4 de enero de 2013, 15 días después del primer
brote, 11 días antes del Colapso Total.
Lynette Boucher
El sonido del móvil al sonar me despertó, pero tardé
unos segundos en ser consciente de ello porque todavía me encontraba medio
borracha. Jean Luc, que dormía a mi lado, se revolvió en la cama cuando la
melodía que tenía asignada a los teléfonos del trabajo resonó por toda la
habitación del hotel en el que pasábamos la noche.
—¿Qué es eso? —preguntó levantando la cabeza todavía adormilado.
—Mi móvil. —respondí con desgana estirando la mano
hacia la mesilla de noche, donde había dejado el condenado aparato cuya melodía
se me clavaba en los oídos.
—¿No será tu marido? —exclamó alarmado.
—Es del hospital.
Me incorporé en la cama al tiempo que él volvía a
tumbarse. En la pantalla del teléfono se podía leer el nombre de Paul Leroy
sobre el simbolito de “llamada entrante”. El doctor Leroy era el director del
hospital la Pitié-Salpêtrière de París, donde yo trabajaba, y no era habitual
que me llamara; yo tan sólo era una patóloga, y ni siquiera la titular de la
plaza. Mucho menos habitual era que me llamara a las tres y media de la mañana.
—Genial, diles de mi parte que se vayan a la mierda. —gruñó
Jean Luc, que con pereza se tapó de nuevo con la manta.
—Calla, que puede ser importante. —le reprendí
levantándome de la cama.
Descolgué mientras me cubría con un albornoz y me
acercaba a la ventana del hotel. Incluso a esas horas de la madrugada, la
ciudad de París bullía de actividad; todavía había gente paseando por la calle,
y los coches llenaban la carretera.
—Bonjour, doctor Leroy —saludé un poco nerviosa. Había
hablado con el director del hospital como mucho tres o cuatro veces, y aunque tenía
su número de teléfono en la memoria por cuestiones prácticas, en realidad jamás
me había llamado antes—. ¿Ocurre algo?
—Doctora Boucher, por fin la encuentro, he llamado a
su casa pero…
—No estaba en casa. —respondí un poco avergonzada.
—Ya, bueno, no importa… doctora, necesito que venga al
hospital enseguida, se trata de una emergencia. —dijo con un tono autoritario,
que a su vez me pareció un poco inseguro.
No le di mucha importancia a eso, quizá se debiera sólo
a las horas que eran, pero sí que me chocó aunque me necesitaran con tanta
urgencia… me dedicaba a hacer autopsias, ¿quién necesita una autopsia de
urgencia?
—¿Ahora? —pregunté un poco confundida—. Son las tres y
media de la mañana, se supone que mañana libraba… no quiero mentirle, doctor,
he bebido un poco, no sé si estoy en condiciones de ejercer. Tal vez deba
llamar al doctor Boutin, después de todo, él es el titular de la plaza y…
—Me temo que es el propio Dr. Boutin a quien tiene que
practicar la autopsia, necesito que venga inmediatamente.
Aquella noticia me dejó anonadada, y durante unos
segundos me quedé muda por el shock.
—¿El doctor Boutin ha muerto? —exclamé por fin con un
hilo de voz… no me esperaba una noticia así para nada, y menos que me la
comunicaran de esa manera.
—No sabría decirle… no puedo darle más detalles por
teléfono, venga y le explicaré todo lo que ocurre. —contestó Leroy
crípticamente.
—Eh… vale, está bien, salgo para allá. —fue lo último
que dije antes de que me colgara; después de hacerlo me quedé mirando el
teléfono como atontada.
—¿Qué pasa? —me preguntó Jean Luc, preocupado.
—No lo sé —le respondí con total sinceridad—. Tengo
que ir al hospital, al parecer es una urgencia.
—¿Una urgencia? —replicó incrédulo— ¿Pero tú no hacías
autopsias?
—Sí, ya… —mascullé con desgana comenzando a vestirme—.
Ha dicho algo de mi jefe, no sé qué pasa, será mejor que vaya enseguida.
—Está bien, vale —dijo él cogiéndome cariñosamente por
la cintura—. ¿Vas a volver pronto? Tenemos el hotel toda la noche.
—No lo creo… deberías irte a casa, ya te llamaré
cuando acabe —le respondí intentando soltarme de él; era un fastidio, pero la
llamada me había dejado preocupada y no había tiempo para tontear—. Venga,
suéltame que tengo prisa.
