sábado, 1 de diciembre de 2012

Crónicas zombi: Preludio 04/01/2013

4 de enero de 2013, 15 días después del primer brote, 11 días antes del Colapso Total.


Lynette Boucher


El sonido del móvil al sonar me despertó, pero tardé unos segundos en ser consciente de ello porque todavía me encontraba medio borracha. Jean Luc, que dormía a mi lado, se revolvió en la cama cuando la melodía que tenía asignada a los teléfonos del trabajo resonó por toda la habitación del hotel en el que pasábamos la noche.
—¿Qué es eso? —preguntó levantando la cabeza todavía adormilado.
—Mi móvil. —respondí con desgana estirando la mano hacia la mesilla de noche, donde había dejado el condenado aparato cuya melodía se me clavaba en los oídos.
—¿No será tu marido? —exclamó alarmado.
—Es del hospital.
Me incorporé en la cama al tiempo que él volvía a tumbarse. En la pantalla del teléfono se podía leer el nombre de Paul Leroy sobre el simbolito de “llamada entrante”. El doctor Leroy era el director del hospital la Pitié-Salpêtrière de París, donde yo trabajaba, y no era habitual que me llamara; yo tan sólo era una patóloga, y ni siquiera la titular de la plaza. Mucho menos habitual era que me llamara a las tres y media de la mañana.
—Genial, diles de mi parte que se vayan a la mierda. —gruñó Jean Luc, que con pereza se tapó de nuevo con la manta.
—Calla, que puede ser importante. —le reprendí levantándome de la cama.
Descolgué mientras me cubría con un albornoz y me acercaba a la ventana del hotel. Incluso a esas horas de la madrugada, la ciudad de París bullía de actividad; todavía había gente paseando por la calle, y los coches llenaban la carretera.
—Bonjour, doctor Leroy —saludé un poco nerviosa. Había hablado con el director del hospital como mucho tres o cuatro veces, y aunque tenía su número de teléfono en la memoria por cuestiones prácticas, en realidad jamás me había llamado antes—. ¿Ocurre algo?
—Doctora Boucher, por fin la encuentro, he llamado a su casa pero…
—No estaba en casa. —respondí un poco avergonzada.
—Ya, bueno, no importa… doctora, necesito que venga al hospital enseguida, se trata de una emergencia. —dijo con un tono autoritario, que a su vez me pareció un poco inseguro.
No le di mucha importancia a eso, quizá se debiera sólo a las horas que eran, pero sí que me chocó aunque me necesitaran con tanta urgencia… me dedicaba a hacer autopsias, ¿quién necesita una autopsia de urgencia?
—¿Ahora? —pregunté un poco confundida—. Son las tres y media de la mañana, se supone que mañana libraba… no quiero mentirle, doctor, he bebido un poco, no sé si estoy en condiciones de ejercer. Tal vez deba llamar al doctor Boutin, después de todo, él es el titular de la plaza y…
—Me temo que es el propio Dr. Boutin a quien tiene que practicar la autopsia, necesito que venga inmediatamente.
Aquella noticia me dejó anonadada, y durante unos segundos me quedé muda por el shock.
—¿El doctor Boutin ha muerto? —exclamé por fin con un hilo de voz… no me esperaba una noticia así para nada, y menos que me la comunicaran de esa manera.
—No sabría decirle… no puedo darle más detalles por teléfono, venga y le explicaré todo lo que ocurre. —contestó Leroy crípticamente.
—Eh… vale, está bien, salgo para allá. —fue lo último que dije antes de que me colgara; después de hacerlo me quedé mirando el teléfono como atontada.
—¿Qué pasa? —me preguntó Jean Luc, preocupado.
—No lo sé —le respondí con total sinceridad—. Tengo que ir al hospital, al parecer es una urgencia.
—¿Una urgencia? —replicó incrédulo— ¿Pero tú no hacías autopsias?
—Sí, ya… —mascullé con desgana comenzando a vestirme—. Ha dicho algo de mi jefe, no sé qué pasa, será mejor que vaya enseguida.
—Está bien, vale —dijo él cogiéndome cariñosamente por la cintura—. ¿Vas a volver pronto? Tenemos el hotel toda la noche.
—No lo creo… deberías irte a casa, ya te llamaré cuando acabe —le respondí intentando soltarme de él; era un fastidio, pero la llamada me había dejado preocupada y no había tiempo para tontear—. Venga, suéltame que tengo prisa.
