martes, 17 de septiembre de 2013

Crónicas zombi: Preludio 08/02/2013

8 de febrero de 2013, 50 días después del primer brote, 24 días después del Colapso Total.


Rafael Márquez


Abrí la puerta a la terraza de una patada y salí al exterior sujetando como pude a Merche, que ya se encontraba muy débil por la pérdida de sangre. Los primeros rayos de sol comenzaban a dejarse ver en el horizonte acabando con la que probablemente fuera la peor noche de mi vida… y seguramente también una de las últimas, teniendo en cuenta cómo había terminado todo.
Cuatro soldados atravesaron la puerta corriendo, seguidos por la capitana Olivares, quien mantenía su habitual gesto frío en el rostro, como de desprecio permanente, pese a que abajo todavía se escuchaba el sonido de disparos del resto de solados.
—Cerrad la puerta —ordenó a sus hombres, que se apresuraron a obedecer sin pararse a reflexionar en que con ello estaban dejando atrapados a sus compañeros y, por tanto, condenándolos a muerte—. No podrán atravesar una puerta tan gruesa.
Pese a todo, me sentí un poco más tranquilo tras escuchar el portazo y saber que tendríamos unos momentos de descanso, después de habernos pasado todo el día y la noche combatiendo a los muertos vivientes lo merecíamos. Llevé a Merche junto a la barandilla para dejar que se sentara y recuperara fuerzas, y desde ahí pude echar un vistazo fuera, al patio, para comprobar cómo habían ido las cosas después de las horas que nos pasamos encerrados en el colegio.
—Dios… —murmuré horrorizado apartando la vista después de contemplar el dantesco espectáculo que se estaba produciendo allí abajo.
Cientos de reanimados devoraban los restos de lo que debían ser prácticamente todos los refugiados de la zona segura, que hasta esa noche habían estado allí establecidos. El suelo se había vuelto rojo por la sangre derramada y la lluvia, y los restos de ropa, tiendas de campaña y demás artilugios que tuviera esa pobre gente se encontraban desparramados por todas partes.
En algún lugar de aquella masacre debía estar también la que fue nuestra tienda de campaña…
—¿Qué pasa? —me preguntó Merche desde el suelo, con la voz entrecortada y sujetándose dolorida la pierna donde tenía la herida—. ¿Tan mal está la cosa?
—Ya no hay cosa —balbuceé sin poder creer todavía lo que estaba viendo—. Ya no hay nada.
—Sandra, Dani… —exclamó ella cerrando los ojos con pesar.
Todo había sido arrasado, ni siquiera llegaba a localizar el lugar donde se encontraba nuestra tienda entre aquella orgía de sangre y cuerpos desmembrados… y las posibilidades de que nuestros hijos hubieran podido sobrevivir a aquello eran nulas. Sandra era ciega, y Dani sólo tenía diez años, no tenían ninguna posibilidad contra un ejército de muertos vivientes.
“Le pedí que cuidara de su hermana” recordé con angustia las que fueran mis últimas palabras hacia mi hijo, pero cuando se las dije jamás pensé que tendrían que vérselas con algo así.
Regresé con Merche para abrazarme con ella y compartir así aquella verdad tan dolorosa, pero ninguno de los dos tenía fuerzas siquiera para llorarles… ya tendríamos tiempo para eso más adelante, todo lo que nos quedara de vida, que tenía pinta de ser poco dada nuestra situación.
Que hubiéramos escapado de los muertos vivientes por el momento no significaba que estuviéramos a salvo ni mucho menos. Con toda la zona segura de Murcia tomada, no teníamos a donde ir, y tampoco a quien pedir ayuda o un rescate por aire.
—Capitana, quedan hombres al otro lado —le recordó uno de los soldados a Olivares. Los cuatro eran chicos jóvenes que si habían sobrevivido hasta entonces era más cuestión de suerte que de talento, de eso estaba seguro. Aunque lo mismo se podía aplicar a nosotros.
Alguien aporreó la puerta de la azotea y tironeó de ella intentando abrirla. Por un segundo pensé que se trataba de un reanimado, aunque enseguida recordé que ellos no suplicaban para que les abrieran. Uno de los soldados fue a hacer un amago de ir hacerlo, pero la capitana era completamente inflexible.
—¡Ni se le ocurra tocar esa puerta! —bramó fulminándole con la mirada.
El soldado se detuvo, y un segundo más tarde las súplicas del que pretendía salir con nosotros se vieron sustituidas por gritos y gruñidos de muerto viviente. Pese a la poca empatía mostrada por la capitana Olivares, me daba perfecta cuenta de que en ese caso ella tenía razón: abrir la puerta era correr el riesgo de que los reanimados se colaran, y eso habría sido nuestro final. Por muy duro que pudiera parecer, aquellos soldados rezagados estaban condenados.
Pero poco me importaba la suerte de unos militares anónimos cuando ya lo había perdido prácticamente todo en la vida. Mis hijos, el motivo por el que habíamos ido a la zona segura en lugar de intentar aguantar en casa, habían muerto en el ataque. Sus cuerpos debían estar siendo devorados en ese mismo instante allí abajo, donde tantas otras vidas se habían perdido por la necedad de unos cuantos.
Tenía que reconocer que el plan original para plantar cara a la horda de muertos era lento y complicado, principalmente por la tensión a la que durante día y pico estuvieron sometidos los soldados disparando a la horda desde lo alto del muro, aunque también era efectivo. Podríamos haber aguantado así indefinidamente si hubiéramos sido máquinas, teníamos munición de sobra para ello según los encargados del almacén. Pero al final los nervios nos pudieron, ver una marabunta de cadáveres andantes que no se acaba nunca lanzándose contra el único muro que nos separaba de la muerte acabó sacando de quicio a algunos, que intentaron probar sus propios métodos para eliminarlos más rápidamente.
Presencié cómo entre cuatro inmovilizaron al soldado que vigilaba el lugar donde guardaban la munición y el armamento pesado cuando me encontraba allí recogiendo cargadores para repartir entre los soldados del muro. Quizá, si hubiera sido un hombre más valiente, o más decidido, se habrían salvado muchas vidas… posiblemente todas, pero no lo fui. Cuando les vi reduciendo al soldado, armados y cogiendo un lanzacohetes del arsenal, tan sólo me atreví a recordarles que aquello iba contra las órdenes, con poco éxito, todo sea dicho.
