miércoles, 16 de septiembre de 2015

Capítulo descartado

No todo lo que se escribe pasa a formar parte de la obra final, que es la que veis vosotros, los lectores. Hay ideas que son descartadas, capítulos que se reescriben y acontecimientos que son modificados hasta quedar irreconocibles, ¿y por qué iba a guardármelos para mí cuando puedo compartirlos con todos? El medio-capítulo que os traigo en su origen iba a ser el epílogo de "Tierra de muertos", y se cuenta el destino final que corrieron el doctor Buenamor y los soldados supervivientes tras el paso del grupo de Carlos, Sergio, Cris y compañía por Madrid bajo el punto de vista de Lara, que si recodáis Tierra de muertos, era una de las soldados del cuartel general del ejército del aire.
El capítulo es interesante porque presenta el prototipo de lo que iba a ser la comunidad de Dávila, que finalmente fue presentada con muchas modificaciones en Orígenes III de manos de Irene principalmente. Aunque el capítulo no es canónico, por así decirlo, no deja de ser una curiosidad que he quiero compartir ahora que definitivamente ha quedado descartado como parte de la obra.
Por desgracia, el capítulo no está revisado a fondo, de modo que no os alarmeis demasiado si la lectura no es tan clara como debería... bueno, sin más preámbulos, vamos a ello:






LARA



Todavía me dolía la cabeza por el golpe que me diera Esther cuando nos engañó y traicionó. El ruido de las hélices del helicóptero hacía poco por aliviarlo… de hecho, estaba sangrando otra vez.
“Espero que esos cabrones muertos te comieran, zorra” deseé resentida. Nos conocimos cuando la zona segura cayó, y durante aquellos meses la había llegado a considerar una amiga, una confidente e incluso un rayo de esperanza para mí en el sembrado de nabos que era el cuartel. Estaba segura de que en poco tiempo habría acabado sucumbiendo, aunque solo fuera por curiosidad, y me la habría llevado a la cama. Había fantaseado con eso desde que se convirtió en la última mujer sobre la faz de la Tierra, seguramente igual que el resto de nosotros, pero ya no sentía eso, solo la odiaba por habernos vendido.
Si no hubiera sido por ella, la maciza ciega y el niño repelente habrían muerto como les correspondía, sus indeseables amigos estarían encerrados y no habríamos tenido que huir de allí, dejando atrás el único hogar que habíamos conocido desde que los reanimados aparecieran y a tantos de los nuestros. De hecho, los únicos que llegamos al helicóptero fuimos Jesús, que era quien lo pilotaba; Domingo, que hacía de copiloto; Eduardo, que aún luchaba por contener la hemorragia después de que el niño le disparara en un brazo; el doctor y yo.
No sabíamos qué había sido de la mayor parte de los demás. Sabíamos que Elías montaba guardia en la puerta, así que probablemente hubiera muerto, si no bajo los dientes de los muertos, a manos de aquellos estúpidos civiles, que habían conseguido destruir en un momento casi medio año de trabajo intentando convertir el cuartel en un bastión contra los reanimados. No iba a echar de menos a Elías, igual que tampoco iba a echar de menos a Esther, pero sí a Quique, a Jaime o al teniente Robles, que no habían alcanzado he helicóptero a tiempo.
—¡Vamos a tener que buscar un lugar donde aterrizar! —Nos informó Jesús a grito pelado desde la cabina de los pilotos, intentando hacerse oír por encima del estruendo que el propio aparato producía—. No podemos aguantar mucho más en el aire en este estado.
Al intentar escapar del cuartel, aquel grupo de mequetrefes había tenido incluso la osadía de abrir fuego contra nosotros, y uno de esos disparos que acertó en el helicóptero fue demasiado certero. Un humo negro surgía del agujero que hizo la bala al impactar, y aunque no sabía mucho de helicópteros, sin duda eso no era una buena señal.
—¡Buscad un claro y bajad, soldados! —Les ordenó el doctor también a gritos. Llevaba consigo un pequeño portafolios negro, donde decía guardar todos los datos obtenidos en las investigaciones que había llevado a cabo en los últimos meses. Suponía que debía ser algo de valor, pero viéndole con él apretado al pecho, como si guardara en él un tesoro, me pareció de lo más estúpido.
