lunes, 30 de septiembre de 2019

Primer capítulo completo de "Generación Z"

Avance del primer capítulo del libro Generación Z


AARÓN



El crujido de un hueso rompiéndose se escuchó a mis pies cuando di un paso entre los arbustos. Le eché un vistazo más bien poco interesado antes de adentrarme un poco más entre la vegetación. No era más que una vieja calavera humana que pisé sin querer, una más de las mucha que había diseminadas por todas partes. Sin prestarle más atención, procedí a descargar mi vejiga contra las zarzas mientras silbaba una cancioncilla que llevaba toda la mañana sin poder sacarme de la cabeza. La había escuchado la noche anterior en Villamarco. A última hora de la tarde, cuando toda la comunidad terminó sus labores, y como parte de las celebraciones por el fin de la cosecha, un par de tíos con guitarras la cantaron en lo alto de un improvisado escenario. Al mismo tiempo los demás catábamos los primeros productos elaborados con el resultado de esa cosecha.
Tras un par de años regulares, debido sobre todo a que las heladas se adelantaron, por fin éste las cinco comunidades consiguieron unas cosechas decentes que garantizaran que no íbamos a pasar hambre… aunque eso poco importaba cuando nuestro traslado a Colmenar Viejo era inminente. Y entonces mi trabajo quedaría obsoleto.
Cultivar, pastorear animales y toda esa mierda no estaba hecho para mí; a mí me gustaba caminar, viajar y disfrutar del paisaje en soledad. Por eso el trabajo de mensajero me venía de anillo al dedo. Sólo era un niño cuando en mundo antiguo cayó a manos de los muertos vivientes, pero recordaba muy bien los teléfonos, Internet y todo eso. Ahora que ya no lo teníamos, era necesario establecer un sistema de comunicaciones entre comunidades que fuera rápido y eficaz, y ese sistema era yo. Me pasaba la vida de una comunidad a otra, llevando tanto mensajes importantes de los cabecillas de esos lugares a sus homólogos como correspondencia entre particulares, así como cotilleos y rumores. Era mi trabajo, y me encantaba por la libertad que me proporcionaba.
No era el primero en realizarlo, por supuesto, pero hacía un par de meses que mi antecesor desapareció sin dejar rastro, y me eligieron como sustituto. Aunque ya apenas se veían zombis, los caminos seguían siendo peligrosos para los que no tenían el suficiente cuidado. Lo sentía por él, pero su desaparición me permitió conseguir a mí el trabajo, y era un trabajo que me encantaba. Todo el mundo te recibía con amabilidad, te daban toda la comida que quisieras y se aseguraban de que tuvieras la que necesitaras para el siguiente viaje. Siempre tenías una noticia, historia o anécdota que contar a una gente que sólo salía de los seguros muros de sus comunidades para labrar los campos o pastorear ovejas, por lo que era sencillo convertirse en el centro de atención, y en general raro era que mi llegada no se convirtiera en la principal atracción del lugar.
Por supuesto, todo esto no tendría la menor importancia de no ser por las atenciones que recibía también de chicas de esas comunidades. Al parecer, me veían como una especie de aventurero que se jugaba la vida en el peligroso mundo exterior que ellas no habían visitado jamás, o que recordaban con terror. ¿Quién no se acostaría con un tío así? Además de los encuentros ocasionales, a esas alturas tenía ya tres novias en tres comunidades distintas, todas deseosas de hacerme hueco en sus camas cuando pasaba por allí, y para ello sólo tenía que prometerles que el día que me retirara, que no sería dentro de demasiado, volvería con ellas. Las ingenuas siempre me creían, y mientras no supieran unas de la existencia de las otras, todo estaría genial.
El que todas las comunidades fuéramos a mudarnos a Colmenar Viejo complicaría mi estratagema, claro, pero ése era un problema del que preocuparme más adelante. Por el momento yo acababa de pasar la noche con Natalia en Villamarco, y si todo iba bien, la siguiente la pasaría con Lorena en Galleguillos de Campos. ¿Cómo no me iba a gustar la vida que tenía?
Una vez aliviada la vejiga, y todavía silbando la canción, salí de entre los arbustos de vuelta al camino, pero antes de hacerlo le di una patada a la calavera que pisé antes. Ésta salió volando, y los trozos que se quebraron al aplastarla se dispersaron entre las malas hierbas. Los huesos humanos no eran tan abundantes en campo abierto como en los pueblos, pero aun así lo raro era no encontrarse con algunos en cuanto andabas unos pocos kilómetros.
Se decía que el camino antaño fue una recta y lisa carretera por la que un vehículo a motor podía moverse a decenas de kilómetros por hora, pero de todo eso sólo quedaba un surco que más o menos formaba una vía con menos escombros por la que moverse, además de algunos restos de ese asfalto por ahí diseminados. En esencia era un camino rural, y por eso, para recorrerlo, contaba con la ayuda de mi fiel compañero, Mortadelo.
Mortadelo era un burro que siempre viajaba conmigo, y en sus alforjas transportaba la correspondencia entre las comunidades. Cuando volví con él estaba mordisqueando algunos hierbajos secos, aunque al verme regresar alzó las orejas y miró en mi dirección.
—Disfrútalos, colega, pronto empezarán las nieves —le dije acariciándole el lomo—. Espero que para entonces estemos ya en Colmenar Viejo. En cualquier caso, éste es nuestro último viaje. Cuando todos vivamos en el mismo sitio, nuestro trabajo habrá quedado obsoleto.
Iba a echar de menos esos viajes, pero lo cierto era que sentía curiosidad por ver por fin lo que tenían montado en la antigua base militar. Se decía que eran ya más de dos mil personas las que vivían allí… una auténtica locura. No sabía cómo podía meterse tanta gente en el mismo sitio sin que la mierda los cubriera hasta el cuello, pero pronto lo averiguaría. Hasta los capullos de la Hermida dejaron su pueblo de montaña y se fueron allí. Supuse que se hartaron de helarse el culo cuando comenzó a hacer más frío.
