martes, 4 de marzo de 2014

Crónicas zombi: Preludio 24/01/2013

24 de enero de 2013, 35 días después del primer brote, 9 días después del Colapso Total.


Víktor Pávlov


Desperté con un tremendo dolor de espalda. Las tablas sobre las que había dormido no eran precisamente cómodas y yo ya no tenía edad para andar pernoctando de cualquier manera pero, ¿qué otra opción tenía? Aquella obra abandonada era el único lugar a salvo que habíamos encontrado mi hija y yo para refugiarnos de los muertos vivientes… y del frío, sobre todo de aquel frío infernal. Con más de diez grados bajo cero, llegando a los veinte por las noches, morir congelado me preocupaba más que los cadáveres caníbales porque era mucho más difícil de evitar viviendo a la intemperie. Envueltos en sacos de dormir que había robado en una tienda, y de tantas mantas como pude conseguir, aguantábamos gracias a hogueras, que podíamos mantener encendidas sólo porque las paredes de la obra nos resguardaban de la vista de cualquiera.
—Se han acabado los cereales. —anunció Mariya, que ya se había despertado y trataba de entrar en calor junto a los rescoldos de la hoguera de la noche anterior.
Gracias a los restos de la obra teníamos madera de sobra para mantenerla encendida la mayor parte del tiempo, de lo contrario habríamos muerto de frío, como tantos indigentes antes de nosotros que se las tuvieron que apañar con lo que encontraban por las calles de Moscú.
—Luego iré a la tienda a buscar más. —le prometí saliendo del saco, doblándolo y guardándolo en la mochila. Había aprendido a tener siempre nuestras cosas preparadas, nunca se sabía cuándo tendríamos que abandonar aquel lugar ni con qué premura tendríamos que hacerlo.
No sólo tenía que buscar cereales, estábamos faltos también de comida en realidad. Aunque lo que de verdad me gustaría haber encontrado era algún lugar más protegido donde instalarnos. Los restos de un edificio a medio construir no me parecía lo más adecuado; sin embargo, no me atrevía a alejarme demasiado de aquellas calles que ya conocía mejor que la palma de mi mano. Moverse por la ciudad era prácticamente un suicidio si no sabías a dónde te dirigías.
—¿Qué tal has dormido? —le pregunté a mi hija sentándome a su lado junto a las ascuas. Tenía los dedos tan fríos que apenas podía moverlos, así que dejé que entraran en calor antes de ir a por madera para avivar la hoguera. Siendo de día, podíamos hacer un fuego más grande sin peligro siempre que no humeara demasiado.
—No muy bien. —confesó arrugando la nariz mientras masticaba los pocos cereales que había podido repelar de la caja.
No me sorprendió su respuesta. Con sólo catorce años, había tenido que ver todo tipo de cosas horribles desde que nuestra pesadilla comenzara… exactamente las mismas que yo. El único motivo por el que lograba dormir en condiciones era porque me centraba en pensar en el futuro e intentaba olvidarme del pasado, aunque eso me seguía resultando difícil al tenerlo aún tan presente.
Cuando la gente empezó a revivir después de morir, todo fue tan rápido que incluso semanas después seguía pareciéndome un sueño. La primera en desaparecer fue mi mujer, que trabaja como médico en uno de los primeros hospitales donde la infección llegó al alcanzar Rusia. Cuando lo selló el ejército todavía tenía esperanzas de que ella estuviera bien, pero únicamente porque en aquel entonces todavía no sabía la envergadura de lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, aunque no había vuelto a verla, tenía asumido que en aquellos momentos debía ser una muerta viviente más, dando vueltas por el hospital buscando carne humana que comer, si es que no había logrado escapar fuera.
Sólo tres días más tarde perdí también a mi hijo mayor, el hermano de Mariya. Cuando por fin me decidí a que nos trasladáramos a uno de los puntos de evacuación del ejército, algo que se dilató mucho porque no me atrevía a hacerlo sin saber de mi esposa, él insistió en salir buscar a su novia a su casa y traerla con nosotros. Nunca volvió. Tampoco supe qué fue de él, pero era tan fácil como doloroso imaginarlo.
Su desaparición nos retrasó hasta que fue demasiado tarde para trasladarnos a una zona segura debido a que, con mi mujer ausente, no quería marcharme sin mi hijo también. Al final no pudimos ser evacuados, el ejército dio por perdida la ciudad y se retiró a las zonas seguras, dejándonos a Mariya y a mí atrapados en nuestra casa. A través de la radio intenté contactar con ellos para pedir ayuda, pero fue inútil, estábamos solos.
Apenas tardamos una semana en tener que dejar nuestro hogar después de que nos quedáramos sin comida y el agua corriente se cortara… la electricidad ya había desaparecido mucho antes de eso. Moviéndonos por la ciudad todo lo discretamente que pudimos, llegamos hasta la obra donde nos escondíamos en ese momento. Intentar ir a cualquier otra parte era arriesgado, y salir de la ciudad, lejos de la comida y con las temperaturas que estábamos sufriendo, me pareció un suicidio aún mayor de lo que ya me parecía quedarnos dentro.
Sin embargo, creía que habíamos encontrado un lugar seguro donde dejar pasar los días hasta que el clima mejorara. En la obra teníamos cuatro paredes rodeándonos que impedían que los muertos se acercaran, y estábamos protegidos del frío y el viento. La nieve de los alrededores, después de hervida, nos daba el agua que necesitábamos, y una tienda cercana la comida.
—Yo tampoco, a ver si acaba el invierno de una vez —le respondí agachando la cabeza para acercarla al calor—. ¿Has mirado si el que había anoche se ha largado ya?
