El capítulo es interesante porque presenta el prototipo de lo que iba a ser la comunidad de Dávila, que finalmente fue presentada con muchas modificaciones en Orígenes III de manos de Irene principalmente. Aunque el capítulo no es canónico, por así decirlo, no deja de ser una curiosidad que he quiero compartir ahora que definitivamente ha quedado descartado como parte de la obra.
Por desgracia, el capítulo no está revisado a fondo, de modo que no os alarmeis demasiado si la lectura no es tan clara como debería... bueno, sin más preámbulos, vamos a ello:
LARA
Todavía me dolía
la cabeza por el golpe que me diera Esther cuando nos engañó y traicionó. El
ruido de las hélices del helicóptero hacía poco por aliviarlo… de hecho, estaba
sangrando otra vez.
“Espero que esos
cabrones muertos te comieran, zorra” deseé resentida. Nos conocimos cuando la
zona segura cayó, y durante aquellos meses la había llegado a considerar una
amiga, una confidente e incluso un rayo de esperanza para mí en el sembrado de
nabos que era el cuartel. Estaba segura de que en poco tiempo habría acabado
sucumbiendo, aunque solo fuera por curiosidad, y me la habría llevado a la
cama. Había fantaseado con eso desde que se convirtió en la última mujer sobre
la faz de la Tierra, seguramente igual que el resto de nosotros, pero ya no
sentía eso, solo la odiaba por habernos vendido.
Si no hubiera sido
por ella, la maciza ciega y el niño repelente habrían muerto como les
correspondía, sus indeseables amigos estarían encerrados y no habríamos tenido
que huir de allí, dejando atrás el único hogar que habíamos conocido desde que
los reanimados aparecieran y a tantos de los nuestros. De hecho, los únicos que
llegamos al helicóptero fuimos Jesús, que era quien lo pilotaba; Domingo, que
hacía de copiloto; Eduardo, que aún luchaba por contener la hemorragia después
de que el niño le disparara en un brazo; el doctor y yo.
No sabíamos qué
había sido de la mayor parte de los demás. Sabíamos que Elías montaba guardia
en la puerta, así que probablemente hubiera muerto, si no bajo los dientes de
los muertos, a manos de aquellos estúpidos civiles, que habían conseguido
destruir en un momento casi medio año de trabajo intentando convertir el
cuartel en un bastión contra los reanimados. No iba a echar de menos a Elías,
igual que tampoco iba a echar de menos a Esther, pero sí a Quique, a Jaime o al
teniente Robles, que no habían alcanzado he helicóptero a tiempo.
—¡Vamos a tener
que buscar un lugar donde aterrizar! —Nos informó Jesús a grito pelado desde la
cabina de los pilotos, intentando hacerse oír por encima del estruendo que el
propio aparato producía—. No podemos aguantar mucho más en el aire en este
estado.
Al intentar
escapar del cuartel, aquel grupo de mequetrefes había tenido incluso la osadía
de abrir fuego contra nosotros, y uno de esos disparos que acertó en el
helicóptero fue demasiado certero. Un humo negro surgía del agujero que hizo la
bala al impactar, y aunque no sabía mucho de helicópteros, sin duda eso no era
una buena señal.
—¡Buscad un claro
y bajad, soldados! —Les ordenó el doctor también a gritos. Llevaba consigo un
pequeño portafolios negro, donde decía guardar todos los datos obtenidos en las
investigaciones que había llevado a cabo en los últimos meses. Suponía que
debía ser algo de valor, pero viéndole con él apretado al pecho, como si guardara
en él un tesoro, me pareció de lo más estúpido.
Lo cierto era que
no tenía ni idea de hacia dónde nos dirigíamos, sabía que habíamos cogido
dirección norte, pero ignoraba si pretendían que nos dirigiéramos a algún lugar
concreto o simplemente comenzaron a huir en una dirección cualquiera. Fuera
como fuera ya daba igual, el helicóptero no iba a aguantar más y teníamos que
tomar tierra si no queríamos acabar estrellándonos en cualquier parte… y
estando el mundo lleno de reanimados, “cualquier parte” casi siempre
significaba un lugar peligroso.
“Si el teniente
hubiera conseguido llegar al arsenal” lamenté con rabia, allí teníamos armas
para limpiar un pueblo pequeño de muertos vivientes, pero al no conseguirlo
solo contábamos con nuestros fusiles de asalto reglamentarios, y sin duda a
esas alturas el cuartel estaría completamente invadido. Confiaba en que los
muertos hubieran acabado con la traidora de Esther y sus amigos del exterior.
