15 de enero de 2013, 26 días después del primer brote, día del Colapso
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Verónica Ibáñez: Parte 2
El móvil vibraba en mi bolsillo por los mensajes que
mi novio me enviaba por wassap, pero yo no tenía tiempo de contestarle; me
encontraba absorta junto a mis compañeros viendo por televisión la crónica que
estaba realizando Rosa María desde Jerusalén.
—Prácticamente
todo Oriente Medio sigue en estado de emergencia mientras los hospitales de las
grandes ciudades se ven inundados de víctimas de la que aquí denominan “plaga
del fin del mundo”. La Organización Mundial de la Salud sigue sin datos
concluyentes de ésta enfermedad, que después de extenderse por toda África ha
acabado emigrando en tan sólo unos días hasta Oriente Medio, y que, según
fuentes oficiales, podría llegar a Europa en cualquier momento. Mantienen que
se trata de una mutación especialmente virulenta de Ébola, pero sigue
desconociéndose su causa. El gobierno de Estados Unidos, con el presidente
Obama a la cabeza, ha declarado que no hay motivos para pensar que el origen
pueda encontrarse en un arma biológica desatada por algún grupo terrorista.
—Vaya tela —exclamó Samuel metiéndose en la boca un
puñado de cacahuetes de la bolsa que se estaba comiendo—. Hay que tener huevos
para quedarse allí.
—¡Calla! —le exigió Agus, más atento a lo que nuestra
compañera decía.
—La OMS ha
declarado que podríamos estar tratando con el filovirus más letal conocido
hasta la fecha, ya que ha causado la muerte en el cien por cien de los casos
registrados. Cabe destacar que se están realizando muy pocas operaciones de
campo por parte de la Organización Mundial de la Salud debido a las
dificultades técnicas por la rápida extensión del virus, y por miedo a que se
repita lo ocurrido en Angola, donde dos doctores y todo un equipo de
investigación continúan desaparecidos desde antes de Navidad.
—¡Por los cojones los van a encontrar! —gruñó Samuel
después de tragar el puñado de frutos secos—. África se va a la mierda, os lo
digo yo, todo el puto continente…
—¿Te quieres callar? —le reprendió Agus.
—Los Gobiernos y
organismos sanitarios de la Unión Europea ya preparan planes de respuesta en
previsión de que la situación se vuelva todavía más grave. Aunque se creía que
el virus se contagiaba sólo por el intercambio de fluidos de cualquier tipo, la
sorprendente velocidad de expansión hace sospechar a los expertos de que
podrían existir otras causas de infección todavía desconocidas. Algunos de los
síntomas del Ébola son: fiebre alta, dolores de cabeza intensos, dolores
musculares, dolores abdominales, disfunción renal, hemorragias nasales y
vómitos. Las autoridades sanitarias recomiendan que cualquier persona que
presente alguno de los síntomas acuda inmediatamente al médico.
—No sé para qué —opinó Samuel—. ¿Para que los metan en
un campo de concentración, como hicieron los chinos?
En momentos como esos me alegraba mucho de ser sólo
una becaria y estar en la redacción leyendo teletipos en lugar de jugarme la
vida yendo y viniendo de lugares donde la infección era mucho más grave, como
habían tenido que hacer muchos compañeros.
—A ti parece que te de todo igual —le recriminó Agus
comenzando a enfadarse—. Como esa mierda llegue aquí vamos a estar bien
jodidos, pero tú te lo tomas a broma.
—¿Yo a broma? —respondió Samuel ofendido, o al menos
fingiendo estar ofendido—. Yo sólo digo lo que han hecho con esa gente en los
campos de concentración es un asesinato…
—¡No me cuentes tus rollos! —replicó Agus—. ¡Estás
aquí como si no pasara nada, cachondeándote de todo…!
—¡Asesinato! —repitió Samuel, pero su voz comenzó a
sonarme muy lejana.
Como si saliera de un gran vacío, me sentí tan
aturdida y mareada que me costó darme cuenta de que estaba tumbada sobre algo
blando, mientras que a mí alrededor sólo oía voces gritar.
—¡Asesinato! ¡Eso es lo que has hecho! ¿Me oyes, loco
de mierda? —decía una voz que me sonaba familiar… era la misma voz que en mi
sueño, aunque más que un sueño había sido un recuerdo, el recuerdo de algo que
había pasado hacía por lo menos una semana, aunque con todo lo que había ocurrido
desde entonces, ese tiempo se me hubiera hecho tan largo como toda una vida.
—Hijo, será mejor que te relajes si no quieres que te
eche fuera de aquí. —respondió otra voz, más grave y autoritaria.
—¡Está despertando! —chilló una tercera voz muy cerca
de mí.