La noche anterior un resucitado estuvo rondando por los alrededores de la obra muy insistentemente, y como estaba oscuro y hacía demasiado frío no me atreví a salir a rematarlo, de modo que intentamos ignorarle. Pero aquella había sido una decisión más producto del miedo que de la precaución, lo adecuado habría sido rematarlo antes de que el ruido que pudiera hacer atrajera a más de los suyos hasta nosotros.
No obstante, la imprudencia no parecía ir a pasarme factura por esa vez.
—No —admitió—. Pero no se le oye andar, ¿no?
Con lo torpes que eran esos seres, y el terreno complicado de la obra, era difícil que no se le escuchara caminar. Sin embargo, pero preferí levantarme y asomarme para estar completamente seguro de que no seguía por allí. Si tenía que salir a buscar comida, no quería dejar sola a mi hija con un muerto rondando cerca… y siendo sincero, tampoco me gustaba la idea de encontrármelo en el camino de vuelta.
Alrededor de nuestro refugio teníamos un descampado, y a continuación varias casas pequeñas, que contrastaban con los edificios que se encontraban justo en el otro lado de la obra. Vi a un par de resucitados en mitad de la calle de los edificios, y a uno más junto a una casa, además de un torso medio devorado que se arrastraba torpemente en mitad de la carretera, pero el que se había pasado media noche rondándonos se había perdido de vista, lo que me quitó una preocupación de encima.
—Parece que no está —tranquilicé a Mariya cuando regresé con ella—. Si voy a ir a la tienda debería irme ya. Hay pocas horas de luz, y no se puede saber cuánto tiempo me va a llevar esto.
—Vale. —respondió volviendo la vista hacia mí, preocupada.
—¿Recuerdas lo que te dije sobre la hoguera? —quise asegurarme. Tener el fuego encendido era la única forma de entrar en calor con aquel frío invernal, de modo que intentábamos mantenerla ardiendo todo el tiempo posible, pero eso exigía tomar unas precauciones.
—Sí, que no le eche plástico ni nada que haga mucho humo —replicó ella poniendo los ojos en blanco—. No soy una niña papá, y tampoco idiota… pero si me dejaras ir contigo, no haría falta la hoguera. No me gusta quedarme sola aquí.
—Créeme, cariño, te gustaría mucho menos salir ahí fuera. —repuse haciéndome a la idea de que yo sí que iba a tener que hacerlo. La parte buena de aquello era que, una vez hecho, no tendría que repetirlo hasta varios días después.
“Qué asco de vida” me dije al darme cuenta del ciclo en el que estaba metido.
—Anoche escuché ruidos lejanos —dijo frunciendo el ceño—. Sonaban como golpes, o disparos, ¿qué crees que podrían ser?
—No sabría decirte —le contesté con completa sinceridad, yo no había escuchado nada de nada—. A lo mejor sólo te los has imaginado, hija, no creo que ahí fuera quede nadie para hacer esa clase de ruidos, sería una locura.
—A lo mejor queda gente como nosotros —inquirió con la esperanza que sólo la juventud tiene—. O quizá incluso grupos más grandes, escondidos en alguna parte.
—No he visto nada que me haga pensar así —contradije, pesimista, sus anhelos. Sin embargo, tampoco tenía intención de deprimirla, que bastante mierda teníamos ya encima como para eso, así que intenté matizar mis palabras—. No obstante, todo puede ser… me voy, no hagas ruido mientras no esté, ¿vale?
—Vale papá. —asintió mientras yo recogía mi arma del suelo.
Poco después de que abandonáramos nuestra casa conseguí la pistola de un policía muerto viviente al que rematé, pero pronto quedó demostrado que, pese a ser un arma muy efectiva, no era la más adecuada para la situación en la que nos encontrábamos. Los disparos hacían demasiado ruido y atraían a los resucitados cercanos como si fueran un imán, de modo que la deseché y opté por algo más sigiloso. En aquellos instantes mi arma era una barra de acero que encontré tirada en la obra. Por su peso, era un bate perfecto para cascar cabezas de muertos, y uno de los extremos estaba quebrado y tenía un filo perfecto para traspasar cráneos, o la parte de un cuerpo humano que hiciera falta.
Apoyándome en los ladrillos que teníamos colocados para poder trepar por la pared de la obra, salí fuera, al descampado, y lo primero que hice fue arrebujarme todo lo que pude dentro del abrigo, porque en el exterior se movía un viento helado que dejaría tiritando a un esquimal. Luego, tras asegurarme de que no tenía muertos cerca, me puse en camino hacia los edificios.
El primer día cometí el error de ir a las casas, pensando incluso que podríamos colarnos en alguna y tener un refugio más protegido que los restos de una construcción, pero la concentración de resucitados en aquellas estrechas calles era más de lo que podía manejar. Aquellos idiotas se perdían dando vueltas en el laberinto de callejuelas y ni salían de ahí ni dejaban salir a nadie que estuviera dentro. De haber logrado entrar en alguna de ellas, nos habríamos quedado atrapados sin remedio.
El problema con los edificios era similar porque, aunque había menos resucitados en los alrededores, el hecho de que las calles fueran más amplias hacía que estuvieras más expuesto.
Si algo me gustaba de nuestra obra era que los muertos no tenían ningún motivo para acercarse a ella. No había absolutamente nada allí que pudiera llamar su atención, aunque de todas formas, si el invierno seguía siendo tan crudo como estaba siendo, tendríamos que colarnos en algún piso si no queríamos morir congelados. Sin embargo, aquella idea no me gustaba nada, el único motivo por el que me acercaba a los bloques de apartamentos era porque en sus plantas bajas se encontraban los comercios que nos habían estado surtiendo de comida y equipamiento desde que todo comenzara.