Tras tanto tiempo
que me aburrí de contarlo sobrevolando tierra amarillenta de todos los tonos
posibles, comenzamos a descender al entrar en una zona de terreno que, en su
tiempo, debió ser tierra de cultivo cuando anochecía. No tenía ni idea de dónde
estábamos, pero un pequeño pueblecito unos cientos de metros más adelante parecía
ser la pista de aterrizaje elegida por los pilotos. Sin duda allí habría
reanimados, pero al ser un lugar aparentemente pequeño no deberían ser
demasiados y debíamos poder controlarlos con facilidad.
Cuando el
helicóptero tocó suelo bajamos rápidamente a tierra, armados con los fusiles y
dispuestos a acabar con cualquier reanimado que osara acercársenos. Sin
embargo, por el momento no parecían tener mucho interés en ello, el único
rastro de muertos que había por allí eran dos cuerpos en los huesos tirados en
mitad del cruce de dos carreteras donde habíamos aterrizado. A un lado,
teníamos unas pequeñas casas rodeadas de huertos abandonados, al otro, varios
almacenes, y justo enfrente un taller mecánico; más adelante comenzaban las
casas del pueblo propiamente dicho.
—¿Dónde coño
estamos? —Pregunté bajando el arma, tras comprobar que no había ningún peligro.
Tuve que gritar para que alguien pudiera escucharme porque las hélices del
helicóptero seguían girando—. ¿Por qué no apagáis esa mierda? No creo que
vayamos a volver a subir en él.
—Estamos al norte
de Burgos. —Exclamó Eduardo, que había logrado contener por fin el sangrado del
disparo liándose una venda alrededor del brazo—. He visto que pasábamos por
encima de la ciudad, había miles de esos muertos ahí abajo.
—Espero entonces
que estemos lo bastante lejos. —Repliqué.
Después de que el
helicóptero se detuviera del todo, el doctor, Jesús y Domingo bajaron también.
Ningún muerto se nos había acercado, y eso era algo raro, porque el ruido que
habíamos hecho al llegar con aquel aparato infernal debió escucharse por todo
el pueblo.
—Tanto mejor.
—Opinó el doctor cuando compartí mis temores con él—. Ha pasado mucho tiempo
como para suponer que lugares tan pequeños y abiertos como este pueblo siguen
estando llenos de reanimados. Cualquier distracción podría haberlos alejado de
aquí.
—Un pueblo
fantasma es mejor que un pueblo de muertos. —Opinó Jesús encogiéndose de
hombros.
—¿Y qué vamos a
hacer ahora? —Inquirió Eduardo—. Nos han jodido a base de bien en Madrid. ¿Qué
opciones tenemos? ¿Hay alguna base militar por aquí cerca que no haya sido
invadida?
—Lo dudo.
—Respondió Domingo—. Y aunque la hubiera, somos demasiado pocos para defenderla
de manera efectiva. No vale la pena ni el riesgo que supondría viajar hasta
ella.
—Paciencia. —Dijo
el doctor Buenamor al ver los ánimos tan bajos. Él siempre sabía lo que
debíamos hacer cuando parecía que no podíamos hacer nada; nos dio un objetivo y
una función en el cuartel de Madrid, y estaba segura de que lo haría allí también—.
A veces las respuestas se presentan solas si les das tiempo a que lleguen.
—No podemos tener
paciencia. —Objetó Eduardo—. tenemos que encontrar un refugio para pasar la
noche, y conseguir comida y agua.
—En eso tiene
razón. —Reconocí. No me sentía a gusto ahí fuera, a la intemperie; llevaba
muchos meses muy cómoda encerrada en el cuartel, sin tener que preocuparme por
nada, como para que verme de repente buscando comida y un escondite para seguir
viva me pareciera una idea atrayente.
—Lo buscaremos.
—Nos aseguró el doctor, que no se soltaba de su adorado portafolios.
Sin embargo, antes
de que pudiera explicarnos cómo, una figura surgió de entre las casas del
pueblo y se aproximó caminando hacia nosotros.
