30 de enero
de 2013, 41 días después del primer brote, 15 días después del Colapso Total.
Sofía Walker
—Entiendo que esté agotada, señorita Walker, pero necesitaría que me contara
cómo llegó hasta aquí. —solicitó aquel extraño hombre, que parecía inusualmente
tranquilo y relajado, lo que se me hizo raro dada la situación que se estaba
desarrollando a nuestro alrededor.
Me arrebujé más en la manta para entrar en calor y sujeté con ambas manos
la taza de té caliente que me había preparado unos segundos antes. Pese a que
hablaba bien el español, podía notar por su acento que no era su idioma
materno, pero no lograba reconocer cuál podía ser su nacionalidad… aunque
teniendo en cuenta donde nos encontrábamos, habría apostado porque era un
inglés.
La mujer rubia que nos acompañaba se llevó el bebé al regazo mientras me
observaba con curiosidad. No me costó adivinar por su mirada de confusión que
ella no entendía mi idioma, al menos no tan bien como él.
—¿Qué importa eso? —le respondí dando un sorbo de té. El agua caliente
ayudó a que entrara un poco más en calor, cosa que necesitaba urgentemente
porque todavía no me había acostumbrado al frío de aquella zona—. Supongo que ya
da igual, ¿no?
No quería hablar de mi viaje teniéndolo tan reciente. El recuerdo era aún
muy doloroso, y me preocupaban más los problemas del futuro que los del pasado.
—Es importante. —insistió él con cortesía. Eso también le delataba como
inglés, pero aun así, no podía estar segura del todo.
Al darme cuenta de que no iba a abandonar el tema hasta que hablara, tuve
que dar otro sorbo al té para animarme a contarle mi historia desde el
principio.
Acababan de dispararme en la cabeza, de modo que nunca tuve del todo claro
como conseguimos llegar hasta el yate de mi padre en la dársena, Tenía
terribles lagunas en mis recuerdos de aquel día, pero cuando lo hicimos, era yo
quien llevaba el fusil que Néstor recupero frente a la residencia.
—¡Madre mía! —exclamó él dejándose caer en la cubierta, mientras yo me
dirigía todo lo rápido que podía a encargarme del amarre. Su camiseta se
encontraba completamente empapada en sangre, sangre que le caía del mordisco
que había recibido debajo de la nuca—. ¡La ciudad está infestada!
¡Completamente infestada!
—¡Ya lo he visto! —corroboré preocupada por su estado. Había perdido mucha
sangre durante el camino, tanta que hasta me había cedido su arma a mí, que
acababan de dispararme en la cabeza y todavía no sabía cómo era posible que
siguiera viva— ¿Te encuentras bien?
—Sí, sí… —me aseguró haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia,
pero también tenía las manos llenas de sangre, y su respuesta no me tranquilizó
en absoluto—. Sólo sácanos de aquí antes de que nos alcancen los que nos venían
siguiendo.
Desde que tenía uso de razón, mi padre nos había llevado a mi madre, mis
hermanos y a mí a pasear en su yate casi todos los fines de semana, y cuando
tuve edad suficiente también me enseñó cómo gobernarlo, de modo que sabía cómo
sacarnos de Buenos Aires a través del agua, lejos del alcance de los
infectados.
Nos hicimos a la mar completamente a ciegas, movidos únicamente por el
miedo que nos inspiraban aquellos seres, pero sin idea de qué hacer una vez
estuviéramos lejos de ellos. Con el motor encendido, dirigí la embarcación por
Río de La Plata, alejándonos de la costa, sin comida, sin agua, sin combustible
para cuando las reservas del pequeño yate se agotaran y, sobre todo, sin un
rumbo a seguir.
—Túmbate dentro, necesitas descansar. —le sugerí a Néstor señalándole un
compartimento interior del yate que disponía de asientos y estaba preparado
para que tres personas se guarecieran dentro.
Sólo recordaba una ocasión en la que utilizamos aquel escondite, y fue la
vez que mi padre casi nos mete en medio de una tormenta que se formó
repentinamente sobre nosotros en mitad del mar.
—Tú también —replicó lanzándome una mirada débil—. Por poco te desmayas
durante el camino, ¿seguro que puedes manejar el barco?
No recordaba haber estado a punto de desmayarme, pero había tan pocas cosas
que quería recordar de aquel día que casi me alegraba tener una bala incrustada
en la cabeza.
Sin embargo, Néstor tenía razón, necesitaba tomarme un respiro para
recuperar fuerzas, y también para atenderle el mordisco, que no dejaba de
sangrar y estaba poniendo el suelo del yate perdido.
En cuanto nos alejé lo bastante lejos de la costa como para sentirme segura,
detuve el motor y dejé la embarcación a la deriva por unos instantes. Hacía
buen tiempo y el agua estaba tranquila, de modo que podíamos permitirnos
desatender el yate para resolver asuntos más apremiantes.
—Suerte que sabías dónde guardaba tu padre las llaves. —dijo cuando abrí
con ellas el compartimento en el que se guardaba el botiquín.
—Sí. —coincidí, pero haberlas encontrado no me hacía especialmente feliz…
habría deseado no hacerlo si aquello hubiera significado que mis padres y mis
hermanos lograron llegar hasta el yate y se pusieron a salvo en él. Sin
embargo, al seguir allí atracado no tenía forma de saber qué había sido de
ellos, y viendo cómo estaba la cosa en Buenos Aires no albergaba muchas
esperanzas, aunque siempre quedaba la posibilidad de que encontraran refugio en
la zona segura.
La herida de Néstor era tan grave como parecía, y en condiciones normales
habría necesitado atención médica de verdad. Había perdido un buen trozo de
carne con el mordisco, pero tal y como estábamos me conformé con lograr que
dejara de sangrar… aunque no quería mentirme, sabía lo que una mordedura de
esos seres significaba: pronto sería uno de ellos.
