CAPÍTULO 23: IRENE
Nunca había sido
muy aficionada a conducir. Tenía el carnet, por supuesto, pero apenas utilizaba
el utilitario de segunda mano que me compré con mi primer sueldo como
profesora. En Madrid no lo necesitaba, para ir al colegio o a cualquier parte
podía coger el metro, si es que no iba andando para hacer un poco de ejercicio.
Una profesora de gimnasia tenía que mantenerse en forma, y tal vez por ese
motivo no me di cuenta de que me había quedado sin gasolina otra vez hasta que
el coche entró en reserva.
—¡Mierda, joder! —gruñí
al descubrirlo.
Aunque mi
intención había sido alejarme todo lo posible de Colmenar Viejo, lo cierto fue
que tuve que detenerme cuando no llevaba ni media hora conduciendo. La noche
era cerrada, las carreteras secundarias sinuosas, porque las principales eran
imposibles de transitar, y temí acabar sufriendo un accidente debido a mi
escasa experiencia al volante.
Tuve que dormir
dentro del vehículo, escondida entre unos arbustos para que ni muertos ni vivos
me vieran y pasando un frío de mil demonios por ello. No fue agradable ni
cómodo, pero al menos tenía espacio en la parte trasera de la furgoneta para
estirarme. Sin embargo, dormí tan mal que apenas comenzó a salir el sol
reemprendí la solitaria marcha en busca de todavía no sabía qué.
Cuando cayó la
tarde de nuevo, me había detenido ya tres veces en sitios que consideré seguro
investigar, teniendo en cuenta que iba completamente desarmada. Resultó que la
bala que disparé contra la cara del sectario idiota que trató de retenerme era
la última del cargador de la pistola, así que me encontraba perdida, sola e
indefensa; un escenario de mierda que sólo se puso peor en cada una de las
paradas. Para colmo de males, tampoco tenía comida, y por eso no desaproveché
ninguna oportunidad de registrar algún lugar donde conseguirla, aunque no tuve
ningún éxito.
La primera parada
la hice en una gasolinera por la mañana, donde pude rellenar el depósito
valiéndome de algunos coches que había por allí abandonados. Como no tenía ni
idea de qué modo sacar la gasolina de los surtidores sin electricidad, tuve que
conformarme con eso. Lo que no logré fue conseguir una mísera bolsa de patatas
rancias en la tienda. Aquel lugar había sido saqueado a fondo previamente, y
quien lo desvalijara había dejado abierta la puerta, de modo que toda clase de
bichos se habían encargado de infestarlo y comerse cualquier cosa aprovechable
que pudieran olvidarse los saqueadores.
La segunda parada
la hice frente a una colisión múltiple. Por lo menos seis coches acabaron
implicados en ella, y todavía permanecían allí abandonados y abiertos. Me metí
entre ellos porque, al bloquear la carretera, me cortaban el paso, por lo que
me iba a tocar desandar lo andado hasta entonces, y pensé que, antes de hacerlo,
debía asegurarme de que no podía aprovechar nada de allí.
Temí encontrarme
con alguna víctima revivida como muerto viviente pero, o bien todos los
accidentados sobrevivieron, o esos posibles resucitados se fueron de allí
tiempo atrás, porque no me topé con ninguno. Registré los coches a fondo y hallé
un abrigo mejor que el mío doblado dentro de una maleta. Aquella gente debía
ser de la que huía con sus cosas en busca de un lugar seguro, aunque me imaginé
que después de sufrir ese accidente no habrían tenido mucha suerte… como todos.
La última parada
fue también en la que más confianza había depositado, más que nada debido a que
empezaba a sentirme un poco asustada ante la posibilidad de quedarme sola para
siempre. No era un pensamiento racional, aunque tal vez sí, porque tampoco me
parecía que la gente abundara en el mundo en esos momentos, pero el miedo a
quedarme completamente sola se fue haciendo fuerte conforme el día avanzaba y
no encontraba ni el más mínimo vestigio de vida humana.
Fue en un grupo de
casas, a las afueras de un pueblecito, y había confiado en por lo menos
encontrar algo de comida en ellas, e incluso, siendo quizá demasiado optimista,
un refugio para no pasar otra noche a la intemperie. Pero no tuve ni una cosa
ni la otra. Cuando todavía estaba tratando de hallar la forma de colarme dentro
de la primera casa, un grupo de seis o siete muertos vivientes llegó desde el
pueblo y comenzó a perseguirme. Como no tenía armas, y menos para hacer frente
a tantos de esos seres putrefactos, tuve que marcharme de allí a toda prisa.
No tenía ni idea
de dónde me encontraba. Sólo tenía claro que debía seguir en la comunidad de
Madrid, porque en los carteles de las carreteras señalizaban la ciudad a pocos
kilómetros… sin embargo, esa nunca era mi dirección. El resto, además de
ciudades grandes lejanas, tan sólo eran pueblos cuyos nombres me sonaban porque
había vivido allí los últimos años, pero que habría sido incapaz de localizar
con precisión en un mapa.
Mi única
referencia era que más adelante podía ver la sierra. Ir en esa dirección tenía
sus ventajas, no sólo me alejaba de la capital, sino que no había ningún núcleo
urbano grande cerca de las montañas, y por tanto tenía muchas más posibilidades
de encontrar un refugio en esas latitudes.
Pero me quedé sin
gasolina en mitad de la carretera, cuando la noche comenzó a caer sobre mí. Me
detuve en mitad de un camino que subía hacia la montaña, y que llevaba desde un
pueblo que no pude identificar, porque el cartel que lo señalizaba había
desaparecido, hacia un embalse de los muchos que abundaban por la zona. No
quería malgastar a ciegas el poco combustible que le pudiera quedar a la
furgoneta, de modo que me preparé para pasar otra noche de mierda pelándome de
frío.
—Maldita sea. —murmuré
al bajar del vehículo, contemplando cómo el vaho se formaba con el aire que
liberaban mis pulmones.