Tenía localizada una tienda de ultramarinos llena hasta los topes a sólo tres calles de distancia, y mi intención aquella mañana era dirigirme hacia ella para darle otro pellizco a sus mercancías. El día que llegué tuve que matar a una vieja transformada, que debía ser la dueña del comercio, y gracias a eso tenía las llaves de la tienda conmigo y podía mantenerla cerrada para evitar algún posible saqueador casual… si es que mi hija tenía razón y quedaba alguien ahí fuera tan loco como yo que se paseara por una ciudad plagada de resucitados.
Metiéndome entre los edificios, me llamó la atención que pudiera recorrer la primera calle casi sin tener que preocuparme de ser visto por algún muerto viviente. Encontré a tres arrodillados en el suelo devorando el cadáver de algún pobre perro al que lograron dar caza, o que murió por el frío, así que poniendo un coche entre ellos y yo los esquivé sin mucha dificultad… pero el resto de la calle estaba vacía. Era como si se hubieran largado todos.
“Esto es raro” me dije desconfiado. Quizá debiera sentirme afortunado por tener el camino casi despejado, pero había aprendido que confiarse a la hora de tratar con esos seres podía resultar muy peligroso, “a lo mejor algo ha llamado su atención en otro lugar.”
Como la forma más sencilla de hacer que los muertos vivientes se movieran era mediante el sonido, no pude evitar recordar que Mariya me había dicho que la noche anterior escuchó ruidos parecidos a disparos. A lo mejor algún grupo había sido tan imprudente como para montar escándalo con armas de fuego en mitad de la ciudad. Si era así, lo más probable era que los muertos los hubieran atrapado… pero yo no podía permitirme preocuparme por nadie más que por mi hija y por mí, de modo que si sus muertes me habían facilitado el camino, bienvenidas eran.
Me cargué a un resucitado atravesándole un ojo con el lado afilado de la barra de metal, y luego descalabré a un niño de un golpe al cruzar una esquina. Los dos se unieron al considerable reguero de cadáveres que iba dejando cada vez que recorría ese camino. Los cuerpos se quedaban tirados en el suelo y el frío los mantenía frescos, lo cual era un alivio, porque no quería ni pensar en las enfermedades que podía provocar que todos comenzaran a pudrirse si llegaba el calor de repente.
Pese a esos dos muertos, la suerte me acompañó el resto del viaje, y sólo tuve que preocuparme realmente por ellos cuando llegué a la calle de la tienda de ultramarinos. En ella, lo que fuera que había espantado a los resucitados de las otras calles no había funcionado, y un número pese a todo razonable de ellos daba vueltas sin rumbo fijo, como solían hacer cuando no estaban persiguiendo o comiéndose a alguien.
La nieve amortiguaba mis pasos, y mi abrigo blanco me ayudaba a camuflarme con ella, pero lo que de verdad me permitía moverme entre ellos con cierta ligereza era el entrenamiento recibido veinte años atrás, durante mi época en el servicio militar. Por primera vez le estaba sacando partido a lo que aprendí durante aquellos dos horribles años de mi vida, que hasta entonces había considerado un desperdicio.
Deslizándome entre los coches, las esquinas de las calles y los montones de nieve que se acumulaban por todas partes conseguí alcanzar la puerta de la tienda sin que ninguna de esas criaturas muertas vivientes se diera cuenta de que andaba por allí, como ya había hecho muchas otras veces en el pasado. Por lo visto aquel día los hados estaban de mi lado.
Todo lo silenciosamente que pude, saqué la llave de la tienda y abrí la cerradura. Cada vez que iba allí temía que alguien hubiera logrado forzarla y me la encontrara saqueada por completo, pero mis temores fueron una vez más completamente injustificados, la puerta estaba tal y como la dejé la última vez que la visité.
Nada más tenerla abierta, me colé dentro y volví a cerrar para poder coger la comida que necesitara con tranquilidad. En los estantes de aquella pequeña tienda todavía quedaba comida para que Mariya y yo nos alimentáramos durante meses, y me hubiera gustado ser capaz de cargar una buena cantidad de ella en bolsas para llevarlas a la obra en alguno de mis viajes anteriores, pero habría sido imposible salir de allí cargado hasta los topes sin alertar a los resucitados de fuera, y la última vez que un pequeño grupo comenzó a perseguirme casi no lo cuento intentando despistarlos.
Dejé la mochila en el suelo y comencé a llenar el pequeño espacio que quedaba en ella con todo lo que pude, procurando gastar primero los productos perecederos y tratando de no repetir demasiado las comidas. De haber estado viva, mi mujer habría sabido qué llevarse exactamente para mantener una dieta sana, pero yo sólo podía hacerlo a ojo.
—¡Ay Dominika, cómo te echo de menos! —exclamé sintiéndome de repente terriblemente apenado… pero inmediatamente expulsé esos pensamientos de mi cabeza. No podía permitirme distraerme con los muertos del pasado mientras los muertos del presente estuvieran rondando fuera de la tienda.
Cuando ya tenía la mochila llena y estaba cargándomela al hombro, me sobresalté al escuchar algo que me pareció a una voz lejana, pero no fui capaz de distinguir lo que decía o de dónde había salido exactamente.
—¿Hola? —pregunté en voz alta agarrando con fuerza la barra de acero—. ¿Hay alguien ahí?
No recibí respuesta. Sin embargo, una voz humana no era algo que se escuchara todos los días desde que los muertos vivientes habían invadido la ciudad, así que decidí investigar un poco más. ¿Y si Mariya tenía razón y quedaba más gente viva por allí?
La voz volvió a escucharse, y en aquella ocasión estaba prevenido, de modo que pude discernir que se trataba de la voz de una mujer, y que posiblemente se encontrara en la calle, pero no por la que yo había llegado, sino la del otro lado de la tienda. Aquello me extrañó muchísimo porque, para escuchar algo así desde allí, ella tendría que estar gritando, y si había algo más raro que gente hablando era gente gritando.