Ya eran las cuatro menos cuarto de la madrugada cuando
un taxi me recogió en la puerta del hotel. No estaba de buen humor porque ni
siquiera había tenido tiempo de darme una ducha, y además, mi marido volvería a
la ciudad al día siguiente, por lo que ya no podría verme con Jean Luc hasta
una semana más tarde como poco.
—Al hospital la Pitié-Salpêtrière. —le indiqué al
taxista, un tipo delgado, de mediana edad, pelo castaño y con cara de estar
encantando de tener que trabajar a esas horas, lo cual me resultó casi molesto
con las pocas ganas que tenía de hacerlo yo.
—Vamos para allá —exclamó poniéndose en marcha—.
Menudas horas, ¿alguna urgencia?
—No, es por trabajo —respondí con sequedad… encima tenía
la mala suerte de haberme encontrado con el único taxista simpático de París.
—¡Oh! Trabaja allí, ¿eh? Llevan hablando toda la noche
del hospital en la radio. —comentó como de pasada, pero despertando mi interés.
—¿En la radio? ¿Qué ha pasado? —inquirí con
curiosidad.
—Dicen que ha habido un caso de la enfermedad esa que
está matando a tanta gente en África y Asia —me explicó—. ¿Cómo se llamaba?
—Ébola. —le indiqué comenzando a preocuparme de verdad.
En la televisión no se hablaba de otra cosa desde Año
Nuevo. Por lo visto, ese extraño brote de Ébola estaba causando estragos en el
tercer mundo, y el temor era que la pandemia llegara hasta Europa también. Sin
embargo, pese a todos los protocolos médicos de emergencia que se habían
activado, que nos alcanzara era sólo cuestión de tiempo… o eso habían dicho las
autoridades. ¿Habría querido la mala suerte que apareciera justamente en
hospital donde trabajaba? ¿Me habría llamado Leroy por eso? ¿Estaría Boutin
infectado?
De repente me sentí emocionada. ¿Y si tenía que
realizarle la autopsia al primer caso de Ébola en Francia? Podría ser uno de
los momentos estelares de mi carrera, porque hasta donde yo sabía, no se le
había realizado una autopsia en condiciones a un fallecido infectado de Ébola
todavía. La OMS tuvo que salir disparada de Angola, la virulencia de la
enfermedad hizo que se escapara de cualquier tipo de control demasiado rápido
en la India, y en China, el único lugar donde seguramente se hizo una autopsia
de verdad, reinaba un hermetismo completo alrededor del tema de los infectados.
—¡Eso! ¡Ébola! —exclamó el taxista—. No sé cómo se
puede olvidar el nombre si no se habla de otra cosa. Dicen que están esperando
la confirmación… da un poco de miedo, ¿verdad? Precisamente le dije ayer a mi
mujer que comparara una mascarilla y la usara para salir a la calle, ¿sabe? ¿Es
usted médico? ¿Qué opina?
—No sirve de nada, el Ébola no se contagia por el
aire. —le respondí sin prestarle mucha atención al andar pensando todavía con
lo que podía encontrarme cuando llegara al hospital.
—Aun así, nunca se sabe —insistió él—. Es mejor ser
precavido; si no, podemos acabar como ha acabado media África… ¡Epa!
El coche frenó de golpe empujándome hacia delante y
luego incrustándome en el asiento del taxi. Una larga fila de coches se
encontraba detenida delante de nosotros cortando la circulación de la avenida
des Gobelins, por donde circulábamos.
—¿Qué pasa ahí? —se preguntó el taxista en voz alta.
Bajé la ventanilla dejando entrar el helado frío
invernal dentro del vehículo y asomé la cabeza para intentar ver algo de lo que
ocurría más adelante. A través de otras cabezas de conductores y copilotos
indignados pude comprobar que la entrada de la calle le Brun estaba cortada, y un
par de coches patrulla apostados en ella bloqueaban nuestro paso.
—Parece que es cosa de la policía. —le dije al taxista
mientras varios agentes uniformados y con pistolas en la mano entraban
corriendo a la calle le Brun.
—Debe ser algo gordo —opinó él, que también había
visto a los policías—. ¡Mire, mire! ¡Llevan armas!
Debía tener razón, porque de inmediato comenzaron a escucharse
disparos desde la otra calle con tanta intensidad que aquello pareció un auténtico
tiroteo de película.
—¡Madre mía! —exclamé alarmada, y aunque estábamos
bastante lejos de todo aquello, por instinto agaché la cabeza temiendo que pudiera
alcanzarme alguna bala perdida.