Los oídos ya no me
pitaban, aunque aún los notaba algo afectados por la explosión, y los rasguños también
se iban curando… pero la herida del muslo me dolía casi más que el día
anterior, y pese a que podía caminar bien, cada vez que apoyaba peso sobre ella
sentía un pinchazo que no auguraba nada bueno.
“Espero que ese
medicucho muerto sacara todas las astillas” deseé al desliar la venda para
echar un vistazo. Me moría de hambre, pero sobre todo de sed. No había comido
ni bebido nada desde el día anterior, y me sentía desfallecer por momentos.
La herida no tenía
muy buen aspecto. Sus bordes se habían hinchado y enrojecido, desprendía
demasiado calor y al roce dolía… no cabía duda: se estaba infectando. La
madera, la explosión y el polvo habían sido demasiado para la mísera cura
rápida que recibí con material que tampoco se encontraba en las mejores
condiciones.
—¡Joder! —gruñí.
No tenía comida, no tenía agua, no tenía refugio, no tenía armas y tampoco nada
con qué curarme la herida en condiciones, ¿podía estar peor la cosa?
No lo creía, pero
sí que podía hacer que estuviera un poco mejor. A mi alrededor tenía los
primeros árboles de un bosque que se extendía por toda la sierra, y eso
significaba madera, ramas y arbustos para hacer una hoguera. Aunque el pueblo
que me crucé antes de comenzar a subir por el camino no quedaba demasiado
lejos, quería creer que estaría lo suficiente como para que una hoguera no
llamara la atención. Cruzarme con los resucitados en ese momento habría sido
catastrófico, apenas podía contar con el vehículo para poner tierra por medio,
pero la necesidad urgía.
Aproveché los
últimos momentos de luz para recoger cuantas ramas y hojarasca pude. No tenía
mechero con que prender la llama, pero sí que disponía de un encendedor como
accesorio en la furgoneta, así que, cuando tuve un buen montón de ramitas y
hojas secas amontonadas, me valí de él para quemarlas. Funcionó incluso mejor
de lo que me había atrevido a pensar, y enseguida pude disfrutar del calor de
una hoguera para pasar aunque sólo fuera las primeras horas de la noche.
Algo más aliviada,
me recosté contra el tronco de un árbol desde donde tenía una visión completa
del camino y la furgoneta. Aunque apenas dormí la noche anterior por culpa de las
incomodidades y el frío, y el viaje en coche me había dejado molida, lo cierto
era que no tenía mucho sueño en esos momentos. Demasiadas preocupaciones
bullían en mi cabeza como para eso.
Parecía como si
sobre mí pesara una maldición, una maldición que hacía que todo lo que tocaba
se convirtiera en muerte. Los niños del colegio, el grupo de Maite, la
comunidad de Santa Mónica… cada vez que actuaba, sólo traía la muerte a los que
me rodeaban, y cada vez lo conseguía más rápido. En la comunidad no llegué a
estar ni siquiera unas horas. Me había convertido en la reina Midas de la
muerte, en una auténtica parca.
Suspiré con
resignación mientras admiraba perezosamente cómo el fuego consumía las ramas
secas que eran su combustible, y me dio por pensar que tal vez aquella no fuera
la última noche que pasaba al aire libre. A lo mejor no encontraba ningún
refugio al día siguiente, ni dos días después… ya me había hecho ilusiones ese
día y allí estaba, sola en mitad de ninguna parte, muriéndome de hambre.
Sin embargo, pronto
descubrí que me equivocaba en al menos una cosa: no estaba sola.
No fui capaz de
saber de dónde venían, sólo les vi aparecer cuando ya les tenía encima, dentro
del radio de luz de la hoguera. Eran cuatro, todos hombres, y vestían gruesos
abrigos que habían vivido tiempos mejores. Pero sus abrigos no era lo único
desgastado en su atuendo, toda su ropa parecía más un conjunto de harapos que
prendas de vestir, y por sus descuidadas barbas y la roña incrustada en su piel
deduje que su higiene corporal no debía ser mucho mejor.
Ellos se sonrieron
al verme. Dos llevaban cuchillos, otro una barra de hierro con restos de sangre
seca y el último un pequeño revolver. Sin dirigirme la palabra, se acercaron a
la hoguera.
“Vaya, el fuego
atrae a las alimañas” me dije sabiendo perfectamente que ninguno de ellos tenía
buenas intenciones para conmigo. Aun así, no estaba asustada, y no entendía por
qué cuando ellos eran más, me tenían rodeada y disponían de armas.
—¿Estás sola,
morena? —me preguntó sin perder la sonrisa uno de los que empuñaba un cuchillo.
Cuando se acercó
más, pude comprobar que debajo de la frondosa barba se escondía un rostro
bastante demacrado, y supuse que tal vez por eso no me daban miedo. Esa gente
no era nadie, sólo unos pobres diablos mal alimentados y demasiado cobardes
para entrar al pueblo que tenían a un tiro de piedra a por comida y refugio.
Sin embargo, un hombre desesperado era muy peligroso, y yo estaba sola e iba
completamente desarmada.
No me molesté en
responderle, y él no pareció necesitar una respuesta, tan sólo rio por lo bajo
mientras el tipo de la barra de hierro se aproximaba a la furgoneta.
—¿Qué hace un
bomboncito como tú sola en mitad de ninguna parte? —inquirió. El de la pistola
me apuntó con ella, pero no parecía que fuera a dispararme por el momento… era
evidente para cualquiera que me querían viva—. ¿Tienes algo de comer, o te ha
comido la lengua el gato?
—¡Aquí no hay una
mierda, Fer! —exclamó el que revisaba mi vehículo—. Esta tía no tiene nada,
está más pelada que nosotros.
—Menuda putada —gruñó
el otro que también llevaba un cuchillo—. Pero al menos nos llevamos un premio
de consolación, ¿no es cierto?
—Tranquilo,
Miguel, vas a asustarla. —le advirtió Fer, que parecía el cabecilla de esos
andrajosos.
—¿Tengo pinta de
estar asustada? —repliqué sin poder evitarlo.
—¡Vaya! Pero si
tiene lengua. —exclamó él fingiendo estar sorprendido.