Lo cierto era que no tenía ni idea de hacia dónde nos dirigíamos, sabía que habíamos cogido dirección norte, pero ignoraba si pretendían que nos dirigiéramos a algún lugar concreto o simplemente comenzaron a huir en una dirección cualquiera. Fuera como fuera ya daba igual, el helicóptero no iba a aguantar más y teníamos que tomar tierra si no queríamos acabar estrellándonos en cualquier parte… y estando el mundo lleno de reanimados, “cualquier parte” casi siempre significaba un lugar peligroso.
“Si el teniente hubiera conseguido llegar al arsenal” lamenté con rabia, allí teníamos armas para limpiar un pueblo pequeño de muertos vivientes, pero al no conseguirlo solo contábamos con nuestros fusiles de asalto reglamentarios, y sin duda a esas alturas el cuartel estaría completamente invadido. Confiaba en que los muertos hubieran acabado con la traidora de Esther y sus amigos del exterior.
Tras tanto tiempo que me aburrí de contarlo sobrevolando tierra amarillenta de todos los tonos posibles, comenzamos a descender al entrar en una zona de terreno que, en su tiempo, debió ser tierra de cultivo cuando anochecía. No tenía ni idea de dónde estábamos, pero un pequeño pueblecito unos cientos de metros más adelante parecía ser la pista de aterrizaje elegida por los pilotos. Sin duda allí habría reanimados, pero al ser un lugar aparentemente pequeño no deberían ser demasiados y debíamos poder controlarlos con facilidad.
Cuando el helicóptero tocó suelo bajamos rápidamente a tierra, armados con los fusiles y dispuestos a acabar con cualquier reanimado que osara acercársenos. Sin embargo, por el momento no parecían tener mucho interés en ello, el único rastro de muertos que había por allí eran dos cuerpos en los huesos tirados en mitad del cruce de dos carreteras donde habíamos aterrizado. A un lado, teníamos unas pequeñas casas rodeadas de huertos abandonados, al otro, varios almacenes, y justo enfrente un taller mecánico; más adelante comenzaban las casas del pueblo propiamente dicho.
—¿Dónde coño estamos? —Pregunté bajando el arma, tras comprobar que no había ningún peligro. Tuve que gritar para que alguien pudiera escucharme porque las hélices del helicóptero seguían girando—. ¿Por qué no apagáis esa mierda? No creo que vayamos a volver a subir en él.
—Estamos al norte de Burgos. —Exclamó Eduardo, que había logrado contener por fin el sangrado del disparo liándose una venda alrededor del brazo—. He visto que pasábamos por encima de la ciudad, había miles de esos muertos ahí abajo.
—Espero entonces que estemos lo bastante lejos. —Repliqué.
Después de que el helicóptero se detuviera del todo, el doctor, Jesús y Domingo bajaron también. Ningún muerto se nos había acercado, y eso era algo raro, porque el ruido que habíamos hecho al llegar con aquel aparato infernal debió escucharse por todo el pueblo.
—Tanto mejor. —Opinó el doctor cuando compartí mis temores con él—. Ha pasado mucho tiempo como para suponer que lugares tan pequeños y abiertos como este pueblo siguen estando llenos de reanimados. Cualquier distracción podría haberlos alejado de aquí.
—Un pueblo fantasma es mejor que un pueblo de muertos. —Opinó Jesús encogiéndose de hombros.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —Inquirió Eduardo—. Nos han jodido a base de bien en Madrid. ¿Qué opciones tenemos? ¿Hay alguna base militar por aquí cerca que no haya sido invadida?
—Lo dudo. —Respondió Domingo—. Y aunque la hubiera, somos demasiado pocos para defenderla de manera efectiva. No vale la pena ni el riesgo que supondría viajar hasta ella.
—Paciencia. —Dijo el doctor Buenamor al ver los ánimos tan bajos. Él siempre sabía lo que debíamos hacer cuando parecía que no podíamos hacer nada; nos dio un objetivo y una función en el cuartel de Madrid, y estaba segura de que lo haría allí también—. A veces las respuestas se presentan solas si les das tiempo a que lleguen.
—No podemos tener paciencia. —Objetó Eduardo—. tenemos que encontrar un refugio para pasar la noche, y conseguir comida y agua.
—En eso tiene razón. —Reconocí. No me sentía a gusto ahí fuera, a la intemperie; llevaba muchos meses muy cómoda encerrada en el cuartel, sin tener que preocuparme por nada, como para que verme de repente buscando comida y un escondite para seguir viva me pareciera una idea atrayente.