Me aproximé a la puerta trasera de la tienda, una que había mantenido cerrada siempre porque tras ella no había nada de interés. Atravesándola se llegaba al portal del edificio de viviendas, en cuyo bajo estaba instalada la tienda. Allí sólo había unas escaleras que subían a los pisos y otra puerta que salía a la calle, es decir, nada que pudiera serme mínimamente útil.
Sin embargo, mi curiosidad, o quizá las esperanzas de mi hija, me impulsaron a abrí la puerta con cuidado y asomar la cabeza fuera.
—¿Hola? —volví a llamar, pero allí no había nadie. El portal seguía tan abandonado como la primera vez que lo vi, aunque con una diferencia: alguien había abierto el portón que llevaba a la calle—. Vaya...
Me planteé marcharme de allí inmediatamente porque, si esa puerta estaba abierta, se podrían haber colado muertos vivientes dentro, y lo último que quería era buscarme problema con esos seres sin necesidad, y pero entonces volví a escuchar aquella voz de mujer, en esa ocasión mucho más clara.
—¡Socorro! ¡Por favor! —gritaba asustada alguna inconsciente desde la calle—. ¡Por favor! ¡Sacadme de aquí!
Me quedé paralizado unos segundos, sin ser capaz de decidirme entre ayudar a aquella pobre mujer u optar por lo más seguro, que era preocuparme de mis propios problemas y marcharme antes de que atrajera a todos los resucitados del mundo con sus gritos. Sin embargo, ya habían sido demasiadas cosas: los disparos de la noche anterior, las calles despejadas de muertos y ahora una mujer gritando en la calle... no me gustaba no saber qué estaba ocurriendo tan cerca de mi propio refugio.
Con precaución, caminé en dirección a al portón tratando de no hacer ningún ruido para que ni hombre ni muerto pudieran saber que me encontraba por allí. Al pasar junto a la portería eché un vistazo dentro para asegurarme de que estaba despejada, no quería que algún resucitado se me echara encima por la espalda mientras miraba lo que ocurría fuera, y una vez seguro de que no iba a ser atacado a traición asomé tímidamente la cabeza hacia la calle… y lo que vi me dejó sin aliento.
Aquella calle era muy amplia, tanto como para abarcar cuatro carriles de coches, dos aceras y plazas de aparcamiento a ambos lados. Justo en mitad de ella había una mujer de mediana edad, cubierta por un grueso manto y un pañuelo en la cabeza, encerrada en una jaula de apenas un metro cuadrado de base y menos de dos de altura. Como si fuera un animal expuesto en un zoo, la mujer se aferraba a los barrotes de su celda y miraba en todas direcciones suplicando ayuda.
Por mucho que lo intentaba, no lograba encontrar el sentido a aquella escena. ¿Cómo había llegado allí? ¿Por qué estaba encerrada? ¿Por qué no se la habían comido los muertos ya?
Las respuestas no tardaron en llegar, y lo hicieron en forma de disparo cuando un resucitado dobló una esquina y comenzó a caminar hacia la jaula, que le ofrecía un bocado que difícilmente podría mostrar demasiada resistencia. Un tiro salido de no sabía dónde le atravesó la cabeza, y su cuerpo cayó al suelo de la calle, donde por lo menos veinte o treinta cadáveres más se encontraban ya desperdigados.
—¡Joder! —murmuré metiendo la cabeza dentro del portal de nuevo.
Era un cebo, aquella pobre mujer era un cebo para muertos vivientes. Alguien debió despejar la calle de los resucitados que había, colocó allí la jaula con ella dentro y se dedicaba a abatir a cuanto muerto se acercara atraído por sus gritos. No era capaz de entender qué clase de mente sería capaz de hacer algo así, pero todo aquello comenzó a asustarme un poco.
—¡Socorro! —gritó de nuevo la mujer, histérica ante la llegada de más muertos vivientes.
Se escucharon dos disparos más, y con el segundo pude distinguir cuál era su origen… y eso me asustó mucho más. Plantados en los balcones y terrazas de los edificios cercanos, había por lo menos diez soldados del ejército jugando al tiro al blanco con los resucitados que osaban entrar en la calle con la intención de atacar a la mujer enjaulada.
“Madre mía, están locos… van a conseguir matarla” pensé con aprensión al ver que la cantidad de resucitados que entraban por las calles adyacentes era cada vez mayor.
Me sentí indignado. Esa mujer no era del ejército, más bien parecía una civil indefensa que, lejos de querer atraer a los muertos, gritaba de puro terror al verse en aquella situación. ¿Era eso lo que los militares estaban haciendo? ¿Jugar al tiro al blanco utilizando civiles como cebo en lugar de defenderlos? Cuando la situación con los infectados se puso realmente fea el gobierno nos incitó a todos para que fuéramos a los puntos de evacuación del ejército… no se podía decir que tuviera confianza en nuestras fuerzas armadas, pero si aquella era su forma de actuar, realmente habían caído muy bajo.
Antes de que me diera cuenta, aquellos disparos dispersos se volvieron un auténtico tiroteo. Todos los resucitados de los alrededores debían haber escuchado tanto los gritos como los tiros, y en ese instante debían estar encaminándose hacia aquel punto.
“¡A la mierda!” me dije dándome la vuelta dispuesto a salir de allí aprovechando la distracción. Con todos los muertos tambaleándose hacia aquella calle, las que yo tenía que atravesar para regresar a la obra debían estar prácticamente despejadas.
