese a todo, encontré lo que había
ido a buscar en la parte trasera, y con varias cajas de antidepresivos en las
manos emprendí el camino de vuelta a casa. También necesitábamos comida, pero
aquello ya había sido suficiente para mí por una mañana.
Al volver tuve que cruzarme de nuevo con el cadáver del zombi que acababa
de eliminar. No quería mirarlo de nuevo, pero no pude evitarlo, y al hacerlo me
fijé en que todavía tenía su pistola en la funda del cinturón. Me paré a pensar
por un segundo si debía cogerla. Una pistola podía ser muy útil si tenía que
volver a por comida o si un zombi se acercaba demasiado a la casa, pero también
podía ser un peligro tenerla con los críos allí. Al final decidí llevármela
conmigo, y puede que ése fuera mi único acierto aquellos días, además de no ir
a la zona segura.
Al volver, me sentía muy satisfecho de mí mismo. No quería pensar en el
zombi, sólo en lo que había conseguido. Estaba seguro de que Juana se
encontraría mucho mejor tras medicarse, y lo cierto era que tener la pistola
conseguía que me sintiera más seguro, una sensación que no se valora lo
suficiente hasta que la pierdes.
Sin embargo, cuando entré por la puerta de la cocina esa sensación se
esfumó cuando vi varias gruesas gotas de sangre en el suelo. De inmediato, un
temor mucho mayor que cuando me enfrenté al zombi me sobrecogió.
—¿Juana? —llamé en voz alta. Dejé caer los antidepresivos y corrí siguiendo
el rastro de sangre, que se dirigía hacia el comedor.
—¡Papá! —gritó Ana aterrada al escucharme, y al llegar hasta ella me
encontré con una escena mucho peor que la del zombi de la farmacia: Jesús, mi
hijo pequeño, yacía muerto en el suelo sobre un charco de su propia sangre. Su
propia madre le había rajado el cuello, y ahora, con el cuchillo aún manchado
de sangre, sujetaba a mi hija dispuesta a hacer lo mismo con ella, al menos
hasta que me vio llegar.
—Lo siento, cariño —dijo con lágrimas en los ojos—. Esperaba… esperaba
haber terminado cuando volvieras.
—¿Qué has hecho? —exclamé yo, consternado.
—Es lo mejor —sollozó, y apretó el cuchillo más contra el cuello de Ana,
que temblaba de miedo—. No… no quiero verlos sufrir, no puedo verlos sufrir. Es
lo mejor…
No supe de dónde saqué los redaños para desenfundar la pistola, pero de
repente me vi a mí mismo con el arma en las manos, encañonándola.
—Suelta el cuchillo, Juana —le supliqué.
—Sólo será un instante —dijo, no sabía si a mí o a nuestra hija—. Un
segundo y luego todo estará bien.
—¡Suelta el cuchillo! —le rogué una vez más. No podía creer que estuviera
viviendo esa situación, no podía creer lo que estaba pasando.
Ella agarró el cuchillo con más fuerza todavía, y tal vez fuera intuición,
o algo que vi en su mirada, pero supe que no iba a hacerme caso, que le iba a
cortar el cuello a nuestra hija como lo hizo con Jesús… y no podía permitirlo.
El disparo retumbó por toda la casa, y un segundo más tarde Juana yacía en
el suelo con un disparo en la frente. Ana, horrorizada, se alejó del cuerpo de
su madre cubriéndose la boca con una mano, no sabía si por el horror o por las
ganas de vomitar, y se dejó caer al suelo, donde comenzó a llorar.
“Esto es culpa mía” me dije al ser consciente de lo que acababa de ocurrir.
En un segundo, mi mujer y mi hijo pequeño habían muerto, y mi hija mayor estaba
tan aterrorizada que lo único que pude hacer fue abrazarla para intentar
consolarla, aunque no sabía qué consuelo podía ofrecerle cuando todo lo que
había pasado era mi maldita culpa.
—¡Ah, papá! —gimió Ana un instante más tarde. El cuerpo de Jesús había
comenzado a agitarse en el suelo, para sorpresa de ambos—. ¡Está vivo!
Por un loco instante yo también llegué a creerlo. No tenía sentido, su
madre le había cortado el cuello y en el suelo había un charco de sangre
demasiado grande como para que dentro de él quedara algo… pero quería creer que
era así, y por eso dejé que mi hija se arrastrara hacia su lado para intentar
ayudarlo.
—¡Jesús! —exclamó, pero en respuesta su hermano se limitó a gruñir con la
boca llena de sangre. Luego comenzó a incorporarse con lentitud—. ¡Tenemos que
ayudarlo, papá!