—Pues mucho mejor…
—murmuró el de la pistola sonriendo ante su propia ocurrencia.
—Ya os aviso de que
de mí vais a sacar poco placer. —les dije. No me sentía asustada, sencillamente
no lograban intimidarme.
—¡Eso ya lo
veremos! —prorrumpió lanzándose sobre mí y colocándome el cuchillo en el
cuello.
—Está bien, de
acuerdo —farfullé sintiendo el frío metal contra mi cuello—. Reconozco que no
tengo escapatoria. Si no me hacéis daño yo… no intentaré resistirme, lo juro.
Mis palabras no
iban dirigidas a sus cerebros, sino a esos cerebros más pequeñitos que los
hombres tenían colgando entre las piernas, y que saltaron de alegría al
escuchar que les ofrecía mucho más de lo que pensaban conseguir. Tanto era así
que Fer apartó unos centímetros el cuchillo… cometiendo un error que le saldría
caro.
No era una experta
en artes marciales, ni mucho menos, pero algo de defensa personal sí que sabía
gracias a unos cursos que di en el gimnasio al que solía ir, y fue más que
suficiente para un mierdecilla como él, que ya se hacía ilusiones de ir a
bajarme las bragas.
Con una mano le
agarré la muñeca del brazo que sujetaba el cuchillo, y con la otra lancé un
puñetazo contra su nariz. Ni siquiera vio venir el golpe, que fue tan fuerte
que me hizo daño en los nudillos. Aturdido, no me fue complicado arrancarle el arma
de las manos, y antes de que ninguno de sus compinches pudiera reaccionar, era
yo quien le tenía sujeto de la cabeza y con el arma al cuello.
—¡Hija de…! —gruñó
el que sujetaba la pistola, apuntándome con ella mientras los demás aún
intentaban asimilar lo que había ocurrido, pero interpuse el cuerpo de mi rehén
entre ambos para evitar que tuviera un disparo claro.
—¡Tirad las armas
o le rajo el cuello a este gilipollas! —les amenacé, y para demostrar que iba
en serio, clavé la punta del afilado cuchillo en su piel lo suficiente como
para hacerle sangrar.
—¡Haced lo que
dice! —ordenó él apretando los dientes por la rabia mientras su nariz rota
chorreaba sangre a borbotones.
Los muy idiotas se
miraron entre sí dubitativos, pero también alarmados. No se esperaban ni por un
momento que se les pudiera complicar tanto la cosa, y no estaban preparados
para algo así… gracias a eso, pese a que tenían superioridad tanto en número
como en armas, las acabaron bajando y rindiéndose.
—¡La pistola!
Lánzala hacia aquí, a mis pies —les indiqué—. Nada de jueguecitos o rajo a este
tío como si fuera un cerdo en día de matanza.
Con rabia, el
dueño del arma la dejó caer al suelo y luego le dio una patada para arrojarla
hacia mí. Los otros dejaron caer respectivamente el cuchillo y la barra de
metal y se concentraron en lanzarme miradas asesinas… ¡como si a esas alturas
esa clase de gestos pudieran tener algún efecto en mí! Gente muy superior a
ellos me había dedicado miradas similares en el pasado.
—Muy bien. —dije
cuando les tuve desarmados, y entonces le corté el cuello.
Fue un tajo
rápido, pero profundo gracias a lo afilado del cuchillo. En un instante, el
pobre desgraciado se convirtió en una fuente que expulsaba sangre por todas
partes, y sabiendo que de esa no se iba a recuperar, le empujé a un lado para
quitármelo de en medio antes de abalanzarme hacia la pistola. No fui el único,
su dueño original, pese a la consternación sufrida tras ver cómo mataba a su
amigo, tuvo los reflejos suficientes para hacerlo también. Sin embargo, yo fui
más rápida.
—¡Quieto ahí! —exclamé
encañonándole con ella. Por suerte para todos, tuvo la suficiente inteligencia
como para no obligarme a dispararle—. ¡Al suelo! ¡Todos de rodillas!
—¡Hija de puta! —me
espetó el tipo que había llevado la barra de hierro mientras veía a su
cabecilla retorcerse en el suelo, tratando en vano de taponarse el corte con
las manos para no seguir desangrándose, pero sin conseguirlo.
—¡De rodillas de
una puta vez, coño! —les ordené, y la sensación de poder cuando pese a sus
miedos y reticencias obedecieron fue de lo más satisfactoria.
“Por eso no estaba
asustada…” me dije al tiempo que escuchaba los últimos estertores de aquel
imbécil. El corte me había llenado las manos de sangre, y no sabía cómo pero
ésta incluso me había salpicado en la cara. “… porque yo soy el mayor peligro
de este lugar”.
—Te juro que nos
iremos —suplicó Miguel, el que antes había tenido un cuchillo, con lágrimas de
puro terror en los ojos—. Nos iremos y no volverás a vernos, lo juro…
—¡Y una mierda! —repliqué
yo… no quería pensar que la situación había despertado en mí un instinto
sanguinario, seguramente la excitación que aquello me producía se debía a la
adrenalina y a la euforia por haberle dado la vuelta a la tortilla en sólo un
segundo—. La ropa, quitaos la ropa.
—¿Cómo? —dijo el
tío de la barra de hierro.
—¡Que os quitéis
la puta ropa, joder! —les espeté—. ¿No era eso lo que queríais hacerme a mí?
Pues ahora vamos a ver qué tal os sienta a vosotros, ¿eh? ¡Y al que se deje un
solo calcetín le vuelo la puta cabeza!
No tuvieron más
remedio que obedecer, y mientras se iban quitando sus mugrosas prendas, me
apresuré a recoger el otro cuchillo y la barra de hierro del suelo. No quería
ser pagada con mi misma moneda en un descuido.
—Toda. —exclamé al
verles titubear después de quedarse en calzoncillos. La noche era fría, y
aunque tenían la hoguera cerca, se encogían como si estuvieran helados. O tal
vez fuera el miedo.
Se quitaron
también la ropa interior y quedaron completamente desnudos a la intemperie.