Sin embargo, mis planes se vieron frustrados cuando escuché unos rápidos pasos bajando por las escaleras del edificio. Casi como acto reflejo me metí dentro de la portería. No quería ni pensar en lo que podían hacerme los militares si me encontraban allí, y no me apetecía acabar como la mujer de fuera, cuyas súplicas eran más desesperadas conforme el número de resucitados que éstas atraían crecía.
No pude verlos por estar agazapado dentro de la portería, pero por los pasos deduje que tenían que ser dos los soldados que habían bajado hasta el portal, y entendí quién había abierto el portón: ellos para entrar dentro del edificio y poder coger posiciones desde la que disparar a la calle. Lo que no entendía aún era para qué habían bajado esos dos en lugar de seguir disparando desde un lugar seguro.
—Ya se está llenando —le dijo uno al otro—. Mira, mira lo que viene por ahí.
—¡Madre mía! —exclamó el segundo. —Esto parece la plaza roja, nos van a sobrepasar más rápido de lo que pensaba el capitán.
—Es como si esos cabrones putrefactos fueran infinitos —añadió el primero—. Por más que mates, nunca se acaban.
En aquello podía estar de acuerdo, pero en nada más. Si realmente su número sobrepasaba su capacidad para abatirlos, la pobre mujer estaría muerta, porque dudaba que dentro de esa celda pudiera protegerse de ellos cuando simplemente estirando las manos llegaban a agarrarla… aunque la verdad era que no creía que la vida de esa señora les importara lo más mínimo. Y yo tampoco era tan distinto a ellos, porque en realidad lo único que deseaba era que me dejaran marcharme de allí y perderlos a todos de vista.
No se trataba tanto de que aquella vida que estaban poniendo en juego cruelmente no me importara como que, con el tiempo, había aprendido a distanciarme de otra gente y a preocuparme sólo por mí y por Mariya. Únicamente era un hombre, y no podía permitirme otra cosa si quería que mi hija y yo siguiéramos vivos.
Escondido en la portería apenas podía moverme. Cualquier ruido podía llamar la atención de los dos soldados de fuera, y sólo me atreví a asomar la cabeza por un lateral de la puerta cuando la intensidad del tiroteo fue tal que era sencillamente imposible que pudieran escucharme. En cuestión de segundos, una calle prácticamente vacía se había llenado hasta los topes de muertos vivientes. Precisamente aquello era lo que más me asustaba de ellos, porque al moverte por una zona infestada cometer un error, y provocar con ello un simple ruido de más, podía significar acabar rodeado de una multitud de esos seres antes de darte cuenta.
Los militares no se habían quedado ociosos mientras la horda se aproximaba. Con sus armas iban abatiéndolos desde balcones y tejados, bañando el suelo nevado con su negruzca sangre. Viendo que aquello se les podía ir de las manos en cualquier momento, los dos soldados cerraron cuidadosamente el portón de la calle y vigilaron el exterior desde una pequeña ventana que se encontraba junto a él. Su movimiento me permitió arrastrarme hasta el ventanuco de la portería sin ser visto, lo que me sirvió para enterarme de lo que ocurría fuera, que no era algo bueno precisamente.
Los resucitados eran ya decenas, y poco a poco recortaban la distancia que les separaba de la jaula. La mujer de su interior gritó aterrada cuando uno logró meter la mano dentro, aunque éste fue abatido rápidamente por alguno de los tiradores.
“No sólo es un cebo, es un sacrificio” me dije afligido por el más que probable destino de aquella señora. No podía evitar preguntarme qué mal había hecho la pobre para tener que acabar así.
El tiroteo se puso tan intenso que debía estar escuchándose en toda la ciudad. Dudaba que a esas alturas estuvieran disparando ya a algún objetivo en concreto, la masa de cadáveres andantes era tan densa que era imposible distinguir a unos de otros, y si había un sonido más horrible que los disparos, eran los gemidos de los muertos.
Sin duda alguna Mariya tenía que estar oyendo lo que ocurría, aunque esperaba que no fuera tan inconsciente como para intentar averiguar qué estaba pasando por su cuenta.
—Ya está. —declaró uno de los soldados.
Y tenía razón. Los muertos habían llegado hasta la jaula pese a que caer como moscas ante los disparos de los militares. Lo último que vi de aquella mujer fue como se agazapaba en la caja mientras decenas de manos se colaban entre los barrotes intentando atraparla… todavía se podían escuchar sus gritos por debajo de los gemidos y los disparos.
—¡Ya la tienen! —exclamó el otro soldado a través de un transmisor—. Es la hora. ¡Vamos!
No supe a qué se refería con eso, y tampoco entendí por qué se marcharon corriendo hacia el interior del portal hasta un par de segundos más tarde, cuando una impresionante explosión hizo temblar el suelo, quebrarse los cristales de las ventanas y me lanzó hacia atrás, consiguiendo que me golpeara en la espalda con la pared.
Cuando pude incorporarme, sentí los tímpanos taponados y que la cabeza me daba vueltas. El aire se había llenado de yeso desprendido de techo y paredes, y el suelo de cristalitos rotos. Me cubrí la boca y nariz para no toser y delatarme, y luego, todavía conmocionado y algo aturdido, me asomé al portal al escuchar que los dos soldados volvían corriendo hacia el portón, que se había abollado por la explosión.
—¡Ja! Joder que asco… —exclamó uno de ellos, alegre pese a todo—. Mira cuanta carroña.
El otro se limitó a torcer el gesto y a volver a hablar a través de su comunicador.
—Señores, aquí ya hemos terminado, nos vamos —anunció antes de volverse a su compañero—. Hala, vámonos que esto se va a llenar hasta los topes enseguida.
—Los muy idiotas vienen por su propio pie a la trampa —afirmó el primero con una sonrisa—. Mañana los tendremos a todos igual de juntitos para repetirlo.
