AARÓN
El crujido de un hueso rompiéndose se escuchó a mis pies cuando di un paso
entre los arbustos. Le eché un vistazo más bien poco interesado antes de
adentrarme un poco más entre la vegetación. No era más que una vieja calavera
humana que pisé sin querer, una más de las mucha que había diseminadas por
todas partes. Sin prestarle más atención, procedí a descargar mi vejiga contra las
zarzas mientras silbaba una cancioncilla que llevaba toda la mañana sin poder
sacarme de la cabeza. La había escuchado la noche anterior en Villamarco. A
última hora de la tarde, cuando toda la comunidad terminó sus labores, y como
parte de las celebraciones por el fin de la cosecha, un par de tíos con
guitarras la cantaron en lo alto de un improvisado escenario. Al mismo tiempo
los demás catábamos los primeros productos elaborados con el resultado de esa
cosecha.
Tras un par de años regulares, debido sobre todo a que las heladas se
adelantaron, por fin éste las cinco comunidades consiguieron unas cosechas
decentes que garantizaran que no íbamos a pasar hambre… aunque eso poco
importaba cuando nuestro traslado a Colmenar Viejo era inminente. Y entonces mi
trabajo quedaría obsoleto.
Cultivar, pastorear animales y toda esa mierda no estaba hecho para mí; a
mí me gustaba caminar, viajar y disfrutar del paisaje en soledad. Por eso el
trabajo de mensajero me venía de anillo al dedo. Sólo era un niño cuando en
mundo antiguo cayó a manos de los muertos vivientes, pero recordaba muy bien
los teléfonos, Internet y todo eso. Ahora que ya no lo teníamos, era necesario
establecer un sistema de comunicaciones entre comunidades que fuera rápido y
eficaz, y ese sistema era yo. Me pasaba la vida de una comunidad a otra,
llevando tanto mensajes importantes de los cabecillas de esos lugares a sus
homólogos como correspondencia entre particulares, así como cotilleos y
rumores. Era mi trabajo, y me encantaba por la libertad que me proporcionaba.
No era el primero en realizarlo, por supuesto, pero hacía un par de meses
que mi antecesor desapareció sin dejar rastro, y me eligieron como sustituto.
Aunque ya apenas se veían zombis, los caminos seguían siendo peligrosos para
los que no tenían el suficiente cuidado. Lo sentía por él, pero su desaparición
me permitió conseguir a mí el trabajo, y era un trabajo que me encantaba. Todo
el mundo te recibía con amabilidad, te daban toda la comida que quisieras y se
aseguraban de que tuvieras la que necesitaras para el siguiente viaje. Siempre
tenías una noticia, historia o anécdota que contar a una gente que sólo salía
de los seguros muros de sus comunidades para labrar los campos o pastorear
ovejas, por lo que era sencillo convertirse en el centro de atención, y en
general raro era que mi llegada no se convirtiera en la principal atracción del
lugar.
Por supuesto, todo esto no tendría la menor importancia de no ser por las
atenciones que recibía también de chicas de esas comunidades. Al parecer, me
veían como una especie de aventurero que se jugaba la vida en el peligroso
mundo exterior que ellas no habían visitado jamás, o que recordaban con terror.
¿Quién no se acostaría con un tío así? Además de los encuentros ocasionales, a
esas alturas tenía ya tres novias en tres comunidades distintas, todas deseosas
de hacerme hueco en sus camas cuando pasaba por allí, y para ello sólo tenía
que prometerles que el día que me retirara, que no sería dentro de demasiado,
volvería con ellas. Las ingenuas siempre me creían, y mientras no supieran unas
de la existencia de las otras, todo estaría genial.
El que todas las comunidades fuéramos a mudarnos a Colmenar Viejo
complicaría mi estratagema, claro, pero ése era un problema del que preocuparme
más adelante. Por el momento yo acababa de pasar la noche con Natalia en
Villamarco, y si todo iba bien, la siguiente la pasaría con Lorena en
Galleguillos de Campos. ¿Cómo no me iba a gustar la vida que tenía?
Una vez aliviada la vejiga, y todavía silbando la canción, salí de entre
los arbustos de vuelta al camino, pero antes de hacerlo le di una patada a la
calavera que pisé antes. Ésta salió volando, y los trozos que se quebraron al
aplastarla se dispersaron entre las malas hierbas. Los huesos humanos no eran
tan abundantes en campo abierto como en los pueblos, pero aun así lo raro era
no encontrarse con algunos en cuanto andabas unos pocos kilómetros.
Se decía que el camino antaño fue una recta y lisa carretera por la que un
vehículo a motor podía moverse a decenas de kilómetros por hora, pero de todo
eso sólo quedaba un surco que más o menos formaba una vía con menos escombros
por la que moverse, además de algunos restos de ese asfalto por ahí
diseminados. En esencia era un camino rural, y por eso, para recorrerlo,
contaba con la ayuda de mi fiel compañero, Mortadelo.
Mortadelo era un burro que siempre viajaba conmigo, y en sus alforjas
transportaba la correspondencia entre las comunidades. Cuando volví con él
estaba mordisqueando algunos hierbajos secos, aunque al verme regresar alzó las
orejas y miró en mi dirección.
—Disfrútalos, colega, pronto empezarán las nieves —le dije acariciándole el
lomo—. Espero que para entonces estemos ya en Colmenar Viejo. En cualquier
caso, éste es nuestro último viaje. Cuando todos vivamos en el mismo sitio,
nuestro trabajo habrá quedado obsoleto.
Iba a echar de menos esos viajes, pero lo cierto era que sentía curiosidad
por ver por fin lo que tenían montado en la antigua base militar. Se decía que
eran ya más de dos mil personas las que vivían allí… una auténtica locura. No
sabía cómo podía meterse tanta gente en el mismo sitio sin que la mierda los
cubriera hasta el cuello, pero pronto lo averiguaría. Hasta los capullos de la
Hermida dejaron su pueblo de montaña y se fueron allí. Supuse que se hartaron
de helarse el culo cuando comenzó a hacer más frío.