Ya eran las cuatro menos cuarto de la madrugada cuando un taxi me recogió en la puerta del hotel. No estaba de buen humor porque ni siquiera había tenido tiempo de darme una ducha, y además, mi marido volvería a la ciudad al día siguiente, por lo que ya no podría verme con Jean Luc hasta una semana más tarde como poco.
—Al hospital la Pitié-Salpêtrière. —le indiqué al taxista, un tipo delgado, de mediana edad, pelo castaño y con cara de estar encantando de tener que trabajar a esas horas, lo cual me resultó casi molesto con las pocas ganas que tenía de hacerlo yo.
—Vamos para allá —exclamó poniéndose en marcha—. Menudas horas, ¿alguna urgencia?
—No, es por trabajo —respondí con sequedad… encima tenía la mala suerte de haberme encontrado con el único taxista simpático de París.
—¡Oh! Trabaja allí, ¿eh? Llevan hablando toda la noche del hospital en la radio. —comentó como de pasada, pero despertando mi interés.
—¿En la radio? ¿Qué ha pasado? —inquirí con curiosidad.
—Dicen que ha habido un caso de la enfermedad esa que está matando a tanta gente en África y Asia —me explicó—. ¿Cómo se llamaba?
—Ébola. —le indiqué comenzando a preocuparme de verdad.
En la televisión no se hablaba de otra cosa desde Año Nuevo. Por lo visto, ese extraño brote de Ébola estaba causando estragos en el tercer mundo, y el temor era que la pandemia llegara hasta Europa también. Sin embargo, pese a todos los protocolos médicos de emergencia que se habían activado, que nos alcanzara era sólo cuestión de tiempo… o eso habían dicho las autoridades. ¿Habría querido la mala suerte que apareciera justamente en hospital donde trabajaba? ¿Me habría llamado Leroy por eso? ¿Estaría Boutin infectado?
De repente me sentí emocionada. ¿Y si tenía que realizarle la autopsia al primer caso de Ébola en Francia? Podría ser uno de los momentos estelares de mi carrera, porque hasta donde yo sabía, no se le había realizado una autopsia en condiciones a un fallecido infectado de Ébola todavía. La OMS tuvo que salir disparada de Angola, la virulencia de la enfermedad hizo que se escapara de cualquier tipo de control demasiado rápido en la India, y en China, el único lugar donde seguramente se hizo una autopsia de verdad, reinaba un hermetismo completo alrededor del tema de los infectados.
—¡Eso! ¡Ébola! —exclamó el taxista—. No sé cómo se puede olvidar el nombre si no se habla de otra cosa. Dicen que están esperando la confirmación… da un poco de miedo, ¿verdad? Precisamente le dije ayer a mi mujer que comparara una mascarilla y la usara para salir a la calle, ¿sabe? ¿Es usted médico? ¿Qué opina?
—No sirve de nada, el Ébola no se contagia por el aire. —le respondí sin prestarle mucha atención al andar pensando todavía con lo que podía encontrarme cuando llegara al hospital.
—Aun así, nunca se sabe —insistió él—. Es mejor ser precavido; si no, podemos acabar como ha acabado media África… ¡Epa!
El coche frenó de golpe empujándome hacia delante y luego incrustándome en el asiento del taxi. Una larga fila de coches se encontraba detenida delante de nosotros cortando la circulación de la avenida des Gobelins, por donde circulábamos.
—¿Qué pasa ahí? —se preguntó el taxista en voz alta.
Bajé la ventanilla dejando entrar el helado frío invernal dentro del vehículo y asomé la cabeza para intentar ver algo de lo que ocurría más adelante. A través de otras cabezas de conductores y copilotos indignados pude comprobar que la entrada de la calle le Brun estaba cortada, y un par de coches patrulla apostados en ella bloqueaban nuestro paso.
—Parece que es cosa de la policía. —le dije al taxista mientras varios agentes uniformados y con pistolas en la mano entraban corriendo a la calle le Brun.
—Debe ser algo gordo —opinó él, que también había visto a los policías—. ¡Mire, mire! ¡Llevan armas!
Debía tener razón, porque de inmediato comenzaron a escucharse disparos desde la otra calle con tanta intensidad que aquello pareció un auténtico tiroteo de película.
