24 de enero
de 2013, 35 días después del primer brote, 9 días después del Colapso Total.
Víktor Pávlov
Desperté con un tremendo dolor de espalda. Las tablas sobre las que había
dormido no eran precisamente cómodas y yo ya no tenía edad para andar pernoctando
de cualquier manera pero, ¿qué otra opción tenía? Aquella obra abandonada era
el único lugar a salvo que habíamos encontrado mi hija y yo para refugiarnos de
los muertos vivientes… y del frío, sobre todo de aquel frío infernal. Con más
de diez grados bajo cero, llegando a los veinte por las noches, morir congelado
me preocupaba más que los cadáveres caníbales porque era mucho más difícil de evitar
viviendo a la intemperie. Envueltos en sacos de dormir que había robado en una
tienda, y de tantas mantas como pude conseguir, aguantábamos gracias a hogueras,
que podíamos mantener encendidas sólo porque las paredes de la obra nos
resguardaban de la vista de cualquiera.
—Se han acabado los cereales. —anunció Mariya, que ya se había despertado y
trataba de entrar en calor junto a los rescoldos de la hoguera de la noche
anterior.
Gracias a los restos de la obra teníamos madera de sobra para mantenerla
encendida la mayor parte del tiempo, de lo contrario habríamos muerto de frío,
como tantos indigentes antes de nosotros que se las tuvieron que apañar con lo
que encontraban por las calles de Moscú.
—Luego iré a la tienda a buscar más. —le prometí saliendo del saco,
doblándolo y guardándolo en la mochila. Había aprendido a tener siempre
nuestras cosas preparadas, nunca se sabía cuándo tendríamos que abandonar aquel
lugar ni con qué premura tendríamos que hacerlo.
No sólo tenía que buscar cereales, estábamos faltos también de comida en
realidad. Aunque lo que de verdad me gustaría haber encontrado era algún lugar
más protegido donde instalarnos. Los restos de un edificio a medio construir no
me parecía lo más adecuado; sin embargo, no me atrevía a alejarme demasiado de
aquellas calles que ya conocía mejor que la palma de mi mano. Moverse por la
ciudad era prácticamente un suicidio si no sabías a dónde te dirigías.
—¿Qué tal has dormido? —le pregunté a mi hija sentándome a su lado junto a
las ascuas. Tenía los dedos tan fríos que apenas podía moverlos, así que dejé
que entraran en calor antes de ir a por madera para avivar la hoguera. Siendo
de día, podíamos hacer un fuego más grande sin peligro siempre que no humeara
demasiado.
—No muy bien. —confesó arrugando la nariz mientras masticaba los pocos
cereales que había podido repelar de la caja.
No me sorprendió su respuesta. Con sólo catorce años, había tenido que ver
todo tipo de cosas horribles desde que nuestra pesadilla comenzara… exactamente
las mismas que yo. El único motivo por el que lograba dormir en condiciones era
porque me centraba en pensar en el futuro e intentaba olvidarme del pasado,
aunque eso me seguía resultando difícil al tenerlo aún tan presente.
Cuando la gente empezó a revivir después de morir, todo fue tan rápido que
incluso semanas después seguía pareciéndome un sueño. La primera en desaparecer
fue mi mujer, que trabaja como médico en uno de los primeros hospitales donde
la infección llegó al alcanzar Rusia. Cuando lo selló el ejército todavía tenía
esperanzas de que ella estuviera bien, pero únicamente porque en aquel entonces
todavía no sabía la envergadura de lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, aunque
no había vuelto a verla, tenía asumido que en aquellos momentos debía ser una
muerta viviente más, dando vueltas por el hospital buscando carne humana que
comer, si es que no había logrado escapar fuera.
Sólo tres días más tarde perdí también a mi hijo mayor, el hermano de
Mariya. Cuando por fin me decidí a que nos trasladáramos a uno de los puntos de
evacuación del ejército, algo que se dilató mucho porque no me atrevía a
hacerlo sin saber de mi esposa, él insistió en salir buscar a su novia a su
casa y traerla con nosotros. Nunca volvió. Tampoco supe qué fue de él, pero era
tan fácil como doloroso imaginarlo.
Su desaparición nos retrasó hasta que fue demasiado tarde para trasladarnos
a una zona segura debido a que, con mi mujer ausente, no quería marcharme sin
mi hijo también. Al final no pudimos ser evacuados, el ejército dio por perdida
la ciudad y se retiró a las zonas seguras, dejándonos a Mariya y a mí atrapados
en nuestra casa. A través de la radio intenté contactar con ellos para pedir
ayuda, pero fue inútil, estábamos solos.
Apenas tardamos una semana en tener que dejar nuestro hogar después de que
nos quedáramos sin comida y el agua corriente se cortara… la electricidad ya
había desaparecido mucho antes de eso. Moviéndonos por la ciudad todo lo
discretamente que pudimos, llegamos hasta la obra donde nos escondíamos en ese
momento. Intentar ir a cualquier otra parte era arriesgado, y salir de la
ciudad, lejos de la comida y con las temperaturas que estábamos sufriendo, me
pareció un suicidio aún mayor de lo que ya me parecía quedarnos dentro.
Sin embargo, creía que habíamos encontrado un lugar seguro donde dejar
pasar los días hasta que el clima mejorara. En la obra teníamos cuatro paredes
rodeándonos que impedían que los muertos se acercaran, y estábamos protegidos
del frío y el viento. La nieve de los alrededores, después de hervida, nos daba
el agua que necesitábamos, y una tienda cercana la comida.
—Yo tampoco, a ver si acaba el invierno de una vez —le respondí agachando
la cabeza para acercarla al calor—. ¿Has mirado si el que había anoche se ha
largado ya?