—Eres un buen animal, seguro que te querrán cruzar con alguna burrita
cachonda que tengan allí —le prometí antes de coger la riendas y seguir
adelante. Todavía quedaba mucho camino por recorrer—. Si de verdad son dos mil
personas, tiene que haber un montón de tías también, ¿verdad? No es que
Natalia, Lorena y Marta no estén bien, pero ya que vamos a nuevos territorios,
estaría bien probar algo nuevo, ¿no te parece?
Mortadelo no contestó, pero me dirigió una mirada muy significativa. No
sabía por qué la gente se empeñaba en tratar a los burros como si fueran un
animal tonto… aquella bestia era más lista que muchas personas que conocía.
Estaba convencido de que la idea de aparearse con una burrita le había gustado
tanto como a mí la posibilidad de conocer mujeres nuevas.
El resto del día lo pasamos caminando a ritmo moderado, pero sin pausa. En
el zurrón llevaba algo de queso, carne seca, pan, fruta y salchichas
suficientes para alcanzar nuestro destino, pero no me detuve a comer, sino que
lo hice mientras caminábamos. Si nos dábamos prisa, podríamos llegar al día
siguiente antes del mediodía, con la celebración por el fin de la cosecha en su
mejor momento: la hora de comer.
No obstante, la parada por la noche era obligatoria. Los caminos no eran
muy buenos, y caminar a oscuras sólo servía para perderse o romperse una pierna
o una pata por pisar donde no era debido. Además, teníamos que dormir tras una
dura y agotadora jornada.
—Que pases buena noche, amigo —le dije a Mortadelo tras atar las bridas al
tronco de un árbol, junto al que yo también me senté. Durante el día ya hacía
frío, pero por la noche era mucho peor, y más en aquel lugar, donde no había ni
un monte o una arboleda que nos cubriera, así que encendí una hoguera y
aproveché para calentar la cena.
Mientras comía me entretuve echando un vistazo a la correspondencia que
tenía que llevar hasta Galleguillos de Campos. Sabía que mirar las cartas de
los demás estaba mal, pero llevarlas siempre conmigo era una tentación
demasiado grande, y a veces escondían historias de lo más interesantes.
—Ana todavía le manda cartas de amor a Vicente —le conté a Mortadelo tras
leer su carta de cabo a rabo—. La muy idiota se piensa que va a volver con
ella. ¿Debería contarle que lleva tres meses liado con otra y que pasa de su
culo? A lo mejor se cabrea tanto que decide follarse al mensajero por despecho.
No sería la primera vez, ¿verdad?
Mortadelo no respondió, pero tampoco necesitaba su opinión. ¿Qué sabía un
burro de aquellos temas?
Tras leer un par de cartas más bostecé y decidí que había llegado la hora
de dormir, así que me envolví en el saco de dormir y me cubrí del frío con una
manta extra que llevaba desde que comenzó el otoño. La noche prometía ser fría,
pero recordando lo cálida que fue la anterior junto a Natalia, y lo que
prometía ser la siguiente con Lorena, me quedé durmiendo por fin.
Como el invierno ya casi había llegado, las noches eran largas, y cuando
desperté todavía estaba amaneciendo. El paisaje de la meseta castellana era
llano y monótono, pero a base de recorrerlo sabía en qué punto exacto del
camino me encontraba, y por eso, consciente de que gracias al apretón del día
anterior iba bien de tiempo, no me di prisa en desayunar y prepararnos para
partir. Dejé que Mortadelo diera buena cuenta de la hierba que crecía en camino
mientras yo seguía leyendo algunas cartas ajenas, y cuando el sol estuvo en lo
alto y comenzó a hacer menos frío nos pusimos en marcha.
—¿Crees que lloverá? —le pregunté Mortadelo un par de horas más tarde, después
de que unas nubes oscuras cubrieron el cielo parcialmente—. No tiene mucha
pinta, ¿verdad? Pero si lo hace, espero que sea cuando hayamos llegado. No
quiero coger una pulmonía.
Tuvimos suerte, y pese a que el cielo siguió parcialmente nublado, no se
decidió a romper a llover, de modo que casi rozando el mediodía por fin pude
ver en la distancia la silueta de Galleguillos de Campos, nuestro destino.
—Ya casi estamos ahí, amigo —le dije a Mortadelo al tiempo que le daba un
par de palmaditas en el lomo—. Otro trabajo bien hecho.
En cuanto nos aproximamos al pueblo las señales de presencia humana se
hicieron más evidentes. Los surcos en los campos cercanos, los pozos para
aprovechar las corrientes de agua subterránea, los depósitos de paja que sería
el alimento de los animales en invierno y el olor del estiércol eran la carta
de presentación del ser humano, eran la señales de civilización y de que, pese
a vivir en las ruinas de un mundo más grande y avanzado, todavía seguíamos aquí
dando guerra.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí —dijo uno de los vigilantes de la
empalizada cuando me planté frente a las puertas. Durante el día permanecían abiertas
para que entrara y saliera cualquiera a realizar sus actividades diarias, pero
mi llegada debía ser anunciada porque las comunicaciones entre los cabecillas
de las comunidades eran prioritarias, y tal vez tuviera que entregarles algún
mensaje en privado antes de llevar a cabo el reparto habitual entre la gente
del pueblo—. Aunque vayas acompañado de ese estúpido animal, siempre es un
placer verte llegar con nuestro correo, Mortadelo.
—Paquito, veo que sigues esforzándote por ser cada día más gilipollas —respondí.
Un hombre seguido de tres críos de distintas edades entró en ese momento al
pueblo cargando con varios cestos vacíos, y los cuatro se nos quedaron mirando
con curiosidad—. No tengo nada para Rhiannon, ¿puedo pasar de una vez? Aquí
fuera se me están helando los huevos.