—Sí, pero a este paso se nos van a acabar los malditos explosivos antes de limpiar toda la ciudad. —replicó el segundo cargando sus cosas y abriendo el portón de un tirón para desatrancarlo.
Esperé hasta que se marcharon y ya no pude escuchar pisadas en la nieve para salir de la portería y asomarme yo también a la calle.
—Valientes hijos de puta… —maldije sin poder contenerme al observar la escena.
Aquello era una auténtica carnicería. El suelo estaba lleno de restos humanos carbonizados, y los cadáveres abatidos habían saltado por los aires, desmembrándose por el camino y regándolo todo de carne muerta y hollín. De la jaula y la mujer de su interior no había quedado ni rastro, salvo algunos trozos de hierro retorcidos… ella había sido el centro de la explosión, y se había desintegrado por completo.
Aunque inhumana, su táctica no se podía negar que era efectiva. Ni un solo resucitado había quedado indemne tras la explosión. La mayoría fueron destrozados en ella, pero todavía quedaban algunos torsos casi carbonizados luchando por arrastrarse por el suelo… sin contar con los muertos demasiado lejanos como para haberse visto afectados, y que se acercaban poco a poco.
Como aquello podía ponerse caliente de nuevo en cualquier momento, decidí que había llegado la hora de marcharme de allí y regresar a la obra. Una vez en ella tendría que replantearme muy seriamente nuestra permanencia por más tiempo… no me gustaba nada estar acampado en un lugar tan cercano a un grupo de militares que hacían explotar a la gente.
“Menos mal que no fuimos a un centro de evacuación” me dije dándome la vuelta, dispuesto a volver con mi hija… pero entonces me encontré con un fusil apuntándome a la cara.
 Quien me tenía encañonado apenas era un chaval, un crío de unos veinte años que parecía más nervioso que yo ante aquella tensa situación.
—¿Quién eres tú? —preguntó tratando de parecer duro—. ¿Qué haces aquí?
—Tranquilo, hijo. —le dije para que dejara de temblarle el fusil. Temía que acabara volándome la cabeza de un disparo accidental.
—¡Suelta eso! —me ordenó refiriéndose a la barra de acero que llevaba en la mano. No me quedó más remedio que dejarla caer al suelo.
Idiota de mí, pensé que una vez se hubieron marchado los otros dos soldados ya no habría más militares en el edificio. Pero desde las ventanas de sus pisos superiores se podía disparar hacia la calle tan bien como desde las de cualquier, de modo que era lógico que quedara alguno más allí.
—Sin gato, el ratón es libre… —le parafraseé haciendo un gesto con la cabeza hacia el exterior.
—¿Qué dices? —exclamó amenazándome con su arma.
—¿Saben vuestros superiores lo que hacéis con la gente? —le increpé—. ¿Te parece que esa mujer merecía acabar así?
—Fue idea de nuestros superiores —me respondió él humedeciéndose los labios con la lengua—. Yo sólo cumplo órdenes.
—Como los nazis —le espeté, lo cual no le hizo demasiada gracia—. Y a esos no les fue muy bien en este país, ¿sabes?
—¡Date la vuelta! —exigió sin dejar de encañonarme con el fusil.
Hasta contemplar la atrocidad que acababan de cometer, había pensado que el ejército era nuestro aliado, quien nos protegía de los muertos y quien los combatía. El único motivo por el que Mariya y yo no habíamos buscado su protección era porque no pudimos llegar hasta ellos y nos quedamos varados en mitad de la calle… pero mientras me giraba obedeciendo la orden de aquel joven soldado, tuve claro que esos hombres era aún más peligrosos si cabía que los muertos vivientes, que a diferencia de ellos, no eran plenamente conscientes del mal que hacían.
No podía dejar que me matara allí mismo o que quisiera llevarme con él. No podía dejar a mi hija sola en ese mundo, ni tampoco acabar volando por los aires como la mujer de la jaula, así que no tuve más remedio que defenderme. Aprovechando el giro, agarré el cañón del fusil y lo aparté bruscamente de mi cara. Su respuesta inmediata fue disparar, logrando que una bala se incrustase en las paredes del portal sin llegar a alcanzarme. Forcejeamos durante un segundo, pero yo era mucho más corpulento que él, y acabé golpeándole en la cara con la culata del fusil, haciéndole soltar el arma como acto reflejo.
No podía permitirme el lujo de perder un segundo, así que dejando caer el fusil me abalancé sobre él hasta tumbarlo en el suelo. Nunca había matado a una persona viva, y resultaba quizá hasta hipócrita que lo hiciera con aquel soldado por lo cabreado que estaba después de ver como los suyos se cargaban a una mujer inocente, pero el hecho fue que, presa de la furia, cogí la barra de acero del suelo y le golpeé con ella hasta convertir su cabeza en un amasijo de sangre.
Una vez habiendo acabado con su vida me quedé todavía arrodillado sobre él, con los guantes rojos y el abrigo también salpicado de sangre que humeaba por el frío… hasta que no escuché unos golpes en la puerta, que me recordaron que la calle se estaba llenando de muertos vivientes, no recordé que había dejado a Mariya sola en la obra, y que los demás militares tampoco debían andar demasiado lejos.
El portón no iba a aguantar las acometidas de los resucitados, no después de cómo había quedado tras la explosión, así que me di prisa en coger el fusil del soldado, quitarle la mochila y abrir la puerta que llevaba a la tienda. Sin embargo, no fui lo suficientemente rápido, el militar llevaba su mochila bien atada y tardé unos segundos de más en quitársela, y eso fue todo lo que necesitaron los muertos para reventar la entrada y colarse dentro. Aunque todavía pude escapar, me vieron salir hacia la tienda, lo que significaba que se abalanzarían sobre ella en cuanto la alcanzaran y muy probablemente la acabaran abriendo, invadiendo la única fuente de alimentos que tenía a mi alcance con relativa facilidad.