La noche anterior un resucitado estuvo rondando por los alrededores de la
obra muy insistentemente, y como estaba oscuro y hacía demasiado frío no me
atreví a salir a rematarlo, de modo que intentamos ignorarle. Pero aquella
había sido una decisión más producto del miedo que de la precaución, lo
adecuado habría sido rematarlo antes de que el ruido que pudiera hacer atrajera
a más de los suyos hasta nosotros.
No obstante, la imprudencia no parecía ir a pasarme factura por esa vez.
—No —admitió—. Pero no se le oye andar, ¿no?
Con lo torpes que eran esos seres, y el terreno complicado de la obra, era
difícil que no se le escuchara caminar. Sin embargo, pero preferí levantarme y
asomarme para estar completamente seguro de que no seguía por allí. Si tenía
que salir a buscar comida, no quería dejar sola a mi hija con un muerto
rondando cerca… y siendo sincero, tampoco me gustaba la idea de encontrármelo
en el camino de vuelta.
Alrededor de nuestro refugio teníamos un descampado, y a continuación
varias casas pequeñas, que contrastaban con los edificios que se encontraban justo
en el otro lado de la obra. Vi a un par de resucitados en mitad de la calle de
los edificios, y a uno más junto a una casa, además de un torso medio devorado
que se arrastraba torpemente en mitad de la carretera, pero el que se había
pasado media noche rondándonos se había perdido de vista, lo que me quitó una
preocupación de encima.
—Parece que no está —tranquilicé a Mariya cuando regresé con ella—. Si voy
a ir a la tienda debería irme ya. Hay pocas horas de luz, y no se puede saber
cuánto tiempo me va a llevar esto.
—Vale. —respondió volviendo la vista hacia mí, preocupada.
—¿Recuerdas lo que te dije sobre la hoguera? —quise asegurarme. Tener el
fuego encendido era la única forma de entrar en calor con aquel frío invernal,
de modo que intentábamos mantenerla ardiendo todo el tiempo posible, pero eso
exigía tomar unas precauciones.
—Sí, que no le eche plástico ni nada que haga mucho humo —replicó ella
poniendo los ojos en blanco—. No soy una niña papá, y tampoco idiota… pero si
me dejaras ir contigo, no haría falta la hoguera. No me gusta quedarme sola
aquí.
—Créeme, cariño, te gustaría mucho menos salir ahí fuera. —repuse
haciéndome a la idea de que yo sí que iba a tener que hacerlo. La parte buena
de aquello era que, una vez hecho, no tendría que repetirlo hasta varios días
después.
“Qué asco de vida” me dije al darme cuenta del ciclo en el que estaba
metido.
—Anoche escuché ruidos lejanos —dijo frunciendo el ceño—. Sonaban como
golpes, o disparos, ¿qué crees que podrían ser?
—No sabría decirte —le contesté con completa sinceridad, yo no había
escuchado nada de nada—. A lo mejor sólo te los has imaginado, hija, no creo
que ahí fuera quede nadie para hacer esa clase de ruidos, sería una locura.
—A lo mejor queda gente como nosotros —inquirió con la esperanza que sólo la
juventud tiene—. O quizá incluso grupos más grandes, escondidos en alguna
parte.
—No he visto nada que me haga pensar así —contradije, pesimista, sus
anhelos. Sin embargo, tampoco tenía intención de deprimirla, que bastante
mierda teníamos ya encima como para eso, así que intenté matizar mis palabras—.
No obstante, todo puede ser… me voy, no hagas ruido mientras no esté, ¿vale?
—Vale papá. —asintió mientras yo recogía mi arma del suelo.
Poco después de que abandonáramos nuestra casa conseguí la pistola de un
policía muerto viviente al que rematé, pero pronto quedó demostrado que, pese a
ser un arma muy efectiva, no era la más adecuada para la situación en la que
nos encontrábamos. Los disparos hacían demasiado ruido y atraían a los
resucitados cercanos como si fueran un imán, de modo que la deseché y opté por
algo más sigiloso. En aquellos instantes mi arma era una barra de acero que
encontré tirada en la obra. Por su peso, era un bate perfecto para cascar
cabezas de muertos, y uno de los extremos estaba quebrado y tenía un filo
perfecto para traspasar cráneos, o la parte de un cuerpo humano que hiciera
falta.
Apoyándome en los ladrillos que teníamos colocados para poder trepar por la
pared de la obra, salí fuera, al descampado, y lo primero que hice fue
arrebujarme todo lo que pude dentro del abrigo, porque en el exterior se movía
un viento helado que dejaría tiritando a un esquimal. Luego, tras asegurarme de
que no tenía muertos cerca, me puse en camino hacia los edificios.
El primer día cometí el error de ir a las casas, pensando incluso que
podríamos colarnos en alguna y tener un refugio más protegido que los restos de
una construcción, pero la concentración de resucitados en aquellas estrechas
calles era más de lo que podía manejar. Aquellos idiotas se perdían dando
vueltas en el laberinto de callejuelas y ni salían de ahí ni dejaban salir a
nadie que estuviera dentro. De haber logrado entrar en alguna de ellas, nos
habríamos quedado atrapados sin remedio.
El problema con los edificios era similar porque, aunque había menos
resucitados en los alrededores, el hecho de que las calles fueran más amplias
hacía que estuvieras más expuesto.
Si algo me gustaba de nuestra obra era que los muertos no tenían ningún
motivo para acercarse a ella. No había absolutamente nada allí que pudiera
llamar su atención, aunque de todas formas, si el invierno seguía siendo tan
crudo como estaba siendo, tendríamos que colarnos en algún piso si no queríamos
morir congelados. Sin embargo, aquella idea no me gustaba nada, el único motivo
por el que me acercaba a los bloques de apartamentos era porque en sus plantas
bajas se encontraban los comercios que nos habían estado surtiendo de comida y
equipamiento desde que todo comenzara.
