VICENT
Los gritos eran lo
peor.
No los gemidos de
aquellas criaturas, a ese desquiciante sonido podías llegar a acostumbrarte
porque, a fin de cuentas, no era más que las vacías voces de los que ya estaban
muertos. Lo que me hacía perder el juicio eran los gritos de la gente normal,
la gente a la que teníamos que proteger y que estaba muriendo… en resumen, el
lamento de los vivos.
Todos los planes
habían fallado, y lo habían hecho porque no estábamos ni remotamente preparados
para lo que se nos venía encima. Pensábamos que sí, pero era mentira, un
engaño, una ilusión tras la que nos escudábamos para sentirnos seguros, y
cuando las defensas no resistieron el embiste de los muertos al otro lado, las
puertas acabaron cediendo, y las miles de personas que habían buscado refugio
en el Rico Pérez comenzaron a morir. Fuera, los muertos vivientes se contaban
por decenas de miles, y tenían hambre de la carne viva que se encontraba
dentro.
Los gritos eran lo
peor… gritos de auténtico terror y sufrimiento, llantos de niños y adultos, de
hombres y mujeres, de civiles y también de otros militares como yo.
Un hombre y una
mujer pasaron corriendo frente a mí. Él cargaba en sus hombros a un niño que no
tendría más de cinco años y que no dejaba de llorar. Pude ver el miedo y la
desesperación en el rostro de los tres mientras huían, intentando salvar sus
vidas de la masacre que se estaba produciendo a tan sólo unos metros de ellos.
Me vieron acurrucado en mitad del pasillo, asustado y completamente paralizado
por los nervios, y ni siquiera tuvieron la decencia de lanzarme una mirada de
reproche por no estar peleando, como era mi deber, que me diera las fuerzas que
me faltaban para salir de nuevo a aquel horror.
Sin prestarme
ninguna atención, siguieron corriendo hacia los vestuarios, pero yo sabía que la
suya era una carrera inútil. Los tres estaban muertos… estábamos todos muertos
en realidad. Los reanimados eran demasiados.
Como soldado del
ejército español, mi deber y el de mis compañeros era proteger a toda esa
gente, pero habíamos fallado. Ellos fueron a la zona segura porque les dijimos que
era el único lugar donde podían encontrar protección, y sin embargo el refugio
se había convertido en una trampa mortal. Para más inri, llegado el momento de
combatir a los muertos vivientes, el valor me falló y acabé buscando un
escondite tan lejos del campo de batalla como me fue posible. No era un
sentimiento racional por mi parte, sabía que estaba condenado desde el momento
en que atravesaron las puertas, pero aun así, el instinto me decía que me
escondiera, que me aferrara al poco tiempo de vida que me quedaba.
Alguien había
encendido un fuego, lo veía arder en la oscuridad de la noche entre las gradas.
El fuego acaba con ellos del mismo modo que consumía la carne de cualquier
persona viva, pero ya era imposible acabar con todos. Habían ganado y no hacían
prisioneros, se los comían.
Otro grupo de
gente viva, éste formado por al menos diez miembros, pasaron corriendo también
en dirección a los vestuarios. Dos de ellos tenían manchas de sangre en los
brazos, y uno se agarraba dolorido una herida reciente. Instintivamente pensé
que el herido había tenido mala suerte, pero la verdad era que todos estábamos
igual de jodidos. Su herida era irrelevante, el resto íbamos a tener heridas
similares en cuanto no quedara lugar al que correr. Él al menos ya había catado
lo que los demás íbamos a sufrir tarde o temprano.
Habían cogido el
fusil de un compañero caído, o quizá se lo habían robado a uno que seguía en
pie, qué más daba ya… si eran inteligentes, se pegarían un tiro y acabarían con
todo. Esa sería una muerte rápida, indolora y mucho menos cruel que la que la
mayoría iba a padecer esa noche.
Nunca fui
religioso, pero aun así recé, recé con todas las fuerzas de las que disponía.
¿Qué otra cosa se puede hacer cuando ya no se puede hacer nada? No recé por mi
vida, eso ya estaba perdido, recé porque alguien hubiera podido salir de este
infierno, recé porque los gritos se detuviesen y recé por encontrar el valor
cuando me llegara la hora.