Si hubiera tenido la habilidad de retroceder en el tiempo, aquellos cuatro imbéciles habrían muerto allí mismo acribillados bajo los balazos del fusil que los militares me entregaron para defender el muro, aunque hubiera tenido que disparar dentro de un polvorín. Pero en aquellos momentos no podía saber cómo de desastrosas iban a ser las consecuencias de aquel acto de locura. Quizá en el fondo también estuviera harto de que los soldados se limitaran a disparar teniendo un armamento mejor disponible, no podía estar seguro, sin embargo, les dejé marcharse, y fueron ellos los que accidentalmente volaron un trozo de muro, permitiendo que los reanimados entraran a mansalva y acabaran con la zona segura.
Probablemente viviría el resto de mi vida diciéndome que debí detenerles, pero no iba a servir de nada, lo hecho ya no se podía cambiar, y yo había pagado mi error con creces perdiendo a mi familia.
—A lo mejor lograron escapar —se esperanzó mi mujer mucho menos dispuesta a rendirse que yo—. A lo mejor, no sé, consiguieron… ¡Oh Dios, mis niños…!
—A lo mejor sí —le dije para tranquilizarla, aunque no tenía la más mínima esperanza de que pudiera ser así después de lo que había visto.
—¿Y ahora qué? —preguntó en voz alta un soldado a la capitana—. Por ahí no podemos volver, somos muy pocos para intentar abrirnos camino por la fuerza.
—Debimos intentar huir hacia el estadio. —lamentó otro.
—¡El estadio también ha caído, idiota! —le espetó el tercero—. ¡Y la plaza de toros! ¿Es que no escuchas las transmisiones?
—¡Silencio! —exigió Olivares—. Si hubiéramos hecho otra cosa, ahora estaríamos muertos. Intentaremos bajar y salir de la zona segura.
—¿Bajar? —repetí yo sin poder contenerme, lo que hizo que todas las miradas se volvieran hacia mí. la capitana me fulminó con la suya, gesto que le solía valer para hacer callar a uno de sus soldados, pero yo no estaba a sus órdenes, ya no—. ¿Es que no habéis visto lo que hay allí abajo?
Movidos por la curiosidad todos se asomaron, sólo para retroceder espantados ante la carnicería que se estaba cometiendo en el patio del colegio.
—¡Madre de Dios! —exclamó uno de ellos conteniendo un arcana—. Menuda matanza…
—Alcaraz tenía razón —porfió otro—. Debimos salir ahí a luchar y sacar a los civiles, no quedarnos encerrado en el colegio como unos putos cobardes.
—¡Alcaraz no tenía razón! —replicó Olivares irritada—. ¡Ya os he dicho que guardéis silencio!
—¿O qué? —la retó un soldado corpulento—. No sé si se ha fijado, pero todos están muertos, ya no hay ejército, y por tanto no hay rangos, así que no tenemos que obedecerla.
Por las miradas que se dirigieron entre sí, supe que algunos de sus compañeros parecían estar de acuerdo con aquello, cosa que tampoco le pasó desapercibida a la capitana, que sin dejarse amedrentar volvió a imponer su autoridad rápidamente.
—No voy a tolerar ninguna insubordinación —declaró en un tono que no admitía réplica—. Ahora guardad silencio y buscad una forma de bajar de aquí que no implique meternos en la boca del lobo. ¡Vamos!
Pese a la rebeldía mostrada, los soldados obedecieron y comenzaron a recorrer la terraza buscando algún lugar por el que poder salir, aunque yo no creía que tal cosa existiera. Olivares, comprobando que su pistola seguía en la funda que llevaba en la cintura, comenzó a dar vueltas también, pero al vernos en el suelo se plantó frente a nosotros.
—Eso va también por vosotros. —afirmó.
—Está herida. —le señalé mostrándole el corte en el muslo de Merche, que hacía que cojeara y que no dejaba de sangrar pese a que le había hecho un improvisado torniquete con el cinturón.
La capitana observó atentamente la herida, pero nada en su rostro dejaba ver que le importara lo más mínimo.
—¿Es un mordisco? —preguntó.
—¡No! —exclamó mi mujer inmediatamente—. Me corté con una ventana rota… pero no deja de sangrar, creo que voy a necesitar unos puntos.
—¡Capitana! —llamó un soldado. Olivares levantó la cabeza y se encaminó hacia él ignorándonos completamente—. Creo que podríamos bajar por aquí.
—Tranquila, voy a intentar vendarlo con algo. —le dije a Merche quitándome el abrigo mientras que la capitana y los soldados se asomaban a la parte trasera de la terraza.
Siempre llevaba una navaja encima. Me costó mucho meterla en la zona segura cuando nos trasladamos, pero yo ya sabía cómo eran esos sitios, y creí que podíamos necesitarla. Por suerte los militares no registraron a fondo el equipaje cuando llegamos y no llegaron a encontrarla. La había llevado encima siempre desde entonces, pero no la necesité hasta ese preciso momento, cuando la utilicé para cortar a tiras mi abrigo e improvisar unas vendas con las que tratar de contener la herida de la pierna de mi mujer.
—Voy a quitar el torniquete, ¿vale? —le advertí antes de proceder.
En cuando solté el cinturón que lo contenía, el flujo de sangre que se derramaba se volvió más intenso… el corte debía haberle seccionado alguna arteria importante.
—¡Cuidado! —protestó cuando comencé a tapar la herida con las vendas—. Esto duele.
Le coloqué sobre el manantial de sangre todas las vendas que pude y se lo sujeté otra vez con el cinturón para que presionara. Luego me subí su pierna al hombro con la intención de que disminuyera el sangrado estando en alto. Mientras tanto, los soldados y la capitana hablaban entre ellos en la otra esquina de la terraza. Olivares no dejaba de hacer gestos con los brazos dando indicaciones.
—Me parece que han encontrado una forma de salir de aquí. —le dije a Merche esperanzado, pero la pesimista entonces fue ella.
—¿Salir? No creo que pueda volver a ponerme pie. —afirmó con voz cansada.
—Es por la pérdida de sangre —le expliqué—. Pero te pondrás bien, no te preocupes, la hemorragia ya debe estar controlada.
