CAPÍTULO 21: IRENE
El pánico en sus
ojos era a lo que más me costaba acostumbrarme de todo aquello. No era pánico
en realidad, había visto miradas de pánico en las películas de terror y no
tenían nada que ver con eso. Yo era profesora de gimnasia, no de literatura,
así que no sabía si ya existía, pero sin duda esa forma de mirar necesitaba una
palabra mucho peor para definirla.
Sin embargo, todo
aquello era necesario; los niños necesitaban comer… yo necesitaba comer.
Llevábamos encerrados en el colegio demasiado tiempo, había demasiados
resucitados fuera para salir a por comida de verdad y no podía desaprovechar la
oportunidad de la que disponía cuando el pobre hombre entró buscando refugio
mientras intentaba escapar de la ciudad.
—Tienes que
entender que no es nada personal —quise disculparme con él, aun sabiendo que
por culpa de la mordaza no sería capaz de responder para condenarme o darme la
absolución. Habría podido decir que yo tenía más miedo que él en ese momento,
pero sería mentira, prueba de ello era que se meó encima al verme con el
cuchillo—. Yo… si tuviera una alternativa a esto… pero son demasiados días ya.
Los niños estaban
en la planta baja, en su aula, entretenidos dibujando sin saber el horror que
estaba a punto de desencadenarse en el piso superior, en una clase vacía donde
todo estaba ya dispuesto para que el acontecimiento que cambiaría toda mi vida
para siempre sucediera. No estarían tranquilos mucho tiempo, cada dos por tres
alguno necesitaba algo, así que tenía que darme prisa… la hora de comer se
acercaba.
—Lo siento, de
verdad que lo siento. —me disculpé por última vez antes de clavar el cuchillo.
Intentó chillar a
través de la mordaza cuando comencé a cortarle el brazo. La sangre se derramó
por todas partes, manchándome las manos y salpicándome en la cara… la mera
sensación de estar cortando carne mientras mi víctima se retorcía tratando de
escapar era horrible, y las lágrimas empezaron a formarse en mis ojos. Pero
seguí adelante. No podía parar porque el sufrimiento de ese hombre salvaría las
vidas de seis personas.
Estaba haciendo lo
que debía, por duro que me resultara.
Cuando los cinco
niños devoraban con avidez en las mesas del comedor los filetes que les había
preparado, sólo podía pensar en el olor a carne quemada. No de haber cocinado
el miembro amputado de ese hombre, sino de cuando utilicé el fuego para cortar
la hemorragia producto de la amputación. Por suerte, el pobre desgraciado ya se
había desmayado para entonces, pero el olor fue tan terrible que me hizo
vomitar, y en ese momento, aunque famélica, me estaba costando acabar mi propia
ración de carne, que con tanto esfuerzo y dolor me había ganado.
“Sabe a cerdo” me
dije con un trozo en la boca, luchando por no vomitar de nuevo. Estaba comiéndome
a una persona, trozos de una persona que aún seguía viva en el piso de arriba,
y que en esos momentos debía estar despertando del desmayo para descubrir con
horror que su pesadilla era muy real.
Logré tragar el
pedazo de carne, y cuando vacié el plato, como solía obligar a hacer a los
niños con su propia comida, terminé tan satisfecha por primera vez en mucho
tiempo que me convencí de que lo que había hecho no era tan terrible como me
parecía en un principio. Cuando los militares llegaran lo comprenderían, estaba
segura, y aquel hombre, aun con un brazo menos, seguiría estando vivo, que no
era poco viendo cómo estaban las cosas fuera.
Tan convencida
estaba de mis actos que todo fue mucho más fácil con “Charli” días después. Él
era un hombre más fuerte, y también más peligroso que mi primera víctima, por
eso tuve que ser mucho más precavida.
Pude aprovecharme
del momento en que le encontré inconsciente en el patio, pero ansiaba noticias
del exterior tanto como comer, y él venía de allí. Sus noticias, sin embargo,
fueron del todo funestas, y pese a que decidí no creerle, no por algún
argumento, sino porque no quería pensar que pudiera ser cierto lo que decía,
tuve que rendirme a la evidencia cuando aparecieron Sebas y Aitor.
—Cuando digo que
no hay ejército, es que no hay ejército —me dijo el muchacho apesadumbrado—. La
zona segura… la zona segura ha caído.
—¿Qué significa
eso de que ha caído? —inquirí sin querer entender lo que oía.
—Significa que ya
no hay zona segura. Los muertos vivientes lograron entrar y acabaron con todos.
Los refugiados que había allí están muertos, las tropas destinadas a su
protección, que en la práctica eran todas, fueron superadas y arrasadas… ya no
hay ejército, ni policía, ni gobierno, ni instituciones, ni nada.
El mazazo fue
mucho mayor de lo que manifesté exteriormente. En ese mismo instante comprendí
que lo que había estado haciendo hasta ese momento no había servido para nada
en realidad, que me había comportado como una estúpida todo el tiempo que
llevaba allí encerrada.
—Creo… creo que
necesito sentarme. —dije aturdida por culpa de aquella revelación. ¿Qué iba a
ser de mí? ¿Qué iba a ser de los niños? No tenía respuesta para eso, y la que
ellos me ofrecieron no me servía.
Primero rematé a
“Charli”, algo que creo que agradeció, porque el pobre se había convertido ya
un guiñapo sin brazos y con una sola pierna que había perdido por completo la
cordura.
—Siento haberte
hecho pasar por esto —le susurré antes de clavarle el cuchillo en la nuca—. Si
hubiera sabido que no iba a servir para nada…
Tan sólo había
matado antes así una vez: al primer hombre, que encontró la paz cuando capturé
a “Charli” y no necesité más su consumido cuerpo. Hacerlo esa segunda vez
también fue difícil, pero tenía que endurecerme porque había cinco almas más a
las que dar descanso.
Los cinco se
encontraban en la misma aula, pintando en el suelo, que era lo que más les
gustaba hacer, además de mi forma favorita de entretenerles cuando disponía de
folios de sobra para meses en el propio colegio. Se extrañaron cuando me vieron
con lágrimas en los ojos, y mucho más cuando les fui abrazando uno a uno sin
dejar de sollozar. Jessica incluso lloró conmigo… y por eso fue la primera a la
que disparé con la pistola de “Charli”. Asustados por el ruido y la sangre, y
sin comprender del todo qué estaba ocurriendo, fui matándolos uno a uno de
forma rápida, piadosa y que a la vez evitaba que se convirtieran en esos monstruos
que habían arrasado el mundo.