Tenía localizada una tienda de ultramarinos llena hasta los topes a sólo tres
calles de distancia, y mi intención aquella mañana era dirigirme hacia ella
para darle otro pellizco a sus mercancías. El día que llegué tuve que matar a
una vieja transformada, que debía ser la dueña del comercio, y gracias a eso
tenía las llaves de la tienda conmigo y podía mantenerla cerrada para evitar
algún posible saqueador casual… si es que mi hija tenía razón y quedaba alguien
ahí fuera tan loco como yo que se paseara por una ciudad plagada de
resucitados.
Metiéndome entre los edificios, me llamó la atención que pudiera recorrer
la primera calle casi sin tener que preocuparme de ser visto por algún muerto
viviente. Encontré a tres arrodillados en el suelo devorando el cadáver de
algún pobre perro al que lograron dar caza, o que murió por el frío, así que
poniendo un coche entre ellos y yo los esquivé sin mucha dificultad… pero el
resto de la calle estaba vacía. Era como si se hubieran largado todos.
“Esto es raro” me dije desconfiado. Quizá debiera sentirme afortunado por
tener el camino casi despejado, pero había aprendido que confiarse a la hora de
tratar con esos seres podía resultar muy peligroso, “a lo mejor algo ha llamado
su atención en otro lugar.”
Como la forma más sencilla de hacer que los muertos vivientes se movieran
era mediante el sonido, no pude evitar recordar que Mariya me había dicho que
la noche anterior escuchó ruidos parecidos a disparos. A lo mejor algún grupo
había sido tan imprudente como para montar escándalo con armas de fuego en
mitad de la ciudad. Si era así, lo más probable era que los muertos los
hubieran atrapado… pero yo no podía permitirme preocuparme por nadie más que
por mi hija y por mí, de modo que si sus muertes me habían facilitado el camino,
bienvenidas eran.
Me cargué a un resucitado atravesándole un ojo con el lado afilado de la
barra de metal, y luego descalabré a un niño de un golpe al cruzar una esquina.
Los dos se unieron al considerable reguero de cadáveres que iba dejando cada
vez que recorría ese camino. Los cuerpos se quedaban tirados en el suelo y el
frío los mantenía frescos, lo cual era un alivio, porque no quería ni pensar en
las enfermedades que podía provocar que todos comenzaran a pudrirse si llegaba
el calor de repente.
Pese a esos dos muertos, la suerte me acompañó el resto del viaje, y sólo tuve
que preocuparme realmente por ellos cuando llegué a la calle de la tienda de
ultramarinos. En ella, lo que fuera que había espantado a los resucitados de
las otras calles no había funcionado, y un número pese a todo razonable de
ellos daba vueltas sin rumbo fijo, como solían hacer cuando no estaban
persiguiendo o comiéndose a alguien.
La nieve amortiguaba mis pasos, y mi abrigo blanco me ayudaba a camuflarme
con ella, pero lo que de verdad me permitía moverme entre ellos con cierta
ligereza era el entrenamiento recibido veinte años atrás, durante mi época en
el servicio militar. Por primera vez le estaba sacando partido a lo que aprendí
durante aquellos dos horribles años de mi vida, que hasta entonces había
considerado un desperdicio.
Deslizándome entre los coches, las esquinas de las calles y los montones de
nieve que se acumulaban por todas partes conseguí alcanzar la puerta de la
tienda sin que ninguna de esas criaturas muertas vivientes se diera cuenta de
que andaba por allí, como ya había hecho muchas otras veces en el pasado. Por
lo visto aquel día los hados estaban de mi lado.
Todo lo silenciosamente que pude, saqué la llave de la tienda y abrí la
cerradura. Cada vez que iba allí temía que alguien hubiera logrado forzarla y
me la encontrara saqueada por completo, pero mis temores fueron una vez más
completamente injustificados, la puerta estaba tal y como la dejé la última vez
que la visité.
Nada más tenerla abierta, me colé dentro y volví a cerrar para poder coger
la comida que necesitara con tranquilidad. En los estantes de aquella pequeña
tienda todavía quedaba comida para que Mariya y yo nos alimentáramos durante
meses, y me hubiera gustado ser capaz de cargar una buena cantidad de ella en
bolsas para llevarlas a la obra en alguno de mis viajes anteriores, pero habría
sido imposible salir de allí cargado hasta los topes sin alertar a los
resucitados de fuera, y la última vez que un pequeño grupo comenzó a
perseguirme casi no lo cuento intentando despistarlos.
Dejé la mochila en el suelo y comencé a llenar el pequeño espacio que
quedaba en ella con todo lo que pude, procurando gastar primero los productos
perecederos y tratando de no repetir demasiado las comidas. De haber estado
viva, mi mujer habría sabido qué llevarse exactamente para mantener una dieta
sana, pero yo sólo podía hacerlo a ojo.
—¡Ay Dominika, cómo te echo de menos! —exclamé sintiéndome de repente
terriblemente apenado… pero inmediatamente expulsé esos pensamientos de mi
cabeza. No podía permitirme distraerme con los muertos del pasado mientras los
muertos del presente estuvieran rondando fuera de la tienda.
Cuando ya tenía la mochila llena y estaba cargándomela al hombro, me sobresalté
al escuchar algo que me pareció a una voz lejana, pero no fui capaz de distinguir
lo que decía o de dónde había salido exactamente.
—¿Hola? —pregunté en voz alta agarrando con fuerza la barra de acero—. ¿Hay
alguien ahí?
No recibí respuesta. Sin embargo, una voz humana no era algo que se
escuchara todos los días desde que los muertos vivientes habían invadido la
ciudad, así que decidí investigar un poco más. ¿Y si Mariya tenía razón y
quedaba más gente viva por allí?
La voz volvió a escucharse, y en aquella ocasión estaba prevenido, de modo
que pude discernir que se trataba de la voz de una mujer, y que posiblemente se
encontrara en la calle, pero no por la que yo había llegado, sino la del otro
lado de la tienda. Aquello me extrañó muchísimo porque, para escuchar algo así
desde allí, ella tendría que estar gritando, y si había algo más raro que gente
hablando era gente gritando.