Esa idea era algo que me aterraba. Si le perdía, estaría completamente
sola, algo que me daba casi tanto miedo como tener que volver a vérmelas con los
infectados.
—Esto duele como un demonio. —se quejó cuando terminé la improvisada cura.
—Lo sé —le dije con aprensión—. Y siento todo esto.
—¿Lo sientes? —se extrañó—. ¿Por qué? No fuiste tú la que me mordió.
—Siento haberte hecho salir a por ese fusil —confesé quitándome de encima
el peso de conciencia que tenía sobre mí por aquel motivo—. La calle estaba
llena de esos seres, era peligroso y te dejé solo.
—No ha sido culpa tuya —replicó él—. Era algo que teníamos que hacer cuanto
antes para escapar de la residencia, tú acababas de despertarse después de que
te dispararan… sólo podía hacerlo yo, aunque al final no saliera del todo bien.
Le noté sorprendentemente tranquilo teniendo en cuenta lo que significaba
ser mordido por aquellas criaturas, lo que me llevó a preguntarme si realmente
era consciente de su situación. No habría sido extraño que se sumiera en la
negación cuando ese mordisco era una sentencia de muerte.
—Néstor —le dije cuidadosamente—, el mordisco… sabes lo que significa,
¿verdad?
—Pues claro que sé lo que significa —contestó él sin perder el aplomo, lo
que me pareció admirable—. Que pronto seré uno de ellos.
—Sí, bueno… en realidad no, si no quieres. Podemos hacer que… sea algo
rápido. —le ofrecí, aunque deseaba de todo corazón que rechazara mi oferta. No
creía estar todavía preparada para quedarme sola, probablemente tampoco para
volver a matar, y mucho menos a quien me había salvado la vida y sacado de la
ciudad.
—¿Cómo hiciste con Diego? —exclamó volviéndose hacia mí, pero
contrariamente a lo que me pareció en un principio, no estaba reprochándomelo—.
Tal vez fuera lo mejor, así al menos moriría antes darme cuenta del todo de
que… de que me estoy muriendo. Pero, ¿qué harías después tú sola?
—No lo sé. —tuve que admitir. No tenía ni la menor idea de por dónde
continuar. En mitad del mar estaba lejos de los infectados, pero no más cerca
de encontrar un lugar seguro en donde permanecer a salvo en adelante—. Aun así,
no tienes que sufrir por eso, ya me las apañaré por mi cuenta. Tengo una radio,
a lo mejor puedo pedir ayuda, o ver si dicen algo sobre un lugar al que
dirigirse.
—Te echaré una mano —se ofreció completamente decidido a no morir todavía—.
Al menos mientras pueda hacerlo.
—Pues te lo agradezco —reconocí aliviada de no ir a quedarme sola por el
momento—. Aunque no tengamos nada, creo que deberíamos pasar la noche aquí. A
lo mejor mañana, un poco más tranquilos, se nos ocurre a dónde ir.
—Vale —accedió él asintiendo con la cabeza—. Podemos probar con la radio,
como dijiste, a lo mejor alguien pensó lo mismo que nosotros y hay más barcos
por ahí a la deriva.
Aquella era una forma constructiva de mantenerme ocupada que quizá me
ayudara a calmarme un poco, porque con todo lo que había pasado, desde el
ataque a la residencia, el disparo y el mordisco de Néstor, hasta el viajecito
infernal a través de Buenos Aires para llegar al embarcadero, comenzaba a
sentir la tensión presionándome en el pecho, y lo último que faltaba para
redondear el día habría sido sufrir un infarto.
Agarré la radio y me pasé un buen rato buscando en todas las frecuencias
conocidas alguna señal de que alguien más seguía vivo ahí fuera, aunque sin
éxito. Para cuando me di por vencida, la tarde había terminado, la noche era ya
cerrada y la única luz que nos iluminaba, además de la luna y las estrellas,
era la de una linterna que había guardada en el armarito del yate. Allí, además
de la linterna y el botiquín, también encontramos bengalas de emergencia, que
pese a estar en una situación que podríamos llamar de emergencia no nos era
útiles por el momento.
—Nada —dije rindiéndome con la radio—. No contesta nadie, no hay nadie en
ninguna parte.
—Tal vez sea lo mejor. —argumentó Néstor dirigiendo su mirada hacia tierra
firme.
—¿Mejor? —me extrañé—. ¿Por qué?
—Imagina que aparece alguien como los que se presentaron en la residencia —contestó
con gravedad, obligándome a darle la razón… no quería ni pensar en qué podrían
estar haciendo aquellos salvajes con las chicas que se llevaron por la fuerza,
entre las que podría encontrarme yo si no me hubieran dado por muerta tras
dispararme—. ¿Has visto la ciudad?
—¿Qué le pasa? —le respondí sin mucho interés, tenía demasiado de lo que
preocuparme como para fijarme en el lugar que, por suerte, habíamos dejado
atrás.
—Está completamente a oscuras —señaló—. Toda, ni una luz, como si allí no
hubiera nada.
—Es cierto —aseveré al darme cuenta de aquello. Resultaba sobrecogedor
contemplar una ciudad de ese tamaño completamente a oscuras, completamente
muerta—. Hasta da un poco de miedo… piensa en toda la pobre gente que vivía
allí.
—La verdad es que prefiero no hacerlo —afirmó torciendo el gesto—. Creo que
mañana deberíamos movernos hacia el sur.
—¿Hacia el sur? ¿Por qué? —le pregunté esperanzada creyendo que tenía algún
plan en mente.
—Para no salir del país —se explicó—. En algún puerto más pequeño podríamos
intentar encontrar algo de comida y combustible, y quizá por allí las cosas
estén mejor.