—Deben haber robado en alguna tienda, o algo. —supuso
él imitándome.
Tras unos cuantos disparos más, éstos cesaron por fin,
y un par de minutos más tarde la policía volvió a abrir la circulación.
—Ah, parece que ya nos movemos —dijo un poco más
tranquilo arrancando el coche—. Estas horas son muy malas, se lo digo yo, que
me he chupado estos turnos más de una vez.
Al pasar junto a la entrada de la calle le Brun eché
un vistazo por si lograba enterarme, aunque fuera de pasada, de lo que había
ocurrido, pero tan sólo vi a policías acordonando la zona y, en el suelo, lo
que parecía ser un cuerpo cubierto con una sábana… fuera quien fuera contra el que
dispararon, lo habían matado. Tragué saliva con un poco de aprensión, aunque al
mismo tiempo no podía dejar de pensar que, al ser mi hospital el más cercano,
cabía la posibilidad de que su cuerpo acabara en mi mesa de autopsias.
—Pues aquí estamos, señorita —anunció el taxista
cuando paró frente a la puerta del hospital unos minutos más tarde—. Menuda
tienen organizada ahí, ¿verdad?
—Si… —respondí mientras le pagaba por el viaje.
Una verdadera jauría de periodistas se encontraba
frente al hospital, quizá aguardando a que alguien saliera y les confirmara que
el caso que estaban tratando era del televisivo Ébola. Si era así, algunos
debían llevar esperando un buen rato, porque llevaban bocadillos, cafés y otras
bebidas que les amenizaran la guardia.
Conteniendo un bostezo por el sueño, me dirigí hacia
el interior del hospital atravesando la marea de periodistas, que por fortuna
no me confundió con nadie que fuera capaz de darles ningún titular. Sin
embargo, una vez dentro, el propio director, que parecía estar esperándome, se
acercó al trote hacia mí provocando que una oleada de micrófonos y cámaras se
lanzara contra las puertas del hospital.
—Bonjour, Doctor Leroy —le saludé sin dejar de mirar
la aglomeración de periodistas—. ¿Qué está pasando?
—Ahora se lo explico, doctora, sígame. —dijo con gesto
adusto invitándome a dirigirme con él a su despacho.
—¿Es verdad lo que dicen? ¿Tenemos un caso de Ébola en
el hospital? —le pregunté cuando estuvimos lo bastante lejos de la entrada y los
periodistas de la puerta.
—En realidad, es posible que tengamos tres casos —respondió
caminando a toda prisa—. Uno de ellos, el que se encuentra en una fase más
avanzada, es el propio doctor Boutin.
—Dios. —murmuré con aprensión; no se sabía de nadie
que hubiera sobrevivido a la infección, y Boutin estaba casado y era padre de
tres hijos… sin embargo, había algo que no me cuadraba.
—Pero si el doctor Boutin es el caso más grave, ¿por
qué me han llamado? Si no hay muertos, no me necesita para nada. —quise que me
aclarara mientras él abría la puerta del despacho.
—Estos señores se lo explicarán. —contestó cediéndome
el paso a su interior.
Dos hombres ataviados con gabardinas y un gesto muy
serio en la cara se encontraban ya en el interior del despacho del director del
hospital, uno sentado en un sillón frente a la mesa de Leroy, el otro, apoyado
contra la librería del fondo.
—Doctora Lynette Boucher —me saludó el del sillón, que
le incorporó para tenderme la mano—. Pierre Brochand, del ministerio de Salud, y
éste es Antoine Armand, del Instituto Nacional de Policía Científica.
—Mucho gusto. —dije estrechándole la mano a aquel
hombre.
—Siéntese, por favor. —me ofreció señalándome el
asiento del que acababa de levantarse; sabiendo cada vez menos de qué iba todo
aquello, pensé que lo mejor era obedecer… Leroy se sentó también al otro lado
del escritorio.
—Por cuestiones de seguridad nacional, lo que vamos a
tratar aquí ahora mismo es un asunto completamente confidencial, de modo que,
si decide quedarse, se estará comprometiendo a no decir una palabra sobre lo
que aquí se hable fuera de estas cuatro paredes, ¿está de acuerdo?
—Eh… si, supongo. —contesté sintiéndome cada vez más
confundida… ¿dónde me estaba metiendo?