—Eres un buen animal, seguro que te querrán cruzar con alguna burrita cachonda que tengan allí —le prometí antes de coger la riendas y seguir adelante. Todavía quedaba mucho camino por recorrer—. Si de verdad son dos mil personas, tiene que haber un montón de tías también, ¿verdad? No es que Natalia, Lorena y Marta no estén bien, pero ya que vamos a nuevos territorios, estaría bien probar algo nuevo, ¿no te parece?
Mortadelo no contestó, pero me dirigió una mirada muy significativa. No sabía por qué la gente se empeñaba en tratar a los burros como si fueran un animal tonto… aquella bestia era más lista que muchas personas que conocía. Estaba convencido de que la idea de aparearse con una burrita le había gustado tanto como a mí la posibilidad de conocer mujeres nuevas.
El resto del día lo pasamos caminando a ritmo moderado, pero sin pausa. En el zurrón llevaba algo de queso, carne seca, pan, fruta y salchichas suficientes para alcanzar nuestro destino, pero no me detuve a comer, sino que lo hice mientras caminábamos. Si nos dábamos prisa, podríamos llegar al día siguiente antes del mediodía, con la celebración por el fin de la cosecha en su mejor momento: la hora de comer.
No obstante, la parada por la noche era obligatoria. Los caminos no eran muy buenos, y caminar a oscuras sólo servía para perderse o romperse una pierna o una pata por pisar donde no era debido. Además, teníamos que dormir tras una dura y agotadora jornada.
—Que pases buena noche, amigo —le dije a Mortadelo tras atar las bridas al tronco de un árbol, junto al que yo también me senté. Durante el día ya hacía frío, pero por la noche era mucho peor, y más en aquel lugar, donde no había ni un monte o una arboleda que nos cubriera, así que encendí una hoguera y aproveché para calentar la cena.
Mientras comía me entretuve echando un vistazo a la correspondencia que tenía que llevar hasta Galleguillos de Campos. Sabía que mirar las cartas de los demás estaba mal, pero llevarlas siempre conmigo era una tentación demasiado grande, y a veces escondían historias de lo más interesantes.
—Ana todavía le manda cartas de amor a Vicente —le conté a Mortadelo tras leer su carta de cabo a rabo—. La muy idiota se piensa que va a volver con ella. ¿Debería contarle que lleva tres meses liado con otra y que pasa de su culo? A lo mejor se cabrea tanto que decide follarse al mensajero por despecho. No sería la primera vez, ¿verdad?
Mortadelo no respondió, pero tampoco necesitaba su opinión. ¿Qué sabía un burro de aquellos temas?
Tras leer un par de cartas más bostecé y decidí que había llegado la hora de dormir, así que me envolví en el saco de dormir y me cubrí del frío con una manta extra que llevaba desde que comenzó el otoño. La noche prometía ser fría, pero recordando lo cálida que fue la anterior junto a Natalia, y lo que prometía ser la siguiente con Lorena, me quedé durmiendo por fin.
Como el invierno ya casi había llegado, las noches eran largas, y cuando desperté todavía estaba amaneciendo. El paisaje de la meseta castellana era llano y monótono, pero a base de recorrerlo sabía en qué punto exacto del camino me encontraba, y por eso, consciente de que gracias al apretón del día anterior iba bien de tiempo, no me di prisa en desayunar y prepararnos para partir. Dejé que Mortadelo diera buena cuenta de la hierba que crecía en camino mientras yo seguía leyendo algunas cartas ajenas, y cuando el sol estuvo en lo alto y comenzó a hacer menos frío nos pusimos en marcha.
—¿Crees que lloverá? —le pregunté Mortadelo un par de horas más tarde, después de que unas nubes oscuras cubrieron el cielo parcialmente—. No tiene mucha pinta, ¿verdad? Pero si lo hace, espero que sea cuando hayamos llegado. No quiero coger una pulmonía.
Tuvimos suerte, y pese a que el cielo siguió parcialmente nublado, no se decidió a romper a llover, de modo que casi rozando el mediodía por fin pude ver en la distancia la silueta de Galleguillos de Campos, nuestro destino.
—Ya casi estamos ahí, amigo —le dije a Mortadelo al tiempo que le daba un par de palmaditas en el lomo—. Otro trabajo bien hecho.
En cuanto nos aproximamos al pueblo las señales de presencia humana se hicieron más evidentes. Los surcos en los campos cercanos, los pozos para aprovechar las corrientes de agua subterránea, los depósitos de paja que sería el alimento de los animales en invierno y el olor del estiércol eran la carta de presentación del ser humano, eran la señales de civilización y de que, pese a vivir en las ruinas de un mundo más grande y avanzado, todavía seguíamos aquí dando guerra.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí —dijo uno de los vigilantes de la empalizada cuando me planté frente a las puertas. Durante el día permanecían abiertas para que entrara y saliera cualquiera a realizar sus actividades diarias, pero mi llegada debía ser anunciada porque las comunicaciones entre los cabecillas de las comunidades eran prioritarias, y tal vez tuviera que entregarles algún mensaje en privado antes de llevar a cabo el reparto habitual entre la gente del pueblo—. Aunque vayas acompañado de ese estúpido animal, siempre es un placer verte llegar con nuestro correo, Mortadelo.
—Paquito, veo que sigues esforzándote por ser cada día más gilipollas —respondí. Un hombre seguido de tres críos de distintas edades entró en ese momento al pueblo cargando con varios cestos vacíos, y los cuatro se nos quedaron mirando con curiosidad—. No tengo nada para Rhiannon, ¿puedo pasar de una vez? Aquí fuera se me están helando los huevos.