—Sí, a lo mejor. —repliqué no muy entusiasmada ante aquel plan. Por muy
estúpido que sonara, no me gustaba la idea de alejarnos de la ciudad, era como
si con ella abandonáramos cualquier esperanza de salvación.
Pero en realidad no había salvación, de aquello ya me había dado cuenta en
la residencia, cuando desperté después de que intentaran asesinarme. Esperar ayuda
del exterior sólo había servido para que todos murieran y nosotros acabáramos
en aquella precaria situación.
—Deberíamos intentar dormir —le sugerí—. Hay que aprovechar las horas de
luz. Dentro no hay espacio para dos, ¿quieres dormir ahí o fuera?
—Dentro, si no te importa —respondió—. La verdad es que tengo un poco de
frío.
Le miré con preocupación mientras se acomodaba entre los asientos, estando
en pleno verano, si de algo no teníamos que preocuparnos era precisamente del
frío. De hecho, salvo porque el suelo estaría un poco duro, dormir sobre el
yate, mecidos por la brisa marina, prometía ser lo más agradable del día. Como
le habían mordido hacía ya unas horas quizá empezara a tener fiebre, o a lo
mejor era sólo por la pérdida de sangre sufrida.
—Puede que haya una manta en los asientos —le indiqué.
—Ya me las apañaré, gracias. —contestó él con un agotamiento más que
evidente.
Preferí no molestarle y dejarle descansar, así que yo también me acomode en
el suelo del barco y me dispuse a echar un sueñecito que me devolviera las
fuerzas perdidas. Sin embargo, todavía tardé un par de horas en lograr dormirme
después de que Néstor se encerrara. Demasiadas cosas rondaban por mi cabeza, y
la menor de ellas no era la dichosa bala. Había intentado sentirla dentro de
mí, incrustada en algún lugar de mi cráneo, pero lo único que conseguía era que
me doliera la herida que había provocado al entrar. No podía evitar preguntarme
cómo de perjudicial sería tenerla ahí, porque el asunto no era cosa de broma,
podía comenzar a perder facultades mentales por los daños que hubiera causado
ahí dentro, o cualquier otra putada parecida.
Me desperté sobresaltada por el ruido de un golpe cuando el sol ya estaba
bien alto en el cielo. Imaginé que Néstor también se había despertado e
intentaba abrir la portezuela del compartimento. Sin embargo, tras escuchar cómo
daba un par de golpes más, abrí los ojos alarmada al pensar que algo horrible podía
haber ocurrido durante la noche…
—¿N…Néstor? —pregunté con voz temblorosa. Si había sucumbido al mordisco,
en esos momentos podía ser un infectado quien luchaba por salir fuera—. Néstor,
¿estás bien?
Al no recibir respuesta, agarré el fusil y apunté con él hacia la puerta.
Un segundo después ésta se abrió y dejó salir a Néstor, a quien apunté con el
cañón del fusil dispuesta a abrir fuego.
—¡Carajo! —gritó tirándose al suelo y cubriéndose la cabeza con las manos.
—¡Perdón! —exclamé bajando el arma al ver que seguía siendo él, y no un
infectado—. Escuché los golpes y creía... bueno, ya sabes…
—La puerta estaba atrancada —se justificó levantando la vista todavía
asustado—. Aun así, no he pasado buena noche, aunque ahora me siento un poco
mejor.
—No puedes sentirte mejor, tienes muchísima fiebre. —comprobé agachándome a
su lado y poniéndole la mano en la frente, que le ardía como si tuviera una
hoguera allí dentro.
—Me duele el mordisco —protestó después de sentarse en uno de los asientos
de cubierta—. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
—Podría estar mejor —admití. Con el sobresalto del despertar no me había
dado cuenta, pero tenía un dolor de cabeza considerable, seguramente debido a mi
propia herida—. Vamos a necesitar medicamentos o algo contra las infecciones.
—Súmalo a la lista de cosas que nos van a hacer falta —resopló él
rascándose el cogote—. O bueno, que te van a hacer falta a ti, yo no sé lo que
voy a durar…
—¡No hables así! —le reprendí—. Lo que pasa es que no comimos nada desde
ayer, tenemos que buscar algún lugar donde encontrar algo que llevarnos a la
boca.
—La verdad es que no tengo hambre. —murmuró pasándose una mano por la
frente para secarse el sudor que la fiebre le estaba provocando.
—Se me ocurre que podríamos bajar hasta Mar del Plata —le propuse—. Está un
poco lejos, pero tenemos el depósito lleno y a lo mejor las cosas por allí van
mejor, o por lo menos el puerto estará más despejado de infectados que aquí en
Buenos Aires, ¿qué te parece?
—Tú eres la experta en navegación —concedió él—. ¿Cuánto crees que
tardaremos?
—Probablemente todo el día —respondí—. Pero seguro que podremos rellenar de
combustible el yate con los barcos del puerto, y quizá antes encontremos algún
pueblecito costero donde buscar comida y agua.
—Pues vámonos —afirmó muy convencido—. Cuanto antes lleguemos, antes
veremos qué nos encontramos, y no me apetece seguir aquí más tiempo... Buenos
Aires es incluso más deprimente ahora que por la noche.
—Muy bien, pero ponte un gorro o algo, que vas a coger una insolación. —le recomendé
antes de dirigirme a los mandos de la embarcación para ponernos en rumbo.
Lo único que teníamos para orientarnos, debido a que el GPS no funcionaba
por alguna razón, era un mapa y la línea de la costa, más que suficiente para
lo que pretendíamos hacer.
Todavía me sentía reacia a abandonar la capital de aquella manera, pero por
más vueltas que le daba, no veía otra salida. La ciudad estaba completamente
tomada por los infectados, y los vivos que restaban no eran amistosos. No
teníamos más remedio que huir de allí.
