Para celebrar que está terminada la primera revisión (por lo que aún queda al menos otra, así que disculpad si hay alguna errata), un adelanto del primer capítulo de "Marc, el último terrícola: Regreso al pasado", libro con el que se cierra la trilogía del último terrícola.
Venga, al turrón:
CAPÍTULO 1
La ciudadela de Venhart era un lugar a todas luces terrorífico. Lo era cuando fue construido y lo siguió siendo durante los siguientes siglos. El dackhariano era un pueblo duro que trataba con dureza a sus enemigos, ya fueran externos o internos, y la ciudadela era buena prueba de ello. Allí cumplían inhumanas penas de trabajos forzados todo tipo de rebeldes y disidentes, y se decía que quien era enviado a sus minas no volvía a ver la luz natural jamás. Sin embargo, todo ese horror no tenía cabida en el palacio imperial, residencia oficial del emperador Rosenstock.
En el palacio imperial abundaban los jardines, todas sus estancias eran tan amplias como luminosas, y pese a que los dackharianos eran por lo general un pueblo austero, allí dentro estaban permitidos todo tipo de lujos y extravagancias. Al fin y al cabo, aquel lugar era también un símbolo de la riqueza y el poder de su propietario.
Sin embargo, pese a ser un lugar elegante, donde hasta el más humilde de los criados tenía que guardar una férrea disciplina, un comportamiento ejemplar y un conocimiento perfecto del protocolo, había una persona a la que, por cuestiones de edad, se le perdonaba cuando no cumplía con exactitud las formas… al menos mientras su madre no estuviera presente.
Aquella persona era la princesa Gretchen, única hija y heredera del emperador Rosenstock. Con sólo siete años, su mayor afición cuando sus profesores le daban un respiro de su educación como futura emperatriz del planeta, y cuando la agenda oficial de su padre se lo permitía, era corretear por los jardines y jugar con los cientos de juguetes que tenía dispersos por todo el palacio imperial.
Aquella mañana, debido a que todavía seguía convaleciente después de pasarse casi una semana enferma, no tuvo que asistir a ninguna clase, y como ya había recuperado casi todas sus fuerzas no consintió quedarse encerrada ni un día más, de modo que con su juguete favorito en las manos se lanzó a la aventura.
—No te alejes demasiado —le advirtió una de sus niñeras—. ¡Y nada de jugar en las fuentes, o volverás a enfermar! Como te mojes la ropa se lo diré a tu madre.
Gretch arrugó la nariz al ver parte de sus planes frustrados, pero no se dejó desanimar, y con la réplica del destructor espacial Leviatán que le acababan de regalar en las manos echó a correr sobre la hierba. Aquel juguete le encantaba porque era una réplica a escala del destructor más importante de la flota de Dackhara, que fue construido tan sólo hacía unos meses. Cuando toda la familia participó en el vuelo inaugural, su tío Steffan le dijo que cuando fuera mayor esa nave sería suya, y desde entonces no dejaba de dar la lata a todo el mundo con el que en el futuro sería su destructor espacial particular. Tanto fue así que alguien consideró adecuado regalarle la réplica, que además de ser idéntico al original, pero mucho más pequeño, flotaba en el aire cuando lo lanzabas con la suficiente fuerza.
Imaginando que volaba en él y visitaba planetas desconocidos acabó por llegar al porche del despacho de su padre, en la otra ala del palacio. Allí el emperador Rosenstock se reunía casi a diario con sus subordinados para tratar temas políticos y militares, de modo que le tenían prohibido rondar por la zona, que además estaba bien vigilada por la guardia personal de la familia.
Consciente de que se había alejado más de lo que la niñera le dijo, y que no debía estar allí, agarró su juguete y se dispuso a marcharse en otra dirección. Sin embargo, cuando volvió a meterse entre las plantas escuchó las voces de dos personas que parecían estar discutiendo cerca de la fuente, y con curiosidad se acercó a ellas.
En efecto, ambos se encontraban junto a una de las fuentes del jardín, no muy lejos de la residencia pero sí fuera de las miradas de los vigilantes. Eran un hombre delgado de pelo negro y una mujer con el pelo color del bronce, como el suyo; sin embargo, ninguno de los dos vestía con uniformes de la guardia o del personal del palacio, y tenían un objeto muy brillante en las manos, por el que parecían estar peleando.