—Si no queda más remedio —consintió.
Pese a que la soledad del camino me gustaba, también sabía disfrutar del estar rodeado de gente en una comunidad que bullía de actividad, en especial cuando ésta tenía que ver con las celebraciones por el fin de la cosecha. Tras dejar a Mortadelo en la cuadra pude echar un vistazo a los adornos con los que habían decorado las calles de camino a la plaza central. La mayoría consistían en lazos hechos con hojas secas, cuerdas y diversas flores de otoño, y en algunos puestos se exhibían verduras de un tamaño realmente impresionante.
—El pueblo ha quedado muy bonito, espero que en Colmenar Viejo también celebren el final de la cosecha —le comentó una mujer a otra al cruzármelas. Ambas cargaban con unas pesadas jarras de leche recién ordeñada que no tardaría en convertirse en queso.
Un grupo de chiquillos, todos con gorros de paja, chaquetas de lana de oveja y palos haciendo de bastones, pasaron a mi lado dirigidos por alguien que debía ser una profesora, que les metía prisa para que llegaran a tiempo a no sé qué festival. No muy lejos de allí, un espantapájaros relleno de paja y con una boca horrible llena de dientes, que pretendía simbolizar a un zombi, era apaleado sin compasión por un grupo de chavales algo más mayores. Sonreí al ver cómo machacaban a la figura hasta destrozarla. Con su edad yo también participé en ese rito, al que solía seguir emborracharse a escondidas en algún portal sin que nadie se diera cuenta junto con los amigos. Por la noche, durante el baile, y si tenías suerte, podías sacar a bailar a alguna chica. Si tenías aún más suerte podías acabar dando tu primer beso… y si ya la diosa fortuna era tu aliada igual incluso algo más. La parte trasera de los graneros habían visto cosas que ponían los pelos de punta.
Yo, sin embargo, todavía no podía unirme a las celebraciones. Había trabajo que hacer, y el trabajo era lo más importante, así que, con todo el pueblo ya advertido de mi llegada, me coloqué en la plaza central, donde ya aguardaban todos los que esperaban recibir alguna carta, y comencé el reparto. No me llevó más de diez minutos entregar las cuarenta cartas que más o menos me tocó llevar en esta ocasión, seguido de casi una hora de quejas de quien aún no había recibido la respuesta que esperaba, los que me metían prisa para que me volviera a marchar y llevar la respuesta o a los que sencillamente les gustaba tocar las narices con cualquier tontería porque lo que habían leído no les gustaba.
—Si ya estaba abierta es por el traqueteo del burro al caminar —le dije a un tipo que me acusó de abrir su carta. Por supuesto, lo hice, pero no podía reconocerlo—. Como comprenderás, no me dedico a leer la correspondencia ajena por el camino, no me importan tanto vuestras vidas.
Mascullando maldiciones el tipo se marchó nada satisfecho, pero no me preocupé. Mi trabajo tenía los días contados, cuando estuviéramos en Colmenar Viejo quien quisiera comunicarse con alguien sólo tendría que caminar hasta la puerta de su casa.
Una vez libre de obligaciones me permití tomarme un respiro, descansar un poco y disfrutar de la fiesta. Me serví un cuenco obscenamente grande de gachas en un puesto y lo regué con una limonada que unos chiquillos ofrecían. Luego probé un dulce hecho con azúcar de remolacha y miel, y más tarde unos conocidos me invitaron a unos chupitos de licor de trigo casero.
Cuando comenzó a oscurecer ya estaba un poco perjudicado, pero mucho más descansado y con ganas de que llegara el baile gracias a que pude cambiarme de ropa y acicalarme. No logré encontrar a Lorena en todo el día, debía estar trabajando; seguro que más tarde aparecería por allí, así que me preparé para una noche que prometía ser genial.
Para esperar a que las celebraciones comenzaran, me senté en un puestecito que servía quintos de vino y me tomé uno para calentar motores.
—¿Disfrutando de la fiesta? —me preguntó entonces una voz femenina a mi lado. No era Lorena, pero cuando me volví hacia ella me dio igual que no lo fuera. Esbelta, de pelo rubio peinado en una media melena con el flequillo trenzado, y con gesto confiado, me dirigió una mirada evaluadora muy poco discreta.
—Se hace lo que se puede —respondí adoptado una pose más varonil. La chica no estaba nada mal, era un poco más mayor que yo, debía pasar ya de los treinta años, pero no tenía prejuicios en ese sentido—. Después de un largo y peligroso viaje en soledad creo que me lo he ganado.
—Tengo entendido que te suele acompañar un burro —dijo ella—. Me llamo Verónica, por cierto.
—Aarón —me presenté yo—. Mortadelo es mi socio, pero cuando se llega a la civilización uno espera tener mejor compañía.
—Supongo que tal vez por eso parece que estás esperando a alguien —replicó sonriendo ligeramente.
—Oh, eh… no, no estoy esperando a nadie —afirmé de inmediato. Que le dieran a Lorena, yo siempre fui de los que preferían pájaro en mano.
—Estupendo —dijo pronunciando todavía más su sonrisa y aproximándose un paso más a mí. Cuando puso una mano sobre la mía pensé que jamás lo había tenido tan fácil como aquella noche, pero entonces vi que en el cuello tenía una marca, un tatuaje de un símbolo celta, y mi gozo cayó en un pozo.
—Eres una Guerrera Salvaje —murmuré con aprensión.
—Y tú muy observador —replicó ella—. Ya que nadie te está esperando, me gustaría que me acompañaras, Rhiannon quiere tener unas palabras contigo.