Cuando alzó la cabeza del todo me miró, y aunque me hubiera gustado poder
compartir el alivio que debía sentir Ana, había algo en sus ojos, vacíos y
vidriosos, que no me inspiraba confianza. Mi temor se vio confirmado cuando
abrió la boca y se lanzó a por su hermana. Tuve los suficientes reflejos para
agarrarla del brazo y apartarla de él antes de que pudiera morderla.
—¿Qué…? —balbuceó confundida cuando Jesús volvió a gruñir y se incorporó
del todo. Tiré de ella para ponerla en pie y la coloqué tras de mí. Al mismo
tiempo, mi hijo, como si no nos reconociera, chasqueó los dientes y se tambaleó
hacia nosotros con torpeza.
—Vámonos de aquí —dije con un nudo en la garganta mientras arrastraba a Ana
en dirección a la cocina. Cerré la puerta para que Jesús no pudiera pasar, pero
él comenzó a dar golpes contra ella.
—¿Qué… qué le ha pasado? —preguntó ella con lágrimas en los ojos.
—Ahora es uno de ellos —contesté. No tenía sentido, ningún zombi lo había
mordido, ni siquiera habían estado cerca de él, pero se había convertido de
todas formas.
Ana sollozó y me abrazó, rota por el dolor de ver morir a su hermano y a su
madre de aquella manera tan violenta. Yo no sabía qué hacer, todavía tenía la
pistola en las manos, pero no me veía capaz de disparar a mi propio hijo.
—Tenemos que irnos de aquí —dije. No sabía qué nos podía pasar allí fuera,
sólo que no podíamos quedarnos en esa casa… no habría sido capaz de hacerme
cargo de Juana y Jesús yo solo.
—¿Irnos? —replicó Ana—. ¿Irnos a dónde, papá?
—Lejos de aquí —respondí. No podía soportar estar un segundo más en ese
sitio.
En cuestión de minutos preparamos una mochila con la poca comida que
quedaba en la cocina y algunas prendas de ropa que pudimos coger sin tener que
pasar por el comedor, y luego dejamos la casa. Mi hija todavía sollozaba cuando
cerré la puerta principal con llave, pero yo tenía que ser firme por los dos, y
no podía venirme abajo. No sabía a dónde nos dirigíamos, sólo que quería ir lo
más lejos posible de aquel lugar.
—¿A dónde vamos? —me preguntó cuando llevábamos media hora caminando. No
fuimos en dirección a la farmacia, sino la contraria, hacia campo abierto. Las
ciudades eran trampas mortales, no podíamos acercarnos a ningún lugar donde se
juntaran dos o más personas porque esas personas podían ser ya muertos
vivientes, y ni con la pistola en mi poder quería vérmelas con uno de ellos
otra vez.
—De acampada —contesté—. Como cuando eras pequeña, ¿te acuerdas?
—Apenas —dijo—. Allí no habrá… resucitados, ¿verdad?
—Espero que no.
No quise que nos alejáramos demasiado el primer día, era invierno y hacía
demasiado frío como para meternos campo a través, de modo que nos detuvimos en
un merendero. Allí había unos bancos donde la gente se reunía para hacer
picnics junto a un pinar bastante agradable. Habíamos ido a aquel lugar en
familia un par de veces, una en un acto del partido y la otra en el cuarto
cumpleaños de Jesús. Recordar aquello hizo que me arrepintiera de haber ido,
pero ya era tarde para dar la vuelta.
Ninguno de los dos fue capaz de comer nada ese día, aún teníamos lo
ocurrido atravesado en la garganta y no éramos capaces de tragar. Nos limitamos
a permanecer en los asientos de una de las mesas y dejamos pasar las horas sin
hablar. Tenía miedo de que ella lo hiciera por si me acusaba de haber matado a
su madre, algo a lo que tenía todo el derecho, pero no lo hizo, ni siquiera me
dirigió una mirada acusadora en todo el día.
—¿Qué vamos a hacer? —fue lo único que me preguntó cuando comenzó a caer la
noche.
—Acampar —le dije. Había traído unos viejos sacos de dormir que debió dejar
en la casa mi cuñado tras su última visita, aunque no teníamos tienda de
campaña, así que nos tocaría dormir al raso.
—¿Y mañana? —quiso saber.
—Mañana Dios dirá —respondí.
De nuevo, ninguno de los dos fue capaz de dormir aquella noche, ella por la
pena y yo por la culpa. Además, en determinado momento me pareció escuchar algo
parecido al gruñido de un zombi, pero al ponerme en pie temiendo que alguno
pudiera estar acercándose no vi nada. Cabía la posibilidad de que me lo hubiera
imaginado, la imagen de mi hijo convertido en un muerto viviente todavía la
tenía grabada en la retina, y la mente podía estar jugándome una mala pasada.