Como si hubiera
escuchado mi plegaria, uno de aquellos seres apareció en el pasillo doblando la
esquina. Cuando estaba viva debía haber sido una chica mona, con un bonito pelo
castaño y un cuerpo esbelto, pero en ese momento no era más que un cadáver
andante que se tambaleaba como alguien que ha bebido demasiado, con la mirada
perdida y un gesto perpetuamente inexpresivo grabado en una cara demacrada por
la descomposición.
Cuando giró la
cabeza, pude sentir cómo sus pupilas se clavaban en mí. Me había enfrentado a
seres como ella demasiadas veces desde que toda aquella locura empezara, pero
nunca me había sentido tan asustado ante uno. Definitivamente había perdido el
valor por completo.
La mujer estiró
torpemente las manos y su boca se abrió para liberar un lastimoso gemido. Su
pelo estaba lleno de coágulos de sangre, y medio pómulo le había sido
arrancando de un mordisco. Gotas de sangre resecas le manchaban toda camisa,
que se encontraba desgarrada por varios sitios… su aspecto era tan lamentable
que costaba pensar que alguna vez había sido una persona viva.
Dudo que
recuperara el valor repentinamente, debió ser el miedo en realidad lo que me
impulsó a actuar, pero casi sin darme cuenta levanté el fusil, apunté a su
cabeza y disparé. El impacto le entró por la frente, destrozándole lo que le
quedaba de cara, y salió por detrás salpicando una sangre muy negra por todas
partes. El cuerpo cayó al suelo inerte y definitivamente muerto.
—Descansa en paz,
fueras quien fueras. —murmuré al tiempo que me santiguaba contemplando el
cadáver de esa desafortunada mujer. Deseé tener yo su suerte y que alguien me
matara del todo cuando esos seres me acabaran atrapando.
Más allá del
pasillo, ya dentro del campo de futbol, la situación seguía siendo espantosa.
Miles de personas gritaban de terror al ver la muerte cayendo sobre ellos,
gritaban de dolor al ver a sus seres queridos siendo devorados vivos por esa
jauría de muertos hambrientos, y también gritaban cuando eran ellos los que
acababan siendo devorados.
Una sonrisa cruzó
mi cara mientras contemplaba cómo la sangre coagulada fluía como un espeso
jarabe de la cabeza de la muerta. Lo que acababa de hacer era una soberana
estupidez, la mujer a la que había matado en realidad llevaba mucho tiempo
muerta… si, quizá todavía se moviera, pero estaba muerta, su consciencia ya
estaba muy lejos de todo aquello. Y al darme cuenta de eso, repentinamente
comprendí que matar a los muertos era tan estúpido como sonaba, sólo servía
para desperdiciar balas inútilmente. Matarlos para salvar tu vida o la de otros
tenía sentido, pero allí ya estábamos todos perdidos. ¿Por qué seguir acabando
con ellos si a ellos les daba igual?
Quizá sólo fuera
un pensamiento demente producto del miedo que me atenazaba, pero creí ver muy
claro qué era lo que tenía que hacer… de hecho, eso era lo único que había
visto claro desde que empezó la invasión de la zona segura. Estando todos
condenados, la única acción provechosa era librar del sufrimiento de una muerte
horrible a cuantos pudiera antes de caer yo mismo.
Impulsado por esa
repentina convicción, respiré profundamente y salí al campo de juego, como si
fuera el jugador estrella de algún equipo de futbol. Pero la escena que tuve
que contemplar al pisar la hierba poco tenía que ver con un partido de liga. Los
reanimados habían tomado casi todo el campo y lo habían teñido de sangre a su
paso. Antes de que las defensas se vinieran abajo ya teníamos un pequeño
problema de hacinamiento, nuestra llamada había atraído a demasiada gente, y
apenas quedaba espacio y recursos para alojarlos a todos en el área de que
disponíamos; pero para los muertos andantes eso era como un banco de peces para
un barco pesquero. Cientos, si no miles de víctimas de las ansias de sangre de
los muertos yacían por todas partes.
Las tiendas de
campaña distribuidas por todo el campo que antes alojaban a los refugiados
habían sido derribadas por la marabunta humana que intentaba huir. Algunos aún
corrían de un lado para otro entre gritos y sollozos, intentando escapar de sus
perseguidores que, aunque más lentos, eran completamente implacables y no
tenían piedad.