—¡Se acerca
alguien! —Exclamé, llamando la atención de los demás al tiempo que apuntaba al
recién llegado con el fusil. Al principio pensé que era un muerto viviente que
por fin se había decidido a acercarse, pero cuando levantó las manos en gesto
de rendición descubrí que me equivocaba.
—¿Qué cojones…?
—Masculló Domingo apuntándole también con el arma—. Es un tío vivo.
—No le asustéis.
—Recomendó el doctor, haciéndonos un gesto para que bajáramos los fusiles—. No
va armado, puede que pertenezca a alguna comunidad de supervivientes cercana.
Por su forma de
decirlo, parecía como si estuviera contento de que fuera así porque esa
comunidad le proporcionaría sujetos con los que experimentar. Desde luego, si
todos iban tan armados como ese tipo, sería fácil someterlos, pero si no era
así no veía cómo pretendía conseguir que esa gente se dejara matar por sus
investigaciones.
El hombre que se
nos acercó iba bien vestido, con una camisa negra abrochada hasta el cuello,
unos pantalones también negros y unas botas militares; lucía una arreglada
perilla y un pelo moreno limpio y bien peinado, y cuando sonrió, lo hizo con un
montón de dientes blancos.
Un tipo así
parecía completamente fuera de lugar en un pueblo como ese, pero aún más
después de que el mundo se acabara, cuando ya solo quedaban en el mundo gente
mugrosa y mal alimentada que parecía más muerta que viva.
Sin embargo, aquel
hombre desconocido resultó no estar solo. Tras él surgieron otras tres personas
que únicamente compartían con él el buen estado de su ropa. El más grande de
todos era un hombre de unos cuarenta años, musculoso hasta lo obsceno y con
cara de mala leche; vestía un pantalón militar y una camisa de tirantes blanca
con marcas de sudor. Junto a él se encontraba otro hombre, mucho más delgado en
comparación, de cabello castaño y una barbita recortada; éste vestía con unos
pantalones anchos y marrones, una camiseta también marrón y, sobre ella, una
camisa de camuflaje. El grupo lo completaba una mujer cuyo rasgo más llamativo
era que llevaba un parche en el ojo izquierdo; debía rondar los treinta años y
se recogía la melena morena en una trenza que le colgaba a la espalda, además
vestía unos ajustados pantalones de cuero y un top rojo muy ceñido, con unos
guantes de conducir de cuero sin dedos en las manos… era notable que le faltaba
el dedo meñique de la mano derecha.
Aquellos tres sí
que iban armados, el más grande de todos cargaba con un fusil de asalto, así
como una pistola y un puñal en el cinturón; el de la barbita llevaba un rifle
de caza en las manos y los mismos complementos que su compañero; ella, sin
embargo, tenía una pistola en cada mano, y un machete de desbrozar de un tamaño
considerable le colgaba de la cintura.
—Tranquilos,
amigos, venimos en son de paz. Que no las armas no os hagan desconfiar, hoy en
día es vital moverse armado si no se quiere acabar devorado. —Declaró el que
vestía de negro, el único desarmado y que encabezaba la marcha. Tenía una voz
suave y amable que invitaba a confiar en él, aunque, por supuesto, no bajamos
la guardia—. La verdad es que nos ha sorprendido sobremanera vuestra repentina
aparición aérea. ¿Qué trae a un grupo de militares a estas tierras dejadas de
la mano de Dios?
—En realidad no
sabemos en qué tierras nos encontramos. —Confesó Eduardo—. Solo sabemos que
hemos dejado Burgos atrás.
—Así es. —Afirmó
él, asintiendo con la cabeza—. Os encontráis en Husillos, y debemos
congratularnos por este encuentro, ya que normalmente no bajamos tan al sur.
—Creo que aún no
nos ha dicho su nombre. —Inquirió el doctor.
—¡Diablos, tiene
razón, amigo! —Exclamó él, como si acabara de caer en la cuenta—. Por favor,
dejad que me presente, soy un hombre de riquezas y buen gusto…
—¿Qué? —Replicó
Jesús frunciendo el ceño.
Los tres
seguidores de aquel extraño hombre llegaron hasta su altura, y sus miradas eran
mucho más hoscas que las de nuestro interlocutor, que parecía hasta divertido.
—Disculpad, pero
no todos los días se ven dinosaurios caminando entre nosotros. —Dijo sonriendo
todavía más pronunciadamente… definitivamente ese tío estaba mal de la cabeza,
demasiado tiempo entre muertos vivientes.