Tras unos minutos sin escuchar nada, di por supuesto que debía ser cosa mía
y volví al saco. A lo largo de la noche me pareció volver a oír ese gimoteo,
pero como el sonido si se alejaba ni se acercaba, acabé por ignorarlo.
Aunque no pude pegar ojo, me pareció que el amanecer llegaba demasiado
rápido, porque cuando el sol comenzó a salir aún no tenía ni idea de lo que
íbamos a hacer a continuación.
—Nos meteremos en el bosque —contesté cuando Ana volvió a preguntarme por
ello por la mañana—. Allí estaremos a salvo hasta que todo pase. Tal vez más
gente haya pensado lo mismo y los encontremos allí.
No era algo en lo que creyera, pero podía ser, y aunque las zonas seguras
estuvieran cayendo, todavía me resistía a creer que las cosas no volverían a
ser como antes, de modo que me pareció un buen plan en principio. No era un boy
scout, pero había hecho más de una acampada y sabía moverme por el bosque, en
especial aquellos, que conocía de toda la vida.
Antes de dejar atrás los caminos y adentramos en la naturaleza virgen, o
todo lo virgen que podía ser un bosque que no estaba ni a quince kilómetros de
la ciudad, me acerqué al chiringuito por si encontraba algo que sumar a
nuestras provisiones. Todavía consideraba aquello como robar, de modo que no me
sentí muy cómodo forzando la cerradura y colándome dentro. Allí sólo encontré
bolsas de patatas y demás guarrerías para críos, algunos bollos que aún podían
comerse y varios botellines de agua que guardé en la mochila.
No fue un mal botín, nos permitiría aguantar unos cuantos días más si lo
mezclábamos con comida de verdad, sin embargo, cuando ya me disponía a salir de
ahí, me pareció escuchar algo parecido a un gorjeo desde el exterior. Agarré la
pistola por precaución y asomé la cabeza fuera, aquello podía ser lo que estuve
escuchando por la noche, y quería averiguar qué era. Lo que me encontré fue una
repugnante escena que me revolvió el estómago para todo el día: un tipo,
ignoraba si había sido hombre o mujer, yacía tirado en el suelo completamente
destripado; la piel de todo su cuerpo había sido mordisqueada, desfigurándolo
de una manera horrible y dejando expuesto hasta el hueso. Aquel pobre
desdichado todavía gimoteaba con impotencia, y yo di gracias por no haber
comido nada el día anterior y no tener qué vomitar.
—¿Qué pasa? —me preguntó Ana cuando volví con ella más pálido que un
muerto.
—Nada —respondí. Era mejor que no supiera que habíamos dormido con esa cosa
a menos de veinte metros de distancia—. Abrígate bien, vamos a pasar un poco de
frío.
Nos adentramos entre los árboles enseguida, y aquel día no hicimos más que
caminar en dirección a ninguna parte. Al final me obligué a comer algo cuando
nos detuvimos para almorzar. Ella también lo hizo. El ayuno del día anterior
debido al shock nos había dejado a ambos hambrientos, y con el estómago lleno
de nuevo incluso me sentí optimista cuando llegó el momento de acampar. No
hacía tanto frío como había imaginado, y tras encender un pequeño fuego para
calentarnos se estaba hasta bien. La parte negativa era que, sin nada más que
hacer, era imposible no pensar en lo ocurrido el día anterior.
—¿Qué vamos a hacer, papá? —me preguntó de nuevo mientras se calentaba las
manos en el fuego—. Me refiero… cuando todo esto pase. Le… le disparaste a
mamá.
—Hija, no creo que esto vaya a pasar —le confié con pesar—. No sé qué va a
ocurrir, pero ha muerto demasiada gente para que todo vuelva a ser alguna vez
como antes.
Con los militares cayendo en las zonas seguras, no había nadie combatiendo
a los zombis. El futuro pintaba muy negro, y no tenía ni la más mínima idea de
lo que podía pasar en adelante. Que yo supiera, no había precedentes de algo
así.
Una vez de madrugada, con la hoguera apagada, comencé a notar frío de
verdad, pero nada que no se pudiera soportar. Lo que más me preocuparon fueron
los ruidos que de vez en cuando era inevitable escuchar en el bosque. Allí no
había lobos que se supiera, pero sí jabalíes, que podían ser igual de
peligrosos. No obstante, lo que de verdad me daba miedo era que apareciera
algún zombi; la imagen del que vi destrozado junto al chiringuito no se me
quitaba de la cabeza.
Sin embargo, pese a mis temores, escapar al bosque resultó ser una buena
idea, porque no nos encontramos con nadie, ni vivo ni muerto, ni animal ni
humano, durante varios días. Había llevado una radio por si daban algún
comunicado, pero lo único que se podía escuchar eran las emisiones de
emergencia con sus mensajes pregrabados, y hasta eso comenzó a volverse escaso
cuando buena parte de las emisoras dejaron de emitir por completo. Tal y como
temía, no parecía que la cosa estuviera yendo a mejor.