El funcionario del ministerio levantó la mirada hacia
su compañero, y éste se acercó y dejó una carpeta amarilla sobre la mesa de
Leroy, quien la abrió y sacó de ella una hoja de papel que llevaba su firma al
pie.
—A las catorce horas del día dos de enero, el doctor
Jean Claude Boutin trató en este mismo hospital a un paciente de Ébola llamado
Christopher Camille, que acababa de llegar en vuelo directo desde Hong Kong. El
paciente comenzó a presentar todos los síntomas de la fase neurológica del
mismo brote de Ébola que está arrasando África y que ya ha afectado a Asia y
América del sur a las veinte horas de ese mismo día. A las cero horas del tres
de enero, el doctor Boutin fue accidentalmente mordido por el señor Camille,
convirtiéndose él mismo en un vector de contagio. Entre las cero horas y las
ocho horas del día tres, el doctor Boutin infectó por accidente a Adèle Bonnet,
su cónyuge, y ambos ingresaron por su propio pie en el hospital la Pitié-Salpêtrière
a las diez de la mañana. —leyó con voz grave.
“Su mujer también” pensé apenada… por lo menos no
había contagiado a sus hijos.
—A la una y diecisiete de esa misma madrugada se
declaró la muerte del doctor Boutin debido a un fallo cardiorrespiratorio —continuó
leyendo—. Sin embargo, una vez trasladado a la morgue, a las dos cuarenta y
cinco de la madrugada, el doctor Boutin se reanimó y entró en fase neurológica,
en la que se encuentra en este mismo instante.
—Disculpe pero… ¿declararon su muerte y se reanimó por
si solo hora y media más tarde? —pregunté con suspicacia; no podía creer que
estuviéramos hablando de mi jefe, no le había visto desde antes de Nochevieja,
y entonces parecía estar tan… sano—. ¿Cómo es posible? ¿Un error?
—No creemos que haya habido error alguno —respondió
Armand—. Es por eso por lo que necesitamos una forense que lo examine.
De repente lo vi todo claro… tan claro que no pude
contener una carcajada al ver lo que me estaban pidiendo.
—Es una broma, ¿verdad? —exclamé cogiendo la carpeta para
leer todo aquello con mis propios ojos—. Dicen que el doctor Boutin se
encuentra en fase neurológica en este momento, es, decir, que se mueve y
muestra agresividad contra quienes le rodean, ¿y me están pidiendo que le haga
una autopsia? ¿Una autopsia a un hombre vivo?
—Tenemos motivos para pensar que, de hecho, el doctor
está muerto. —puntualizó Brochand, que no parecía tomarse aquello como una
broma.
—¿He escuchado mal? Ustedes mismos han dicho que el
doctor se encuentra en fase neurológica —repliqué frunciendo el ceño—. Creo que
he tratado con los suficientes cadáveres como para saber que un cuerpo muerto
no se encuentra en ninguna fase de nada, salvo de descomposición. Tienen que
estar de broma, por supuesto.
No podía creer que me llamaran a las tantas de la
mañana para decirme algo así. ¿Es que se habían vuelto todos locos, o toda esa
escena no era más que un extraño sueño fruto del alcohol el adulterio
premeditado?
—No es ninguna broma, doctora —afirmó Brochand
endureciendo el gesto—. Sepa que desde el primer caso hasta la pérdida de
control casi absoluto apenas han pasado unos días en todas las ciudades donde se
ha extendido la pandemia. Necesitamos saber todo lo que podamos sobre este
fenómeno.
—Doctor, por favor, dígame que esto es una broma. —le
pedí a Leroy, pero él también parecía estar tomándose aquel asunto en serio.
—Se lo diré sin rodeos, doctora Boucher —insistió
Armand—. Después de leer informes poco claros de otros casos, tenemos la
sospecha de que la fase neurológica de los infectados se produce post mortem, y
que por tanto, estando el infectado ya muerto, su cuerpo recobra algunas funciones
vitales. Nuestros superiores nos piden que un organismo independiente
certifique que esto es cierto antes de tomar medidas al respecto, y ahí es
donde entra este hospital.
Durante unos segundos me quedé sin palabras… ¿muertos
que se levantan? ¿Qué locura era todo aquello? No podía creerme que dos tipos
del gobierno y el mismo director del hospital estuvieran diciéndome esas cosas.
Por quienes eran, tenían que estar hablando en serio, pero por las cosas que
decían era imposible que lo estuvieran haciendo. No sabía qué pensar. ¿Sería
algún tipo de inocentada, cámara oculta o algo así?