No vi a ninguno de
mis compañeros en los alrededores. Lo más probable era que la mayoría hubieran
muerto defendiendo la entrada, pero aun así se podían oír disparos a los lejos…
alguien debía quedar luchando por su vida en el estadio.
Un hombre medio
calvo y cubierto por un abrigo negro salió corriendo de entre dos tiendas
derribadas con tres muertos vivientes a la espalda. Al verme se sintió aliviado,
y razones tenía…
—¡Por Dios,
ayúdame! —suplicó señalándome a sus perseguidores con una mano temblorosa, como
si no pudiera verlos yo mismo.
Su cara cambió a
un gesto de confusión cuando a quien apunté fue a él, un gesto que no le duró
mucho después de que una bala le atravesara la cabeza como un minuto antes se la
había atravesado a la mujer muerta.
—De nada. —le dije
después de tragar saliva. Aun habiéndolo hecho de forma piadosa, quitar una
vida a alguien no era fácil, y las manos comenzaron a temblarme cuando la idea
que en mi cabeza había estado mucho más clara un momento antes se volvió dudosa…
por un momento temí haber hecho una locura.
Cuando los tres
perseguidores de aquel hombre llegaron a mi altura, tuve que reaccionar y
moverme. Moralmente cuestionable o no, no iba a desperdiciar balas con ellos, eso
era una tontería, así que corrí entre reanimados y tiendas de campaña como no
había corrido nunca, y pasé al lado de un grupo de seis o siete de ellos que
estaban devorando a otro desdichado en el suelo. El pobre infeliz aún movía el
brazo hacia el aire rogando ayuda mientras le destripaban vivo. Él no iba a
tener suerte, no tenía forma de acercarme y acabar con su sufrimiento sin que
alguno de sus asesinos se me echara encima.
Un poco más
adelante, una mujer de piel oscura, seguramente de origen marroquí, corría
dando gritos e intentando evitar que dos muertos la agarraran, pero sin poder
evadirlos terminó acorralada por otros tres con los que se topó de frente. Los
reanimados se abalanzaron contra ella y comenzaron a desgarrarla a base de
mordiscos. Afortunadamente a ella sí que pude meterle una bala entre las cejas
antes de que acabara como el hombre de antes.
Fue mucho más
sencillo hacerlo la segunda vez. Era una estupidez haber dudado, ¿acaso no era
más piadoso acabar con ellos de un indoloro e instantáneo disparo que dejarles
morir descuartizados como animales?
A lado de la
portería todavía quedaba una tienda de campaña de buen tamaño en pie, y un grupo
de muertos estaba entrando dentro. De su interior surgían gritos, que por lo
agudo que eran atribuí a niños. Los cadáveres andantes, por lo menos cinco o
seis, acudían como locos atraídos por el olor de la carne viva, y los ocupantes
de la tienda comenzaron a patalear histéricos hasta que la tienda cedió y cayó
sobre ellos, convirtiéndose en bultos atrapados dentro de la tienda con un
montón de monstruos caníbales dentro deseando devorarlos.
No sabía cuándo
había empezado a llorar, pero tenía lágrimas en la cara. No podía entrar ahí a
matarlos, pero dejarlos morir de esa forma me parecía aún peor. Después de todo,
sólo eran niños.
Normalmente no nos
permitían llevarlas dentro de la zona segura, pero cuando los reanimados
llegaron a las puertas se nos armó a todos los soldados con una granada de
mano, y yo aún llevaba la mía colgando del cinturón. Ignoraba si tendría las
fuerzas necesarias para hacerlo, pero la cogí y me acerqué a la tienda con ella
en la mano. Dos de los reanimados que atacaban a los niños seguían fuera porque,
cuando se les desarmó delante de sus narices, fueron incapaces de encontrar la
forma de entrar a la tienda. Intenté evitarlos dirigiéndome hacia el flanco
posterior de la misma.
Los gritos de
terror de aquellos críos me desgarraban los oídos mientras se retorcían bajo la
tela, acompañados por los cuatro muertos vivientes que si habían logrado alcanzarles.
Tenía que darme prisa o esos chiquillos lo pasarían muy mal antes de morir, así
que rajé la tela con mi machete para abrir un pequeño hueco por el que poder
meter la granada. Le quité el seguro y respiré profundamente… la explosión y la
metralla a tan corta distancia serían suficientes para matarlos al instante,
sin sufrimiento, sin dolor.