—Si no queda más remedio —consintió.
Pese a que la soledad del camino me gustaba, también sabía disfrutar del
estar rodeado de gente en una comunidad que bullía de actividad, en especial
cuando ésta tenía que ver con las celebraciones por el fin de la cosecha. Tras
dejar a Mortadelo en la cuadra pude echar un vistazo a los adornos con los que
habían decorado las calles de camino a la plaza central. La mayoría consistían
en lazos hechos con hojas secas, cuerdas y diversas flores de otoño, y en
algunos puestos se exhibían verduras de un tamaño realmente impresionante.
—El pueblo ha quedado muy bonito, espero que en Colmenar Viejo también
celebren el final de la cosecha —le comentó una mujer a otra al cruzármelas.
Ambas cargaban con unas pesadas jarras de leche recién ordeñada que no tardaría
en convertirse en queso.
Un grupo de chiquillos, todos con gorros de paja, chaquetas de lana de
oveja y palos haciendo de bastones, pasaron a mi lado dirigidos por alguien que
debía ser una profesora, que les metía prisa para que llegaran a tiempo a no sé
qué festival. No muy lejos de allí, un espantapájaros relleno de paja y con una
boca horrible llena de dientes, que pretendía simbolizar a un zombi, era
apaleado sin compasión por un grupo de chavales algo más mayores. Sonreí al ver
cómo machacaban a la figura hasta destrozarla. Con su edad yo también participé
en ese rito, al que solía seguir emborracharse a escondidas en algún portal sin
que nadie se diera cuenta junto con los amigos. Por la noche, durante el baile,
y si tenías suerte, podías sacar a bailar a alguna chica. Si tenías aún más
suerte podías acabar dando tu primer beso… y si ya la diosa fortuna era tu
aliada igual incluso algo más. La parte trasera de los graneros habían visto
cosas que ponían los pelos de punta.
Yo, sin embargo, todavía no podía unirme a las celebraciones. Había trabajo
que hacer, y el trabajo era lo más importante, así que, con todo el pueblo ya
advertido de mi llegada, me coloqué en la plaza central, donde ya aguardaban
todos los que esperaban recibir alguna carta, y comencé el reparto. No me llevó
más de diez minutos entregar las cuarenta cartas que más o menos me tocó llevar
en esta ocasión, seguido de casi una hora de quejas de quien aún no había
recibido la respuesta que esperaba, los que me metían prisa para que me
volviera a marchar y llevar la respuesta o a los que sencillamente les gustaba
tocar las narices con cualquier tontería porque lo que habían leído no les
gustaba.
—Si ya estaba abierta es por el traqueteo del burro al caminar —le dije a
un tipo que me acusó de abrir su carta. Por supuesto, lo hice, pero no podía
reconocerlo—. Como comprenderás, no me dedico a leer la correspondencia ajena
por el camino, no me importan tanto vuestras vidas.
Mascullando maldiciones el tipo se marchó nada satisfecho, pero no me
preocupé. Mi trabajo tenía los días contados, cuando estuviéramos en Colmenar
Viejo quien quisiera comunicarse con alguien sólo tendría que caminar hasta la
puerta de su casa.
Una vez libre de obligaciones me permití tomarme un respiro, descansar un
poco y disfrutar de la fiesta. Me serví un cuenco obscenamente grande de gachas
en un puesto y lo regué con una limonada que unos chiquillos ofrecían. Luego
probé un dulce hecho con azúcar de remolacha y miel, y más tarde unos conocidos
me invitaron a unos chupitos de licor de trigo casero.
Cuando comenzó a oscurecer ya estaba un poco perjudicado, pero mucho más
descansado y con ganas de que llegara el baile gracias a que pude cambiarme de
ropa y acicalarme. No logré encontrar a Lorena en todo el día, debía estar
trabajando; seguro que más tarde aparecería por allí, así que me preparé para
una noche que prometía ser genial.
Para esperar a que las celebraciones comenzaran, me senté en un puestecito
que servía quintos de vino y me tomé uno para calentar motores.
—¿Disfrutando de la fiesta? —me preguntó entonces una voz femenina a mi
lado. No era Lorena, pero cuando me volví hacia ella me dio igual que no lo
fuera. Esbelta, de pelo rubio peinado en una media melena con el flequillo
trenzado, y con gesto confiado, me dirigió una mirada evaluadora muy poco
discreta.
—Se hace lo que se puede —respondí adoptado una pose más varonil. La chica
no estaba nada mal, era un poco más mayor que yo, debía pasar ya de los treinta
años, pero no tenía prejuicios en ese sentido—. Después de un largo y peligroso
viaje en soledad creo que me lo he ganado.
—Tengo entendido que te suele acompañar un burro —dijo ella—. Me llamo
Verónica, por cierto.
—Aarón —me presenté yo—. Mortadelo es mi socio, pero cuando se llega a la
civilización uno espera tener mejor compañía.
—Supongo que tal vez por eso parece que estás esperando a alguien —replicó
sonriendo ligeramente.
—Oh, eh… no, no estoy esperando a nadie —afirmé de inmediato. Que le dieran
a Lorena, yo siempre fui de los que preferían pájaro en mano.
—Estupendo —dijo pronunciando todavía más su sonrisa y aproximándose un
paso más a mí. Cuando puso una mano sobre la mía pensé que jamás lo había
tenido tan fácil como aquella noche, pero entonces vi que en el cuello tenía
una marca, un tatuaje de un símbolo celta, y mi gozo cayó en un pozo.
—Eres una Guerrera Salvaje —murmuré con aprensión.
—Y tú muy observador —replicó ella—. Ya que nadie te está esperando, me
gustaría que me acompañaras, Rhiannon quiere tener unas palabras contigo.
—¿R…Rhiannon? —repetí con un hilo de voz mientras Verónica, sin aguardar mi
respuesta, casi me arrastró en dirección al ayuntamiento, donde residía la
cabecilla de las Guerreras Salvajes y dirigente de las cinco comunidades.