Fuera lo que fuera, sólo tenía la opción de seguir
adelante si quería descubrirlo.
—Vale, de acuerdo —accedí intentando mostrarme seria
yo también—. Entonces le realizaré la autopsia al cadáver resucitado del doctor
Boutin.
Creía que jamás pronunciaría en serio una frase como
esa.
—Lo tenemos abajo, en la morgue, la acompañaremos —se
ofreció Brochand con evidente satisfacción—. Usted puede quedarse aquí, Leroy.
Y recuerde, ni una palabra de esto a la prensa.
—Descuide. —le aseguró el doctor con sumisión.
Salimos por la puerta trasera para evitar a los
periodistas, y mientras nos dirigíamos en dirección al edificio de la morgue,
ambos se colocaron a mi lado, como si estuvieran escoltándome o me hubieran
detenido, lo cual me incomodó un poco.
—Y díganme, ¿por qué al doctor Boutin? ¿Por qué no al
primer paciente? —les pregunté para romper el silencio que se había creado de
repente.
—Me temo que después de morder a Boutin y atacar a
varias enfermeras fue abatido por la seguridad del hospital —contestó el hombre
de la policía—. Está muerto, ya no nos sirve para una autopsia.
—Claro, normal… —dije sin poder evitar mostrar una
sonrisa ante la ironía.
El primer piso de la morgue del hospital constaba tan sólo
de la recepción, una pequeña sala de espera para los familiares, la oficina y
el archivo. En el piso inferior se encontraba todo lo que no queda bonito que
se viera nada más entrar, es decir, la cámara frigorífica y la mesa de
autopsias.
—Coja lo que necesite para ponerse manos a la obra
enseguida, la esperaremos abajo con el… paciente. —me indicó Brochand, para
acto seguido dirigirse ambos al ascensor.
Dando un bufido, entré en la oficina para coger de mi
mesa la grabadora. Me quité el abrigo y la chaqueta y me puse la bata, también
me quité el anillo y lo dejé sobre la mesa, junto a la foto de mi marido y mía…
esa foto cada vez tenía menos sentido, pero allí seguía. Cuando volviera la
guardaría en un cajón; verla me hacía sentir culpable por lo que hacía con Jean
Luc cuando él no estaba.
“Vamos allá” pensé cuando estuve lista, intentando también
imaginar qué iba a encontrarme al bajar.
Sin embargo, una vez abajo, y pese a que iba previamente
advertida, lo que vi sobre la mesa de autopsias me dejó anonadada por completo.
Atado de manos y pies como el paciente de un manicomio, se encontraba desnudo
el doctor Boutin… aunque ya apenas parecía él. De no ser porque se retorcía,
gruñía y lanzaba dentelladas al aire, lo habría podido confundir con un cadáver
sin ningún problema de lo pálido que se encontraba. Brochand y Armand esperaban
de pie junto al doctor.
—¿Qué…? —exclamé asustada… después de todo, si Boutin
había sido infectado, debía ser muy contagioso—. ¿Y quieren… quieren que le
haga la autopsia al doctor estando vivo?
—Le repito que no está vivo, doctora. —insistió
Brochand.
—¿Cómo no va a estar vivo? —bramé harta ya de tanta
tontería—. ¡Mírenlo! ¡Está retorciéndose y gruñendo! ¿De qué va todo esto?
Ambos se miraron durante un segundo, y después fue
Armand quien dio un paso hacia mí.
—Sé que es difícil de creer, pero tenemos buenos
motivos para pensar que, aunque se mueva, este hombre está muerto —me explicó
armándose de paciencia—. ¿Por qué no empieza realizándole un examen superficial
y se cerciora usted misma?
Cada vez me gustaba menos todo aquello, pero aun así
di un paso hacia el doctor Boutin, coloqué la grabadora sobre la mesa y la puse
en marcha.
—Tenga cuidado, que no le muerda. —me advirtió
Brochand.
—Doctora Lynette Boucher, hospital la Pitié-Salpêtrière
de París, cuatro de enero de 2013, cuatro y veinticinco minutos de la mañana.
Fallecido: Doctor Jean Claude Boutin. Comienzo con examen superficial. —recité
hacia el aparato para que quedara constancia.
Sólo recordaba haber hecho algo así en la facultad de
medicina, cuando en broma un compañero se subió a la mesa de autopsias durante
una práctica en un hospital… pero desde luego ese muchacho tenía mucho mejor
aspecto que el doctor Boutin.
