jueves, 2 de mayo de 2013

Crónicas zombi, Orígenes: Capitulo 8, Maite



CAPÍTULO 8: MAITE


“Vamos, concéntrate” me dije a mí misma al sentir cómo las manos me sudaban al agarrar el hacha de Érica; aquel ser no dejaba de mirarme con unos ojos vacíos y hundidos en sus cuencas mientras estiraba con torpeza sus manos hacia mí, y cuando su boca se abrió, me mostró dos hileras de dientes sucios y amarillentos con los que comenzó a mascullar los gruñidos y gemidos que componían todo su vocabulario.
—Ten cuidado —me advirtió Toni desde la furgoneta—. No creo que pueda ir a ayudarte.
—Tengo que hacerlo sola —repliqué con convicción… tenía que aprender a matar a aquellos seres por mí misma, a plantarles cara con precaución, pero sin miedo.
Cuando estuvo a la distancia adecuada, cosa que sucedió más rápido de lo que me hubiera gustado, descargué un hachazo contra su cabeza. Mis brazos temblaron cuando le alcancé en la coronilla, y sentí cómo su cráneo se quebraba; fue una asquerosa sensación que casi me daba más ganas de vomitar que contemplar su rostro putrefacto y sanguinolento, sin embargo, no murió tras el golpe.
“Mierda” pensé al ver que, pese a tener el filo del hacha clavada en la cabeza aquella, criatura infernal seguía moviéndose; agarrando el mango del arma podía mantenerlo a distancia, pero en cuanto tiré para arriba y se la desincrusté para intentar un segundo golpe, el ser se abalanzó sobre mí y me derribó en el suelo.
—¡Me cago en la puta! —exclamó Toni alarmado poniéndose en pie con dificultades debido a su pierna herida.
Interpuse el brazo entre la boca del muerto y mi cuello… el mordisco fue doloroso, pero no mortal, la chaqueta que llevaba puesta era lo bastante gruesa para que ningún diente humano medio podrido pudiera atravesarla con facilidad.
—¡Aguanta! —gritó Raquel, que se acercó con una de las armas de los militares en las manos.
—¡Espera! —la detuve haciéndole un gesto con la mano que tenía libre.
Agarré a la criatura del brazo y giré sobre mí misma para intercambiar posiciones y quedar yo encima. No me fue difícil conseguirlo, los resucitados tenían mucha fuerza a la hora de atacar, pero no ofrecían ninguna resistencia en otros aspectos, y mientras pudiera mordisquearme el brazo, le daba igual estar arriba o abajo. Una vez sobre él, me libré del mordisco de un tirón y recuperé el hacha, que había caído al suelo cuando el muerto me derribó. Tras ponerme en pie, le retuve pisándole el pecho y lancé el corte que esperaba fuera mortal de una vez por todas.
El resucitado no dejaba de gruñir y lanzar dentelladas al aire al tiempo que sus putrefactas manos me arañaban el pantalón, pero en cuanto el impacto entró por su frente, rompiendo carne, hueso y cerebro, sus brazos cayeron al suelo inertes, y todo rastro de vida desapareció de su cuerpo. Suspiré aliviada mientras a un par de metros Raquel todavía apuntaba al cadáver con su fusil.
—¿Seguro que está muerto? —preguntó dubitativa.
—Si no lo estuviera, lo sabríamos. —respondí apartando la mirada del cráneo abierto que derramaba sesos y sangre negra por el suelo.
Me quité la chaqueta, exponiéndome por un instante al desagradable frío que traía el viento, y comprobé que el mordisco apenas había dejado una marca colorada en mi piel. Aquellos seres mordían con fuerza, pero el cuero bueno no se perforaba con facilidad.
—Estamos demasiado cerca de la ciudad, no utilices eso. —le advertí a Raquel refiriéndome al fusil que había estado a punto de disparar.
—¡Dios! A ver si vuelven ya y podemos largarnos de este lugar para siempre. —exclamó volviéndose hacia los edificios más cercanos, que apenas se encontraban a cincuenta metros del lugar donde nos detuvimos.
Raquel estaba resentida, enfadada con el mundo y con la ciudad, ese lugar maldito que una y otra vez nos obligaba a aventurarnos en su interior para conseguir lo que necesitábamos para seguir adelante. No podía culparla por ello, lo que había vivido el día anterior con su familia, saber que estaban muertos y tener que verlos así, era como para volver loco a cualquiera.
—No creo que les lleve mucho tiempo, espero que esta noche podamos dormir en un sitio lejos de aquí. —la tranquilicé al pasar a su lado en dirección a la furgoneta.
En la parte trasera del vehículo seguía Érica, luchando por salir adelante bajo la atenta mirada de Luís, que no se apartaba de ella. Toni ocupaba el asiento del copiloto, Clara se había sentado en el suelo apoyándose en el neumático trasero y Judit daba vueltas de un lado a otro.
—Ha faltado un pelo… —me recriminó Toni cuando me acerqué para dejar el hacha dentro del vehículo de nuevo.
—La próxima vez lo haré mejor —le aseguré con optimismo—. El problema es que el hacha pesa mucho, lo habría conseguido a la primera con algo más ligero, como un machete o una espada.
—Cuanto más peso, más impacto —me contradijo—. Lo que necesitas es hacerte más fuerte, así no habría cráneo que se te resista.
No me podía creer que estuviera teniendo una conversación tan bizarra sobre la mejor forma de romper una cabeza humana.