El viento en la cara mientras el yate recorría millas y millas junto a la
costa fue un alivio frente al calor del verano, pero no sirvió para vaciar mi
cabeza de preocupaciones relacionadas con el futuro. Sinceramente, dudaba que
fuéramos a encontrar algún lugar mejor entre los pueblos costeros cuando las
últimas noticias que habíamos recibido en la residencia decían que la situación
estaba igual de mal en todo el país, y también en el extranjero. No obstante,
teníamos que intentarlo, y por eso durante todo el día el yate avanzó a máxima
velocidad en dirección a Mar del Plata.
Fue a mitad de trayecto aproximadamente cuando Néstor comenzó a ponerse
realmente mal. Tras detener la embarcación por un momento para cambiarle el
vendaje de la herida, descubrí que esta, lejos de haber empezado a cicatrizar,
estaba completamente infectada.
—Me duele a rabiar. —se quejó cuando le quité las vendas y me encontré con
aquello supurando y lleno de pus
El mordisco no tenía pinta de ir a mejorar, y además la fiebre le había
subido tanto que tuve que coger agua de mar con un cubo para que se refrescara.
—¡Qué sed! —protestó al sentir el agua caerle por la cara.
—Lo sé —me solidaricé, yo tampoco había bebido nada desde el día anterior. Pero
no teníamos agua dulce a mano, así que eso tendría que esperar—. ¿Aguantas?
—Sí. —me aseguró, aunque al ver su cara tan pálida y los labios, que se le
estaban poniendo azules, supe que mentía. Por muy fuerte que quisiera aparentar,
estaba infectado, y pronto se convertiría en uno de esos monstruos caníbales.
No tenía ni idea de cómo se producía la transformación, de si era algo
repentino o era un proceso largo, y debido a eso el resto del camino lo hice
con un ojo puesto en él, por si daba muestras de estar sucumbiendo del todo.
Sin embargo, cuando divisé a lo lejos el puerto de Mar del Plata todavía
parecía completamente humano, aunque eso sí, muy enfermo.
—¡Mira cuántos barcos atracados! —le dije para intentar levantarle el ánimo—.
A lo mejor no tenemos ni que pisar tierra, podemos sacar combustible de ellos y
buscar dentro si tienen comida o agua.
—Genial —replicó él, pero con mucha desgana. Estaba tan débil que no creía
que fuera a pasar de aquella noche.
Detuve el yate antes de entrar en el muelle para poder observar desde lejos
cuál era la situación en tierra, y ésta resultó no ser muy halagüeña. No había
ni rastro de vida humana por allí, tan sólo algunos infectados tambaleándose de
un lado a otro. Los dueños de los barcos debieron sucumbir a la infección o
marcharse por tierra porque, como le había dicho a Néstor, la mayor parte de
los barcos de recreo seguían allí. ¿Cómo podía ser que a tan poca gente se le hubiera
ocurrido huir por mar? Después de casi todo un día sin ver a uno sólo de
aquellos monstruos me había convencido de que subirnos al yate fue una gran
idea, y no entendía que nadie más lo hubiera hecho.
Aunque me resistía a echar amarras en ninguna parte, no tuve otra opción si
queríamos investigar los barcos atracados en busca de provisiones, de modo que
en cuanto estuvimos junto al embarcadero me volví a armar con el fusil, por si
teníamos problemas inesperados.
—¿Seguro que puedes? —le pregunté a Néstor cuando ambos bajamos del yate y
pisamos las tablas de madera del muelle. Le veía tan débil que no parecía capaz
de tenerse en pie.
—Sí, estoy bien. —me aseguró él, aunque de nuevo no logró engañarme.
La mayor parte de la flota marítima de aquella zona del enorme puerto de
Mar del Plata estaba compuesta por embarcaciones de un tamaño similar al
nuestro, pero también encontramos varios yates de lujo de mucho más grandes, y
a esos fue precisamente hacia los que nos dirigimos porque pensé que sería más
probable que tuvieran algo que nos sirviera en su interior.
Nuestro objetivo fue una maravilla de treinta y cinco metros de eslora, que
sin duda debió pertenecer a algún millonario. En su interior había hasta comedor,
cocina, sala de estar y habitaciones más grandes que las de la residencia. De
no haber sido porque semejante embarcación debía necesitar por lo menos una
tripulación de seis personas para funcionar, y que no tenía nociones de cómo gobernar
algo tan grande, la habría adoptado como medio de transporte en lugar de
nuestro pequeño yate. Sin embargo, al encontrar comida y agua en las cocinas se
me ocurrió que aquél era un buen lugar donde pasar la noche… después de todo,
no parecía que los infectados fueran a aparecer por allí, y tampoco que hubiera
nadie vivo que nos pudiera causar problemas. Además, Néstor necesitaba reposo.
—¿Por qué no te tumbas en la cama a descansar? —le sugerí al bajar a la
habitación principal, que no tenía nada que envidiar a la de un hotel de cinco
estrellas… o como poco a uno de cuatro—. Yo iré a la cocina y traeré algo de
comer para los dos.
Al principio intentó negarse, pero el corto trayecto entre nuestro yate y
aquél le había dejado agotado, y finalmente accedió a tumbarse y descansar un
rato, dándome un momento para ir a por comida a la cocina.
Tras una inspección superficial descubrí que no guardaban nada fresco en
todo el barco, pero sí muchas latas, tantas que, si nos las llevábamos todas,
tendríamos con qué llenar el estómago durante semanas, lo cual me animó
bastante. Con algo de comer y agua fresca de unas botellas regresé al
dormitorio para compartir el botín con Néstor.