Llegado el momento,
abrí el hueco de la tela y eché la granada en el interior. Ya iba a salir
corriendo cuando una pequeña manita logró encontrar el agujero y sacar la mano
fuera.
—Lo siento, lo
siento mucho. —susurré aun sabiendo que no podía escucharme por encima de los
llantos de sus amigos, familiares o lo que fueran entre si esos críos.
Me marché
corriendo de allí, no quería pensar en lo que había hecho porque podía volver a
derrumbarme, y no me podía permitir eso otra vez.
La granada explotó
y yo caí al suelo de rodillas. No por la explosión, me había alejado lo
suficiente como para no tener que preocuparme por eso, sino porque necesitaba vomitar.
¿Cómo habíamos
llegado a esa situación? Se suponía que las zonas seguras eran el único lugar a
salvo de los muertos vivientes, les habíamos pedido a los civiles que vinieran
encarecidamente cuando ya no tenían otra opción si querían vivir… ¿cómo podía
haber acabado todo así de mal?
La distracción
casi me sale cara, un reanimado me clavó una mano putrefacta en el hombro y se
abalanzó contra mi cuello. Reaccioné a tiempo y con la culata del fusil puse
espacio entre su boca y yo mismo. Después, de un empujón lo tumbé en el suelo y
pude verle cara a cara.
Andaba descalzo,
con unos pantalones imposibles de reconocer de lo destrozados y sucios que se
encontraban, no llevaba camisa y su pecho estaba cubierto de heridas
infectadas, mordiscos si mis ojos no me engañaban. Su rostro era tan inexpresivo
como el de todos los suyos, y no pude determinar su edad, aunque calculaba que
había pasado de los cuarenta hacía tiempo.
De nuevo no me
molesté en dispararle, lo único que hice fue marcharme de allí todo lo rápido
que pude para así alejarme de él y de la tienda de campaña. No quería ni mirar
atrás para ver los efectos de mi granada, prefería no saber cómo había terminado
aquello porque vomitaría otra vez.
Llegué hasta el
otro lado del campo sin cruzarme con ninguna otra persona viva. ¿Sería posible
que yo fuera de los últimos que habían quedado en pie? Parecía difícil de
creer…
Los reanimados que
había ido dejando atrás me andaban siguiendo, eran por lo menos cincuenta y
todos me miraban hambrientos con ojos vidriosos y rostros cadavéricos. Apartando
a un par de muertos que se interpusieron en mi camino con el fusil, salí del
césped y entré al interior del estadio pensando que si quedaba alguien con vida
se encontraría allí. De un disparo acabé con la poca vida restante de un hombre
que tenía un mordisco en la muñeca antes de que pudiera pedirme socorro, y
siguiendo el largo pasillo que recorría todo el estadio me encontré con
pequeños grupos de muertos vivientes devorando los cadáveres de a quienes
habían logrado cazar.
Finalmente me topé
con otros soldados en las escaleras. Eran tres, iban armados también con
fusiles y pude ver en sus caras el mismo miedo que había tenido yo unos minutos
atrás, antes de darme cuenta de que ya estábamos muertos, y de lo que debía
hacer. Alrededor de ellos había como una docena de cuerpos tirados en el suelo,
que por el estado de descomposición y el olor que desprendían sólo podían ser
reanimados abatidos. Era posible que tuvieran tanto miedo como yo, pero éste no
les había paralizado, y les odié por eso.
Al verme llegar me
hicieron un gesto para que me acercara. No tenía intención de dispararles, ellos
tenían armas, tenían la capacidad de matarse a sí mismos cuando llegara el
momento. Dos aún conservaban el casco, pero el otro debía haberlo perdido en la
batalla. De los dos con casco, uno se pasaba la lengua por los labios a cada
momento, y el otro tenía todo el cuerpo lleno de pecas.
—¡Ven! Arriba hay
civiles ¡Ayúdanos a cubrir la escalera! —me pidió el que estaba más adelantado,
el de las pecas.
¡Menudos idiotas!
Les habría disparado por estúpidos. Había muchas más escaleras que seguro que
nadie estaba cubriendo y por donde podían subir los reanimados, y aunque no
fuera así, ¿cuatro soldados para luchar contra una horda infinita de muertos
vivientes?
“¡Gilipollas!
