CAPÍTULO 1
—¡Vamos, deprisa! —dijo mi padre mientras tiraba de mi madre para que se moviera más rápido. Ella, sin embargo, parecía más preocupada porque mi hermano mayor y yo pudiéramos perdernos, y por ese motivo me sujetaba de la muñeca con una fuerza que jamás habría imaginado que podría ejercer una mujer de su tamaño.
Los disparos tronaban en la oscuridad de la noche, y los focos de la frontera, lejos de aportar algo de iluminación, tan sólo nos cegaban los ojos cuando su resplandor nos alcanzaba. En el suelo, algunos infortunados que como nosotros trataban de cruzar al otro lado de la valla se retorcían de dolor, ya fuera por los disparos o por haberse enredado en el espino, y sus agónicos aullidos eran más escalofriantes que el balbuceo de los muertos vivientes en las calles de Tánger. Creí que jamás podría sacar de mi cabeza aquel horrendo sonido, pero el intento de mi familia de llegar a Ceuta se estaba convirtiendo en algo mucho más horrible.
Debido a la oscuridad, o tal vez al pánico, alguien en su afán de cruzar la derribada valla fronteriza chocó conmigo, consiguiendo que me soltara de mi madre y cayera al suelo. Aunque pude incorporarme enseguida, enseguida me di cuenta de que había perdido de vista a mi familia, y el miedo comenzó a invadirme.
—¡Khira! —me llamó mi hermano, para mi alivio, un instante más tarde, y cogiéndome de la mano me llevó de vuelta con mis padres. Mi madre, con el rostro lleno de lágrimas, me abrazó con tanta fuerza que casi me deja sin respiración.
—¡No podemos pararnos ahora, estamos en mitad de la frontera! —nos urgió mi padre casi empujándonos para que siguiéramos adelante—. ¡Farid, Khira, vamos! Ya casi hemos llegado.
No le creí porque trataba de darnos ánimos diciéndonos eso prácticamente desde que abandonamos Tánger. Aquella ciudad estaba completamente infestada de muertos vivientes, y según se decía, en España las cosas estaban controladas, así que mi familia, como tantas otras, se unió a un flujo migratorio que esa noche acabó por sobrepasar la frontera de Ceuta. Por lo que sabíamos, en el puerto unos ferris estaban evacuando a los españoles a la península, y nuestra única esperanza era conseguir coger uno de esos ferris.
Parecía una misión casi imposible, pero atravesar la frontera también lo parecía al principio, y ahora las dos vallas que separaban los dos países estaban en el suelo, siendo pisoteadas por una marabunta de gente desesperada que ni el ejército español se veía capaz de contener. Muchos años antes, el hermano de mi padre saltó esas mismas vallas para cruzar al otro lado en busca de un futuro mejor, ahora teníamos la esperanza de que él nos acogiera hasta que la pandemia de los muertos vivientes estuviera controlada.
La idea no me gustaba nada. No quería ir a un país extraño, donde hablaban un idioma que no conocía e incluso le rezaban a un dios distinto, y mucho menos si para ello tenía que cruzar el estrecho. El mar no me era desconocido porque mi familia y yo vivíamos cerca del puerto, así que lo veía a diario, y con frecuencia me bañaba en sus aguas… pero desde que el padre de una amiga, que era pescador, un día de tormenta no regresó a puerto, comencé a tenerle miedo.
—Por aquí —nos indicó mi padre una vez logramos atravesar la frontera. Los disparos quedaron atrás, aunque no tardarían en llegar refuerzos para contener la avalancha humana que se colaba por la brecha. Nunca supe quién o quiénes fueron los que tiraron la valla para permitirnos pasar, tampoco cómo lo hicieron, pero gracias a ellos pudimos colarnos en Ceuta y seguir luchando por nuestra supervivencia.
No llegué a enterarme muy bien de todo lo que pasó a continuación porque era de noche y tenía demasiado miedo como para prestar atención a algo más allá del camino que tenía al frente. Supe que mi padre nos dirigía siguiendo la línea de la costa en dirección al puerto, también que mucha otra gente iba a nuestro lado, algunos adelantándonos, algunos siendo adelantados, pero todos tan desesperados como nosotros mismos. En cierto momento tuvimos que desviarnos porque los miembros de un pequeño grupo comenzaron a pelearse entre ellos por las escasas posesiones que les quedaban, y en otro nos tiramos los cuatro al suelo cuando se escuchó un disparo cercano, aunque jamás supimos a qué fue debido y hacia quién iba dirigido. Más adelante se escuchó a un niño pequeño llorando, y pese a que mi madre hizo un amago de buscar el origen del llanto, mi padre la obligó a seguir adelante como si no hubiera escuchado nada.