Aquello nos alejó de las celebraciones y nos llevó a calles más oscuras—. ¿Qué
quiere Rhiannon de mí?
—Ya te lo explicará ella —respondió Verónica, sin un ápice de compasión,
mientras a mí comenzaban a recorrerme sudores fríos. La única vez que hablé con
Rhiannon fue poco después de conseguir mi trabajo, cuando me encomendó llevar
el primer mensaje que quiso transmitir a otro líder de comunidad. A partir de
entonces siempre era una de sus Guerreras Salvajes quien se encargaba de
recibir y enviar los mensajes que quería que llevara. Si había solicitado verme
tenía que ser por algo malo… puede que las Guerreras Salvajes estuvieran al
mando allí, pero tenían una reputación terrible en lo que respectaba a castigar
ciertos delitos contra las mujeres, y mentalmente comencé a repasar cualquier
ofensa que pudiera haber realizado al género femenino.
“Maldita suerte la mía” pensé siendo todavía arrastrado por Verónica. Si al
menos las Guerreras se vistieran como mamarrachas, igual que hacían cuando era
niño, la habría reconocido antes de que pudiera abordarme.
No tardamos en llegar hasta el ayuntamiento. Allí, frente a la puerta, nos
esperaba otra Guerrera Salvaje con una notable cicatriz bajo el ojo que tenían
que haberle hecho con un cuchillo, o incluso algo más grande.
—Ah, lo has encontrado —dijo satisfecha al vernos llegar—. No habrá bebido
demasiado, espero.
—Tranquila, lo he sacado de allí a tiempo —afirmó Verónica.
La otra Guerrera se hizo a un lado y nos dejó el paso libre al
ayuntamiento, donde entramos a continuación. Aquel lugar era el lugar
tradicional donde los líderes de la comunidad residían. Antes que ella lo ocupó
un tipo llamado Dávila, fundador de la comunidad, que murió hacía un porrón de
años en una guerra que tuvimos con la gente de la Hermida. En esa guerra murió
otra Guerrera Salvaje que también se hacía llamar Rhiannon, y tras ella la
actual Rhiannon dirigía tanto a las Guerreras como a la comunidad.
—Tú espera aquí, ella vendrá enseguida —me dijo Verónica cuando llegamos a
una especie de comedor, donde había varias estanterías llenas de libros y una
mesa con cuatro sillas.
—De… de acuerdo —balbuceé yo, y entonces ella se marchó y cerró la puerta,
dejándome a solas iluminado con un candil. Sentí un escalofrío recorrerme la
espalda cuando vi colgada en la pared, como si fuera un trofeo, la famosa
espada de Rhiannon. Se decía que por cada zombi que había matado con ella cortó
el mismo número de cabezas de personas vivas, y también de pollas de violadores
y esa clase de gente. Todavía no sabía qué demonios hacía yo allí, pero
comenzaba a tener muy malas vibraciones.
Di un respingo cuando la puerta se abrió a mi espalda. Rhiannon era una
mujer que, pese a estar ya más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años,
se conservaba bien. Iba vestida con una gruesa cazadora de cuero para
protegerse del frío, y llevaba el cabello rojo cobrizo recogido en una
elaborada trenza.
—Siéntate, por favor —me pidió al adentrarse en la habitación. Su tono era
neutro, tanto que me habría sido imposible averiguar si sentía hacia mí alguna
hostilidad o amistad, y eso, sumado a la visión de la espada colgada sobre mi
cabeza, comenzó a ponerme muy nervioso.
—Yo… no sé lo que habrá dicho Lorena, pero juro que no he hecho nada malo —exclamé
para curarme en salud. No quería que mi cabeza, o mucho peor, mi polla, acabara
cercenada—. Ella estaba borracha, vale, ¡pero yo también! Pasé la noche en su
casa, y por la mañana me invitó a desayunar. ¡No puede ser violación si te
invita a desayunar al día siguiente!
—¿De qué demonios estás hablando? —inquirió confundida.
—Eh… de nada —respondí de inmediato, pero no mucho más tranquilo—. ¡Si es
por el idiota ése que dice que leo el correo de los demás, que sepa que es una
sucia mentira! ¡Yo no leo el correo de nadie! La carta debió abrirse por el
meneo de estar metida días enteros en esa bolsa.
—Creo que esto va a ser más fácil si me dejas hablar a mí —dijo Rhiannon
armándose de paciencia, y yo, contrito, cerré el pico antes de meter más la
pata—. No te he hecho llamar por ningún comportamiento reprobable, sino porque
tengo un trabajo que encargarte.
—¿Un trabajo? —inquirí, ahora más tranquilo en cuanto a mi seguridad
personal, pero de todas formas suspicaz. Se suponía que mi trabajo había
terminado, lo único que me quedaba por hacer era recoger mis cosas y estar
preparado para el día de la mudanza—. ¿Qué trabajo?
—Uno que te resultará familiar: llevar un mensaje —respondió cruzando los
dedos sobre la mesa.
—Oh —dije. Claro, ¿qué trabajo iba a ser si no? Al fin y al cabo, me
dedicaba a eso. Seguramente ahora que se acercaba el momento del traslado
quisiera estar en comunicación con los cabecillas de otras comunidades para
coordinarse. Debí pensarlo antes de hacerme ilusiones—. ¿A dónde tengo que ir?
¿A Villamarco?
Si era así, en tan sólo dos días estaría allí, y una vez en el pueblo haría
todo lo posible para retrasar mi regreso, no fuera que quiera enviarme de
nuevo.
—A Orzales —dijo, sin embargo, Rhiannon.
—¿Orzales? —exclamé yo consternado. Orzales no formaba del todo parte de la
red de comunidades que yo trabajaba. El principal motivo de esto era que se
encontraba en el quinto coño—. Será una broma, ¿no? ¡Orzales está a más de cien
kilómetros de aquí! Hay que meterse entre las montañas, con el frío que hace…
¡tardaría por lo menos una semana en llegar!