Poco a poco fui recordando todo lo que había pasado:
el bombardeo, cómo los militares nos habían bloqueado el camino, los muertos
acercándose, el garaje y los guardias de seguridad, Agus… al acordarme de Agus
abrí los ojos e intenté incorporarme de dónde diablos estuviera tumbada, pero
unas manos que me sujetaban de los hombros me lo impidieron.
—Tranquila —me dijo quien me sujetaba, que resultó ser
el guardia más joven, quien me parecía recordar que se llamaba Andrés—.
Tranquila, te desmayaste y…
Sin darle tiempo a acabar la frase, lo tiré al suelo
de un empujón y me puse en pie, buscando a Samuel con la mirada. La suya era la
voz que había escuchado gritar “asesino” cuando desperté, de modo que tenía que
estar allí también… pero al final fue él quien me encontró a mí.
—¡Eh Vero! ¿Estás bien? —me preguntó al llegar a mi
lado.
—Creo que sí —dije, aunque todavía estaba un poco
mareada y tenía mucha sed sentía que me iba recuperando por momentos—. ¿Dónde
estamos?
La pregunta fue un poco retórica porque, pese a que
nunca había estado allí, podía reconocer a simple vista la recepción del hotel
en cuyo garaje nos habíamos metido. El lujo y la ostentación dominaban toda la
sala; sobre mi cabeza destacaba una enorme lámpara de araña, y una cristalera
en tonos azules formando una bóveda que cubría casi todo el techo, que se
encontraba sujeto por unas columnas de mármol a juego con la pared y el suelo,
también de mármol. El centro de la recepción estaba compuesto por un una mesa
con un adorno floral y rodeado por sillones rojos, en uno de los cuales había
estado tumbada hasta un instante antes.
—En el hotel —respondió Samuel con cara de malas
pulgas—. Cuando te desmayaste, este loco de mierda nos dejó subirte.
—Ya te he dicho que te relajes, muchacho —protestó el
segundo guardia de seguridad, que se llamaba Pascual, y que era mucho menos
amable que su compañero—. Sólo hice lo que tenía que hacer.
—¿Lo que tenías que hacer? —repetí con un hilo de voz
mientras me miraba las manos, aún salpicadas por la sangre de la resucitada que
me atacó—. ¡Mataste a Agus! ¡Lo mataste de un balazo, a sangre fría, como si
fuera un cerdo!
—¿Crees que me gustó matarle? —escupió él poniéndose
rojo de ira—. ¿Crees que disfruté volándole la cabeza a alguien? ¡Hice lo que
había que hacer! ¡Le habían mordido, iba a morir y se iba a transformar en una
de esas cosas! ¿Dónde coño has estado los últimos días, niña?
—¡Que te jodan, asesino! —replicó Samuel poniéndose a
mi lado.
—Eh… chicos, quizá deberíais bajar el tono un poco.
—intervino el otro guardia mirando temeroso hacia la entrada del hotel.
Dos puertas de cristal y varios metros separaban el
lugar donde nos encontrábamos de la calle, pero aun así, pude ver a más de una
figura tambaleante pasar por allí. Fuera, los muertos vivientes ya debían ser
multitud… una multitud tan grande que había espantado a los militares.
—Estarán bien cerradas esas puertas, ¿no? —pregunté con
aprensión después de tragar saliva.
—Esas puertas están bien cerradas, y ese cristal no se
puede romper —respondió Pascual con seguridad—. Aquí no pueden entrar.
—Aun así, no creo que sea buena idea provocarles
—razonó Andrés—. Creo que deberíamos subir y apartarnos de…
—¡No! —le interrumpió su compañero—. Iremos a la
garita de seguridad y esperaremos allí.
—¿Esperar? ¿A qué? —inquirió Samuel—. ¿Qué hacíais
aquí vosotros, de todas formas? Se suponía que este lugar había sido.
—¿No es obvio? Vigilamos —respondió Pascual abriendo
la marcha; Samuel me ayudó a caminar porque todavía me sentía muy débil—. Nos
dejaron aquí para evitar los saqueos, pero esto se ha puesto imposible con esos
muertos de mierda allí fuera. Llamaremos y que la policía, los militares, los
bomberos o la puta madre que los parió a todos venga a sacarnos de aquí.
—¿Y por qué en la garita de seguridad? —intervine yo,
que habría dado cualquier cosa por volver a tumbarme—. ¿No podríamos esperar en
una de las habitaciones o algo así?
—¡No! —replicó Pascual otra vez con un tono que no
daba lugar a discusión—. Estamos aquí para evitar saqueos, y mientras siga
aquí, aunque espero que ya por poco tiempo, nadie va andar colándose en las
habitaciones como Pedro por su casa.
—¿Y Agus? —preguntó Samuel dirigiéndole una dura
mirada—. ¿Qué hacemos con su cuerpo? Lo habéis dejado en el garaje como si
fuera un saco de estiércol.