—Mañana tendremos que volver —le comuniqué a Ana por la noche.
—¿Para qué? —contestó alarmada.
—Necesitamos conseguir comida, no creo que pueda seguir comiendo estas
porquerías en bolsa más tiempo.
—¿Y si hay más resucitados? —inquirió con temor—. Si las zonas seguras han
caído, toda esa gente será ahora… bueno…
—Es posible —reconocí. No había pensado en ello, pero tenía sentido: ya no
sólo los militares no los mataban, sino que muchísimos se habrían convertido
también en zombis—. Pero algo tenemos que comer.
Sin embargo, no llegaríamos a tener la oportunidad de volver a la
civilización: la mañana siguiente me despertó algo que sonaba como el gruñido
de un perro. Todavía medio dormido, no le di demasiada importancia, pero
enseguida recordé dónde estábamos, y creyendo que podían ser los gruñidos de un
zombi me volví hacia Ana todavía metido dentro del saco de dormir para
asegurarme de que estaba bien.
No lo estaba, ni mucho menos. No sabía de donde había aparecido un tipo
vestido con unas ropas de excursionista desgastadas, con barba de varios días y
manchas de suciedad por todas partes. Estaba arrodillado junto a mi hija, y
mientras con una mano la retenía por la fuerza contra el suelo, con la otra la
sujetaba de la boca para que no pudiera gritar. Ella se retorcía y forcejeaba,
pero no tenía suficiente fuerza para desembarazarse de él, que iba acompañado
por un perro de aspecto fiero que gruñía con agresividad.
—¡Eh! —grité al tiempo que salía del saco. No sabía quién era ese
desarrapado, pero estaba dispuesto a darle una lección por lo que estaba
haciendo… sin embargo, antes de que pudiera agarrar la pistola, algo me golpeó
en la cabeza con tanta fuerza que comencé a ver luces blancas frente a mí, y
acabé por caer al suelo muy mareado y dolorido.
—¡Te dije que te cargaras a ese hijo de puta antes de registrar la mochila!
—gruñó el que sujetaba a Ana. El perro ladró.
—Ya está fuera de juego, ¿no? —replicó un segundo hombre cuya presencia no
había advertido, y que acto seguido me propinó una patada en el estómago que me
dejó todavía más dolorido. Si no me había roto algo era de milagro—. Estos
mierdas no tienen nada, sólo un poco de agua y patatas fritas, pero ni una puta
arma… lo único de valor que veo aquí es el coño de esta zorra.
Aun luchando por mantenerme consciente, hice acopio de fuerzas para estirar
una mano hacia el saco y tratar de recuperar la pistola tras escuchar eso.
Aquel tipo le soltó la boca, y ella comenzó a gritar pidiendo auxilio, pero él
la calló propinándole un puñetazo en la cara.
—¡Como vuelvas a gritar te corto el cuello, zorra! —la amenazó.
—¿Qué coño haces tú? —exclamó el otro dirigiéndose hacia mí. Disponía de
menos de un segundo para coger la pistola… pero no lo conseguí, y cuando me
pisó la mano supe que todo estaba perdido—. ¿Qué cojones…? ¡Este maricón tiene
una pipa! —La cogió y la levantó en el aire, y luego hizo fuerza contra mi
mano, consiguiendo arrancarme un grito de dolor—. ¿Pensabas matarnos con esto,
cabronazo?
—Cárgatelo —le dijo el que tenía a mi hija. Con una mano la mantenía sujeta
del cuello hasta el punto de estar estrangulándola, y con la otra se bajaba los
pantalones.
—No, que se joda —replicó el otro, y entonces me propinó un golpe en la
cabeza con la culata de la pistola que hizo que todo me diera vueltas. Sentí un
líquido espeso y caliente cayéndome por la frente, pero todavía incapaz de
fijar la vista en algo, me agarró del pelo y me levantó la cabeza—. Ahora vas a
ver cómo nos la follamos, capullo.
—A…Ana —balbuceé estirando una mano hacia mi hija con impotencia mientras
su compañero le arrancaba la ropa a tirones. Ella todavía trataba de resistirse
y sollozaba suplicándole que no lo hiciera, pero en cuanto éste logró separarle
las piernas comenzó a llorar de verdad.
Aquellos dos hijos de puta cumplieron su palabra, y me obligaron a mirar cómo
violaban a mi hija mientras yo lo único que podía hacer era intentar no caer
inconsciente. Los segundos se me hicieron horas, y los minutos, días, y una
rabia impotente crecía dentro de mí cada vez que la golpeaban para que hiciera
lo que ellos querían, o cuando la insultaban por el mero placer de humillarla
todavía más. Sólo se detenían de vez en cuando para darme algún golpe más que
me mantuviera incapacitado, para eso y para darse el relevo el uno al otro.