Me aproximé a la puerta trasera de la tienda, una que había mantenido
cerrada siempre porque tras ella no había nada de interés. Atravesándola se
llegaba al portal del edificio de viviendas, en cuyo bajo estaba instalada la
tienda. Allí sólo había unas escaleras que subían a los pisos y otra puerta que
salía a la calle, es decir, nada que pudiera serme mínimamente útil.
Sin embargo, mi curiosidad, o quizá las esperanzas de mi hija, me
impulsaron a abrí la puerta con cuidado y asomar la cabeza fuera.
—¿Hola? —volví a llamar, pero allí no había nadie. El portal seguía tan
abandonado como la primera vez que lo vi, aunque con una diferencia: alguien
había abierto el portón que llevaba a la calle—. Vaya...
Me planteé marcharme de allí inmediatamente porque, si esa puerta estaba
abierta, se podrían haber colado muertos vivientes dentro, y lo último que
quería era buscarme problema con esos seres sin necesidad, y pero entonces
volví a escuchar aquella voz de mujer, en esa ocasión mucho más clara.
—¡Socorro! ¡Por favor! —gritaba asustada alguna inconsciente desde la calle—.
¡Por favor! ¡Sacadme de aquí!
Me quedé paralizado unos segundos, sin ser capaz de decidirme entre ayudar
a aquella pobre mujer u optar por lo más seguro, que era preocuparme de mis
propios problemas y marcharme antes de que atrajera a todos los resucitados del
mundo con sus gritos. Sin embargo, ya habían sido demasiadas cosas: los
disparos de la noche anterior, las calles despejadas de muertos y ahora una
mujer gritando en la calle... no me gustaba no saber qué estaba ocurriendo tan
cerca de mi propio refugio.
Con precaución, caminé en dirección a al portón tratando de no hacer ningún
ruido para que ni hombre ni muerto pudieran saber que me encontraba por allí.
Al pasar junto a la portería eché un vistazo dentro para asegurarme de que
estaba despejada, no quería que algún resucitado se me echara encima por la
espalda mientras miraba lo que ocurría fuera, y una vez seguro de que no iba a
ser atacado a traición asomé tímidamente la cabeza hacia la calle… y lo que vi
me dejó sin aliento.
Aquella calle era muy amplia, tanto como para abarcar cuatro carriles de
coches, dos aceras y plazas de aparcamiento a ambos lados. Justo en mitad de ella
había una mujer de mediana edad, cubierta por un grueso manto y un pañuelo en
la cabeza, encerrada en una jaula de apenas un metro cuadrado de base y menos
de dos de altura. Como si fuera un animal expuesto en un zoo, la mujer se
aferraba a los barrotes de su celda y miraba en todas direcciones suplicando
ayuda.
Por mucho que lo intentaba, no lograba encontrar el sentido a aquella
escena. ¿Cómo había llegado allí? ¿Por qué estaba encerrada? ¿Por qué no se la
habían comido los muertos ya?
Las respuestas no tardaron en llegar, y lo hicieron en forma de disparo
cuando un resucitado dobló una esquina y comenzó a caminar hacia la jaula, que
le ofrecía un bocado que difícilmente podría mostrar demasiada resistencia. Un
tiro salido de no sabía dónde le atravesó la cabeza, y su cuerpo cayó al suelo
de la calle, donde por lo menos veinte o treinta cadáveres más se encontraban ya
desperdigados.
—¡Joder! —murmuré metiendo la cabeza dentro del portal de nuevo.
Era un cebo, aquella pobre mujer era un cebo para muertos vivientes.
Alguien debió despejar la calle de los resucitados que había, colocó allí la
jaula con ella dentro y se dedicaba a abatir a cuanto muerto se acercara
atraído por sus gritos. No era capaz de entender qué clase de mente sería capaz
de hacer algo así, pero todo aquello comenzó a asustarme un poco.
—¡Socorro! —gritó de nuevo la mujer, histérica ante la llegada de más
muertos vivientes.
Se escucharon dos disparos más, y con el segundo pude distinguir cuál era
su origen… y eso me asustó mucho más. Plantados en los balcones y terrazas de
los edificios cercanos, había por lo menos diez soldados del ejército jugando
al tiro al blanco con los resucitados que osaban entrar en la calle con la
intención de atacar a la mujer enjaulada.
“Madre mía, están locos… van a conseguir matarla” pensé con aprensión al
ver que la cantidad de resucitados que entraban por las calles adyacentes era
cada vez mayor.
Me sentí indignado. Esa mujer no era del ejército, más bien parecía una
civil indefensa que, lejos de querer atraer a los muertos, gritaba de puro
terror al verse en aquella situación. ¿Era eso lo que los militares estaban
haciendo? ¿Jugar al tiro al blanco utilizando civiles como cebo en lugar de
defenderlos? Cuando la situación con los infectados se puso realmente fea el
gobierno nos incitó a todos para que fuéramos a los puntos de evacuación del
ejército… no se podía decir que tuviera confianza en nuestras fuerzas armadas,
pero si aquella era su forma de actuar, realmente habían caído muy bajo.
Antes de que me diera cuenta, aquellos disparos dispersos se volvieron un
auténtico tiroteo. Todos los resucitados de los alrededores debían haber
escuchado tanto los gritos como los tiros, y en ese instante debían estar
encaminándose hacia aquel punto.
“¡A la mierda!” me dije dándome la vuelta dispuesto a salir de allí
aprovechando la distracción. Con todos los muertos tambaleándose hacia aquella
calle, las que yo tenía que atravesar para regresar a la obra debían estar prácticamente
despejadas.