—¡Madre mía! —exclamé alarmada, y aunque estábamos bastante lejos de todo aquello, por instinto agaché la cabeza temiendo que pudiera alcanzarme alguna bala perdida.
—Deben haber robado en alguna tienda, o algo. —supuso él imitándome.
Tras unos cuantos disparos más, éstos cesaron por fin, y un par de minutos más tarde la policía volvió a abrir la circulación.
—Ah, parece que ya nos movemos —dijo un poco más tranquilo arrancando el coche—. Estas horas son muy malas, se lo digo yo, que me he chupado estos turnos más de una vez.
Al pasar junto a la entrada de la calle le Brun eché un vistazo por si lograba enterarme, aunque fuera de pasada, de lo que había ocurrido, pero tan sólo vi a policías acordonando la zona y, en el suelo, lo que parecía ser un cuerpo cubierto con una sábana… fuera quien fuera contra el que dispararon, lo habían matado. Tragué saliva con un poco de aprensión, aunque al mismo tiempo no podía dejar de pensar que, al ser mi hospital el más cercano, cabía la posibilidad de que su cuerpo acabara en mi mesa de autopsias.
—Pues aquí estamos, señorita —anunció el taxista cuando paró frente a la puerta del hospital unos minutos más tarde—. Menuda tienen organizada ahí, ¿verdad?
—Si… —respondí mientras le pagaba por el viaje.
Una verdadera jauría de periodistas se encontraba frente al hospital, quizá aguardando a que alguien saliera y les confirmara que el caso que estaban tratando era del televisivo Ébola. Si era así, algunos debían llevar esperando un buen rato, porque llevaban bocadillos, cafés y otras bebidas que les amenizaran la guardia.
Conteniendo un bostezo por el sueño, me dirigí hacia el interior del hospital atravesando la marea de periodistas, que por fortuna no me confundió con nadie que fuera capaz de darles ningún titular. Sin embargo, una vez dentro, el propio director, que parecía estar esperándome, se acercó al trote hacia mí provocando que una oleada de micrófonos y cámaras se lanzara contra las puertas del hospital.
—Bonjour, Doctor Leroy —le saludé sin dejar de mirar la aglomeración de periodistas—. ¿Qué está pasando?
—Ahora se lo explico, doctora, sígame. —dijo con gesto adusto invitándome a dirigirme con él a su despacho.
—¿Es verdad lo que dicen? ¿Tenemos un caso de Ébola en el hospital? —le pregunté cuando estuvimos lo bastante lejos de la entrada y los periodistas de la puerta.
—En realidad, es posible que tengamos tres casos —respondió caminando a toda prisa—. Uno de ellos, el que se encuentra en una fase más avanzada, es el propio doctor Boutin.
—Dios. —murmuré con aprensión; no se sabía de nadie que hubiera sobrevivido a la infección, y Boutin estaba casado y era padre de tres hijos… sin embargo, había algo que no me cuadraba.
—Pero si el doctor Boutin es el caso más grave, ¿por qué me han llamado? Si no hay muertos, no me necesita para nada. —quise que me aclarara mientras él abría la puerta del despacho.
—Estos señores se lo explicarán. —contestó cediéndome el paso a su interior.
Dos hombres ataviados con gabardinas y un gesto muy serio en la cara se encontraban ya en el interior del despacho del director del hospital, uno sentado en un sillón frente a la mesa de Leroy, el otro, apoyado contra la librería del fondo.
—Doctora Lynette Boucher —me saludó el del sillón, que le incorporó para tenderme la mano—. Pierre Brochand, del ministerio de Salud, y éste es Antoine Armand, del Instituto Nacional de Policía Científica.
—Mucho gusto. —dije estrechándole la mano a aquel hombre.
—Siéntese, por favor. —me ofreció señalándome el asiento del que acababa de levantarse; sabiendo cada vez menos de qué iba todo aquello, pensé que lo mejor era obedecer… Leroy se sentó también al otro lado del escritorio.
—Por cuestiones de seguridad nacional, lo que vamos a tratar aquí ahora mismo es un asunto completamente confidencial, de modo que, si decide quedarse, se estará comprometiendo a no decir una palabra sobre lo que aquí se hable fuera de estas cuatro paredes, ¿está de acuerdo?
—Eh… si, supongo. —contesté sintiéndome cada vez más confundida… ¿dónde me estaba metiendo?
