23 de enero
de 2013, 34 días después del primer brote, 8 días después del Colapso Total.
Verónica
Ibáñez: Parte 3
—Pues costará mil dólares la botella, pero los he probado mejores. —refunfuñe
medio borracha juzgando el contenido de la botella de champán que me estaba
bebiendo.
Tras ocho días encerrada en aquel maldito hotel de cinco estrellas, teniendo
a mis pies los restos de lo que un día fuera el Paseo de la Castellana arrasado
por los aviones del ejército y lleno hasta rebosar de muertos vivientes, había
comenzado a beberme hasta el agua de los floreros… de hecho, no recordaba haber
hecho otra cosa en los últimos tres días. Aunque lo intenté, no pude acordarme
de ningún momento durante ese período en el que hubiera estado completamente sobria.
Desde que me quedara encerrada allí junto a Samuel y a Andrés la cosa no
había hecho más que ir a peor. No sólo dejaron de funcionar los teléfonos,
privándonos de la posibilidad de seguir intentando pedir ayuda, sino que un par
de días más tarde perdimos por completo el suministro eléctrico, quedándonos a
oscuras y sin poder utilizar ninguno de los aparatos electrónicos del lugar a
los que había comenzado a aficionarme, como el jacuzzi y los DVDs.
Previsoramente, Samuel sugirió que llenáramos todas las bañeras de las
habitaciones por si se cortaba también el agua. Nos llevó casi todo el día
hacerlo, pero gracias a eso, cuando perdimos también el agua corriente,
teníamos un centenar de bañeras llenas con las que podríamos aguantar el tiempo
que hiciera falta.
Por si eso fuera poco, los días iban pasando, y con ellos nuestras
esperanzas de ser rescatados menguaban. Empleando un bote de pintura, Samuel y
Andrés subieron a la terraza del hotel y pintaron un mensaje de socorro
indicando que todavía había gente viva allí, por si pasaba algún avión o
helicóptero del ejército que pudiera verlo... pero las posibilidades de que
aquello llegara a ocurrir eran pocas porque ni un sólo vuelo había atravesado
el cielo de Madrid desde que nos quedáramos encerrados.
—“Belle epoque”, franceses presuntuosos, ¿dónde está ahora vuestra belle
epoque, capullos? —exclamé lanzando la botella contra la pared de la suite
presidencial, donde estalló en mil pedazos derramando el champán más caro del
mundo por todas partes.
—¡Ten cuidado con eso! —me riñó Andrés, como si fuera mi padre, tumbado en
la cama presidencial con el albornoz todavía puesto.
El motivo por el que estaba allí y de esa guisa era porque estaba
tirándomelo. Además de beber todo lo que se me pusiera por delante, aquél era
el único divertimento que me quedaba, y había abusado tanto de él que comenzaba
a asquearme de mí misma. Pero por culpa de la espiral autodestructiva en la que
estaba metida, aquello hasta le daba más interés a la cosa.
—¿Por qué voy a tener cuidado? ¡Soy rica! —le contesté cogiendo otra
botella del carísimo champan de la nevera de la suite. Para no tener que salir
a buscarlo, en su momento la llené hasta los topes con todo lo que pensaba
beberme, y por supuesto no había reparado en gastos—. ¿Crees que podría estar
bebiendo esto si no tuviera pasta?
—Lo que creo es que ya has bebido demasiado, deberías dejarlo por hoy. —me
recomendó bajándose de la cama.
—¡No me da la gana! A lo mejor deberías beber tú más, te estás amargando
más que Samuel. —repliqué abrazando la botella para que no pudiera quitármela,
como había hecho tantas veces antes, y dirigiéndome con ella hacia la terraza
de la habitación.
Cada cual tenía su forma de sobrellevar la desesperación, y mientras que yo
había empezado a beber como una cosaca, dándome todo igual, Samuel se había
amargado hasta el punto de volverse huraño y malhumorado. Se pasaba el día
dando vueltas hotel arriba y hotel abajo, murmurando para sí mismo, sin
afeitarse, sin cambiarse de ropa, y sin querer hablar con nadie. Andrés, por su
parte, había elegido soportar el tedio comportándose como el único adulto
responsable del lugar, cosa que resultaba irónica cuando en realidad era el más
joven de todos. Su absurdo sentido de la honradez y el deber le servían para
mantener la compostura mucho mejor que cualquiera de nosotros, y quizá por esa
actitud había decidido llevármelo a la cama a él y no a Samuel… me resultaba
hasta mono cuando se ponía tan serio.
—Yo por lo menos no voy rompiéndolo todo. —protestó él, no sin parte de razón.
En un arrebato, me había cargado el enorme televisor de plasma lanzándole
un vaso lleno de ginebra, y luego no se me ocurrió otra cosa que arrastrarlo
hasta la terraza y lanzarlo a la calle. Por mucho que me reprendiera Andrés
después, de lo único que me arrepentí fue de no haber logrado aplastar a uno de
los resucitados de abajo.
En cuanto salí al exterior, tuve que cerrar con más fuerza el albornoz en
el que iba envuelta para que el frio helado de la noche invernal madrileña no
me congelase de arriba abajo. Como no quería manchar la ropa, y no iba a ir a
ninguna parte, había comenzado a vestirme únicamente con unos bonitos y
esponjosos albornoces blancos que el hotel tenía por docenas en la lavandería.
Era mucho más cómodo que llevar ropa de calle, aunque, como ya no teníamos
calefacción, a veces se pasaba un poco de frío.
Di un profundo trago del champán antes de apoyarme contra la barandilla y
echar un vistazo nocturno al mundo exterior. La que fuera una de las calles más
lujosas de Madrid había quedado reducida a un campo de cenizas, con edificios
manchados de hollín por las explosiones, la carretera llena de agujeros
negruzcos, árboles calcinados y, sobre ellos, muertos vivientes paseándose como
si fueran de compras o hicieran turismo.
“En resumen, la misma imagen de mierda de todos los días” pensó mi mente
borracha sintiendo cómo mis pies descalzos se agarrotaban por el frío.