Sin embargo, mis planes se vieron frustrados cuando escuché unos rápidos
pasos bajando por las escaleras del edificio. Casi como acto reflejo me metí
dentro de la portería. No quería ni pensar en lo que podían hacerme los
militares si me encontraban allí, y no me apetecía acabar como la mujer de
fuera, cuyas súplicas eran más desesperadas conforme el número de resucitados
que éstas atraían crecía.
No pude verlos por estar agazapado dentro de la portería, pero por los
pasos deduje que tenían que ser dos los soldados que habían bajado hasta el
portal, y entendí quién había abierto el portón: ellos para entrar dentro del
edificio y poder coger posiciones desde la que disparar a la calle. Lo que no
entendía aún era para qué habían bajado esos dos en lugar de seguir disparando
desde un lugar seguro.
—Ya se está llenando —le dijo uno al otro—. Mira, mira lo que viene por
ahí.
—¡Madre mía! —exclamó el segundo. —Esto parece la plaza roja, nos van a
sobrepasar más rápido de lo que pensaba el capitán.
—Es como si esos cabrones putrefactos fueran infinitos —añadió el primero—.
Por más que mates, nunca se acaban.
En aquello podía estar de acuerdo, pero en nada más. Si realmente su número
sobrepasaba su capacidad para abatirlos, la pobre mujer estaría muerta, porque
dudaba que dentro de esa celda pudiera protegerse de ellos cuando simplemente
estirando las manos llegaban a agarrarla… aunque la verdad era que no creía que
la vida de esa señora les importara lo más mínimo. Y yo tampoco era tan
distinto a ellos, porque en realidad lo único que deseaba era que me dejaran
marcharme de allí y perderlos a todos de vista.
No se trataba tanto de que aquella vida que estaban poniendo en juego
cruelmente no me importara como que, con el tiempo, había aprendido a
distanciarme de otra gente y a preocuparme sólo por mí y por Mariya. Únicamente
era un hombre, y no podía permitirme otra cosa si quería que mi hija y yo
siguiéramos vivos.
Escondido en la portería apenas podía moverme. Cualquier ruido podía llamar
la atención de los dos soldados de fuera, y sólo me atreví a asomar la cabeza
por un lateral de la puerta cuando la intensidad del tiroteo fue tal que era
sencillamente imposible que pudieran escucharme. En cuestión de segundos, una
calle prácticamente vacía se había llenado hasta los topes de muertos
vivientes. Precisamente aquello era lo que más me asustaba de ellos, porque al
moverte por una zona infestada cometer un error, y provocar con ello un simple
ruido de más, podía significar acabar rodeado de una multitud de esos seres
antes de darte cuenta.
Los militares no se habían quedado ociosos mientras la horda se aproximaba.
Con sus armas iban abatiéndolos desde balcones y tejados, bañando el suelo
nevado con su negruzca sangre. Viendo que aquello se les podía ir de las manos
en cualquier momento, los dos soldados cerraron cuidadosamente el portón de la
calle y vigilaron el exterior desde una pequeña ventana que se encontraba junto
a él. Su movimiento me permitió arrastrarme hasta el ventanuco de la portería
sin ser visto, lo que me sirvió para enterarme de lo que ocurría fuera, que no
era algo bueno precisamente.
Los resucitados eran ya decenas, y poco a poco recortaban la distancia que
les separaba de la jaula. La mujer de su interior gritó aterrada cuando uno
logró meter la mano dentro, aunque éste fue abatido rápidamente por alguno de
los tiradores.
“No sólo es un cebo, es un sacrificio” me dije afligido por el más que
probable destino de aquella señora. No podía evitar preguntarme qué mal había
hecho la pobre para tener que acabar así.
El tiroteo se puso tan intenso que debía estar escuchándose en toda la
ciudad. Dudaba que a esas alturas estuvieran disparando ya a algún objetivo en
concreto, la masa de cadáveres andantes era tan densa que era imposible
distinguir a unos de otros, y si había un sonido más horrible que los disparos,
eran los gemidos de los muertos.
Sin duda alguna Mariya tenía que estar oyendo lo que ocurría, aunque
esperaba que no fuera tan inconsciente como para intentar averiguar qué estaba
pasando por su cuenta.
—Ya está. —declaró uno de los soldados.
Y tenía razón. Los muertos habían llegado hasta la jaula pese a que caer
como moscas ante los disparos de los militares. Lo último que vi de aquella
mujer fue como se agazapaba en la caja mientras decenas de manos se colaban
entre los barrotes intentando atraparla… todavía se podían escuchar sus gritos por
debajo de los gemidos y los disparos.
—¡Ya la tienen! —exclamó el otro soldado a través de un transmisor—. Es la
hora. ¡Vamos!
No supe a qué se refería con eso, y tampoco entendí por qué se marcharon
corriendo hacia el interior del portal hasta un par de segundos más tarde,
cuando una impresionante explosión hizo temblar el suelo, quebrarse los
cristales de las ventanas y me lanzó hacia atrás, consiguiendo que me golpeara
en la espalda con la pared.
Cuando pude incorporarme, sentí los tímpanos taponados y que la cabeza me
daba vueltas. El aire se había llenado de yeso desprendido de techo y paredes,
y el suelo de cristalitos rotos. Me cubrí la boca y nariz para no toser y delatarme,
y luego, todavía conmocionado y algo aturdido, me asomé al portal al escuchar
que los dos soldados volvían corriendo hacia el portón, que se había abollado
por la explosión.
—¡Ja! Joder que asco… —exclamó uno de ellos, alegre pese a todo—. Mira
cuanta carroña.
El otro se limitó a torcer el gesto y a volver a hablar a través de su
comunicador.
—Señores, aquí ya hemos terminado, nos vamos —anunció antes de volverse a
su compañero—. Hala, vámonos que esto se va a llenar hasta los topes enseguida.
—Los muy idiotas vienen por su propio pie a la trampa —afirmó el primero
con una sonrisa—. Mañana los tendremos a todos igual de juntitos para repetirlo.