—Te digo que hemos llegado demasiado pronto —decía la chica tratando de apropiarse de la especie de esfera de luz por la que discutían.
—Eso no lo sabemos, ¡suelta eso, Des! —replicó él dándole un tirón, pero sin lograr quitársela—. ¡Por el gran Dackhar! ¿Por qué siempre quieres tener razón?
—La pregunta correcta es por qué siempre tengo razón, y la respuesta es que soy más lista que tú —dijo ella, a la que el otro había llamado Des.
—Ya te gustaría…
Gretch, con tanta sorpresa como curiosidad por aquella inusual escena, se quedó mirándolos mientras forcejeaban, hasta que en un momento dado la chica dio un tirón tan fuerte que le arrancó al hombre la esfera de las manos, pero del impulso se giró, y ambas quedaron cara a cara.
—Oh, eso no tenía que pasar —murmuró el chico al reparar en ella también. Gretch seguía demasiado sorprendida para reaccionar.
—¡Te dije que habíamos llegado demasiado pronto! —le espetó Des lanzándole la esfera brillante a las manos, él la agarró y enseguida comenzó a tocar algo en su superficie—. ¡Más te vale que se acuerde de esto, porque si no…! ¿Te quieres dar prisa con eso?
—¡Estoy en ello! —gruñó el chico.
—Tú no vayas a decir nada de que nos has visto aquí, ¿vale? —le pidió la chica, que luego le guiñó un ojo—. ¿Te das prisa con eso, Ker?
—Ya está.
—¿Gretch? —la llamó una voz a su espalda, y por instinto volvió la vista, pero entonces frente a ella se produjo un potente destello, y cuando miró hacia la fuente de nuevo no había ni rastro ni del chico ni de la chica. Eso la dejó boquiabierta, porque por esa zona la vegetación del jardín no era tan densa como para que nadie pudiera esconderse, y ambos desaparecieron como si se los hubiera tragado un agujero negro.
Una figura alta llegó a su lado y la agarró del hombro. Asustada se volvió hacia ella, pero sólo se trataba de la persona que la llamó.
—Hola, tío Steffan —dijo.
—¿Qué haces aquí, niña? —inquirió Steffan Jakor Rosenstock, que vestido con su uniforme militar y sus galardones debía venir de una reunión con el padre de Gretch—. ¿Qué ha sido esa luz…? ¡Ah! Estás jugando con tu destructor.
—¡No! —exclamó ella negando con la cabeza—. ¡No he sido yo, tío Steffan! ¡Había dos personas, ahí, junto a la fuente! Pero han desaparecido.
—¿Dos personas? —replicó él, que echó un vistazo en todas direcciones—. Aquí no hay nadie, Gretch. ¿Seguro que no te lo has imaginado?
La mera pregunta le resultó ofensiva, ¡por supuesto que no lo había imaginado! Sin embargo, su tío se limitó a agacharse a su lado y a coger el brazalete médico que llevaba puesto en la muñeca.
—Todavía tienes un poco de fiebre —afirmó tras examinarlo—. Se acabó jugar por el momento, niña. Tienes que descansar, o tu madre se enfadará. En cuatro días será la celebración por el aniversario de la colonización, y la futura emperatriz de Dackhara no puede perdérselo por haberse puesto mala jugando en la fuente.
—Pero… —fue a protestar mientras su tío la llevaba de vuelta con la niñera. Aun así, no pudo evitar volver la vista hacia el lugar donde esa pareja tan rara había desaparecido, y por última vez se preguntó quienes podían ser.
Aquella tarde tuvo una leve recaída en su enfermedad, y con la atención médica, y la correspondiente reprimenda que le cayó por parte de su madre, olvidó para siempre lo que había visto.
*****
—Sólo digo que esperaba mucho más de un campo de asteroides —murmuró la doctora Meena Vólkor, geóloga de profesión y exploradora por vocación.