—Creo que desde aquí se ven los leones marinos —le comenté llevándole una
lata a la cama para que comiera algo—. Ellos tienen suerte, los infectados no
pueden alcanzarles.
—Sí —dijo él sin hacer siquiera un intento por incorporarse. le lanzó una
lastimosa mirada a la lata antes de dirigírmela a mí—. No la malgastes… ya no
vale la pena que yo coma nada, sería un desperdicio.
—¡No digas eso! —le reprendí—. Aquí hay más comida de la que podría gastar,
y tienes que comer algo.
—No vale la pena —insistió—. Sofía… no creo que vaya a pasar de esta noche.
—¡No digas eso! —repetí, pero no porque no lo creyera, sino porque no
quería oírlo… no quería quedarme completamente sola en ese mundo de mierda.
—Lleva la comida a tu yate —continuó—. Con el combustible de los otros
barcos puedes seguir adelante… y busca, algún lugar a salvo habrá, pero ahora
quiero que hagas conmigo lo que le hiciste a Diego.
—¿Estás seguro? —le pregunté completamente horrorizada ante la perspectiva
de tener que matar a Néstor con mis propias manos. No fue agradable matar a su
amigo cuando le mordieron, y a él ni siquiera le conocía. Néstor, en cambio, me
había salvado la vida y me había ayudado a escapar de Buenos Aires,
sacrificando la suya en el proceso.
—Sí —me aseguró asintiendo varias veces—. Me encuentro muy mal, y esto sólo
va a ir a peor… no quiero… no quiero seguir sufriendo.
—Entiendo que le resulte duro hablar de ello. —se disculpó el inglés… que en
realidad ya no me parecía tan inglés, sino estadounidense.
—No era la primera persona que mataba —le dije dando otro sorbo al té. Por
lo mal preparado que estaba, era imposible que aquel hombre fuera inglés, no
entendía cómo podía haberme confundido—, pero sí la que más me costó matar,
Néstor me rescató cuando aquellos tipos me volaron la cabeza, me cuidó cuando
estaba inconsciente y le mordieron para darnos a ambos una oportunidad de
escapar de aquel infierno. De no ser por él no estaría aquí, sino en el
estómago de uno de esos… reanimados.
—Es bueno tener amigos en los malos momentos —reflexionó él mientras las
llamas se extendían en el horizonte. El repentino fogonazo de una explosión
hizo que se volviera y mirara hacia allí con curiosidad—. Ahí se consume el
último lugar seguro conocido de la Tierra, y con él la última esperanza de los
gobiernos mundiales de seguir operativos, aunque sea sólo simbólicamente.
—Entonces, ¿mi viaje ha sido en vano? —le pregunté desanimada. Tras sufrir tantas
penurias, al final no había servido de nada. Néstor se equivocaba, no había
ningún lugar a dónde ir.
—Desde cierto punto de vista, sí —admitió él volviéndose hacia mí, pero
mirando antes de reojo hacia la mujer y el bebé para asegurarse de que estaban
bien—. No obstante, mirándolo desde otro punto de vista, puede que sí haya sido
útil. Nos ha dado los medios para salir de la isla con vida.
—Disculpe si suena un poco brusco, pero sus vidas me daban igual —le espeté—.
Buscaba un lugar lejos de los muertos vivientes, aunque parece que no existe un
lugar así.
—Sí, eso parece —confirmó él—. Las cosas que se realizan apresuradamente
tienden a fallar con facilidad, y frente a los humanos, igual que frente a los
reanimados, los fallos se suelen pagar caros. No obstante, sigue estando usted
en la mejor situación para seguir viva, de modo que su viaje no ha sido en
vano.
—¿Ah sí? ¿Lo estoy? —inquirí tan intrigada como molesta—. A mí no me lo
parece, la verdad. Llevo no sé ya los días navegando en este yate rumbo a
ninguna parte, y sigo sin haber encontrado un lugar donde dormir a salvo.
—Eso nos lleva de nuevo a su historia —replicó dedicándome una sonrisa—.
¿Cómo es que acabó llegando hasta aquí desde Mar del Plata?
Era una buena pregunta, porque entre ese lugar y la isla había casi medio
continente de distancia…
Maté a Néstor a primera hora de la noche, en la cubierta del barco. Le
hacía ilusión ver a los leones marinos, así que le ayudé a subir las escaleras
y allí, cuando estuvo preparado, le disparé en la cabeza acabando con su vida.
Después envolví su cuerpo aún caliente en una sábana enrollada y lo eché al
mar, como él me había pedido que hiciera, y luego bajé al dormitorio, donde me
pasé buena parte de la noche llorando su pérdida.
Me sentía vulnerable y desprotegida al encontrarme allí, en un lugar
extraño, en un barco que no era mío, completamente sola. Aunque no me habría
sido de ayuda en un combate, Néstor por lo menos me servía para tener alguien
con quien hablar y con quien intercambiar ideas o temores, pero sin él estaba
perdida y sin saber cómo continuar.
Tanto fue así que permanecí en ese enorme y lujoso yate dos días más
lamentándome por mi suerte, que ni siquiera podía decir que fuera la peor del
mundo. Había muerto tanta gente que hasta parecía de mal gusto lamentarse por
cualquier otra cosa menor que perder la vida.
Al tercer día me di cuenta de que no podía quedarme allí atascada, que
tenía que continuar adelante. La comida no iba a durar para siempre, y sólo Dios
sabía si no acabaría llegando allí algún grupo de gente tan mala o peor que los
que asaltaron la residencia, así que cargué todas las latas que pude en el
pequeño yate de mi padre y rellené el depósito con las reservas de otros barcos
de los que se encontraban allí atracados. Luego, tras despedirme una vez más de
Néstor, que ya descansaba en paz bajo el agua del mar, me puse en marcha rumbo
a lo que serían los días más deprimentes y solitarios de mí vida.