En ese momento me
di cuenta de que había sufrido un cambio irreversible, tanto interna como
externamente. Me había convertido en una asesina, y como tal me trató la
mayoría… incluida yo misma. Era una asesina, ¿y qué? ¿Qué importancia podía
tener eso en un mundo donde la vida no valía nada, donde morir era más seguro
que estar vivo? Maté por piedad, pero fue la única vez, y bien cara que me
salió. A partir de ese momento me moderé, me volví cabal y más racional, y tan
sólo maté para sobrevivir.
Con esa pauta me
fue bien, o al menos continué con vida, hasta que cometí un grave error, que
fue matar por una causa nueva: el odio.
Debí dejar que
Aitor y Raquel se escaparan, o que les atraparan, despellejaran y empalaran en
estacas en los alrededores de la comunidad de Santa Mónica… pero el odio me
cegó. Mi plan había sido librarme del soldado para siempre enviándolo a la
muerte con Maite y los demás, y al verle en la comunidad de nuevo cuando ya le
creía perdido para siempre pensé, estúpida y orgullosa de mí, que tendría que
encargarme de aquello yo misma si quería que acabase bien.
Aquel momento de
debilidad pudo salirme terriblemente caro…
Tras la explosión,
el humo y el polvo que ésta levantó lo cubrían todo, hasta el punto de hacerse
difícil incluso respirar, no digamos ya ver nada. No sabía lo que había pasado con
exactitud, sólo recordaba a una multitud frente a la basílica, y luego una
terrible detonación que me taponó dolorosamente los oídos y me lanzó por los
aires.
Perdí la
consciencia por unos instantes, o al menos creía que sólo había sido por unos
instantes, porque todo era demasiado confuso debido a la conmoción. Me
encontraba en lo que creía un cráter en el suelo, cubierta de la cabeza a los
pies de polvo y pequeñas piedras, con todos los huesos del cuerpo machacados
por los golpes que éstas me habían propinado y un dolor punzante muy intenso en
una pierna.
No podía ver nada
porque a mi alrededor había una cantidad ingente de polvo y humo que lo cubría
todo. Traté de tomar aire, pero acabé con la boca llena de ese aire sucio y
rompí a toser. Al final tuve que cubrirme la boca con la manga de la chaqueta
para poder respirar en condiciones y entrecerrar los ojos para que no se me
llenaran de tierra.
La explosión tenía
que haber sido catastrófica. No podía ver casi nada de lo que me rodeaba, pero
sí la gran cantidad de escombros que se encontraban esparcidos a mi alrededor.
Una piedra el doble de grande que yo se había incrustado contra el suelo a tan
sólo medio metro de mi cabeza, aunque por suerte sólo algunas más pequeñas me
habían alcanzado a mí. Aun así, no había una parte del cuerpo que no me
doliera.
Todavía confundida
y algo aturdida por culpa de la explosión, y con los oídos pitándome tanto que
no me permitían escuchar nada, supe que tenía que salir de aquel campo de
escombros cuanto antes y buscar ayuda, de modo que traté de levantarme.
No pude evitar
gritar cuando el dolor punzante de la pierna pasó de insoportable a atroz, y
necesité unos segundos para recuperarme de él antes de poder ver qué lo estaba
produciendo. Temía haberme roto el hueso de la pierna, o algo que requiriera
unos cuidados prolongados, pero en realidad aquel dolor agónico lo provocaba
una viga de madera, que rota y astillada había acabado clavándose en la cara
interna de mi muslo.
La sangre
alrededor de la herida ya estaba coagulada y manchada de tierra, por lo que
deduje que había estado inconsciente más tiempo del que creí en un principio.
Sabiendo que no podía perder un segundo más allí, completamente desamparada,
agarré la viga y tiré de ella para sacármela de la pierna. Necesité de dos
intentos, porque tras el primer tirón el dolor fue tan horrible que tuve que
parar. Sin embargo, al segundo, los extremos puntiagudos surgieron cubiertos de
sangre, y sentí un alivio inmediato pese a que la herida comenzó a sangrar otra
vez.
Intenté
incorporarme de nuevo, y en esa ocasión lo conseguí, aunque tuve que moverme
cojeando porque todavía me molestaba mucho la herida. Temí que alguna astilla
pudiera haberse quedado dentro, pero aquél no era el momento de pararse a
comprobarlo… la prioridad absoluta era salir de entre los escombros y el humo,
y luego averiguar qué había pasado con el resto de la comunidad.
Comencé a caminar
lenta y torpemente en una dirección al azar. Con el polvo cubriéndolo todo, no
tenía forma de saber dónde me encontraba con exactitud, aunque supuse que no
debía estar demasiado lejos del lugar en el que fui alcanzada por la explosión.
No tardé en
empezar a descubrir cuál había sido el alcance de aquella catástrofe. Me topé
en el suelo, junto a un montón más de escombros, un trozo de piedra más claro
con la imagen tallada de una virgen sujetando a Jesús crucificado, y la
reconocí perfectamente de la entrada a la basílica.
“Cristo bendito”
me dije al darme cuenta de lo que aquello significaba: la basílica debía haber saltado
por los aires al completo. “Sobrevivir seis siglos para acabar así…”
A un par de metros
de la talla, un pie humano cercenado yacía cubierto de polvo blanco, y poco más
adelante lo hacía un cuerpo muerto. Mucha gente, por no decir prácticamente
toda la comunidad de Santa Mónica, se encontraba en los alrededores de la
basílica cuando sucedió la explosión, de modo que no iban a ser los últimos
cadáveres con los que me cruzara.
Seguí caminando
para escapar de la nube de humo que todavía lo cubría todo. No sabía hasta
dónde alcanzaba la destrucción, pero por donde quiera que pasara, no hacía más
que encontrarme con cascotes, farolas rotas e incluso un coche aplastado por
una enorme roca. Me escamó comprobar que esa roca en concreto no se asemejara a
las demás que se habían desprendido de la basílica… en realidad, vista más de
cerca, tenía aspecto de estar hecho de hormigón.