—Aun así, me duele mucho —se quejó—. No creo que pueda apoyar esa pierna.
—Te apoyarás en mí, no te preocupes. —insistí.
—Deja de decir que no me preocupe, sólo haces que me preocupe más —protestó bajando la pierna al suelo—. A ver, ayúdame a incorporarme.
Cogiéndose de mis brazos, se apoyó en ellos para ponerse en pie. Pero tenía razón, era incapaz de mantener erguida sin sentir dolor, así que tuve que sujetarla de los hombros para que pudiera moverse cojeando. Juntos nos acercamos al lugar donde se encontraban los militares. Los cinco miraban barandilla abajo, hacia un pequeño patio interior pegado a la valla exterior del colegio y al muro que nos separaba de la calle. Por él se movían unos diez reanimados, que por el momento no se habían dado cuenta de que los contemplábamos desde arriba.
De dónde podían haber salido era un misterio, porque el único acceso a ese patio era un estrecho pasillo de no más de un metro de ancho entre la valla y el muro, en el cuál era imposible que se colara un muerto viviente. La otra opción que quedaba era que hubieran atravesado las ventanas de las paredes del patio, lo cual encajaba porque el suelo estaba lleno de cristales rotos, además de los charcos de agua por la lluvia del día anterior… pero los muertos no saltaban por las ventanas salvo que tuvieran un buen motivo para hacerlo, así que supuse que no debíamos ser los primeros en pensar que aquél era un buen lugar por el que intentar salir.
—¿De verdad pensáis ir por ahí? —les pregunté incrédulo, era de sentido común pensar que al otro lado de las ventanas también estuviera lleno de reanimados, reanimados que no dudarían en lanzarse fuera si se les daba un motivo.
—Podemos con esos diez con facilidad. —replicó el soldado corpulento.
—Aquí arriba no podemos quedarnos —se le unió otro—. Podrían acabar tirando la puerta abajo, y de todas formas nadie va a rescatarnos, no quiero morir en esta azotea.
—¿Y cómo pensáis hacerlo? —inquirí aún escéptico—. Estamos a la altura de un tercer piso y, que yo sepa, nadie tiene cuerdas… por no hablar de que abajo hay diez reanimados, y probablemente diez veces esa cantidad en los alrededores esperando a que se escuche un disparo para atacar.
Olivares se quitó la chaqueta del uniforme e hizo un gesto al soldado más cercano para que hiciera lo mismo.
—Las ataremos y haremos una cuerda con ellos. —indicó urgiendo a los demás a seguirles.
—¿Eso va a aguantar el peso de una persona? —repliqué creyendo de antemano que la respuesta era que no—. Y sólo son cinco, no van a llegar hasta el suelo si además tenéis que atarlo a algo.
—Tiene razón —observó uno de los soldados mientras todos los demás se quitaban la prenda—. Como mucho podremos bajar un piso con eso, pero no llegaremos al suelo.
—Habrá que dejarse caer lo que reste —resolvió rápidamente la capitana—. ¡Vamos, soldados! No tenemos todo el día.
Mientras ellos se encargaban de aquello, ayudé a Merche a sentarse de nuevo en el suelo un poco apartados de los militares, para poder hablar con tranquilidad.
—No voy a poder dar ese salto con la pierna así —me advirtió—. No creo que pueda ni bajar por la cuerda.
—Sí que vas a poder, no digas tonterías. —le dije convencido de que se equivocaba… tenía que equivocarse, no había alternativa.
Sin embargo, ella negó vehementemente con la cabeza.
—No voy a poder y lo sabes —insistió levantando una mano y acariciándome cariñosamente la cara—. Pero no te preocupes, baja tú.
—¿Qué tonterías dices? —repuse enfadado—. ¿Cómo voy a bajar yo solo, Merche? No digas tonterías.
—Tienes que bajar y ponerte a salvo —reiteró sin prestar la más mínima atención a mis quejas—. Hazlo tú que puedes.
—No voy a dejarte aquí —exclamé angustiado. No me podía creer que me estuviera pidiendo eso.
—Cariño, Sandra y Dani están… muertos —me dijo mirándome a los ojos—. Yo no puedo vivir con eso… no quiero vivir con eso.
—¡Estamos listos! —llamó un soldado cuando todas las chaquetas estuvieron atadas entre sí.
—Bien, sujetadlas a ese respiradero —señaló la capitana—. Bajaremos uno a uno, en silencio. Cuando el primero llegue abajo tendrá que encargarse de los muertos. Mientras baja el segundo, los demás le cubriremos desde aquí, hasta que hayamos bajado todos.
—¿Y luego? —quiso saber otro.
—Treparemos la valla, la cruzaremos y saltaremos el muro —respondió Olivares con determinación—. ¿Algún voluntario para bajar el primero?
Ajeno a aquella conversación, intentaba encontrar las palabras adecuadas para convencer a Merche de que no hiciera lo que pensaba hacer, de que no se rindiera.
—Ya los he perdido a ellos, no haga que te pierda a ti también. —le supliqué.
—No tengo elección, no puedo bajar por ahí —razonó—. Y aquí arriba no hay salida.
—Si tú te quedas, yo me quedo —me empeciné—. Ya lo habré perdido todo, ¿para qué quiero vivir?
—Porque puedes —replicó fatigada—. Porque tienes ese privilegio…
Sin dejarme responder, soltó el cinturón que le sujetaba las improvisadas vendas, que ya se habían vuelto de color rojo, y dejó que el corte volviera a sangrar profusamente. Pretendía dejarse morir desangrada.
—¡No hagas eso! —le rogué intentando volver a taparle la herida, pero no me permitió que la tocara.
Junto a la barandilla, un soldado especialmente valiente, estúpido o desesperado comenzaba a bajar deslizándose entre la ropa de sus compañeros.
—Tienes que vivir por todos nosotros —dijo Merche cambiando de posición para estar más cómoda—. Si no, los muertos habrán ganado.
—Los muertos ya han ganado. —le recordé muy a mi pesar.
La zona segura había caído, lo que quedaba del ejército había sido aplastado, el comandante murió en combate y del resto de capitanes no se sabía nada. ¿Qué quedaba ahí fuera además de muertos vivientes? Sin zona segura, sin militares, sin gobierno, sin mi familia… no tenía ningún motivo para querer marcharme de allí.