Viéndolos tal y como vinieron al mundo me dieron más asco todavía. Estaban
flacos, desnutridos y mugrosos… matarlos casi habría sido librarles de
sufrimiento.
Les hice
retroceder unos pasos para alejarlos más de la hoguera, y cuando lo hicieron
registré sus escasas pertenencias. No encontré más que un mechero en un
pantalón, un reloj roto y un botellín de agua medio vacío en el bolsillo de un
abrigo. Cogí el botellín y me lo guardé en el mío propio.
—¿No tenéis
comida? —les pregunté.
—No —respondió
Miguel cubriéndose sus partes con las manos—. Por favor… aquí hace demasiado
frío.
Les dediqué una
sonrisa torva antes de comenzar a lanzar sus prendas de ropa a la hoguera para
avivar las llamas, gesto con el que conseguí que me lanzaran unas miradas
horrorizadas bastante cómicas. Después me acerqué a su amigo muerto y le rematé
con uno de los cuchillos para evitar que se transformara en un resucitado. Eso,
por supuesto, les atemorizó aún más.
—¡Tú! —dije
señalando a Miguel con la pistola—. Desviste el cuerpo de tu amigo.
—¿Qué… qué vas a
hacer con nosotros? —se atrevió a preguntarme uno de los otros mientras él se
apresuraba a cumplir mi orden y desnudar el cadaver.
“Algo que hará que
deseéis que os mate cuanto antes” me prometí. No quería admitirlo, pero estaba
disfrutando con esa situación, y aquellos tres inútiles me iban a servir para
desfogar toda la rabia que sentía dentro de mí por lo mal que me estaban
saliendo las cosas. Pero primero había asuntos más importantes que atender,
como comer por fin algo…
—¿Qué pasa? ¿No
queréis acercaros más al fuego? —les pregunté un cuarto de hora más tarde,
después de tragar el último bocado de mi cena y chuparme de los dedos la grasa
que la carne había dejado en ellos. Le faltaba aliño, pero cuando llevabas más
de veinticuatro horas sin probar bocado esas cosas daban igual.
No me
respondieron, los tres seguían demasiado espeluznados por lo que acababan de
contemplar y les costaba apartar la mirada del trozo de pierna de su amigo
muerto que todavía se asaba en la hoguera. Un buen pedazo de carne de esa
pierna me había servido de cena, y me sentía realmente satisfecha tras
semejante banquete… y eso pese a que aquella situación me trajo malos recuerdos
del colegio.
—Estás loca. —se
atrevió a susurrar uno de ellos, no supe cuál. Todavía les tenía desnudos y
sentados en el suelo al otro lado de la hoguera, a suficiente distancia como
para poder acribillarles a tiros si intentaban volverse contra mí, aunque
después del acto de canibalismo que habían presenciado no parecían tener ganas
más que de huir. No podía reprochárselo.
—¡No estoy loca! —me
defendí—. ¿Acaso fui tras vosotros para cazaros y comeros? ¡No! Vosotros
vinisteis aquí y me obligasteis a matar a uno de los vuestros. La carne fresca
escasea, así que esto es sólo aprovechar con sensatez los recursos.
Pero mi discurso
no pareció hacerles cambiar de idea, porque siguieron contemplando con horror
los pedazos descuartizados de su cabecilla como si no hubieran entendido nada
de nada.
La noche ya era
cerrada, y comenzaba a tener un poco de sueño. Pronto tendría que decidir qué
hacer con ellos, porque era evidente que no podía dormir tranquila si los
dejaba libres sin más, pero antes que eso iba a hacerles pagar por las
intenciones con las que llegaron hasta mí.
—¿No os apetecería
ahora echar un polvo? —les sugerí, consiguiendo captar su atención por fin,
aunque más por miedo a lo que pudiera venir después de esas palabras que otra
cosa… comenzaban a conocerme—. ¿No? ¡Vamos! Para eso habíais venido, ¿no? Si
hasta estáis ya desnudos.
Me divertía, me
estaba divirtiendo mucho, y no iba a dejar de hacerlo, no cuando se lo merecían
tanto. Tal vez, si me daban un buen espectáculo, incluso les librara de
sufrimiento luego. Total, para lo que estaban haciendo con sus vidas, casi les
hacía un favor.
—Está bien, si no
hay voluntarios… tú, el capullo que se cree que puede ir por la vida
defendiéndose tan sólo con una barra de hierro, ¿por qué no se la chupas a tu
amigo Miguel?
—¿Qué? —replicó él
acobardado y lanzándole una mirada de reojo al susodicho, que se limitó a
apretar los dientes con aprensión y agachar la cabeza.
—No creo que le
tenga que explicar lo que es eso a un tío como tú, ¿verdad? ¡Hazlo! —ordené con
un tono peligroso, pero él no fue capaz de darse cuenta.
—¡No! —contestó
desafiante.
El disparo retumbó
por toda la montaña, y el cuerpo de aquel memo cayó al suelo con un agujero en
la cabeza, del que brotó una sangre que tiñó de rojo la tierra junto a la
hoguera. Sus dos compañeros se estremecieron y comenzaron a temblar de puro
pavor.
—Intentémoslo de
nuevo —propuse en tono cordial—. Miguel, sé buen chico y házselo al único
compañero que te queda.
Adoré la sensación
de poder que tuve cuando, tras muchas reticencias y algunas súplicas por parte
de ambos, no le quedó más remedio que obedecer. E incluso disfruté del
espectáculo, aunque fuera del todo lamentable estéticamente, sólo por saber que
aquella humillación la estaban sufriendo por orden mía.
Cuando la cosa
acabó, no sabía cuál de los dos se sentía más ultrajado, pero Miguel acabó
vomitando en el suelo y el otro comenzó a llorar como una niña pequeña.
—No es tan
agradable cuando a quien fuerzan es a ti, ¿verdad? —les dije sin dejar de
apuntarles con el arma—. Me gustaría creer que habéis aprendido la lección,
pero la verdad es que lo dudo mucho, así que habrá que tomar medidas más
drásticas al respecto para evitar que os vuelvan esos instintos tan malos.
