CAPÍTULO 22: LUIS
El frío era tan
intenso que dolía hasta respirar. Por mucho que lleváramos ya prácticamente un
mes viviendo así, no llegaba a acostumbrarme a un clima tan crudo como el que
estábamos sufriendo los últimos días. El invierno daba sus últimos coletazos
con una fuerza inusitada, y que comenzara a nevar estando ya a primeros de
Marzo era la gota que colmaba el vaso.
—Pronto subirán
las temperaturas. —nos había asegurado Eduardo tres días antes. Pero en lo que
respectaba a la predicción del tiempo, no era tan bueno como sí había
demostrado ser en las tareas de supervivencia en la montaña.
Desde que
dejáramos la ermita de Colmenar Viejo, y los cuerpos de demasiados amigos en
ella tras el sinsentido sufrido por parte de la secta de Santa Mónica, nos
habíamos adentrado, guiados por el propio Eduardo, en la sierra de Guadarrama,
un parque natural en los límites de la comunidad de Madrid que consideramos lo
suficientemente lejos de la civilización como para que los resucitados u otros
grupos de supervivientes no supusieran un inconveniente. Pero pronto
descubrimos que los muertos vivientes y la gente viva no eran el único problema
con el que tendríamos que enfrentarnos, ni mucho menos.
Pese a que Eduardo
era un buen cazador, la comida no abundaba, y perdidos en una montaña boscosa
las comodidades menos aún. Sin embargo, el frío era el peor de ellos con
diferencia. Aunque habíamos conseguido algunos abrigos y material de acampada
en casas cercanas al paraje natural, a veces sencillamente no había ropa
suficiente en el mundo para entrar en calor… y aquella noche estaba siendo una
de las más frías que podía recordar.
Todos nos apelotonamos
tan cerca de la hoguera que sólo nos faltaba meternos dentro, y Clara llevaba
tantas prendas encima que parecía una bola de ropa.
—Tengo frío… —se
quejó la chiquilla pese a todo.
—Es que hace frío,
cariño. —le respondió Maite pegándose más a ella para darle calor.
—Demasiado —añadió
Diana, que se había quitado los guantes para acercar las manos al fuego y
calentárselos—. Esto no hay quien lo soporte.
—Pronto subirán
las temperaturas. —nos aseguró Eduardo, impertérrito ante las protestas.
—Como vuelvas a
repetir eso, vamos a tener problemas tú y yo —gruñó Ramón—. Y yo que pensaba
que en León hacía frío en invierno, su puta madre.
—¡Ese vocabulario!
—le riñó Maite.
—Vaya, ya no puedo
ni quejarme en libertad. —refunfuñó él metiéndose las manos en los bolsillos.
—Pues a ver quién
duerme esta noche con este tiempecito. —exclamó Gonzalo, que por lo menos tenía
su frondosa barba para protegerle la cara del aire congelado que el viento
arrastraba.
—Si durmiéramos
todos en la misma tienda, conservaríamos mejor el calor corporal. —apuntó
Judit, provocando un silencio generalizado que daba a entender lo que
pensábamos de su plan de apelotonarnos todos juntos.
—Creo que voy a pasar
de eso —masculló Diana con evidente desagrado—. Conseguiríamos el mismo efecto
con más mantas.
—Conseguiríamos el
mismo efecto si estuviéramos un kilómetro más abajo —intervino Ramón
volviéndose hacia Eduardo—. Mira, no seré yo quien niegue las ventajas de
escondernos en el bosque, pero así no vamos a ninguna parte.
—Si tienes alguna
sugerencia, soy todo oídos —respondió él desafiante—. Las ciudades están
abarrotadas de muertos, las bases militares abandonadas y las comunidades
humanas pobladas por locos. Dime algún lugar al que ir y te juro que seré quien
abra la marcha.
A sus palabras las
siguió otro silencio casi igual de incómodo que el frío. Era la misma discusión
de todos los días: estábamos de acuerdo en que abandonados en mitad de la
montaña no podíamos quedarnos eternamente, pero nadie parecía tener la menor
idea de qué hacer a continuación. Yo mismo había pensado en mucho en posibles
lugares en los que tal vez encontráramos refugio, pero ninguno me había
convencido lo suficiente, y tampoco tenía garantía alguna de que no hubiera
sido invadido como para sugerirlo en voz alta. El tema era ya lo bastante
polémico sin que nadie más entrara en él.
El problema
subyacente era también la crisis de liderazgo que padecíamos. Durante una
semana más o menos, Eduardo tiró de nosotros con eficacia: nos llevó a un lugar
apartado, y con sus dotes de cazador nos alimentó y mantuvo a salvo… pero se
había bloqueado, y con la montaña convertida en un lugar inhabitable no sabía
qué más hacer, salvo esperar a que el tiempo mejorase.
Odiaba ser
repetitivo conmigo mismo, pero en esos momentos creía que necesitábamos a Maite
más que nunca. Ella era la única con la resolución necesaria para tomar
decisiones difíciles, y el empuje que hacía falta para obligarnos a seguirla,
ya lo había demostrado antes. Sin embargo, los últimos acontecimientos habían
minado su confianza por completo, hasta el punto de que ya parecía otra
persona. Retraída e indiferente, de lo único que se preocupaba era de su hija,
algo encomiable y comprensible, no podía decir lo contrario, pero tan sólo eran
sus problemas a corto plazo los que atendía, como que comiera y durmiera bien,
que no pasara frío o que no tuviera miedo.
Me negaba a pensar
que una persona como ella no se diera cuenta que nuestra aventura bosquimana no
tenía ningún futuro. De hecho, estaba seguro de que lo sabía mejor que nadie, y
aun así, precisamente era ella la que menos se quejaba. Hasta Clara empezaba a
estar harta de esa vida, pero a Maite le daba todo igual.