—Sí, pero a este paso se nos van a acabar los malditos explosivos antes de
limpiar toda la ciudad. —replicó el segundo cargando sus cosas y abriendo el
portón de un tirón para desatrancarlo.
Esperé hasta que se marcharon y ya no pude escuchar pisadas en la nieve
para salir de la portería y asomarme yo también a la calle.
—Valientes hijos de puta… —maldije sin poder contenerme al observar la
escena.
Aquello era una auténtica carnicería. El suelo estaba lleno de restos
humanos carbonizados, y los cadáveres abatidos habían saltado por los aires,
desmembrándose por el camino y regándolo todo de carne muerta y hollín. De la
jaula y la mujer de su interior no había quedado ni rastro, salvo algunos
trozos de hierro retorcidos… ella había sido el centro de la explosión, y se
había desintegrado por completo.
Aunque inhumana, su táctica no se podía negar que era efectiva. Ni un solo resucitado
había quedado indemne tras la explosión. La mayoría fueron destrozados en ella,
pero todavía quedaban algunos torsos casi carbonizados luchando por arrastrarse
por el suelo… sin contar con los muertos demasiado lejanos como para haberse
visto afectados, y que se acercaban poco a poco.
Como aquello podía ponerse caliente de nuevo en cualquier momento, decidí
que había llegado la hora de marcharme de allí y regresar a la obra. Una vez en
ella tendría que replantearme muy seriamente nuestra permanencia por más tiempo…
no me gustaba nada estar acampado en un lugar tan cercano a un grupo de
militares que hacían explotar a la gente.
“Menos mal que no fuimos a un centro de evacuación” me dije dándome la
vuelta, dispuesto a volver con mi hija… pero entonces me encontré con un fusil
apuntándome a la cara.
Quien me tenía encañonado apenas era
un chaval, un crío de unos veinte años que parecía más nervioso que yo ante
aquella tensa situación.
—¿Quién eres tú? —preguntó tratando de parecer duro—. ¿Qué haces aquí?
—Tranquilo, hijo. —le dije para que dejara de temblarle el fusil. Temía que
acabara volándome la cabeza de un disparo accidental.
—¡Suelta eso! —me ordenó refiriéndose a la barra de acero que llevaba en la
mano. No me quedó más remedio que dejarla caer al suelo.
Idiota de mí, pensé que una vez se hubieron marchado los otros dos soldados
ya no habría más militares en el edificio. Pero desde las ventanas de sus pisos
superiores se podía disparar hacia la calle tan bien como desde las de
cualquier, de modo que era lógico que quedara alguno más allí.
—Sin gato, el ratón es libre… —le parafraseé haciendo un gesto con la
cabeza hacia el exterior.
—¿Qué dices? —exclamó amenazándome con su arma.
—¿Saben vuestros superiores lo que hacéis con la gente? —le increpé—. ¿Te
parece que esa mujer merecía acabar así?
—Fue idea de nuestros superiores —me respondió él humedeciéndose los labios
con la lengua—. Yo sólo cumplo órdenes.
—Como los nazis —le espeté, lo cual no le hizo demasiada gracia—. Y a esos
no les fue muy bien en este país, ¿sabes?
—¡Date la vuelta! —exigió sin dejar de encañonarme con el fusil.
Hasta contemplar la atrocidad que acababan de cometer, había pensado que el
ejército era nuestro aliado, quien nos protegía de los muertos y quien los
combatía. El único motivo por el que Mariya y yo no habíamos buscado su
protección era porque no pudimos llegar hasta ellos y nos quedamos varados en
mitad de la calle… pero mientras me giraba obedeciendo la orden de aquel joven
soldado, tuve claro que esos hombres era aún más peligrosos si cabía que los
muertos vivientes, que a diferencia de ellos, no eran plenamente conscientes
del mal que hacían.
No podía dejar que me matara allí mismo o que quisiera llevarme con él. No
podía dejar a mi hija sola en ese mundo, ni tampoco acabar volando por los
aires como la mujer de la jaula, así que no tuve más remedio que defenderme. Aprovechando
el giro, agarré el cañón del fusil y lo aparté bruscamente de mi cara. Su
respuesta inmediata fue disparar, logrando que una bala se incrustase en las
paredes del portal sin llegar a alcanzarme. Forcejeamos durante un segundo,
pero yo era mucho más corpulento que él, y acabé golpeándole en la cara con la
culata del fusil, haciéndole soltar el arma como acto reflejo.
No podía permitirme el lujo de perder un segundo, así que dejando caer el
fusil me abalancé sobre él hasta tumbarlo en el suelo. Nunca había matado a una
persona viva, y resultaba quizá hasta hipócrita que lo hiciera con aquel
soldado por lo cabreado que estaba después de ver como los suyos se cargaban a
una mujer inocente, pero el hecho fue que, presa de la furia, cogí la barra de
acero del suelo y le golpeé con ella hasta convertir su cabeza en un amasijo de
sangre.
Una vez habiendo acabado con su vida me quedé todavía arrodillado sobre él,
con los guantes rojos y el abrigo también salpicado de sangre que humeaba por
el frío… hasta que no escuché unos golpes en la puerta, que me recordaron que
la calle se estaba llenando de muertos vivientes, no recordé que había dejado a
Mariya sola en la obra, y que los demás militares tampoco debían andar
demasiado lejos.
El portón no iba a aguantar las acometidas de los resucitados, no después
de cómo había quedado tras la explosión, así que me di prisa en coger el fusil
del soldado, quitarle la mochila y abrir la puerta que llevaba a la tienda. Sin
embargo, no fui lo suficientemente rápido, el militar llevaba su mochila bien
atada y tardé unos segundos de más en quitársela, y eso fue todo lo que
necesitaron los muertos para reventar la entrada y colarse dentro. Aunque
todavía pude escapar, me vieron salir hacia la tienda, lo que significaba que
se abalanzarían sobre ella en cuanto la alcanzaran y muy probablemente la
acabaran abriendo, invadiendo la única fuente de alimentos que tenía a mi
alcance con relativa facilidad.