—Lo sé, pero todavía no han confirmado que recibieron el mensaje en que se
informaba de que nos trasladábamos, y tanto mutismo comienza a preocuparme —dijo
Rhiannon, que no se apiadó de mí—. Si el invierno les pilla allí arriba,
quedarán atrapados y aislados por las nevadas hasta bien entrada la primavera,
y no sé si les quedarán provisiones para aguantar tanto tiempo. Como el viaje
es tan largo, necesito que partas mañana por la mañana en cuanto salga el sol.
Se te aprovisionará debidamente, por supuesto.
No era como si tuviera elección. Era mi trabajo y me tocaba hacerlo, así
que me resigné a que en lugar de un descanso tenía por delante una semana de
camino hacia una comunidad llena de idiotas. ¿Qué demonios se les podía haber
perdido allí arriba? Hasta los de la Hermida se largaron de allí en cuanto
tuvieron la oportunidad, pero discutir esas cuestiones no era mi labor, así que
lo único que pude hacer fue acostarme temprano y descansar todo lo posible para
empezar la jornada fresco. No habría ni música, ni bebida ni Lorena para el
pobre Aarón, que se debía a su trabajo.
—Cuando hables con Ernesto, diles que es imprescindible que el quince de
noviembre estén aquí —me ordenó Rhiannon a la mañana siguiente, mientras en las
cuadras preparaba a Mortadelo para el largo viaje. Hasta el burro me miraba
extrañado porque tuviéramos que partir tan pronto—. Ese día comenzará el
traslado, no podremos esperarlos más. Dile también que, por si no se ha dado cuenta,
su labor allí ya no tiene ningún sentido.
—Quince de noviembre, labor sin ningún sentido, de acuerdo —asentí. En
cuanto estuviera fuera del pueblo lo escribiría en una notita para no tener que
recordarlo, aunque tampoco era muy complicado de entender.
—Ten, si te ves en apuros estando ya cerca de Orzales, tal vez te sean de
ayuda —me dijo Verónica, que junto a otras dos Guerreras Salvajes acompañaban a
su líder, antes de entregarme algo que parecía una bengala de señales.
—¿Por qué iba a verme en apuros? —inquirí asustado una vez al tuve en mis
manos.
—Ya sabes, la montaña puede ser peligrosa si no vas con cuidado —respondió
ella, aunque no me dejó más tranquilo—. Pero no te preocupes, todo irá bien.
Aun así, cuando me marché Rhiannon sentí que me miraba con preocupación, y
aunque no me gustaba que dudaran de mi profesionalidad, deseé que lo estuviera
haciendo por temor a que fuera demasiado torpe para hacer bien el trabajo, y no
por algo más.
—Bueno, amigo, aquí estamos otra vez —le dije a Mortadelo cuando dejamos
atrás la comunidad. No tuve tiempo de despedirme de ningún conocido, ni de al
menos ver a Lorena… pero sí que recibí las burlas de Paquito cuando me vio
atravesar la empalizada, cuando me preguntó si Mortadelo y yo nos alejábamos
del gentío para tener más intimidad—. No voy a decir que preferiría que me
hubieran cortado la polla, pero…
El viaje prometía ser desagradable no sólo por la distancia o la
temperatura; a fin de cuentas, ya estaba acostumbrado a los días de marcha bajo
el frío, pero la sensación de dirigirme a un terreno realmente inhóspito era harina
de otro costal. Moverse entre comunidades, con caminos que se recorrían a
menudo y plena meseta era una cosa, adentrarse kilómetros y kilómetros en
terreno dejado de la mano de Dios podía resultar de lo más inquietante.
De todas formas, debido a la cercanía de la comunidad todavía tardé en
perder de vista a la gente. A primera hora de la mañana ya había algunos
haciéndose cargo de los animales, e incluso un día más tarde, tras pasar la
noche en las ruinas de una casa, me crucé con un grupito de exploradores que
volvían hacia el pueblo tras saquear gasolina.
—Hay que recuperar todo lo posible de los alrededores ahora que nos vamos —dijo
el tipo que los encabezaba cuando se cruzaron conmigo. Era un hombre de mediana
edad y con bastantes canas, pero complexión fuerte, y viajaban en una furgoneta
que cargaba varios bidones con aspecto de ser muy pesados—. Antes de toda esta
mierda teníamos calefacción que funcionaba con gasoil, ahora hay que reservarlo
todo para los vehículos y calentarnos el culo con leña.
—Dicen que más al sur hace más calor —dije yo—. A lo mejor en Colmenar
Viejo no pasamos tanto frío.
—Hijo, ahora hace frío en todas partes —afirmó—. Y pensar que antes de esto
nos preocupábamos por el calentamiento global… en fin, a quien le espera frío
de verdad es a ti, si vas a Orzales.
—No hace falta que me lo recuerdes —repliqué—. ¿Tenéis alguna noticia de
ellos?
—Ni una. Subieron allí por lo de la presa, pero como eso ha quedado al
final en nada, ni siquiera sé por qué no han vuelto ya, o qué coño están
haciendo ahí arriba… en fin, muchacho, ambos tenemos algo de prisa, me parece.
Mejor que sigamos nuestro camino.
—Muy bien, ya nos veremos en Colmenar —dije como despedida.
Aquella tarde me detuve en un pequeño prado regado por un riachuelo para
que Mortadelo comiera y bebiera a gusto, incluso puse un par de trampas por si
conseguía capturar algún conejo, pero no hubo suerte, y a la hora de cenar tuve
que tirar de raciones. Esa noche la dormí a la intemperie, y por suerte traje
una manta extra para protegerme del viento helado que soplaba.