—Piel púrpura con aspecto ceroso en casi toda su
superficie —fui observando—. Lividez en la espalda, los brazos y la parte
trasera de las piernas, manos y pies con tono azulado, ojos ligeramente
hundidos.
Conforme iba fijándome en cada detalle, aquello se me
hacía más incomprensible. El doctor presentaba todos los síntomas de alguien
que llevara aproximadamente una hora muerto, pero se movía y me miraba, y
cuando lo hacía, conseguía que sintiera escalofríos.
Con un termómetro electrónico le tomé la temperatura,
y con un estetoscopio le busqué el pulso… sin éxito.
—Su temperatura ha bajado hasta los veintiocho grados,
la grave hipotermia puede ser el motivo por el que no soy capaz de encontrarle
el pulso, sin embargo, el sujeto continúa consciente y… activo.
Decir activo era decir poco, el doctor parecía furioso:
intentaba morderme, tiraba de sus ataduras y convulsionaba como si se hubiera
vuelto loco… era evidente que se encontraba en mitad de la fase neurológica de
la nueva cepa de Ébola, pero los demás síntomas eran, como decían los dos
hombres, más propios de un cadáver que de un hombre vivo.
—El sujeto presenta una herida de cinco centímetros de
largo, probablemente provocada por un mordisco, a la altura del hombro. La
herida está infectada y presenta un principio de necrosis. Dado su estado
alterado, no puedo saber si sufre dolores.
Aquel examen estaba resultado el más raro de mi vida.
Hablar de los dolores que pudiera estar sufriendo el sujeto de una autopsia
era, como poco, una locura.
—Doctora, creo que es hora de mirar dentro. —sugirió
Brochand.
—¿Mirar dentro? ¿Es que se ha vuelto loco? —exclamé
apagando la grabadora al comprender que querían que abriera al pobre doctor en
canal—. ¡No pienso hacerlo! ¡Es una locura! ¡Este hombre está en las últimas!
¡Necesita atención médica urgente, no una autopsia!
—¿Volvemos a lo mismo, doctora? —protestó Armand
frunciendo el ceño—. Le aseguro que el doctor está muerto. Es más, le garantizo
que no sufrirá dolor alguno.
—¿Qué no sufrirá…? ¿Pero es que de verdad se han
vuelto locos? —No daba crédito a lo que oía, la sarta de locuras había ido
demasiado lejos… realmente querían que le hiciera una autopsia a un hombre que
todavía se movía—. Si quieren hacer una película snuff, no cuenten conmigo.
¡Pienso salir ahí fuera y contarle a la prensa lo que están haciendo!
Sin tener un segundo para reaccionar, Armand sacó de
su gabardina una pistola y me apuntó con ella en cuanto les amenacé con acudir
a la prensa. Asustada, levanté las manos mientras Boutin seguía sobre la mesa
gruñendo, gimiendo e intentando liberarse de las ataduras que le mantenían
sujeto.
—Creía que ya habíamos acordad que eso no era posible,
doctora Boucher —replicó Brochand, más tranquilo que su compañero—. Si es tan
amable, necesitamos que haga esa autopsia ahora.
—Ministerio de Salud, Instituto Nacional de Policía
Científica… no me lo creo, ¿quiénes sois en realidad? —les interrogué sin bajar
las manos; no creía que fueran a dispararme, pero me costaba aparentar que no
estaba asustada.
—Dirección General de Seguridad Exterior —confesó
Armand todavía apuntándome con su arma—. División de operaciones.
—¿Sois de inteligencia? —Si aquello era cierto, y
parecía serlo, significaba que no estaban de broma… si no accedía a lo que me
había comprometido, me pegarían un tiro de verdad; esa gente no se andaba con
chiquitas.
—Esta pandemia preocupa al gobierno, estamos
trabajando en descubrir sus causas y, como es el caso que nos atañe, las
consecuencias —me explicó Brochand—. Como ya le hemos dicho, antes de presentar
un informe definitivo necesitamos un organismo independiente que confirme
nuestros descubrimientos, y nuestros descubrimientos son que esos seres, esos
infectados, en realidad están muertos. Así que le repito una vez más: haga la
autopsia y saque sus propias conclusiones, doctora.
Con un arma apuntándome no tenía muchas opciones, pero
aun así todo me parecía una locura. ¿Cómo iba a determinar que el doctor estaba
vivo si le abría en canal antes? Si ese había sido su método, no me extrañaba
que hubieran llegado a una conclusión tan absurda.