—Lo buscaremos. —Nos aseguró el doctor, que no se soltaba de su adorado portafolios.
Sin embargo, antes de que pudiera explicarnos cómo, una figura surgió de entre las casas del pueblo y se aproximó caminando hacia nosotros.
—¡Se acerca alguien! —Exclamé, llamando la atención de los demás al tiempo que apuntaba al recién llegado con el fusil. Al principio pensé que era un muerto viviente que por fin se había decidido a acercarse, pero cuando levantó las manos en gesto de rendición descubrí que me equivocaba.
—¿Qué cojones…? —Masculló Domingo apuntándole también con el arma—. Es un tío vivo.
—No le asustéis. —Recomendó el doctor, haciéndonos un gesto para que bajáramos los fusiles—. No va armado, puede que pertenezca a alguna comunidad de supervivientes cercana.
Por su forma de decirlo, parecía como si estuviera contento de que fuera así porque esa comunidad le proporcionaría sujetos con los que experimentar. Desde luego, si todos iban tan armados como ese tipo, sería fácil someterlos, pero si no era así no veía cómo pretendía conseguir que esa gente se dejara matar por sus investigaciones.
El hombre que se nos acercó iba bien vestido, con una camisa negra abrochada hasta el cuello, unos pantalones también negros y unas botas militares; lucía una arreglada perilla y un pelo moreno limpio y bien peinado, y cuando sonrió, lo hizo con un montón de dientes blancos.
Un tipo así parecía completamente fuera de lugar en un pueblo como ese, pero aún más después de que el mundo se acabara, cuando ya solo quedaban en el mundo gente mugrosa y mal alimentada que parecía más muerta que viva.
Sin embargo, aquel hombre desconocido resultó no estar solo. Tras él surgieron otras tres personas que únicamente compartían con él el buen estado de su ropa. El más grande de todos era un hombre de unos cuarenta años, musculoso hasta lo obsceno y con cara de mala leche; vestía un pantalón militar y una camisa de tirantes blanca con marcas de sudor. Junto a él se encontraba otro hombre, mucho más delgado en comparación, de cabello castaño y una barbita recortada; éste vestía con unos pantalones anchos y marrones, una camiseta también marrón y, sobre ella, una camisa de camuflaje. El grupo lo completaba una mujer cuyo rasgo más llamativo era que llevaba un parche en el ojo izquierdo; debía rondar los treinta años y se recogía la melena morena en una trenza que le colgaba a la espalda, además vestía unos ajustados pantalones de cuero y un top rojo muy ceñido, con unos guantes de conducir de cuero sin dedos en las manos… era notable que le faltaba el dedo meñique de la mano derecha.
Aquellos tres sí que iban armados, el más grande de todos cargaba con un fusil de asalto, así como una pistola y un puñal en el cinturón; el de la barbita llevaba un rifle de caza en las manos y los mismos complementos que su compañero; ella, sin embargo, tenía una pistola en cada mano, y un machete de desbrozar de un tamaño considerable le colgaba de la cintura.
—Tranquilos, amigos, venimos en son de paz. Que no las armas no os hagan desconfiar, hoy en día es vital moverse armado si no se quiere acabar devorado. —Declaró el que vestía de negro, el único desarmado y que encabezaba la marcha. Tenía una voz suave y amable que invitaba a confiar en él, aunque, por supuesto, no bajamos la guardia—. La verdad es que nos ha sorprendido sobremanera vuestra repentina aparición aérea. ¿Qué trae a un grupo de militares a estas tierras dejadas de la mano de Dios?
—En realidad no sabemos en qué tierras nos encontramos. —Confesó Eduardo—. Solo sabemos que hemos dejado Burgos atrás.
—Así es. —Afirmó él, asintiendo con la cabeza—. Os encontráis en Husillos, y debemos congratularnos por este encuentro, ya que normalmente no bajamos tan al sur.
—Creo que aún no nos ha dicho su nombre. —Inquirió el doctor.
—¡Diablos, tiene razón, amigo! —Exclamó él, como si acabara de caer en la cuenta—. Por favor, dejad que me presente, soy un hombre de riquezas y buen gusto…
—¿Qué? —Replicó Jesús frunciendo el ceño.
Los tres seguidores de aquel extraño hombre llegaron hasta su altura, y sus miradas eran mucho más hoscas que las de nuestro interlocutor, que parecía hasta divertido.