Xolani Lindgren, capitán de la Intrépida, puso los ojos en blanco y resopló con paciencia. Traer personal poco habituado a las condiciones de los viajes espaciales fue una decisión que día tras día lamentaba más, pero seguía siendo una tripulación más barata que otra más experta, y en un negocio tan sujeto a la suerte como la exploración espacial a veces había que correr ciertos riesgos. Como el riesgo que los llevó a las regiones más remotas y desconocidas del espacio en busca del valioso iridio.
La gente común solía tener una imagen distorsionada de un explorador espacial. La mayoría los veían como una especie de intrépidos aventureros que se jugaban la vida luchando contra las condiciones más adversas del espacio exterior, y a peligros tales como piratas, exploradores rivales o incluso cosas aún desconocidas por la humanidad que podían esconderse en lo más profundo del cosmos… poco sabían que el verdadero riesgo del explorador en realidad era no encontrar el iridio que creía ir a encontrar.
Salvo que fueras patrocinado por una compañía importante, una expedición espacial conllevaba unos gastos que el explorador tenía que pagar de su bolsillo. Si ésta acababa por ser un fracaso, no sólo sería el hazmerreír del gremio, sino que podría dejarlo en una situación financiera muy delicada.
El capitán Lindgren cargaba en sus espaldas y su reputación el peso de tres expediciones fracasadas, y por eso tuvo que servirse de una tripulación que no era la ideal para la que podría ser su última oportunidad de evitar la bancarrota.
—No sé cómo le enseñaron que eran los campos de asteroides, pero la mayoría son así —respondió Lindgren señalando al paisaje que se podía contemplar desde el cristal del puente de mando de la nave. En su mayor parte era espacio vacío, y sólo una enorme roca flotante de aspecto prometedor estaba lo bastante cerca como para ser tenida en cuenta—. Espacio vació, y nada más. La distancia entre asteroides es tal que podría pilotar esta nave con los ojos cerrados sin peligro de chocar contra nada.
—Ya lo sé —respondió la doctora Vólkor—. Pero, aun así, es decepcionante.
Lindgren gruñó por lo bajo. En cierto modo podía entender las ansias de aventura de la doctora. Llevaban dos semanas encerrados en la nave con el resto de la tripulación, sin hacer nada más que poner a punto los instrumentos que podían necesitar y pasar el rato con los simuladores de realidad virtual. Se suponía que la vida del explorador estaba llena de emociones, no de rutina.
—Esperemos que ese amiguito no sea también decepcionante —dijo mirando con ansiedad al asteroide que flotaba frente a ellos. Todas las lecturas indicaban que podía contener una buena cantidad de iridio. Si era verdad, y pronto lo comprobarían, tal vez todos salieran de pobres—. ¡Piloto, comience maniobra de aproximación!
—Por fin… —murmuró Vólkor cuando la Intrépida empezó a acercarse a la enorme roca flotante y gris. Aunque aún estaban lejos, las marcas de impactos de asteroides más pequeños eran bien visibles—. Por su aspecto, yo diría que está compuesto en su mayor parte por silicatos.
—Tenga preparados los equipos, doctora —le indicó Lindgren—. Usted viene conmigo a la superficie.
—¿A la superficie? —replicó ella, de repente alarmada—. ¿Es… es necesario?
—Sí —afirmo con rotundidad—. Si hay un solo gramo de Iridio en ese asteroide quiero saberlo, y la mejor forma de comprobarlo es desde la propia superficie. ¿A qué espera? Vaya a prepararlo todo.
—Muy bien, capitán —respondió antes de salir del puente de mando.
Sus ansias de aventura parecían haber desaparecido de repente, pero no fue algo que Lindgren fuera a tener en cuenta. Ahí abajo, tras una aburrida y probablemente dura capa de silicatos, podía encontrarse un yacimiento que lo convirtiera en el próximo Kassian Gavrel. Él no se compraría una mansión con vistas en Solarian, pero pagaría sus deudas, limpiaría su reputación y, con suerte, podría comprar una pequeña mansión en algún planeta más barato, como Nibiru.
La maniobra de aterrizaje llevó unos minutos y no tuvo demasiadas complicaciones porque el asteroide era lo bastante grande como para tener su propia gravedad, y la nave podía anclarse a su superficie sin que surgieran problemas. Del mismo modo podrían caminar por él, y no saldrían despedidos flotando por el espacio al primer salto… aunque no iba a arriesgarse saltando demasiado alto.