Cada vez que salía allí fuera no podía evitar pensar en la zona segura. Lo
último que sabía de mi padre, mi hermano y su familia fue que se dirigían hacia
allí, donde también debería haber ido yo si la cadena no me hubiera enviado a
cubrir la noticia de los bombardeos. Por culpa de los militares y de los
resucitados nos quedamos atrapados en el hotel, Agus había muerto y yo me
estaba planteando lanzar una botella llena de champán valorada en mil euros
contra los muertos vivientes de abajo.
—Ojalá tuviera una pistola —murmuré para mí misma—. Entonces os ibais a
enterar, ratas putrefactas y apestosas.
—¿Qué haces aquí fuera? —me preguntó Andrés saliendo también a la terraza—.
Hace un frío que pela, te vas a congelar.
—Gracias mamá, cogeré una rebequita. —me burlé ignorando su advertencia.
—Ya es muy tarde, ¿por qué no entras dentro y dormimos un poco? —sugirió
acercándose y agarrando la botella que me estaba bebiendo, pero yo impedí que
me la quitara dando un tirón.
—Tienes razón, si no mañana llegaremos tarde a esas cosas tan importantes
que tenemos que hacer —seguí burlarme—. ¿Cuáles eran? ¡Ah, sí! Volver a
emborracharme.
—Pues podrías ahorrártelo —me sermoneó—. No sé qué gracia tiene estar
borracha todo el día.
—Lo sabrías si lo estuvieras —repliqué ofreciéndole la botella, pero ni
siquiera la miró, centrado como estaba en lanzarme miradas reprobatorias—. ¿No?
Mejor, más para mí.
Di un par de tragos tan profundos que todo comenzó a darme vueltas, y por
poco me caigo de espaldas contra el suelo. Por suerte Andrés estaba allí para
sujetarme, aunque la botella se me resbaló y vertió todo su contenido sobre mí,
mojándome el albornoz y también bajo él con aquel champan que, aunque templado
porque la nevera no funcionaba, sentí muy frio en el cuerpo.
—¿Estás bien? —preguntó él preocupado, pero yo sólo pude reírme de lo
borracha que iba.
Lancé la botella al vacío, deseando partirle la cabeza a algún resucitado,
antes de dejarme caer como un peso muerto sobre el pobre Andrés, que tuvo que
sentarse en el suelo para no caerse.
—Madre mía, qué pedal llevas… —murmuró resoplando por el esfuerzo.
En cuanto estuvimos los dos en el suelo y me soltó por fin, me abalancé
contra él y comencé a besarle en la boca sin ningún motivo en particular,
simplemente porque me apetecía hacerlo. No hizo ademán de impedírmelo, pero no
me devolvió los besos, así que me vi obligada a comenzar a lamerle la cara.
—¡Para! —protestó intentando apartarme de él—. ¡Te apesta el aliento a
alcohol!
—Vaya, que romántico —exclamé con un bufido soltándome el cinturón del
albornoz… iba tan mal que ni siquiera me importaba el frío—. Venga, lámeme el
champán de mil dólares del cuerpo.
Aunque su sentido de la decencia no le permitía aprovecharse de una chica
borracha, dudó durante unos segundos mientras contemplaba con atención lo que
le ofrecía debajo del albornoz. No obstante, al final se impuso su
responsabilidad y acabó apartándome a un lado.
—¡No! Estás demasiado borracha. —me rechazó tras ponerse en pie de nuevo.
—¡Pues entonces lárgate! —le espeté desde el suelo—. Si no me sirves para
eso, no me sirves para nada. Vete a hacer la ronda, o a vigilar que los
clientes imaginarios no roben las toallas.
Ofendido, dio la vuelta y salió de la terraza. De repente la idea de
quedarme allí sola se me hizo insoportable, así que me levanté con dificultad
y, más mareada de lo que pensaba, regresé al interior de la suite. Para cuando
lo conseguí, él ya estaba poniéndose los pantalones de su uniforme de guardia
de seguridad. Enfurruñado también estaba mono…
—¿No irás a marcharte de verdad? —le pregunté haciéndome la víctima.
—Me has echado tú. —me recordó él descolgando su camisa de la percha.
—No lo decía en serio… vamos, no te vayas —le rogué. Si se iba, me quedaría
sin nadie junto a quien beber, y no me gustaba beber sola—. Te juro que no bebo
más esta noche.
Aquello hizo que dudara, así que puse cara de cordero degollado para
intentar darle lástima. La táctica debió funcionar, porque suspiró
profundamente y volvió a colgar la camisa en la percha.
—Pero te metes en la cama y te quedas ahí tranquilita. —me exigió como si
fuera una niña chica.
Obediente, me subí a la cama y le hice un gesto para que lo hiciera él
también. Titubeó, pero finalmente lo hizo también y se tumbó a mi lado.
Aproveché para girar sobre mí misma y colocarme sobre él, apoyando la cabeza en
su pecho. No es que Andrés me gustara, ni tampoco que sintiera nada por él… de
hecho, ni siquiera era mi tipo, y en otras circunstancias jamás me habría
planteado hacer todo lo que había hecho con él. Pero las catástrofes crean
extraños compañeros de cama, nunca mejor dicho.
Como no intenté atacarle, se permitió pasar un brazo por debajo de mi
cuello para abrazarme, como si fuéramos una pareja de enamorados.
—¿Tienes novia? —le pregunté con curiosidad… la habitación a oscuras
comenzaba a darme vueltas descontroladamente.
—Yo… bueno, no, supongo que no —titubeó—. Había una chica con la que
tonteaba, pero cuando cogí este trabajo el horario apenas me permitía quedar
con ella.
—¿Sigue viva? —No sabía por qué no le había preguntado todo eso antes de
meterlo en mi cama. Bueno, sí lo sabía, porque en realidad me daba igual, lo
nuestro sólo era sexo por aburrimiento.
—No lo sé —confesó con un deje nostálgico en la voz—. Espero que sí, supongo
que iría a la zona segura, si pudo... ¿y tú? ¿Tienes novio?
—Sí, y es muy celoso —le contesté medio en broma—. Como aparezca por aquí y
vea las cosas que haces conmigo te va a partir la cabeza.