Al final, cuando ambos se hubieron saciado, yo tenía los ojos llenos de
lágrimas, y Ana parecía estar muerta, con la mirada perdida en la nada y la
cara hinchada por los golpes. Sólo cuando pestañeó supe que seguía viva, pero
sin duda ya no volvería a ser la misma jamás.
—Esto ha sido divertido —afirmó el que me había estado pegando, con los
pantalones aún por los tobillos—. ¿Sabes el tiempo que hacía que no me follaba a
una adolescente por el culo?
—Hace una semana —se carcajeó el otro, que había encontrado mi tabaco y se
fumaba un pitillo mientras le acariciaba la cabeza al perro—. ¿Ya no te
acuerdas de esa zorrita rubia? “Por favor, he escapado de la zona segura y no
encuentro a mi familia, necesito ayuda.”
—Pero a esa no me la follé por el culo —le aclaró mientras se subía los
pantalones, luego se aproximó a mí y me dio otra patada en el estómago. En
aquella ocasión consiguió que vomitara sangre—. ¡Joder! Este capullo está medio
muerto. Acabemos con esto de una vez.
—Vamos, Rufo —le indicó el otro al perro, que fiel a su dueño sacó la
lengua y agitó el rabo. Luego se aproximó a mi hija y la levantó del suelo tirándole
del pelo. La pobre ya no tenía fuerzas ni para resistirse—. Lo siento, bonita,
pero Rufo también necesita desfogarse, y tú has demostrado ser una buena perra.
—Te voy a hacer un favor: voy a ahorrarte esta parte —dijo su cómplice, que
entonces me cruzó la cara de un puñetazo y me dejó inconsciente.
No supe el tiempo que pasé así, pero debió ser buena parte del día, porque
cuando recuperé la consciencia ya estaba atardeciendo. Me desperté tumbado en
un charco de mi propia sangre, con la cara cubierta de sangre seca y un dolor
muy intenso en la cabeza, el estómago y la mano. Ya no había ni rastro de los
dos tipos, pero tampoco de mi hija.
—Ana… —gimoteé con la boca muy seca. No sabía qué había pasado con ella, y
me daba igual lo destrozado que estuviera, tenía que encontrarla.
No me costó mucho hacerlo porque no se había ido a ninguna parte. La
encontré colgada del cuello de un árbol por una soga; aquellos hombres, si es
que podía llamar así a semejantes bestias, la habían ahorcado allí, desnuda y
manchada por sus repugnantes fluidos, con los muslos cubiertos de sangre seca y
marcas de mordiscos de perro. Lo más horrible, sin embargo, era que no estaba
muerta, o al menos no del todo, sino que todavía pataleaba, lanzaba manotazos
en mi dirección y gruñía como un animal salvaje todo lo que la soga en el
cuello le permitía.
—Dios… —murmuré al contemplar semejante horror, y pese a lo que me había
costado ponerme en pie, caí de rodillas y me llevé las manos a la cabeza por
culpa de la rabia y la culpa.
“Si hubieras mantenido la entrepierna quieta, esto no habría pasado” me
dije tirándome de los pelos hasta tal punto de que acabé con un mechón en cada
mano casi sin darme cuenta. Estaba demasiado conmocionado para llorar o para
gritar siquiera. Primero habían sido Jesús y Juana, y ahora Ana, que era lo
único que me quedaba en la vida.
Tampoco supe el tiempo que pasé allí, viendo los últimos retazos de mi vida
consumirse, pero cuando me sentí con fuerzas para hacer algo ya era noche
cerrada. Como aquellos desgraciados no me habían dejado ni una mísera cuchilla,
y yo no estaba en condiciones de hacer nada que no fuera tambalearme, ni
siquiera fui capaz de bajar a mi hija de allí y darle descanso. No tuve más
remedio que abandonarla en ese estado y comenzar a caminar.
No tenía ningún objetivo al que dirigirme, como ya ocurriera antes, pero no
me importaba. No me importaba nada, en realidad; si acababa devorado por unos
jabalíes salvajes o por unos zombis itinerantes me daba igual, sólo caminaba
porque no tenía otra cosa que hacer, y no tenía valor para quitarme mi propia
vida. Al otro lado tal vez me estaría esperando mi familia, y no me merecía
volver a verlos.