—¿R…Rhiannon? —repetí con un hilo de voz mientras Verónica, sin aguardar mi respuesta, casi me arrastró en dirección al ayuntamiento, donde residía la cabecilla de las Guerreras Salvajes y dirigente de las cinco comunidades. Aquello nos alejó de las celebraciones y nos llevó a calles más oscuras—. ¿Qué quiere Rhiannon de mí?
—Ya te lo explicará ella —respondió Verónica, sin un ápice de compasión, mientras a mí comenzaban a recorrerme sudores fríos. La única vez que hablé con Rhiannon fue poco después de conseguir mi trabajo, cuando me encomendó llevar el primer mensaje que quiso transmitir a otro líder de comunidad. A partir de entonces siempre era una de sus Guerreras Salvajes quien se encargaba de recibir y enviar los mensajes que quería que llevara. Si había solicitado verme tenía que ser por algo malo… puede que las Guerreras Salvajes estuvieran al mando allí, pero tenían una reputación terrible en lo que respectaba a castigar ciertos delitos contra las mujeres, y mentalmente comencé a repasar cualquier ofensa que pudiera haber realizado al género femenino.
“Maldita suerte la mía” pensé siendo todavía arrastrado por Verónica. Si al menos las Guerreras se vistieran como mamarrachas, igual que hacían cuando era niño, la habría reconocido antes de que pudiera abordarme.
No tardamos en llegar hasta el ayuntamiento. Allí, frente a la puerta, nos esperaba otra Guerrera Salvaje con una notable cicatriz bajo el ojo que tenían que haberle hecho con un cuchillo, o incluso algo más grande.
—Ah, lo has encontrado —dijo satisfecha al vernos llegar—. No habrá bebido demasiado, espero.
—Tranquila, lo he sacado de allí a tiempo —afirmó Verónica.
La otra Guerrera se hizo a un lado y nos dejó el paso libre al ayuntamiento, donde entramos a continuación. Aquel lugar era el lugar tradicional donde los líderes de la comunidad residían. Antes que ella lo ocupó un tipo llamado Dávila, fundador de la comunidad, que murió hacía un porrón de años en una guerra que tuvimos con la gente de la Hermida. En esa guerra murió otra Guerrera Salvaje que también se hacía llamar Rhiannon, y tras ella la actual Rhiannon dirigía tanto a las Guerreras como a la comunidad.
—Tú espera aquí, ella vendrá enseguida —me dijo Verónica cuando llegamos a una especie de comedor, donde había varias estanterías llenas de libros y una mesa con cuatro sillas.
—De… de acuerdo —balbuceé yo, y entonces ella se marchó y cerró la puerta, dejándome a solas iluminado con un candil. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda cuando vi colgada en la pared, como si fuera un trofeo, la famosa espada de Rhiannon. Se decía que por cada zombi que había matado con ella cortó el mismo número de cabezas de personas vivas, y también de pollas de violadores y esa clase de gente. Todavía no sabía qué demonios hacía yo allí, pero comenzaba a tener muy malas vibraciones.
Di un respingo cuando la puerta se abrió a mi espalda. Rhiannon era una mujer que, pese a estar ya más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, se conservaba bien. Iba vestida con una gruesa cazadora de cuero para protegerse del frío, y llevaba el cabello rojo cobrizo recogido en una elaborada trenza.
—Siéntate, por favor —me pidió al adentrarse en la habitación. Su tono era neutro, tanto que me habría sido imposible averiguar si sentía hacia mí alguna hostilidad o amistad, y eso, sumado a la visión de la espada colgada sobre mi cabeza, comenzó a ponerme muy nervioso.
—Yo… no sé lo que habrá dicho Lorena, pero juro que no he hecho nada malo —exclamé para curarme en salud. No quería que mi cabeza, o mucho peor, mi polla, acabara cercenada—. Ella estaba borracha, vale, ¡pero yo también! Pasé la noche en su casa, y por la mañana me invitó a desayunar. ¡No puede ser violación si te invita a desayunar al día siguiente!
—¿De qué demonios estás hablando? —inquirió confundida.
—Eh… de nada —respondí de inmediato, pero no mucho más tranquilo—. ¡Si es por el idiota ése que dice que leo el correo de los demás, que sepa que es una sucia mentira! ¡Yo no leo el correo de nadie! La carta debió abrirse por el meneo de estar metida días enteros en esa bolsa.
—Creo que esto va a ser más fácil si me dejas hablar a mí —dijo Rhiannon armándose de paciencia, y yo, contrito, cerré el pico antes de meter más la pata—. No te he hecho llamar por ningún comportamiento reprobable, sino porque tengo un trabajo que encargarte.
—¿Un trabajo? —inquirí, ahora más tranquilo en cuanto a mi seguridad personal, pero de todas formas suspicaz. Se suponía que mi trabajo había terminado, lo único que me quedaba por hacer era recoger mis cosas y estar preparado para el día de la mudanza—. ¿Qué trabajo?
—Uno que te resultará familiar: llevar un mensaje —respondió cruzando los dedos sobre la mesa.
—Oh —dije. Claro, ¿qué trabajo iba a ser si no? Al fin y al cabo, me dedicaba a eso. Seguramente ahora que se acercaba el momento del traslado quisiera estar en comunicación con los cabecillas de otras comunidades para coordinarse. Debí pensarlo antes de hacerme ilusiones—. ¿A dónde tengo que ir? ¿A Villamarco?
Si era así, en tan sólo dos días estaría allí, y una vez en el pueblo haría todo lo posible para retrasar mi regreso, no fuera que quiera enviarme de nuevo.
—A Orzales —dijo, sin embargo, Rhiannon.
—¿Orzales? —exclamé yo consternado. Orzales no formaba del todo parte de la red de comunidades que yo trabajaba. El principal motivo de esto era que se encontraba en el quinto coño—. Será una broma, ¿no? ¡Orzales está a más de cien kilómetros de aquí! Hay que meterse entre las montañas, con el frío que hace… ¡tardaría por lo menos una semana en llegar!