El funcionario del ministerio levantó la mirada hacia su compañero, y éste se acercó y dejó una carpeta amarilla sobre la mesa de Leroy, quien la abrió y sacó de ella una hoja de papel que llevaba su firma al pie.
—A las catorce horas del día dos de enero, el doctor Jean Claude Boutin trató en este mismo hospital a un paciente de Ébola llamado Christopher Camille, que acababa de llegar en vuelo directo desde Hong Kong. El paciente comenzó a presentar todos los síntomas de la fase neurológica del mismo brote de Ébola que está arrasando África y que ya ha afectado a Asia y América del sur a las veinte horas de ese mismo día. A las cero horas del tres de enero, el doctor Boutin fue accidentalmente mordido por el señor Camille, convirtiéndose él mismo en un vector de contagio. Entre las cero horas y las ocho horas del día tres, el doctor Boutin infectó por accidente a Adèle Bonnet, su cónyuge, y ambos ingresaron por su propio pie en el hospital la Pitié-Salpêtrière a las diez de la mañana. —leyó con voz grave.
“Su mujer también” pensé apenada… por lo menos no había contagiado a sus hijos.
—A la una y diecisiete de esa misma madrugada se declaró la muerte del doctor Boutin debido a un fallo cardiorrespiratorio —continuó leyendo—. Sin embargo, una vez trasladado a la morgue, a las dos cuarenta y cinco de la madrugada, el doctor Boutin se reanimó y entró en fase neurológica, en la que se encuentra en este mismo instante.
—Disculpe pero… ¿declararon su muerte y se reanimó por si solo hora y media más tarde? —pregunté con suspicacia; no podía creer que estuviéramos hablando de mi jefe, no le había visto desde antes de Nochevieja, y entonces parecía estar tan… sano—. ¿Cómo es posible? ¿Un error?
—No creemos que haya habido error alguno —respondió Armand—. Es por eso por lo que necesitamos una forense que lo examine.
De repente lo vi todo claro… tan claro que no pude contener una carcajada al ver lo que me estaban pidiendo.
—Es una broma, ¿verdad? —exclamé cogiendo la carpeta para leer todo aquello con mis propios ojos—. Dicen que el doctor Boutin se encuentra en fase neurológica en este momento, es, decir, que se mueve y muestra agresividad contra quienes le rodean, ¿y me están pidiendo que le haga una autopsia? ¿Una autopsia a un hombre vivo?
—Tenemos motivos para pensar que, de hecho, el doctor está muerto. —puntualizó Brochand, que no parecía tomarse aquello como una broma.
—¿He escuchado mal? Ustedes mismos han dicho que el doctor se encuentra en fase neurológica —repliqué frunciendo el ceño—. Creo que he tratado con los suficientes cadáveres como para saber que un cuerpo muerto no se encuentra en ninguna fase de nada, salvo de descomposición. Tienen que estar de broma, por supuesto.
No podía creer que me llamaran a las tantas de la mañana para decirme algo así. ¿Es que se habían vuelto todos locos, o toda esa escena no era más que un extraño sueño fruto del alcohol el adulterio premeditado?
—No es ninguna broma, doctora —afirmó Brochand endureciendo el gesto—. Sepa que desde el primer caso hasta la pérdida de control casi absoluto apenas han pasado unos días en todas las ciudades donde se ha extendido la pandemia. Necesitamos saber todo lo que podamos sobre este fenómeno.
—Doctor, por favor, dígame que esto es una broma. —le pedí a Leroy, pero él también parecía estar tomándose aquel asunto en serio.
—Se lo diré sin rodeos, doctora Boucher —insistió Armand—. Después de leer informes poco claros de otros casos, tenemos la sospecha de que la fase neurológica de los infectados se produce post mortem, y que por tanto, estando el infectado ya muerto, su cuerpo recobra algunas funciones vitales. Nuestros superiores nos piden que un organismo independiente certifique que esto es cierto antes de tomar medidas al respecto, y ahí es donde entra este hospital.
Durante unos segundos me quedé sin palabras… ¿muertos que se levantan? ¿Qué locura era todo aquello? No podía creerme que dos tipos del gobierno y el mismo director del hospital estuvieran diciéndome esas cosas. Por quienes eran, tenían que estar hablando en serio, pero por las cosas que decían era imposible que lo estuvieran haciendo. No sabía qué pensar. ¿Sería algún tipo de inocentada, cámara oculta o algo así?