—Ya es noche cerrada,
deberíamos intentar dormir un poco. —sugirió Eduardo unos minutos más tarde,
cuando volvió de mear detrás de un árbol.
—¿Dormir? ¿Con
este frío? —rezongó Gonzalo mirándole como si se hubiera vuelto loco—. Ni en
las prácticas de montaña con mi unidad había pasado tanto. Igual ni nos
despertamos.
—¡No digas esas
cosas! —le increpó Maite frunciendo el ceño antes de volverse hacia su hija—.
Ya has oído cariño, es hora de dormir.
Con un vago
“buenas noches”, madre e hija se retiraron a su tienda de campaña, montada a
tan solo cinco metros de la hoguera entre dos gruesos pinos que la sostenían.
Gonzalo se quedó mirándolas mientras se iban, pero los demás continuaron con la
vista en el fuego sin hacer ademán de pretender levantarse.
—Bueno, pues haced
lo que os dé la gana —nos espetó Eduardo dándose la vuelta y dirigiéndose a su
propia tienda—. Quien se quede de guardia, que se asegure de que el fuego no se
apague.
—Yo haré la
primera. —me ofrecí inmediatamente. Todavía no tenía sueño, y prefería que las horas
de madrugada me pillaran dentro de mi tienda, y no allí fuera.
—Será mejor irse a
dormir entonces. —dijo Ramón poniéndose en pie, siendo seguido por Diana y
también por Gonzalo, que se despidieron y regresaron a sus respectivos
refugios.
—Puedes irte tú
también, si quieres. —le ofrecí a Judit, la única acompañante que me quedaba.
—No soy una
experta en lo que a dinámica de grupo se refiere, pero diría que hay algo de
tensión en el ambiente. —opinó dirigiéndome una mirada inquisitiva.
—Es más que eso —asentí—.
Este grupo se está convirtiendo en una gallina sin cabeza.
—¿Te refieres a la
falta de liderazgo? —inquirió ella muy interesada en el tema—. Una comunidad
tan pequeña como la nuestra podría funcionar tomando decisiones fundadas de
manera democrática si encontrar un líder es un problema.
—No se trata tanto
de que no haya líder como de la falta de motivación —le expliqué—. Ninguno de
nosotros sabe a dónde ir o qué hacer, ¿cómo va a dirigirnos alguien, o vamos a
votar algo, si no tenemos ideas? Aquí estamos a salvo de los muertos y los
vivos, pero pasando unas penurias que no le deseo ni a mi peor enemigo.
—No tengo una
solución para eso —lamentó—. Será mejor que me vaya a dormir entonces, no
quiero estar cansada mañana. Buenas noches.
—Buenas noches. —me
despedí de ella, aun sabiendo que no lo serían ni por asomo.
Lo cierto era que
odiaba las guardias, y más aún en el bosque, donde el aire traía mil y un
ruiditos inocentes fácilmente confundibles con algo grave… pese a llevar
semanas sin cruzarnos con uno, el miedo a que un resucitado pudiera llegar a
alcanzarnos todavía persistía en mi mente.
Distrayéndome a
base de darle vueltas de nuevo al mismo problema, me levanté con la linterna
para buscar en los alrededores ramitas que echar a la hoguera y mantenerla
encendida. Por allí abundaban los pinos y los matorrales, así que no me costó
encontrar hojarasca, corteza y ramas caídas con qué alimentarla, sin embargo, cuando
volví me llevé un susto de muerte al ver una figura sentada frente a las
llamas, aunque enseguida la reconocí como Maite.
—¿No puedes coger
el sueño, o te has desvelado? —le pregunté azuzando el fuego tras echar el
nuevo combustible recolectado.
—Una pesadilla —confesó
sorbiéndose la nariz—. He salido a tomar un poco el fresco, Clara está
durmiendo y no quiero despertarla.
—¿Otra vez Raquel
y Aitor? —inquirí sentándome yo también.
—No, esta vez
Katya y Andrei —contestó llevándose la mano al cuello, donde Sergei había dejado
su marca cuando intentó estrangularla—. Los tengo al alcance de la mano, pero
entonces todo se llena de fuego, y Toni está con ellos, y Sebas en el suelo…
Los ojos le
brillaron cuando se quedó mirando fijamente la hoguera.
—¿Todavía sigues
martirizándote con eso? —exclamé—. No fue tu culpa, no es tu culpa y, por
muchas vueltas que le des, nunca será tu culpa. Si hubieras dejado que se
unieran a esa comunidad de dementes… bueno, sabes mejor que nadie cómo
acabaron.
No respondió, como
era costumbre. Ya no parecía tener fuerzas ni para discutir conmigo. Era como
si no me escuchara, como si fuera más feliz torturándose a sí misma y
convenciéndose de que su manera de llevar las cosas había provocado la muerte a
tantos de los nuestros.
En el fondo la
comprendía. Para mí también fue un duro golpe perder a seis compañeros de un
plumazo, ocho contando a Sergei y a Irene… pero a ellos, y sobre todo a ella,
prefería no contarles. A veces no era capaz de explicarme cómo había logrado
escapar yo mismo. Tan solo había tenido la suerte de ser el primero en salir de
la ermita y no seguir allí cuando atacó el drone.
Los primeros días
fueron muy difíciles. Eduardo, Diana y Ramón eran prácticamente unos
desconocidos, y Gonzalo un desconocido además un poco desequilibrado. Pero igual
que acabamos confraternizando con el grupo que se juntó a las afueras de
Madrid, de los que ya quedábamos sólo cuatro, lo hicimos también con ellos, que
estaban tan necesitados de compañía como nosotros.
—¿Se encuentra
Clara mejor del resfriado? —le pregunté por cambiar de tema, visto que con el
anterior no iba a conseguir nada.