“El muro” caí en
la cuenta enseguida. La barrera que protegiera la comunidad de los resucitados
del pueblo también debía haber caído ante la fuerza de la explosión, y esa
perspectiva lo ponía todo mucho más peliagudo. Si el muro había caído, y la
detonación sin duda se había escuchado en la distancia, todos los muertos
vivientes de los alrededores tenían que estar acercándose al epicentro en ese
mismo instante.
Me apresuré en
caminar más rápido y salir de allí. Todavía me costaba respirar, y los ojos me
lloraban por el polvo suspendido en el aire, por no hablar del dolor de la
pierna, pero tenía que salir, tenía que sobrevivir una vez más, como había
hecho siempre.
Entreví una
silueta acercándose a mí. No sabía si era humana o muerta viviente, así que me
detuve para no aproximarme más a ella hasta estar segura. No llevaba armas de
ningún tipo encima, sólo un estúpido crucifijo que me había puesto para
disimular delante de los idiotas que vivían en la comunidad, y que no me iba a
servir de defensa alguna si se trataba de un resucitado.
Quien se acercó
resultó ser un hombre tambaleándose. Cubierto de polvo como estaba, era difícil
saber si se tambaleaba por el aturdimiento tras la explosión o porque estaba
muerto y había revivido, así que, por si acaso, di un paso atrás cuando estiró
una mano hacia mí.
Le hablé para
intentar averiguarlo, pero fui incapaz de escuchar mi propia voz, y mucho menos
si hubo respuesta. Sólo podía oír pitidos en mi cabeza, y los oídos me dolían
cada vez más. Por precaución, no dejé que se me acercara hasta estar segura de
si era un vivo o un muerto, sin embargo, de repente se escuchó algo parecido a
un disparo lejano, el hombre sufrió un espasmo y goterones de sangre salpicaron
por todas partes.
El cuerpo cayó al
suelo, y tuve que saltar a un lado para que no lo hiciera sobre mí. Visto más de
cerca, no cabía ninguna duda de que era un muerto viviente, y respiré aliviada
al ver que le habían volado la cabeza. No obstante, al buscar a mi alrededor no
fui capaz de localizar al tirador.
—¡Socorro! —escuché
la voz de otro hombre por encima de los pitidos. Alguien se encontraba cerca,
pero entre que no oía bien, y que no podía ver más allá de dos metros delante
de mis narices, no sabía exactamente dónde.
Busqué casi a
ciegas el origen de esa voz, no con la intención de socorrerle, no estaba en
condiciones de hacerlo precisamente, sino por encontrarme con alguien de una
maldita vez. El número hacía la fuerza, esa había sido una regla fundamental
desde que el mundo era mundo, y dos personas podríamos salir de allí con mayor
facilidad que una.
No obstante,
cuando le encontré, supe enseguida que no iba a serme de ayuda. El pobre
desgraciado no había salido demasiado malparado de la explosión, pero una
enorme roca le aplastaba las piernas, impidiendo que pudiera moverse.
No recordaba su
rostro de la gente de la comunidad, aunque tampoco se podía decir que hubiera
conocido a mucha gente en el poco tiempo que fui parte de ella. En otras
condiciones le habría dejado allí para que se las apañara, porque de todas
formas no iba a sobrevivir a aquello; la roca necesitaría por lo menos de un
camión para moverla, y no había ninguno a mano. Pero resultó que aquel tipo era
también el tirador, la pistola que llevaba en la mano lo delataba, y me había
salvado la vida un momento antes.
—¡Ayúdame! —suplicó
estirando una mano hacia mí, como había hecho el resucitado.
Durante un segundo
dudé. No tenía forma de ayudarle, y el tiempo que perdiera con él sólo me
complicaba las cosas… pero tenía un arma.
—¡Agárrate de mis
manos! —le indiqué a gritos para poder oírme a mí misma antes de tenderle ambas,
invitándole a que las cogiera. El hombre, desesperado, se aferró a mí con todo
su empeño, esperando estúpidamente a que con mis limitadas fuerzas fuera capaz
de sacarle debajo de una tonelada de roca.
Por supuesto, yo
no era tan idiota como para creer que iba a poder sacarle, e incluso habiéndolo
conseguido, un hombre que en el mejor de los casos iba a pasar el resto de su
vida en silla de ruedas no me servía para nada. En cuanto tuve en mi mano la
suya con la pistola, se la arrebaté y me alejé de él.
“Lo siento, pero
yo la necesito más, tú ya estás muerto” me dije tratando de ignorar primero las
súplicas, y luego los insultos que me dedicó aquel individuo. Sus quejidos me
importaban menos que los gemidos de los muertos a los que pronto se uniría, yo
sólo quería escapar de allí.
Tuve que disparar
contra otra silueta que se me acercó, no supe si de alguien vivo o de alguien
muerto. Tampoco me interesó demasiado averiguarlo, en cuanto vi el cuerpo caer
abatido al suelo seguí mi camino sin volver la vista atrás.
Apenas había avanzado
unos pocos metros desde que logré levantarme del cráter en el que desperté,
pero ya me sentía completamente agotada. Cada paso que daba notaba cómo mis
músculos protestaban, y la herida de la pierna todavía sangraba. Además, ni
siquiera estaba segura de si me alejaba del epicentro de la explosión o si me
acercaba a él.
De lo que sí estaba
segura era que la comunidad había perdido a buena parte de sus miembros en esa
explosión. Si yo había terminado así encontrándome alejada de ella, todos los
que se agolparon contra la puerta del arsenal debieron saltar en pedazos, al
igual que la propia basílica. No sabía en qué posición nos dejaba eso. Veltrán,
Jesús y Santa Mónica eran los que dirigían el cotarro allí, el primero debía
estar diseminado por todo el pueblo en esos momentos, el segundo era un
mindundi, y la tercera… no estaba en la comunidad cuando todo ocurrió, dirigía
un ejército de muertos vivientes contra Maite y el resto de gilipollas de la
ermita, así que posiblemente se hubiera salvado.
Me reí ante lo
irónico que resultaba que al final la supuesta santa fuera a terminar siendo
una verdadera salvadora. Sin su líder sectario, dudaba que los pocos que
quedaran vivos hubieran sido capaces de organizarse.