Los disparos comenzaron. Al tiempo que un segundo soldado se apresuraba en bajar, la capitana y los otros dos abrían fuego contra los reanimados de abajo para abrirse paso. No creí que tuvieran mucho problema con los diez que habíamos visto antes, pero temía que los disparos y los soldados moviéndose allí abajo atrajeran a los de dentro.
—Tienes que irte —dijo Merche llevándose una mano a la pierna. En el suelo de la azotea se había formado ya un charco de sangre peligrosamente grande—. ¡Vamos! ¡Vete!
—¡No quiero irme! —me obstiné—. ¿Qué me queda ahí fuera sin vosotros?
—La oportunidad de vivir —respondió mirándome suplicante—. Vete, por favor, no hagas que esto signifique también tu muerte… no me hagas cargar con eso.
—Pero… —quise protestar, aunque no sabía qué más decir. Si de verdad era eso lo que quería, lo haría, aunque sólo fuera por ella.
No obstante, de proponérselo a hacerlo había una gran diferencia, y la diferencia era el dolor. Separarme de ella y dejarla allí era algo tan tremendamente duro que no me atrevía a llevarlo a cabo. Un tercer soldado bajó y la capitana se preparó para ser la cuarta. A ras de suelo, los disparos de fusil seguían escuchándose retumbar por todas partes.
—Vete, vamos. —repitió mi mujer dándome un empujón.
Sin poder creer lo que me estaba pasando retrocedí, y no dejé de mirarla hasta que el soldado que quedaba en la azotea me puso una mano en el hombro.
—Si va a bajar, es el siguiente. —me ofreció haciéndose oír por encima del ruido de los disparos.
Asentí y agarré la cuerda compuesta por uniformes militares. Aquellas prendas eran resistentes, así que esperaba que no fueran a rasgarse, pero los nudos sí que podían deshacerse y, aunque todo fuera bien, había que bajar deslizándose por ellos para después dar un salto de un piso de altura hasta llegar al suelo.
Antes de comenzar a bajar le dirigí una última mirada a Merche, que seguía recostada en el suelo muriéndose desangrada. Me dedicó media sonrisa como despedida.
—Saludaré a los niños de tu parte. —fue lo último que me dijo antes de que comenzara a dejarme caer por la cuerda. Abandonar así a mi mujer me parecía un tremendo error, y algo de lo que me arrepentiría el resto de mi vida, pero había sido su voluntad no ser la causante de mi muerte, y quería respetar ese último deseo por poco que me gustara.
El agua de los charcos se había pintado de rojo debido a la masacre de muertos vivientes que cometieron la capitana y los soldados al bajar. Sólo había diez reanimados cuando miré desde arriba, pero allí abajo pude contar por lo menos quince cadáveres, y todavía tenían que disparar a algunos que se asomaba por las ventanas para que no se les echara encima. Moverse dentro de edificios no era su especialidad, el ruido retumbaba por todas partes y solían perderse entre los pasillos, pero temía que los disparos continuados terminaran atrayendo a todos los muertos de dentro, y seguramente los del patio también debían haber escuchado el escándalo.
Cuando llegué al límite de la cuerda sentí las manos tan entumecidas y los brazos tan doloridos que supe que no aguantaría mucho más. Me dejé caer, y cuando toqué suelo sentí un gran dolor en las plantas de los pies debido al golpe, pero estaba bien. Con mi fusil en la mano, pude unirme al resto mientras esperábamos que el último soldado bajara.
—Hay muchos. —dijo asustado uno de ellos mientras cambiaba el cargador de su arma.
—Y más que va a haber. —replicó la capitana disparando pistola en mano contra uno que se asomó por la ventana.
Aquellos seres todavía lograban darme escalofríos, y por un buen motivo teniendo en cuenta lo que habían logrado en su afán por acabar con toda forma de vida humana que se pusiera en su camino. Sin embargo, un nuevo sentimiento de odio, surgido por haber perdido a mi familia, se iba haciendo fuerte en mi interior. Aunque aún les tuviera miedo, el impulso de matar a aquellas bestias asesinas era cada vez mayor. Ver como sus putrefactas cabezas reventaban atravesadas por un disparo era extrañamente satisfactorio.
Cuando el último soldado tocó tierra miré hacia arriba, hacia la ropa anudada y colgando que se movía en el aire movida por la brisa ya sin nadie bajando por ella.
“No debí irme” me recriminé, “debí quedarme allí, con ella… ¿qué demonios estoy haciendo?”
Pero ya era tarde para rectificar aquel error, la cuerda quedaba a un piso de altura, no podría llegar a ella de nuevo saltando y no tenía tiempo para buscar algo en lo que apoyarme porque todos los demás habían empezado ya a trepar la valla, lo que significaba que nadie combatía a los muertos.
Dando un profundo suspiro, me lancé yo también contra la alambrada, y subí por ella lo más rápido que pude hasta que llegué al punto más alto. Desde allí todavía había como un metro de distancia hasta el muro, tanto a lo ancho como a lo largo. No supondría ningún problema atravesar esa distancia si alguien me echaba una mano, pero cuando fui a pedir ayuda a uno de los soldados que ya se encontraba sobre el muro, lo único que hizo fue lanzarme una mirada mezcla de desprecio e indiferencia antes de bajar al suelo.
—Hijo de puta. —murmuré mientras encontraba la forma de apañármelas yo mismo para alcanzar la parte de arriba del muro.
Al final no fue tan difícil como me esperaba, podía llegar hasta allí por mis medios simplemente impulsándome un poco, pero la actitud del soldado había dejado bien claro que no a todos les parecía bien que estuviera allí. Ya había notado aquel menosprecio hacia los civiles antes, durante el tiroteo, y la actuación de algunos de los nuestros no había ayudado a mejorar esa imagen… y la verdad era que no sabía de qué se quejaban, a fin de cuentas, los que nos habían metido a pegar tiros con ellos habían sido ellos mismos, muy poca gente se ofreció voluntaria para hacerlo.