Lo cierto era que, si aparecía por allí, lo más probable fuera que le
mordiera la cabeza, porque después de haber desaparecido mucho antes de que se
instalaran las zonas seguras lo más probable era que hubiera terminado
convertido en uno de los muertos que se tambaleaban por toda la ciudad.
—Será las cosas que haces tú conmigo. —me recriminó.
La cabeza me daba vueltas tan rápido que estaba comenzando a marearme.
—Yo sólo hago lo que me dejas —repliqué quitándome de nuevo el albornoz,
echándolo a un lado y colocándome del todo sobre él—. ¿Por qué llevas los
pantalones puestos todavía?
—Estás muy borracha. —exclamó frunciendo el ceño al ver mis intenciones.
—Tienes razón —asentí con la cabeza cada vez dándome vueltas más y más
rápido—. Mejor ponte tú encima, no quiero vomitarte en la cara.
Por la mañana no era capaz de recordar nada pasado aquel momento. Me
desperté sin ropa, pero tapada hasta el cuello por mantas, y con un dolor de
cabeza monumental por culpa de la resaca.
“Maldito champán de mil euros de mierda” mascullé para mí misma
completamente destrozada, “serás muy caro, pero dejas la misma resaca que el de
supermercado”.
—Buenos días, dormilona —dijo la irritante voz de Andrés, que ya estaba
despierto y dando vueltas por la suite. La cabeza me dolía tanto que hasta el
ruido de sus pisadas me resultaba molesto—. ¿Quieres desayunar?
La mera idea me dio arcadas, así que me arrebujé debajo de las mantas dispuesta
a dormir un par de días más, o lo que hiciera falta para que se me pasara la
resaca.
—Te he dejado en la mesilla de noche una aspirina y un vaso de agua. —siguió
molestando.
“Esta suite tiene doscientos metro cuadrados, ¿Por qué no te vas a joder a
otro lado?” pensé cubriéndome la cabeza con las mantas, pero el agua del vaso acabó
tentándome cuando sentí la boca más seca que la mojama.
Salí de debajo de las sábanas y agarré de la mesita tanto la aspirina como
el vaso lleno de sabrosa agua fresca. Bebí con tanta avidez que un par de gotas
chorrearon hasta caer sobre el colchón… estaba deliciosa. Lamentablemente
Andrés se tomó aquella salida del caparazón como una invitación a seguir
hablando.
—No me has dicho si quieres desayunar. —insistió lanzándome una mirada complaciente,
como si con aquella propuesta realmente me estuviera haciendo un favor.
Sin embargo, yo le correspondí con una de odio antes de levantarme de la
cama y cubrirme con mi albornoz, que seguía donde lo tiré la madrugada
anterior. En cuanto sentí su suave contacto sobre la piel fui consciente por
fin de que había amanecido un nuevo día, otro maldito, tedioso y frustrante día
encerrada en aquella cárcel de cinco estrellas.
Me entraron ganas de abrir la nevera y continuar la borrachera donde la
dejé la noche anterior, así que fui hacia ella y comencé a servirme un buen
vaso de whiskey añejo.
Aquello no le hizo demasiada gracia a mi niñera.
—¡Oh vamos! —gruñó exasperado—. Sólo son las nueve de la mañana...
—¿Sólo son las nueve de la mañana? —repliqué horrorizada tras dar un trago
de mi vaso. Aquello sí estaba bueno, y no el presuntuoso champán—. ¿Por qué
estás despierto tan temprano?
—Pues… no sé —contestó confundido—. ¿Pero qué importa? ¿Estás bebiendo tan
temprano?
—Si se te ocurre algo mejor que hacer, soy toda oídos —dije dando otro
trago de whiskey curador de resacas—. Y te aviso desde ya que no tengo el
cuerpo ahora mismo para lo que estás pensando.
—No estaba pensando en eso. —se defendió ruborizándose ligeramente, pero no
fue capaz de darme una alternativa válida a continuar mi avance en el campo del
alcoholismo, así que me acabé el resto del whiskey de un trago delante de sus
narices.
—En fin, ¿qué decías que había para desayunar? —le pregunté sintiendo como
el alcohol me volvía a abrir el apetito, pese a que todavía tenía el estómago
un poco revuelto.
—Nada, gastamos todo lo que subimos del bufet el otro día. Por eso te
preguntaba qué querías, iba a bajar a por más. —me explicó.
—Déjalo, bajaré yo misma. —gruñí con desgana recogiendo mi ropa y
comenzando a vestirme.
Resoplé frustrada al fallar intentando meter un pie en la pernera del
pantalón, y tuve que replantearme si desayunar o no, porque la verdad era que no
tenía ninguna gana de bajar hasta el restaurante a por comida. Además, tampoco
es que tuviéramos una gran selección; sin electricidad, la mayor parte de lo
que quedaba en las neveras se había ido echando a perder, restando tan sólo conservas
y comida enlatada. Y encima, como era un hotel cinco estrellas, la mayoría de
productos que servían eran frescos, así que tampoco es que tuviéramos gran
cantidad de ellas.
Con todo, me consolé pensando que salir un rato de la suite, y de paso
alejarme de Andrés, me haría bien, así que acabé de vestirme.
El pasillo del hotel no disponía de ninguna ventana, de modo que incluso
durante el día permanecía completamente a oscuras. Para poder movernos por él
sin luz eléctrica habíamos dejado abiertas algunas habitaciones, con la luz solar
que se filtraba a través de ellas podíamos al menos caminar en penumbras y
saber hacia dónde nos dirigíamos sin chocar con las paredes.
Bajé hasta la primera planta, donde se encontraba el restaurante. Como todo
en aquel lugar, desprendía lujo por doquier, aunque éste empezaba a verse
afectado por la falta de limpieza y el polvo que comenzaba a acumularse sobre
los diez mil ornamentos que adornaban cada una de las salas.
Pasando de las mesas y de la tabla del bufet me dirigí a la cocina. Tras
perder la electricidad, lo primero que hicimos fue acumular todos los productos
no perecederos en una esquina para poder acceder a ellos con facilidad. Hacía
tres o cuatro días que no bajaba por allí, pero hubiera jurado que el montón de
latas era más pequeño de lo que debería… sólo éramos tres personas, no podíamos
comer tanto.