—Puede ser, pero para el próximo creo que utilizaré uno de los cuchillos. —dije tras entregarle el hacha; sabía que no podía utilizarla, pero quería que la tuviera alguien en las manos todo el tiempo, no me apetecía necesitarla y que nadie se acordara dónde la habían puesto.
Recuperé el rifle de Félix, que en realidad perteneció a Óscar, pero que ya podía decir que era mío tras el destino que sufrimos sus dos últimos dueños. Como por el momento los alrededores estaban despejados de muertos, decidí acercarme a Clara para ver cómo se encontraba; con tantas cosas que hacer, entre las vigilancias y el organizarlo todo, no tuve oportunidad de hablar con ella desde el día anterior, y habían pasado demasiadas cosas desde entonces.
—¿Has comido algo? —le pregunté sentándome a su lado.
Asintió con desgana sin apartar la vista del horizonte, aunque sin mirar a nada en particular.
—Cuando los demás vuelvan, nos iremos de aquí —le expliqué—. Buscaremos un lugar lejos de la ciudad donde no haya resucitados, allí estaremos bien, ya verás.
—A lo mejor hay gente mala allí —replicó ella girando la cabeza para mirarme con una mezcla de inquietud y miedo—. Como los soldados de ayer.
Le pasé una mano por encima de los hombros para tranquilizarla, era normal que tuviera miedo después de todo por lo que habíamos tenido que pasar.
—Eso no volverá a ocurrir —le prometí—. Ya no dejaremos a la gente mala acercarse a nosotros.
—¿Y si los demás no vuelven? —inquirió—. Óscar no volvió, y Raquel volvió, pero está triste.
No sabía si era tristeza lo que sentía Raquel, que en ese mismo instante se acuclilló junto al muerto viviente que acababa de matar yo para rebuscar entre los bolsillos de su ajada ropa.
—Volverán, ya lo verás —afirmé mostrándome todo lo segura que podía permitirse sentirme, que no era demasiado—. Vendrán con medicinas para que Érica y Toni se pongan buenos.
Se quedó mirando a Raquel en el suelo mientras ella registraba el cadáver sin decir nada durante unos minutos, tal vez armándose de valor para hacer la siguiente pregunta.
—¿Por qué no le hiciste un entierro a papá? —quiso saber.
—¿Qué? —respondí al pillarme la pregunta desprevenida.
—Ayer, cuando los enterramos a todos, ¿por qué no le hicimos una tumba a papá? —repitió con dificultad mirándome con esos ojos claros, idénticos a los míos, de manera acusadora—. Hiciste una tumba para todos pero no para papá.
—No hicimos tumbas para todos, cariño —le contesté—. Todos los que estamos aquí perdimos a gente. Raquel perdió a sus papás y a sus hermanos, Érica a su mamá, Agus a sus hijos… no podíamos hacer un entierro por todo el mundo, habrían sido demasiadas tumbas.
—Oh. —dijo un poco triste volviendo la vista otra vez hacia el horizonte.
Busqué en el bolsillo del pantalón la cartera y la saqué, en ella tenía varias fotos guardadas, y entre ellas, una de mi marido que había intentado no mirar desde que murió porque no sabía si podría aguantarlo… pero lo que realmente me afectó fue descubrir allí la foto que nos hicimos cuando Clara cumplió ocho años; en ella estábamos los tres delante de una tarta con ocho velas, y sentí ganas de echarme al llorar al darme cuenta de que esa era una escena que jamás volvería a repetirse, y no sólo porque él hubiera muerto y Clara ya hubiera cumplido los diez… aquella escena pertenecía a una época que ya había desaparecido, quizá para siempre.
—Toma, quédate con esta foto —le dije entregándosela—. Así siempre que eches de menos a papá podrás mirarla, y te prometo que cuando encontremos un lugar seguro le haremos una tumba, ¿vale?
—Vale. —respondió mirando la foto con curiosidad.
Quise decirle algo más para que recuperara la sonrisa, quizá alguna historia de cuando era pequeña, pero en ese momento Raquel se puso en pie y empezó a patear con furia el cadáver que un segundo antes registraba.
—Vaya… —murmuré con aprensión—. Clara, quédate aquí.
Me acerqué corriendo hacia Raquel, que presa de un ataque de ira, golpeaba con todas sus fuerzas al resucitado.
—¡Eh! ¡Ya vale! —intenté calmarla cogiéndola de los brazos cuando llegué a su altura; tenía la cara colorada y llena de lágrimas.
—¡Es culpa de ellos! —gritó fuera de sí alcanzando a darle otra patada al muerto—. ¡De todos ellos! ¡De todos los que son como él! ¡De todos esos malditos muertos vivientes!
—Ya lo sé —exclamé mientras le quitaba de las manos el fusil no fuera a dispararlo por accidente—. No grites tanto o atraerás a más, por favor.
Pero entonces se lanzó en mis brazos y comenzó a llorar desconsolada.
—Están todos muertos —sollozó—. Mi padre, mi madre, Mónica y Rubén… todos muertos.
“Mucho ha tardado en venirse abajo” me dije tratando de consolarla frotándole la espalda; para alguien de su edad, verse privada de esa manera de su familia tenía que ser terrible.
—¿Qué voy a hacer ahora? —se preguntó en voz alta—. Mira cómo estamos, mira cómo vivimos…
—Tu familia ha muerto, pero tú sigues viva —le recordé separándola de mí y entregándole su arma de nuevo—. Eso es mucho más de lo que la mayoría de las familias tienen ahora, que uno de ellos siga vivo. Tienes que luchar por seguir adelante, ahora estamos mal, pero estaremos mejor.