Subid arriba y matad a los civiles limpiamente antes de que los muertos los
devoren” me hubiera gustado gritarles, eso y muchas más cosas, pero también
tenía preguntas que hacerles, de modo que me acerqué a ellos y me coloqué en
posición de cubrir la escalera.
—Las salidas, por
donde no había reanimados, ¿las abrieron? —les pregunté.
—Sí, tío, una de
las laterales —respondió el que no llevaba casco. Debía tener mi edad, y no lo
había visto antes, igual que a los otros dos. Habíamos sido más de quinientos
hombres protegiendo la zona segura, de modo que era imposible llegar a
conocerlos a todos—. Era tarde, para cuando la abrimos, ya no pudieron escapar
demasiados, pero vi salir al menos a cien personas, y sigue abierta, así que
supongo que alguien más lo habrá hecho. De la otra no sé nada.
Era un alivio
saber que por lo menos unos cuantos lograron escapar. La mayoría de las salidas
habían sido selladas a cal y canto para evitar tener que vigilarlas y para que
los seres tuvieran menos puntos de entrada, así que no sabía exactamente
cuántas salidas había allí, pero sí que la que utilizaban los que tenían
misiones fuera del estadio antes que de los muertos la bloquearan con su número
era la principal, y también que había un par más en los laterales.
—Si son listos,
irán al sur, hacia el castillo de San Fernando. Allí seguro que no hay
demasiados de estos mierdas. —masculló el pecoso. Uno de esos mierdas se acercó
desde el fondo del pasillo. Lo encañoné, igual que hicieron los demás, pero
nadie disparó. Aún esperaríamos a que estuviera mucho más cerca para eso, los
muertos vivientes eran previsibles en sus movimientos, y un tiro certero valía
por dos—. Luego… no sé, podrían intentar bajar hasta la estación y salir de la
ciudad por las vías del tren, ¿no creéis?
Me detuve a pensar
sobre ello durante un segundo. Para seguir la ruta que sugería tendrían que
atravesar sanos y salvos la avenida de Salamanca. Un grupo de soldados lo
tendría bastante difícil, por el centro de la ciudad los reanimados se contaban
por millares, pero para un grupo grande de civiles era imposible. Sólo su número
podría salvarles: mientras la mayoría morían, algunos podían conseguir huir… era
descorazonador pensar en ello.
—Mejor que
nosotros van a estar. —continuó el que no llevaba casco, y no pude sino darle
la razón. Los que habían logrado salir al menos tenían una oportunidad.
Apretó el gatillo
y acabó con la miserable existencia del reanimado al que todos apuntábamos. No
fue un mal disparo, en pleno centro de la frente.
—¡Mierda! —gruñó
enseguida el tercer soldado.
Por el pasillo se
acercaba una horda numerosa de muertos vivientes… demasiado numerosa. ¿Podrían
haber sido los que me iban siguiendo? Era una posibilidad, no había forma de
despistarles en tan poco espacio, y al entrar debían haber visto por qué lado
del pasillo giré. Lo fueran o no, lo que hicimos fue empezar a disparar contra
ellos.
Cayeron varios…
dos, tres, cuatro, seis, tres más unos segundos después… pero no les estábamos
diezmando, se acercaban demasiados como para que unas cuantas bajas se notaran.
—¡Mierda, mierda y
mierda! —maldijo el de las pecas dando un paso atrás.
Todos lo dimos con
él, y fuimos retrocediendo por la escalera conforme ellos se iban acercando,
pero nos ganaban terreno paso a paso.
—¡Dispersémonos! —les
propuse dejando de disparar. ¿De qué valía matar a uno o a diez más si había
cientos de ellos?—. Van a subir igual, intentemos dividirlos.
Eso último podía
ser verdad, pero me daba igual que lo fuera o no porque mi intención real era
apartarme de ellos y encontrar a los civiles. Tenía que matarlos antes de que esa
horda que se acercaba llegara hasta ellos y murieran igual, pero de una forma
mucho más cruel.
Asustados como
estaban, no pudieron rechazar un plan que suponía retroceder, así que me
hicieron caso, y cuando terminamos de subir las escaleras el pecoso se paró
para acabar con unos pocos más, mientras que los otros dos se largaban cada uno
a un lado del pasillo.
—¡Corred! ¡Corred!
—gritaban mientras ellos mismos seguían sus propias indicaciones.