—¿Qué quieres que hagamos con él? —refunfuñó Pascual—.
Cuando vengan a recogernos que se lo lleven, o que hagan lo que sea que hagan
con los cuerpos de esas cosas…
Samuel no pudo aguantar más el desprecio de aquel
hombre por nuestro asesinado compañero y estalló. Me soltó, haciéndome
trastabillar, y se lanzó a embestirle sin pensar en las consecuencias.
—¡No, Samuel! —le grité intentando detenerle, pero mi
grito sólo sirvió para prevenir al guardia de seguridad, que se giró a tiempo
para recibir el golpe de frente, pero no lo bastante rápido como para evitar que
ambos dos cayeran al suelo.
—¡No era una de esas cosas, maldito loco de mierda!
¡Tú lo mataste! —bramó el cámara lanzando un puñetazo contra la cara de
Pascual, que lo encajó con estoicismo y le correspondió con el mismo
tratamiento.
—¡Haz algo! ¡Páralos! —le grité a Andrés cuando vi que
aquello iba a desembocar en una pelea en serio.
Agarrando a Samuel de los hombros, Andrés logró
incorporarle y separarles, momento que aprovechó Pascual para ponerse en pie y
desenfundar su pistola, con la que apuntó a mi compañero tras limpiarse la boca
de sangre.
—¡Me cago en la puta! —bramó mirándole con verdadero
odio.
—¡Eh! ¡No me apuntes con eso! —respondió a su vez
Samuel soltándose del agarre de Andrés de un tirón y levantando las manos—.
¿Qué coño te pasa? ¿Estás loco o qué?
—Pascual, tío, no juegues con eso. —trató de
tranquilizarle Andrés adelantándose unos pasos hacia él… al final, el guardia
de seguridad acabó bajando el arma y volviendo a enfundársela, pero no sin
antes lanzarnos una advertencia.
—Si alguno me vuelve a tocar los cojones, se va fuera…
estén los muertos, los vivos o Jesucristo reencarnado repartiendo bendiciones,
¿me he explicado? —amenazó de malos modos antes de entrar al pasillo y meterse
por la puerta que debía ser la garita de seguridad.
—¿Siempre es así este hijo de puta? —preguntó Samuel
bajando las manos.
—Bueno… hoy no está siendo un buen día. —le excusó un
titubeante Andrés.
—Desde luego que no… —apuntillé yo.
Casi no podía creer todo lo que había ocurrido en una
sola mañana: los resucitados nos habían rodeado, Agus estaba muerto y, por lo
que parecía, estábamos atrapados en un hotel con un segurata armado y mala
leche para exportar… el día no prometía nada, y no hizo sino empeorar.
—Nada, que no contestan. —exclamó Pascual colgando el
teléfono de la garita de un golpe, mientras que con la otra mano se sujetaba un
pañuelo con hielo dentro en el lugar donde Samuel le había golpeado… el cámara
también tenía otro pañuelo con hielo sobre el ojo, que se le estaba hinchando por
momentos.
Yo había podido beber un trago de agua, pero no me
sentía mucho mejor en realidad. Mientras ellos intentaban comunicarse con el
teléfono de emergencias, la policía, los bomberos e incluso con el canal de televisión,
yo había intentado llamar a mi hermano, que para aquel entonces ya debía haber
llegado a la zona segura con su familia y nuestro padre… pero no hubo manera de
entablar ninguna comunicación.
—Hay que seguir intentándolo —insistió Samuel
palpándose el ojo—. No podemos quedarnos aquí encerrados indefinidamente.
—Al menos tenemos comida —dije para intentar aliviar
un poco la tensión, aunque luego me acordé de por qué estábamos sentados en
sillas de ruedas en lugar de estar cómodamente tumbados en camas de hotel de
cinco estrellas—. ¿O tampoco podemos ir a la cafetería?
Pascual tuvo que pensárselo antes de responder.
—No lo sé, ¿tenéis dinero para pagar lo que cojáis de
allí? —contestó al final.
—¡Venga ya, hombre! ¿Estás de coña? —protestó Samuel
en lo que parecía el preludio de otra pelea entre ambos.
—Estamos rodeados de muertos vivientes, encerrados en
un edificio y sin poder salir hasta vete tú a saber cuándo… —repliqué yo
exaltada ante la cabezonería de aquel hombre—. No puedes estar hablando en serio.
Pascual volvió a pensárselo unos segundos, durante los
cuales los demás permanecimos expectantes. Finalmente se giró para mirar a
Andrés, que tras echarnos un vistazo de reojo hizo un gesto con la cabeza como
queriendo decir “venga hombre”.
—Está bien, iremos a la cafetería a comer algo —accedió—.
¡Pero sólo por esta vez!