Logré escapar de
una maldita vez de la nube de polvo obligándome a caminar unos metros más, y
por fin pude volver a respirar con normalidad, de modo que me detuve unos
segundos para recuperar el aliento. Me encontraba en una de las calles
intramuros, lo sabía porque había pasado por ella en coche cuando me llegué a
ese lugar. La única entrada del muro no estaba lejos de allí, aunque tal
construcción ya no tenía ningún valor si toda la parte cercana a la basílica se
había visto destruida. Muy al contrario, podía convertirse en una trampa,
porque si los muertos llegaban por ese lado, una enorme barrera de hormigón
bloqueaba el camino de huida, y ésta sólo disponía de una entrada.
Un grupo formado
por tres hombres y una mujer llegaron corriendo por la calle y se detuvieron a
mi lado. También iban cubiertos de polvo de la cabeza a los pies, pero por lo
demás parecían ilesos. La mujer me ayudó a apoyarme contra una farola al tiempo
que los demás insistían en decirme algo que era incapaz de oír. Al intentar
hablar me sobrevino un ataque de tos, y acabé escupiendo saliva mezclada con tierra
al suelo para aclararme la garganta.
—¡Muertos! —exclamé
tal vez demasiado alto, pero me era imposible escucharme hablar si no gritaba—.
La basílica ha volado, el muro está roto… muchos muertos.
Los tres hombres
volvieron la vista hacia la nube de humo que todavía flotaba en el aire y, sin
dudarlo, un instante se lanzaron hacia su interior, seguramente buscando
alguien a quien salvar o algo así. La mujer, sin embargo, se quedó conmigo.
Debía tener unos cuarenta años, y por su forma de vestir la reconocí como una
de las muchas meapilas que vivían en la comunidad… ya conocía la clase de
prendas que esa gente utilizaba debido al colegio donde trabajé antes de que el
mundo se viniera abajo.
—¿Te encuentras
bien? —alcancé a escucharle preguntar.
“¿Tengo pinta de
estar bien?” pensé para mí misma. ¿Por qué la gente se empeñaba en hacer
preguntas tan idiotas cuando estaba claro que necesitaba atención médica
urgente?
Me preocupaba
especialmente el tema del oído. Tenía miedo de que la sordera que sufría pudiera
convertirse en algo permanente.
—Necesito un
médico. —le dije señalándome al mismo tiempo la herida sangrante de la pierna y
una oreja.
Ella asintió, y
mirando antes a su alrededor, me pasó un brazo por encima de su hombro y me
ayudó a caminar no sabía hacia dónde.
Llevaba la pistola
robada guardada en la chaqueta. La escondí allí como acto reflejo cuando vi que
los cuatro se acercaban a mí para que no supieran que iba armada. La gente era
mucho más sincera en sus intenciones cuando piensa que estás indefensa, y no
confiaba ni lo más mínimo en nadie, mucho menos después de que todo apuntara a
que habíamos perdido el refugio que le daba sentido a la comunidad.
A paso lento
debido a que no quería hacerme daño al caminar, alcanzamos a doblar la esquina,
donde a la sombra del muro se encontraba lo que había sido antes un pequeño
jardincito, reconvertido ahora en hospital de campaña.
“Dios santo…” me
dije al ver la horrible escena que aquel lugar presentaba.
Por lo menos una
docena de heridos de diversa gravedad yacía sobre improvisados lechos formados
por abrigos, chaquetas y otras prendas de ropa tiradas por el suelo. La mayoría
de ellos no tenían buen aspecto, presentaban heridas sangrantes, contusiones de
diversa gravedad y algunos incluso mutilaciones. Tan sólo cuatro de ellos
parecían en condiciones de poder moverse en cuanto se hubieran recuperado un
poco del shock, además de las cinco personas, cuatro hombres y una mujer que, o
no estaban cerca de la explosión, o habían salido mejor paradas de ella, y
atendían al resto.
La mujer que me
llevaba quiso que me tumbara en el suelo, pero me negué porque no quería estar sentada,
con lo que me iba a doler volver a levantarme, cuando llegaran los muertos
vivientes. Precisamente aquel problema era el que convertía ese sanatorio
improvisado en una farsa. Si el muro había caído, los resucitados no tardarían
en llegar hasta nosotros, y los gritos y lamentos de los heridos iban a ser de
mucha ayuda para que nos encontraran.
Apoyándome al
final en el tronco de un árbol del parquecito, aguardé a que alguien se
decidiera a atenderme. No intenté siquiera hablar con ellos porque lo único que
podía escuchar todavía eran pitidos, y si gritaba sólo se lo estaba poniendo
más fácil a los muertos.
No podía evitar
preguntarme qué estaba pasando en los alrededores de la explosión. Por el
momento tan sólo estábamos allí unas veinte personas, y en la comunidad había
como cinco veces esa cantidad. Era imposible que la explosión se hubiera
llevado por delante a ochenta, aunque la mayoría estuviera cerca de ella cuando
ocurrió… o eso quería creer.
—¿Puedes oírme? —me
preguntó uno de los hombres cuando por fin se acercó a mí. La mujer que me
llevó hasta allí se había acercado a él para pedirle ayuda, pero hasta ese
momento estuvo muy ocupado atendiendo a un tipo cuya pierna había sido
arrancada de cuajo, y que al final había muerto de todas formas.
—No muy bien —le
respondí señalándome el oído—. Oigo un pitido.
—Es normal después
de una explosión, se irá pasando. —me aseguró. No habría sabido decir por qué
lo sabía, tal vez fuera su forma de desenvolverse tan calmada y profesional,
pero me dio la impresión de que ese tipo era médico o algo así, de modo que
logró tranquilizarme con sus palabras. Tenía miedo de que aquel dolor de cabeza
y ese pitido irritante duraran para siempre.
Alcanzando un
botiquín, me obligó a tumbarme en el suelo para inspeccionar la herida del
muslo, que era más preocupante. Confirmó mi temor de que algunas astillas
pudieran haberse quedado dentro, y me hizo sufrir de lo lindo cuando utilizó
unas pinzas para quitármelas. Fue doloroso, pero resultaba también un alivio
cada vez que lograba enganchar una y arrancarla. Al final, le echó un poco de
agua oxigenada para desinfectar y me colocó una venda alrededor de la pierna.