—Si ya… con resucitados por todas partes, militares locos y a punto de coger la sarna de la mugre que llevamos encima. —repuso secándose las lágrimas.
—De todo eso es de lo que huimos —argumenté tratando de darle un poco de esperanza—. Ten un poco de fe, ¿vale?
Metió la mano en uno de los bolsillos de sus pantalones y sacó un pequeño encendedor, que me entregó sin ni siquiera mirarme.
—Llevaba esto encima —dijo refiriéndose al cadáver—. Se me ocurrió que algunos podrían tener cosas útiles.
—Sí, tienes razón, gracias. —le respondí observando el mechero… nos venía muy bien porque hasta entonces habíamos hecho fuego gracias al encendedor de Jorge, y sin Óscar para frotar un palo, necesitaríamos algo para encender fuegos.
—Ah, y por favor, si quieres que tenga un poco de fe, intenta tranquilizar a Judit —gruñó lanzándole una mirada de desagrado a la chica, que seguía dando vueltas de un lado a otro hecha un manojo de nervios—. Me está poniendo cardíaca sólo mirarla.
Tenía razón, iba siendo hora de hablar con ella… parte de mi trabajo si iba a dirigir a esa gente era atender sus problemas y ver si tenían solución, y desde luego Judit parecía necesitar ayuda.
—¿Por qué no vas, te secas esas lágrimas y bebes algo de agua? —le sugerí a Raquel—. Y, ¿te importaría quedarte con Clara mientras hablo con Judit?
Asintió y se encaminó hacia la furgoneta. Yo, por mi parte, me dirigí hacia la otra chica, que además de dar vueltas a unos metros de allí como si recorriera un circuito, murmuraba en voz baja algo ininteligible, lo cual me preocupó un poco.
—¿Va todo bien? —le pregunté al llegar a su lado.
Ella se detuvo en seco y se quitó las gafas para frotarse un ojo.
—Sí… es decir, más o menos. ¿Por qué? —preguntó a su vez mirándome con ansiedad.
—Te veo un poco nerviosa, eso es todo. —respondí.
—Oh, eso… no es nada, es que necesito tener la mente ocupada en algo —dijo enfatizando el “necesito”—. Pero no te preocupes, estoy bien.
—Ya veo, ¿y qué murmurabas? Si puede saberse, claro… —indagué preocupada por su estado mental; mi abuela me dijo una vez “que Dios te libre de hijos muy tontos o muy listos”, y es que las rarezas de estos últimos que solían acompañar a su inteligencia superior a veces eran difíciles de comprender.
—Los decimales de pi. —respondió sin darle importancia.
—¿Te los sabes todos? —pregunté asombrada, pero cuando ella parpadeó un par de veces caí en la cuenta de la tontería que había dicho—. Vale, sí, son infinitos, ahora me acuerdo. Sólo quería decir que es asombroso el haber memorizado eso, yo después del dieciséis catorce no sé seguir.
—Oh bueno, gracias, pero tengo lo que comúnmente se conoce como memoria eidética, así que no es un esfuerzo tan grande —se explicó—. No tendrás un libro o algo así para leer, ¿verdad?
—Me temo que no —le dije— ¿Revisaste la comida?
—Tres veces —afirmó—. He calculado el aporte calórico de todo lo que tenemos y lo he dividido entre los que somos. El cálculo es aproximado porque no sé con exactitud vuestro peso y el ritmo de vuestro metabolismo, pero a voz de pronto calculo que tendremos cubiertas nuestras necesidades alimenticias durante noventa y siete horas, o sea, cuatro días. Si reducimos nuestra actividad, encontrando un refugio, por ejemplo, podemos ampliar el período otras 26 horas.
—Eh… eso está bien —respondí un poco anonadada. Sabía que Judit era una de esas cerebritos superdotadas pero, por lo que parecía, su privilegiado cerebro era más privilegiado de lo que creí en un principio—. Seguro que para cuando esa comida se agote ya hemos encontrado un lugar en el que instalarnos y donde conseguir más.
—Eso espero, aunque confieso que me preocupa más el tremendo aumento de la mortandad que estamos sufriendo que la falta de comida. —admitió.
—No te preocupes, empezamos a saber manejarnos con ellos —le dije al recordar mi primera batalla con un resucitado unos minutos antes… técnicamente no era primer muerto que remataba, pero sí el primero con el que había tenido que luchar—. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, muy bien. —asintió volviendo a lo que estaba haciendo: dar vueltas y murmurar.
“Decimales de pi.”
Mientras volvía al furgón me sentí un poco preocupada por ella, no era de extrañar que una mente como la suya necesitara estar ocupada en algo, y en la situación en la que nos encontrábamos no es que tuviera demasiado a lo que atender. Un libro con sudokus o algo así habría venido de perlas en ese momento…
Como Clara estaba muy entretenida hablando con Raquel, no quise molestarlas para ver si se consolaban un poco entre ambas, así que aproveché para acercarme a la parte trasera del vehículo, donde Luís cuidaba de Érica, y así completar la ronda completa de visitas.
—De repente me siento como la madre de todos —suspiré sentándome a su lado y mirando a la pobre chica, que con el tórax vendado de arriba abajo dormía apoyando la cabeza en un saco de fertilizante—. ¿Cómo se encuentra?
—No ha dormido en toda la noche, ha caído rendida por puro agotamiento… y porque casi se desangra —dijo el doctor—. Debe de dolerle a horrores, hasta tiene una costilla rota que no le ha perforado el pulmón de milagro. Espero que traigan algún calmante.