—Lo sé, pero todavía no han confirmado que recibieron el mensaje en que se informaba de que nos trasladábamos, y tanto mutismo comienza a preocuparme —dijo Rhiannon, que no se apiadó de mí—. Si el invierno les pilla allí arriba, quedarán atrapados y aislados por las nevadas hasta bien entrada la primavera, y no sé si les quedarán provisiones para aguantar tanto tiempo. Como el viaje es tan largo, necesito que partas mañana por la mañana en cuanto salga el sol. Se te aprovisionará debidamente, por supuesto.
No era como si tuviera elección. Era mi trabajo y me tocaba hacerlo, así que me resigné a que en lugar de un descanso tenía por delante una semana de camino hacia una comunidad llena de idiotas. ¿Qué demonios se les podía haber perdido allí arriba? Hasta los de la Hermida se largaron de allí en cuanto tuvieron la oportunidad, pero discutir esas cuestiones no era mi labor, así que lo único que pude hacer fue acostarme temprano y descansar todo lo posible para empezar la jornada fresco. No habría ni música, ni bebida ni Lorena para el pobre Aarón, que se debía a su trabajo.
—Cuando hables con Ernesto, diles que es imprescindible que el quince de noviembre estén aquí —me ordenó Rhiannon a la mañana siguiente, mientras en las cuadras preparaba a Mortadelo para el largo viaje. Hasta el burro me miraba extrañado porque tuviéramos que partir tan pronto—. Ese día comenzará el traslado, no podremos esperarlos más. Dile también que, por si no se ha dado cuenta, su labor allí ya no tiene ningún sentido.
—Quince de noviembre, labor sin ningún sentido, de acuerdo —asentí. En cuanto estuviera fuera del pueblo lo escribiría en una notita para no tener que recordarlo, aunque tampoco era muy complicado de entender.
—Ten, si te ves en apuros estando ya cerca de Orzales, tal vez te sean de ayuda —me dijo Verónica, que junto a otras dos Guerreras Salvajes acompañaban a su líder, antes de entregarme algo que parecía una bengala de señales.
—¿Por qué iba a verme en apuros? —inquirí asustado una vez al tuve en mis manos.
—Ya sabes, la montaña puede ser peligrosa si no vas con cuidado —respondió ella, aunque no me dejó más tranquilo—. Pero no te preocupes, todo irá bien.
Aun así, cuando me marché Rhiannon sentí que me miraba con preocupación, y aunque no me gustaba que dudaran de mi profesionalidad, deseé que lo estuviera haciendo por temor a que fuera demasiado torpe para hacer bien el trabajo, y no por algo más.
—Bueno, amigo, aquí estamos otra vez —le dije a Mortadelo cuando dejamos atrás la comunidad. No tuve tiempo de despedirme de ningún conocido, ni de al menos ver a Lorena… pero sí que recibí las burlas de Paquito cuando me vio atravesar la empalizada, cuando me preguntó si Mortadelo y yo nos alejábamos del gentío para tener más intimidad—. No voy a decir que preferiría que me hubieran cortado la polla, pero…
El viaje prometía ser desagradable no sólo por la distancia o la temperatura; a fin de cuentas, ya estaba acostumbrado a los días de marcha bajo el frío, pero la sensación de dirigirme a un terreno realmente inhóspito era harina de otro costal. Moverse entre comunidades, con caminos que se recorrían a menudo y plena meseta era una cosa, adentrarse kilómetros y kilómetros en terreno dejado de la mano de Dios podía resultar de lo más inquietante.
De todas formas, debido a la cercanía de la comunidad todavía tardé en perder de vista a la gente. A primera hora de la mañana ya había algunos haciéndose cargo de los animales, e incluso un día más tarde, tras pasar la noche en las ruinas de una casa, me crucé con un grupito de exploradores que volvían hacia el pueblo tras saquear gasolina.
—Hay que recuperar todo lo posible de los alrededores ahora que nos vamos —dijo el tipo que los encabezaba cuando se cruzaron conmigo. Era un hombre de mediana edad y con bastantes canas, pero complexión fuerte, y viajaban en una furgoneta que cargaba varios bidones con aspecto de ser muy pesados—. Antes de toda esta mierda teníamos calefacción que funcionaba con gasoil, ahora hay que reservarlo todo para los vehículos y calentarnos el culo con leña.
—Dicen que más al sur hace más calor —dije yo—. A lo mejor en Colmenar Viejo no pasamos tanto frío.
—Hijo, ahora hace frío en todas partes —afirmó—. Y pensar que antes de esto nos preocupábamos por el calentamiento global… en fin, a quien le espera frío de verdad es a ti, si vas a Orzales.
—No hace falta que me lo recuerdes —repliqué—. ¿Tenéis alguna noticia de ellos?
—Ni una. Subieron allí por lo de la presa, pero como eso ha quedado al final en nada, ni siquiera sé por qué no han vuelto ya, o qué coño están haciendo ahí arriba… en fin, muchacho, ambos tenemos algo de prisa, me parece. Mejor que sigamos nuestro camino.
—Muy bien, ya nos veremos en Colmenar —dije como despedida.
Aquella tarde me detuve en un pequeño prado regado por un riachuelo para que Mortadelo comiera y bebiera a gusto, incluso puse un par de trampas por si conseguía capturar algún conejo, pero no hubo suerte, y a la hora de cenar tuve que tirar de raciones. Esa noche la dormí a la intemperie, y por suerte traje una manta extra para protegerme del viento helado que soplaba.