“¿Correr a dónde?”
pensé con desdén. Las tres salidas quedaban más allá de nuestra capacidad para
llegar hasta ellas, así que estábamos atrapados, los muertos subían por las
escaleras y a esas alturas también debían estar esperándonos en ambas
direcciones de los pasillos superiores.
El pecoso se fue
por una dirección cuando se cansó de disparar a los que subían, y yo me fui
corriendo por la otra, precedido por el soldado sin casco y un grupo de civiles
que corría delante de él. Al pasar junto a la salida a las gradas varios de
ellos se separaron del grupo principal y tomaron esa dirección. Esos serían los
afortunados. El soldado siguió adelante con la mayor parte del grupo, sólo él
sabía a dónde, y yo seguí a los otros.
La visión del
campo de futbol desde un piso más arriba era dantesca. Docenas, cientos o quizá
miles de muertos vivientes caminaban de un lado a otro, devoraban los cuerpos
de los que acababan de matar, buscaban nuevas víctimas en las pocas tiendas de
campaña que quedaban en pie o simplemente merodeaban, que es lo que hacían
siempre que no tenían a nadie contra quien lanzarse.
El grupo de vivos
que seguía estaba compuesto por seis personas, dos de ellos debían ser pareja
por cómo se cogían de la mano el uno al otro, y todos eran jóvenes, sólo la
pareja y otro más debían tener más años que yo. Asegurándome de tener balas
para todos me acerqué a ellos, estaban hablando entre sí, mirando en todas
direcciones buscando una escapatoria a aquel horror. Al verme, una chica rubia
y larguirucha se me acercó. Era bastante guapa, con unos ojos verdes
espectaculares… lástima que fuera a morir.
—¡Podemos ir por
allí! —gritó para hacerse oír por encima del ruido de la masacre que estábamos
presenciando—. Pero sólo si nos ayudas.
Me señaló la
entrada al vestuario, justo al otro lado del estadio y a nivel del suelo. Tan
sólo cuatro muertos vivientes se interponían en el camino que pretendían
seguir.
No era extraño que
hubiera tan pocos porque a los cadáveres andantes les resultaba difícil
desenvolverse entre escalones. Eran demasiado torpes para subirlos con soltura
al carecer de la coordinación necesaria para ello, y bajando solían ser más
rápidos porque la mitad terminaban cayendo rodando y arrastraban consigo a la
otra mitad.
—Es la salida que
desbloquearon —insistió la chica—. Ahora está abierta, si nos abres paso con tu
arma podemos escapar.
Me detuve un
segundo para meditar sobre su idea al darme cuenta de que cabía la posibilidad
de que fuera realizable. Llegar corriendo hasta el otro lado no era muy
difícil, en la grada apenas había reanimados, y si la puerta estaba abierta
como ella decía, era una oportunidad a considerar. El inconveniente era que no
sabía lo que podíamos encontrarnos una vez en el interior del estadio, pero por
lo demás, podía funcionar.
—Tengo esto —añadió
sacando una granada de mano de un bolsillo de su chaqueta—. Se la cogí a un
soldado muerto, a lo mejor ayuda…
Aunque no me hacía
gracia volver a sujetar una granada después de lo que había tenido que hacer
con la última, se la quité de la mano rápidamente. Nadie debería jugar con una
granada de mano, pero mucho menos una civil que no sabía manejarla.
—La llevaré yo,
vamos. —respondí colocándome en la cabecera del grupo para abrir la marcha.
No perdía nada por
intentar buscar una salida con ellos. Si al final no había otra solución,
siempre podía dispararles como pretendía, pero si encontrábamos un lugar por
donde escapar, les habría salvado la vida llevándoles hasta él… no había
cuestiones que hacerse.
Llegamos hasta el
otro grado de la grada moviéndonos entre los asientos, y sin más contratiempo
que un cadáver casi completamente devorado que se había revuelto al vernos
pasar y había agarrado a la chica rubia del brazo. El pobre desgraciado ya no
tenía la musculatura necesaria para alzarse y morder, así que de un golpe con
la culata del fusil hice que aquel monstruo la soltara.
No hubo tiempo de
que me diera las gracias, teníamos que continuar o llamaríamos la atención de
más reanimados.