—Más o menos —respondió
sin apartar la vista del fuego—. Con este frío no termina de curarse del todo,
pero ya no tiene fiebre. Aunque creo que me lo ha pegado, no me siento muy
bien.
—Puedo echarte un
vistazo, si quieres. —me ofrecí.
—No te molestes,
no es nada… tal y como estamos es difícil no enfriarse un poco —contestó—. Seguro
que mañana se me habrá pasado.
—Bien —asentí, y
luego decidí intentar un nuevo tanteo—. Estamos mal de medicinas, y eso no lo
puede cazar Eduardo en el bosque. El próximo que se haga un corte se lo va a
tener que desinfectar con agua hervida, y no nos quedan ni aspirinas.
Confiaba en que
apelando a la salud de su hija, que era la que más medicamentos había consumido
los últimos días debido a un trancazo por haber cogido frío, algo se le
encendiera dentro. La niña era ya lo único que le importaba, y de lo único que
podía valerme para traer a la verdadera Maite de vuelta. Pero, de nuevo, no
hubo suerte.
—Díselo a Eduardo,
él sabrá qué hacer —repuso casi con desgana—. Voy a intentar dormir un poco, no
quiero que Clara se despierte y no me vea en la tienda. Buenas noches, Luis.
—Buenas noches,
Maite. —respondí decepcionado.
La necesitábamos,
cada día lo tenía más claro. La necesitábamos como lo hicimos cuando Félix y
Óscar murieron y alguien tuvo que dar un paso al frente. Pero ella ya no estaba
por la labor.
La mañana
siguiente la situación se volvió más crítica si cabía debido a que amaneció
nevando. Unos finos copos de nieve caían con no demasiada intensidad sobre los
árboles y el suelo, y comenzaron a teñirlo todo de blanco.
—¡Es lo que
faltaba! —protestó Ramón harto de aquello—. ¿Van a subir las temperaturas?
¡Joder con la subida! Hasta nos nieva ya.
—El invierno se
está acabando, esto debe ser una borrasca de paso. —se defendió Eduardo.
—¡Pues lleva ya
una semana! —replicó él—. Ésta no está de paso, ésta debe ser de Málaga y estar
de semana blanca.
—Bueno, no
discutamos por tonterías —intervine yo para terminar con la enésima discusión
sobre el clima—. Centrémonos en los hechos: no podemos seguir así porque nos
vamos a morir de frío, ergo tenemos que marcharnos. También necesitamos comida
y medicinas.
—Yo no estoy de
acuerdo —se empecinó Eduardo cruzándose de brazos—. Vale que pasaremos frío,
pero no puede ser durante mucho tiempo más, y en cuanto suban las temperaturas
habrá más caza, incluso podemos poner trampas. Hemos estado bien hasta ahora,
no hay por qué volver a donde ya sabemos que sólo hay muertos.
Apelar al miedo a
los resucitados no era una mala estrategia para que hiciéramos lo que él
quería. De hecho, si seguíamos allí era precisamente por eso, y no sabía si las
incomodidades sufridas habrían compensado el peligro que suponía acercarse a
zonas civilizadas.
—Yo voto por
intentarlo —propuso Ramón—. No me voy a quedar aquí hasta convertirme en un
carámbano de hielo. Sugiero que comencemos a bajar la montaña hoy mismo, que
aún nos queda comida del corzo de anteayer.
—Yo estoy de
acuerdo con eso —se le unió Diana, que no dudó en apuntarse a su bando—. Esto
ya es insoportable, y tampoco nos conduce a nada a largo plazo, ¿no?
—Pues yo estoy con
Eduardo, no quiero volver a acercarme a esas cosas muertas vivientes —votó
Gonzalo—. Y tampoco a los que aún respiran, que son todavía peores. Pienso que
aquí estamos mejor.
—Basándome en la
mera observación, está muy claro que hay menos muertes en las montañas que cuando
hay resucitados por medio. Por tanto, yo voto por quedarnos, tenemos más
posibilidades de seguir vivos de esa forma. —valoró Judit.
—Yo voto por
irnos, tiene que haber mejores lugares en los que intentarlo que en mitad de
una montaña helada. —opiné por fin.
Todos nos volvimos
hacia Maite, la última que faltaba por votar y la que podía romper el empate.
Por una vez, lo que estuviera dispuesta a hacer me era completamente ajeno,
pero cuando por fin se pronunció, no supe por qué no había sido capaz de
imaginármelo…
—A mí no me
preguntéis, decididlo vosotros. —se desentendió, para mi decepción.
—Esto es un
empate, necesitamos que votes para decidirnos. —le urgió Gonzalo, que también
parecía sorprendido por su respuesta.
Presionada para
emitir un voto, nos miró a todos como si en realidad no nos estuviera viendo, y
al final acabó diciendo algo que hizo que para mí tocara fondo.
—Si mi Asier
estuviera aquí, sabría qué hacer… —suspiró.
—Mamá, yo quiero
irme de aquí —intervino Clara dándole un tirón de la manga del abrigo para
llamar su atención—. Tengo mucho frío… y tú también, te has pasado toda la
noche temblando.
—Nosotras haremos
lo que digáis, de verdad, pero decididlo vosotros. —contestó Maite ignorando
los ruegos de su hija antes de agarrarla de la mano y llevársela de vuelta a la
tienda de campaña, zanjando así el debate.
—¿Quién es Asier? —preguntó
Gonzalo estupefacto cuando las dos se hubieron alejado.
—Su marido —le
expliqué todavía con la vista puesta en Maite. La había notado un poco
congestionada, y lo que había dicho Clara de los temblores no me daba buena
espina, pero en ese momento parecía estar bien—. Murió cuando intentaban
escapar de Madrid.