“A la larga nos quedaremos sin comida antes que sin agua” pensé agarrando
algo para el desayuno que no me diera ganas de vomitar. Tendríamos que comenzar
a racionar, porque no tenía pinta de que fuéramos a poder salir de allí a corto
plazo.
Con una lata, un abrelatas, un elegante plato y unos finos cubiertos de
plata me senté en la primera mesa que encontré y comencé a comer. Todavía
quedaba gas en los fogones de la cocina, pero no me apetecía ponerme a cocinar.
Desayunaría y cogería comida para no tener que salir de la habitación en dos o
tres días por lo menos.
El sonido de unos pesados pasos acercándose desde el pasillo me llamó la
atención.
—¿Samuel? ¿Eres tú? —pregunté volviendo la cabeza hacia la entrada del
restaurante. Hacía como dos días que no le veía por haberme enclaustrado en mi
suite con Andrés, y quizá aquello había sido un poco egoísta por nuestra parte,
el pobre debía haberse sentido muy solo todo ese tiempo.
Pero no fue el cámara quien entró por la puerta, ni tampoco Andrés. Tardé
cuatro o cinco segundos en asimilar lo que estaba viendo, por que quien irrumpió
en el restaurante como Pedro por su casa fue nada menos que un muerto viviente.
Con una ropa desgastada y hecha jirones, y un rostro desfigurado por
mordiscos y arañazos, era imposible reconocer quién era aquel hombre bajito y
regordete que se había unido al ejército de los muertos. Pero aquello carecía
de importancia por completo, lo único importante era que estaba allí, mirándome
con ojos vacíos y lanzando gemidos al aire.
—¿Cómo… cómo…? —balbuceé levantándome atropelladamente de la silla. No
podía entender qué hacía uno de aquellos monstruos dentro del hotel, y menos en
el primer piso.
El resucitado gruñó y comenzó a caminar hacia mí estirando las manos como
si tratara de agarrarme, y yo no pude evitar gritar. Muerta de miedo, salí
corriendo por otra de las puertas del restaurante y me dirigí a toda prisa de
vuelta a la suite presidencial.
—¡Hay un resucitado en el bufet! —chillé histérica y con el corazón
latiéndome a mil por hora en cuanto llegué y me encontré con Andrés.
—¿Qué? —exclamó incrédulo. Él también se había vestido, pero a diferencia
de mí, tenía en su uniforme una pistola con la que podía hacerse cargo de
aquellos seres.
—¡Un muerto viviente! ¡Se ha debido colar o algo! —gemí hecha un manojo de
nervios—. Tienes… tienes que ir y matarlo.
—Espera, ¿cómo que hay un muerto viviente de esos en el bufet? ¿Estás
segura? —volvió a preguntar tomándome por loca.
—¡Te lo estoy diciendo! —vociferé furiosa por su lentitud para reaccionar—.
Tú tienes una pistola, ve y mátalo… no puede quedarse suelto por aquí.
—¿No te lo habrás imaginado? —insistió tratándome como si fuera idiota—. A
lo mejor, por la resaca…
—¿Estás de coña o qué? —bramé acercándome a él y dándole un tirón para que
reaccionara—. Vamos, te lo demostraré.
Pistola en mano por si acaso tenía razón después de todo, salió de la suite
conmigo pegada a su espalda. No me hacía ninguna gracia estar allí fuera
después de saber que había un resucitado suelto, pero el muy idiota no quería
creerme, así que tendría que enseñárselo. Si sólo era uno e íbamos advertidos
no debía ser un problema, y en cuanto lo viéramos me creería, lo mataría de un
disparo y todo se acabaría.
Volví a recorrer el camino hasta el restaurante sin que el muerto diera
señales de vida, y cuando estuvimos allí por fin, lo único que encontramos fue
mi lata a medio comer tirada por el suelo por el arrebato histérico que sufrí al
salir corriendo.
—Aquí no hay nada. —sentención Andrés enfundándose el arma.
—Te juro que vi a un resucitado. —murmuré sin entender dónde podía
encontrarse el muerto. El hotel era grande, pero aquellos seres no eran muy
dados a esconderse, sino todo lo contrario, lo normal hubiera sido encontrarlo
en mitad del camino todavía intentando atraparme.
—No digo que mientas —dijo—. Pero quizá estás bebiendo demasiado
últimamente, eso puede hacer que veas cosas que no son reales.
“A lo mejor tiene razón” pensé avergonzada. No había ni el más leve rastro
de que por allí hubiera pasado un muerto viviente, “y sin embargo, yo habría
jurado…”
Empezaba a sentirme asustada de mí misma, y de lo que mi mente podía hacer
por encontrarse saturada de alcohol, cuando por la puerta lateral del
restaurante entró una figura alta, delgada y muy demacrada, con manchas de
sangre por todo su cuerpo casi desnudo y las tripas colgando de un agujero en
el vientre.
—¡Ah! —grité corriendo detrás de Andrés.
—¡Hostia! —exclamó él desenfundando la pistola y apuntando al resucitado
con ella.
Me tapé los oídos justo a tiempo para evitar que el disparo me
ensordeciera, y el cadáver andante cayó de espaldas al suelo con la cabeza
atravesada de un balazo, salpicando sangre por las mesas cercanas.
—Joder, era verdad… —murmuró Andrés mirando el resucitado que acababa de
rematar con los ojos como platos—. ¿Cómo ha podido entrar?
—No era ese —exclamé aterrorizada—. El mío era más bajito, y gordo… ¡No era
ese!
No lo era, y como no lo era, aquello sólo podía significar que había más de
un resucitado suelto, cosa que me daba mucho miedo. ¿Cómo habían logrado
colarse hasta subir al primer piso? ¿Por dónde lo habían hecho?
Al menos aquella vez Andrés me creyó sin poner tantas pegas como la
primera, de modo que no volvió a guardar su arma, pese a que ya no estábamos en
peligro.
—Coge… coge un cuchillo, por si acaso. —me indicó haciéndome un gesto hacia
la cubertería.