—Es su cometido principal, seguro que lo harán. —respondí con una seguridad que estaba lejos de sentir, no porque dudara de su capacidad, sino porque a veces las cosas sencillamente era imposible realizarlas.
—Así que… ahora eres la jefa del cotarro. —dejó caer como quien no quiere la cosa.
—Alguien tenía que coger las riendas —respondí un poco a la defensiva—. Y ya llevaba mucho tiempo compadeciéndome de mí misma, para sobrevivir en este mundo hay que dar un paso al frente, y más al morir Óscar y Félix.
—Seguíamos a Óscar porque sabía qué hacer, y a Félix porque sabía qué decir —afirmó—. ¿Crees ser capaz de asumir ambos roles?
—¿Qué intentas decirme? —le pregunté con suspicacia.
—Sólo digo que nadie dudó cuando había que ir a por comida, era una necesidad básica —se explicó—. Pero mira cómo acabó todo: los que fueron allí lo hicieron motu propio… sin embargo, tú dijiste que había que ir a por medicamentos, y elegiste quién tenía que ir a cogerlos. En respuesta, Jorge se marchó…
—Jorge era un imbécil y estamos mejor sin él. —repuse de inmediato.
—No lo dudo, pero se marchó porque le obligaste a hacer algo a lo que se oponía —continuó el doctor—. Sólo digo que antes de tomar la decisión de entrar en la ciudad de nuevo debiste preguntarnos a todos si estábamos de acuerdo.
—¡Nadie se opuso! —protesté—. Todos me seguisteis, así que deduje que estabais de acuerdo. Aitor se ofreció…
—Aitor es el soldado perfecto —me interrumpió—. Deseoso de cumplir órdenes, da igual quien las de y lo difíciles que sean. Entrar a la ciudad fue una experiencia terrorífica, te lo digo yo que estuve allí, y mira lo que ha tardado en querer volver a hacerlo. Pero si le pasara algo, la responsabilidad sería tuya, todos en el grupo lo verían así.
—Percibo como que estás en mi contra. —le espeté queriendo poner las cartas sobre la mesa.
—En otras circunstancias quizá lo hubiera estado —confesó, luego miré de reojo a Érica—. Pero estoy de acuerdo contigo, yo era partidario de marcharnos, y también lo soy de buscar medicinas para ella, de modo que hasta ahora te sigo al cien por cien. Sólo digo que los medios que deberías usar tendrían que ser otros.
—Sí, se lo que quieres decir —admití dándome cuenta de mis errores—. Este viaje… si saliera fatal me hundiría como líder. Me lo he jugado todo a una carta sin darme cuenta.
—Y eso sería terrible, porque no hay quien te sustituya —añadió asintiendo—. Después de morir Óscar, y al saber que Félix había muerto también, tuve mucho miedo porque no te veía haciendo su trabajo al menos, hasta que te pusiste a ello y descubrí que tenías madera. Pero si tú fallas, no creo que vayamos a tener otra oportunidad, porque dos epifanías en dos días me parece demasiada suerte.
—Lo sé, aunque ya sólo queda esperar —dije—. ¿Sabes de algún lugar al que podamos ir después de esto? Me gustaría tener alguna idea cuando alguien más me haga esa misma pregunta.
—No sabría decirte, pero cuanta menos gente, menos muertos vivientes —contestó—. No hace falta ser Judit para comprender esa ecuación.
—¿Algún otro consejo vital? —le pregunté con un poco de sarcasmo después de comprender que estaba en la cuerda floja.
—Sólo que no hagas promesas que quizá no puedas cumplir. —respondió.
No sabía si lo decía en general o por algo en concreto, porque le había prometido una vida mejor a Raquel, un entierro digno para su padre a mi hija, medicinas a Toni y un lugar seguro a Judit… pero, ¿de qué otra forma quería que les diera esperanzas? ¿Quería que les dijera? ¿“Mira, volaos la cabeza porque no creo que vayamos a encontrar una vida en condiciones en ninguna parte”? No me parecía que eso fuera a levantarle mucho el ánimo a nadie.
—¡Maite! —me llamó Raquel desde el otro lado del coche.
Temiéndome que otro muerto viviente se estuviera acercando a nosotros me puse en pie, y con el rifle en las manos y seguida por Luís, corrí a buscar a Toni para recuperar el hacha. Sin embargo, eso no fue necesario, cuando me acerqué a ella, Raquel me señaló hacia los edificios; desde allí, el coche de Agus se acercaba a toda velocidad.
—Han vuelto. —exclamó Judit, que también se acercó.
—Sí —confirmé con alivio… al menos habían logrado volver, ya era una victoria—. Toni, prepara el coche por si las moscas.
—¿Ocurre algo? —inquirió el pasándose del asiento del copiloto al del conductor.
—No, pero vienen muy rápido. Si les están persiguiendo los resucitados, quiero poder salir de aquí sin perder un segundo —le respondí—. Los demás estad preparados.
Cuando llegaron hasta nosotros, y vi a Aitor salir del coche con los brazos cubiertos de sangre, me temí lo peor, pero no debían haberle mordido cuando su expresión era de alivio; además, Sebas salió del asiento del copiloto con cara de estar bastante harto, pero bien… sin embargo, mi sorpresa fue mayúscula cuando del asiento trasero salió una muchacha morena con una mochila a la espalda en lugar de Agus.
—Lo hemos conseguido —afirmó Aitor levantando una bolsa llena hasta los topes por encima de su cabeza—. Calmantes, aspirinas, vendas, sutura… hay de todo.
—¿Dónde está Agus? ¿Y quién es esa? —le pregunté con brusquedad señalando a la chica, que se quedó junto al coche algo cohibida.