Vagué sin agua, sin comida, sin ropa de abrigo y sin ninguna esperanza
hasta que amaneció. Aquel día llovió, así que pude lavarme un poco la sangre
seca de la cara, pero la herida del cráneo me dolía más incluso que cuando me
la hicieron. Tuve que ayudarme de un palo para caminar, y gracias al agua de un
charco pude beber en condiciones, pero luego me refugié debajo de un árbol para
cubrirme de la lluvia y allí me quedé el resto del día.
—Es mi culpa —le dije a quien pudiera estar escuchándome, que era nadie—.
Mi culpa, mi culpa… y ahora Juana y los niños… ¡Dios!
La lluvia ni me dio ni me quitó la razón, se limitó a seguir cayendo, impasible
e indolente ante los problemas de los demás. Pensé en quedarme allí sentado
hasta que muriera de inanición. No me parecía una muerte agradable, pero ¿qué
muerte lo era? La de Ana desde luego no lo fue, y aunque rápida, no creía que
los últimos segundos de Jesús desangrándose en el suelo fueran agradables. Tal
vez la de Juana, por lo instantánea e inesperada, fuera una buena muerte, pero
ya no tenía la pistola.
Al final el día pasó, el estómago me rugió por el hambre y, pese a que no
creía merecer vivir, me puse en pie de nuevo y caminé todo lo rápido que mis
lesiones me lo permitieron. A lo mejor un zombi me acababa encontrando y se
decidía a acabar conmigo; si lo hacía, tal vez le diera las gracias y todo,
pero por el momento lo único que podía hacer era caminar.
Continué vagando por el bosque sin rumbo fijo no supe cuántos días. Bebía
del agua que encontraba en los charcos, ayudado por una botella de plástico sucia
que encontré por ahí tirada. No había nada de comer, al menos nada que tuviera ánimos
para buscar o cazar, pero tampoco nada que me comiera a mí. Los zombis no
habían llegado al lugar, y los putos seres humanos habíamos expulsado de allí a
cualquier animal más grande que una ardilla hacía mucho tiempo.
Famélico, demacrado, mugroso y destrozado tanto física como
psicológicamente, acabé por caer rendido junto a un árbol, un sitio que me
pareció de lo más adecuado para morir en paz. Después de cómo había acabado mi
familia era una forma de morir muy injusta, demasiado plácida, sin embargo, uno
no elegía cómo moría, sólo se rendía a la muerte. Supuse que al morir volvería
como un zombi, igual que habían hecho mis hijos… en la televisión decían que se
contagiaba por los mordiscos o los fluidos de los muertos vivientes, pero tal
vez fuera algo genético. ¿Qué sabía yo? Sólo había sido un concejal sin ninguna
relevancia en el ayuntamiento, un marido de mierda y un padre incapaz de
proteger a sus hijos.
Tal vez pasara allí tirado una semana, tal vez fueran sólo unas pocas
horas, pero llegado cierto momento apareció un pequeño zorro que se me quedó
mirando desde la distancia como valorando hasta qué punto podía suponer una
amenaza para su vida.
“Vamos, pequeño cabrón, ven a comerme” pensé, pero lo que hizo fue volver
la vista hacia un lado y luego salir corriendo en dirección contraria como alma
que lleva el diablo.
Eché un vago vistazo hacia lo que había conseguido asustarlo tanto, y vi
moverse entre el follaje a varias figuras humanoides en mi dirección. Sólo
podían ser zombis, de modo que cerré los ojos y me rendí a mi destino. Al menos
mi muerte no iba a ser agradable; era lo que me había ganado, y cuando escuché
los pasos cada vez más cerca estaba listo para abandonar este mundo de mierda…
pero los zombis se detuvieron frente a mí y no me atacaron.
—No es un cadáver, es un tío —dijo una voz desdeñosa.
Abrí los ojos y me topé con un pequeño grupo de gente mirándome. Eran
cuatro hombres y dos mujeres, todos vestían con ropa abrigada de montaña,
cagaban con mochilas y portaban algún tipo de arma. Tenían pinta de no haberse lavado
en días, de tener hambre y de estar agotados de caminar… lo que significa que
tenían mucho mejor aspecto que yo.
—¿Estás bien? —me preguntó una chica de rostro alargado y pelo color caoba.
—No te acerques tanto, Íngrid —le aconsejó un muchacho más joven que él,
que me miró con cierta aprensión—. Parece enfermo, podría estar infectado.
Enfermo estaba, pero de dolor por mis pérdidas.
Loreto se agitó en sueños, seguramente por alguna pesadilla. ¿Quién podía
no tener pesadillas después de todo lo que había pasado? Nunca llegué a
preguntarle por su historia. Todos teníamos una antes de llegar a donde
estábamos, siempre plagada de pérdida, dolor y actos horribles, tanto cometidos
como sufridos, y desconocía cuáles eran los que llenaban sus pesadillas… pero
lo cierto era que no me importaba lo más mínimo cuando las mías tenían tres
rostros muy concretos, los tres rostros que había descubierto que eran lo único
que me importaba del mundo. Ahora que ya no estaban, y ni Íngrid, ni Loreto, ni
las comunidades a mi cargo tenían la menor importancia para mí.