—Todo listo, capitán —informó el piloto—. Pueden bajar cuando quieran. ¿Cree que saldremos ricos de esta roca gigante?
Ahora lo veremos —respondió antes de poner en marcha el comunicador—. Doctora, ¿está lista?
—El equipo sí, yo no lo tengo tan claro, la verdad —dijo ella—. Esto no será peligroso, ¿verdad?
—No más que navegar por un campo de asteroides de los que usted esperaba —contestó—. Prepárese, me reuniré con usted en un minuto.
Vestidos ambos con un traje espacial, a través de la bodega de carga de la nave descargaron el instrumental que Vólkor iba a necesitar para realizar las lecturas correspondientes de la composición del asteroide. Desde la superficie aquel objeto astronómico parecía todavía más vació y desolado, pero aquellas cosas nunca se caracterizaron por ser ricas en vida.
—De acuerdo, tenemos doscientos grados negativos a la sombra y energía para una hora de perforaciones —dijo una vez la maquinaria estuvo colocada en la rocosa superficie del asteroide—. Cuando quiera, doctora.
—Muy bien —asintió ésta, que hizo un intento de limpiarse el sudor de la frente fruto del esfuerzo de bajar la perforadora desde la nave. Se dio cuenta de que la escafandra le impedía realizar aquel gesto demasiado tarde como para disimularlo y que pareciera cualquier otra cosa, consiguiendo así que Lindgren volviera a poner los ojos en blanco—. Eh… vale, vamos allá.
Tras tocar unos cuantos botones y ajustar los parámetros a las condiciones de la roca, la máquina comenzó a perforar y tomar lecturas de lo que se escondía tras esa gruesa capa de silicatos.
—De acuerdo, en unos minutos deberíamos empezar a tener resultados precisos —dijo la doctora, que suspiró aliviada y sonrió—. Pensaba que esto sería más complicado, pero está yendo bastante bien, ¿verdad?
—No nos alegremos demasiado rápido —replicó Lindgren—. Veamos qué resultados nos ofrece ese aparato suyo antes de celebrar nada.
La doctora torció el gesto y centró su atención en los resultados que la máquina iba proporcionándole, al tiempo que se aseguraba de que la perforación se producía de la manera correcta. Xolani Lindgren, sin embargo, se alejó caminando unos pasos y contempló el inmenso vacío que se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista. Al hacerlo, no pudo evitar que una sonrisa se le escapara.
—Doctora, venga aquí un momento —le pidió a Vólkor, y ella, un poco confundida, se acercó. Al verlo mirando al horizonte ella lo hizo también.
—¿Va todo bien, capitán? —inquirió.
—Sí, todo va bien, pero mire esto —dijo extendiendo una mano para mostrárselo—. Ahora mismo nos encontramos en los límites de lo conocido, doctora. Lo que estamos mirando, esa inmensa negrura que puede esconder millones de secretos, es un territorio que la humanidad no ha pisado jamás, que no aparece en ninguna carta de navegación y que nunca nadie ha visto como nosotros estamos viendo en este instante. ¿No le parece impresionante?
—Sí que lo es —tuvo que reconocer ella, observando ahora esa negrura con renovada admiración—. Quién sabe qué secretos se esconderán en todos esos planetas, estrellas y… eh… ¿qué es eso?
—¿El qué? —preguntó Lindgren buscando con la mirada.
—Esa cosa blanca que se acerca tan rápido —señaló Vólkor con el dedo.
—¡Oh, mierda! —masculló por lo bajo cuando lo localizó. Algo se acercaba a una velocidad inconcebiblemente rápida hacia ellos, y todo indicaba que iba a colisionar en cuestión de unos segundos—. ¡A la nave! ¡Ya!
Aunque ambos echaron a correr lo más rápido que la escasa gravedad les permitía, Lindgren sabía muy bien que era una pérdida de tiempo. El objeto, fuera lo que fuera, iba demasiado rápido, y no les iba a dar tiempo a llegar… sólo él podía tener tan mala suerte de aterrizar en un asteroide que estaba a punto de colisionar con otro.