Unos minutos más tarde nos encontrábamos todos ya en
la cafetería del hotel, que al igual que la recepción, y prácticamente el resto
del edificio, salvo la garita de seguridad, rezumaba lujo por todas partes.
Lamentablemente tenía dos defectos: el primero de ellos era que había comida en
la cocina, pero no había nadie para cocinar, y ninguno parecía muy interesado
en ponerse a ello; el segundo y más grave era que las ventanas de la cafetería
daban a la calle, y aunque estaban cubiertas por cortinas, ver las siluetas de
los muertos vivientes paseándose al lado del lugar donde tienes pensado comer
no resulta agradable.
Al final tuvimos que calentar comida de la nevera y
comérnoslas en la garita de seguridad por miedo a hacer ruido en las mesas de
la cafetería y llamar la atención de los muertos.
—Esto está bueno. —dije señalando mi plato, unas
judías con jamón recalentadas que debían llevar hechas unos cuantos días hechas,
pero que todavía se conservaban bien.
Samuel tuvo que contener un eructo producto del gas de
la cerveza que se estaba tomando con la comida; llenar el estómago le había
apaciguado un poco, igual que a mí. Aunque no lo manifesté con tanta efusividad
como él, la muerte de Agus también me había cabreado mucho con Pascual, pero
por duro que fuera, había que afrontar la realidad… le habían mordido, estaba
condenado desde ese mismo momento, y si bien habría sido más humano subirle,
tratarle la herida y dejarle morir con dignidad, tal vez no estábamos en la
situación más adecuada para ello. Además, se decía que las personas infectadas
eran extremadamente contagiosas, sólo habría faltado que nos infectara a alguno
de nosotros.
Iba a echarle de menos, y desde luego lamentaría su
muerte, y jamás perdonaría a Pascual por haber acabado con su vida así, pero
eran tiempos duros, muy duros, y bastante tendría que preocuparme por mi propia
supervivencia… porque huelga decir que, por muy lujoso que fuera el hotel, no
me gustaba nada estar allí.
—La línea sigue saturada. —informó Andrés, que nada
más acabar de comer intentó comunicarse de nuevo con alguien a través del
teléfono.
—No sé qué coño estará pasando ahí fuera —comentó
Samuel—, pero no pinta una mierda de bien. En cuanto alguien nos saque de aquí,
me voy cagando leches a la zona segura y que le den por culo a todo el mundo.
“Exactamente el mismo plan que tengo yo” pensé
masticando las judías con desgana.
Pascual abrió la boca para hablar, pero en ese preciso
momento comenzó a escucharse el estruendo de los cazas del ejército pasar sobre
nuestras cabezas. Durante un segundo todos nos miramos, y de inmediato dejamos
la comida a un lado y corrimos hacia la recepción del hotel.
—¿Eso era lo que creo que era? —preguntó Samuel—. No
me lo he imaginado, ¿verdad?
—Eran aviones —respondí yo sin poder evitar sonreír…
después de todo, los militares no habían abandonado el barrio.
—¡Ahí vienen otra vez! —advirtió Pascual aguzando el
oído.
Los cazas habían pasado de largo y su sonido se perdió
en la distancia amortiguado por las puertas de cristal que nos separaban del
exterior, pero había empezado a escucharse de nuevo, cada vez más y más cerca.
—Parece que vuelan un poco bajo, ¿no? —observó Andrés.
Un repentino estruendo como una enorme explosión hizo
temblar el suelo del hotel y sacudió la lámpara de araña en el techo. La detonación
fue tan grande que Samuel cayó al suelo, y yo fui tras él arrastrando a Andrés
conmigo; sólo Pascual se salvó de besar la tierra al encontrarse al lado de uno
de los sillones del centro de la habitación y caer sobre él.
—¡Joder! —bramó Samuel desde el suelo después de que
una de las lamparitas de la mesa central le cayera encima.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Andrés, que tras
incorporarse, con mucha amabilidad me ayudó a mí también a hacer lo propio.
—¡Han bombardeado la calle! —respondió Pascual—. Exactamente
igual que antes, sólo que ahora nos han jodido bien…
—¿Qué quieres…? —preguntó a su vez Samuel, pero hizo que
se interrumpiera—. ¡Mierda!
Levanté la vista y vi que Pascual tenía razón: el
bombardeo de la calle había hecho saltar por los aires las dos puertas de
cristal que nos protegían del exterior. Irónicamente, el cristal tan sólo había
quedado astillado por la explosión, pero las puertas salieron volando de sus goznes
al destrozarse las sujeciones que las pegaban a la pared. Por desgracia, los
muertos vivientes que se encontraban cerca de la puerta exterior también habían
soportado la explosión; ésta los lanzó al interior del hotel y estaban
incorporándose…
—¡Me cago en Dios! —gruñó Pascual desenfundando su
arma, siendo imitado de inmediato por Andrés.