—¿Y a santo de qué
lo saca ahora a colación? —replicó él, que no comprendía nada de nada.
—Eso no importa,
la cuestión es que ya está decidido, nos vamos. —declaró Ramón.
—¿Qué está
decidido? ¡Seguimos empatados! —se opuso Eduardo.
—La chiquilla ha
votado —sentenció Diana—. Nos vamos.
—¿Ahora vamos a
contar el voto de la niña? —gruñó Eduardo incrédulo.
—Es tan parte de
nosotros como tú y como yo —la defendí—. Además, por evidente incapacidad de su
madre, debería poder votar en su nombre si es preciso.
—Muy bien, como
queráis —se rindió—. Pues nada, volvemos a la civilización… diez minutos para
recoger las cosas, nos espera un largo camino y la nieve no ayuda a caminar.
De mejor humor
ante la perspectiva de ir a abandonar por fin aquel infierno helado, recogimos
todo nuestro equipo y cargamos con él. No hizo falta cubrir las brasas de la
hoguera para no provocar un incendio por que la nieve, que se volvió más
intensa en ese corto período de tiempo, se encargó de ello.
—¿En qué dirección
partimos? —preguntó Gonzalo cuando todos estuvimos listos—. ¿Por dónde
deberíamos empezar a buscar?
—Hacia el este. —apuntó
Eduardo señalando con precisión el punto cardinal.
—Por allí se
vuelve a Madrid. —le recordó Diana.
—Madrid está muy
lejos, por suerte. Nos dirigimos a Miraflores de la sierra. Los chalets que los
ricachones se construían allí no quedan demasiado lejos, menos de cinco
kilómetros en línea recta… atravesando bosque, eso sí. Pero podríamos llegar
hoy si nos damos prisa.
—Me gusta el plan —afirmó
Ramón asintiendo con la cabeza—. Chalets grandes, separados entre sí, con
muros, con plantas, y lo bastante lejos del núcleo urbano como para que los
reanimados sean un peligro con el que no podamos.
—Lo que no
podremos será usar armas de fuego —objetó Gonzalo—. He estado allí antes, y los
chalets no están tan lejos como para poder despreocuparnos.
—Tampoco es que
nos queden muchas balas. —repuso Diana.
Entre bosques y
montañas era difícil encontrar munición del calibre que sus fusiles de asalto
necesitaban, por lo que apenas habían podido reponer sus existencias desde el
combate en la ermita. Aunque por suerte, el día que conseguimos los abrigos y
el material de acampada encontramos también munición para los rifles tanto de
Eduardo como de Maite.
—Pongámonos en marcha,
si me quedo más tiempo quieto se me va a congelar el trasero —afirmó Ramón
dando un paso al frente, y acto seguido comenzamos la lenta y pesada travesía
que nos llevaría de nuevo a los problemas, pero también al calor y la comida.
—Esta clase de dilemas
debía tenerlos también el hombre primitivo —comentó Judit con entusiasmo
mientras caminábamos ladera abajo, con cuidado de no resbalar por culpa del
terreno que la nieve mojaba—. La comodidad de un refugio cerca de fuentes de
alimentación, pero que también atraían a depredadores, enfrentarse a la
inclemencia de los elementos…
—¡Estupendo, hemos
vuelto a la edad de piedra! —exclamó Diana con sarcasmo—. Tanta evolución para
nada, nos hemos convertido en Neandertales otra vez.
—En realidad, no
hay pruebas concluyentes de que, aunque los homos sapiens convivimos con ellos,
nos llegáramos a mezclar con los neandertales —corrigió Judit—. Al menos no como
para poder asegurarlo categóricamente.
—¿Cómo que no? —replicó
Diana casi divertida—. Convivieron las dos especies, ¿no? Pues entonces te digo
yo que hubo mezcla.
—¿En qué datos te
basas para afirmar eso? —quiso saber ella con escepticismo.
—En que si tanto
las hembras como los machos de las dos especies tenían lo que hay que tener
entre las piernas, sin duda hubo intercambio de… culturas. No sé si me explico.
—Demasiado bien —gruñó
Maite con la voz tomada—. A ver si dejamos esos temas con la niña… con la niña
delante, por favor.
—Sí, y las
discusiones tontas —añadió Gonzalo—. ¿Qué más da homo sapiens o neandertales?
—¡Pero es que en
el paleolítico ya había homo sapiens! —protestó Judit indignada—. No veo la
necesidad de faltar al rigor científico recurriendo al Neandertal como ancestro
en la metáfora cuando…
—¡Ya vale! —exclamó
Ramón hasta las narices de aquella discusión absurda—. Por la montaña se camina
en silencio por si nos cruzamos con algún animal que podamos cazar, no
parloteando como dos marujas yendo de compras y espantando a todo bicho
viviente en un kilómetro a la redonda.
Y en silencio,
continuamos el lento camino que nos sacaba de la vida salvaje.
Un poco más abajo
la nieve no había llegado a cuajar, y por tanto el problema fue la lluvia y el
barro que ésta había formado, pero el terreno se volvió también menos
escarpado. Al final, con casi dos horas de camino a nuestras espaldas, hicimos
una parada aprovechando la cobertura unas rocas y que la intensidad de la
lluvia se había incrementado.
—Lo que nos
faltaba, un diluvio —dijo Ramón, con más resignación que rabia, sacando la cantimplora
fuera de la protección de las rocas para llenarla—. Espero que no se pase así
todo el día.
—Yo también —se le
unió Eduardo—. De lo contrario, nos tocará salir a cazar bajo la lluvia.
—Con lo poco que
me gusta cazar incluso cuando hace buen tiempo. —gruñó él antes de dar un trago
de su cantimplora recién rellenada.