Fuera lo que fuera, sólo tenía la opción de seguir adelante si quería descubrirlo.
—Vale, de acuerdo —accedí intentando mostrarme seria yo también—. Entonces le realizaré la autopsia al cadáver resucitado del doctor Boutin.
Creía que jamás pronunciaría en serio una frase como esa.
—Lo tenemos abajo, en la morgue, la acompañaremos —se ofreció Brochand con evidente satisfacción—. Usted puede quedarse aquí, Leroy. Y recuerde, ni una palabra de esto a la prensa.
—Descuide. —le aseguró el doctor con sumisión.
Salimos por la puerta trasera para evitar a los periodistas, y mientras nos dirigíamos en dirección al edificio de la morgue, ambos se colocaron a mi lado, como si estuvieran escoltándome o me hubieran detenido, lo cual me incomodó un poco.
—Y díganme, ¿por qué al doctor Boutin? ¿Por qué no al primer paciente? —les pregunté para romper el silencio que se había creado de repente.
—Me temo que después de morder a Boutin y atacar a varias enfermeras fue abatido por la seguridad del hospital —contestó el hombre de la policía—. Está muerto, ya no nos sirve para una autopsia.
—Claro, normal… —dije sin poder evitar mostrar una sonrisa ante la ironía.
El primer piso de la morgue del hospital constaba tan sólo de la recepción, una pequeña sala de espera para los familiares, la oficina y el archivo. En el piso inferior se encontraba todo lo que no queda bonito que se viera nada más entrar, es decir, la cámara frigorífica y la mesa de autopsias.
—Coja lo que necesite para ponerse manos a la obra enseguida, la esperaremos abajo con el… paciente. —me indicó Brochand, para acto seguido dirigirse ambos al ascensor.
Dando un bufido, entré en la oficina para coger de mi mesa la grabadora. Me quité el abrigo y la chaqueta y me puse la bata, también me quité el anillo y lo dejé sobre la mesa, junto a la foto de mi marido y mía… esa foto cada vez tenía menos sentido, pero allí seguía. Cuando volviera la guardaría en un cajón; verla me hacía sentir culpable por lo que hacía con Jean Luc cuando él no estaba.
“Vamos allá” pensé cuando estuve lista, intentando también imaginar qué iba a encontrarme al bajar.
Sin embargo, una vez abajo, y pese a que iba previamente advertida, lo que vi sobre la mesa de autopsias me dejó anonadada por completo. Atado de manos y pies como el paciente de un manicomio, se encontraba desnudo el doctor Boutin… aunque ya apenas parecía él. De no ser porque se retorcía, gruñía y lanzaba dentelladas al aire, lo habría podido confundir con un cadáver sin ningún problema de lo pálido que se encontraba. Brochand y Armand esperaban de pie junto al doctor.
—¿Qué…? —exclamé asustada… después de todo, si Boutin había sido infectado, debía ser muy contagioso—. ¿Y quieren… quieren que le haga la autopsia al doctor estando vivo?
—Le repito que no está vivo, doctora. —insistió Brochand.
—¿Cómo no va a estar vivo? —bramé harta ya de tanta tontería—. ¡Mírenlo! ¡Está retorciéndose y gruñendo! ¿De qué va todo esto?
Ambos se miraron durante un segundo, y después fue Armand quien dio un paso hacia mí.
—Sé que es difícil de creer, pero tenemos buenos motivos para pensar que, aunque se mueva, este hombre está muerto —me explicó armándose de paciencia—. ¿Por qué no empieza realizándole un examen superficial y se cerciora usted misma?
Cada vez me gustaba menos todo aquello, pero aun así di un paso hacia el doctor Boutin, coloqué la grabadora sobre la mesa y la puse en marcha.
—Tenga cuidado, que no le muerda. —me advirtió Brochand.
—Doctora Lynette Boucher, hospital la Pitié-Salpêtrière de París, cuatro de enero de 2013, cuatro y veinticinco minutos de la mañana. Fallecido: Doctor Jean Claude Boutin. Comienzo con examen superficial. —recité hacia el aparato para que quedara constancia.
Sólo recordaba haber hecho algo así en la facultad de medicina, cuando en broma un compañero se subió a la mesa de autopsias durante una práctica en un hospital… pero desde luego ese muchacho tenía mucho mejor aspecto que el doctor Boutin.