La siguiente noche la pasé atracada junto al puerto de pescadores de
Necochea, sólo a unos cien kilómetros de Mar del Plata, debido a que a medio
día comenzó a moverse viento, y éste trajo consigo una pequeña tormenta de
verano que acabó durando toda la tarde. Al día siguiente partí muy temprano,
alcancé Bahía Blanca e hice noche en una cala solitaria antes de entrar en el
Golfo de San Matías.
Puerto Madryn, Camarones, Comodoro Rivadavia… me dirigiera a donde me
dirigiera durante los días siguientes siempre acababa encontrando el mismo
escenario: un pueblo o ciudad completamente tomada por los infectados y sin
rastro de vida humana que avivara mi esperanza.
Cargada de agua y comida iba aguantando bien el paso del tiempo, sin
embargo, en días de navegación no había encontrado una sola alma humana, desde
que muriera Néstor no había tenido a quien dirigirle la palabra, y empezaba a
sentir que aquello afectaba, no sólo por la sensación de soledad, también
porque parecía que nadie más había logrado sobrevivir a la pandemia que había
arrasado el mundo.
Lo único que me animó un poco fue descubrir que no todos los puertos
estaban como el de Mar del Plata. En algunos no quedaba ni un solo barco, que
si bien me dejaba sin provisiones con las que reponer las que iba gastando, por
lo menos significaba que en realidad sí que había gente que hubiera escapado de
la catástrofe, aunque yo no hubiera visto en persona a ninguna de ellas. Me
hubiera gustado saber a dónde se habían dirigido con sus embarcaciones para
seguir yo también esa ruta, pero no tenía forma de averiguarlo, así que sólo me
quedaba continuar adelante con el plan establecido de viajar hacia el sur.
Fue en un pueblo llamado Caleta Olivia, después de colarme en otro barco
abandonado para saquearlo y encontrar un mapa más amplio que el mío, cuando fui
consciente de que ya estaba a más de dos mil kilómetros de Buenos Aires. Pronto
el país se me habría acabado, atravesaría el estrecho de Magallanes y tendría
que seguir probando suerte en Chile. Hasta ese momento no me había dado cuenta
del increíble viaje que estaba realizando, y posiblemente ese conocimiento fue
el que hizo que rebajara un poco la marcha, porque no terminaba de tener del
todo claro si todo aquel esfuerzo al final iba a servir para algo.
En pocos días pasé frente a Puerto Deseado, Puerto San Julián y el Puerto
de Santa Cruz. Unos trescientos kilómetros al sur tenía Río Gallegos, y después
de eso el último territorio argentino sería Río Grande. Ya había tenido que
coger algo de ropa de abrigo, arriesgándome a tocar tierra firme en Puerto San
Julián, y no me apetecía bajar hasta climas polares. Hasta entonces al menos
había tenido el clima a mi favor, pero si empezaba a tener que vérmelas con el
frío la cosa podía empezar a ponerse fea, y lo último que necesitaba eran más
problemas.
Esa noche en Puerto de Santa Cruz apenas dormí pensando en el rumbo que
tomaría al día siguiente. No era la primera vez que no podía dormir bien desde
que estaba sola, y quizá por el cansancio acumulado no reaccioné hasta la
segunda vez que se escuchó la sirena de un barco en la distancia.
—Es imposible. —exclamé con la voz tomada. Esas fueron las primera palabras
que dije en voz alta desde ni sabía cuándo, y me costó que salieran por lo
agarrotada que tenía la garganta.
Fui capaz de localizar el barco que había hecho sonar su sirena gracias a
unas luces en el horizonte. Me pareció que debía ser una embarcación grande,
muy grande si podía verla y escucharla desde tan lejos… y dentro de ella a la
fuerza debía haber gente porque, por mucho que los muertos hubieran comenzado a
resucitar, seguía sin creer en los barcos fantasmas.
“Gente viva” me dije con un nudo en la garganta, mezcla de alegría y
emoción, pero también de miedo. No toda la gente viva era amistosa, como había
aprendido tras tener que sufrirlo en mis propias carnes en Buenos Aires.
No obstante, la parte racional de mi cerebro, la que me recomendaba
prudencia, estaba en un momento muy bajo en aquellos momentos, no sabía si por
la bala que tenía en la cabeza o por tantos días de miserable soledad. Fuera
cual fuera la causa, el resultado acabó siendo que, sin perder un instante,
puse en marcha el yate y me dirigí en dirección al barco con toda la potencia
que dio el motor. Me acordé de que entre el material de emergencia había unas
bengalas de auxilio que podían serme muy útiles para que el barco me viera,
pero preferí no utilizarlas por el momento. No sabía siquiera qué clase de
embarcación era aquella, y no quería llamar su atención hasta descubrirlo.
Cuando llegué a la altura de la estela que iba dejando en el mar, miré la
brújula y me percaté de que su rumbo era en dirección este, aunque ligeramente
desviada hacia el sur. Con esa ruta no parecía que se dirigieran a ningún otro
puerto, sino más bien que su objetivo era entrar en alta mar, donde la
autonomía de mi yate no me permitiría seguirles el paso demasiado tiempo antes
de quedarme sin combustible.
Como no tenía intención de quedar varada en mitad del Atlántico, pero
tampoco quería dejar pasar el barco, que bien podía ser mi única posibilidad de
volver a tratar con gente viva, finalmente tuve que emplear la bengala para
llamar su atención. Cuando la estela roja cruzó el cielo la sirena tardó apenas
unos segundos en volver a sonar, advirtiéndome de que me habían visto, de modo
que esperé pacientemente a que aquellas luces se acercaran.