—¿Falta mucho? —me atreví a preguntar cuando ya estaba cansada de andar. Probablemente fueran las primeras palabras que pronunciaba en toda la noche, y si me atreví a hacerlo fue sólo porque llevábamos un rato sin incidentes.
—Ya casi hemos llegado —contestó mi padre sin volverse a mirarme siquiera, concentrado en el camino—. Sólo un poco más.
Cuando quise darme cuenta el campo abierto acabó convirtiéndose en la calle de una ciudad, pero debido a que las luces de las farolas no funcionaban seguíamos igual de a oscuras que antes. Todavía íbamos rodeados de muchas de las personas que cruzaron la frontera con nosotros, aunque menos que al principio… sin embargo, mi mayor temor una vez allí comenzaron a ser los muertos vivientes.
Ya había tenido la desgracia de ver unos cuantos de ellos, y esas criaturas con aspecto humano, pero terriblemente mutiladas y con la mirada muerta, me daban pavor, de modo que en mis adentros recé con todas mis fuerzas para que ninguno de ellos apareciera por allí.
Tal vez Alá estuviera escuchándome, porque en un primer momento no tuvimos ningún encuentro con ellos… pero tampoco con nadie más. Daba la impresión de que la ciudad había quedado abandonada, como si todos se hubieran marchado.
—¿Por qué está tan oscuro? —pregunté con curiosidad.
—¡Silencio! —me exigió mi padre, que se frenó en seco e interpuso la mano para que no avanzáramos tampoco nosotros.
—No hagas preguntas —me susurró mi madre al tiempo que me colocaba bien el hiyab. Hacía sólo unas semanas desde que comencé a tener que llevarlo, casualmente al mismo tiempo que cumplí los doce años, y todavía no dominaba del todo bien la prenda.
—Ahora, vamos, rápido —nos indicó mi padre. No supe qué hizo que se detuviera, tal vez fuera la presencia de otras personas, porque me pareció escuchar algunos gritos en la distancia que sólo sirvieron para asustarme todavía más.
—¡Allí! —exclamó Farid señalando con el dedo al frente. Al final de la calle parecía haber algo que emitía luz, y que era hacia donde todos nos dirigíamos. Algunos de quienes venían en nuestra misma dirección echaron a correr al ver también la luz, y para no quedarnos atrás mi padre nos forzó a hacerlo nosotros.
—¡Deprisa! —ordenó tirando de mi madre, que a su vez tiraba de Farid y de mí.
El origen de aquella iluminación resultó ser una especie de pasillo que formaban tanto policías como militares en el puerto, y que llevaba hasta uno de los ferris que queríamos coger. Por ese pasillo humano pasaba gente, seguramente habitantes de Ceuta que abandonaban la ciudad en busca de algún lugar más seguro.
Sin embargo, aquella gente no parecía muy interesada en compartir su salida segura de la ciudad con nadie, porque nada más vernos los militares se colocaron en posición y alzaron sus armas, mientras que los policías metían prisa a la hilera de gente que tenían que evacuar.
Cuando abrieron fuego la nueva iluminación hizo que viera con total claridad, y con horror, cómo algunos de los que se lanzaron a la carrera en dirección al ferri caían abatidos por los disparos. Entonces era muy joven para entenderlo, pero era evidente que pretendía disuadir a nadie más de imitarlos. Por supuesto, fracasaron en su cometido, puesto que nadie frenó, ni siquiera mi familia y yo. Aquella era nuestra última oportunidad de escapar de los muertos vivientes. O eso creíamos al menos.
Pese a los intentos de los militares, al final toda una marea humana acabó estrellándose contra el pasillo, pero tal vez por estar preparados para aquella eventualidad soportaron la acometida sin que la horda pudiera penetrar en él. Ya no disparaban, aunque sí trataban de mantenernos alejados de allí empleando la fuerza bruta. Tras ellos, familias enteras trotaban a toda prisa en dirección al ferri sin volverse a mirarnos siquiera.