Me acerqué con la intención de agarrar el más grande que encontrara, pero
todos los cuchillos grandes habían desaparecido, únicamente seguían en su sitio
los cubiertos corrientes, que no cortaban ni mantequilla si no hacías mucha
fuerza.
—¡No hay cuchillos! —le informé cogiendo en su lugar lo más parecido que
pude a uno de verdad, un cuchillo de cortar carne que tenía sierra y la punta
afilada, pero que no medía ni quince centímetros—. Sólo he encontrado esto.
—Eso es mejor que nada. —aseveró.
Sin embargo, confiaba en que él pudiera encargarse del otro con la pistola,
porque si dependíamos de mi habilidad con un cuchillo diminuto estábamos
acabados, únicamente era una becaria mal pagada en la televisión pública, no
tenía ni idea de luchar contra muertos vivientes.
—¡Samuel! —recordé de repente—. Hay que avisarle de que hay resucitados en
el edificio. Él tenía su habitación en esta planta.
—Vale… esto es lo que vamos a hacer —replicó el guardia seguridad tratando
de organizarse—. Iremos hasta la habitación de Samuel para advertirle, si nos
encontramos por el camino con el resucitado, bien, si no, lo buscamos por toda
la planta entre los tres hasta encontrarlo y matarlo.
Asentí dando mi conformidad. De haber podido elegir, habría preferido
quedarme en mi suite, pero me parecía mal dejarle solo. Ambos teníamos miedo,
pero juntos el miedo era más fácil de llevar. Además, si le pasaba algo me
quedaría atrapada en mi habitación con un muerto viviente rondando por los
pasillos. Jamás me habría atrevido a volver a salir de ella.
Con el cuchillo en una mano, el hombro de Andrés en la otra y la mirada
puesta en todas partes, recorrí a su lado la distancia entre el restaurante y
la habitación de Samuel sin que el resucitado diera señales de vida… o de lo
que dieran señales esos seres. Al llegar llamamos a la puerta, pero nadie nos recibió,
así que él tuvo que utilizar su llave maestra para abrir la habitación.
—Bueno, aquí no está, y no me extraña. —sentenció Andrés al contemplar el
interior.
Quizá yo me había dejado llevar un poco con el alcohol, pero lo de Samuel
era mucho peor. Su habitación parecía un auténtico vertedero, había
chocolatinas y botellitas de licor del mini bar vacías por todas partes, varios
albornoces tirados por ahí, la cama deshecha, las sábanas manchadas y un
penetrante olor a orina que indicaba que no había utilizado el agua de las
bañeras para rellenar la cisterna del wáter, como habíamos hecho los demás.
Andrés tenía razón, nadie habría querido estar en una habitación como esa.
—¿Y ahora qué? —le pregunté, porque dentro del plan no habíamos valorado la
posibilidad de no encontrar a Samuel—. Si está por ahí y no lo sabe, podría
estar en peligro.
¿Pero dónde podía encontrarse? ¿En la piscina climatizada? ¿En el bar? ¿En
una habitación limpia durmiendo la mona de las botellitas de licor de otro mini
bar? No teníamos forma de saberlo.
—Iremos abajo, a la planta baja —propuso Andrés tras pensar unos segundos—.
Veremos qué es lo que pasa, por qué han entrado resucitados, solucionaremos lo
que sea y luego buscaremos al otro. Samuel ya aparecerá por alguna parte.
Me parecía un buen plan, aunque no me gustaba nada seguir dando vueltas por
allí con un muerto rondando. Sin embargo, algo había que hacer, había empezado
a recordar que aquel hotel, además de nuestra prisión era nuestro refugio, y si
los resucitados empezaban a colarse en él estaríamos perdidos.
Cogimos las escaleras, pero no llegamos a bajar del todo como estaba
previsto porque antes de poder hacerlo nos topamos de frente con una escena
escalofriante: toda la recepción del hotel se encontraba completamente invadida
de resucitados.
Tuve que taparme la boca con las manos para no gritar al contemplar
semejante espectáculo. Por lo menos veinte muertos vivientes daban vueltas por
allí, llegados de no sabía dónde.
—¡Madre de Dios! —gimió en voz baja Andrés tirando de mí hacia atrás para
que no nos vieran… sin embargo, fue demasiado tarde, algunos ya lo habían hecho
y no dudaron en señalarnos como su próxima comida—. ¡Corre! ¡Corre!
Tardé un segundo en recomponerme y obedecerle, pero en cuanto pude
reaccionar, salí corriendo escaleras arriba con él, perseguidos por una jauría
de resucitados rabiosos que querían hacer de nosotros su desayuno. Por suerte
no eran muy buenos subiendo escaleras, quizá por eso sólo un par de ellos
habían logrado llegar más arriba, y pudimos volver al pasillo del primer piso,
donde Andrés se detuvo en seco.
—¿Qué haces? ¡Vamos! —le urgí aterrorizada—. Tenemos que subir a la suite.
—No, si vamos hasta arriba nos acorralarán —señaló—. Vamos a la habitación
de Samuel, necesito… necesito pensar un momento.
Salimos corriendo hacia ella y nos encerramos tras su puerta en cuanto la
alcanzamos. Lo primero que hizo él fue sentarse en una de las sillas, mientras
que yo, demasiado nerviosa y asustada para imitarle, fui a abrir la ventana
para respirar un poco de aire fresco e intentar tranquilizarme.
—Vale… vale… —resopló Andrés mirando hacia el suelo—. Eran como unos
veinte, ¿verdad? Aún podemos limpiar este sitio, pero si no sabemos por dónde
han entrado…
—Sí que lo sabemos —le contradije. Estaba viendo por la ventana en ese
mismo momento el lugar por el que entraban, y no daba crédito—. Ven, mira.
Se acercó, y lo que vio le hizo quedarse tan estupefacto como me había
quedado yo. Con el bombardeo militar, la puerta principal del hotel había
saltado en pedazos, pero logramos colocar el furgón de la cadena bloqueando el
hueco para que no se colaran más. Sin embargo, el furgón había desaparecido,
dejando en su ausencia un agujero por el que los resucitados podían entrar sin
ningún obstáculo.