La sonrisa de Aitor se borró de su rostro.
—Agus… cuando nos acercamos a la farmacia nos perseguía un gran número de reanimados. Le dejamos en la farmacia y seguimos adelante para despistarlos mientras él recogía todas las cosas, pero cuando volvimos… había un muerto allí dentro, pudo con él, aunque le mordió. Dijo que prefería quedarse allí.
—¡Oh, Dios! —exclamó Raquel tapándose la boca con las manos.
—¿Le dejasteis allí sin más? —preguntó Luís desconcertado.
Yo no pude decir nada porque me quedé sin habla… Agus había caído también, y esa muerte era culpa mía, sólo mía. Habíamos perdido a otro miembro del grupo apenas veinticuatros horas después de hacerme cargo del mismo.
—Decidió quedarse —intervino Sebas—. Le insistimos, pero dijo que prefería morir en la ciudad, donde también estaba su familia. Tuvimos que irnos porque los muertos se acercaban.
—Se quedó y dejó que los reanimados se lo comieran para que no nos siguieran. —añadió Aitor.
—Que putada. —opinó Toni asomando la cabeza desde la ventanilla del coche para poder ser partícipe de la conversación.
—¿Mamá? —me llamó Clara cogiéndome la mano y sacándome de mis pensamientos.
—¿Y ésta quién es? —pregunté señalando a la chica.
—Oh, ella es Irene —me aclaró Aitor—. Mientras atraíamos a los reanimados para alejarlos de la farmacia, nos topamos con un bloqueo del ejército en mitad de la carretera que nos cortó el paso. Tuvimos que meternos dentro de un colegio para que pasaran de largo y allí nos encontramos con ella.
Dirigí mi mirada hacia aquella mujer para escrutarla con detenimiento. No creía que fuera a ser un problema como habían sido los militares, pero tal vez sí que fuera un problema como lo había sido Jorge. Su ropa sucia y el pelo mugroso delataban que había estado viviendo más o menos como nosotros, aunque tenía menos manchas de polvo… y de sangre.
—¿Qué hacías en un colegio? —le pregunté antes de hacer ninguna presentación.
—Yo… era profesora en el colegio Virgen de Mirasierra —dijo con timidez—. Llevo allí desde que todo esto empezó.
No creía que eso fuera una mentira, sin embargo, el instinto me decía que había algo más en esa historia. Que ella se sintiera incómoda podía entenderlo, a fin de cuentas, no nos conocía de nada, pero que tanto Sebas como Aitor también lo estuvieran no tenía sentido.
—Creo que hay algo que no nos estás contando —le espeté—. Hemos tenido problemas con recién llegados, y no confiamos fácilmente en gente nueva, ¿sabes?
—Digamos que no estuve sola todo este tiempo. —murmuró bajando la mirada.
—¿Qué quiere decir eso? —la presioné… pero como no fue capaz de decir nada más, interrogué con la mirada a Aitor, que aunque reacio acabó hablando.
—Estaba en el colegio con cinco niños pequeños, niños que sus padres no recogieron cuando cancelaron las clases, seguramente porque para entonces ya estaban muertos, y que no evacuaron porque la policía y el ejército no daban abasto.
—¿Y dónde están? Porque en el coche no los veo. —insistí, pero de nuevo los tres comenzaron a titubear.
—Tenéis que entender que yo pensaba que nos iban a rescatar —se justificó ella cayendo al suelo de rodillas y cubriéndose la cara con las manos—. De hecho, cuando ellos llegaron pensaba que era una patrulla de rescate o algo así, pero luego me contaron lo que había pasado con los militares, con la zona segura, con todo…
No supe por qué apreté más la mano que Clara me tenía agarrada en ese momento, pero lo hice.
—Me ofrecieron salir de allí —continuó—, sin embargo, me dijeron que estabais en un campamento, que los muertos se acercaban de vez en cuando, que os ibais de Madrid a buscar un lugar mejor donde quedaros, que había muerto gente… y pensé, ¿qué clase de vida era esa para cinco niños? ¡Eran cinco! Y yo era la responsable de lo que les ocurriera.
—¡Oh Dios! ¿Qué hiciste? —inquirió Luís con aprensión.
—Les disparé, a los cinco —dijo con los ojos cargados de lágrimas; Raquel ahogó un grito, y Clara se agarró a mi mano con todavía más fuerza… yo no pude ni reaccionar porque me costaba creer lo que estaba escuchado de su boca—. Fue rápido, indoloro, no sufrieron… este mundo no está hecho para niños.
Nadie supo qué decir a eso, pero yo sí que supe qué hacer; sin perder un instante, me descolgué el rifle de la espalda y le apunté con él.
—¡Hija de puta! ¿Mataste a cinco niños porque no sabías qué hacer con ellos? —bramé a punto de abrir fuego contra ella, que se levantó del suelo y retrocedió asustada.
Tal vez, de no ser porque Aitor y Luís me detuvieron, le habría disparado. ¿Qué sabían ellos? No tenían una hija pequeña, una niña como los que ella admitía tan felizmente haber matado para “ahorrarles sufrimiento”.
—¡Dejadme! —les grité loca de ira—. ¡Se lo merece! ¿Es que no escucháis lo que ha dicho? ¿Es que no os dais cuenta de lo que ha hecho?
—¿Y qué vas a hacer? ¿Matarla también? —me recriminó Luís obligándome a recomponerme.
—Ha matado a cinco niños. ¡A cinco! —le recordé mostrándole los cinco dedos de la mano—. En el mundo real se pasaría el resto de su miserable vida en la cárcel.