Tras comprobar que al otro lado estaba limpio de reanimados bajé con los demás. De nuevo lo tuve que hacer por mis propios medios, pese a que eran tres metros de caída, no porque nadie se ofreciera a ayudarme, sino porque tardé unos segundos en decidir si bajar o no. Ellos no me querían allí, y dudaba que fueran a resultarme de ayuda llegado el caso, veía más probable que me dejaran morir para poder escapar si me encontraba en un apuro, y bajo esas condiciones no me hacía gracia tener que acompañarles. Pero, de nuevo, no tenía otra opción.
—¿Todo bien? —me preguntó un soldado al llegar al suelo. Era el mismo que me había dejado bajar antes que él del tejado.
—Ni remotamente. —respondí intentando no pensar en Merche, en Dani, en Sandra, ni en toda la pobre gente que había muerto bajo el ataque de los reanimados.
—Me llamo Víctor, por cierto. —se presentó tendiéndome una mano.
—Rafael, llámame Rafa. —le correspondí tendiéndole la mano también.
—¿Era tu mujer la de ahí arriba? —se interesó.
—Sí. —contesté con pesar. El tal Víctor era un soldado joven, apenas habría superado la veintena, lo que significaba que le duplicaba sobradamente la edad.
—Lo siento —exclamó inmediatamente—. Le dije que la ayudaría a bajar antes de hacerlo yo, pero me enseñó la herida y… joder, demasiados muertos ya, y a la capitana parece que le suda la polla.
En esos momentos Olivares se aseguraba de que el cargador de su pistola tuviera munición, al igual que el resto de soldados con sus fusiles, de modo que no nos escuchaban hablar.
—Al menos a ti te quieren entre ellos. —repliqué con resentimiento hacia la mujer. Ella fue la primera en querer meter a los civiles a pegar tiros, pero en cuanto la cosa se puso fea pasamos a ser peones sacrificables, y después sólo una molestia.
—Sí, a veces pueden ser un poco capullos, pero a mí no me gusta dejar tirada a la gente… debí quedarme con el capitán Alcaraz cuando pude, aunque ahora ya no hay nada que hacer, ¿verdad? —se lamentó.
—Soldado. —le llamó la susodicha obligándole a volver con su tropa.
No sabía si fiarme de él y creerme que de verdad era mi único amigo. Si los muertos nos atacaban, probablemente todos estarían encantados de contar con mi fusil, pero mientras tanto estaban dispuestos a despreciarme, igual que habían pasado de Merche allí arriba.
“Debí quedarme con ella” me repetí, “¿qué hago yo con esta gente? Que se los coman a todos los reanimados, ¿por qué tendría que importarme?”
Si hubiera tenido una forma de volver lo habría hecho, pero no era el caso. Había tomado mi decisión influenciado por Merche y ya no podía echarme atrás, sólo seguir adelante.
—Señores, nos vamos —anunció Olivares con su habitual tono frío—. Atentos, ahora estamos en territorio hostil.
“¿Y antes donde estábamos? ¿En una casa de masajes para que los reanimados nos hicieran la manicura?” no pude evitar burlarme, aunque sólo fuera mentalmente y por un segundo, porque en realidad no estaba de ánimo para tonterías.
Nos encontrábamos dentro de las vallas de una urbanización al norte del colegio. Oficialmente estábamos fuera de la zona segura, pero la valla hacía que los muertos de la calle no pudieran entrar, por lo que se podía decir que era algo así como una antesala del exterior, un descanso antes de enfrentarse a la verdad. Ignoraba si en su momento los militares que levantaron la zona segura lo hicieron pensando en eso, o simplemente construyeron el muro donde les dijeron sin importarles lo que hubiera alrededor.
Tras toda una noche de tiroteo y masacre, la concentración de reanimados era alarmante por los alrededores. No sólo estaban los miles que no habíamos llegado a matar, también todos los que se habían visto atraídos de las zonas circundantes... y los que se habían unido la noche anterior a sus filas. No creía equivocarme mucho si decía que la inmensa mayoría de los muertos vivientes de la ciudad estaban en ese momento alrededor nuestro. Y eso, como era de esperar, nos dio problemas.
—Son muchos, no vamos a poder pasar entre ellos. —susurré yo señalando lo obvio.
Para seguir avanzando necesitábamos cruzar la valla de la urbanización, lo que implicaba perder unos segundos preciosos que los muertos de la calle no dudarían en aprovechar para lanzarse contra nosotros.
—Necesitamos algo que los distraiga —sugirió el soldado corpulento—. Un ruido fuerte que los lleve en la dirección incorrecta y nos dé tiempo a saltar.
Decidí no abrir más la boca porque temí acabar teniendo que hacer de señuelo obligado. Dadas las circunstancias, no me hubiera extrañado verme arrastrado a arriesgar mi cuello para que ellos pudieran salir, y de hecho la capitana Olivares ya me miraba con ojos valorativos cuando las circunstancias creyeron oportuno que la distracción se produjera de forma completamente fortuita.
No supe identificar qué produjo el ruido que llamó la atención de los reanimados, sólo que fue algo metálico, como un coche chocando o un contenedor volcando, y que hizo que aquellas criaturas se pusieran en camino hacia su origen como activadas por un resorte.
—Muy oportuno —valoró la capitana—. ¡Vamos!
Los cinco se lanzaron a trepar la valla, pero yo me retrasé unos segundos porque creía haber visto algo moverse calle arriba, en la dirección en que caminaban los muertos. Sin embargo, al no lograr distinguir nada desde mi posición, también comencé a trepar sin perder más tiempo. Una vez al otro lado, los militares cruzaron la calle corriendo, buscando el refugio de los edificios para quitarse de la vista del grupo de reanimados. Fui tras ellos con la intención de seguir adelante, pero a mitad de camino logré distinguir por fin qué era lo que había provocado el ruido que nos dejó la vía libre para escapar: un hombre, más o menos de mi edad, armado con un grueso palo de madera rechazaba a los muertos que se le iban acercando, mientras que una mujer y tres niños de edades entre los quince y los diez años permanecían completamente aterrados escondidos tras él.
A aquellas alturas podía reconocer las características de unos refugiados de la zona segura con los ojos cerrados. La ropa sucia y la higiene deficiente, pero no lo bastante como para llegar a ser alarmante, eran sus señas de identidad más características… sin embargo, lo que me dio la pista definitiva fue la manta verde con la que se cubría la mujer y los dos niños más pequeños. Eran las mantas que nos habían dado los militares al instalarnos en tiendas de campaña.