Sabiendo esto, no me quedó más remedio que atrancar la entrada trasera e intentar coger de allí todo lo posible para rellenar mi nueva mochila antes de que lograran pasar. Lo que sacara de sus estantes sería la única comida segura que tendríamos en adelante, así que probablemente tendríamos que marcharnos de la obra y buscar otro lugar seguro, cosa que podía costarnos la vida.
Preferí guardar las maldiciones que sentía ganas de lanzar al aire debido a eso para más adelante y centrarme en cargar la mochila del militar con todas las latas que cupieron dentro, que tampoco serían demasiadas porque ésta ya iba bastante llena con el equipo de campaña del soldado.
En cuanto los golpes de la puerta comenzaron a sonarme demasiado fuertes e insistentes, abandoné el saqueo y me dirigí a la entrada principal con la intención de salir a la calle. Allí el efecto del tiroteo y las explosiones también había sido evidente, puesto que ninguno de los resucitados con los que me había topado minutos antes seguía donde lo había dejado… sin embargo, habían aparecido nuevos para reemplazarlos, y en gran cantidad. Además, a diferencia de los que simplemente rondaban por allí sin perseguir a nadie, aquellos se movían con relativa velocidad al haber acudido atraídos por la explosión anterior.
Sin ninguna opción distinta a quedarme allí atrapado mientras mi camino se llenaban de más muertos andantes, no me quedó otra que salir fuera a lo bestia, embistiendo cuerpo a cuerpo al resucitado más próximo y tumbándolo en el suelo antes de echar a correr hacia la esquina de la calle. Por supuesto, aquello provocó que los muertos cercanos abandonaran su caminar y comenzaran a perseguirme, pero no importaba, lo primero era escapar de allí, luego podría ocuparme de los que me siguieran en el descampado, ya fuera con el fusil que acababa de adquirir o a mano con la barra de acero. Conseguiría ponerme a cubierto tras el muro de ladrillos antes de que acudieran más si era lo bastante rápido matándolos.
Tuve que abrirme paso a golpes de nuevo entre algunos de ellos, que muy ansiosamente se lanzaron a por mí en cuanto me vieron acercarme, pero entre lo lentos y torpes que eran esos seres, y que el fusil me servía para empujarles con seguridad, apenas tuve que preocuparme, salvo por algún agarrón ocasional, hasta que llegué al descampado. Allí, con el terreno frente a mí despejado, me giré y planté cara al grupo que me perseguía.
Con el fusil del soldado que acababa de matar fui abatiéndolos uno a uno… no obstante, enseguida me di cuenta de que había cometido un error fatal haciéndolo. Mis disparos conseguirían que toda multitud que se concentraba alrededor de la explosión abandonara su ruta y se dirigiera hacia el sonido más reciente que tan inconscientemente había realizado.
Blasfemando en voz alta por mi estupidez, hice lo único que podía hacer, que era darme la vuelta de nuevo y correr en dirección a la obra.
Una vez junto al muro de ladrillos me apoyé en un bidón viejo para saltar al interior, donde me esperaba Mariya notablemente asustada.
—¡Papá! —exclamó alarmada al verme—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido todo ese ruido? ¿Y la explosión?
—¡Ahora no hay tiempo, recoge tus cosas, nos vamos! —le respondí agachándome a reorganizar las mochilas que cargaba a la espalda.
—¿Nos vamos? —preguntó confusa—. ¿A dónde? ¿Qué ha pasado?
—Ha pasado de todo —repliqué—. ¿Quieres hacer el favor de recoger tus cosas? No tenemos demasiado tiempo.
Valorando correctamente la urgencia de la situación, dejó las preguntas para más adelante y comenzó a guardar lo que no llevaba ya dentro de su mochila. Cuando lo tuvimos todo listo esparcí las cenizas de la hoguera para no dejar rastros recientes de nuestra presencia, aunque dudaba que aquello soportase un escrutinio concienzudo.
—Venga, nos vamos. —le dije agarrándola de la mano y llevándola a la otra esquina de la obra, por donde podríamos salir en dirección a las casas y, con suerte, evitar la horda.
No sabía qué nos podríamos acabar encontrando en esa dirección, y eso me daba mucho miedo, pero ya no tenía elección, teníamos que huir tanto de vivos como de muertos.
—Papá, ¿qué es lo que pasa? —insistió ella dejándose arrastrar.
—Es muy largo de explicar, pero se acercan un montón de resucitados hacia aquí y tenemos que irnos. —contesté asomándome por encima del muro de ladrillo… y enseguida me di cuenta de que íbamos a salir de la sartén únicamente para caer en las brasas.
—¡El ejército! —señaló Mariya con entusiasmo al asomarse también y ver los tres jeeps militares que pasaban por la carretera junto a las casas—. ¡Estamos salvados!
—¡Agáchate! —bramé tirando de ella hacia abajo. Si los militares nos veían íbamos a desear que nos hubieran atrapado los muertos, que también se unirían a la fiesta en cuestión de segundos.
—¿Pero qué es lo que pasa, papá? —quiso saber sin comprender nada de nada—. Ellos pueden salvarnos, llevarnos a un lugar seguro.
—No es eso lo que hacen —le expliqué—. Los disparos que escuchaste anoche eran ellos, igual que los de ahora mismo. Utilizan a la gente viva para atraer a los resucitados y luego los vuelan a todos por los aires, incluida a las personas que usan como cebo.
—¿Qué? —gimió sin poder creerlo—. Pero… ¿por qué harían eso?