Había descubierto que ése era el secreto de la supervivencia, que las vidas
de la gente que tenía a mi cargo me importaban una mierda. Aquella era la única
forma cuerda de vivir en el mundo que nos había tocado.
El sol ya había salido lo bastante como para que comenzara a clarear cuando
me pareció percibir algo de agitación en la calle. Intenté echar un vistazo
desde la ventana, pero no tenía ángulo para ver qué estaba pasando, y supuse
que debía ser algún asunto del cambio de guardia, que se producía todos los
días a aquella hora. Como la noche anterior tuve que poner a vigilar a más
gente de la habitual para custodiar al prisionero, alguien se estaría quejando.
A veces me entraban ganas de soltarlos por turnos en mitad de una ciudad
plagada de zombis, seguro que los que sobrevivieran y consiguieran volver
aprenderían a dejar de quejarse por tonterías.
La cosa, sin embargo, pareció volverse urgente cuando alguien llamó a la
puerta de mi casa.
—¿Qué pasa? —preguntó Loreto, que se despertó por el ruido, todavía
adormilada.
—Alguien llama a la puerta —contesté mientras apagaba el cigarro en el
alfeizar de la ventana—. Todavía es temprano, sigue durmiendo.
Como si se tratara de una orden, dejó caer la cabeza contra la almohada al
tiempo que yo recogía los pantalones y la camisa del suelo y me vestía con
ellos. Luego, una vez presentable, bajé al piso inferior y me dirigí a la
puerta.
—¿Qué ocurre? —pregunté nada más abrir. Quien había llamado era Eric, el
capitán de los milicianos, y traía un gesto muy serio en la cara. Aquello no
podían ser buenas noticias.
—El prisionero ha escapado —me informó.
—¿Escapado? —repetí con incredulidad.
Aquello, de ser cierto, era una noticia pésima. La cabeza cortada de ese
chico era el precio por acabar de una vez con aquel cansino asunto de la
Hermida. Después de negociaciones, secuestros y ejecuciones, contaba con dejar
a mi pueblo satisfecho durante una temporada acabando con el chaval, pero si
había huido…
—¿Cómo ha ocurrido? —inquirí mientas me acercaba al buró de la entrada y
cogía la pistola.
—No lo tenemos muy claro, acabamos de enterarnos, pero todo apunta a que en
algún momento de la noche consiguió burlar la vigilancia y escapar —me explicó
Eric—. Hay dos bajas entre los vigilantes del muro. Uno de mis hombres y una
Guerrera Salvaje.
Torcí el gesto al escuchar aquello. La cosa iba a ponerse calentita en
cuanto se corriera la voz, y no quería ni pensar en la reacción de Rhiannon. El
día empezaba con muy mal pie.
—Vamos —le indiqué. No sólo quería ver qué había pasado con mis propios
ojos, también tenía que hacer mi papel de líder y comenzar a impartir
instrucciones.
Nada más pisar la calle supe que la noticia comenzaba a conocerse entre los
miembros de la comunidad, que se asomaban a los portales de sus casas y
cuchicheaban entre sí. Al vernos pasar se nos quedaban mirando con cierta
aprensión, casi podía percibir en ellos el temor a no saber qué iba a pasar. Esa
sensación nunca solía augurar nada bueno.
La escena del crimen se encontraba en un fragmento de empalizada que pasaba
por detrás de una casa. Dos cuerpos ensangrentados yacían muertos en el suelo,
rodeados por la pareja de milicianos que los encontró y por Rhiannon y Lidia,
que se habían arrodillado junto a su hermana caída. Lidia tenía lágrimas en los
ojos. Los caídos eran Manuel, uno de los milicianos, y Tania, la Guerrera
salvaje más problemática. El motivo de la muerte de ambos era más que evidente:
habían recibido heridas profundas en la cabeza, aunque Tania también tenía la
boca llena de sangre.
—Por aquí debió escapar —dijo Eric—. Aprovechó la oscuridad para atacarlos
por la espalda y pillarlos desprevenidos. No esperarían un ataque desde dentro.
Se ha llevado sus armas.
—Una sola persona no puede haber hecho algo así —objetó Rhiannon. A
diferencia de Lidia, que parecía horrorizada, ella estaba furiosa, y lo
demostró desenvainando su espada y lanzando un tajo contra uno de los troncos
que sostenían la pasarela de la empalizada. El golpe consiguió partir medio
tronco, pero ni con esas se calmó. Tania era una de las Guerreras Salvajes
originales, y por tanto, muy cercana a ella—. Han tenido que ayudarlo.