—El furgón —murmuró—. ¿Qué ha pa…? ¿Dónde está?
—Adivina —exclamé yo furiosa—. ¿Quién falta aquí? Samuel. ¡Se lo tiene que
haber llevado él! ¡Aquí no hay nadie más!
Ese maldito de Samuel debió desesperarse tanto que se marchó con el furgón,
no sólo dejándonos atrás, sino llevándose también la única barrera que mantenía
a los resucitados fuera. ¿Cómo podía alguien ser tan egoísta?
—Espera, mira eso. —me advirtió Andrés señalando hacia la entrada del
garaje del hotel. Estaba cerrada, lo cual era raro porque se había quedado
abierta después de que entráramos por ella, y probablemente su interior estaría
lleno de muertos vivientes… pero ellos no cerraban puertas.
—¿Insinúas que…? —pregunté sin llegar a completar la frase.
—Que ha metido el furgón en el garaje —asintió—. No sé por qué, pero lo ha
hecho.
Yo tampoco entendía por qué. Quitando el vehículo de la puerta sólo había
logrado que los muertos nos invadieran, y si no se había ido, estaba tan en peligro
como nosotros. También había otras señales que todavía no lograba encajar del
todo, como que en el restaurante faltara mucha comida, y algunos cuchillos…
—¡Tenemos que bajar al garaje! —le advertí al darme cuenta de cuáles eran
los planes de Samuel—. ¡No se ha ido, pero va a largarse!
—¿Qué? ¿Cómo puedes saber eso? —replicó Andrés incrédulo.
—Hace como dos días que no vemos a Samuel, ha tenido tiempo de hacer
cualquier cosa. Creo que ha limpiado de muertos el garaje para poner a punto el
furgón, y la comida que faltaba en el restaurante es porque necesitará
provisiones. ¿No lo ves? ¡Va a irse y a dejarnos aquí invadidos por los
resucitados! ¡Tenemos que bajar al garaje antes de que lo haga!
—¿Y cómo pretendes que bajemos con lo que hay en la entrada? —inquirió él.
—¿No hay alguna otra forma de bajar que no suponga atravesar la recepción? —le
pregunté acongojada. La cabeza me dolía demasiado para seguir pensando—. Una
escalera de servicio o algo que nos lleve directos al garaje.
—¡Eso! —exclamó asintiendo con la cabeza—. La escalera de incendios lleva
hasta el garaje, y como sólo se acceder a ella desde puertas cerradas, los
muertos no han podido llegar aún.
—¡Entonces vamos! —le apremié.
—Pero los resucitados ya deben haber subido a esta planta. —objetó él.
Por un segundo me había olvidado completamente de que aquellos seres nos
perseguían escaleras arriba. Íbamos a tener que abrirnos paso a través de ellos
para llegar hasta la de incendios.
“Será mejor que este estúpido cuchillo sirva para algo” pensé mirando la
mísera arma con la que me tocaba luchar contra los muertos vivientes. Aunque en
realidad le echaba la culpa al cuchillo para no echármela a mí misma. Aquellos
seres seguían produciéndome pánico.
Andrés encabezó la marcha, y pistola en mano abrió la puerta de la
habitación y salió al pasillo. Cuando se aseguró de que estaba despejado, me
hizo un gesto y le seguí. De tan nerviosa como estaba las manos me temblaban
descontroladas, saber que había resucitados por ahí y no poder verlos era casi
peor que tenerlos enfrente… pero solamente casi.
Nos topamos al primero junto a la entrada al restaurante. Irónicamente se
trataba del que me encontré precisamente allí mientras desayunaba, el tipo
bajito y regordete que casi había conseguido que me meara encima del susto.
Andrés no tuvo piedad de él y le voló la cabeza de un balazo.
—¡Mierda! Esto atraerá a los demás. —maldijo al darse cuenta de que el
ruido no era nuestro aliado. En cuanto hubieran escuchado el disparo, los demás
se dirigirían hacia su origen como máquinas programadas para exaltarse por
cualquier ruido.
—Démonos prisa antes de que lleguen. —le supliqué muerta de miedo.
Apenas logramos andar un par de pasos antes de que una pareja de muertos
apareciera doblando la esquina del pasillo, con sus rostros cadavéricos
mirándonos con ansias asesinas y manchas de sangre por todas partes.
—¡Mátalos! ¡Mátalos! —grité mientras Andrés disparaba dos veces y ambos
caían abatidos al suelo, definitivamente muertos.
—Sin balas. —anunció quitándole el cargador a la pistola.
—¿Sólo te quedaban tres? —le recriminé espantada. Nos encontrábamos en
mitad de un pasillo donde podían aparecer resucitados en cualquier momento y no
teníamos ningún arma de verdad con la que defendernos.
—Hay otro cargador en la garita —se disculpó—. Pero no podemos llegar hasta
ella sin bajar a la planta baja… lo siento.
—¡Genial! —bufé—. ¿Y qué hacemos ahora?
—Bueno, no desesperes, dame el cuchillo. —me pidió.
Se lo entregué y seguimos caminando hacia la escalera de incendios, pero
tanto él como yo sabíamos que aquella era un arma completamente inútil. ¿De qué
forma iba a machacarle el cerebro a un muerto viviente con un cuchillo de quince
centímetros de filo? Afortunadamente para ambos alcanzamos la puerta de la
escalera sin toparnos con ningún otro resucitado con quien probarlo.
—Ya estamos a salvo. —anunció Andrés aliviado, aunque no tanto como yo, que
me habría tumbado allí a pasar el resto de la resaca de no ser porque Samuel
estaba a punto de traicionarnos.
Bajamos rápidamente hasta la planta baja por la escalera de emergencia.
Allí, Andrés se aventuró a abrir ligeramente la pesada puerta que salía
directamente a la recepción para echar un vistazo… no la tuvo abierta ni un
segundo antes de volver a cerrarla.
—Han entrado más. —dijo poniéndose muy pálido.