—Piel púrpura con aspecto ceroso en casi toda su superficie —fui observando—. Lividez en la espalda, los brazos y la parte trasera de las piernas, manos y pies con tono azulado, ojos ligeramente hundidos.
Conforme iba fijándome en cada detalle, aquello se me hacía más incomprensible. El doctor presentaba todos los síntomas de alguien que llevara aproximadamente una hora muerto, pero se movía y me miraba, y cuando lo hacía, conseguía que sintiera escalofríos.
Con un termómetro electrónico le tomé la temperatura, y con un estetoscopio le busqué el pulso… sin éxito.
—Su temperatura ha bajado hasta los veintiocho grados, la grave hipotermia puede ser el motivo por el que no soy capaz de encontrarle el pulso, sin embargo, el sujeto continúa consciente y… activo.
Decir activo era decir poco, el doctor parecía furioso: intentaba morderme, tiraba de sus ataduras y convulsionaba como si se hubiera vuelto loco… era evidente que se encontraba en mitad de la fase neurológica de la nueva cepa de Ébola, pero los demás síntomas eran, como decían los dos hombres, más propios de un cadáver que de un hombre vivo.
—El sujeto presenta una herida de cinco centímetros de largo, probablemente provocada por un mordisco, a la altura del hombro. La herida está infectada y presenta un principio de necrosis. Dado su estado alterado, no puedo saber si sufre dolores.
Aquel examen estaba resultado el más raro de mi vida. Hablar de los dolores que pudiera estar sufriendo el sujeto de una autopsia era, como poco, una locura.
—Doctora, creo que es hora de mirar dentro. —sugirió Brochand.
—¿Mirar dentro? ¿Es que se ha vuelto loco? —exclamé apagando la grabadora al comprender que querían que abriera al pobre doctor en canal—. ¡No pienso hacerlo! ¡Es una locura! ¡Este hombre está en las últimas! ¡Necesita atención médica urgente, no una autopsia!
—¿Volvemos a lo mismo, doctora? —protestó Armand frunciendo el ceño—. Le aseguro que el doctor está muerto. Es más, le garantizo que no sufrirá dolor alguno.
—¿Qué no sufrirá…? ¿Pero es que de verdad se han vuelto locos? —No daba crédito a lo que oía, la sarta de locuras había ido demasiado lejos… realmente querían que le hiciera una autopsia a un hombre que todavía se movía—. Si quieren hacer una película snuff, no cuenten conmigo. ¡Pienso salir ahí fuera y contarle a la prensa lo que están haciendo!
Sin tener un segundo para reaccionar, Armand sacó de su gabardina una pistola y me apuntó con ella en cuanto les amenacé con acudir a la prensa. Asustada, levanté las manos mientras Boutin seguía sobre la mesa gruñendo, gimiendo e intentando liberarse de las ataduras que le mantenían sujeto.
—Creía que ya habíamos acordad que eso no era posible, doctora Boucher —replicó Brochand, más tranquilo que su compañero—. Si es tan amable, necesitamos que haga esa autopsia ahora.
—Ministerio de Salud, Instituto Nacional de Policía Científica… no me lo creo, ¿quiénes sois en realidad? —les interrogué sin bajar las manos; no creía que fueran a dispararme, pero me costaba aparentar que no estaba asustada.
—Dirección General de Seguridad Exterior —confesó Armand todavía apuntándome con su arma—. División de operaciones.
—¿Sois de inteligencia? —Si aquello era cierto, y parecía serlo, significaba que no estaban de broma… si no accedía a lo que me había comprometido, me pegarían un tiro de verdad; esa gente no se andaba con chiquitas.
—Esta pandemia preocupa al gobierno, estamos trabajando en descubrir sus causas y, como es el caso que nos atañe, las consecuencias —me explicó Brochand—. Como ya le hemos dicho, antes de presentar un informe definitivo necesitamos un organismo independiente que confirme nuestros descubrimientos, y nuestros descubrimientos son que esos seres, esos infectados, en realidad están muertos. Así que le repito una vez más: haga la autopsia y saque sus propias conclusiones, doctora.
Con un arma apuntándome no tenía muchas opciones, pero aun así todo me parecía una locura. ¿Cómo iba a determinar que el doctor estaba vivo si le abría en canal antes? Si ese había sido su método, no me extrañaba que hubieran llegado a una conclusión tan absurda.