—¡No vamos a conseguirlo! —gritó la doctora al borde de las lágrimas mientras se esforzaba por correr todo lo que podía.
—¡Sólo un poco más! —dijo él, pese a todo.
—¿Capitán? ¿Me escucha? —se comunicó el piloto, y al mismo tiempo la nave puso los motores en marcha y comenzó a elevarse—. ¿Han visto eso? Lo siento pero no hay tiempo… yo me largo.
—¡No, espera! —chilló Vólkor estirando una impotente mano hacia una nave que estaba decidida a abandonarlos—. ¡No!
No tuvieron más tiempo de lamentarse por su suerte porque aquel objeto acabó por alcanzarlos… pero, en contra de lo esperado, no chocó contra el asteroide, sino que pasó sobre él moviéndose a tal velocidad que costaba seguirlo con la mirada. Aun así, consiguieron hacerlo, y enseguida se dieron cuenta de que aquello surgido del espacio profundo no tenía nada de asteroide.
—Ca… capitán, ¿ha visto…? —balbuceó la anonadada doctora—. ¿Eso era…?
—Una nave espacial, sí —afirmó él también boquiabierto. Blanca, y ovalada como el huevo de un pájaro, no se parecía a ninguna nave que hubiera visto nunca, y el hecho de que no la detectaran antes de verla también era muy significativo—. Una nave desconocida venida de una zona inexplorada del espacio.
—¡Era una nave fantasma! —exclamó Vólkor asustada—. ¡He oído hablar de ellas! Los pilotos veteranos dicen que a veces se las ve en las zonas más inhóspitas del espacio. ¡Son reales!
—No diga tonterías —replicó Lindgren. Sólo le faltaba para terminar de hundir su reputación que su tripulación fuera por ahí contando historias de naves fantasma—. Seguramente será algún prototipo militar que está probando el gobierno de una de las colonias lejos de la vista de la gente. Lo mejor que podemos hacer es olvidar que la hemos visto.
—Pero… —fue a protestar la doctora, sin embargo, el capitán no se lo permitió.
—¡Olvide lo que ha visto! —le advirtió—. Todavía tenemos que averiguar si este asteroide esconde iridio en su interior… ah, mire, por ahí vuelve ese piloto cobarde. A ver qué cara pone cuando sepa que acaba de quedarse sin la mitad de sus beneficios por la espantada de antes.
*****
En sus ochenta años de vida, Iskandar Ronstadt, “Iskar” para sus amigos, había vivido muchas situaciones dramáticas. Como exiliado dackhariano cuando el emperador Rosenstock tomó el poder conoció los horrores de la guerra, también la tragedia que suponía ser un refugiado político en un planeta como Nueva Tierra, que miraba a los dackharianos con desconfianza… pero nada de eso se podía comparar a lo que tuvo que vivir en la ya conocida como “rebelión de los androides”, sucedida dos años atrás.
Las consecuencias de aquella corta pero intensa rebelión todavía eran bien visibles en las calles de la ciudad de Europa. No sólo no había plaza que no contara con un pequeño memorial en recuerdo de las víctimas que dejó aquel acontecimiento, sino que el número de pintadas llamando a quitarse los chips cerebrales se podían ver en prácticamente cada hueco vacío de las fachadas de los edificios.
Iskar sintió un escalofrió cuando se encontró una de ellas de camino a su tienda, pues le recordaban demasiado a lo que los jóvenes de su planeta gritaban en las calles durante la revolución que le entregó el poder absoluto a Rosenstock. Pero si había una constante en la historia de la humanidad era la falta de memoria, y sin duda quienes hacían esas pintadas no habían vivido lo suficiente como para recordar aquellos tiempos, que de todas formas sucedieron en un planeta muy lejano de allí.
Además, tampoco se podía decir que no tuvieran parte de razón: esos chips estuvieron a punto de aniquilarlos a todos, y no sólo en Nueva Tierra y Vega III, donde la rebelión logró extenderse, sino a toda la raza humana. Era cuanto menos curioso que aquello se lograra evitar gracias a, entre otros, Gretchen Rosenstock, hija del depuesto emperador, y una banda de dackharianos rebeldes. Como exiliado, nunca pensó que esa clase de gente sería la que un día le salvaría la vida.