Ya había terminado
de hacerme el vendaje cuando dos de los tres hombres que se metieron en la zona
cero de la explosión volvieron a toda prisa cargando con un tercero, que no era
el mismo que les acompañara antes, a hombros. Iban cubiertos de polvo de arriba
abajo y parecían muy cansados, pero lo que más me preocupó fue el miedo que
mostraban sus rostros.
—Hemos visto
condenados entre los escombros —anunció uno de ellos, el único que iba armado
con un fusil de asalto del ejército, a voz en grito. “Condenados” era el
estúpido mote con el que esos sectarios llamaban a los muertos vivientes—. El
muro ha caído en la parte norte por culpa de la explosión, están viniendo todos
hacia aquí.
“Cómo odio tener
razón siempre” mascullé para mí misma al recibir la noticia.
El que parecía un
médico se acercó a ellos y comenzó a decirles algo que no pude escuchar, de
modo que me levanté a trompicones y me acerqué para ser parte de la
conversación. Estaba más claro que nunca que no podíamos seguir allí, que había
que moverse, y aunque sin duda todos estábamos por la labor de hacerlo, existía,
sin embargo, un pequeño problema…
—La mayoría están
demasiado heridos para moverse —protestó el médico señalando la fila de hombres
destrozados—. ¡No podemos cargar con todos!
—Lo que no podemos
es quedarnos aquí a su merced, Julián —protestó la mujer que me llevó hasta
allí, que también se había unido a la discusión—. Sin los muros y sin Santa
Mónica estamos completamente desprotegidos.
—¿Y dónde está? —inquirió
preocupado otro de ellos—. Y el señor Veltrán, o Jesús, ya de paso.
—Veltrán estaba
frente al arsenal cuando voló por los aires, está muerto —sentencié yo para
agilizar las cosas—. De Jesús no conozco su suerte, pero él no nos sirve para
nada, y ella…
—¡Ella no estaba
en la comunidad! —advirtió con alegría la mujer—. Salió a llevar la destrucción
a los impíos que ocuparon la ermita y mataron a Óscar.
En realidad, a
Óscar le había matado yo, pero por supuesto eso no iba a mencionarlo.
Necesitaba la ayuda de esa gente, igual que antes había necesitado la del grupo
de la zorra de Maite, y no iba a cagarla otra vez haciendo que me cogieran asco
antes de conocerme.
—Ella se reunirá
con nosotros —afirmó el médico, Julián, con contundencia, como si eso lo resolviera
todo—. Si nos mantenemos fuertes y unidos,vendrá a salvarnos, como ya hizo
antes.
Me quedé
estupefacta al ver que los demás asentían… esos sectarios de mierda tenían el
coco más lleno de estupideces de lo que me había atrevido a creer.
—¡Que se reúna con
nosotros fuera del pueblo! —les espeté tratando de no mostrarme demasiado
irritada, algo nada fácil en ese momento—. ¡Tenemos que ponernos a salvo antes
de que lleguen los muertos vivientes!
—¡Ahí están ya! —exclamó
el tipo del fusil volviendo la vista hacia la calle por la que habían venido.
Atraídos por los lamentos de los heridos, la discusión o que nos habían visto,
un pequeño grupito de resucitados surgió de entre la nube de polvo que todavía flotaba
en el aire y se acercó hacia nosotros.
—¡Hay que irse!
¡Ya! —les urgí temiendo que la cosa pudiera ponerse aún peor. No podíamos saber
si ese grupo era el único que se acercaba, y estábamos en mitad del pueblo
todavía.
—¿Y los heridos? —protestó
Julián.
—Los que puedan
moverse, que caminen —sentenció el del fusil, que tenía aspecto de ser uno de
los que habitualmente vigilaban el exterior de la comunidad desde lo alto del
muro—. Cargaremos con los que tengan alguna posibilidad de sobrevivir.
¡Deprisa!
Esa no habría sido
mi solución ni de lejos, pero era mejor que nada, así que se apresuraron en
poner el pie a los heridos y cargarse a la espalda a los que no podían moverse.
La imagen que formamos entre gente malherida tratando de caminar y gente en
condiciones cargando con pesados cuerpos fue del todo lamentable, aunque al
menos me libré de ayudar a transportar a alguno de esos pesos muertos gracias a
la herida de la pierna.
Fue triste tener
que abandonar a cinco de los heridos más graves pero, estando inconscientes, no
tuvieron la oportunidad de quejarse. Sin embargo, los rostros de los demás
reflejaron el dolor y la frustración que ese hecho les provocaba, y de mala
gana tuve que unirme a ellos para no parecer demasiado despiadada.
—Perdonadnos,
hermanos. —murmuró el médico, a quien el vigilante tuvo que dar un tirón para
que comenzar a caminar cuando los muertos estuvieron demasiado cerca.
Nos dirigimos
hacia la enorme puerta del muro que salía al exterior, el único punto de huida
que teníamos con los muertos atacando desde el otro lado. Tras nosotros iba ya
una jauría de por lo menos diez de ellos, algunos con aspecto demasiado fresco
como para ser viejos cadáveres. No se me ocurrió pensar hasta ese momento que
los muertos de la explosión acabarían resucitando también, convirtiendo ese
lugar en un sitio aún más peligroso para quedarse.
Me resultó curioso
que ninguno de ellos se dirigiese al parquecito donde yacían los heridos, pero
tenía su lógica si te parabas a pensarlo. Era posible que ni los hubieran visto
con sus sentidos puestos en nosotros, aunque dudaba que esa suerte fuera a
durarles mucho más tiempo.
La nuestra tampoco
lo hizo. Uno de los heridos, una señora cincuentona con rasguños en cara y
brazos que caminaba a trompicones en la cola de la marcha, acabó cayendo al
suelo, agotada, a mitad de trayecto.
—¡Levántese! —le
dijo Julián volviéndose hacia ella. Los resucitados se acercaban lenta pero
inexorablemente, y si no se movía, la acabarían atrapando—. ¡Vamos! ¡Tiene que
levantarse!