—Disculpad, pero no todos los días se ven dinosaurios caminando entre nosotros. —Dijo sonriendo todavía más pronunciadamente… definitivamente ese tío estaba mal de la cabeza, demasiado tiempo entre muertos vivientes.
—¡Eh, colega! —Le increpó Domingo apuntándole con su arma—. Si lo próximo que sale de tu boca no es algo con sentido vas a tener problemas con nosotros.
—Vaya, qué tipo más maleducado. —Bufó él fingiéndose afectado—. ¿Acaso voy yo a tu casa a amenazarte, dinosaurio?
—¿Tu casa? —Indagó el doctor—. ¿Tenéis vuestro refugio por aquí cerca?
—Mi refugio está donde quiero que esté, pero todo lo que te rodea me pertenece. —Aseveró extendiendo los brazos, intentando abarcarlo todo—. ¿De dónde decís que venís, dinosaurios?
—De Madrid. —Contestó inmediatamente Eduardo.
—¿Por qué nos llamas dinosaurios? —Quise saber yo, cansada de que utilizara aquella palabra para referirse a nosotros.
—¿Por qué? —Replicó él sorprendido, y acto seguido se volvió hacia la mujer—. Querida, ¿por qué no se lo explicas?
—Os llamamos dinosaurios porque pertenecéis a una era pasada, y porque ya estáis extinguidos. —Respondió con dureza, a aquella mujer no le caíamos bien, y cada vez me gustaba menos aquello… pero éramos nosotros los que teníamos las armas en las manos, no ellos.
—Madrid queda demasiado lejos, y sin duda disfrutará de una aglomeración de descerebrados considerable. —Valoró el tipo de la perilla llevándose una mano a la misma y rascándosela pensativo—. Nos tendremos que conformar con vuestras armas… lástima que el helicóptero tenga tantos agujeros, nos habría venido muy bien.
—Si crees que te vamos a dar las armas, capullo, sé que estás fumado. —Le espetó Domingo apuntándole con su fusil.
—Usa bien tu aprendida educación o haré que se te pudra el alma… —Recitó él levantando un dedo en el aire y haciendo un gesto con él. Inmediatamente Domino cayó al suelo abatido por un disparo surgido de alguna parte. Una bala le había entrado por la cabeza, acabando con su vida instantáneamente.
—¡Hijo de puta! —Bramé encañonándole con mi arma junto con los demás, excepto el doctor, que se quedó pálido de repente.
—¡Wow! ¡Tranquilos, fieras! —Exclamó aquel tipo interponiendo las manos entre las armas y ellos—. Hay francotiradores apuntándoos a todos, y puede que logréis matarme a mí, pero luego moriríais todos igual que vuestro amigo.
—¿Quién coño eres tú? ¿Qué quieres? —Le preguntó Eduardo. El doctor parecía haberse quedado completamente mudo.
—Mi nombre no te dirá nada, sin duda lo que te desconcierta es la naturaleza de mi juego. —contestó él sonriendo. Me entraron ganas de borrarle la sonrisa de la cara de un balazo, pero lo de los francotiradores no me parecía un farol, dudaba que esos cuatro tíos hubieran limpiado de muertos todo un pueblo, debía tener a más gente allí, y si acababa con él nos freirían—. Sin embargo, ya es hora de poner las cartas sobre la mesa, ¿verdad? Entregad las armas por las buenas y no haré que os maten.
Dudamos durante unos segundos, pero al final no teníamos más opciones que ceder. Habían matado a Domingo y podían hacer lo mismo con los demás. Odié entregarle mi arma al tipo de la barbita, que fue quien vino a recogerlo; el muy asqueroso se permitió el lujo de lanzarme un beso y guiñarme un ojo.
—Somos militares. —Le dije cuando estuvimos desarmados y vulnerables—. Sabemos usar esas armas mejor que nadie, podemos unirnos a vosotros, os seríamos muy útiles.
—¿Unirnos a nosotros? —Resopló aquel extraño tipo, como si fuera una idea completamente descabellada—. No, no, no… ni hablar, he visto Parque Jurásico y sé lo que pasa cuando la gente se mezcla con dinosaurios. ¿Y quién eres tú? ¿Qué guardas ahí con tanto celo? —Añadió acercándose al doctor.