Eché un vistazo por encima a los muertos. Los golpes de la cabeza eran
limpios, casi como si los hubieran rematado para que no se levantaran como
muertos vivientes. Habría podido dar gracias por eso, porque de lo contrario
podrían haber causado un desastre en la comunidad, pero más que por
consideración hacia nosotros intuí que lo habían hecho para no llamar la
atención.
—No nos enteramos de lo que había pasado hasta que comenzó a amanecer y no
los vimos en sus posiciones —se explicó uno de los milicianos que descubrió los
cuerpos—. Me acerqué para ver qué podía haber pasado y me los encontré así,
pero pueden llevar aquí horas.
—Nosotros no escuchamos nada —aseveró su compañero.
—Le pedí que me sustituyera esta noche —murmuró Lidia, que le acarició el
pelo a su hermana caída con pesar—. Podría haber sido yo si Arancha no hubiera
tenido fiebre.
—¿Y los que custodiaban al prisionero? —le pregunté a Eric.
—En el almacén —respondió—. Nada más conocer la noticia les ordené que
comprobaran que el chico siguiera allí, y al ver que no estaba, les dije que
averiguaran cómo había huido antes de ir a avisarte.
—Pues veamos qué han averiguado —le indiqué.
El almacén estaba cerca de allí, y quienes lo vigilaban eran Natalia y
Leonardo, ambos milicianos. No me eran de confianza porque sabía que eran del grupito
que incitaba a los guerreros que salían a saquear a que introdujeran drogas en
la comunidad. Tenía a Rhiannon y a Raúl advertidos para que controlaran a su
gente, pero quién sabía si no eran ellos mismos los que las traían; aquellas
cosas eran incontrolables, y mientras no se saliera de madre, hacía la vista
gorda. Sin internet, televisión, radio o revistas siquiera, la gente necesitaba
formas de entretenerse, y no se podía estar follando todo el día.
—Entraron por aquí —afirmó Natalia nada más vernos llegar, señalando el
ventanuco del almacén. Dado su fracaso al vigilar, debían temer que fuera a
reprenderlos por ello y trataban de parecer diligentes. Si llegaba a enterarme
de que se habían drogado durante la guardia tendría dos cabezas que cortar en
lugar de las del muchacho, pero parecían estar lúcidos—. Quitaron los tornillos
que sostenían la ventana y salió por allí. La capucha y las cuerdas están
dentro.
—Esos tornillos se quitan desde fuera —observó Eric—. Definitivamente
recibió ayuda externa. Alguien se coló en nuestra comunidad y lo rescató
protegido por la oscuridad.
Rhiannon y los otros dos milicianos se acercaron mientras yo todavía
reflexionaba sobre la seguridad de mi comunidad. Se suponía que con gente
vigilando las puertas y toda la empalizada nadie podría colarse en ese lugar.
Por lo visto, estaba equivocado.
—¡Señor Dávila! —me llamó alguien. Marcos, uno de los hombres de Raúl, se
aproximó corriendo, y tampoco traía buenas noticias—. Todos los vehículos
tienen las ruedas pinchadas.
—¿Cómo? —inquirió Eric.
—Hemos encontrado todas las ruedas pinchadas… ha sido un sabotaje —nos aseguró
Marcos.
—No querían que saliéramos en su búsqueda una vez hubieran escapado —dedujo
Rhiannon, que entonces me dirigió una mirada hostil—. Esto ha sido un ataque en
toda regla, y exige una respuesta.
“¿Una respuesta contra quién?” me sentí tentado de preguntarle, pero ya lo
intuía. Sin embargo, ¿de verdad en la Hermida se habían atrevido a hacer algo
así? ¿Tanto los había subestimado? Lo dudaba mucho… no obstante, los hechos
estaban delante de mis narices, y no veía quién más podía tener interés en
rescatar a ese crío de mierda.
—Salid a buscar ruedas para los coches —ordené—. En cuanto podamos poner en
marcha uno, quiero a Salazar y a su perro al mando de un pequeño grupo que
rastree a nuestro prisionero fugado y su rescatador cuanto antes. Nos llevan
toda la noche de ventaja.
Suspiré con resignación cuando mis órdenes comenzaron a llevarse a cabo. Al
final me iban a obligar a cargarme la Hermida, y encima acabaría apareciendo
como el malo de la historia.
¿Esto saldra en el libro?
ResponderEliminarDe ser así mejor espero a que salga completo
Lo malo es que se me fue la vista y lei el último párrafo :(
Sí, esto será el primer capítulo del libro
ResponderEliminar¿Y ya casi esta?
ResponderEliminar:D
Cuánto queda ? No puedo esperar más!!
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