Él mismo había
cargado con el cuerpo de una chica joven inconsciente, pero no con aspecto de
haber resultado muy malherida, y se dispuso a dejarlo en el suelo y lanzarse a
socorrer a la señora, que por más que lo intentaba no era capaz de
incorporarse, y que sollozaba de dolor tras cada intento. Una vez más, alguien,
en ese caso yo, tuvo que agarrarle del brazo para retenerle antes de que lo
hiciera. Cuando me miró como pidiendo explicaciones tan sólo negué con la
cabeza. No podíamos perder el tiempo con ella, no quedaba nadie que la cargara
y bastantes cuerpos inútiles llevábamos ya encima.
No tuvieron que
pasar más de diez segundos después de que reemprendiéramos la marcha antes de
que escucháramos los voraces gruñidos de los muertos, seguidos de los gritos
desesperados de la mujer. Ni me inmuté por ellos, la puerta de la comunidad ya
podía verse más adelante, al final de un camino despejado, y que gracias a su
sacrificio seguiría estándolo unos segundos más.
El hombre del
fusil dejó a su herido en el suelo por un instante antes de dirigirse hacia la
puerta para liberar los refuerzos de madera que la mantenían atrancada. Su
pesada hoja necesitaba por lo menos de dos hombres fuertes que empujaran, y el
médico tuvo que unirse a él para conseguirlo.
La mujer ya no
gritaba, señal de que había muerto, pero aun así volví la vista hacia atrás con
ansiedad para tener a sus asesinos controlados. No sabía cuántos resucitados
alcanzarían a hacerse hueco para llegar hasta la carne de su víctima, aunque
dudaba que pudieran ser más de cinco o seis. Los más atrasados no le prestarían
la más mínima atención y seguirían hacia los objetivos que tenían más adelante
que todavía se movían, como a ellos les gustaba.
“Por fin fuera” me
dije sintiendo un injustificado alivio cuando la puerta se abrió y atravesamos
su umbral. Injustificado porque, pese a los muertos que teníamos a nuestra
espalda, era a partir de ese momento cuando podíamos encontrarnos con cualquier
cosa a lo largo del camino. Todavía quedaban muchos de ellos en el pueblo, y la
explosión les tendría alterados.
Pero al menos
teníamos una ruta, y ésta trascurría a través del estrecho pasillo que formaban
los muertos vivientes empalados y despellejados que custodiaban los alrededores
de la comunidad. El nauseabundo olor que desprendía su carne expuesta y
putrefacta mantenía a sus semejantes alejados de una manera sorprendentemente
efectiva, y aprovechamos esa circunstancia para tomarnos un respiro al tiempo
que volvían a cerrar la puerta para librarnos de una vez por todas de los que
nos seguían.
—¿A dónde iremos? —preguntó
un hombre mayor, parte de los heridos, al que le habían vendado un brazo casi
por completo—. ¿Dónde estaremos a salvo?
—¡Aquí no! —repiqué
yo cansada de tanto lloriqueo. Por suerte, aún estaba medio sorda y no podía
escuchar los quejidos de los demás… no había cosa más desesperante—. Hay que
salir del pueblo.
—¡Esperad aquí! —exclamo
el hombre del fusil, que rápidamente salió corriendo por la carretera en
dirección descocida.
“Si fuera listo,
no volvería” me dije pensando en la cantidad de rémoras que iban con nosotros.
No quería ni pensar en cómo íbamos a sobrevivir en adelante. Tal vez, cuando se
disipara el humo, resultara que los daños del muro no eran tan catastróficos y
se pudiera reparar, pero no había buenas perspectivas… y mucho peores eran si al
final teníamos que salir a la carretera a buscar otro refugio.
Por suerte,
resultó que el tipo no era muy listo y volvió, y además lo hizo al volante de
una furgoneta gris.
—¡Gracias a la
Santa! —escuché rezar a algún capullo, consiguiendo que recordara que sí había
algo más desesperante que los quejidos…
Pero la furgoneta
resultó ser una buena idea. En ella pudimos subirnos todos, incluso los más
heridos, y salir del pueblo sin peligro de que nos atacaran los muertos
vivientes. Yo misma había hecho el camino hasta la comunidad tan sólo unas
horas antes por una de las rutas seguras que ellos abrieron para moverse por él,
pero siendo tantos, y con los resucitados revolucionados por la explosión, no
habría confiado en poder repetirlo.
—¿Dónde la has
encontrado? —le preguntó el doctor al vigilante cuando se montó en el asiento
del copiloto.
—Es una de las que
teníamos fuera, por si las emergencias. —respondió él, que en cuanto vio que
todos estábamos a bordo puso el vehículo en marcha de nuevo y atravesó el campo
de resucitados clavados en el suelo para sacarlos de Colmenar Viejo.
No fue un trayecto
agradable. En aquel viejo furgón íbamos todos apiñados como animales de granja,
y los frecuentes giros y frenazos para evitar los obstáculos del camino no
ayudaban en nada a mejorar la experiencia, pero así pudimos evitar a unos
muertos vivientes que sin duda nos habrían diezmado de camino.
“Lo cual tampoco
habría sido tan terrible” pensé contemplando el lastimoso aspecto que
presentaba la mayor parte de mis nuevos compañeros de grupo… definitivamente no
había ganado una mierda con el cambio, aunque al menos esos no me odiaban.
No quedaban
demasiadas horas de luz por delante, de modo que creía que tendríamos que
apresurarnos en buscar un lugar en el que pasar la noche. Sin embargo, el
conductor parecía saber exactamente a dónde dirigirse, aunque ese lugar resultó
ser un terreno descampado al sur del pueblo, junto al polígono industrial,
donde corría un pequeño arroyo.
—Deberíamos buscar
un lugar más apartado —sugerí cuando nos detuvimos y comenzaron a descargar a
los heridos—. Aunque sea en alguno de esos almacenes.
—No me alejaré más
de la comunidad —se negó en redondo el vigilante—. Podría haber más gente viva,
y éste era el lugar acordado en el que reunirnos si en alguna partida al
exterior alguien se perdía. Además, aquí tenemos agua.
Teníamos agua,
aunque al pasar junto a un polígono industrial su calidad era más que
cuestionable incluso hirviéndola, por no hablar de que estábamos expuestos y a
la intemperie. No obstante, el sumun de la estupidez se produjo cuando
comenzaron a acumular ramas y hojas secas para encender una hoguera.
