12 de enero
de 2013, 23 días después del primer brote, 3 días antes del Colapso Total.
Néstor
García: Parte 3
—Se nos acababa la batería de los celulares, era ahora o nunca. —se
justificó Raúl, que junto a Héctor y los suyos habían formado una piña
inseparable después de haber encabezado la pelea contra los infectados que
acabó limpiado la residencia de su inmunda presencia.
El grupito había tomado el mando de todos los que seguíamos vivos allí, y lo
cierto era que eso me tenía las pelotas muy llenas. Sin consultar a nadie,
habían comenzado a tomar decisiones que nos afectaban a todos, como la de
llamar a la radio aquella misma tarde, o la de racionar la comida. Aquello me
molestaba especialmente porque yo también había participado en la limpieza de
infectados, pero habían pasado de mí como de la mierda a la hora de formar su pandilla.
Por lo visto, que mi amigo Diego muriera en esa lucha no significaba nada.
—Sólo hicimos lo que pensamos mejor —añadió Sofía, también parte de la
cuadrilla—. No veo qué puede tener de malo llamar para pedir ayuda, mucha otra
gente lo ha hecho.
Durante los últimos días, el único programa de radio que quedaba en el aire
era uno donde gente de la ciudad que seguía atrapada llamaba para informar de
su situación a los oyentes y pedir ayuda. En realidad no me parecía mal que
hubieran llamado, pero me pareció muy feo que lo hicieran sin hablarlo antes
con nadie.
—E hicisteis bien, al menos ahora sabrán allá fuera cómo estamos. —dijo
alguien de la multitud, y a sus palabras las siguió un murmullo de
asentimientos por parte de los demás.
Dentro de la residencia quedábamos tan sólo unas veinte personas vivas,
pero no conocía personalmente ni a la mitad de ellos. Era curioso que, como cinco
eran parte del grupo de Raúl y Héctor, nuestro grupo tuviera un líder por cada
cuatro seguidores. Aquella huevada también conseguía sacarme completamente de
mis casillas.
No quise replicar nada por no ganarme más miradas de reproche, que bastantes
de esas había tenido ya los días anteriores cuando intenté convencer a todos de
que los muertos vivientes no necesitaban haber sido mordidos para convertirse.
Llegué a ese descubrimiento gracias el cadáver de Alberto, mi viejo compañero
de habitación. Tras una profunda inspección de su cuerpo después de que se
reanimara e intentara atacarme, comprobé que no tenía ninguna herida que
hubiera podido infectarle.
Quise explicarles aquello a todos los demás, pero me tomaron por loco. En
la televisión habían dicho que la única forma de infectarse era mediante el
mordisco de uno de ellos, o por estar en contacto con otro infectado, así que
no estuvieron dispuesto a creer otra cosa sólo porque se la dijera yo… o quizá
sólo porque esa verdad les parecía demasiado incómoda como para asimilarla,
bastante miedo habíamos pasado ya como para añadir que los cadáveres caníbales surgieran
de la nada.
Pero el hecho era que Alberto se transformó en uno sin haber tenido
contacto alguno con otro, así que algo raro estaba pasando.
—¿Y qué vamos a hacer con el agua? —preguntó una chica desde una esquina.
—¡Eso! ¿Qué pasa con el agua? —se unió otra voz.
Aquella misma tarde perdimos el suministro, algo que podía llegar a ser muy
problemático de cara al futuro porque nos dejaba sin nada que beber y sin poder
utilizar los baños. En esas condiciones, el tiempo que podríamos aguantar
dentro del edificio se reducía considerablemente.
—Lo revisamos de arriba abajo —les informó Héctor que, como siempre, iba
armado con un bate de baseball, aunque no fuera a utilizarlo para nada—. No es
problema del edificio, debieron cortar el suministro.
—¿Cómo carajo se les ha ocurrido cortarlo? —exclamó una chica indignada.
—No se les ocurrió, fueron los infectados —replicó alguien—. Igual que la
luz el otro día.
—Ya veremos cómo solucionamos esto —intervino Raúl apaciguando los asustados
cuchicheos que esas palabras provocaron—. Pero por hoy ya es bastante, vayámonos
todo a dormir, por favor.
Me marché con los demás de vuelta a nuestras habitaciones. Sin embargo, y a
diferencia de ellos, yo no estaba demasiado convencido de que aquello tuviera
solución alguna en realidad. Por mucho que lo quisieran, no tenían el poder de
conseguir que el agua volviera a fluir si habían cortado el suministro en toda
la ciudad, y sitiados dentro de la residencia no había forma de salir a conseguirla
a ningún otro lugar.
—Qué mal todo, ¿verdad? —se estremeció Roberto, el compañero de habitación
del fallecido Diego—. Espero que llamar a la radio sirva para algo y que nos
envíen ayuda.
—Pues sí. —En eso sí estábamos de acuerdo todos—. Ya nos han puteado
bastante, ¿no te parece?
Me despedí de él cuando entré a mi dormitorio, donde todavía se encontraba
la cama plegable en la que había dormido Alberto hasta el momento en que murió.
Como no podíamos salir a la calle, y había muchos cuerpos de los que
deshacerse, tiramos tanto a los muertos vivientes atacantes como a nuestras
bajas de lo alto de la terraza de la residencia al exterior… incluido el de mi
compañero de habitación. Era un final tan de mierda para esa gente que prefería
no pensar demasiado en ello.
Sin luz, y con cualquier aparato eléctrico ya totalmente descargado, no
tenía nada que hacer una vez caída la noche, así que me tumbé a dormir y a
esperar las putadas que nos trajera el nuevo día.