—¿Crees que lo hice por gusto? —me gritó ella hecha un mar de lágrimas—. ¿Crees que voy a poder olvidar sus caras en lo que me quede de vida? ¡Mira este lugar! ¿Quién iba a hacerse cargo de cinco niños de seis años? ¿Quién iba a vestirlos, alimentarlos, educarlos, vigilarlos, cuidarlos…?
Una vez más, nadie supo que responder, y eso me cabreó todavía más.
—¿Para qué coño la habéis traído aquí? —les pregunté a Aitor y Sebas—. ¿Pretendéis que venga con nosotros? ¿Es que os habéis vuelto locos?
—Sé que lo que hizo estuvo mal —se justificó Sebas—. Pero dejarla allí… nos parecía mal.
—¿Y no se os ocurrió pensar por un momento que aquí está mi hija? —exclamé indignada—. ¿Y que con esa psicópata aquí está en peligro?
—¡No voy a hacerle nada a tu hija! —respondió ella a la defensiva—. Ella no es mi responsabilidad, no está a mi cargo.
—¿Y todos vais a aceptar eso? —les grité a los demás, que permanecían tan callados que parecían tontos—. ¿Esas son las normas que aceptáis ahora? Supongo que, si un día me ocurre algo, haréis lo mismo con Clara, ¿no?
No debí decir eso, no delante de ella al menos. Bastante asustada estaba la pobre con tantos gritos como para encima escuchar algo así… pero el asunto no era de broma, ¿íbamos a aceptar sin más a una asesina confesa? Tendría que ser por encima de mi cadáver.
—Me parece que lo mejor es que te largues por dónde has venido —le dije señalándola con el dedo—. No hay lugar aquí para gente como tú.
—Creo que deberíamos tranquilizarnos y hablar sobre esto de forma civilizada. —intervino Luís intentando poner paz, y al hacerlo, me miró con unos ojos en los que podía leer tan claramente “¿qué acabamos de hablar sobre tomar decisiones unilaterales?” que casi parecía que tuviéramos telepatía.
—Yo… sólo os pido un poco de misericordia —suplicó Irene—. Sé que lo que he hecho está mal, pero no tenía otra opción.
—Vámonos. —le dije a Clara tirando de ella hacia la parte trasera de la furgoneta, donde Érica continuaba dormida pese a los gritos y las voces.
No recordaba haber empezado a llorar, pero tenía lágrimas en la cara, así que me las sequé antes de que alguien más las notara; no quería parecer débil justo en ese momento.
—Mamá, ¿qué pasa? —me preguntó Clara asustada.
—Nada, cariño, ¿por qué no le haces compañía a Érica? Avísame si se despierta. —respondí metiéndola dentro de la furgoneta mientras los demás se acercaban también.
—Creo que deberíamos votar sobre esto. —propuso Luís.
—¿Qué hay que votar? —replicó Raquel fulminándolo con la mirada—. ¿De verdad vamos a votar si una asesina múltiple viene con nosotros o no?
—Creo que la estamos juzgando precipitadamente… —repuso el doctor.
—¿A qué tenemos que esperar entonces? ¿A que mate a otros cinco? —repuso Toni—. Que le den, no la necesitamos para nada. Si queréis mi opinión, yo habría dejado que Maite le pegara un tiro.
Me sentí tentada de darle las gracias, sin embargo, ya me había calentado antes bastante, y una líder tenía que mostrar sangre fría.
—No me refiero a eso —negó Luís con paciencia—. Dejemos un lado sentimentalismos, ¿qué habría pasado si llega a venir aquí con cinco niños pequeños detrás? Es lo que ha dicho ella, no tenemos forma de hacernos cargo de ellos. Maite, tú y yo hemos tenido hijos, sabemos la lata que dan a esas edades, mira la forma en la que vivimos ahora, ¿te parece que podríamos hacernos cargo de cinco niños de esa edad?
—Con cinco niños entre nosotros tendríamos comida para dos días. —aportó Judit como dato.
—No sería sólo comida, imaginaos los cuidados que necesitan unos críos —añadió Sebas—. No tenemos ni sitio para ellos en la furgoneta.
—Entonces, ahora justificamos el asesinato, ¿es eso? —intervine yo tratando de parecer calmada, aunque por dentro me ardía la sangre.
—No es eso… —fue a decir Aitor, pero Luís le interrumpió antes de acabar la frase.
—Sí, es exactamente eso —declaró—. Lo justificamos… justificamos que tú, Maite, mataras a aquel soldado de una puñalada, que Érica matara al otro, que Agus lo hiciera con el tercero, que Aitor matara a Cristian cuando se lo estaban comiendo los resucitados.
—¡No es lo mismo! —repliqué—. En esos casos nos defendíamos, o evitábamos que alguien sufriera.
—Pero desde su punto de vista, ella ha hecho lo mismo con los niños —razonó Luís—. Si un niño se escapa, no corre lo bastante rápido, nos descuidamos un segundo, o lo que sea, y los resucitados le atacan, ¿qué va a pasar? No tiene forma de defenderse contra algo así. ¿Ser devorado vivo o consumirse por la enfermedad de la mordedura es una muerte más digna?
—Ya, pero al menos no tendríamos las manos manchadas de sangre. —afirmó Raquel insegura.
—Sí que las tendrías —replicó Aitor—. En el momento en que sabías que eso podía pasar, la culpa es tuya, ¿o acaso le vas a echar la culpa a un niño pequeño?