Sabiendo esto, no me quedó más remedio que atrancar la entrada trasera e
intentar coger de allí todo lo posible para rellenar mi nueva mochila antes de
que lograran pasar. Lo que sacara de sus estantes sería la única comida segura
que tendríamos en adelante, así que probablemente tendríamos que marcharnos de
la obra y buscar otro lugar seguro, cosa que podía costarnos la vida.
Preferí guardar las maldiciones que sentía ganas de lanzar al aire debido a
eso para más adelante y centrarme en cargar la mochila del militar con todas
las latas que cupieron dentro, que tampoco serían demasiadas porque ésta ya iba
bastante llena con el equipo de campaña del soldado.
En cuanto los golpes de la puerta comenzaron a sonarme demasiado fuertes e
insistentes, abandoné el saqueo y me dirigí a la entrada principal con la
intención de salir a la calle. Allí el efecto del tiroteo y las explosiones
también había sido evidente, puesto que ninguno de los resucitados con los que
me había topado minutos antes seguía donde lo había dejado… sin embargo, habían
aparecido nuevos para reemplazarlos, y en gran cantidad. Además, a diferencia
de los que simplemente rondaban por allí sin perseguir a nadie, aquellos se
movían con relativa velocidad al haber acudido atraídos por la explosión
anterior.
Sin ninguna opción distinta a quedarme allí atrapado mientras mi camino se
llenaban de más muertos andantes, no me quedó otra que salir fuera a lo bestia,
embistiendo cuerpo a cuerpo al resucitado más próximo y tumbándolo en el suelo
antes de echar a correr hacia la esquina de la calle. Por supuesto, aquello
provocó que los muertos cercanos abandonaran su caminar y comenzaran a
perseguirme, pero no importaba, lo primero era escapar de allí, luego podría
ocuparme de los que me siguieran en el descampado, ya fuera con el fusil que
acababa de adquirir o a mano con la barra de acero. Conseguiría ponerme a
cubierto tras el muro de ladrillos antes de que acudieran más si era lo
bastante rápido matándolos.
Tuve que abrirme paso a golpes de nuevo entre algunos de ellos, que muy
ansiosamente se lanzaron a por mí en cuanto me vieron acercarme, pero entre lo
lentos y torpes que eran esos seres, y que el fusil me servía para empujarles
con seguridad, apenas tuve que preocuparme, salvo por algún agarrón ocasional,
hasta que llegué al descampado. Allí, con el terreno frente a mí despejado, me
giré y planté cara al grupo que me perseguía.
Con el fusil del soldado que acababa de matar fui abatiéndolos uno a uno…
no obstante, enseguida me di cuenta de que había cometido un error fatal
haciéndolo. Mis disparos conseguirían que toda multitud que se concentraba
alrededor de la explosión abandonara su ruta y se dirigiera hacia el sonido más
reciente que tan inconscientemente había realizado.
Blasfemando en voz alta por mi estupidez, hice lo único que podía hacer,
que era darme la vuelta de nuevo y correr en dirección a la obra.
Una vez junto al muro de ladrillos me apoyé en un bidón viejo para saltar
al interior, donde me esperaba Mariya notablemente asustada.
—¡Papá! —exclamó alarmada al verme—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido todo ese
ruido? ¿Y la explosión?
—¡Ahora no hay tiempo, recoge tus cosas, nos vamos! —le respondí
agachándome a reorganizar las mochilas que cargaba a la espalda.
—¿Nos vamos? —preguntó confusa—. ¿A dónde? ¿Qué ha pasado?
—Ha pasado de todo —repliqué—. ¿Quieres hacer el favor de recoger tus
cosas? No tenemos demasiado tiempo.
Valorando correctamente la urgencia de la situación, dejó las preguntas
para más adelante y comenzó a guardar lo que no llevaba ya dentro de su
mochila. Cuando lo tuvimos todo listo esparcí las cenizas de la hoguera para no
dejar rastros recientes de nuestra presencia, aunque dudaba que aquello
soportase un escrutinio concienzudo.
—Venga, nos vamos. —le dije agarrándola de la mano y llevándola a la otra
esquina de la obra, por donde podríamos salir en dirección a las casas y, con
suerte, evitar la horda.
No sabía qué nos podríamos acabar encontrando en esa dirección, y eso me
daba mucho miedo, pero ya no tenía elección, teníamos que huir tanto de vivos
como de muertos.
—Papá, ¿qué es lo que pasa? —insistió ella dejándose arrastrar.
—Es muy largo de explicar, pero se acercan un montón de resucitados hacia
aquí y tenemos que irnos. —contesté asomándome por encima del muro de ladrillo…
y enseguida me di cuenta de que íbamos a salir de la sartén únicamente para
caer en las brasas.
—¡El ejército! —señaló Mariya con entusiasmo al asomarse también y ver los
tres jeeps militares que pasaban por la carretera junto a las casas—. ¡Estamos
salvados!
—¡Agáchate! —bramé tirando de ella hacia abajo. Si los militares nos veían
íbamos a desear que nos hubieran atrapado los muertos, que también se unirían a
la fiesta en cuestión de segundos.
—¿Pero qué es lo que pasa, papá? —quiso saber sin comprender nada de nada—.
Ellos pueden salvarnos, llevarnos a un lugar seguro.
—No es eso lo que hacen —le expliqué—. Los disparos que escuchaste anoche
eran ellos, igual que los de ahora mismo. Utilizan a la gente viva para atraer
a los resucitados y luego los vuelan a todos por los aires, incluida a las
personas que usan como cebo.
—¿Qué? —gimió sin poder creerlo—. Pero… ¿por qué harían eso?