—¿Qué nos queda
para comer, a todo esto? —se interesó Diana.
—Lo que sobró en
la cena del corzo —respondió el cazador—. O sea, casi nada, que el bicho nos ha
durado ya tres días contando hoy.
—Y no durará ni
uno más —apuntó Gonzalo—. Ayer ya estaba un poco correoso.
—¿No hemos cazado
nada en tres días? —se extrañó la soldado.
—No es fácil cazar
lo suficiente para alimentar a ocho personas —se defendió Eduardo—. Hago lo que
puedo… también encontré setas de invierno y algunas raíces comestibles.
—Cosa que te
agradecemos —dijo Maite con repentina cordialidad. Debía estar bastante cansada,
porque se sentó en el suelo nada más parar y no parecía muy dispuesta a levantarse
de allí—. De no ser por ti, nos habríamos muerto de hambre hace tiempo.
—Bueno, está bien
que lo agradezcan, gracias —respondió él azorado por la inesperada muestra de
gratitud—. Puedo intentar salir a buscar algo ahora, que aún es muy de mañana,
pero tendríamos que permanecer aquí todo el día.
—Yo sugiero
aguantar con lo que queda de corzo y lo que podamos forrajear —opinó Gonzalo—.
Si llegamos a Miraflores hoy, o mañana por la mañana como muy tarde, podremos
conseguir comida de verdad enseguida.
—O no —replicó
Judit—. Eso pensamos nosotros cuando fuimos a Colmenar Viejo, y resultó que,
contra todo pronóstico, los del pueblo ya lo habían saqueado casi todo.
—Es una
posibilidad. —admití algo preocupado.
—Una posibilidad
más bien remota —apuntó Ramón dirigiéndonos una mirada poco amistosa—. ¿Qué probabilidades
hay de que esa situación vuelva a repetirse?
—Muchas —contestó
Judit, que nunca fue muy sagaz a la hora de leer los rostros y apreciar el
contexto de las cosas—. Es decir, es natural que la gente que escapara de
Madrid, igual que nosotros, intente abastecerse en las poblaciones cercanas con
menor número de habitantes y, por tanto, de resucitados en sus calles.
—Eso es cierto. —afirmó
Diana titubeante.
—¿Pero no erais
vosotros lo que queríais que fuéramos allí? —exclamó Eduardo—. ¿Qué pasa ahora?
¿Os estáis achantando?
—¡Que no! ¡Que
vamos! —terminó Ramón la discusión—. No caces nada, en cuando escampe un poco
seguimos… por mis muelas que hoy dormimos en caliente. Estoy de este parque
natural hasta no te digo dónde porque hay una niña delante y su madre se enfada.
—Al menos no hay
muertos vivientes. —apuntó Diana con un suspiro, y como nadie tuvo nada que
añadir a esa realidad, aguardamos en silencio hasta que la lluvia se convirtió
en un leve chispeo. Luego, con las capuchas puestas, reemprendimos la marcha
entre árboles, rocas y pequeños momentos que se podían considerar de relax
cuando alcanzábamos un sendero de tierra que no nos obligaba a ir dando saltos
como cabras montesas.
Eduardo abría la
marcha, seguido de cerca por Ramón y luego por el resto de nosotros sin ningún
orden en particular. Noté, sin embargo, que Maite y Clara comenzaban a quedarse
atrás, y cuando me giré hacia ellas no me gustó nada la cara que traía Maite.
—¿Te encuentras bien?
—le pregunté comenzando a preocuparme. Parecía estar tan agotada que hasta
sudaba.
—Estoy bien, de
verdad. —me aseguró resoplando.
—¿Estás segura?
Podemos parar un momento si es necesario. —insistí. Clara me miró con
preocupación y luego volvió la vista de nuevo hacia su madre, que la llevaba
sujeta de la mano.
—No, puedo seguir
el ritmo, tranquilo. —se empecinó ella.
Es imposible
ayudar a quien no quiere dejarse, de modo que me di la vuelta de nuevo y seguí
caminando tras Eduardo y Ramón.
—¿Puedo preguntarte
una cosa, Luis? —me dijo Gonzalo acercándose a mi lado unos minutos más tarde.
—Dime.
—Antes de que nos
conociéramos, y de que ocurriera toda la locura que fue lo de Colmenar Viejo,
¿cuáles eran vuestros planes? —quiso saber.
—Esa no era una
cuestión resuelta, ni mucho menos —tuve que admitir tras hacer memoria. Costaba
pensar en ello como algo que había ocurrido hacía tan solo un mes. A mí me
habían parecido un año entre unas cosas y otras—. Maite quería encontrar un
equilibrio entre seguridad y cercanía a núcleos urbanos donde abastecernos. La
ermita era el lugar perfecto, de no ser… bueno, qué te voy a explicar a ti.
—El planteamiento
no es malo para venir de una civil, pero tiene sus fallos —reflexionó mesándose
las barbas—. No contaba con que mucha otra gente pensaría lo mismo, y que
lugares así serían los primeros en ser ocupados y defendidos. Sólo tendrían
posibilidades de permanecer allí quienes pudieran protegerlos. No conocí mucho
a vuestro grupo, pero no me parecía que fueran especialmente capaces en ese
sentido.
—Como se suele
decir, trabajábamos con lo que teníamos. —respondí sorprendido de escucharle
una reflexión que, estuviera de acuerdo con ella o no, sonaba bastante cuerda.
A Gonzalo le había
sentado muy bien abandonar la base militar infestada de muertos donde vivía,
tomar un poco de aire fresco y volver a relacionarse con personas. Con el paso
de las semanas había dejado de ser el extraño ermitaño que conocimos en
Colmenar Viejo y se transformó en la persona que seguramente fuera antes de
tantas desgracias, un hombre capaz y bienintencionado que, como todos, había
sufrido mucho cuando la civilización se vino abajo.