—El destino siempre logra sorprenderte —murmuró para sí mismo antes de introducirse en la calle principal. Desde ella tenía unas vistas privilegiadas de la antena de comunicaciones superlumínicas, una kilométrica antena que fue destruida durante la rebelión y que, debido a su tamaño y complejidad, dos años después de destruirla todavía estaban reparando.
—¿Diecisiete días? Imposible, no les va a dar tiempo a tener toda la estructura lista —comentaba un anciano que, sentado en un banco de la calle junto con otro anciano, observaba con mucho interés las labores de construcción. Aunque la antena se encontraba a varios kilómetros de distancia, gracias a sus dimensiones era perfectamente visible desde allí.
—Mi yerno trabaja en control climático, y me ha contado que les han prohibido las lluvias en esta zona hasta dentro de diecisiete días —afirmó el otro anciano—. Ése es el tiempo que tienen para completar la estructura, porque tras un mes sin lluvia no creo que puedan alargarlo más tiempo. La última vez que hicieron algo así provocaron una tormenta eléctrica tal que causó más daños de los que querían reparar.
—Harán una chapuza que luego tendrán que reparar a los dos días —intervino un tercer hombre, que en realidad era un androide, y que se unió de buena gana a la discusión—. Así malgastan el dinero público…
Iskar no sabía qué tenían las obras que atraían la atención de viejos y androides de aquella manera, pero él tampoco era nadie para juzgar las aficiones de los demás cuando la suya era mucho más excéntrica.
Desde bien pequeño siempre le gustaron las antigüedades. Dackhara no era conocida por sus museos, pero los pocos que había los visitó en su juventud infinidad de veces. Sin embargo, su mayor afición era sin duda la arqueología digital. Desde que la humanidad aprendió a registrar digitalmente audio e imagen, había más de un milenio de información sobre la vida, costumbres, creencias, música, películas y cultura en general de su raza del que disfrutar flotando en la Telaraña.
Aunque el lugar para alguien como él sin duda habría sido el planeta Atenea, tuvo la suerte de poder abrir un pequeño establecimiento donde recopilar todos esos fragmentos de historia y compartirlos con quienes valoraban su afición. No era un negocio que dejara mucho dinero, pero tras vivir las miserias de la guerra, Iskar era un hombre que se conformaba con poco.
—Buenos días —lo saludó uno de sus clientes habituales, el androide Russell MQ-2, cuando llegó a la entrada de su establecimiento.
—Buenos días, Russell —lo saludó él también—. Has venido pronto hoy.
—En realidad, tú has venido treinta segundos tarde —señaló el androide—. Yo estaba aquí a la hora exacta en que se supone que abres la tienda.
—Mil perdones —dijo. Era absurdo discutir con un androide sobre puntualidad. Estaba en su programación ser unos intolerantes con los retrasos tanto como estaba en el ADN humano llegar a los sitios cuando les diera la gana—. Me he entretenido mirando la reconstrucción de la antena… debo estar haciéndome viejo.
—¡Oh! Yo también he estado un par de horas echando un vistazo —afirmó Russell con entusiasmo—. Al menos hasta que un grupo de indeseables me ha echado de allí lanzándome piedras.
Iskar torció el gesto al tiempo que abría las puertas de su tienda. Habían pasado dos años, pero todavía quedaban personas resentidas que no perdonaban a los androides lo que hicieron entonces… poco les importaba a esos indeseables que sus mentes estuvieran siendo controladas, algunos sólo buscaban en la vida algo a lo que odiar.
—Pasa —le ofreció una vez abrió la tienda. Como establecimiento era más bien tirando a pequeño, y no especialmente llamativo, pero tampoco lo buscaba. El suyo era un negocio austero, no apto para el gran público y que tampoco necesitaba de una gran infraestructura. Con una buena base de datos y terminales donde bucear entre un milenio de archivos antiguos era más que suficiente—. ¿Buscabas algo en particular hoy, o sólo vienes a curiosear, como siempre?
—En realidad sí buscaba algo —dijo el androide—. Cantos de ballena.