Por la mañana volví a mirar las trampas y lo único que encontré fue un
ratón de campo atrapado en una de ellas. Llevaba comida de sobra, así que no
iba a comerme un ratón, de modo que lo solté y seguí mi camino. A media tarde,
sin embargo, las nubes que llevaban tres días revoloteando sobre nuestras
cabezas acabaron por juntarse con otras que venían del norte, y comenzó a
llover. Para protegernos tuvimos que acercarnos a uno de los pueblos abandonados
de los que abundaban por allí.
Ya era un adolescente cuando los zombis aparecieron, de modo que recordaba
bien cómo era el mundo antes de ellos, y si bien a campo abierto éste no
parecía haber cambiado demasiado, los pueblos y ciudades eran una cuestión bien
distinta. Habiendo sufrido una mayor presencia de zombis, allí las señales de
su paso eran mucho más notorias. Los esqueletos humanos abundaban, producto de
los cuerpos de sus víctimas o de zombis que acabaron descomponiéndose por el
paso del tiempo. La sensación de soledad también era mucho mayor, y pese a
saber que era poco probable encontrarse con un muerto viviente vivo, era
imposible no sentirse intranquilo, pues el temor a que un cuerpo esquelético y
descompuesto pudiera aparecer doblando una esquina en cualquier momento estaba
bien fundado históricamente.
—Será mejor no adentrarnos mucho, amigo —le dije a Mortadelo mientras
buscaba con la mirada algún lugar donde cubrirnos de la lluvia. La hierba y el
polvo casi se habían comido las aceras y carreteras, y la mayor parte de farolas
y señales de tráfico acabaron derribadas por el viento o la oxidación, de modo
que moverse por allí no era mucho más fácil que hacerlo campo a través—. Ése
parece un buen lugar.
En las viejas iglesias de piedra siempre se podía confiar. Para ellas, más
de una década de abandono no suponían nada cuando resistieron en pie durante
siglos, y todos los pueblos tenían una, de modo que nos refugiamos en la de
aquél.
Por supuesto, la robustez de las iglesias también hizo que mucha gente las
eligiera como refugio cuando los muertos vivientes aparecieron, y lo que nos
topamos dentro de ella fueron los restos de las pobres almas que acudieron allí
buscando protección y no la encontraron. Decenas de cuerpos reducidos a huesos
yacían por el suelo, entre bancos movidos a golpes y manchas oscuras en el
suelo de piedra. La puerta rota de la entrada delataba que los zombis acabaron
colándose allí y masacraron a todo el que encontraron en su interior.
—Igual no ha sido la mejor idea —dije torciendo el gesto. No me apetecía
pasar la noche rodeado de esqueletos, y cuando escuché un gorjeo proveniente de
lo más profundo de la iglesia supe que definitivamente entrar ahí había sido un
error—. ¿Hola?
Nadie contestó, pero el gorjeo se escuchó con más fuerza… y entonces, arrastrándose
entre los bancos apareció una figura esquelética.
—¡Mierda! —exclamé dando un paso atrás. Incluso Mortadelo se revolvió
inquieto al ver a aquella asquerosa criatura, los restos de un zombi que ya se
encontraba en las últimas etapas de su vida.
Más un esqueleto que zombi de verdad, apenas conservaba algo de movilidad
debido a que sus músculos se consumieron por el paso del tiempo. Si lo dejaba
allí, dudaba que fuera a durar ni siquiera un año más antes de sucumbir del
todo. Hasta los muertos acababan muriendo tarde o temprano.
Como en ese estado no suponía una amenaza, me debatí entre rematarlo y
quedarnos allí o buscar otro lugar, pero cuando escuché un trueno supe que la
lluvia se había convertido en tormenta, de modo que la elección estuvo clara.
—Al menos espérate a comenzar a apestar a que nos hayamos ido —le dije al
cadáver una vez le atravesé la cabeza con mi cuchillo, el cuál tuve que limpiar
con un trapo para quitarle los pocos coágulos de sangre que aún guardaba el
zombi en sus venas. Entonces se escuchó otro trueno, y yo miré hacia el techo
de la iglesia—. Ésta bien puede ser la última lluvia que veamos este año. A las
primeras nieves no puede quedarles demasiado.
Llovió durante buena parte de la noche, pero al menos sirvió para que
llenara la cantimplora con agua fresca y limpia, y luego, por la mañana, cuando
salimos de la iglesia donde pasamos la noche, nos topamos con un paisaje limpio
y despejado.
—Hora de seguir, amigo —le dije a Mortadelo. Gracias a la claridad del
cielo en el horizonte se podían ver la ya las montañas. Pronto estaríamos en el
ecuador de nuestro viaje—. Ten cuidado, no te hundas en el barro.
Siguiendo nuestro camino nos fuimos acercando poco a poco a las montañas,
pero antes de eso nos topamos con la autovía de la meseta, que atravesaba la
cordillera cantábrica hasta las tierras bañadas por el mar que había más allá.
—¿Verdad que parece un río? —le pregunté a Mortadelo cuando comenzamos a
caminar sobre ella. A diferencia de otras carreteras menores, la autovía aún se
conservaba en unas condiciones aceptables. Tal vez un vehículo tuviera que
conducirse con cuidado sobre ella, pero para caminar era un terreno excelente
que la naturaleza aún no había sido capaz de reclamar del todo—. Dicen que
atraviesa todas esas montañas y llega hasta el mar… apenas recuerdo cómo era el
mar, ojalá pudiera ir a verlo alguna vez, pero parece que nuestro destino nos
lleva al interior, y no cerca de la costa.
Mortadelo movió las orejas cuando sus cascos pisaron el asfalto. Sin duda
él también agradecía un terreno más fácil de transitar y sin obstáculos.
—Mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a la playa cuando éramos niños —le
conté—. En lugar de jugar conmigo en la arena o en el agua, mi hermano prefería
quedarse mirando a las chicas en bikini desde su tumbona. Yo pensaba que era un
idiota que no sabía disfrutar de la playa, pero resultó que tenía razón.