Samuel tiró de mi para ponerme a su lado, al principio
creí que para apartarme de los muertos o de los dos guardias de seguridad
armados, pero en realidad sólo quería susurrarme algo sin que ellos se
enteraran.
—Vámonos —me dijo entre asustado y furioso—. El
bombardeo habrá destruido los vehículos que nos bloqueaban el paso, si podemos
arrancar la furgoneta…
—¿Y ellos? —le pregunté girándome a mirarles.
—¿El asesino y su cómplice? Que les jodan. —respondió
con frialdad.
—Pero… —Tenía serias dudas con respecto a eso último;
no había nada que quisiera más que marcharme de allí, sin embargo, dejarlos
tirados sin más, aunque hubieran matado a Agus, me parecía algo horrible.
Andrés abrió fuego contra una de las tambaleantes
figuras que se aproximaban hacia la recepción. El ensordecedor sonido me
recordó cómo había matado a la chica resucitada que me atacó en el garaje…
—¡Vamos! —exclamó Samuel tirando de mí.
Al final me dejé arrastrar. Sabía que estaba obrando
mal, y la mirada de reojo que me dirigió Andrés al ver cómo salíamos corriendo
hacia el ascensor me llegó a la conciencia… pero también tenía miedo, mucho
miedo, tanto de aquellos seres como de todo lo que había ocurrido, y quería
marcharme de allí cuanto antes.
—No debimos dejarlos ahí —susurré mientras el ascensor
nos llevaba al garaje.
—¡Que les jodan a los dos! Proteger el hotel era su trabajo,
no el mío. —gruñó Samuel.
Entrar en el garaje tampoco fue sencillo, el cadáver
de Agus seguía allí, con la cabeza agujereada contra una columna llena de
sangre seca… la imagen que formaba era horrible, pero hice lo posible por no
mirar mientras me dirigía hacia el furgón.
Pese a aquello, Samuel tuvo la sangre fría de
detenerse a recoger la palanca del suelo.
La mayor parte de los resucitados del exterior debían
haber muerto en el bombardeo porque habían dejado de aporrear el vehículo, sin
embargo, temí que el mismo bombardeo hubiera dejado al furgón inutilizable.
—Venga, subamos. —me animó Samuel subiendo a él… y cuando
lo hice comprobé que no tenía tan mal aspecto como me había temido; todo
parecía seguir en su sitio, y si el motor no había ardido o quedado destrozado,
tal vez pudiera ponerse en marcha.
—¡Ah! —gemí al sentarme en el asiento del copiloto y
poder ver lo ocurrido en el exterior.
Las bombas de los militares habían destrozado buena
parte de la carretera, llevándose por delante todo a su paso; había torsos
calcinados en el suelo, y los árboles de la mediana todavía ardían al viento.
El único motivo por el que el furgón logró aguantar fue por estar más dentro
del garaje que fuera, pero su carrocería acabó muy dañada y todos los cristales
se habían roto, lo cual resultó ser otro inconveniente…
Un viejo conocido yacía incrustado contra el morro del
vehículo, el muerto viviente que atropellamos al estrellarnos contra la entrada
del garaje al llegar todavía seguía allí, y todavía vivo, o resucitado… o como
estuvieran esas cosas, pero eso sí, bastante desmejorado. La explosión le afectó
igual que al resto del furgón dejándole media cara calcinada, algo que
empeoraba más si cabía su terrorífico aspecto.
—¡Que te jodan, cabrón! —gritó Samuel arrancando el
motor y metiendo la marcha atrás.
Al furgón le costó obedecer, y cuando por fin lo hizo,
temblaba más que lo de costumbre, pero empezó a moverse hacia atrás y el cuerpo
del muerto viviente cayó al suelo en cuanto tuvo espacio suficiente para
hacerlo. Un segundo después el furgón dio un bote cuando pasó por encima de él,
y yo sentí cómo la comida me subía hasta la garganta…
No tuve tiempo de vomitar porque en cuanto dirigí la
vista hacia lo que quedaba de carretera me fijé en que uno de los árboles
ardientes que teníamos delante comenzaba a quebrarse, y amenazaba con caernos
encima si seguíamos adelante.
—¡Cuidado! —le grité a Samuel agarrándolo del brazo y
señalándole el peligro.
—¡Hostia! —exclamó cuando el árbol se precipitó al
suelo con un crujido a tan sólo un par de metros frente a nosotros. Tuvo que
frenar en seco para evitar chocar con él—. ¡Mierda, mierda y mierda!
Tenía motivos de sobra para gritar cuanto quisiera,
porque no sólo casi nos cae un árbol ardiendo encima, sino que al caer nos
había bloqueado la salida.