“Es bueno
comprobar que al menos alguien sale adelante” me dije pensando en Maite que,
por el contrario, cada día iba a peor.
—Nuestra
prioridad, una vez hayamos encontrado algo de comida, y si hay suerte armas,
tendría que ser unirnos a algún grupo ya existente —opinó—. No digo a
cualquiera, claro, tendría que ser uno que al menos tenga un carácter constructivo
y no demasiada sangre inocente en sus manos. Nuestra ventaja es que somos tres
militares, un cazador y un médico, y podemos resultar valiosos.
—No caigamos en el
cuento de la lechera. Primero encontremos ese grupo y luego ya veremos —dije yo—.
El último con el que nos cruzamos no fue amistoso precisamente.
—No digo que no,
pero hay que pensar a largo plazo, Luis —exclamó él muy convencido—. Si no
tenemos claro lo que buscamos, acabaremos volviendo al monte tarde o temprano.
Preferí no
confesar la pereza horrible que me producía sólo el pensar en estar volviendo a
lo de antes, a buscar sitios seguros y comida, con miedo de los muertos, con
miedo de los vivos y, aunque por suerte no había tenido motivo para ello hasta
entonces, con miedo de tus propios compañeros.
—¡Mamá! —gritó de
repente Clara a nuestra espalda, consiguiendo que todos nos detuviéramos y nos
volviéramos alarmados hacia ellas.
Maite no había
soportado más y se había desplomado en el suelo boca abajo, golpeándose contra
las rocas del abrupto camino que seguíamos. Su hija, asustada, se arrodilló a
su lado y comenzó a darle tirones para que se pusiera en pie, pero ella no
parecía estar reactiva.
—¡Maite! —la llamó
Gonzalo lanzándose hacia ella.
—¡Joder! —exclamé yo
corriendo tras él, seguido de cerca por todos los demás.
No pude sino
culparme de aquello cuando yo también me agaché junto a ella y le di la vuelta,
ayudado por Gonzalo, para tenerla cara a cara. Debí darme cuenta antes de que,
por mucho que dijera, estaba enferma. Ella misma lo había confesado la noche
anterior, y un sueño helado seguido de una pesada marcha bajo la lluvia no
habían ayudado a que su salud mejorara.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
Ramón alarmado.
—No lo sé. —respondí
por el momento.
Clara se echó a
llorar, y tuvo que ir Diana a apartarla de allí para dejarme trabajar.
—Tranquila gorrioncillo,
verás como no es nada. —le dijo a la niña en un intento de tranquilizarla, pero
yo no estaba tan seguro de eso.
Lo primero que
hice fue asegurarme de que tenía pulso, luego intenté reanimarla con unos
golpecitos en la cara, a los que por suerte reaccionó y acabó abriendo los
ojos.
—¡Qué susto nos
has dado, joder! —exclamó Ramón.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
ella aturdida—. ¡Clara!
—¡Mamá! —replicó
la llorosa niña soltándose de Diana y lanzándose sobre ella.
—Te has desmayado —le
respondí, y luego le toqué la frente—. Estas ardiendo de fiebre. Llevas enferma
desde anoche, ¿verdad? ¿Por qué no has dicho nada?
—No quería ser un
lastre. —arguyó ella abrazándose a su asustada hija.
—Tenemos que
encontrar un refugio donde pueda examinarla bien —urgí a los demás—. No puede
seguir de esta manera, le va a dar una neumonía.
—Vale, me
adelantaré para buscar algo. —se ofreció Eduardo con culpabilidad en la mirada.
Seguramente en ese momento se estaba replanteando su postura acerca de
permanecer en esas cumbres heladas más tiempo.
—Ayudadme a cargar
con ella. —dijo Gonzalo agarrándola de un brazo y de los hombros para ponerla
en pie.
—Estoy bien, de
verdad —aseguraba Maite pese a las evidencias—. Sólo ha sido un desmayo tonto…
¡ay!
Al ponerse en pie,
fue notorio que el desmayo no había sido tonto. Con la caída, se golpeó en la
rodilla hasta el punto de que el pantalón se le había raspado y ésta le
sangraba.
—No existen
desmayos tontos, solo tontas que se desmayan —le dije yo en tono de reprimenda
ayudado a Gonzalo a ponerla en pie—. ¡Mira que no decir que estabas enferma!
—Ahora eso ya da
igual —intervino Ramón—. ¿Podéis con ella? Tenemos que seguir hasta que Eduardo
encuentre algo.
—Y espero que sea
pronto, caminar bajo la lluvia es insoportable. —protestó Diana.
Todavía tuvimos
que recorrer varios cientos de metros antes de encontrar un refugio, que tan
solo fue un grupo de árboles especialmente frondosos que cubrían la lluvia.
Ayudamos a Maite a que se recostara contra el tronco de uno de ellos y me
dispuse a examinarla mientras los demás se tomaban otro descanso, aunque
Eduardo aprovechó para explorar el camino que tendríamos que seguir en
adelante.
Clara, sin
embargo, decidió quedarse junto a su madre, y yo preferí dejarla aunque fuera a
ser un incordio por no alterarla más.
—No puedo creer
que te hayas quedado tan tranquila sin decir nada hasta haberte desmayado —le
reñí una vez más, pero como respuesta solo obtuve un ataque de tos… tos que no
pintaba nada bien—. No me gusta cómo suena eso.
—No es nada, debo
haber cogido frío —dijo ella volviéndose hacia su hija, que la miraba
preocupada—. No te preocupes, cariño, me pondré bien. —le aseguró acariciándole
la mejilla con la mano.