—¿Por qué no? —repuse—. Nadie puede impedírselo, y supongo que con la
ciudad invadida de muertos vivientes los civiles a su cargo son bocas que
apenas pueden alimentar… el caso es que no son nuestros amigos tampoco.
—¿Y qué vamos a hacer? —inquirió asustada.
—No lo sé —admití—. ¡Mierda! Se paran.
Los tres vehículos se detuvieron, y de ellos comenzaron a bajar hombres
armados. Al principio pensé que fue debido a que nos habían visto asomados
detrás del muro, pero luego se me ocurrió que quizá les había llamado la
atención la horda que se acercaba, que se movía en dirección contraria al lugar
donde se suponía que tendrían que dirigirse tras la explosión.
Si eso último era cierto, quizá todavía tuviéramos una oportunidad de
escapar, aunque era muy arriesgado, tanto que bien podría costarnos la vida a
los dos.
—Escucha lo que vamos a hacer —le dije a Mariya agachándome a su lado—.
Creo que van a disparar a los muertos que se acercan, y cuando empiecen a
hacerlo, éstos irán hacia ellos… entonces tendremos que salir de aquí y correr
hacia las casas, ¿de acuerdo?
—¿Correr hacia las casas? —repitió aterrada—. Pero papá…
—No podemos dejar que nos cojan ninguno de los dos grupos —traté de hacerle
entender—. ¿Te ves capaz de hacerlo?
—Sí… no sé —respondió con lágrimas en los ojos, que tuvo que secarse antes
de que se le congelaran en la cara—. Tengo miedo.
—Yo también, hija, yo también. —le dije abrazándola.
Tal y como había imaginado, los soldados no iban a dejar a ese grupo de
muertos vivientes dando vueltas por allí impunemente, y pronto comenzaron a
sonar disparos, la señal para que nos preparáramos para salir corriendo.
—¿Tenemos que ir hacia las casas? —titubeó Mariya—. Nos vamos a meter en
mitad del tiroteo… si fuéramos hacia los edificios sería más fácil.
—Los edificios es de donde vienen los resucitados —le expliqué—. Y créeme,
allí hay muchos más de los que se están acercando, los he visto. ¿Estás lista?
—No. —confesó.
—Ya, yo tampoco. —repliqué antes de que comenzáramos a trepar el muro de
ladrillos y saltáramos al otro lado.
Ningún soldado nos vio, por el momento estaban muy ocupados abatiendo
muertos vivientes, y por suerte éstos también lo estaban intentando alcanzar a
los soldados que disciplinadamente los abatían uno a uno. Si hubieran luchado
así semanas atrás quizá la situación habría acabado de otra manera, pero con el
caos de la infección y el desconocimiento sobre esos seres que teníamos tanto
civiles como militares fueron los resucitados quienes dominaron la situación.
—¡Ahora, vamos! —le indiqué a mi hija tirando de su mano y echando a correr
por el descampado.
Yo iba delante, empujando y quitando de nuestro camino a los muertos
vivientes más rezagados, mientras que los más adelantados eran acribillados por
los militares. Era más que probable que aquel grupo de soldados nos viera pasar
corriendo, pero una vez estuviéramos entre las casas y encontráramos un
escondite no nos encontrarían jamás. Aquél era mi plan, y podría haber
funcionado de no ser porque infravaloré el peligro de las balas perdidas.
Lo único que sentí fue que la mano de mi hija se soltaba. Sin girarme a
mirar lo que pasaba, la agarré con más fuerza e intenté seguir adelante, pero
ella tiró de mi hacia abajo con tanto ímpetu que tuve que detenerme. Al darme
la vuelta vi un charco de sangre que había salpicado sobre la nieve junto al
gorro con el que Mariya se cubría la cabeza, que había salido volando cuando
una bala le alcanzó. Ella había caído al suelo también sobre un charco de
sangre.
—¿Mariya? —la llamé inútilmente sin ser capaz de reaccionar ante aquella horrible
visión sacada de mi peor pesadilla.
Un repentino dolor punzante en el estómago me obligó a encogerme, y cuando
retiré la mano la tenía cubierta de sangre… otra bala me había alcanzado a mí,
y por culpa del shock caí al suelo de espaldas, donde la vista se me nubló y
perdí la noción del tiempo.
Sólo volví a ser consciente de mi entorno al sentir unas manos palpándome
cerca de la herida.
—Estómago perforado… este tío está muerto. —sentenció una voz que me sonó
muy lejana.
—¿Y la otra? —preguntó una segunda voz, todavía más lejana.
—Disparo en la cabeza —respondió una tercera—. Estaba muerta antes de
enterarse de que le habíamos dado, no hay nada que hacer.
Di gracias a Dios por estar demasiado aturdido como para comprender del
todo las implicaciones de esas palabras, porque no habría podido soportar saber
que Mariya había muerto también, como mi mujer y como mi hijo, estando
completamente lúcido. Abrí los ojos y me encontré con varios soldados a mi
alrededor, uno de ellos sobre mí, contemplando el disparo que acababa de
recibir.
—¿Qué hacemos? —quiso saber éste.
—Largarnos de aquí antes de que vengan más reanimados —replicó el que había
preguntado antes, que debía ser quien estaba al mando—. Remata a ese y coge sus
cosas, no creo que ya vayan a necesitarlas.
Cerré los ojos cuando un soldado se posicionó a mi lado y me apuntó a la
cabeza con una pistola, dispuesto a acabar con mi sufrimiento. No quería volver
a ver nada de aquel mundo, no quería pensar en nada, sólo quería morir de una
vez y disculparme con mi hija en el más allá, si es que lo había, por aquel
plan de huida que había salido tan mal.
Yo no era más que un padre
de familia, y sólo hice lo que pude…
¡Vaya! Y yo que pensaba al principio que este personaje tendría algún otro capítulo... Estas sorpresas hacen que no haya a qué atenerse..!!
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