Tal y como había supuesto, la embarcación resultó tener un tamaño más que
considerable, aunque siendo de noche y con los destellos de las luces no podía
ver de qué clase de barco se trataba… y no lo supe hasta que una lancha
motorizada salió de ella con cuatro hombres y llegó hasta el yate, momento en
que descubrí que aquellos hombres vestían uniformes del ejército.
—Militares… —murmuré cuando el primero de ellos puso un pie en mi
embarcación.
Subí con ellos en la lancha cuando se ofrecieron a llevarme a bordo. Era un
poco reacia a abandonar mi propio barco, pero no tendría una oportunidad de
rescate mejor que esa. Sólo lamentaba que Néstor no hubiera sobrevivido para
ser rescatado también.
Me quitaron el fusil antes de llevarme con su capitán, y no me opuse a ello
porque me parecía algo lógico. Estaba realmente aliviada de que aquél fuera un
navío militar, esperaba que por lo menos todavía se pudiera confiar en el
ejército, muchos de los suyos murieron defendiéndonos cuando los infectados
atacaron la residencia y se habían ganado mi respeto por ello.
—Esto sí que es una sorpresa. —afirmó el capitán del barco, que resultó ser
un destructor de la armada argentina, cuando estuve por fin en cubierta. Se
presentó ante mí como Fernández, pero no se molestó en decirme cuál era su
nombre de pila.
—Para mí también —respondí un poco amedrentada por la cantidad de infantes
de marina que se habían acercado movidos por la curiosidad—. Sois las primeras
personas vivas que veo desde que salí de Buenos Aires
—¿Buenos Aires? —se sorprendió el capitán—. Eso queda un poco lejos.
—Lo sé, ha sido un largo viaje —le expliqué—. ¿Hay alguna noticia nueva, capitán?
No sé nada de lo que ha pasado con los infectados casi desde primeros de mes.
—¿No lo sabe? —replicó un poco incómodo—. Las zonas seguras cayeron, y tenemos
motivos para pensar que no sólo en el país. Nuestros compañeros en tierra deben
estar todos muertos y las ciudades siguen invadidas de reanimados… la verdad es
que ya no esperábamos encontrar a nadie con vida ahí fuera, por eso nos
marchábamos.
La noticia de las zonas seguras no me sorprendió. Aunque no había pensado
en ello, tenía toda la lógica del mundo lo que decían porque, de no haber sido
así, me habría topado con señales de vida mucho antes. El ejército habría
comenzado a limpiar las ciudades en algún momento.
—¿Puedo preguntar a donde, si no es mucha indiscreción? —me interesé. Posiblemente
no tuviera más opción que ir con ellos, si es que me lo permitían, y quería
conocer mi destino.
—Al último lugar seguro sobre la Tierra, si los informes son correctos —contestó,
aunque sin dar más explicaciones—. Nuestro últimas órdenes fueron las de
proteger a los grupos de civiles, de modo que en cierto modo es mi deber
acogerla ahora que nos ha encontrado, pero le advierto que nuestra ruta no ha
sido autorizada. Estamos, digamos, en una misión extraoficial.
Podía comprender perfectamente que escapar hacia un lugar seguro no entrara
dentro de las órdenes que les diera el gobierno, así que no me preocuparon
aquellos detalles. Tenía la intuición de que ese último lugar seguro del que
hablaban debía ser la Antártida, el único territorio del planeta donde no había
humanos, y por lo tanto tampoco infectados que arrasaran con todo.
—Se lo agradezco, capitán. —respondí aceptando su generosa oferta.
—Sin embargo, las normas me obligan también a encerrarla en cuarentena
hasta estar seguros de que no ha sido infectada —añadió—. Lo siento pero son
las órdenes para cualquier civil que suba a bordo, no podemos permitir que la
enfermedad se extienda entre la tripulación.
—En ese caso me gustaría pedirle que remolcaran mi yate —se me ocurrió de improviso.
No me apetecía lo más mínimo que me tuvieran encerrada como a un animal...
además, la mayor parte de los tripulantes eran hombres, había notado sobre mí
las miradas de algunos y tenía miedo de que aquello acabara como la residencia—.
Para mí tiene valor sentimental, y así no molestaría a su tripulación ni
tendrían que tomar tantas precauciones.
El capitán aceptó sin poner una contra, cosa que, aunque me alivió, también
me extrañó un poco. No parecía que aquella gente tuviera ganas de discutir,
sino más bien de seguir adelante cuanto antes. Atribuí aquello a que, o bien
tenían prisa por llegar a ese lugar seguro de la Antártida, o bien empezaban a
estar faltos de provisiones. No sabía cómo pretendían reabastecerse allí de
comida, pero ellos tenían mejor infraestructura para moverse por mar que yo y
podrían saquear los pueblos cercanos sin muchos problemas.
De vuelta a mi yate me acompañó una oficial médico llamada Paloma, que
además de vigilarme aprovechó para realizarme un chequeo médico completo
—Tiene mala pinta —me diagnosticó cuando le mostré la herida de la cabeza—.
Es un milagro que no te haya matado, y también que no te haya fracturado el
cráneo. Si llega a ser de un calibre superior no lo cuentas… la buena noticia
es que de momento no se ha infectado, y además al lugar donde vamos seguramente
tengamos los medios para operarte, así que puedes estar tranquila.
—Pues es un alivio, gracias —exclamé sintiéndome mucho mejor, aunque sólo fuera
porque volvía a tener alguien con quien hablar—. No sabía que había algún tipo
de infraestructura en el Polo Sur.
—¿En el Polo Sur? —replicó ella sin comprender.
—¿No es allí a donde nos dirigimos? —le pregunté confundida.
—No, no vamos al Polo Sur. —respondió con una enigmática sonrisa, pero no
me dio más explicaciones, y yo, por no abusar de mi suerte, preferí no
preguntar más sobre ese tema.