—¿Ballena? —replicó sorprendido—. ¿Esos animales marinos enormes de la antigua Tierra? ¿Por qué?
—Curiosidad —respondió Russell encogiéndose de hombros—. ¿Sabías que había cantos de ballena grabados en los discos de oro de las sondas Voyager? Quiero saber cómo sonaban.
—Está bien, ya sabes dónde está todo —le ofreció al tiempo que él se dirigía al mostrador—. Por cierto, anoche conseguí una recopilación de música del siglo XXIII. Dicen que es la mejor música que se ha compuesto jamás.
—¿Música de la edad de oro de la humanidad? Interesante… —valoró el androide—. Eso es lo que siempre admiraré de vuestra raza: después de tres siglos de horrores, de repente, y sin que nadie pudiera verlo venir, el siglo XXIII. Llevando a cabo tareas rutinarias y calculando estadísticas sois pésimos, pero dándole la vuelta a las situaciones no hay androide que os gane.
—Alguna virtud teníamos que tener —dijo Iskar, y entonces volvió la vista hacia la puerta porque alguien acababa de atravesarla.
Los clientes no eran muy habituales en su establecimiento porque casi todo el mundo contactaba con él a través de la Telaraña, así que le extrañó ve a alguien entrar a primera hora. Aquel hombre, sin embargo, no parecía alguien interesado por las antigüedades digitales, sino más bien un tipo que había bebido de más y no era capaz de encontrar el camino de vuelta a casa.
Desaliñado, con una descuidada barba negra, ojeras, aspecto abatido y una pesada mochila cargada a la espalda, se acercó al mostrado casi tambaleándose mientras tanto Iskar como Russell le observaban con desconfianza.
—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó una vez lo tuvo enfrente. La pregunta le pareció más que adecuada, porque aquel individuo tenía aspecto de necesitar toda la ayuda posible.
—Quería todo lo que haya sacado David Bowie desde el año dos mil dieciséis —le pidió aquel hombre con voz cansada mientras se colocaba bien la correa de la mochila. Por qué alguien querría castigar su espalda con un artilugio semejante era algo que Iskar no podía entender, pero a su tienda solían acudir personas que gustaban de artefactos anticuados—. He buscado, pero no encuentro nada más a partir de ese año.
—Deje que eche un vistazo —contestó, e inmediatamente comenzó a navegar en su base de datos. Remontarse a una época tan antigua era complicado; mucho de lo que había entonces se perdió para siempre, pero en su mayor parte eran vídeos tontos sin valor alguno que la historia tampoco iba a echar de menos—. Vaya, me temo que no hay nada más. Ese tal David Bowie murió en dos mil dieciséis.
Durante unos segundos aquel extraño hombre no dijo nada, como si la noticia lo hubiera dejado en shock.
—Oh… genial —dijo al cabo de unos interminables segundos—. Gracias de todas formas.
Tal y como llegó se marchó, a paso lento, como si el peso de la vida pudiera con él, y de nuevo tanto Russell como Iskar se quedaron mirándolo hasta que salió de la tienda y se perdió de vista, pero en esta ocasión el androide lo hizo boquiabierto.
—¿Sabes quién era ése? —le preguntó a Iskar lanzándose hacia el mostrador.
—¿Quién? —inquirió él con curiosidad.
—¡Era él! ¡El último terrícola! —exclamó Russell.
—¡Vamos anda! —se burló Iskar—. ¿Me estás diciendo que el último terrícola, el hombre más buscado por las siete colonias, se ha presentado en mi tienda preguntando por música de hace…?
El androide alzó las cejas, y al darse cuenta de la conexión por fin, Iskar quedó tan boquiabierto como el propio Russell. Sin mediar palabra, ambos corrieron hacia el escaparate de la tienda para intentar localizarlo, pero ya era demasiado tarde, y para cuando llegaron, el último terrícola se había perdido de vista mezclándose entre el gentío.
—¿De verdad crees que era él? —preguntó Iskar todavía buscándolo con la mirada.
—Estoy seguro de que lo era, sí —contestó Russell.
—Pues, si lo era, no tenía muy buen aspecto —dijo—. Me pregunto qué le habrá pasado para acabar así…
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