Me puse en pie y arrojé
uno de los cuchillos a sus pies. Ambos me miraron dubitativos y temblorosos, y
yo no pude evitar sonreír ante su inocencia.
—Llegó la hora de
las castraciones —exclamé—. Para que veáis que en el fondo soy buena, os
permito que calentéis la cuchilla al fuego antes de cortaros vuestros propios
colgajos inútiles.
Sus miradas de
pánico fueron tan dulces que me hubiera gustado seguir teniendo teléfono móvil
para poder sacarles una foto y poder mirarla cuando me sintiera alicaída. Ellos
sabían que no hablaba en broma, los dos cadáveres, uno medio devorado, eran un
terrible recordatorio de ello, pero la perspectiva de tener que obedecerme les
aterraba. Podía parecer un poco sádica, pero estaba disfrutando de aquello como
una enana, y además se lo merecían, eso nadie podía negarlo.
Con una mano
temblorosa, y lágrimas en la cara, Miguel agarró el cuchillo, aunque cuando lo
tuvo en las manos titubeó. No quise ser malvada y le concedí unos segundos para
que se hiciera a la idea antes de amenazarle un poco más, pero entonces se
levantó de improviso y, con el cuchillo en la mano, intentó salir huyendo, algo
que su amigo imitó en cuanto se percató de que era su momento.
—¡Hijo de…! —me
dije después de que me pillaran completamente desprevenida. No pude volarle la
cabeza a ninguno de ellos de un disparo, pero aun así apreté el gatillo.
La bala acabó
rebotando en el asfalto y perdiéndose en el aire… aunque de todos modos los dos
idiotas no llegaron demasiado lejos, porque desde detrás de la furgoneta surgió
como de la nada un muerto viviente, que sin ningún remilgo se abalanzó sobre
Miguel. El pobre desgraciado no fue consciente del peligro que tenía encima
hasta que fue demasiado tarde.
—¡Ah! —gritó por
la sorpresa cuando la criatura le apresó, y después del primer mordisco el
grito se convirtió en un aullido de dolor.
—¡Dios! —gimió el
otro hombre frenando la carrera en seco. Aquél no era el único muerto viviente
que se rondaba por la zona, y en cuestión de segundos comenzaron a surgir
resucitados de entre la oscuridad, la mayoría de los cuales se unieron al
banquete en que se iba a convertir Miguel.
—¡Joder! —exclamé
sintiéndome como una imbécil. Teníamos el pueblo allí mismo, y a mí no se me había
ocurrido otra cosa que ponerme a disparar para llamar la atención de todos los
muertos hacia el único camino que salía de él.
De inmediato
comencé a alejarme de la hoguera. Una pistola y un cuchillo no eran armas ni
remotamente suficientes para plantar cara a la horda que se estaba formando en
cuestión de segundos, y que como poco se componía ya de diez resucitados, más
algunas siluetas oscuras que se movían sobre la calzada.
Miguel gritó
desesperado conforme los muertos se iban echando sobre él, y casi sentí ganas
de vomitar cuando comenzaron a desgarrar. Su desnudo compañero decidió que yo
le daba menos miedo que aquella jauría, de modo que se dio la vuelta y empezó a
correr siguiendo la carretera, algo que yo imité también. Podía hacer eso o
perderme en el monte, en mitad de la oscuridad y con cadáveres caníbales
invadiéndolo todo… la elección estaba clara.
No obstante, la
cosa se me complicó cuando al ir a echarme a correr sentí un doloroso tirón en
la herida del muslo, y éste fue tan fuerte que casi me hace caer al suelo. Temí
no ser capaz de correr de nuevo, y cuando di un paso al frente intentándolo tan
sólo conseguí caminar con cierta rapidez… y eso no iba a ser suficiente; Miguel
fue únicamente un aperitivo para los más cercanos, el grueso de esos seres iba
a por nosotros.
“No es mi culpa,
es del mundo” me dije antes de hacer lo que tenía que hacer… lo único que podía
hacer si quería vivir. Disparé y la bala atravesó de lado a lado la pierna del
último hombre vivo de aquella cuadrilla de andrajosos, que con un grito de
dolor cayó al suelo y se agarró la pierna herida apretando mucho los dientes.
—¡Ojalá te pudras
en el infierno, loca hija de puta! —deseó cuando pasé a su lado para alejarme
de la horda.
—¡No estoy loca! —repliqué
siguiendo mi camino. Tenía que poner tierra por medio mientras se entretenían
descuartizando al cebo vivo que acababa de dejarles tan a mano, era mi única
posibilidad.
No miré atrás
cuando, una vez más, los agónicos gritos y el sonido de la carne rasgándose y
los huesos rompiéndose taladraron mis ya perjudicados tímpanos, sólo seguí
caminando montaña arriba, aguantándome el dolor que la herida infectada me
producía al hacerlo.
Por desgracia, mi
estratagema no funcionó tan bien como yo había esperado. Muchos resucitados se
quedaron atrás dándose un banquete con los cadáveres de aquellos imbéciles,
pero todavía me seguían demasiados. No sabía cuántos eran, quería pensar que no
podían ser más de diez porque no podía haber atraído a todo el puto pueblo de
golpe contra mí, pero en la oscuridad de la noche y en un lugar tan solitario
sentí como si fueran más de cien.
Mi paso no era
rápido, y por culpa de eso tuve que girarme más de una vez para disparar casi a
bocajarro contra alguno que lograba aproximarse demasiado. Sabía que el ruido
sólo los ponía sobre mi pista, pero esos cabrones parecían tener un don para
localizarme porque, aunque la carretera hacía curvas, en ningún momento salían
de la calzada y se metían por el terreno escarpado que podría haberles
ralentizado; todos se limitaban a seguir mis pasos como si pudieran verme.
“Hijos de puta” mascullé
para mí misma tratando de centrarme en la rabia que sentía para que no me
invadiera el miedo. Pero lo cierto era que no sabía cómo iba a escapar de esa,
porque sin duda yo iba a cansarme de caminar antes que ellos.