—¡Otra vez como antes, joder! —bramó dándole golpes al
volante.
Por el espejo retrovisor se podían ver algunas figuras
medio calcinadas tambaleándose hacia el hotel… los resucitados que sobrevivieron
al bombardeo se lanzaban hacia las persona que tenían más cerca, que eran los
guardias de seguridad, cuyos disparos seguían escuchándose desde el interior.
—Tenemos que volver. —dije con todo el dolor de mi
corazón.
—¿Qué? ¿Volver? —replicó Samuel confuso—. Podemos
buscar otra salida… ¡No podemos quedarnos encerrados allí otra vez!
—¿Qué salida? —intenté hacerle ver—. Por aquí no
podemos seguir, y esto se está llenando de muertos.
Habría matado por una escapatoria de aquella
situación, pero no la había: no podíamos atravesar por la mediana porque allí
estaban los árboles quemándose… podríamos haber intentado meternos entre las
calles bombardeadas y rezar porque no hubiera algún socavón que nos detuviera,
pero los muertos vivientes venían de allí…
—¡El hotel también está lleno de esos hijos de puta!
—replicó Samuel nada convencido.
Me detuve un par de segundos a pensar mientras mi
compañero me miraba como esperando que se me ocurriera alguna idea brillante
que nos sacara de aquel apuro.
—Pon la furgoneta contra la puerta —se me ocurrió de
repente—. No podrán entrar más, y ellos tienen armas para encargarse de los que
ya lo han hecho.
No sabía si estaba de acuerdo con mi idea, pero sin
perder un segundo volvió a meter la marcha atrás y retrocedió, llevándose a una
de aquellas carbonizadas criaturas por delante en el proceso, hasta la
mismísima puerta del hotel. Los resucitados que se dirigían hacia allí no
tardaron en abalanzarse contra el furgón, y comenzaron a golpear su carrocería
con sus mugrosas manos podridas en un intento por abrirse paso.
Repetimos la misma estrategia que utilizamos al salir
en el garaje: abrimos la puerta lateral del vehículo que daba hacia el interior
del hotel y salimos por ella hacia el pasillo de entrada la recepción. Allí, al
menos cinco muertos amenazaban todavía a Pascual y Andrés, que intentaban
abatirlos a tiros con diferente grado de éxito.
—¡A la cabeza, niño! —le indicó Pascual a su compañero
mientras le volaba la tapa de los sesos a un resucitado que se le acercaba.
—¡Aparta, aparta! —exclamó Samuel agarrándome del
brazo y pegándome contra la pared, un disparo que fallase su objetivo podría acabar
alcanzándonos por accidente y provocar una desgracia.
—¡Eso intento! —respondió Andrés, que superado por los
nervios disparó y falló el tiro de nuevo—. ¡Maldita sea!
—¡Cuidado! —le advirtió Pascual cuando el resucitado
al que había disparado el muchacho se le echó encima; sin dudarlo ni un segundo
se abalanzó contra él, y los tres cayeron al suelo.
—¡Espera aquí! —me pidió Samuel lanzándose palanca en
mano también al combate.
En su carrera para socorrer a los dos guardias de
seguridad arrolló a un muerto viviente y derribó a otro… pero un tercero
quedaba en pie, y debió decidir que yo era un objetivo más sabroso que los
demás.
—Oh, vaya… —murmuré retrocediendo un par de pasos en
cuanto fui consciente de sus intenciones.
Era un muerto viviente de lo más asqueroso. Tenía la
cara demacrada como si le hubieran cosido a arañazos, y uno de sus brazos
apenas era un muñón calcinado, el otro, sin embargo, lucía unos dedos afilados
como garras. Avanzaba con lentitud arrastrando los pies y dejando a su paso un
rastro de carbonilla y olor a quemado bastante desagradable.
—¡Necesito ayuda con éste! —pedí en voz alta
intentando llamar la atención de los demás, pero ellos libraban su propia lucha.
Vi a Samuel golpear a alguien con la palanca, luego se escuchó un disparo;
además, por si fuera poco, los dos muertos caídos se habían puesto en pie y
parecían dispuestos a unirse a la pelea.
Viendo que no estaban en condiciones de ayudarme
comencé a asustarme en serio. Aquél ser avanzaba hacia mí, y si lograba cogerme,
me mordería y acabaría, en el mejor de los casos, como el pobre Agus.
Seguí retrocediendo hasta salir del pasillo y llegar
al furgón; al otro lado se escuchaba el ruido de los muertos vivientes de la
calle golpeando y luchando por entrar. Cuando la criatura casi me tenía
acorralada se me ocurrió encerrarme dentro hasta que Samuel, Pascual o quien
fuera se hicieran cargo de él, pero meterme allí con resucitados a ambos lados
y los cristales rotos no me hacía mucha gracia. Recordé con qué facilidad
Samuel había derribado a dos de ellos en su carrera, y pensé que podría
simplemente arrollarle yo también; los resucitados eran torpes y lentos… aunque
también me acordé de con qué facilidad la muerta viviente del garaje me agarró
y casi acabó conmigo.