—El ruido de los disparos y el movimiento de los que nos perseguían debe
haberlos atraído desde fuera. —me imaginé yo, que de alguna manera ya me había
esperado que sucediera algo así, aunque ese hecho no hacía que me sintiera
mejor, sino más bien me hacía pensar que, en cuanto pillara a Samuel, iba a
matarlo por idiota.
Seguimos bajando hasta alcanzar al garaje, donde Andrés volvió a mirar por la
rendija de la puerta antes de abrirla del todo y que ambos pudiéramos salir.
Lo primero que me llamó la atención fue que en el suelo hubiera cadáveres
desperdigados aquí y allá, cadáveres que, además de componer una imagen
terrible, apestaban tanto que estuve a punto de vomitar allí mismo. Aunque pude
contenerme, no me hizo sentir mucho mejor que su presencia confirmaba mis
sospechas: Samuel se había dedicado a limpiar el garaje, aunque todavía no
comprendía el motivo de haber metido el furgón allí en lugar de coger la comida
y marcharse sin más.
Éste se acabó haciendo evidente cuando, recorriendo la zona para buscarle
acabamos topándonos con el furgón de la cadena. Tuve que tragar saliva al ver
que alguien lo había tuneado chapuceramente para ser algo así como una quitanieves,
pero de resucitados. En la parte frontal había dos láminas metálicas, que
parecían sacadas de la carrocería de algún otro coche, atadas en forma de cuña,
los lados habían sido reforzados clavando otras planchas metálicas en las
partes que los bombardeos debilitaron, y hasta el parabrisas roto fue
remplazado por otro nuevo. Es más, si no me fallaba la memoria, aquellas no
eran las ruedas que tenía cuando llegamos con él.
Junto a aquella obra maestra de la ingeniería y la demencia había varios
coches desguazados de los que debían haber salido las piezas para las remodelaciones.
—Para esto quería el furgón y tener limpio el garaje —dedujo Andrés tan sorprendido
como yo—. Pretende construir un vehículo con el que escapar de la ciudad por la
fuerza.
—¡Exacto! —exclamó una voz a nuestra espalda que nos hizo dar un respingo a
ambos.
—¡Samuel! —gemí asombrada al verle aparecer con dos escobas en la mano. Ambas
llevaban atadas sendos cuchillos en sus mangos… cuchillos que, si no me
equivocaba, eran los que había buscado en el restaurante y no logré encontrar.
El cámara tenía un aspecto muy desmejorado. No sólo era que no se hubiera
bañado ni afeitado en días, también parecía tan pálido y demacrado como si no
hubiera comido en toda la semana, y sus ojos brillaban febriles, como los de un
demente.
—¿Qué has hecho? —le pregunté un poco asustada por verle de aquella guisa—.
Has dejado que los muertos entren en el hotel, ahora hay decenas de ellos en la
recepción.
—¿Decenas? Mala suerte… —replicó—. Era necesario, necesitaba el furgón para
salir de aquí.
—¡Podrías habernos dicho algo! —le recriminó Andrés—. Te podríamos haber
ayudado, entre los tres habríamos limpiado el garaje más fácilmente, y a lo
mejor también encontrado una forma de evitar que los resucitados de fuera
entraran.
—¿Por qué estás haciendo esto? —inquirí—. ¿Querías irte sin nosotros?
—¿Pretendía? No, todavía lo pretendo —contestó—. Lo siento mucho, pero sólo
hay espacio para uno, sólo hay comida para uno… vosotros podéis quedaros en la
habitación copulando como animales si queréis, es lo que lleváis haciendo toda
la semana, pero el menda se larga.
—Si te vas sin nosotros, nos estás matando —le dije intentando hacerle
entrar en razón. No me pareció que estuviera actuando con demasiada lucidez en
ese momento y quería hacérselo ver—. No tenemos forma de huir, y tú has dejado
entrar a los resucitados. El hotel ya no es seguro.
—Mala suerte —repitió—. Haber buscado la forma de salir en lugar de andar
fornicando por las esquinas. ¿Sabéis la historia de la cigarra y la hormiga?
—¿Y tú sabes lo que es una pistola? —bramó Andrés sacando su arma y
apuntándole con ella.
El gesto hizo dudar a Samuel, que no sabía que estaba completamente
descargada.
—Sí que lo sé, tu compañero Pascual también tenía una, ¿recuerdas? —replicó
sacando otra pistola de debajo de su abrigo y encañonando a Andrés con ella.
Viendo que su farol no se sostenía, el guardia de seguridad soltó la suya y
levantó las manos. Yo hice lo mismo por si las moscas, aunque no iba armada.
—Vamos, Samuel, llevamos casi dos años trabajando juntos —le recordé
intentando apelar a su conciencia—. ¿Vas a dejarnos aquí sin más?
Mi súplica sirvió para que volviera a dudar durante un par de segundos,
durante los cuales creí que al final todo acabaría saliendo bien… no podía ni
imaginar cómo de equivocada estaba.
—Tienes razón. —asintió, para acto seguido disparar contra Andrés, que cayó
al suelo lanzando un gemido y con una bala en el pecho.
Horrorizada salté a un lado, pero no tuve mucho tiempo para asimilar lo que
acababa de pasar porque Samuel me apuntó dispuesto a matarme también, y a duras
penas alcancé a salir corriendo hacia la puerta para evitarlo.
—¡No te resistas! —gritó disparando una vez más—. ¡Es lo más piadoso!
Una bala chocó contra la puerta de la escalera de incendios justo un
segundo antes de que la alcanzara. En cuanto estuve al otro lado de ella, la
cerré y atranqué para que ese loco no pudiera seguirme, y luego corrí escaleras
arriba sin pensar siquiera hacia donde me dirigía.
A la altura de la planta baja me detuve para escuchar si Samuel me
perseguía, pero me encontré con que la puerta que salía a la recepción estaba
siendo golpeada desde el otro lado, y a juzgar por cómo oscilaba, no tardaría
en abrirse.
—¡Dios, Dios…! ¡Dios! —gimoteé buscando algo con lo que bloquearla. Sin
embargo, antes de que pudiera hacer nada reventó, y una avalancha de muertos
vivientes atravesó el umbral.