—¿Y cuál es vuestra historia? —me interesé intentando entablar una
conversación.
—Pues no es muy larga, ya estábamos en este barco cuando todo comenzó —me
explicó al tiempo que cambiaba los vendajes de mi herida—. No llegamos a entrar
en combate con esos seres, tan sólo patrullamos la costa y escoltamos algunos
barcos de civiles que huían hasta que entraban en aguas internacionales.
Esperábamos que nos llamaran cuando los de las zonas seguras comenzaran a
barrer las ciudades para darles apoyo por mar, pero ese momento nunca llegó.
Ahora hace días que no nos comunicamos por radio con nadie… bueno, casi nadie.
Como tampoco quiso explicarme quien era ese “casi nadie” no insistí por los
mismos motivos que antes, así que me mantuve agradecida y calladita hasta que
volvió a su barco a la mañana siguiente y fue sustituida por otra compañera,
que además me trajo comida y agua, pese a que todavía me quedaba de ambas en mi
propia embarcación.
Durante día y medio mi yate fue arrastrado por el destructor militar a un
destino incierto, pero una tarde por fin divisé tierra a lo lejos, cosa que me
sorprendió porque, aunque debido al frío había tenido que aceptar una de las
chaquetas que me ofrecieron, todavía hacía demasiado calor para que
estuviéramos en el Polo Sur.
—¿Dónde estamos? —le pregunté a quién me custodiaba en ese momento, otra
mujer llamada Mariela mucho menos habladora que Paloma.
—¿Qué dónde estamos? Pues a las puertas de reparar una injusticia
histórica. —contestó ella mirando con determinación hacia la todavía lejana
tierra que era nuestro destino.
En aquel momento no supe qué injusticia se refería, sin embargo, el
instinto me dijo que estaba a punto de verme involucrada en algo que no me iba
a gustar.
—No tenía ni idea de que su objetivo era éste, ¿verdad? —me preguntó el
americano.
—No lo supe hasta que comenzó el bombardeo. —respondí con total sinceridad.
—Ellos tampoco debían saber lo que había aquí hasta que les devolvimos el
fuego —dedujo él, probablemente con mucho acierto—. No hasta que fue demasiado
tarde para todos. Pero tenían una rencilla histórica en mente, y después de
saber lo de Cuba…
—¿Qué pasó en Cuba? —pregunté con curiosidad, apenas tenía noticias de mi
propio país, así que mucho menos de lo que pudiera haber pasado en otros.
—Según informes muy fiables, al parecer lo que quedaba del ejército cubano
atacó y recuperó la bahía de Guantánamo —me explicó antes de soltar un profundo
suspiro. Hubiera jurado que le vi sonreír, aunque también podría habérmelo
imaginado—. El Capitán Fernández se vio solo, sin tener que responder ante
ningún superior, con un destructor bien armado y un buen montón de soldados a
sus órdenes… y no pudo resistirse a intentarlo también. ¡Imagínese! Argentina,
o lo poco que queda de ella, recuperando las islas Malvinas y dándole en todos
los morros a la corona británica.
—Habría estado bien —murmuré con resignación lamentando que las
generaciones futuras, si es que las había, no fueran a contar aquella historia—
Y no, no creo que supieran lo que teníais aquí montado.
—Esperaban una mínima resistencia del ejército inglés y se toparon con todo
lo que quedaba de mi gobierno también —afirmó negando con la cabeza—. Y ahora
no queda nada. La base ha sido arrasada y el último lugar seguro sobre la
Tierra ha caído.
—Y todo por nuestra culpa —añadí sintiéndome un poco incómoda por ello—.
Siempre pensé que si alguien la cagaba serían los españoles.
—¿Qué importancia pueden tener ya las nacionalidades? —reflexionó él
poniéndose en pie—. La única diferencia importante entre humanos ahora es si el
corazón sigue latiendo en el pecho o dejó de hacerlo.
—No parece que vaya a venir nadie más —le dije observando la playa en la
que el yate estaba atracado—. Debían tener otras rutas de escape.
—O no —replicó él casi con indiferencia—. En cualquier caso, este lugar ya
no vale nada, y gracias a tus compatriotas y a los míos ahora debe estar tan
invadido de muertos vivientes como cualquier otro. Creo que es hora de soltar
amarras y marcharnos.
—¿Por qué confía en mí? —estimé oportuno que preguntarle—. Después de todo,
yo vine con quienes les atacaron, y no puedo decir que no simpatizara con su
causa.
—Si estuviera con ellos, este yate seguiría atado al destructor… y por
tanto en el fondo del mar —contestó acomodándose de nuevo en su asiento,
después de asegurarse de que la mujer y el niño también lo estaban—. Sin
embargo, arrojó por la borda de un empujón a la mujer que la vigilaba y huyó de
allí cuando comenzaron los disparos.
—Así que me vieron hacer eso —repuse sorprendida dejando la taza de té ya
vacía en el suelo y poniendo en marcha el motor. Había llegado la hora de
hacerse a la mar de nuevo—. Creía que mi huida había pasado desapercibida.
—Para la mayoría puede que sí, pero mi trabajo consiste precisamente en
fijarme en lo que nadie más parece reparar. —me aclaró.
—Ya veo… ¿a dónde nos dirigimos? —le pregunté cuando estuvimos listos para
marcharnos.
—A buscar un lugar seguro, por supuesto —respondió él como si fuera una
obviedad—. ¿O tiene algún otro lugar a donde ir?
—No —admití casi divertida por la entereza con la que se tomaba aquella
situación—. ¿Sabe? Aún no me ha dicho su nombre.
—Mark Ford —contestó—. Ex
agente Mark Ford, de la CIA.
Muy emocionante, y la revelación final sublime.
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