Pese a todo, puse en marcha la grabadora de nuevo.
—Pro… procedo a la disección.
Con las manos ligeramente temblorosas agarré el bisturí y me dispuse a cortar desde el esternón hasta el abdomen. Si el doctor, en ese estado tan alterado, tenía alguna idea de lo que iba a pasar a continuación, no la manifestó de forma visible; no hizo otra cosa que seguir gruñendo y retorciéndose histérico.
“Lo siento, lo siento, lo siento…” me repetí mientras acercaba la mano a su piel, y sin atreverme a mirar, clavé el bisturí y comencé a cortar.
No hizo el más mínimo gesto de dolor… y el dolor que tendría que haber estado sufriendo debía ser terrible. La sangre brotó de los cortes, pero era una sangre negruzca, casi coagulada, y sin fuerza alguna. Armándome de valor, agarré la sierra radial y comencé a cortar el esternón para acceder a sus órganos internos, los cuales me deparaban otra sorpresa.
—El sujeto no… no presenta ritmo ventricular —dije sin poder creer mis propias palabras—. Su corazón está completamente parado, no hay bombeo de sangre. El resto de órganos parecen estar en buen estado.
—Sáquelo. —ordenó Armand, si es que ese era su verdadero nombre, bajando la pistola.
—¿Qué saque qué? —le pregunté anonadada, ¿cómo podía el doctor seguir moviéndose y peleando por soltarse si no le latía el corazón?
—Su corazón, sáquelo. —repitió el agente de la DGSE.
—Pr… procedo a extraer el músculo cardíaco del sujeto. —le dije a la grabadora.
Cortando las venas y arterias que mantenían el órgano en su sitio, comprobé de nuevo que éstas estaban llenas de esa misma sangre negruzca y coagulada. Era imposible que ese jugo, más parecido a un jarabe, pudiera ser bombeado de forma alguna por el cuerpo.
—He extraído el músculo cardíaco por completo —afirmé con el corazón del doctor Boutin en la mano y sintiendo ganas de echarme a llorar—. El sujeto continúa moviéndose.
No parecía que perder su corazón hubiera afectado lo más mínimo al doctor ni a su vitalidad. ¿Tendrían razón aquellos dos agentes locos? ¿Estaría realmente muerto? Pero entonces, ¿por qué seguía moviéndose? ¿Por qué parecía seguir en la fase neurológica cuando debería estar muerto? Todo aquello estaba resultando ser una experiencia horrible.
Dejé el corazón en una bandeja metálica, y un cuarto de hora más tarde, esa misma bandeja y un par más acabaron llenas con la mayoría de los órganos internos de Boutin. El hígado, los riñones, el estómago, el páncreas… nada parecía afectarle, sólo cuando le quité los pulmones conseguí que dejara de gruñir, aunque siguió intentándolo pese a no tener ya aire que expulsar.
—El sujeto tendría que estar muerto —expresé en voz alta fulminando con la mirada a los dos agentes—. ¿No es lo que querían? Pues ahí lo tienen: está muerto… aunque se mueva, está muerto ¿hemos acabado ya?
Brochand negó con la cabeza.
—El cerebro —me indicó—. Quiero que le abra el cerebro.
Lo único que faltaba era que sin cerebro siguiera moviéndose… entonces la medicina y yo habríamos terminado para siempre, dejaría mi puesto de trabajo y me uniría a alguna orden religiosa; sería la prueba de que lo sobrenatural existe.
Abrir el cráneo de mi antiguo colega no fue sencillo, ambos agentes tuvieron que sujetarle bien la cabeza para que yo pudiera retirar el cuero cabelludo y cortar el hueso… y nada más hacerlo, buena parte del cerebro se derramó por la mesa, como si de alguna manera se hubiera licuado hasta adoptar la textura de una pasta grisácea y repugnante.
—La mayor parte del cerebro parece haberse descompuesto hasta quedar irreconocible —dije en voz alta para que la grabadora lo recogiese—. Del lóbulo frontal sólo permanece intacta la región posterior y el campo frontal ocular. La corteza prefrontal ha desaparecido por completo.
No podía creer que con más de medio cerebro licuado Boutin siguiera vivo.
—El lóbulo parietal y el lóbulo temporal han desaparecido también… lóbulo occipital muy dañado, cerebelo e hipotálamo inflamados por causa desconocida y… ¡Dios!