La única conclusión a la que llegué al final fue que
si quería no dejarme devorar necesitaba algo para golpear al muerto viviente.
No era el arma más adecuada, tampoco la que yo habría
elegido de poder hacerlo, pero sí la que tenía más a mano y con la que me podía
sentir más cómoda, de modo que la cogí, avancé un paso y golpeé al muerto en un
lado de la cabeza con ella. El resucitado se tambaleó al recibir un microfonazo
en el cráneo, y cayó a un lado, dejó un hueco por el que pude entrar de nuevo a
la recepción, donde se encontraban los demás.
Los tres resucitados habían sido eliminados, y sus
cadáveres se encontraban en el suelo. El que me perseguía no tardó en seguirles
cuando Andrés le disparó y acabó también con él.
—¿Estás bien? —me preguntó preocupado… de su pelea con
los muertos sólo había salido despeinado y con la camisa rota.
—Sí, gracias —respondí respirando aliviada por fin… o
al menos lo hice hasta que vi a Samuel cubierto de sangre de arriba abajo
sentado en el suelo; asustada, me precipité hacia él seguido por Andrés y me
agaché a su lado—. ¡Dios! ¿Estás bien?
—Sí… —respondió conmocionado echando un vistazo a su
ropa—. No es… no es mi sangre.
Levantó un dedo y señaló los otros dos cuerpos que
había tirados en el suelo, tan sólo a unos metros de él. Uno de ellos era el
resucitado que les había atacado; tenía la cabeza abierta y de ella fluía hasta
el suelo una viscosa sangre negruzca. El otro era Pascual, y presentaba un
aspecto mucho más preocupante porque le habían mordido. Haciendo gestos de
dolor, se sujetaba una mano cubierta de sangre en la que le faltaban un par de
dedos. De un mordisco, aquel ser muerto viviente se los había arrancado de la
mano mutilándole y condenándole a muerte al mismo tiempo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Andrés tras arrodillarse junto
a su compañero—. Necesitamos vendas y algo que pare la hemorragia…
Ayudé a Samuel a ponerse en pie, manchándome yo
también de sangre la ropa en el proceso.
—No necesitamos nada de eso. —repuso él acercándose al
guardia de seguridad herido.
—¿Cómo que no? —exclamó Andrés confuso—. Tenemos que
parar la hemorragia y conseguir que nos saquen de aquí para que alguien pueda
curarle…
—¡No! —gimió Pascual desde el suelo—. El capullo tiene
razón, lo único que necesitas es eso.
Señaló con la mano sana a su pistola, que se
encontraba tirada en el suelo a su lado.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco? —Andrés no parecía, o no
quería, creer lo que estaba escuchando.
—Ya sabes cómo son las cosas, chico —le dijo Samuel
con solemnidad—. Esa herida le va a transformar en uno de ellos. Hay que hacer
lo mismo que él le hizo a Agus… qué ironía, ¿verdad?
—¡Que te jodan! —masculló el dolorido guardia de
seguridad.
—Pero… ¿qué le voy a decir a tu mujer, a tus hijos?
—insistió Andrés.
—Chico, probablemente ellos ya estén muertos
—respondió Pascual—. Probablemente tu familia también, y la de estos dos… lo
más seguro es que no salgáis de aquí vivos. ¡Ahora dispárame! No quiero acabar
siendo una de esas cosas.
—Pero… —quiso continuar Andrés con lágrimas en los
ojos, pero se quedó sin argumentos, y al ver que aquello le estaba resultando
demasiado duro, me acerqué a él y le puse la mano sobre el hombro para darle
ánimos.
—No tienes que hacerlo tú. —le dije, e inmediatamente
después le lancé una mirada a Samuel, que captó el mensaje al instante.
—¿A qué esperas? ¡Hazlo de una vez! —exigió Pascual
cuando Samuel le apuntó a la cabeza con su propia arma recién recogida del
suelo—. Estoy listo.
Aparté la mirada cuando se escuchó el disparo, y saqué
a Andrés de allí para que no tuviera que verlo tampoco. Fuimos hasta la garita
de seguridad, donde se sentó en el sillón casi en estado de shock mientras yo
hacía lo propio en la silla que unos minutos antes ocupara Pascual. Un momento
después se nos unió Samuel con la pistola todavía en las manos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó abatido dejando la
pistola sobre la mesita y se sentándose también en sofá.
—Deberíamos asegurar este sitio —propuse sin mucho
convencimiento—. Tendríamos que cerrar el garaje, y puede que poner los sofás
de la recepción junto a la furgoneta para reforzar la barrera.