—Eso atraerá a los
muertos vivientes. —les advertí tratando, pese a todo, de ser razonable.
—También a los
vivos que puedan quedar —arguyó ese memo con un fusil—. Necesitamos hervir el
agua para beber y limpiar las heridas.
No podía negarle
eso. De tanto tragar polvo notaba la garganta más que irritada, y me habría
venido muy bien algo con lo que limpiarme la sangre seca que tenía por todas
partes. Además, una vez pasado el shock inicial, me sentía cada vez más débil,
como si mi cuerpo me estuviera recordando que acababa de ser alcanzada por una
explosión de la hostia y que necesitaba reposo. Me dolían los brazos, las
piernas y hasta la cabeza, aunque el pitido de mis oídos había disminuido un
poco en los últimos minutos. Sin embargo, la herida del muslo cada vez me
escocía más.
Tampoco podía
quejarme demasiado, puesto que allí había gente que sufrió mucho más los
estragos de la explosión que yo. La chica que el médico cargó murió una hora
más tarde sin haber recuperado la consciencia en ningún momento, otro hombre
había perdido tres dedos de una mano, y un tercero lucía unas horribles
quemaduras en cara y manos que le tenían postrado y gimiendo de dolor.
Todo aquello no
era una escena agradable, ni siquiera para mí, que había visto y hecho cosas
mucho peores, pero aun así, me sorprendí a mí misma sintiendo algo que hacía
tanto tiempo que no sentía que creí que jamás volvería a hacerlo: culpabilidad.
Datos en la mano,
sólo hacía falta saber sumar dos más dos para darse cuenta de que yo había sido
el catalizador de toda aquella desgracia, y eso me jodía. Me jodía por la
comunidad que se había perdido en el proceso, porque me había hecho muchas
ilusiones con respecto a ese lugar y la había cagado, y encima, al hacerlo, me
había llevado por delante decenas de vidas inocentes.
No estaba loca, no
era la psicópata que muchos creían, y no mataba porque me gustara. Lo hacía
únicamente para sobrevivir, y sólo cuando era necesario. Me dejé llevar por el
miedo y la ira con el tema de Aitor y Raquel, tenía que reconocerlo, aquello
fue un acto de maldad completamente gratuito, pero no sentía mayor placer por
haber provocado la muerte de toda esa gente, igual que no sentí placer alguno
cuando maté a los niños del colegio, y por eso me sentía culpable.
Los niños… esos
malditos críos me estaban saliendo muy caros. El grupo de Maite me despreció
por esa causa, como si ellos hubieran apreciado más a unos chiquillos a los que
ni siquiera habían visto las caras que yo, que los cuidé como una madre durante
semanas. Aquello fue el origen de todo, lo que me llevó a la situación en la
que me encontraba. Maite y su desprecio tenían la culpa en realidad.
Pero por suerte ya
estaba muerta, todos debían estarlo. Cuando descubrí cuáles eran los planes de
ataque contra la ermita supe que, por muy tenaces que resultaran ser, no tenían
ninguna posibilidad. Hombres armados, un drone teledirigido y luego una horda
de muertos para rematar… no había forma de salir vivo de algo así. Era un flaco
consuelo, pero al menos me había librado de ellos para siempre. Mis crímenes
estaban enterrados en el olvido.
—Ella vendrá, ya
lo veréis —insistía una de las mujeres heridas una y otra vez, refiriéndose a
la santa de su líder—. Bajo su protección estamos a salvo.
—No pongamos a
prueba esa protección atrayendo a los muertos. —le dije cansada de sus
oraciones, a las que de buen grado se sumaba cualquiera de los cretinos que se
encontraban allí.
Tenía que
reconocer que sentía cierta envidia de cómo se lo había montado esa putilla de
Santa Mónica. No habría rechazado tener toda una comunidad trabajando para mí y
rezándome como si fuera una diosa, con comida, una cama cómoda, ropa limpia… y
todo a cambio de soltar discursos religiosos para mantenerles engañados y que
creyeran que puedo hacer milagros. ¡Menudo chollo!
Sin embargo, de
buena gana me habría conformado con ser una abejita obrera más de su colmena de
idiotas, pero ya no tenía ni eso.
—Pero vendrá. —aseguró
la mujer muy convencida.
No podía evitar
preguntarme si esa convicción surgía del lavado de cerebro que le habían hecho
o del miedo que sentía hacia la posibilidad contraria: que no viniera. No
obstante, la respuesta se hizo irrelevante cuando comenzó a caer la noche y
ella aún no había aparecido.
Empezaba a
sentirme muy quemada con mi nuevo grupo a esas alturas. Su estupidez religiosa
podía soportarla, pero la falta de sentido común no, y a mi juicio, comenzaban
a comportarse como auténticos capullos cuya mayor aspiración era convertirse en
carnaza de resucitado. No quisieron que nos refugiáramos en uno de los
almacenes que teníamos allí mismo argumentando que, pese a que no lo había
hecho ninguno, algún superviviente podía aparecer; no consintieron apagar la
hoguera para no pasar frío, pese a que ésta, aun siendo de día, había atraído
ya a varios muertos vivientes que tuvieron que ser despachados por el vigilante
del fusil; no consintieron en formar una pequeña partida de búsqueda que se
aproximara a conseguir comida, mantas o todo lo que necesitábamos alegando que
su deber cristiano era estar allí cuidando de los heridos y protegiendo el
lugar… ni siquiera fueron capaces de evitar que otro hombre herido que al final
murió acabara resucitando como un muerto viviente, los muy idiotas se pusieron
a rezar por su alma antes de rematarle, y él sufrió una conversión
extraordinariamente rápida, aunque por suerte no mordió a nadie.
“Esta gente está
muerta” comprendí de repente. No eran personas capaces que se encontraran en
una mala situación, eran directamente inútiles que ni siquiera se daban cuenta
del peligro que corrían. Tanto tiempo protegidos por los muros y las
supercherías les habían vuelto descuidados, y antes de eso sólo conocieron la
seguridad de la base militar. Incluso el tío del fusil, que tal vez supiera
manejar el arma, parecía ser completamente incapaz de desenvolverse allí fuera.
No podía quedarme
allí más tiempo. Si lo hacía, estaría tan condenada como ellos.