Pese a todo, puse en marcha la grabadora de nuevo.
—Pro… procedo a la disección.
Con las manos ligeramente temblorosas agarré el
bisturí y me dispuse a cortar desde el esternón hasta el abdomen. Si el doctor,
en ese estado tan alterado, tenía alguna idea de lo que iba a pasar a
continuación, no la manifestó de forma visible; no hizo otra cosa que seguir
gruñendo y retorciéndose histérico.
“Lo siento, lo siento, lo siento…” me repetí mientras
acercaba la mano a su piel, y sin atreverme a mirar, clavé el bisturí y comencé
a cortar.
No hizo el más mínimo gesto de dolor… y el dolor que
tendría que haber estado sufriendo debía ser terrible. La sangre brotó de los
cortes, pero era una sangre negruzca, casi coagulada, y sin fuerza alguna.
Armándome de valor, agarré la sierra radial y comencé a cortar el esternón para
acceder a sus órganos internos, los cuales me deparaban otra sorpresa.
—El sujeto no… no presenta ritmo ventricular —dije sin
poder creer mis propias palabras—. Su corazón está completamente parado, no hay
bombeo de sangre. El resto de órganos parecen estar en buen estado.
—Sáquelo. —ordenó Armand, si es que ese era su
verdadero nombre, bajando la pistola.
—¿Qué saque qué? —le pregunté anonadada, ¿cómo podía
el doctor seguir moviéndose y peleando por soltarse si no le latía el corazón?
—Su corazón, sáquelo. —repitió el agente de la DGSE.
—Pr… procedo a extraer el músculo cardíaco del sujeto.
—le dije a la grabadora.
Cortando las venas y arterias que mantenían el órgano
en su sitio, comprobé de nuevo que éstas estaban llenas de esa misma sangre
negruzca y coagulada. Era imposible que ese jugo, más parecido a un jarabe,
pudiera ser bombeado de forma alguna por el cuerpo.
—He extraído el músculo cardíaco por completo —afirmé
con el corazón del doctor Boutin en la mano y sintiendo ganas de echarme a
llorar—. El sujeto continúa moviéndose.
No parecía que perder su corazón hubiera afectado lo
más mínimo al doctor ni a su vitalidad. ¿Tendrían razón aquellos dos agentes
locos? ¿Estaría realmente muerto? Pero entonces, ¿por qué seguía moviéndose?
¿Por qué parecía seguir en la fase neurológica cuando debería estar muerto?
Todo aquello estaba resultando ser una experiencia horrible.
Dejé el corazón en una bandeja metálica, y un cuarto
de hora más tarde, esa misma bandeja y un par más acabaron llenas con la
mayoría de los órganos internos de Boutin. El hígado, los riñones, el estómago,
el páncreas… nada parecía afectarle, sólo cuando le quité los pulmones conseguí
que dejara de gruñir, aunque siguió intentándolo pese a no tener ya aire que
expulsar.
—El sujeto tendría que estar muerto —expresé en voz
alta fulminando con la mirada a los dos agentes—. ¿No es lo que querían? Pues
ahí lo tienen: está muerto… aunque se mueva, está muerto ¿hemos acabado ya?
Brochand negó con la cabeza.
—El cerebro —me indicó—. Quiero que le abra el
cerebro.
Lo único que faltaba era que sin cerebro siguiera
moviéndose… entonces la medicina y yo habríamos terminado para siempre, dejaría
mi puesto de trabajo y me uniría a alguna orden religiosa; sería la prueba de
que lo sobrenatural existe.
Abrir el cráneo de mi antiguo colega no fue sencillo,
ambos agentes tuvieron que sujetarle bien la cabeza para que yo pudiera retirar
el cuero cabelludo y cortar el hueso… y nada más hacerlo, buena parte del
cerebro se derramó por la mesa, como si de alguna manera se hubiera licuado
hasta adoptar la textura de una pasta grisácea y repugnante.
—La mayor parte del cerebro parece haberse
descompuesto hasta quedar irreconocible —dije en voz alta para que la grabadora
lo recogiese—. Del lóbulo frontal sólo permanece intacta la región posterior y
el campo frontal ocular. La corteza prefrontal ha desaparecido por completo.
No podía creer que con más de medio cerebro licuado
Boutin siguiera vivo.
—El lóbulo parietal y el lóbulo temporal han
desaparecido también… lóbulo occipital muy dañado, cerebelo e hipotálamo
inflamados por causa desconocida y… ¡Dios!