—También hay que sacar los cadáveres —añadió Samuel—.
Tenemos como diez muertos pudriéndose en el recibidor. No podemos dejarlos ahí,
no sabemos cuánto podría tardar el rescate.
—¿Creéis que lo dijo en serio? —preguntó Andrés
levantando la mirada hacia nosotros—. Que su familia está muerta, que la mía también…
que vamos a morir aquí.
No sabía que decirle. Mi familia debía estar en ese
momento en la zona segura, protegida por los militares… pero los militares no
parecían tener la situación controlada ni de lejos, y tal vez la zona segura no
fuera tan segura como nos habían hecho creer.
Como Samuel tampoco supo qué decirle, nadie pronunció
palabra durante por lo menos un par de minutos.
—¿Qué te parece? ¿Nos ponemos a sacar los cuerpos de
aquí o qué? —sugirió Samuel rompiendo el silencio—. Vero, ¿por qué no sigues
intentando llamar?
Pasó el mediodía, la tarde, y acabó cayendo la noche
en la ciudad de Madrid. Desde la terraza de mi “presidential penthouse suite”
disfrutaba de unas excelentes vistas al Paseo de la Castellana. La que antaño
fuera una bonita, arbolada y amplia calle había quedado reducida a árboles
calcinados, socavones en el suelo y cenizas y hollín por todas partes… sin
contar con las decenas, puede que ya cientos de muertos vivientes que se
paseaban como tan sólo unas semanas atrás se paseaban personas vivas.
Di un profundo trago de la botella de un carísimo
champagne francés del mini bar mientras centraba mi atención en los resucitados
que había junto a la furgoneta que taponaba la entrada al hotel. Con el paso de
las horas se habían ido dispersando, quizá atraídos por otras cosas, quizá por
aburrimiento, y eso me alegró, porque no tenía mucha confianza en que los sofás
que habíamos puesto como barricada pudieran aguantar si lograban atravesar el
pesado vehículo.
Alguien llamó a la puerta de la habitación, de modo
que cerré la ventana para que dejara de colarse el frío y me acerqué a abrir.
Era Samuel.
—Veo que ya te has instalado —dijo cuando me vio
vestida tan sólo con unas zapatillas de felpa y un albornoz—. Sólo venía a
avisarte de que vamos a apagar las luces de la recepción y demás. No sabemos si
la luz les atrae, pero mejor prevenir que curar, así que no enciendas la tuya.
—Muy bien, no pensaba hacerlo —le respondí con cierta
indiferencia—. ¿Habéis cogido ya una habitación?
—Sí —respondió con una ligera sonrisa—. La mía está
justo en el piso de abajo… sesenta metros cuadrados, bañera efecto lluvia y
demás pijaditas que jamás podría pagar con mi sueldo de cámara. Andrés no ha
querido ninguna, dice que dormirá en el sofá de la garita. Que haga lo que
quiera, pero yo, mientras tenga que estar aquí encerrado, voy a disfrutarlo.
—He puesto la televisión —le conté—. Ya no emiten en
ningún canal, ni en el nuestro.
—Supongo que los habrán evacuado a todos a la puta
zona segura —dedujo Samuel—. Lástima no haber podido contactar con nadie para
que nos llevaran también… ¿en qué piensas?
—En que nadie va a venir a por nosotros —le respondí
sin ningún tapujo—. Mira cómo está todo, con el ejército en desbandada. Creía
que después del bombardeo vendrían tropas a pie y tendríamos una oportunidad,
pero ni se han molestado… no van a venir hasta aquí a por tres civiles sin
importancia.
—Puede que tengas razón —reconoció Samuel—. ¿Y qué
vamos a hacer?
—Tú no sé, yo voy a darme un hidromasaje, acabarme
esta botella, pillarme un pedo descomunal y después dormir en pelotas en una
cama con sábanas más caras que mi coche.
—No es un mal plan —admitió—. Puede que haga algo
parecido. En fin, buenas noches.
—Buenas noches. —le respondí cerrando la puerta.
Sin noticias del exterior, rodeados de muertos
vivientes y con vistas a una ciudad invadida, seguía sin saber nada de mi padre
y de mi hermano y su familia; no hubo forma de hablar por teléfono en toda la
tarde, y la cosa no tenía pinta de ir a mejorar al día siguiente… tenía la
sensación de que íbamos a estar encerrados en ese hotel mucho tiempo.
“Al menos ya no hay muertos en el recibidor, la cocina
está llena de comida y tengo una habitación de doscientos metros cuadrados de
puro lujo” pensé mientras dejaba el albornoz sobre la cama y me dirigía al baño
a prepararme el hidromasaje prometido.
Por lo menos la espera iba a ser cómoda.
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