—¿No deberíamos ayudarles? —les pregunté a los soldados, que ni se habían fijado en ellos en su afán de escapar de allí lo antes posible.
Me ignoraron completamente. Todos menos Víctor.
—¿Qué haces? ¡Ven aquí! ¡Rápido! —me urgió haciendo un gesto con la mano, pero mi respuesta fue agarrar el fusil y apuntar hacia el grupo que amenazaba a esa pobre gente. No podía dejar que aquella familia fuera devorada por los reanimados… no quería que acabaran como la mía.
—Necesitan ayuda. —insistí dando un paso hacia ellos.
—¿Estás loco? ¡Son muchos! —me reprendió Víctor.
—No son tantos, podemos salvarlos. —me empeciné.
—Bien, que haga lo que quiera, nosotros seguimos adelante —exclamó la capitana Olivares con indiferencia—. Soldados, avancemos.
—¡Se supone que éste era vuestro trabajo! —estallé harto de aquella actitud suya—. ¡Protegernos de los muertos, no huir para salvar vuestros cobardes traseros!
Aquella reprimenda hizo que algunos se lo replantearan, de modo que Olivares tuvo que intervenir de nuevo.
—Esa gente ya está muerta. Y aunque no fuera así, ahora sólo son bocas inútiles que no podemos alimentar y que no nos ayudan en nada. Tenemos que seguir. —recitó para, acto seguido, darse la vuelta y seguir el camino que la alejaba de allí.
—¡Anda y que os jodan! —bufé lanzándome calle abajo en auxilio de aquella familia. El hombre se defendía bien con el palo, pero los reanimados comenzaban a acumularse a su alrededor. No iba a aguantar mucho más sin ayuda.
—¡Eh! ¡Aquí! —les grité a los muertos antes de disparar un par de veces al aire para llamar su atención. Muchos se volvieron, pero los que ya tenían al hombre acorralado no, aquellos preferían pájaro en mano que ciento volando.
“En menudos líos te metes, Rafa” me dije poniéndome el fusil sobre el hombro para poder apuntar a la hora de disparar, “¿qué haces buscando pelea con los muertos?”
Pero nada de lo que hacía tenía sentido desde que decidí bajar de la azotea del colegio. Lo peor que podía pasar era que me mataran, y ni siquiera eso sonaba demasiado mal en esos momentos.
Aunque tenía algunos reanimados más cerca, apunté a la cabeza de los que se echaban sobre el hombre, y logré matar a uno. Sólo cuando aquel cadáver putrefacto cayó a su lado con la cabeza reventada él se dio cuenta de que alguien había acudido en su ayuda.
—¡Échate atrás! —le indiqué, no quería cargármelo con fuego amigo en pleno rescate. Aunque sabía disparar, no era tan bueno con esa arma como para correr tanto riesgo.
Después de zurrar con el palo una última vez a un muerto cercano, me hizo caso y retrocedió hacia su familia. Sin embargo, no sirvió de mucho, tuve que comenzar a disparar a los que tenía más cerca yo antes de que se me echaran encima a mí, y por tanto no pude encargarme de los que les acosaban a ellos, que no cesaron en su empeño.
—Mierda, esto no va a salir bien. —murmuré cargándome a un par de muertos más y valorando las posibilidades que me quedaban, que no eran muy halagüeñas. Los reanimados empezaban a rodear al hombre y a su familia, pero si intentaba encargarme de ellos, los que iban a por mí me terminarían agarrando, y el resultado sería el mismo.
Una ráfaga de disparos sonó a mi espalda haciendo que, por acto reflejo, me agachara. Cuatro muertos vivientes de los que tenía acercándose cayeron abatidos al suelo al tiempo que alguien calzado con botas militares llegó hasta mi altura.
—Venga, no te acojones ahora —exclamó Víctor muy decidido con el fusil en la mano—. Empieza a matar a estos cabrones.
Pensé que la caballería había llegado, así que me volví esperando ver a los otros tres soldados y la capitana entrando en combate también… pero las cosas nunca son tan buenas, y sólo Víctor parecía haber recapacitado, aunque eso fue suficiente. A tiros, fuimos abatiendo a los muertos hasta que aquella familia pudo acercarse corriendo hasta nosotros.
—¡Joder! Muchas gracias. —dijo el hombre al llegar a nuestra altura—. Creía que era el final.
La mujer estaba aterrorizada, y los niños demasiado asustados siquiera para llorar. Me hubiera gustado decir que alguno de ellos me recordó a Dani o a Sandra, pero lo cierto es que no tenían el más mínimo parecido con ellos. Ni siquiera había alguno de la edad de mi hija mayor.
—No cantemos victoria tan pronto, aún estamos en mitad de la ciudad. —replicó Víctor bajando el arma y comenzando a retroceder. Todavía quedaban muchos reanimados en los alrededores y los disparos habían conseguido que todos supieran que estábamos allí.
Corrimos los seis hasta la calle por la que la capitana y los demás soldados habían decidido marcharse. Cuando llegamos ya no había ni rastro de ellos, y aunque debí suponer que iba a ser así, no pude evitar sentirme un poco decepcionado por su indiferencia ante la gente en peligro.
—¡Bah! Que les follen —escupió Víctor leyéndome la mente—. Nunca debí obedecer a esa zorra de Olivares, ojalá se la coma una jauría de esos muertos… debí seguir las órdenes de Alcaraz.
—Aún no es tarde —le aseguré—. Podemos llevar a esta gente a un lugar seguro.
—Será si encontramos uno. —repuso el soldado sin dejar de caminar.
—Sigamos alejándonos —propuse—. Si todos los reanimados están por aquí, cuanto más nos alejemos menos debería haber.
Además, si Olivares y sus soldados habían pasado por allí antes, era más probable que el camino estuviera despejado, aunque la ausencia del sonido de disparos más bien indicaba que habían intentado moverse en silencio, lo cual era una táctica mucho más razonable que abrirse paso a tiros.