—Soy el doctor Ángel Buenamor. —Se presentó—. Virólogo, trabajaba para el CNI y llevo investigando la causa de los muertos vivientes desde el comienzo de la infección.
—¡Vaya! Un dinosaurio listo. —Exclamó él—. Y supongo que en ese portafolios llevas la explicación de todo esto y una vacuna, ¿verdad?
—Pues no, es una investigación bastante compleja y desde que la zona segura cayó carecí de medios para investigar en condiciones. —Confesó el doctor.
—¿No? Lástima. —Suspiró—. Nos habría venido muy bien, ¿verdad?
—Jefe, se acercan podridos. —Dijo el grandullón, señalando un grupo de unos cinco reanimados que aparecieron doblando una esquina, de entre las casas—. ¿Voy a matarlos?
—No, enséñales la coreografía de Thriller y monta una función para navidad. —Replicó él poniendo los ojos en blanco—. ¡Pues claro que vas a matarlos! ¡No querrás que vengan aquí a mordisquearnos los cojones!
El hombretón se separó del grupo y trotó al encuentro de los muertos, pero su jefe y los otros dos permanecieron con nosotros.
—Como iba diciendo, ninguno de vosotros me vale para nada… habéis vivido más de lo que os tocaba, debisteis extinguiros cuando vuestra era murió. Ahora nos encontramos en una nueva era, una donde los fuertes cogen lo que los muertos han dejado y reconstruyen la civilización a su antojo. Los fósiles del pasado no tenéis lugar en este mundo, de modo que adiós.
Con un gesto de la mano, Jesús, el doctor y Eduardo cayeron abatidos. Solo gracias a mis reflejos logré que el impacto de bala no acertara en mi cabeza, pero aun así recibí un doloroso balazo en el brazo izquierdo que me hizo caer al suelo. Sobreponiéndome al dolor lo más rápido que pude, me incorporé con el brazo ensangrentando y me tambaleé en un desesperado intento por huir de la muerte.
No podía creer lo que había pasado… no sabía qué quería esa gente ni por qué nos mataban, y durante un segundo pensé que así debían sentirse los civiles a los que atrajimos solo para matarlos. Solo sabía que mis compañeros estaban muertos, y que si no hacía algo yo acabaría igual.
—Cogedla. —Ordenó el psicópata que los encabezaba, como una indiferencia completa en su tono de voz.
Apenas había llegado a la altura del helicóptero cuando se escuchó un disparo, y un lacerante dolor invadió mi pierna, haciéndome caer de boca al suelo. Desde allí pude ver los ensangrentados cadáveres de mis compañeros tendidos en el suelo, muertos y manchando de rojo el destartalado asfalto de la carretera.
—Vamos, bonita. —Dijo una voz femenina a mi lado, al tiempo que alguien me agarraba del pelo y tiraba dolorosamente de él para ponerme en pie. La mujer del parche en el ojo me miró con su único ojo sano y, con la mano que no me tiraba del pelo, me agarró del mentón para obligarme a mirar hacia el pueblo—. Contempla el nuevo mundo.
Ni los cuatro tipos aquellos, ni los francotiradores escondidos, eran los únicos que había en aquel pueblo. Por sus calles surgieron una decena de hombres armados, y dos más de ellos aparecieron en el balcón del ayuntamiento. En cuestión de segundos colgaron de él una bandera color rojo sangre, con un círculo azul en el centro y una sonriente calavera blanca dentro.
No conocía la procedencia de aquella bandera, y tampoco tuve fuerzas para hacer memoria, el dolor de la pierna y, sobre todo, del brazo eran atroces.
Al extenderse la bandera, los doce hombres agitaron las manos en el cielo y comenzaron a vitorearla. La mujer del parche me arrastró hasta el tipo que les comandaba, que contemplaba la escena con satisfacción. Llevaba bajo el brazo el portafolios del doctor Buenamor.
—¿A qué esperas? Envíala con sus compañeros. —sentenció sin ni siquiera agachar la vista para mirarme a la cara.
—¡Espera! ¡Por favor! —Supliqué aterrada cuando la mujer me soltó y sentí una de sus pistolas contra la nuca, pero no hubo compasión por su parte y lo último que llegué a escuchar fue el “click” del gatillo de su arma.

1 comentario:

  1. Mola! Deja muy buen sabor de boca. Gracias por estos pequeños regalos que hacen más corta la espera de la traca final.
    Saludos.

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