En cuanto bajamos
unas cuantas filas tuve que cargarme a dos muertos más, no sin cierto fastidio al
darme cuenta de que esas balas podía necesitarlas para las personas que me
acompañaban si el camino que estábamos siguiendo resultaba ser un callejón sin
salida. Finalmente entré bajo techo de nuevo cuando saltamos de la grada y nos
metimos por el pasillo que llevaba a los vestuarios. La salida de la que habían
hablado no quedaba muy lejos, pero los muertos vivientes ya habían llegado
allí.
Me alarmé al ver
cómo un reanimado a mi lado devoraba el cuerpo de un hombre tirado boca abajo.
Sin embargo, al tener comida que llevarse al estómago, no me prestó la menor
atención. Yo tampoco le presté atención por el momento, me limité a buscar la
salida con la mirada, y no me hizo ninguna gracia lo que vi cuando la encontré.
Había una verdadera jauría de muertos custodiándola. La mayoría de ellos estaba
en el suelo, devorando a la gente que había intentado salir y no lo habían
conseguido, los cuales no eran preocupantes porque estaban ya ocupados, como el
que tenía al lado. El verdadero problema era la docena que aún estaba de pie,
merodeando entre sus congéneres y los cuerpos que se habían convertido en su
almuerzo.
Si éramos rápidos
podríamos pasar la mayoría de nosotros, pero lo más probable era que cogieran a
alguien, y si disparaba para matarlos, estaríamos aún más perdidos, porque el
ruido llamaría la atención de los que comían y se unirían al ataque.
Cuando los demás
se colocaron a mi espalda, el reanimado que tenía al lado levantó la vista y me
lanzó un gruñido antes de que le reventara la cabeza contra la pared de una
patada. La bota y el pantalón se me llenaron de sangre, y algunas gotitas
llegaron incluso hasta mi cara, pero la criatura murió. El grupo apartó la
vista cuando los restos destrozados de la cabeza del muerto cayeron al suelo… me
pareció realmente patético que tuvieran tantos remilgos después de ver morir a
miles de personas delante de sus narices un momento antes.
—Hay muchos, ¿qué
hacemos? —preguntó el hombre que agarraba la mano de su mujer como si tuviera
miedo de perderla si la soltaba.
Sólo había una
cosa que podía hacer para sacarlos a todos de allí, no era el mejor de los
planes, pero era el que se me había ocurrido.
—Vamos a correr
hacia la puerta, ignorad a los reanimados. —les indiqué señalando la salida con
el dedo. En sus rostros pude ver la confusión producto de las ansias por salir
de allí y el miedo por tener que atravesar una horda de esos seres para
conseguirlo—. Yo dispararé a los que se acerquen, eso llamará la atención de
los demás, pero para entonces ya estaremos fuera.
Esperaba que
funcionara. En mi cabeza sonaba bien… bueno, sonaba jodidamente mal, pero podía
funcionar. Si no lo hacía, moriría como un héroe de mierda intentando salvar
sus vidas, lo que no estaba nada mal para alguien con facilidad para quedarse
bloqueado por el miedo.
—Esto no va a
salir bien… —murmuró temerosa la chica rubia.
—Saldrá bien —insistí
yo, sabiendo que “bien” era un término muy relativo. Al menos confiaba en que
la mayoría de ellos lograra escapar—. No hay tiempo que perder. ¡Vamos!
Fuimos corriendo, pero
en esa ocasión no abrí yo la marcha. Me quedé detrás porque los que iban
delante era probable que pudieran salir sin problemas, pero los más rezagados necesitarían
que les abriera paso.
Y así ocurrió. La
chica rubia y el matrimonio, que eran los primeros, saltaron por encima de un
cadáver, y para cuando los reanimados se dieron cuenta de que estábamos allí ya
estaban casi al lado de la puerta. Disparé a los dos más cercanos. A uno lo
maté, pero al otro sólo le di en el cuello.
Los muertos
vivientes que comían en el suelo se enderezaron al escuchar el sonido de más de
mis disparos, con los que conseguí abatir al que había alcanzado antes y a otro
más. El matrimonio y la chica tocaron la puerta, y los otros tres estaban
cerca, pero los muertos nos acorralaban contra la pared cada vez más.