Si la valla y los disparos no nos detuvieron, el cordón militar lo iba a hacer aún menos, de modo que en cuanto los más atrasados fueron llegando la presión se fue haciendo cada vez mayor, y al final acabamos pegados a los militares. En aquel momento yo me sentía aplastada y zarandeada por quienes tenía tanto enfrente como atrás y a los lados, pero no protesté porque mi mayor preocupación era no soltar la mano de mi madre para no perderme otra vez.
Un grupito que teníamos justo enfrente acabó por ser presa del pánico, y comenzó a recurrir a la violencia para tratar de colarse en la cola del ferri. Los militares españoles cercanos tuvieron que responder a esa violencia con la suya propia para contenerlos, y en la confusión mi padre consiguió colarnos entre ellos y acercarnos más al cordón.
Ya creía que conseguiríamos atravesarlo cuando un nuevo grupo de militares llegó y nos bloquearon el paso, y volvimos a estar como al principio, aunque ahora en primera fila.
—¡Sacadnos de aquí, hijos de puta! —gritó alguien que tenía a mi espalda, y un chiquillo comenzó a gritar cuando sus padres lo alzaron en el aire con la esperanza de poder meterlo en el pasillo prácticamente lanzándolo dentro.
—¡Eh, puto moro, atrás! —bramó el militar que tenía enfrente cuando el tipo anterior trató de colarse en el pasillo, arrollándome en el proceso. Lo hizo con tanta fuerza que acabé soltándome de mi madre y cayendo hacia adelante; al mismo tiempo, tanto el hombre como el militar se enzarzaron en un intercambio de golpes.
Una mano me agarró del brazo para ayudarme a levantarme mientras yo todavía trataba de recuperarme del golpe. Pensé que sería mi madre, pero aunque de mujer, la mano era demasiado clara para ser la suya. Sin darme cuenta, al ser embestida acabé cayendo en el interior del pasillo, y quien me ofrecía ayuda era una mujer de piel morena, pero no tanto como la mía, y cabello negro que iba acompañada de un hombre y de dos niños, que debían ser sus hijos.
—Vamos, chiquilla, levanta —me urgió en mi propio idioma alzándome casi por la fuerza. Entonces, estando yo en pie, miró a un lado y otro, y al comprobar que los militares estaban demasiado distraídos para darse cuenta de lo que me había pasado, me arrancó el hiyab de la cabeza y lo arrojó a un lado, dejando mi pelo libre.
Su marido dijo algo que no entendí porque no sabía español, pero por el tono y la urgencia me pareció que le estaba metiendo prisa, y entonces ella me agarró de la mano.
—Ven con nosotros —dijo antes de comenzar a caminar y casi arrastrarme en dirección al ferri.
Me volví buscando con la vista a mi propia familia. Mi padre estaba forcejeando con un militar, pero tanto mi madre como Farid tenían la vista puesta en mí. Ella, ahora con mi hiyab en las manos, lloraba, y por un momento quise soltarme de esa desconocida y correr de vuelta a su lado, sin embargo, en cuanto percibió mis intenciones me hizo un gesto con la cabeza en dirección al ferri para indicarme que siguiera adelante.
—No… —murmuré echándome a llorar. No quería irme sin ellos, y mucho menos con unos desconocidos que iban a meterme en un barco que se adentraría en alta mar, pero en el fondo sentí que eso era lo que tenía que hacer, lo que mi madre quería que hiciera, y no me resistí.
Antes de volver la vista al frente, sin saber que ésa sería la última vez que vería a mi familia, mi mirada se cruzó con la de Farid. Él, al igual que mi madre, y a diferencia de mí, era consciente en ese momento de lo que suponía esa separación, y tal vez por ello percibí tristeza en sus ojos.
Quiero más, que principio, me gusta, esperaré por el libro.que manera de emocionar
ResponderEliminarES GENIAL!! necesito leerlo ya ajjajaja
ResponderEliminarGracias por los comentarios. Debería estar para Navidad, así que no hay que esperar mucho
ResponderEliminarMuy bueno. Esperándolo con ganas. Y si buscas lectores beta....
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