Por la mañana volví a mirar las trampas y lo único que encontré fue un ratón de campo atrapado en una de ellas. Llevaba comida de sobra, así que no iba a comerme un ratón, de modo que lo solté y seguí mi camino. A media tarde, sin embargo, las nubes que llevaban tres días revoloteando sobre nuestras cabezas acabaron por juntarse con otras que venían del norte, y comenzó a llover. Para protegernos tuvimos que acercarnos a uno de los pueblos abandonados de los que abundaban por allí.
Ya era un adolescente cuando los zombis aparecieron, de modo que recordaba bien cómo era el mundo antes de ellos, y si bien a campo abierto éste no parecía haber cambiado demasiado, los pueblos y ciudades eran una cuestión bien distinta. Habiendo sufrido una mayor presencia de zombis, allí las señales de su paso eran mucho más notorias. Los esqueletos humanos abundaban, producto de los cuerpos de sus víctimas o de zombis que acabaron descomponiéndose por el paso del tiempo. La sensación de soledad también era mucho mayor, y pese a saber que era poco probable encontrarse con un muerto viviente vivo, era imposible no sentirse intranquilo, pues el temor a que un cuerpo esquelético y descompuesto pudiera aparecer doblando una esquina en cualquier momento estaba bien fundado históricamente.
—Será mejor no adentrarnos mucho, amigo —le dije a Mortadelo mientras buscaba con la mirada algún lugar donde cubrirnos de la lluvia. La hierba y el polvo casi se habían comido las aceras y carreteras, y la mayor parte de farolas y señales de tráfico acabaron derribadas por el viento o la oxidación, de modo que moverse por allí no era mucho más fácil que hacerlo campo a través—. Ése parece un buen lugar.
En las viejas iglesias de piedra siempre se podía confiar. Para ellas, más de una década de abandono no suponían nada cuando resistieron en pie durante siglos, y todos los pueblos tenían una, de modo que nos refugiamos en la de aquél.
Por supuesto, la robustez de las iglesias también hizo que mucha gente las eligiera como refugio cuando los muertos vivientes aparecieron, y lo que nos topamos dentro de ella fueron los restos de las pobres almas que acudieron allí buscando protección y no la encontraron. Decenas de cuerpos reducidos a huesos yacían por el suelo, entre bancos movidos a golpes y manchas oscuras en el suelo de piedra. La puerta rota de la entrada delataba que los zombis acabaron colándose allí y masacraron a todo el que encontraron en su interior.
—Igual no ha sido la mejor idea —dije torciendo el gesto. No me apetecía pasar la noche rodeado de esqueletos, y cuando escuché un gorjeo proveniente de lo más profundo de la iglesia supe que definitivamente entrar ahí había sido un error—. ¿Hola?
Nadie contestó, pero el gorjeo se escuchó con más fuerza… y entonces, arrastrándose entre los bancos apareció una figura esquelética.
—¡Mierda! —exclamé dando un paso atrás. Incluso Mortadelo se revolvió inquieto al ver a aquella asquerosa criatura, los restos de un zombi que ya se encontraba en las últimas etapas de su vida.
Más un esqueleto que zombi de verdad, apenas conservaba algo de movilidad debido a que sus músculos se consumieron por el paso del tiempo. Si lo dejaba allí, dudaba que fuera a durar ni siquiera un año más antes de sucumbir del todo. Hasta los muertos acababan muriendo tarde o temprano.
Como en ese estado no suponía una amenaza, me debatí entre rematarlo y quedarnos allí o buscar otro lugar, pero cuando escuché un trueno supe que la lluvia se había convertido en tormenta, de modo que la elección estuvo clara.
—Al menos espérate a comenzar a apestar a que nos hayamos ido —le dije al cadáver una vez le atravesé la cabeza con mi cuchillo, el cuál tuve que limpiar con un trapo para quitarle los pocos coágulos de sangre que aún guardaba el zombi en sus venas. Entonces se escuchó otro trueno, y yo miré hacia el techo de la iglesia—. Ésta bien puede ser la última lluvia que veamos este año. A las primeras nieves no puede quedarles demasiado.
Llovió durante buena parte de la noche, pero al menos sirvió para que llenara la cantimplora con agua fresca y limpia, y luego, por la mañana, cuando salimos de la iglesia donde pasamos la noche, nos topamos con un paisaje limpio y despejado.
—Hora de seguir, amigo —le dije a Mortadelo. Gracias a la claridad del cielo en el horizonte se podían ver la ya las montañas. Pronto estaríamos en el ecuador de nuestro viaje—. Ten cuidado, no te hundas en el barro.
Siguiendo nuestro camino nos fuimos acercando poco a poco a las montañas, pero antes de eso nos topamos con la autovía de la meseta, que atravesaba la cordillera cantábrica hasta las tierras bañadas por el mar que había más allá.
—¿Verdad que parece un río? —le pregunté a Mortadelo cuando comenzamos a caminar sobre ella. A diferencia de otras carreteras menores, la autovía aún se conservaba en unas condiciones aceptables. Tal vez un vehículo tuviera que conducirse con cuidado sobre ella, pero para caminar era un terreno excelente que la naturaleza aún no había sido capaz de reclamar del todo—. Dicen que atraviesa todas esas montañas y llega hasta el mar… apenas recuerdo cómo era el mar, ojalá pudiera ir a verlo alguna vez, pero parece que nuestro destino nos lleva al interior, y no cerca de la costa.
Mortadelo movió las orejas cuando sus cascos pisaron el asfalto. Sin duda él también agradecía un terreno más fácil de transitar y sin obstáculos.
—Mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a la playa cuando éramos niños —le conté—. En lugar de jugar conmigo en la arena o en el agua, mi hermano prefería quedarse mirando a las chicas en bikini desde su tumbona. Yo pensaba que era un idiota que no sabía disfrutar de la playa, pero resultó que tenía razón.