Sin embargo, tras
hacerle una observación completa no estuve tan seguro de eso. Todo apuntaba a
que sufría una bronquitis aguda, pero la fiebre alta no me gustaba nada, y sin
medicinas que darle y en ese entorno tan frío e inhóspito podía acabar con una
neumonía, como ya había augurado antes.
Terminado el
examen, dejé que ella misma se vistiera de nuevo, pero cuando apenas me hube
alejado unos pasos Gonzalo me abordó, seguido de Judit, Ramón y Diana.
—¿Cómo está? —se
interesaron.
—Creo que tiene
una bronquitis importante —les expliqué—. Mucho líquido, descanso y paracetamol
para la fiebre… pero en estas condiciones temo que acabe cogiendo una neumonía.
—¿Podrá moverse? —inquirió
Ramón—. Cuanto antes salgamos de estas montañas, antes se recuperará, eso
seguro.
—Yo no lo
recomiendo —objeté—. Está muy débil.
—Podemos acampar
aquí el resto del día —sugirió Diana—. Estamos resguardados de la lluvia, y
dentro de una tienda, con una manta, estará mejor.
—Vamos mal de
comida. —nos recordó Ramón.
—Habrá que confiar
en que Eduardo encuentre algo —dijo Gonzalo—. Si no, pasaremos hambre.
—De acuerdo
entonces —asentí—. Mientras armáis las tiendas, voy a intentar encontrar algo
de leña seca para encender un fuego. Habrá que hervir un poco de agua para que
beba. Judit, ¿puedes encargarte de Maite y de Clara mientras tanto?
—Eh… ¿eso no
podría hacerlo otro? —replicó ella espantada ante su nueva tarea.
—¿Por qué? ¿Qué
pasa? —le pregunté sin comprender sus reticencias.
—No llevo muy bien
el tema de los enfermos —confesó volviendo la vista con recelo hacia Maite, que
seguía recostada contra el árbol hablando con Clara—. No… no puedo tocarlos, y
estar demasiado cerca tampoco. Es superior a mí.
—¿Pero tú no nos
dijiste que estuviste investigando la infección al principio? —le recordó Diana
levantando una ceja con suspicacia—. Y luego estuviste hurgando en cadáveres
para extraer sus partes podridas más apestosas y cubrirte con ellas. ¿Tienes
miedo ahora de contagiarte un resfriado?
—Sé exactamente
cómo funciona la infección de los resucitados —se defendió ella—. Y también la
de un virus o una bacteria que contagie por el aire… por eso no puedo
acercarme.
—Da igual, yo me
quedaré. Tú busca leña seca entonces. —le dije para acabar con aquella
tontería. Lo último que necesitaba en ese instante era profundizar en las
excentricidades de Judit.
No nos quedó más
remedio que permanecer bajo aquel grupo de árboles el resto del día, algo a lo
que Eduardo tampoco se opuso cuando regresó. Más tarde, Diana, Ramón y él
salieron a cazar, y volvieron tres horas después con un conejo muerto en las
manos, que fue guisado para que cundiera más. Entre eso y los restos del corzo,
que fueron añadidos también al frugal guiso, aguantamos hasta el día siguiente.
Por la noche, el
estado de Maite no había mejorado demasiado, pero gracias a la lluvia tenía
toda el agua limpia que pudiera necesitar, y permanecía abrigada dentro de su
tienda. Además, la fiebre le había bajado, y como a esa altura ya no hacía
tanto frío, pudo entrar en calor y dormirse en cuanto el sol se puso.
—No te preocupes,
Clara, se va a poner bien. —le aseguré a la niña una vez más antes de que ella
misma se fuera a dormir también a la tienda de su madre.
Aunque no tan
asustada ya como al principio, había pasado todo el día muy inquieta por la
repentina debilidad de Maite, y sin duda descansar le haría bien.
—¡Maldita lluvia! —protestó
Diana cuando los demás hicimos nuevamente un corro alrededor de la hoguera para
calentarnos—. Debería llover todos los días lo suficiente para llenar las
cantimploras, así nos ahorraríamos buscar arroyos y tener que hervirla, que
luego sabe fatal. Pero esto es un desperdicio.
—No será algo que
nos preocupe mucho más tiempo —apuntó Gonzalo—. No hemos avanzado demasiado,
pero estamos más cerca de Miraflores de la sierra, ¿no?
—De hecho, no os
lo he dicho antes porque con todo lo de salir a cazar había otras cosas de qué
preocuparse, pero me parece que he encontrado un camino forestal que, aunque no
está en muy buen estado, nos acerca hacia allí. —anunció Eduardo.
—Eso está bien —asintió
Ramón satisfecho—. ¿Podrá ponerse en camino mañana, Luis?
—Depende de lo
largo que sea éste —respondí yo—. No se va a curar en un día, pero el esfuerzo
podría valer la pena si encontramos un refugio con cuatro paredes donde pueda
descansar en condiciones.
—¡Eh! ¿Quién ha
hablado de quedarnos allí? —exclamó Gonzalo—. Creía que la idea era saquear
cualquier cosa comestible que encontráramos y comenzar a buscar un refugio
seguro, no quedarnos pegados a una zona infestada de muertos ni se sabe el
tiempo.
—Los planes han
cambiado —le dije—. Maite necesita recuperarse, y puede que vosotros, que erais
militares, seáis muy duros, pero a mi espalda le haría mucho bien al menos un
par de noches sobre un colchón blando.
—No hay problema —nos
aseguró Ramón con optimismo—. Nos meteremos en la primera casa que encontremos
y que descanse quien lo necesite. Yo personalmente lo haré cuando tengamos una
montaña de comida de pijos robada directamente de sus casas.
Y con esa idea en
mente, al amanecer del día siguiente, que por suerte fue soleado y no amenazaba
más lluvia, nos pusimos en marcha adaptando nuestro ritmo a las necesidades de
Maite, quien no estaba disfrutando las hermosas vistas del paseo precisamente.