Al tocar en el hipotálamo, Boutin tuvo un espasmo tan
violento que me hizo caer de espaldas al suelo. Se escuchó un crujido como el
de huesos rotos y los dos agentes se lanzaron sobre el doctor cuando éste se
incorporó. Con el espasmo, el muy bruto se había roto los huesos de la mano, y
gracias a eso pudo liberarse de las ataduras de cuero que le mantenían sujeto
simplemente deslizando sus destrozadas manos por el estrecho hueco.
—¡Túmbalo! —gritó Brochand—. ¡Ah! ¡Ah!
Al echarse sobre él, Brochand había dejado su cuello
demasiado expuesto, y Boutin aprovechó la ocasión para morderle. Cuando se
logró apartar de él, un auténtico manantial de sangre salpicó toda la sala de
autopsias.
—¡Oh Dios! —gemí mientras Brochand retrocedía dando
trompicones y echándose la mano al cuello, intentando inútilmente detener la
hemorragia
Gateé hacia él para atenderle mientras su compañero
intentaba mantener sujeto a Boutin.
—Deje que le ayude. —le dije a Brochand apartándole la
mano y echándole un vistazo a la herida; su aspecto era terrible, el doctor le
había arrancado un buen pedazo de carne y había seccionado por completo la
artería… no tenía forma de detener una hemorragia así.
—¡Matado! —balbuceó—. Esa cosa me ha matado…
Tambaleándose, se puso en pie y cogió su pistola, y yo
me aparté de su camino y me arrastré hasta la puerta que daba a la habitación
donde se encontraban las cámaras frigoríficas. Brochand fue hacia Boutin, dejando
un reguero de sangre por todas partes, mientras éste seguía forcejeando con
Armand dispuesto a acabar a tiros con el aparentemente inmortal doctor. Armand,
al ver las intenciones de su aturdido compañero, soltó al doctor para encararse
con su compañero.
—¡No! ¡Lo necesitamos vivo! ¡Necesitamos la autopsia! —le
recordó, pero Brochand, que estaba fuera de sí, apuntó al cuerpo de Boutin y un
sonido como de un trueno sonó dentro de la morgue.
Cerré los ojos y me tapé los oídos. Cuando volví a
abrirlos, Armand y Brochand estaban forcejeando, mientras que Boutin seguía
sobre la mesa de autopsias dando manotazos al aire tratando de agarrar a
cualquiera de los dos.
Debido al forcejeo, ambos acabaron cayendo encima del
doctor, volcando la mesa en el proceso; luego se escuchó un disparo y Armand
cayó al suelo inmóvil. Brochand se incorporó con dificultad, pero no fue el
único que lo hizo; Boutin también se puso en pie desparramando por el suelo sus
tripas, el único órgano interno que le quedaba, y se lanzó contra Brochand como
un animal rabioso. El agente dio un grito antes de volver a disparar, la bala
alcanzó a Boutin, y vi perfectamente como le atravesaba para terminar
incrustándose en los azulejos de la pared, pero eso no detuvo al descuartizado
doctor. Dos disparos más, tres, pero ninguno sirvió de nada, y al final mi
antiguo jefe terminó echándose encima del agente de la DGSE.
Ante los gritos que el pobre hombre emitía mientras
Boutin le desgarraba a mordiscos, decidí que no podía soportarlo más y me metí
en la habitación de las cámaras frigoríficas dejando al doctor devorando vivo a
Brochand. Sin embargo las sorpresas estaban lejos de acabarse… del interior de
las cámaras que se encontraban al fondo de la habitación me llegó un sonido
como de manos golpeando el metal, como si todos los cuerpos que hubiera allí
dentro estuvieran vivos y reclamaran ser liberados…
—Dios… ¡Oh Dios! ¿Qué está pasando? —gemí antes de
comenzar a llorar.
Me gusta. Aunque no tengo claro que el cadáver pudiera incorporarse estando abierto en canal. Los músculos abdominales estarían seccionados y no se podría hacer fuerza para incorporarse ¿no?
ResponderEliminarNo soy experto en anatomía, pero pienso que con los músculos lumbares y de la espalda deberían ser suficientes para ello. En la típica imagen de un zombi con las tripas colgando estarían involucrados los mismos músculos y pueden andar.
ResponderEliminarDe todos modos, aunque no pudieran incorporarse del todo, en el relato solo tiene que dar dos pasos, y esos se pueden dar a trompicones si hace falta.
Pd: Gracias por opinar.