Pensar en aquello no me gustaba. Mi padre era un capullo que tras divorciarse de mi madre acabó tocando fondo, y cuando los zombis se lo comieron casi le hicieron un favor. Mi hermano, por su parte, acabó llevando su gusto por las mujeres demasiado lejos al violar a aquella chica, y lo metieron en la cárcel. No supe qué fue de él cuando toda la mierda de los zombis comenzó, seguramente se lo comieron también, o conociéndolo, tal vez él acabara comiéndose a alguien.
—Echo de menos los bikinis —murmuré—. Es como si fueran en bragas, pero sin avergonzarse. ¿Sabes lo que te digo? A ver, van enseñando lo mismo, o puede que incluso más, pero no les importa exhibirse de esa manera, mientras que no las verás por ahí en bragas… pero no tienes ni idea de lo que te hablo, ¿verdad? Sólo eres un burro.
Como, salvo que alguna muchacha en Orzales estuviera necesitada, no veía mucha actividad sexual en mi futuro inmediato, preferí apartar a las mujeres de mi cabeza y pensar en otras cosas. Con todo el tiempo que tenía libre durante mis viajes, y las cosas que veía en ellos, cualquiera esperaría que por mi cabeza pasaran grandes reflexiones sobre la vida, el mundo y todas esas cuestiones… pero supongo que para eso habría que ser más listo que yo, porque más allá de mis preocupaciones mundanas y relacionadas con el camino, no venía a mi mente nada digno de ser recordado. Era una pena, porque de lo contrario habría parecido un tipo profundo e interesante, y esas cosas a las tías les molaban.
La jornada de viaje acabó al pie de la montaña en aquella ocasión, y para pasar la noche nos metimos en un pueblecito llamado Nogales de Pisuerga, junto al río Pisuerga, que en adelante transcurriría en paralelo a la autovía.
—Si todo va bien, estaremos allí pasado mañana antes de que anochezca —dije con optimismo cuando me refugié en el interior de un coche abandonado que encontramos en el arcén de la vía. No habría sabido decir de qué color era cuando aún funcionaba, porque tantos años expuesto a los elementos habían corroído toda la carrocería, pero su asiento trasero todavía podía utilizarse, y sería más cómodo que el duro suelo. A Mortadelo lo dejé atado al guardabarros—. Eso sí, a partir de ahora comenzará a hacer frío de verdad.
No dormí tan bien como cabía esperar debido a que yo era más largo que el asiento, y tuve que permanecer encogido para caber ahí dentro, lo que conllevó que despertara con un ligero dolor de espalda. Entre eso, y que los cristales rotos no protegían nada del frío, tampoco supuso mucha mejora respecto a cualquier otro lugar, pero seguía siendo mejor que el barro del suelo.
Como desayuno di cuenta del último pan con frutos secos que me quedaba, y por el camino fui masticando las tiras de cecina que las Guerreras Salvajes me dieron como parte de las provisiones para el viaje.
“No está mal” pensé. Había comido mucho peor en otras ocasiones, aunque sin duda en la comunidad la calidad sería muy superior, al menos en lo que respectaba a cocinarla.
Salvo por el zombi de la iglesia, el viaje estaba resultando tranquilo y sin incidentes más graves que una tormenta pasajera. Sólo tenía que aguantar un par de jornadas más y todo habría acabado. Mi siguiente travesía sería en dirección a Colmenar Viejo, de donde no volvería a salir, si podía evitarlo. El trabajo estaba bien, pero tenía que acabar antes de que yo terminara como mi predecesor.
—Eh, ¿a dónde dijeron que iba Jesús cuando no volvieron a saber de él? —inquirí en voz alta, aunque sabía que Mortadelo no iba a responderme. Jesús fue mi predecesor, y habría jurado que realizaba la misma ruta que yo cuando no volvieron a saber de él—. Espero equivocarme…
Por si acaso, mientras nos movíamos montaña arriba permanecí más silencioso y alerta. Se decía que ahí aún quedaban grupos de gente inadaptada a los que los zombis volvieron poco más que animales… además de los propios animales. Un oso, una manada de lobos o lo que fuera podía joderme si me encontraba, y todo el territorio que estaba atravesando les pertenecía ahora que no había humanos habitándolo.
Aunque la mañana fue más o menos agradable, conforme la tarde fue avanzando el frío se hizo más y más intenso, y cuando estaba a punto de caer la noche, y buscaba un lugar donde dormir, debimos llegar a los cero grados.
—Creo que esta noche vamos a pasar frío —le dije a Mortadelo. No importaba, tenía mantas de sobra para los dos. Iba bien equipado para las bajas temperaturas, y en el peor de los casos podía encender una hoguera, que además serviría para espantar a cualquier animal salvaje que pudiera acercarse—. Sí, definitivamente vamos a encender una hoguera.
No quise alejarme mucho de la autovía para poder retomar el camino lo antes posible. Seguía sin gustarme nada la sensación que aquellas tierras me producían, en especial por la noche, y yo no era una persona especialmente valiente… ni tenía por qué serlo, yo sólo llevaba el correo, joder. Por suerte, encontré refugio en las oficinas de una cantera cercana, junto a unos almacenes y la propia cantera, que por supuesto dejó de tener actividad en cuanto los zombis aparecieron.
—Este lugar no está mal, ¿verdad? —le pregunté a Mortadelo tras echarle un vistazo. Pese a los años de abandono, las puertas aguantaron cerradas y los cristales intactos, de modo que lo único que había era mucho polvo acumulado, pero todo se conservaba en buenas condiciones. Incluso encontré una mesa con un ordenador que, de tener electricidad, estaba seguro de que habría funcionado—. Puede que nos podamos ahorrar la hoguera y todo.
Sin grietas por las que el viento pudiera colarse, ese lugar estaba lo bastante recogido como para protegernos del frío y evitar que ninguna alimaña se acercara. Era perfecto. Aun así, optimista como me sentía, acabé encendiendo un pequeño fuego para calentar la cena.