Volvía a tener fiebre, aunque no tan alta como la primera vez, y tosía mucho,
pero el esputo era blanco, así que no había por qué preocuparse de momento. Un
último esfuerzo y podría descansar lo que quisiera.
El camino forestal
nos facilitó considerablemente la marcha. La ruta era más recta, mucho menos
abrupta y conseguía infundirnos la sensación de que avanzábamos hacia algún
lugar, y no solo triscábamos por el monte como si fuéramos liebres.
Fue poco antes del
mediodía cuando nos topamos con el primer vestigio de civilización.
—¡Mío! —dijo Ramón
desenvainando su puñal militar y aproximándose al muerto viviente despistado
que nos salió al paso.
Era un tipo
bajito, muy flaco y con un pelo negro y sucio que le caía por encima de las
orejas. Gruñó con una boca en la que faltaban varios dientes cuando Ramón llegó
a su lado, pero antes de que pudiera reaccionar, éste le agarró del cuello y le
apuñaló en la frente, rompiendo su cráneo como si fuera la cáscara de un huevo.
—Ya los echaba de
menos. —ironizó Gonzalo dedicándole una vaga mirada al cadáver cuando pasamos a
su lado.
—Pues es sólo el
primero —le advertí yo, que casi había olvidado lo estresante que era vivir
entre ellos teniendo que estar vigilando tu espalda constantemente. Si algo
había llegado a apreciar del parque natural que acabábamos de abandonar era que
uno podía vivir sin la constante amenaza de la aparición repentina de uno de
ellos—. Lástima. Tenía la esperanza de que en este tiempo se hubieran terminado
de pudrir.
—Creo que ya
hablamos de eso —intervino Judit—. Aunque el grado de descomposición de los
cuerpos reanimados es variable, estimé en unos cinco años lo que tardarían en
consumirse del todo… si el proceso continúa como hasta ahora.
—¿Qué quiere decir
eso? —inquirió Diana muy interesada.
—Bueno, las causas
por las que la descomposición se ralentiza tanto son desconocidas —se explicó
ella—. Por tanto, no se puede descartar que la propia enfermedad tenga algunos
efectos que todavía no se hayan manifestado en los infectados y que varíe ese
ritmo.
—Silencio a partir
de ahora —pidió Eduardo—. Si hay reanimados sueltos, es mejor que no llamemos
su atención.
Era imposible
objetar nada a eso, de modo que guardamos silencio y continuamos adelante en
ese estado de alerta que no echaba para nada de menos.
El camino de tierra
y barro desembocó en una carretera de asfalto como Dios manda un poco más
tarde. Todavía en una posición elevada, frente a nosotros pudimos contemplar un
extenso paisaje de árboles y tejados de casas dispersos entre ellos que
indicaba que habíamos llegado a nuestro objetivo. El único sonido que se
escuchaba era el de las copas de los árboles mecidas por el viento, un sonido
al que ya estaba acostumbrado.
—¿Cómo vas? —le
pregunté a Maite cuando llegó a mi altura.
—Bien. —contestó
ella con un tono de voz algo cansado.
—Ya hemos llegado —le
dije señalando al frente con la intención de animarla para que realizara un
último esfuerzo—. Pronto tendrás un techo y una cama donde descansar.
—Sí, y seguramente
también muchas otras cosas que no quiero tener, ¿verdad? —replicó lanzándome
una mirada resignada—. Vamos, Luis, ambos sabemos ya cómo son las cosas aquí.
Quería pensar que
no tenía razón. Sólo teníamos que colarnos en la primera casa cuya puerta nos
topáramos y encerrarnos allí, no había muchos resucitados por los alrededores y
estábamos siendo discretos… nada tenía por qué salir mal.
“Óscar, Félix,
Agus, Erica, Toni, Sebas, Aitor, Raquel, Sergei, Katya, Andrei… seguramente
todos ellos pensaron también que nada tenía por qué salir mal” me dije
sintiendo un nudo en la garganta. La vida en la montaña era un infierno, pero
acercarse a donde los muertos vivían lo era también. ¿Cómo podía tener alguien
esperanza si cada lugar era peor que el anterior?
—Este sitio me
gusta. —afirmó Ramón cuando, ya caminando por una calle, nos encontramos con un
gigantesco chalet medio escondido entre unos árboles tras un muro de piedra. En
el suelo había un cadáver antiguo prácticamente consumido, pero nadie le prestó
mucha atención porque aquello era una estampa habitual. Los únicos muertos que
nos preocupaban eran los que todavía caminaban.
—Tiene buena pinta
—corroboró Gonzalo—. Echemos un vistazo dentro.
Los únicos puntos
de entrada por el lado que podíamos ver eran una puerta doble para sacar el coche,
con dos columnas de piedra a cada lado y sendas puertas más estrechas junto a
cada columna. El muro tenía la altura de una persona más o menos, y debido a
eso Ramón tuvo impulsarse con los brazos para asomarse a la parte superior del
mismo.
—¡Hostia puta! —exclamó
atónito cuando lo consiguió.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Diana preocupada, sujetando su fusil lista para entrar en combate.
—¿Qué hay? —quiso
saber también Maite—. ¿Qué pasa?
—¡Gente! —respondió
él sin poder creérselo saltando de nuevo a tierra firme—. Un grupo de por lo
menos veinte personas al otro lado, acampados en el jardín del chalet.
—¿Veinte? —repliqué
yo sin dar crédito a lo que escuchaba. Veinte personas era mucha gente…
demasiada incluso.
Wow, me gusta! gracias Alejandro por compartirlo en tu blog! saludos
ResponderEliminarA ti por leerlo y opinar ;)
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