Mi oportunidad de
escapar de ese destino se presentó cuando la noche ya había caído del todo, y
la hoguera que se empeñaban en mantener para que no nos heláramos como
pajaritos se convirtió en un faro que sólo atraía la muerte. Era algo tan fácil
de prever que me habría reído, de no ser también algo demasiado grave como para
las risas.
Un grupo de
resucitados llegó hasta nosotros. Los vimos aparecer antes de que la hoguera
pudiera iluminarles, pero aun así, ya los teníamos demasiado encima como para
poder reaccionar adecuadamente, de haber tenido forma de hacerlo. No
aparecieron todos a la vez, como un grupo de ellos que de repente se viera
atraído por la luz, fue todavía peor: lo que se nos acercaba sólo eran los
primeros muertos de toda una procesión que marchaba contra nosotros.
—Sus putas madres…
—murmuré al darme cuenta de que estábamos acabados.
Ante la que se
avecinaba no había defensa posible, sólo nos quedaba huir campo a través para
alejarnos de ese pueblo y salvar la vida… pero los que hasta unas horas antes
habían sido sus últimos habitantes vivos no parecían dispuestos a abandonarlo sin
luchar, idea, a mi parecer, del todo estúpida.
—¡Los que podáis
moveros, coged cualquier cosa que podáis utilizar como arma y venid conmigo! —exclamó
nuestro vigilante, que armado con su fusil se dispuso a presentar batalla—.
¡Hay que evitar que lleguen a los heridos!
Para mi horror,
tanto Julián, el médico, como varios de los que todavía podían ponerse en pie
se armaron con palos, incluso con piedras, y se dispusieron a seguir a aquel
demente en su plan para, como buenos miembros de una secta de chiflados,
suicidarse en masa.
Tenía la pistola
que le había quitado al moribundo, que a esas alturas ya debía ser un muerto
más, guardada en la chaqueta, pero no iba a desperdiciar la poca munición que
pudiera quedarle de manera inútil uniéndome a esa lucha perdida de antemano…
No quería hacer
las cosas que a veces hacía, de verdad que no quería, pero es que me veía
obligada a hacerlas si quería vivir. ¿Qué habría hecho cualquier otro en mi
situación? ¿Qué habría hecho Maite, que siempre tenía una mirada de odio
guardada para mí? ¿Qué habría hecho Sergei, que con seguramente más sangre en
las manos que yo me juzgaba y condenaba? ¿Qué habrían hecho pánfilos como Aitor
y Raquel, si su primer instinto no fuera dejarse matar estúpidamente? Lo más
probable es que hicieran lo que hice yo, y si no, sus vidas habrían terminado
en ese momento.
Agarré la pistola
por si las moscas y retrocedí en dirección al furgón en el que habíamos llegado
hasta ese lugar. Los ladrones y robaperas hacía mucho tiempo que no eran un
problema, de modo que no era extraño que hubieran dejado las llaves puestas en
el vehículo por si una emergencia nos obligaba a huir, como de hecho estaba
ocurriendo. No podía creer que hubieran sido tan estúpidos como para confiar
ciegamente en que ninguno de sus compañeros de secta les traicionaría.
El vigilante y los
demás sólo se dieron cuenta de que les robaba el furgón cuando lo puse en
marcha, dispuesta a marcharme de allí campo a través en dirección a la primera
carretera que encontrase.
—¡Eh! —bramó él
cuando por fin fue consciente de lo que ocurría—. ¡Eh! ¡La furgoneta!
Abandonó el grupo
que contenía a los muertos y salió corriendo hacia mí para detenerme, le vi
hacerlo a través del espejo retrovisor, pero al mismo tiempo yo apreté el
acelerador. No avancé tan rápido como me hubiera gustado por culpa del terreno
irregular en el que me movía, y debido a eso, tampoco conseguí dejarle atrás
antes de que lograra alcanzar la ventanilla del conductor.
—¿Estás loca? —me
espetó golpeando el cristal con el puño—. ¡Detén el coche!
“Mierda” me dije
al ver que él era más rápido que el vehículo en esas condiciones.
No tuve más
remedio que usar la pistola. El pobre imbécil no se esperó ni por un momento
que pudiera tener un arma de fuego en mis manos, y su cara de asombro fue lo
último que vi antes de abrir fuego contra su cara.
El sonido del
disparo reverberó dolorosamente en mis oídos ya perjudicados por la explosión,
los cristales de la ventanilla se rompieron en pedazos y la sangre salpicó la
carrocería. Cuando pude volver la vista atrás, el cuerpo de aquel desgraciado rodaba
por el suelo por culpa de la inercia, y unas siluetas humanoides comenzaban a
invadir los alrededores de la hoguera.
Los últimos
habitantes de Colmenar Viejo murieron esa noche. Los resucitados reclamaron el
pueblo como suyo, igual que habían hecho con todos desde que llegaron, pero yo
me sentí bien. No me alegraban sus muertes, pero estaba contenta de saber que
había hecho lo correcto, lo que debía hacerse, y la prueba de ello era que, a
diferencia de ellos, todavía estaba viva para luchar un día más.
Me limpié las
gotas de la sangre que habían logrado salpicarme al tiempo que el furgón
abandonada el campo a través y entraba en una carretera despejada. No sabía a
dónde me dirigiría en adelante, porque aunque viva, me encontraba completamente
sola y sin un destino hacia el que conducir. Sólo sabía que quería alejarme de
Madrid, perder de vista por fin los alrededores de esa ciudad infernal y, quien
sabía, igual hasta comenzar de cero con otro grupo.
Lo único que tenía claro
era que no iba a rendirme, Irene Garrido León todavía tenía mucho que decir en
ese nuevo mundo tomado por los muertos.
No está mal, te defiendes bastante bien contando historias, y te expresas con cierta corrección. Me gusta que la gente comparta relatos en sus blogs, y me has servido de inspiración, porque acabo de crear otro blog zombie en el que, igual que haces tú, voy escribiendo una historia por capítulos. ultrazombie.blogspot.com Enhorabuena por el blog. Está muy bien.
ResponderEliminarPerdon por la tardanza en la respuesta, pero he estado de viaje estos días. Me alegra que te haya gustado y sobre todo que te haya inspirado a escribir tu propia historia. ¡Suerte con ello!
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