—Tranquilo, amigo, mañana habremos llegado antes de que caiga la noche a ese maldito pueblo —le dije a Mortadelo—. Sólo espero que no sean tan cabrones como para mandarme de vuelta con algún mensaje para Rhiannon. El día que nos vayamos de allí nos iremos todos… y ojalá no tarde mucho, porque es verdad lo que dijo de que como nos nieve nos quedaremos aquí atrapados hasta primavera.
“Puto frío” pensé una vez me preparé para dormir dentro de mi saco, cubierto por dos mantas y junto a los restos humeantes de la hoguera. Como las habitaciones no eran muy grandes, y no hacía tanto frío como para que necesitara el calor corporal del burro, dejé a Mortadelo atado en la entrada. Nada más despertar tendría que llevarlo a pastar un poco, y no muy lejos de allí había un arroyo donde además podría beber agua. Sería nuestra primera parada del día, luego recorreríamos el camino que restaba hasta Orzales y todo acabaría por fin.
Con ese plan en mente me quedé dormido. Otra cualidad que me hacía un buen mensajero era mi capacidad para dormir en cualquier parte. Sí, como todos, prefería una cama cómoda y calentita, a ser posible con alguna acompañante, pero podría dormir a la perfección dentro de un saco tirado en el duro suelo, o a la intemperie. En mi experiencia, sabía que aquél era probablemente el don más importante para cualquiera que pasara muchos días lejos de la civilización.
Esa noche, sin embargo, mi sueño se vio interrumpido cuando unos rebuznos me despertaron. Estaba soñando con Lorena, y si bien no era una chica a la que yo considerara como demasiado lista, se me hizo raro que de su boca pudiera salir aquel sonido, pero en cuanto mi cerebro fue consciente de lo que pasaba me despertó, y yo, fastidiado, me revolví en el saco de dormir.
—Maldito burro —murmuré agotado.
Sin embargo, enseguida me despabilé e incluso me incorporé, porque los rebuznos de Mortadelo no se escuchaban cercanos, como cabría esperar cuando lo dejé junto a la puerta, sino como si vinieran del exterior, y eso me asustó tanto que lo primero que hice fue buscar mi cuchillo.
“Puede que sólo se haya soltado” me dije. Como el animal no solía intentar evitar mi compañía, tampoco es que me esmerara demasiado a la hora de sujetarlo, y aunque cerré la puerta principal al entrar, al tener que cargármela para poder pasar en primer lugar tal vez acabara abriéndose por culpa del viento, o algo así.
Por supuesto, la otra opción es que alguien o algo estuviera atacando a mi burro. En seguida pensé en lobos… si logró salir del edificio, podría haber llamado la atención de un depredador. No iba a dejar que un grupo de lobos se comieran a mi compañero, así que salí del todo del saco de dormir y comencé a reavivar la hoguera. En las mesas de la oficina todavía había muchos papeles, de modo que llené una papelera con ellos, y gracias a las brasas conseguí un fuego lo bastante grande como para espantar a cualquier animal.
Con la papelera en las manos corrí hacia el exterior justo cuando Mortadelo volvió a rebuznar.
—¡Ya voy! —exclamé dando un paso al exterior. El burro estaba allí, en mitad del aparcamiento, moviendo la cabeza con inquietud. La noche era oscura, así que apenas podía ver nada más allá, pero no parecía que nadie estuviera molestando al animal.
—¿Qué ocurre, chico? —le pregunté acercándome con precaución—. ¿Por qué has salido aquí? ¿No ves que hace frío? ¿Has olido algún lobo?
El sonido de algo pasando a toda prisa a mi espalda me sobresaltó tanto que di un respingo y por poco se me cae la papelera al suelo, pero cuando me volví y traté de iluminar en aquella dirección no vi nada. Eso, por supuesto, no me dejó más tranquilo.
—S…será mejor que volvamos dentro —dije cogiendo las riendas de Mortadelo. No sabía si era lo más sensato, pero no se me ocurría qué otra cosa hacer más que atrincherarnos allí dentro hasta el amanecer. Si era un animal, se marcharía en cuanto viera que no podía atraparnos, si no…
—Venga chico, vamos —murmuré, pero al tirar de las riendas el animal comenzó a rebuznar de nuevo, y enseguida también a dar coces a diestro y siniestro—. ¿Qué ocurre?
De un tirón las riendas se me escaparon de las manos, y Mortadelo, presa del pánico, echó a correr como alma que lleva el diablo de vuelta a la autovía.
—¡Espera! —le grité, y pese a estar dispuesto a salir corriendo tras él, me quedé paralizado al sentir una presencia a mi espalda.
Demasiado asustado para darme la vuelta, me quedé paralizado unos segundos, los que necesitó el papel que se quemaba en la papelera para acabar de consumirse y dejarme sumido de nuevo en la oscuridad más absoluta. Sólo entonces, temblando, alcancé a volverme, y con lo que me topé fue con un rostro burlón que sonreía con una fila de dientes muy afilados.
—Ah, justo a tiempo para la cena —dijo con una voz femenina en el mismo instante en que mis pantalones comenzaban a mojarse, y entonces acabé perdiendo el conocimiento. Teniendo en cuenta lo que me podía esperar en adelante, tal vez fuera lo mejor.

2 comentarios:

  1. Wow, explícame eso de los trabajos del cole que ahora tengo curiosidad XD

    Me alegra que te gusten, y gracias por comentar.

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  2. La cosa empieza muy bien, igual que toda la saga.
    Enhorabuena pprque sigues manteniendo un nivel, que para mi por lo menos, es para prestar atención desde el principio.
    He leído la saga tres veces, y sigo descubriendo cosas nuevas.
    Ánimo.

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