—Todo esto de justificar el asesinato de niños es muy divertido, de verdad —intervino Toni aguantando en pie gracias al palo que utilizaba de muleta—. Pero una cosa es que nos pueda parecer razonable, que por cierto, a mí no me lo parece, y otra cosa es que ella vaya a venir con nosotros.
—Dejarla aquí sola es como matarla —exclamó Aitor—. Y matarla de hambre, de sed, o a manos de los muertos, no una muerte limpia de un disparo.
—Que haya hecho eso no significa que en el fondo sea mala, ¿no? —añadió Sebas—. Se la ve dispuesta a colaborar, a hacerse un hueco entre nosotros.
Lamentablemente me estaba viendo cada vez más sola. Estaba segura que, de estar Érica en plenas facultades, sin preguntar a nadie le habría dado de su medicina a esa asesina, pero aunque despertara, no se encontraba en condiciones de emitir un voto.
—Todos sabéis cuál es mi opinión —dije para concluir el debate—. No obstante, se hará lo que diga la mayoría, a fin de cuentas, el grupo somos todos. ¿Votos a favor de que se quede?
Luís levantó la mano, también Aitor y Sebas… pero cuando Judit se les unió, supe que la causa estaba perdida.
—Si votáis en contra Toni, Raquel y tú, hemos ganado —hizo el recuento Aitor—. Porque Érica no puede votar.
—Así sea —sentencié—. Iré a darle las buenas noticias…
Me aparté de la parte trasera del furgón para dejar que el doctor cogiera las medicinas que Sebas y Aitor habían traído de la ciudad y me encaminé hacia el coche de Agus, donde Irene permanecía esperando su veredicto todavía con algunas lágrimas en la cara.
—¡Maldito Aitor! —masculló Raquel a mi lado—. Seguro que ha votado a favor de que se quede porque le gusta.
Me sorprendió ese ataque de celos tan de niñata en un momento como ese, pero lo hizo más porque había sido ella quien le había dejado a él… esos celos no tenían mucho sentido.
—Quédate vigilando, podría aparecer más muertos vivientes. —le pedí mientras me encargaba de Irene.
Cuando llegué a su lado, levantó la vista y me miró con resignación, como si cualquier cosa que le dijera le pareciera bien, o merecida.
—Hemos decidido que puedes quedarte con nosotros. —le dije con todo el dolor de mi corazón.
—¡Gracias! ¡Dios, gracias! —exclamó cogiéndome de la mano en gesto de agradecimiento; pero yo, aprovechando que me tenía agarrada, tiré de ella con brusquedad hasta que mi boca quedó muy cerca de su oreja.
—Escúchame bien, si te veo a menos de cinco metros de mi hija, te mato —le susurré apretando los dientes con rabia—. Y no en un modo metafórico, no… si te veo siquiera mirarla a los ojos, te meteré un balazo en la frente y dejaré tu cadáver como comida para los muertos, ¿entiendes?
Cuando me aparté de ella, su mirada era de todo menos desafiante.
—Me llamo Maite, por cierto, un placer conocerte. —dije antes de darme la vuelta y volver a la furgoneta; quería ver qué habían logrado traer de la farmacia, si con eso podíamos ayudar a Érica a recuperarse y si, por tanto, podíamos marcharnos de una vez por todas y para siempre de Madrid.
—Ya le he dado la bienvenida —les dije a los demás—. Creo que está encantada de estar aquí.

El suministro médico que el fallecido Agus recopiló de la farmacia parecía estar bastante completo, y logró satisfacer al doctor.
—Hay calmantes, pero también antibióticos para aburrir —dijo mientras hacía recuento—. Una vez pasado el peligro de morir por las heridas, una infección era lo que más me preocupaba, con esto espero que logremos evitarlo.
—Creo que me apunto a ambos —exclamó Toni sujetándose la pierna—. A los calmantes y los antibióticos.
—Lo tengo en cuenta —afirmó Luís, que luego se giró hacia mí—. Deberías dejar que le echara un vistazo a tu herida, aún no he tenido la oportunidad de verla.
—Está bien, no necesito calmantes. —respondí sin demasiadas ganas de tenerle cerca después de haber votado en mi contra en el asunto de Irene.
—Aun así, no hará daño que un profesional te dé su opinión, ¿verdad? —insistió.
Como no tenía una réplica para eso tuve que ceder, y tras quitarme la chaqueta, levanté la camiseta y dejé expuesto el rasguño que la bala me hizo al rozarme. La venda que me colocó estaba manchada de sangre seca de cuando se me volvió a abrir la herida, y me dolía al hacer según qué movimientos, pero no creía que estuviera mal.
—Id preparándolo todo —le ordené a Toni mientras Luís hacía su trabajo—. En cuanto estemos listos, nos vamos de aquí.
Toni asintió y se marchó cojeando con los demás.
—¿Te das cuenta? Nadie ha vuelto a mencionar a Agus pese a que acaba de morir. —señaló Luís mientras retiraba el vendaje de la herida.
—No es que hiciera mucho por ganarse el cariño de nadie —contesté a desgana—. La gente ya ha sufrido bastante como para llorar a todo el mundo.
—La gente ya ha sufrido bastante —repitió como analizando mis palabras—. Sí, y tú querías añadirles también la carga de abandonar a su suerte a esa chica.
—El mundo se ha vuelto duro, Luís —intenté explicarle—. Si quieres democracia, pero no quieres tomar decisiones difíciles, vamos a acabar mal. Puede que Irene sea inofensiva para nosotros, pero tal vez el próximo con cuyo abandono no podamos cargar en nuestras conciencias no lo sea.