Como si una
maldición hubiera caído sobre mí, la situación se puso mucho peor tan sólo unos
minutos más tarde. La ruta ascendente que iba siguiendo de repente dejó de
ascender, de hecho comenzó a bajar, y sabía perfectamente hacia dónde. El
reflejo de la luna arrancaba unos magníficos destellos del enorme embalse que
se encontraba más adelante, y sin duda esa carretera llevaba directamente hacia
él.
—¡No, no… no! —gemí
llevándome las manos a la cabeza cuando me topé con el final de la carretera.
Algún idiota pensó que un merendero al lado del pantano sería una buena idea, y
ésta terminaba en un pequeño aparcamiento, con unas mesas junto a la orilla del
agua, que formaba una pequeña playa donde seguramente incluso iba gente a
bañarse en verano.
Pero para mí
supuso el final del camino. No podía retroceder, tampoco avanzar, y el terreno
escarpado que rodeaba esa zona hacía imposible que pudiera desviarme en modo
alguno… bastante tenía ya con apañármelas para caminar más o menos bien sobre
el asfalto por culpa del dolor que sufría en la pierna como para ponerme a
hacer alpinismo.
Los muertos
vivientes no me dieron un segundo para pensar en una solución. Tuve que
disparar sobre uno que por poco se me echa encima, y cuando quise acabar con un
segundo que también se acercaba, me quedé sin balas. Arrojé con rabia producto
de la frustración la pistola contra su cabeza, y milagrosamente acerté, aunque
no sirvió de nada porque ni tan siquiera ralenticé su avance con ese golpe.
Sabiendo que no me
quedaba otra opción, di la vuelta y me dirigí hacia la orilla de la playa. Que
esos seres no supieran nadar era mi única escapatoria, así que tenía que
jugármelo todo a una carta.
—¡Joder! —exclamé
al sentir un escalofrío en cuanto metí un pie en el agua. Estaba gélida, y sólo
de pensar en que tenía que meter todo mi cuerpo en ella hacía que me
castañetearan los dientes, pero no me quedaba más remedio que seguir adelante.
Los chapoteos a mi
espalda me indicaron que los resucitados también iban a seguirme incluso allí,
aunque ellos de manera más torpe y sin sentir lo más mínimo el efecto del frío.
Sus abotargados cuerpos no estaban hechos para nadar al carecer de la
coordinación suficiente para ello, de eso estaba segura, así que, haciendo de
tripas corazón, me lancé del todo al agua y dejé que ésta me cubriera por
completo.
Sentí ganas de
chillar cuando aquel líquido congelado me envolvió. Fue como si me clavaran
miles de alfileres en todo el cuerpo, y para luchar contra el agarrotamiento
que comenzó a invadirme empecé a mover los brazos y las piernas con todas mis
fuerzas.
No era mala
nadadora, solía acudir a la piscina municipal a hacer unos largos siempre que
podía, de modo que el agua no tenía ningún misterio para mí… pero no sabía si
soportaría el frío hasta llegar a la otra orilla. El trayecto era largo, no
quería engañarme, y en condiciones normales ya me habría costado hacerlo; tal y
como me encontraba, cabía la posibilidad de que muriera ahogada o congelada
antes. No obstante, la alternativa era morir a manos de los resucitados, y ya
había visto a demasiada gente perecer de esa forma como para que prefiriera no
tener que experimentarlo en mis propias carnes.
“Debí cortarles el
cuello” me reproché a mí misma mientras luchaba por seguir braceando. “Si lo
hubiera hecho, ahora estaría tan feliz al calorcito de la hoguera.”
Los muertos se
movían con torpeza en el agua, y cuando ésta comenzó cubrirles, siguieron
adelante hasta verse por completo bajo ella. Aquello me preocupó un poco porque,
si me iban a alcanzar caminando, mi huida desesperada no serviría de nada. Sin
embargo, ya no podía elegir, volver seguía siendo una locura porque no tenía ni
idea de cuántos de ellos rondaban todavía por la orilla, y poner una gran masa
de agua de distancia entre nosotros me seguía pareciendo la mejor opción.
Nadé y nadé, pero
incomprensiblemente la orilla contraria se veía cada vez más lejos. Mis fuerzas
estaban al límite, sólo el calor que desprendía por el esfuerzo de nadar
evitaba que el frío me pudiera, pero poco a poco mis músculos se fueron
agarrotando más y más, y si no me daba prisa, acabaría ahogándome como tanto
temía.
Lloré por culpa
del frío que me atenazaba, pero tratando de ignorarlo me forcé en seguir
realizando aquel titánico esfuerzo de voluntad. Los muertos vivientes dejaron
de importarme enseguida, en lo único que podía pensar, lo único que debía
concentrarme, era en seguir nadando. Tuve que engañarme diciéndome que al otro
lado estaría la salvación, que una vez pasado ese horrible momento todo se
solucionaría y las cosas volverían a ser como antes, aunque ni yo supiera qué
quería decir con “antes”. Únicamente necesitaba aferrarme a ese pensamiento
alentador para no sucumbir.
“No puedo más” me
dije un minuto después. Los músculos ya no me respondían con la misma eficacia,
sentía como si toda mi piel se hubiera congelado y la ropa mojada tiraba de mí
hacia abajo con mucha fuerza. Por un instante creí desfallecer, y estuve a
punto de hacerlo en realidad… pero como si un milagro se hubiera producido, mis
pies acabaron tocando el barro del fondo, y tras dar una última brazada pude
incorporarme y alcanzar por fin el otro lado.
Contra todo
pronóstico, lo había logrado.
Lograrlo, sin
embargo, significaba el fin de una agonía y el comienzo de otra. El cuerpo me
temblaba por culpa del frío de una manera alarmante, y la primera ráfaga de
aire que me alcanzó fue como si me sacudieran con un látigo. Había perdido
demasiada temperatura corporal, no iba a aguantar si no lo remediaba pronto, y
no tenía forma de hacerlo.
Tras atravesar el
embalse me encontraba ya completamente metida en la sierra. A mi alrededor,
además de agua, sólo tenía árboles y montañas, de modo que me introduje entre
la espesura para evitar que el aire frío siguiera alcanzándome con tanta
intensidad como lo hacía en la despejada orilla.