Grité y me lancé escaleras arriba, hasta el último piso, donde se
encontraba la suite presidencial, el último lugar que creía seguro. Sin la
llave maestra de Andrés tampoco podía intentar colarme en ninguna otra
habitación, así que no tenía elección.
“Esto está mal” pensé agotada de subir escaleras, pero con la amenaza de
los resucitados siguiéndome muy presente, “esto está muy mal…”
Alcancé mi piso resoplando por el cansancio y salí al pasillo cerrando la
puerta de la escalera tras de mí con la esperanza de que aquello los retuviera
un poco. Cuando entré en la suite, atranqué la puerta y me dejé caer en el
suelo allí mismo, apoyando la espalda contra ella.
No pude evitar echarme a llorar por lo desesperado de mi situación: Andrés
había muerto, Samuel estaba loco y me iba a abandonar allí, en un hotel lleno
de muertos vivientes que me andaban buscando, encerrada en una habitación sin
comida en la que no sabía cuánto tiempo podría resistir.
No me levanté de allí hasta que algo golpeó la puerta al otro lado, sobresaltándome
tanto que hasta me hizo gritar… los resucitados me habían encontrado.
Al golpe le siguió otro, y luego otro más. no creía que los muertos fueran
a tener fuerza suficiente como para romper esa puerta, a fin de cuentas estaba
en la suite presidencial, y aquel armatoste de madera debía ser más caro que
todo el estudio donde yo vivía antes, pero aun así me sobrevino un repentino ataque
de nervios al sentirme completamente atrapada.
“Piensa, piensa” me dije intentando tranquilizarme para poder pensar con un
poco de claridad.
Lo primero que hice fue apartarme de la puerta y salir a la terraza, donde
el sonido de los golpes y los gruñidos no me acabarían sacando de quicio. Una
vez allí, mientras daba vueltas de un lado a otro buscando algo que pudiera
salvar la situación, se me ocurrió que trepando por la pérgola podía alcanzar
la terraza, donde los muertos vivientes no podrían seguirme de ninguna manera, aunque
estaría a la intemperie. Sin embargo, a lo mejor desde allí podía llegar a
bajar a alguna otra habitación, otra que por lo menos tuviera la nevera de la
habitación todavía llena de chocolatinas y demás guarrerías que me permitieran
aguantar un poco más y diseñar un plan mejor.
Sin tener que repetírmelo dos veces, comencé a trepar por la pérgola ayudándome
de la mesa y las sillas de la terraza. No quería pensar en lo que iba a pasar
cuando también me quedara sin chocolatinas en la nueva habitación, o si no
podía llegar hasta ella, porque los resucitados no iban a irse a ninguna parte,
y no parecía tampoco que nadie fuera a rescatarme. Como mucho, podría intentar
bajar a la calle por las escaleras exteriores de la terraza, pero eso me
dejaría en pleno centro de Madrid sola y desarmada, y lo cierto era que eso no
suponía una gran mejora con respecto a mi situación en aquellos momentos.
El sonido de un vehículo moviéndose en la calle fue lo primero que llamó mi
atención una vez llegué a lo alto, junto al mensaje del suelo en el que pedíamos
ayuda. El furgón de la cadena, tuneado y conducir por Samuel, salió a toda velocidad
del garaje del hotel embistiendo a cuanto muerto viviente se interponía en su
camino. El plan de ese loco hijo de puta estaba funcionando, pronto doblaría
por alguna calle y le perdería de vista.
“Ojalá se te pinche una rueda, cabrón” le deseé resentida por haber sido
abandonada y el intento de asesinato, “ojalá esos gilipollas podridos te chupen
hasta el tuétano de los huesos”.
El furgón se acabó perdiendo en la distancia. No tenía forma de saber el
destino de Samuel, si se dirigiría a la zona segura o se alejaría de la ciudad
todo lo que pudiera en busca de un lugar más tranquilo, lo único que sabía era
que el mío estaba en aquel hotel, para bien o para mal.
Suspiré profundamente y me senté en el suelo del tejado para contemplar el
paisaje. Si no miraba hacia abajo, al territorio de los muertos, la vista de
los edificios de Madrid resultaba hasta hermosa.
No fui consciente de cuánto tiempo estuve anonadada observando aquella
estampa, pero un nuevo ruido me despabiló e hizo que comenzara a buscar su
origen con la mirada.
—¡Helicóptero! —exclamé en voz alta reconociendo por fin un puntito negro
moviéndose por el cielo en la distancia. Inmediatamente me puse en pie y
comencé a dar saltos y agitar los brazos para llamar su atención—. ¡Aquí! ¡Eh,
aquí!
Ya me creía salvada, porque aunque no lograran verme bien a mí, había un
enorme cartel pidiendo ayuda en el tejado que seguro que no les pasaba
desapercibido. Por su aspecto sólo podían ser del ejército, así que tenían que
estar dirigiéndose a la zona segura, donde estaba mi gente.
Sin embargo, tras el primer helicóptero otros dos le siguieron, y momentos
después tres más se unieron a los anteriores, formando entre todos un triángulo
que se movía veloz por el cielo en dirección oeste.
“Un momento” me dije al darme cuenta de que algo no encajaba…
Aquellos helicópteros iban hacia el oeste, por lo que tenían que venir del este,
pero la zona segura no se encontraba al oeste de mi posición, sino precisamente
en el lugar desde donde ellos habían salido…
—¡Oh Dios! —gemí cayendo de rodillas al suelo al darme cuenta de lo que
pasaba.
No iban a la zona segura, huían de ella…
Buenísimos relatos, tanto este como el de Rafael Márquez. Después de haber leído del tirón "El lamento de los vivos" y "Preludios y orígenes" es muy de agradecer que vayas subiendo estos relatos al blog. Me quita un poco "el mono" mientras espero con ansia la publicación de la siguiente novela.
ResponderEliminarGracias ;-)
Muchas gracias. Si todo va bien espero tener la siguiente para navidades, como he dicho muchas veces por aquí ya la tengo escrita y estoy en fase de revisión. Pero mientras tanto seguiré subiendo relatos periodicamente para hacer un "Preludios y Orígenes 2"
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