—¡Eh, colega! —Le
increpó Domingo apuntándole con su arma—. Si lo próximo que sale de tu boca no
es algo con sentido vas a tener problemas con nosotros.
—Vaya, qué tipo
más maleducado. —Bufó él fingiéndose afectado—. ¿Acaso voy yo a tu casa a
amenazarte, dinosaurio?
—¿Tu casa? —Indagó
el doctor—. ¿Tenéis vuestro refugio por aquí cerca?
—Mi refugio está
donde quiero que esté, pero todo lo que te rodea me pertenece. —Aseveró
extendiendo los brazos, intentando abarcarlo todo—. ¿De dónde decís que venís,
dinosaurios?
—De Madrid.
—Contestó inmediatamente Eduardo.
—¿Por qué nos
llamas dinosaurios? —Quise saber yo, cansada de que utilizara aquella palabra
para referirse a nosotros.
—¿Por qué?
—Replicó él sorprendido, y acto seguido se volvió hacia la mujer—. Querida,
¿por qué no se lo explicas?
—Os llamamos
dinosaurios porque pertenecéis a una era pasada, y porque ya estáis
extinguidos. —Respondió con dureza, a aquella mujer no le caíamos bien, y cada
vez me gustaba menos aquello… pero éramos nosotros los que teníamos las armas
en las manos, no ellos.
—Madrid queda
demasiado lejos, y sin duda disfrutará de una aglomeración de descerebrados
considerable. —Valoró el tipo de la perilla llevándose una mano a la misma y
rascándosela pensativo—. Nos tendremos que conformar con vuestras armas…
lástima que el helicóptero tenga tantos agujeros, nos habría venido muy bien.
—Si crees que te
vamos a dar las armas, capullo, sé que estás fumado. —Le espetó Domingo
apuntándole con su fusil.
—Usa bien tu
aprendida educación o haré que se te pudra el alma… —Recitó él levantando un
dedo en el aire y haciendo un gesto con él. Inmediatamente Domino cayó al suelo
abatido por un disparo surgido de alguna parte. Una bala le había entrado por
la cabeza, acabando con su vida instantáneamente.
—¡Hijo de puta!
—Bramé encañonándole con mi arma junto con los demás, excepto el doctor, que se
quedó pálido de repente.
—¡Wow!
¡Tranquilos, fieras! —Exclamó aquel tipo interponiendo las manos entre las
armas y ellos—. Hay francotiradores apuntándoos a todos, y puede que logréis
matarme a mí, pero luego moriríais todos igual que vuestro amigo.
—¿Quién coño eres
tú? ¿Qué quieres? —Le preguntó Eduardo. El doctor parecía haberse quedado
completamente mudo.
—Mi nombre no te
dirá nada, sin duda lo que te desconcierta es la naturaleza de mi juego.
—contestó él sonriendo. Me entraron ganas de borrarle la sonrisa de la cara de
un balazo, pero lo de los francotiradores no me parecía un farol, dudaba que
esos cuatro tíos hubieran limpiado de muertos todo un pueblo, debía tener a más
gente allí, y si acababa con él nos freirían—. Sin embargo, ya es hora de poner
las cartas sobre la mesa, ¿verdad? Entregad las armas por las buenas y no haré
que os maten.
Dudamos durante
unos segundos, pero al final no teníamos más opciones que ceder. Habían matado
a Domingo y podían hacer lo mismo con los demás. Odié entregarle mi arma al
tipo de la barbita, que fue quien vino a recogerlo; el muy asqueroso se
permitió el lujo de lanzarme un beso y guiñarme un ojo.
—Somos militares.
—Le dije cuando estuvimos desarmados y vulnerables—. Sabemos usar esas armas
mejor que nadie, podemos unirnos a vosotros, os seríamos muy útiles.
—¿Unirnos a
nosotros? —Resopló aquel extraño tipo, como si fuera una idea completamente
descabellada—. No, no, no… ni hablar, he visto Parque Jurásico y sé lo que pasa
cuando la gente se mezcla con dinosaurios. ¿Y quién eres tú? ¿Qué guardas ahí
con tanto celo? —Añadió acercándose al doctor.
—Soy el doctor
Ángel Buenamor. —Se presentó—. Virólogo, trabajaba para el CNI y llevo
investigando la causa de los muertos vivientes desde el comienzo de la
infección.