Me adentré entre
los árboles con pasos rápidos, pero también torpes. El dolor de mi herida
infectada ya no me molestaba, sin duda porque mi cuerpo tenía problemas más
acuciantes de los que preocuparse, o quizá porque había perdido por completo la
sensibilidad. Hasta respirar me dolía, y comencé a temer muy en serio que, pese
a haber perdido a los muertos vivientes, de todas formas no fuera a salir viva
de aquella situación.
“¿Por qué me tiene
que pasar esto a mí?” me pregunté agarrándome a un árbol para no caerme cuando
el pie me falló. Me clavé la corteza del tronco en la mano, pero no lo sentí, y
tuve que mover los dedos para asegurarme de que no estaban completamente
congelados.
Continué caminando
a trompicones durante no supe cuánto tiempo, y no tardó en llegar un momento en
el que no pude más y me precipité al suelo sin poder evitarlo. Cuando lo
intenté, me di cuenta de que apenas era capaz de levantarme.
“¡Vamos Irene!
Tienes que hacerlo o estás muerta” me dije para infundirme fuerzas, y haciendo
acopio de mis escasas reservas de energía logré incorporarme de nuevo, aunque
lo hice llena de tierra y hojas secas que se pegaron a la humedad de mi ropa y
mi pelo.
Si seguía así iba
a morir sin remedio, de modo que me acerqué a trompicones hacia una zona pocos
metros más adelante, donde los árboles formaban un pequeño claro, y allí comencé
a desvestirme. El agua fría que me cubría la piel se secaría rápidamente, pero
la que empapaba toda mi ropa no, y en esos momentos ir vestida estaba
suponiendo una auténtica tortura para mí. Me lo quité todo, hasta la última
prenda, y pese a que no me sentí mucho mejor, al menos me libré del lastre que
suponía ir cubierta de tela mojada.
Tan desnuda como
había obligado a estar a los tipos que quisieron atacarme, busqué por el suelo
ramas, corteza de árboles, hojas caídas o lo que fuera que me sirviera para
hacer una hoguera… era una necesidad imperiosa que entrara en calor para no
morir de hipotermia.
Me costó bastante
reunir un pequeño montón que pudiera al menos formar un pequeño fuego por culpa
de las manos, que insensibles y temblorosas se negaban a colaborar. Los dedos
de los pies ya ni los sentía, y quizá gracias a eso pude caminar descalza por
el bosque sin hacerme daño.
Las manos
volvieron a traicionarme cuando traté de encender la hoguera con el mechero que
les había quitado a aquellos cuatro idiotas muertos, pero al quinto o sexto
intento logré prender la llama, y cuando vi que aquello arrancaba y se echaba a
arder no pude sino sollozar de alegría.
—¡Gracias, Dios!
¡Gracias! —exclamé mientras me apresuraba a echar palitos y ramitas para avivar
el fuego. No había sufrido una experiencia tan terrible como la que estaba
viviendo jamás, y en ningún momento me sentí tan cerca de la muerte como en
ese, ni siquiera durante la explosión de la basílica.
Algo más
tranquila, me senté sobre una piedra muy pegada al fuego. En los cursos de
primeros auxilios que di cuando me preparaba para ser profesora aprendí que, en
casos como el mío, lo primero que tenía que calentarse era el torso, y no las
extremidades como el cuerpo me pedía hacer, debido sobre todo a que apenas era
capaz de sentirlas. Era importante porque, si calentabas las manos y las
piernas antes, la sangre helada llegaría al corazón, y por tanto lo correcto
era calentar el torso y dejar que el corazón bombeara esa sangre calentada
también hacia los miembros.
Seguía teniendo
mucho frío, más del que había sufrido en toda mi vida, y aún temía no
sobrevivir a aquella noche, pero al menos ya tenía esperanzas de poder
conseguirlo.
“¿Por qué me tiene
que pasar esto a mí?” volví a preguntarme mientras luchaba por entrar
mínimamente en calor… y tal vez fuera por la hipotermia, que no me dejaba
pensar con claridad, o porque el baño de agua helada era justo lo que
necesitaba para entrar en razón, pero por primera vez, en respuesta a esa
pregunta no tuve una retahíla de excusas que involucraban a la mala suerte y a
las acciones de todo ser humano que me había rodeado en los últimos tiempos. En
aquella ocasión fui consciente de que la culpa era solamente mía.
No me había
portado bien, y la demente reacción que había tenido con los cuatro imbéciles
era la prueba de ello. Lo que les había hecho no tenía nombre, no era propio de
una mente cuerda, igual que todo lo que había hecho desde el día en que tuve
que salir de ese maldito colegio.
Creía que era
fuerte, pero viéndome allí, en mitad de ninguna parte, tiritando como un
pajarito y habiendo estado al borde de la muerte, había abierto los ojos: en
realidad era débil, tanto que había dejado que los muertos vivientes
consumieran la persona que siempre fui y pusieran a poco menos que una
psicópata al mando, a una mujer que asesinaba y torturaba sin piedad
amparándose en la supuesta superioridad de su vida sobre la de los demás.
Me había portado
fatal con Maite y los demás. Ellos, pese a tener motivos de sobra para
despreciarme, me acogieron, no diré como a una más, porque sería mentir, pero
no me dejaron sola y abandonada… yo me había quedado sola y abandonada por
culpa de mis acciones. No les traje más que muerte, sólo muerte cargada de
mezquindad y odio que además de a ellos había arrasado una comunidad entera de
gente inocente.
“Estás fuera de
control” me reprendí a mí misma mientras los dientes me castañeteaban de manera
incontrolada. Toda la parte frontal de mi cuerpo iba entrando en calor poco a
poco gracias al fuego, sin embargo, la trasera seguía congelada, y aunque
comencé a recuperar la sensibilidad en las manos y pies, todavía estaba lejos
de sentir calor de verdad. Era una noche fría, en pleno invierno y a la
intemperie; desnuda y sentada en una roca tenía muchas posibilidades de morir
de frío aun sin estar mojada, pero no tenía alternativa, allí no había nada con
qué cubrirme.