Al tocar en el hipotálamo, Boutin tuvo un espasmo tan violento que me hizo caer de espaldas al suelo. Se escuchó un crujido como el de huesos rotos y los dos agentes se lanzaron sobre el doctor cuando éste se incorporó. Con el espasmo, el muy bruto se había roto los huesos de la mano, y gracias a eso pudo liberarse de las ataduras de cuero que le mantenían sujeto simplemente deslizando sus destrozadas manos por el estrecho hueco.
—¡Túmbalo! —gritó Brochand—. ¡Ah! ¡Ah!
Al echarse sobre él, Brochand había dejado su cuello demasiado expuesto, y Boutin aprovechó la ocasión para morderle. Cuando se logró apartar de él, un auténtico manantial de sangre salpicó toda la sala de autopsias.
—¡Oh Dios! —gemí mientras Brochand retrocedía dando trompicones y echándose la mano al cuello, intentando inútilmente detener la hemorragia
Gateé hacia él para atenderle mientras su compañero intentaba mantener sujeto a Boutin.
—Deje que le ayude. —le dije a Brochand apartándole la mano y echándole un vistazo a la herida; su aspecto era terrible, el doctor le había arrancado un buen pedazo de carne y había seccionado por completo la artería… no tenía forma de detener una hemorragia así.
—¡Matado! —balbuceó—. Esa cosa me ha matado…
Tambaleándose, se puso en pie y cogió su pistola, y yo me aparté de su camino y me arrastré hasta la puerta que daba a la habitación donde se encontraban las cámaras frigoríficas. Brochand fue hacia Boutin, dejando un reguero de sangre por todas partes, mientras éste seguía forcejeando con Armand dispuesto a acabar a tiros con el aparentemente inmortal doctor. Armand, al ver las intenciones de su aturdido compañero, soltó al doctor para encararse con su compañero.
—¡No! ¡Lo necesitamos vivo! ¡Necesitamos la autopsia! —le recordó, pero Brochand, que estaba fuera de sí, apuntó al cuerpo de Boutin y un sonido como de un trueno sonó dentro de la morgue.
Cerré los ojos y me tapé los oídos. Cuando volví a abrirlos, Armand y Brochand estaban forcejeando, mientras que Boutin seguía sobre la mesa de autopsias dando manotazos al aire tratando de agarrar a cualquiera de los dos.
Debido al forcejeo, ambos acabaron cayendo encima del doctor, volcando la mesa en el proceso; luego se escuchó un disparo y Armand cayó al suelo inmóvil. Brochand se incorporó con dificultad, pero no fue el único que lo hizo; Boutin también se puso en pie desparramando por el suelo sus tripas, el único órgano interno que le quedaba, y se lanzó contra Brochand como un animal rabioso. El agente dio un grito antes de volver a disparar, la bala alcanzó a Boutin, y vi perfectamente como le atravesaba para terminar incrustándose en los azulejos de la pared, pero eso no detuvo al descuartizado doctor. Dos disparos más, tres, pero ninguno sirvió de nada, y al final mi antiguo jefe terminó echándose encima del agente de la DGSE.
Ante los gritos que el pobre hombre emitía mientras Boutin le desgarraba a mordiscos, decidí que no podía soportarlo más y me metí en la habitación de las cámaras frigoríficas dejando al doctor devorando vivo a Brochand. Sin embargo las sorpresas estaban lejos de acabarse… del interior de las cámaras que se encontraban al fondo de la habitación me llegó un sonido como de manos golpeando el metal, como si todos los cuerpos que hubiera allí dentro estuvieran vivos y reclamaran ser liberados…
—Dios… ¡Oh Dios! ¿Qué está pasando? —gemí antes de comenzar a llorar.


2 comentarios:

  1. Me gusta. Aunque no tengo claro que el cadáver pudiera incorporarse estando abierto en canal. Los músculos abdominales estarían seccionados y no se podría hacer fuerza para incorporarse ¿no?

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  2. No soy experto en anatomía, pero pienso que con los músculos lumbares y de la espalda deberían ser suficientes para ello. En la típica imagen de un zombi con las tripas colgando estarían involucrados los mismos músculos y pueden andar.
    De todos modos, aunque no pudieran incorporarse del todo, en el relato solo tiene que dar dos pasos, y esos se pueden dar a trompicones si hace falta.

    Pd: Gracias por opinar.

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