—Hasta Aitor, el soldado perfecto, ha votado contra eso —se defendió—. Esas “decisiones difíciles” pueden acabar costando vidas inocentes.
—Prefiero una decisión difícil que cueste una vida inocente desconocida a una decisión fácil que acabe costando una vida inocente conocida —repliqué señalando al resto del grupo—. La última vez que confiamos tan felizmente en alguien Félix murió, Érica fue herida, Toni también y a mi casi me violan… y de esos ni siquiera sospechábamos. Espero que hayáis votado lo correcto, porque esa chica “inocente” ya tiene delitos de sangre en sus manos, y cualquier daño que cause recaerá en esas conciencias vuestras que no queréis cargar con decisiones difíciles.
—Está cicatrizando bien —determinó el doctor refiriéndose a mi herida—. No hagas movimientos bruscos en unos días o se reabrirá. No creo que necesites puntos, y tampoco está infectada, aunque voy a cambiarte la venda.
—Tú eres el experto. —consentí dejándole hacer mientras miraba de mala gana cómo Irene dejaba su mochila en el coche de Agus, uniéndose así a nosotros de manera oficial.
Aitor la ayudaba, quizá demasiado solícitamente… ¿tendría razón Raquel? Pensaba que sus celos eran sólo una rabieta de ex novia despechada, pero Aitor también era sólo un chaval, capaz de meter la serpiente en el nido sin darse cuenta sólo para poner celosa a la chica que le dejó.
“Ni tras el fin del mundo nos libramos de estas estupideces” pensé deseando que el día se acabara de una vez por todas. Sin embargo, eso estaba lejos de ocurrir, todavía quedaba la parte más complicada: nuestro viaje a ninguna parte.
Había estudiado un par de opciones para que los demás creyeran que más o menos tenía alguna idea de hacia dónde ir, pero en realidad no era así… al final iba a ser todo cuestión de coger los coches y buscar.
—Sé que todos estamos de acuerdo en alejarnos de Madrid —les dije una vez estuvimos listos para marchar—. Es lógico que nos apartemos de una gran ciudad, cuanto más gente, más muertos vivientes… pero tampoco podemos alejarnos demasiado de un núcleo urbano porque necesitamos comida, ropa y muchas otras cosas que sólo podemos conseguir en lugares donde viviera alguien antes. También necesitamos agua, y como no tengo ningún motivo para pensar que haya algún lugar donde sigan teniendo suministro, no nos queda más remedio que aprovechar lo que la naturaleza nos ofrece.
—¿Hablas de río Manzanares? —inquirió Judit levantando la mano, como si estuviera en clase.
—Sí, tenemos cinco embalses cerca de aquí, y creo que lo ideal sería acercarnos en coche a las proximidades de alguno y buscar un lugar cercano a ellos que cumpla las demás condiciones.
—Hay muchos pueblecitos por esta zona —señaló Irene—. Tal vez alguno esté libre de muertos vivientes.
—Yo no contaría demasiado con ello —objeté—. Pero puede que haya algún edificio apartado que sí que esté libre de muertos y que podamos apropiarnos.
—Me parece bien —afirmó Toni, que se volvió hacia los demás—. Cualquier cosa es mejor que seguir acampados como domingueros. Personalmente no entiendo cómo Félix y Óscar nos mantuvieron tanto tiempo a un tiro de piedra de Madrid tirados como animales a merced del frío.
—Bueno, ellos no sabían que la zona segura había caído hasta la última semana —les defendió Judit—. Hasta entonces, esperar cerca era lo mejor porque creíamos que la ciudad se podía recuperar, y después de que arrasaran con todo, cabía la posibilidad de que intentaran reorganizarse fuera de Madrid, de modo que estábamos en el mejor lugar para ser rescatados.
—Ya no van a rescatarnos, no queda nadie que pueda hacerlo, así que mejor olvidarnos de eso —intervine para detener esa conversación, que no nos llevaba a ninguna parte—. Subamos a los coches y pongámonos en marcha, cuanto antes empecemos, antes encontraremos algún lugar a salvo.
Una vez todos montados en alguno de los dos vehículos, me senté en el asiento del conductor de la furgoneta y abrí la marcha de vuelta a la carretera, donde nos esperaba un destino incierto.
—Ponte el cinturón. —le ordené a Clara, que viajaba de copiloto.
—Intenta no coger demasiados baches. —me pidió Luís desde la parte trasera del vehículo, donde también iban Raquel, que no quería viajar en el mismo vehículo que Aitor, Toni, que necesitaba estirar la pierna, y Érica, que seguía dormida.
—Haré lo que pueda. —respondí sin prometer nada; que íbamos a tener que meternos por caminos de tierra era un hecho, ya que las principales carreteras que salían de la ciudad estaban atestadas de coches abandonados.
—Allá vamos… —exclamó Raquel dirigiendo una última mirada hacia Madrid.
Seguramente sentía el mismo hormigueo en el estómago que yo por abandonar el lugar donde había vivido toda la vida. Al mirar por el espejo retrovisor vi a un resucitado solitario salir de la ciudad dando trompicones, desde tan lejos daba hasta un poco de pena verle tambalearse, sólo él sabía hacia dónde y para qué. La ciudad ya pertenecía a los suyos, a los muertos; la habían conquistado a base de sangre y mordiscos y no quedaba nadie que fuera a discutirles la propiedad… al menos de momento. En mi foro interno deseaba de corazón que tarde o temprano los humanos volviéramos a estar en condiciones de reclamar lo que nos pertenecía, la sociedad que habíamos construido con esfuerzo a lo largo de milenios y que ellos habían destruido en menos de un mes.

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