Los tres de la
delantera se perdieron por fin fuera del estadio de futbol… tres estaban a
salvo, los había salvado, y tal y como estaban las cosas eso era mucho. A
partir de entonces tendrían frente a ellos el reto de atravesar una ciudad de
Alicante arrasada por hordas de muertos vivientes hasta poder ponerse a salvo,
si es que podían ponerse a salvo en algún lugar.
Los demás, sin
embargo, nos encontrábamos en un apuro mayor. No podía mantener un ritmo
aceptable de muertes, y cuando se me acabaran las balas no tendría tiempo ni para
recargar antes de que nos cogieran.
Sin pensarlo más,
puse el modo automático. No podría matarlos disparando a lo loco, pero con los
impactos de las balas les empujaría hacia atrás.
—¡Rápido, joder! —les
grité a los tres que quedaban por salir, e inmediatamente abrí fuego.
Las balas se
lanzaron disparadas contra los cuerpos de los muertos abriéndoles profundas
heridas que salpicaban una sangre espesa y negra, y durante un segundo eso los
retuvo. Las balas se acababan siempre más rápido de lo que a uno le gustaba en
modo automático, y enseguida me vi sin munición.
Otro logró salir,
un muerto le dio un tirón y le rasgó la chaqueta, pero salió. El siguiente le
dio un empujón al mismo reanimado y pudo salir también. Sin embargo, nadie más
escaparía de la masacre. Por lo menos cuatro de ellos bloquearon la salida, y
yo ya había tenido que zafarme de dos a golpes… los teníamos encima, estábamos
perdidos.
Mi último
acompañante, una mujer morena en la que no me había fijado demasiado antes, dio
un grito desgarrador cuando un reanimado le mordió en el brazo, arrancándole un
buen pedazo de carne en el proceso. Ya estaba muerta, aunque pudiera quitarle a
los reanimados de encima, no valdría de nada, la infección la mataría
igualmente. El problema era que yo iba detrás de ella, y por lo tanto también
estaba muerto.
No teníamos
escapatoria, la puerta había sido completamente bloqueada por media docena de
muertos vivientes, y el grupo se nos había echado tanto encima que no teníamos
ni la posibilidad de retroceder e intentarlo por otra parte.
Como no tenía
balas, no tuve más remedio que hacer lo que hice para acabar con todo. Agarré
la granada que le había cogido a la chica rubia y le quité la anilla.
Un muerto viviente
me agarró del otro brazo y se lanzó contra mi nuca, mordiéndome. El dolor fue
atroz cuando estiró su cabeza hacia atrás llevándose consigo un trozo de mi
cuello, y la sangre comenzó a brotar de la herida a borbotones.
“Sólo quedan unos
segundos” me dije aguantando el dolor con estoicismo.
A mi lado, otros
reanimados estaban dando cuenta de la mujer, que finalmente había caído al
suelo y ya tenía a dos de ellos encima. Uno le mordió en la cadera, mientras
que el otro seguía desgarrándole el brazo. La pobre se revolvía histérica
intentando quitarse a los muertos de encima, llorando y gritando como si la
estuvieran desollando, que más o menos era lo que le estaban haciendo… no
soportaba escuchar esos gritos.
“Aguanta, sólo son
un par de segundos más”.
Estiró la mano
sana e intentó agarrarme, suplicando ayuda, pero yo no podía ayudarla. Otro de
esos seres malditos se me echó encima y me mordió en el estómago mientras la
sangre que me brotaba del cuello se esparcía por el suelo.
La zona segura
había caído, y Alicante estaba completamente perdida. Los pocos que habían
logrado escapar y que sobrevivieran allí fuera eran todo lo que quedaría de los
habitantes de la ciudad. Los muertos vivientes habían ganado y el premio eran
nuestras vidas… en unas horas, el estadio, que al caer la noche servía de refugio
a más de dos mil personas, sería sólo un campo regado de sangre, cuerpos
mutilados y muertos andantes paseándose entre ellos.
Mi vida no pasó
por delante de mis ojos, como se dice que suele ocurrir, pero me acordé de mis
padres, que debían haber muerto en algún lugar del estadio, y de los pocos
amigos que me quedaban vivos y que también se habían refugiado allí. Decidí que
mis últimos pensamientos fueran para ellos, y mis últimas esperanzas para el
deseo de que alguno fuera uno de los cien que lograron escapar.
La mujer gritó…
los gritos eran lo peor, pero afortunadamente para ambos la granada explotó de
una vez por todas.
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