Corrimos siguiendo la dirección de la calle hasta llegar al primer cruce, donde encontramos la primera pista del destino del resto de soldados. Seis o siete muertos vivientes arrodillados ante un cadáver con pantalones militares se daban un banquete con su carne… una escena que ya había visto antes demasiadas veces, pero que no por ello era menos perturbadora. Junto a aquel espectáculo había varios cadáveres de muerto viviente, señal de habían pasado por allí.
—No sé quién es. —confesó Víctor mirando el cuerpo de su compañero. Con tantos muertos sobre él, era imposible verle la cara.
—¡Por ahí vienen más! —señaló el hombre que acabábamos de salvar refiriéndose a la calle perpendicular a la nuestra, pero en el lado opuesto al soldado muerto. Aunque todavía estaba lejos, era una gran multitud, y seguramente el motivo por el que Olivares había preferido ir por el otro lado.
—Sería de tontos no ir por el camino abierto. —expuse indicando la dirección a seguir.
No hubo nadie en contra, así que rodeamos el festín de los reanimados y seguimos por aquella otra calle, cambiando la dirección de norte a oeste. Uno de los chiquillos gritó cuando un muerto viviente levantó la cabeza del banquete, con la boca y las manos llenas de sangre y restos de carne, e hizo un amago de incorporarse para perseguirnos, pero su madre le obligó a mirar al frente y seguir avanzando detrás de Víctor y de mí. Por el hueco que dejó, pude ver que el rostro del cadáver se correspondía con el del soldado más corpulento.
—Allí, mira —me llamó la atención Víctor señalando unas vallas de colores varios metros más adelante—. Podemos saltar dentro.
El color de las vallas, unido a que tras ellas había un gran patio asfaltado y un amplio edificio de dos pisos, no dejaban lugar a dudas sobre la naturaleza de aquel lugar.
—Otro puto colegio… —murmuré fastidiado.
Ayudamos a los críos a cruzar al otro lado, y luego seguimos los adultos. Para cuando estuvimos todos tras la valla, los muertos vivientes permanecían todavía a cierta distancia, pero sin duda se apelotonarían contra ella en cuanto la alcanzaran, como hacían siempre.
“Huir de un colegio abandonado a mi mujer para acabar encerrado en otro” pensé con amargura.
—Aquí estaremos a salvo de momento. —declaró Víctor cuando llegamos al centro del patio.
—¡Gracias! —gimió la mujer abrazando a los niños y mirándonos con lágrimas en los ojos—. Gracias por salvarnos… que Dios os lo pague.
Dios no tenía forma de pagarme nada, su familia estaba a salvo, pero la mía había desaparecido por completo. Hubiera deseado seguir huyendo de los reanimados o tener obstáculos que salvar, porque detenerme sólo servía para que aquella horrible realidad me golpeara más fuerte. Merche tenía que haberse desangrado ya, sola en la terraza del colegio de la zona segura, y Sandra y Dani a esas alturas ya serían trozos de carne en el estómago de varios muertos vivientes.
—Os debemos la vida. —añadió el hombre, que se había sentado en el suelo para recuperar las fuerzas. Sólo al verle hacerlo me di cuenta de que yo también estaba agotado.
—Únicamente hago mi trabajo —dijo Víctor—. Recuperaremos las fuerzas aquí un rato y pensaremos qué hacer a continuación, ¿vale?
—Vale —asintió aquel hombre—. ¡Dios! No puedo creerme lo que ha pasado.
—¿Qué pasó? —preguntó la mujer—. ¿Cómo pudieron entrar los resucitados allí dentro?
—Eran demasiados —respondí yo—. Acabaron…
Me interrumpí al sentir un repentino dolor en la pierna que me hizo caer de boca al suelo. La mujer gritó, uno de los niños también, y Víctor se giró arma en mano hacia el edificio del colegio. Cuando miré, mi pierna ésta estaba llena de sangre y tenía un agujero de bala en mitad de la misma. Sabía que no me había roto un hueso porque, de haber sido así, me habría desmayado por el dolor, pero aun así éste era considerable.
—¿Qué coño hacéis? ¿Estáis locos? —bramó el soldado mientras los demás se refugiaban tras él.
—¿Locos nosotros? —replicó una voz fría y femenina. No sabía de dónde habían salido, pero Olivares y los dos soldados restantes estaban allí, con los fusiles en mano. Uno de ellos me había disparado, posiblemente la propia Olivares con su pistola, un fusil me habría destrozado la pierna—. Habéis atraído a todos los reanimados de la zona a las puertas. Y encima traéis a cuatro civiles indefensos con vosotros. Tendríamos que echaros de aquí a patadas, éste es nuestro refugio.
—Podemos hablar de ello —intervino el hombre rescatado tratando de ser diplomático—. No hacía falta disparar, aquí hay niños…
Olivares le apuntó con la pistola, y él se calló y levantó las manos rápidamente.
—Sí hace falta disparar. Unos civiles sólo nos retrasarían, y parece que aquí este señor no quiere darse cuenta. —replicó la capitana.
“Este señor” era yo, y seguía demasiado dolorido como para iniciar un diálogo con esa maldita zorra. La única herida de bala que había recibido hasta ese momento fue cuando era niño, en un accidente de caza con mi padre, y no recordaba que el dolor fuera tan intenso entonces.
—¡Que te jodan! —bramó Víctor apuntándoles también con el fusil, pero dirigiéndome miradas nerviosas—. Nosotros hemos salvado a esta familia y llegado a este lugar a salvo, vosotros habéis perdido a Alberto por el camino.
—Quizá, si hubieras estado aquí, no habría muerto —argumentó la capitana—. No dudes que tendrás que responder por eso, pero aún puedes dejar de perder el tiempo con gente que ya está muerta y venir con nosotros. Juntos podemos abrirnos paso hasta salir de la ciudad.
—¿Gente que ya está muerta? —repitió indignado el hombre sin bajar las manos.
—Ni de coña —escupió Víctor frunciendo el ceño—. Era nuestro deber proteger a esta gente, por ello murieron muchos de los nuestros, no voy a abandonarlos sin más.
El chico tenía conciencia, y también un par de cojones, tenía que reconocerlo. Con tres armas apuntándole, había que tenerlos bien puestos para plantar cara a su superior de aquella manera.
—Como quieras —asintió la capitana para, acto seguido, dirigirse a sus dos soldados—. Matad a los civiles. Cuando no tenga a quien defender quizá recapacite.