—¡Vaya! Un
dinosaurio listo. —Exclamó él—. Y supongo que en ese portafolios llevas la
explicación de todo esto y una vacuna, ¿verdad?
—Pues no, es una
investigación bastante compleja y desde que la zona segura cayó carecí de
medios para investigar en condiciones. —Confesó el doctor.
—¿No? Lástima.
—Suspiró—. Nos habría venido muy bien, ¿verdad?
—Jefe, se acercan
podridos. —Dijo el grandullón, señalando un grupo de unos cinco reanimados que
aparecieron doblando una esquina, de entre las casas—. ¿Voy a matarlos?
—No, enséñales la
coreografía de Thriller y monta una función para navidad. —Replicó él poniendo
los ojos en blanco—. ¡Pues claro que vas a matarlos! ¡No querrás que vengan
aquí a mordisquearnos los cojones!
El hombretón se
separó del grupo y trotó al encuentro de los muertos, pero su jefe y los otros
dos permanecieron con nosotros.
—Como iba
diciendo, ninguno de vosotros me vale para nada… habéis vivido más de lo que os
tocaba, debisteis extinguiros cuando vuestra era murió. Ahora nos encontramos
en una nueva era, una donde los fuertes cogen lo que los muertos han dejado y
reconstruyen la civilización a su antojo. Los fósiles del pasado no tenéis
lugar en este mundo, de modo que adiós.
Con un gesto de la
mano, Jesús, el doctor y Eduardo cayeron abatidos. Solo gracias a mis reflejos
logré que el impacto de bala no acertara en mi cabeza, pero aun así recibí un
doloroso balazo en el brazo izquierdo que me hizo caer al suelo.
Sobreponiéndome al dolor lo más rápido que pude, me incorporé con el brazo
ensangrentando y me tambaleé en un desesperado intento por huir de la muerte.
No podía creer lo
que había pasado… no sabía qué quería esa gente ni por qué nos mataban, y
durante un segundo pensé que así debían sentirse los civiles a los que
atrajimos solo para matarlos. Solo sabía que mis compañeros estaban muertos, y
que si no hacía algo yo acabaría igual.
—Cogedla. —Ordenó
el psicópata que los encabezaba, como una indiferencia completa en su tono de
voz.
Apenas había
llegado a la altura del helicóptero cuando se escuchó un disparo, y un
lacerante dolor invadió mi pierna, haciéndome caer de boca al suelo. Desde allí
pude ver los ensangrentados cadáveres de mis compañeros tendidos en el suelo,
muertos y manchando de rojo el destartalado asfalto de la carretera.
—Vamos, bonita.
—Dijo una voz femenina a mi lado, al tiempo que alguien me agarraba del pelo y
tiraba dolorosamente de él para ponerme en pie. La mujer del parche en el ojo
me miró con su único ojo sano y, con la mano que no me tiraba del pelo, me
agarró del mentón para obligarme a mirar hacia el pueblo—. Contempla el nuevo
mundo.
Ni los cuatro
tipos aquellos, ni los francotiradores escondidos, eran los únicos que había en
aquel pueblo. Por sus calles surgieron una decena de hombres armados, y dos más
de ellos aparecieron en el balcón del ayuntamiento. En cuestión de segundos
colgaron de él una bandera color rojo sangre, con un círculo azul en el centro
y una sonriente calavera blanca dentro.
No conocía la
procedencia de aquella bandera, y tampoco tuve fuerzas para hacer memoria, el
dolor de la pierna y, sobre todo, del brazo eran atroces.
Al extenderse la
bandera, los doce hombres agitaron las manos en el cielo y comenzaron a
vitorearla. La mujer del parche me arrastró hasta el tipo que les comandaba,
que contemplaba la escena con satisfacción. Llevaba bajo el brazo el
portafolios del doctor Buenamor.
—¿A qué esperas?
Envíala con sus compañeros. —sentenció sin ni siquiera agachar la vista para
mirarme a la cara.
—¡Espera! ¡Por
favor! —Supliqué aterrada cuando la mujer me soltó y sentí una de sus pistolas
contra la nuca, pero no hubo compasión por su parte y lo último que llegué a
escuchar fue el “click” del gatillo de su arma.
Mola! Deja muy buen sabor de boca. Gracias por estos pequeños regalos que hacen más corta la espera de la traca final.
ResponderEliminarSaludos.