—¿Por qué no? —repuse—. Nadie puede impedírselo, y supongo que con la ciudad invadida de muertos vivientes los civiles a su cargo son bocas que apenas pueden alimentar… el caso es que no son nuestros amigos tampoco.
—¿Y qué vamos a hacer? —inquirió asustada.
—No lo sé —admití—. ¡Mierda! Se paran.
Los tres vehículos se detuvieron, y de ellos comenzaron a bajar hombres armados. Al principio pensé que fue debido a que nos habían visto asomados detrás del muro, pero luego se me ocurrió que quizá les había llamado la atención la horda que se acercaba, que se movía en dirección contraria al lugar donde se suponía que tendrían que dirigirse tras la explosión.
Si eso último era cierto, quizá todavía tuviéramos una oportunidad de escapar, aunque era muy arriesgado, tanto que bien podría costarnos la vida a los dos.
—Escucha lo que vamos a hacer —le dije a Mariya agachándome a su lado—. Creo que van a disparar a los muertos que se acercan, y cuando empiecen a hacerlo, éstos irán hacia ellos… entonces tendremos que salir de aquí y correr hacia las casas, ¿de acuerdo?
—¿Correr hacia las casas? —repitió aterrada—. Pero papá…
—No podemos dejar que nos cojan ninguno de los dos grupos —traté de hacerle entender—. ¿Te ves capaz de hacerlo?
—Sí… no sé —respondió con lágrimas en los ojos, que tuvo que secarse antes de que se le congelaran en la cara—. Tengo miedo.
—Yo también, hija, yo también. —le dije abrazándola.
Tal y como había imaginado, los soldados no iban a dejar a ese grupo de muertos vivientes dando vueltas por allí impunemente, y pronto comenzaron a sonar disparos, la señal para que nos preparáramos para salir corriendo.
—¿Tenemos que ir hacia las casas? —titubeó Mariya—. Nos vamos a meter en mitad del tiroteo… si fuéramos hacia los edificios sería más fácil.
—Los edificios es de donde vienen los resucitados —le expliqué—. Y créeme, allí hay muchos más de los que se están acercando, los he visto. ¿Estás lista?
—No. —confesó.
—Ya, yo tampoco. —repliqué antes de que comenzáramos a trepar el muro de ladrillos y saltáramos al otro lado.
Ningún soldado nos vio, por el momento estaban muy ocupados abatiendo muertos vivientes, y por suerte éstos también lo estaban intentando alcanzar a los soldados que disciplinadamente los abatían uno a uno. Si hubieran luchado así semanas atrás quizá la situación habría acabado de otra manera, pero con el caos de la infección y el desconocimiento sobre esos seres que teníamos tanto civiles como militares fueron los resucitados quienes dominaron la situación.
—¡Ahora, vamos! —le indiqué a mi hija tirando de su mano y echando a correr por el descampado.
Yo iba delante, empujando y quitando de nuestro camino a los muertos vivientes más rezagados, mientras que los más adelantados eran acribillados por los militares. Era más que probable que aquel grupo de soldados nos viera pasar corriendo, pero una vez estuviéramos entre las casas y encontráramos un escondite no nos encontrarían jamás. Aquél era mi plan, y podría haber funcionado de no ser porque infravaloré el peligro de las balas perdidas.
Lo único que sentí fue que la mano de mi hija se soltaba. Sin girarme a mirar lo que pasaba, la agarré con más fuerza e intenté seguir adelante, pero ella tiró de mi hacia abajo con tanto ímpetu que tuve que detenerme. Al darme la vuelta vi un charco de sangre que había salpicado sobre la nieve junto al gorro con el que Mariya se cubría la cabeza, que había salido volando cuando una bala le alcanzó. Ella había caído al suelo también sobre un charco de sangre.
—¿Mariya? —la llamé inútilmente sin ser capaz de reaccionar ante aquella horrible visión sacada de mi peor pesadilla.
Un repentino dolor punzante en el estómago me obligó a encogerme, y cuando retiré la mano la tenía cubierta de sangre… otra bala me había alcanzado a mí, y por culpa del shock caí al suelo de espaldas, donde la vista se me nubló y perdí la noción del tiempo.
Sólo volví a ser consciente de mi entorno al sentir unas manos palpándome cerca de la herida.
—Estómago perforado… este tío está muerto. —sentenció una voz que me sonó muy lejana.
—¿Y la otra? —preguntó una segunda voz, todavía más lejana.
—Disparo en la cabeza —respondió una tercera—. Estaba muerta antes de enterarse de que le habíamos dado, no hay nada que hacer.
Di gracias a Dios por estar demasiado aturdido como para comprender del todo las implicaciones de esas palabras, porque no habría podido soportar saber que Mariya había muerto también, como mi mujer y como mi hijo, estando completamente lúcido. Abrí los ojos y me encontré con varios soldados a mi alrededor, uno de ellos sobre mí, contemplando el disparo que acababa de recibir.
—¿Qué hacemos? —quiso saber éste.
—Largarnos de aquí antes de que vengan más reanimados —replicó el que había preguntado antes, que debía ser quien estaba al mando—. Remata a ese y coge sus cosas, no creo que ya vayan a necesitarlas.
Cerré los ojos cuando un soldado se posicionó a mi lado y me apuntó a la cabeza con una pistola, dispuesto a acabar con mi sufrimiento. No quería volver a ver nada de aquel mundo, no quería pensar en nada, sólo quería morir de una vez y disculparme con mi hija en el más allá, si es que lo había, por aquel plan de huida que había salido tan mal.
Yo no era más que un padre de familia, y sólo hice lo que pude…

1 comentario:

  1. ¡Vaya! Y yo que pensaba al principio que este personaje tendría algún otro capítulo... Estas sorpresas hacen que no haya a qué atenerse..!!

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