—¡No! —suplicó el hombre, mientras que la mujer sollozó y se arrodilló en el suelo abrazada a sus hijos.
“Loca hija de puta” me dije intentando apartar el dolor de mi mente para poder pensar algo.
—Si disparáis tendré que disparar. —les advirtió Víctor, pero su amenaza perdió efecto porque la voz le temblaba. No creía que el chico fuera a soportar la tensión y salvar la situación, tenía que hacer algo yo.
—¡Espere capitana! —intervine arrodillándome en el suelo, no me sentía con fuerzas para levantarme del todo—. Víctor, ella tiene razón, tienes que irte.
—¿Qué? —exclamó él atónito volviéndose hacia mí.
—Yo me quedaré con ellos —afirmé levantando la vista hacia Olivares, que nos miraba impasible—. ¿Le parece eso aceptable? Tendrá a su hombre y se librará de mí, que estoy herido. Y no hay por qué matar a nadie.
—Me parece aceptable —asintió ella bajando su pistola—. Pero nos llevamos tu arma, necesitaremos munición. Soldado, recójala.
—De acuerdo. —accedí entregándole el fusil a Víctor.
—¿Qué estás haciendo? —me susurró el soldado sin que los demás pudieran escucharle mientras lo recogía de mis manos—. No tenéis ninguna oportunidad vosotros solos, y tú menos que nadie.
—Tú haz lo que te diga la conciencia. —le respondí lanzándole una mirada con la que esperaba que captara el mensaje mientras alzaba una mano manchada de sangre hacia su cinturón.
—Estás loco, nos vamos a matar todos. —murmuró entre dientes levantándose de nuevo con las dos armas en la mano antes de volver con los suyos.
—Muy bien, nos vamos, por detrás no hay demasiados de ellos y deberíamos poder salir. No podemos dejar que se nos eche el día aquí. —ordenó la capitana dándose la vuelta junto con Víctor y los dos soldados, mientras que yo, aprovechando que ya no me estaban mirando, quitaba la anilla de la granada que le había cogido del cinturón al chaval.
—Será mejor que se echen al suelo. —le advertí a la familia antes de arrojarla a los pies de los soldados.
Conociendo el plan, Víctor salió corriendo y se lanzó cuerpo a tierra mientras los demás aún no entendían qué estaba ocurriendo. Sólo la capitana Olivares fue lo bastante rápida para echarse a un lado cuando la granada explotó.
Los dos soldados saltaron por los aires, mientras que Olivares cayó a unos metros de distancia, herida. Aun con metralla por buena parte del cuerpo, y algunas quemaduras debido a la explosión, tuvo fuerzas para desenfundar su pistola y lanzarme una mirada de odio… mirada muy significativa para alguien cuya mayor característica era su aparente completa falta de emociones.
Retrocedí arrastrándome por el suelo intentando alejarme del balazo que pretendía meterme entre ceja y ceja, pero cuando se escuchó un disparo no fue producido por su arma. Casi se me paró el corazón en el momento en que Víctor remató a su superior con una ráfaga de balas.
—¡Púdrete en el infierno! —bramó con rabia mientras acababa con la poca vida que le quedaba a Olivares en el cuerpo.
Sólo cuando la pistola se le resbaló de las manos inertes pude volver a respirar tranquilo y a centrarme de nuevo en el dolor que sentía en la pierna.
—¡Madre mía! —sollozó la mujer incorporándose poco a poco del suelo—. ¡Qué locura!
—¿Estáis todos bien? —preguntó Víctor. Pero además de la capitana, sus dos soldados y de mi herida, no había que lamentar más daños.
Tras asegurarse, lo primero que hizo el soldado fue arrodillarse a mi lado y rasgarme el pantalón para echar un vistazo al disparo, que sangraba profusamente.
—Tiene mala pinta, te han jodido bien. —valoró.
—No importa —respondí incorporándome hasta quedar sentado en el suelo. Ya sabía lo que debía hacer, era como si lo hubiera sabido desde el principio—. ¿Me das la pistola de la capitana?
Víctor, dubitativo, me la alcanzó, y antes que nada me aseguré de que seguía teniendo balas.
—Ahora tenéis que iros —le dije—. Ellos tienen razón, no podéis dejar que el día se os eche encima, tenéis que salir de la ciudad cuanto antes y buscar un lugar a salvo.
—¿Qué dices? No puedes moverte con esa herida —repuso el soldado—. Habría que sacar la bala, vendarla y…
—¡No! —le interrumpí mostrándole la pistola—. Yo me quedo aquí, es lo que quiero.
Le señalé a la familia, que nos miraban todavía estremecidos por todo lo que había ocurrido.
—Yo ya perdí a mi mujer, a mis hijos, no tengo nada por lo que vivir —le expliqué—. Tú tienes que sacarlos a ellos de esta ciudad maldita, sin mirar atrás.
—De acuerdo. —consintió, aunque a desgana.
—Gracias por todo —me dijo el hombre arrodillándose a mi lado—. De no ser por ti y tu amigo soldado, estaríamos acabados.
La mujer me lo agradeció también, y después insistió en que los niños lo hicieran personalmente, sin embargo yo ya apenas les prestaba atención. Merche me había pedido que viviera porque ella no quería ser la culpable de mi muerte, pero morir era mi elección, no su culpa. Sin ella y sin los niños, no tenía ningún motivo para seguir allí, y me consideraba bastante afortunado por haber podido ayudar a esa familia a no terminar como la mía. Sólo me quedaba esperar que, si Dios existía en realidad, no me tuviera demasiado en cuenta lo de Olivares y los soldados.
—Sigue a tu conciencia —le aconsejé a Víctor antes de que se marcharan—. Síguela por muy mal que vayan las cosas y nunca te arrepentirás.
No había nada más valioso que una conciencia tranquila, era algo que la vida me había enseñado, y despedirme de ella con la satisfacción de haber hecho una buena obra final era un pequeño detalle que el destino había tenido conmigo.
Con el cañón del arma ya en la sien, me pregunté si una vez muerto volvería a ver los míos… quería disculparme con mis hijos por haberlos dejado morir solos, y con Merche por no cumplir su última voluntad.
Mi último sentimiento fue cierta sorpresa ante la facilidad con la que apreté el gatillo de la pistola.

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