Pensar en aquello no me gustaba. Mi padre era un capullo que tras
divorciarse de mi madre acabó tocando fondo, y cuando los zombis se lo comieron
casi le hicieron un favor. Mi hermano, por su parte, acabó llevando su gusto
por las mujeres demasiado lejos al violar a aquella chica, y lo metieron en la
cárcel. No supe qué fue de él cuando toda la mierda de los zombis comenzó,
seguramente se lo comieron también, o conociéndolo, tal vez él acabara
comiéndose a alguien.
—Echo de menos los bikinis —murmuré—. Es como si fueran en bragas, pero sin
avergonzarse. ¿Sabes lo que te digo? A ver, van enseñando lo mismo, o puede que
incluso más, pero no les importa exhibirse de esa manera, mientras que no las
verás por ahí en bragas… pero no tienes ni idea de lo que te hablo, ¿verdad?
Sólo eres un burro.
Como, salvo que alguna muchacha en Orzales estuviera necesitada, no veía
mucha actividad sexual en mi futuro inmediato, preferí apartar a las mujeres de
mi cabeza y pensar en otras cosas. Con todo el tiempo que tenía libre durante
mis viajes, y las cosas que veía en ellos, cualquiera esperaría que por mi
cabeza pasaran grandes reflexiones sobre la vida, el mundo y todas esas
cuestiones… pero supongo que para eso habría que ser más listo que yo, porque
más allá de mis preocupaciones mundanas y relacionadas con el camino, no venía
a mi mente nada digno de ser recordado. Era una pena, porque de lo contrario
habría parecido un tipo profundo e interesante, y esas cosas a las tías les
molaban.
La jornada de viaje acabó al pie de la montaña en aquella ocasión, y para
pasar la noche nos metimos en un pueblecito llamado Nogales de Pisuerga, junto
al río Pisuerga, que en adelante transcurriría en paralelo a la autovía.
—Si todo va bien, estaremos allí pasado mañana antes de que anochezca —dije
con optimismo cuando me refugié en el interior de un coche abandonado que
encontramos en el arcén de la vía. No habría sabido decir de qué color era cuando
aún funcionaba, porque tantos años expuesto a los elementos habían corroído
toda la carrocería, pero su asiento trasero todavía podía utilizarse, y sería
más cómodo que el duro suelo. A Mortadelo lo dejé atado al guardabarros—. Eso
sí, a partir de ahora comenzará a hacer frío de verdad.
No dormí tan bien como cabía esperar debido a que yo era más largo que el
asiento, y tuve que permanecer encogido para caber ahí dentro, lo que conllevó
que despertara con un ligero dolor de espalda. Entre eso, y que los cristales
rotos no protegían nada del frío, tampoco supuso mucha mejora respecto a
cualquier otro lugar, pero seguía siendo mejor que el barro del suelo.
Como desayuno di cuenta del último pan con frutos secos que me quedaba, y
por el camino fui masticando las tiras de cecina que las Guerreras Salvajes me
dieron como parte de las provisiones para el viaje.
“No está mal” pensé. Había comido mucho peor en otras ocasiones, aunque sin
duda en la comunidad la calidad sería muy superior, al menos en lo que
respectaba a cocinarla.
Salvo por el zombi de la iglesia, el viaje estaba resultando tranquilo y
sin incidentes más graves que una tormenta pasajera. Sólo tenía que aguantar un
par de jornadas más y todo habría acabado. Mi siguiente travesía sería en
dirección a Colmenar Viejo, de donde no volvería a salir, si podía evitarlo. El
trabajo estaba bien, pero tenía que acabar antes de que yo terminara como mi
predecesor.
—Eh, ¿a dónde dijeron que iba Jesús cuando no volvieron a saber de él? —inquirí
en voz alta, aunque sabía que Mortadelo no iba a responderme. Jesús fue mi
predecesor, y habría jurado que realizaba la misma ruta que yo cuando no
volvieron a saber de él—. Espero equivocarme…
Por si acaso, mientras nos movíamos montaña arriba permanecí más silencioso
y alerta. Se decía que ahí aún quedaban grupos de gente inadaptada a los que
los zombis volvieron poco más que animales… además de los propios animales. Un
oso, una manada de lobos o lo que fuera podía joderme si me encontraba, y todo el
territorio que estaba atravesando les pertenecía ahora que no había humanos
habitándolo.
Aunque la mañana fue más o menos agradable, conforme la tarde fue avanzando
el frío se hizo más y más intenso, y cuando estaba a punto de caer la noche, y buscaba
un lugar donde dormir, debimos llegar a los cero grados.
—Creo que esta noche vamos a pasar frío —le dije a Mortadelo. No importaba,
tenía mantas de sobra para los dos. Iba bien equipado para las bajas
temperaturas, y en el peor de los casos podía encender una hoguera, que además
serviría para espantar a cualquier animal salvaje que pudiera acercarse—. Sí,
definitivamente vamos a encender una hoguera.
No quise alejarme mucho de la autovía para poder retomar el camino lo antes
posible. Seguía sin gustarme nada la sensación que aquellas tierras me
producían, en especial por la noche, y yo no era una persona especialmente
valiente… ni tenía por qué serlo, yo sólo llevaba el correo, joder. Por suerte,
encontré refugio en las oficinas de una cantera cercana, junto a unos almacenes
y la propia cantera, que por supuesto dejó de tener actividad en cuanto los
zombis aparecieron.
—Este lugar no está mal, ¿verdad? —le pregunté a Mortadelo tras echarle un
vistazo. Pese a los años de abandono, las puertas aguantaron cerradas y los
cristales intactos, de modo que lo único que había era mucho polvo acumulado,
pero todo se conservaba en buenas condiciones. Incluso encontré una mesa con un
ordenador que, de tener electricidad, estaba seguro de que habría funcionado—.
Puede que nos podamos ahorrar la hoguera y todo.
Sin grietas por las que el viento pudiera colarse, ese lugar estaba lo
bastante recogido como para protegernos del frío y evitar que ninguna alimaña
se acercara. Era perfecto. Aun así, optimista como me sentía, acabé encendiendo
un pequeño fuego para calentar la cena.