Tal vez el trauma
del ver el mundo desmoronarse había hecho más mella en mí de lo que pensaba. No
había vuelto a pensar en mis padres ni en mi novio desde que maté por comida en
el colegio, no había vuelto a pensar en nada de todo lo que había desaparecido
del mundo por culpa de los muertos vivientes, y eso no podía ser sano ni propio
de una mente equilibrada. Durante el tiempo que estuve en la ermita, escuché al
grupo hablar sobre lo mal que lo pasaron las primeras semanas, cuando
permanecieron en un campamento a las afueras de Madrid prácticamente en estado
de shock… ese estado duró en mí el tiempo que tomó desde que Aitor me dijo que
no había zona segura ni salvación alguna hasta que decidí librar de sufrimiento
a los niños, luego fue como si tuviera cosas más importantes en las que pensar,
como en mi propia supervivencia, por ejemplo.
Casi sin darme
cuenta comencé a llorar, no sabía si porque aquellas reflexiones me hicieron recordar
todo lo que había perdido por culpa de los resucitados o porque mis propias
acciones me habían colocado en una situación tan precaria que por poco no me
cuesta la vida dos veces en dos días, pero acabé llorando a lágrima viva, que
era justo lo que necesitaba para desahogarme.
Cuando por fin
pude serenarme, tuve que echarle valor y levantarme a buscar más leña para la
hoguera. La llama de ésta había comenzado a flaquear, y allí ya no me quedaba
nada de todo lo que había traído antes. Afortunadamente no me llevó mucho
encontrar algunas ramas más que hacer arder, pero sí que fue duro conseguirlas.
Salir del radio de calor del fuego era una auténtica tortura, y sólo el miedo a
que por no hacerlo no quedara ningún fuego que me calentara me impulsaba a seguir
forzando mis límites.
Cuando regresé a
la hoguera, eché todo lo que había cogido en ella y volví a sentarme. No tenía
ni idea de cómo iba a pasar la noche, pero si algo tenía muy claro era que no
podría dormir… no me atrevía tal y como estaba. Temía que pudiera morir de frío
al hacerlo, en especial si dejaba de alimentar el fuego, y no podía contar con
mi ropa mojada para cubrirme.
“Va a ser una
noche muy larga” lamenté frotándome los brazos para calentarlos.
No era lo único
que se me iba a hacer largo. Con el acuciante problema de la congelación no me
había parado a pensarlo, pero me encontraba en mitad de la sierra, sin comida y
sin un vehículo.
Durante horas, lo
único que puede hacer fue seguir alimentando el fuego y tratar de entrar en
calor, además de luchar por no quedarme dormida. No sabía si era el cansancio o
el frío, pero el cuerpo me pedía que me echara a dormir, y los minutos se volvieron
eternos intentando no cerrar los ojos más que lo justo para pestañear.
Por más memoria que intenté hacer, no fui
capaz de recordar una noche donde lo pasara peor que aquella de todas las que
había vivido, una en la que sufriera tanto y me sintiera tan débil y
vulnerable. Y al final, cuando los primeros rayos de sol surgieron por el
horizonte, sólo pude congratularme por haber superado tan terrible prueba que
me había puesto la vida.
No obstante, las
pruebas no habían acabado para mí ni mucho menos. Pese a que el sol había
salido, no por eso hacía menos frío, y un nuevo día significaba también nuevo
trabajo que hacer, siendo el más importante de ellos entrar del todo en calor
de una maldita vez.
Todavía tiritando,
busqué por los alrededores piedras lo bastante grandes como para poder estirar
las prendas que la noche anterior dejé arrugadas a un lado y ponerlas a secar
junto al fuego. No tuve mucha suerte porque no me sentía con fuerzas para
alejarme de allí demasiado, pero pude hacer pequeños montones de algunas más
pequeñas que sirvieron igual. Era imprescindible que mi ropa se secara si
quería volver a ponérmela, y tenía que hacerlo para poder avanzar.
A plena luz del
día, pude comprobar que el lugar donde me encontraba era pura sierra salvaje.
Solamente árboles y más árboles podían verse en todas direcciones, e ignoraba
por completo hacia qué lado se encontraba la civilización. Cuando llegué allí
tambaleándome, lo último en que me fijé fue de dónde venía, principalmente
porque estaba oscuro y no se veía una mierda, y en esos momentos no fui capaz
de decir en qué dirección habría tenido que moverme para regresar al embalse…
de haber querido hacerlo, por supuesto.
Sin duda, sabía
que tenía el pueblo cerca, pero para regresar allí tendría que volver a cruzar
a nado, algo que aún estaba experimentando cómo de terrible podía ser, y no
sabía si los muertos vivientes seguirían acechando por los alrededores después
de tantas horas.
Sentí un pinchazo
en la herida del muslo que me obligó a detener mi actividad. La cosa no había
mejorado en lo que a ella respectaba, de hecho, parecía tener aún peor aspecto
que la tarde anterior, la última vez que pude verla con algo de luz, y había
comenzado a supurar. Sin duda estaba infectada del todo, y en la situación en
la que me encontraba no veía de qué forma podía tratarla para que se curara. La
única solución era salir de aquel bosque y encontrar algo parecido a ayuda
médica, lo que se me antojaba muy lejano.
Con todas y cada
una de mis prendas por fin colocadas frente a la improvisada secadora en que se
había convertido la hoguera, aguardé junto a ella preguntándome si en aquel
lugar encontraría algo de comer. No quería hacerme ilusiones de ir a encontrar
la salida demasiado pronto, era probable que tuviera que pasar más de una noche
allí perdida, algo que confirmé al ver la lentitud con la que la ropa se
secaba, así que tenía que pensar en cómo iba a sobrevivir.
La sombra de la montaña
cayó sobre mí como si fuera un ente gigantesco que me vigilaba. Contra el poder
de la naturaleza no había trucos o engaños que pudiera utilizar, era tan
inclemente como los muertos vivientes que acechaban por todas partes, y tendría
que valerme de toda mi habilidad y resistencia para escapar del lío en el que
yo misma, con mis acciones, me había metido.
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