—Tranquilo, amigo, mañana habremos llegado antes de que caiga la noche a
ese maldito pueblo —le dije a Mortadelo—. Sólo espero que no sean tan cabrones
como para mandarme de vuelta con algún mensaje para Rhiannon. El día que nos
vayamos de allí nos iremos todos… y ojalá no tarde mucho, porque es verdad lo
que dijo de que como nos nieve nos quedaremos aquí atrapados hasta primavera.
“Puto frío” pensé una vez me preparé para dormir dentro de mi saco,
cubierto por dos mantas y junto a los restos humeantes de la hoguera. Como las
habitaciones no eran muy grandes, y no hacía tanto frío como para que
necesitara el calor corporal del burro, dejé a Mortadelo atado en la entrada.
Nada más despertar tendría que llevarlo a pastar un poco, y no muy lejos de
allí había un arroyo donde además podría beber agua. Sería nuestra primera
parada del día, luego recorreríamos el camino que restaba hasta Orzales y todo
acabaría por fin.
Con ese plan en mente me quedé dormido. Otra cualidad que me hacía un buen
mensajero era mi capacidad para dormir en cualquier parte. Sí, como todos,
prefería una cama cómoda y calentita, a ser posible con alguna acompañante,
pero podría dormir a la perfección dentro de un saco tirado en el duro suelo, o
a la intemperie. En mi experiencia, sabía que aquél era probablemente el don
más importante para cualquiera que pasara muchos días lejos de la civilización.
Esa noche, sin embargo, mi sueño se vio interrumpido cuando unos rebuznos
me despertaron. Estaba soñando con Lorena, y si bien no era una chica a la que
yo considerara como demasiado lista, se me hizo raro que de su boca pudiera
salir aquel sonido, pero en cuanto mi cerebro fue consciente de lo que pasaba
me despertó, y yo, fastidiado, me revolví en el saco de dormir.
—Maldito burro —murmuré agotado.
Sin embargo, enseguida me despabilé e incluso me incorporé, porque los
rebuznos de Mortadelo no se escuchaban cercanos, como cabría esperar cuando lo
dejé junto a la puerta, sino como si vinieran del exterior, y eso me asustó
tanto que lo primero que hice fue buscar mi cuchillo.
“Puede que sólo se haya soltado” me dije. Como el animal no solía intentar
evitar mi compañía, tampoco es que me esmerara demasiado a la hora de
sujetarlo, y aunque cerré la puerta principal al entrar, al tener que
cargármela para poder pasar en primer lugar tal vez acabara abriéndose por
culpa del viento, o algo así.
Por supuesto, la otra opción es que alguien o algo estuviera atacando a mi
burro. En seguida pensé en lobos… si logró salir del edificio, podría haber
llamado la atención de un depredador. No iba a dejar que un grupo de lobos se
comieran a mi compañero, así que salí del todo del saco de dormir y comencé a
reavivar la hoguera. En las mesas de la oficina todavía había muchos papeles,
de modo que llené una papelera con ellos, y gracias a las brasas conseguí un
fuego lo bastante grande como para espantar a cualquier animal.
Con la papelera en las manos corrí hacia el exterior justo cuando Mortadelo
volvió a rebuznar.
—¡Ya voy! —exclamé dando un paso al exterior. El burro estaba allí, en
mitad del aparcamiento, moviendo la cabeza con inquietud. La noche era oscura,
así que apenas podía ver nada más allá, pero no parecía que nadie estuviera
molestando al animal.
—¿Qué ocurre, chico? —le pregunté acercándome con precaución—. ¿Por qué has
salido aquí? ¿No ves que hace frío? ¿Has olido algún lobo?
El sonido de algo pasando a toda prisa a mi espalda me sobresaltó tanto que
di un respingo y por poco se me cae la papelera al suelo, pero cuando me volví
y traté de iluminar en aquella dirección no vi nada. Eso, por supuesto, no me
dejó más tranquilo.
—S…será mejor que volvamos dentro —dije cogiendo las riendas de Mortadelo.
No sabía si era lo más sensato, pero no se me ocurría qué otra cosa hacer más
que atrincherarnos allí dentro hasta el amanecer. Si era un animal, se
marcharía en cuanto viera que no podía atraparnos, si no…
—Venga chico, vamos —murmuré, pero al tirar de las riendas el animal
comenzó a rebuznar de nuevo, y enseguida también a dar coces a diestro y
siniestro—. ¿Qué ocurre?
De un tirón las riendas se me escaparon de las manos, y Mortadelo, presa
del pánico, echó a correr como alma que lleva el diablo de vuelta a la autovía.
—¡Espera! —le grité, y pese a estar dispuesto a salir corriendo tras él, me
quedé paralizado al sentir una presencia a mi espalda.
Demasiado asustado para darme la vuelta, me quedé paralizado unos segundos,
los que necesitó el papel que se quemaba en la papelera para acabar de
consumirse y dejarme sumido de nuevo en la oscuridad más absoluta. Sólo
entonces, temblando, alcancé a volverme, y con lo que me topé fue con un rostro
burlón que sonreía con una fila de dientes muy afilados.
—Ah, justo a tiempo para la cena —dijo con una voz femenina en el mismo
instante en que mis pantalones comenzaban a mojarse, y entonces acabé perdiendo
el conocimiento. Teniendo en cuenta lo que me podía esperar en adelante, tal
vez fuera lo mejor.
Wow, explícame eso de los trabajos del cole que ahora tengo curiosidad XD
ResponderEliminarMe alegra que te gusten, y gracias por comentar.
La cosa empieza muy bien, igual que toda la saga.
ResponderEliminarEnhorabuena pprque sigues manteniendo un nivel, que para mi por lo menos, es para prestar atención desde el principio.
He leído la saga tres veces, y sigo descubriendo cosas nuevas.
Ánimo.