Pese a que hacía un calor del carajo, había que dormir con la ventana
cerrada para que el sonido de los muertos vivientes de abajo no te volviera
loco, porque ese montón de mamones putrefactos se pasaba el día gruñendo y gimiendo,
y ese era un sonido que podía sacarte de tus casillas si lo escuchabas
demasiado tiempo.
Aquella noche, debido precisamente a eso, apenas pude dormir. No sabía si
los escuchaba de verdad o solamente los sentía en mi cabeza por saber que
estaban allí fuera, esperando una oportunidad para colarse dentro y cometer
otra carnicería, pero no conseguí quedarme dormido hasta bien avanzada la
noche.
Era en momentos como ese cuando echaba de menos mi portátil, que seguía
descargado sobre la mesita de luz. En cualquier otra circunstancia me habría
metido en algún juego hasta que me entrara el sueño, pero hasta eso habían
logrado arrebatarme los muertos.
Por la mañana me hizo dar un bote en la cama la atronadora bocina de un
camión. Mi reacción instintiva fue envolverme la cabeza con la almohada para
taparme los oídos y tratar de volver a quedarme dormido, y no fue hasta que
escuché pasos corriendo por el pasillo cuando me di cuenta de que la bocina de
un camión significaba que había un camión fuera… y eso a su vez podía querer
decir que por fin había llegado la ayuda que tanto esperábamos.
Me levanté de un salto y busqué la ropa para comenzar a vestirme. Todavía
estaba atándome un zapato cuando vi por la ventana un enorme tráiler aparcado
junto al muro del jardín de la residencia. Me quedé absorto observando como de
él se bajaba un grupo de por lo menos diez personas, todos armados con fusiles
de asalto, y comenzaban a abrir fuego contra los muertos vivientes cercanos que
abarrotaban la calle. Era un grupo extraño, y pese a que algunos llevaban botas
y pantalones militares, no parecían ser del ejército.
Si alguien me hubiera preguntado, habría dicho que aquellos tipos formaban
un grupo de mercenarios.
Los hombres estaban dirigidos por un tipo rechoncho, moreno y con un
pequeño bigote, que portaba una bandolera llena de balas cruzada por delante
del pecho y una pistola en cada mano. Con suma facilidad se deshicieron de
todos los muertos que se les acercaron por la calle, y luego comenzaron con los
del patio. Al mismo tiempo, el conductor del tráiler encajó la parte trasera
del vehículo en el hueco de la entrada de la residencia, de modo que bloqueaban
el paso desde fuera al interior de cualquier infectado que apareciera por allí
para sustituir a los que estaban matando.
Terminé de atarme el zapato y me puse en pie preparado para bajar con los
demás, que en cuanto vieron que aquellos recién llegados habían limpiado el
patio salieron a recibirles como si fueran sus salvadores. Me fastidió
descubrir que los que encabezaban la marcha eran Raúl y Héctor.
“¿A estos quién los ha nombrado también portavoces?” pensé con resentimiento
viéndoles acercarse al gordo con una mano extendida en señal de saludo.
Lo que no me esperaba para nada fue la respuesta de aquel tipo. Sin más
preámbulos, agarró su arma y la descargó contra Héctor, al que no le sirvió de
nada su bate de baseball cuando cayó de espaldas al suelo con una bala incrustada
en la cabeza.
—¡La concha de…! —exclamé mientras abajo todo se transformaba en locura.
Mis compañeros, asustados, comenzaron a correr de vuelta al interior del
edificio, perseguidos de cerca por aquellos hombres que, lejos de venir a
ayudar, más bien parecían haber acudido a todo lo contrario.
“¡La madre que los parió con sus llamadas a la radio!” me dije asustado. Aquello
tenía pinta de ser el ataque de un grupo de saqueadores que, tras haber
escuchado nuestra llamada de socorro, consideraron que un grupo de estudiantes
y refugiados indefensos y asustados sería fácil de desvalijar.
Dentro de mi habitación estaba a salvo por el momento porque no me habían
visto, pero no creía que fueran a irse antes de inspeccionar de arriba abajo todo
el edificio. Escuché algunos disparos más en los pisos inferiores, y decidí que
lo más sensato era esconderme. Aunque ya sabía por experiencias anteriores que
no era una persona de acción, de haberlo sido tampoco me habría planteado
plantarles cara cuando mi única arma era un destornillador y ellos tenían
fusiles… fusiles que seguramente habrían robado al ejército, si es que ellos
mismos no eran militares renegados.
No tenía demasiadas opciones a la hora de elegir un escondite. Encerrándome
en el baño me encontrarían en cuanto intentaran abrirlo, así que o me metía
dentro del armario, o bajo una de las camas.
Acabé eligiendo la cama, aunque sólo fuera porque al menos desde allí
podría verles si lograban entrar.
No tardaron en llegar a mi planta. Precedidos por gritos y pasos de gente
corriendo, comenzaron a aporrear las puertas y a sacar de allí a cualquier que
no estuviera ya fuera. Aunque podía escuchar los sollozos y protestas de mis
compañeros de residencia, no parecía que estuvieran disparando contra nadie más,
lo que me tranquilizó un poco. Si sólo querían robarnos, que se llevaran lo que
les viniera en gana y se fueran, pero que no nos hicieran daño.
La puerta de mi habitación saltó por los aires de una tremenda patada que
un tipo moreno, corpulento y con una cinta azul en la frente le propinó sin
ningún pudor. Me acurruqué en la esquina de la pared temblando como un cobarde
y rezando porque no decidieran mirar debajo de la cama. El hombre, acompañado
por otro aún más corpulento que él y con un denso bigote, entraron a la
habitación, pero antes de que pudieran comenzar a registrarla se escuchó el
grito de una chica fuera, y ambos se volvieron atraídos por él.
—¡Que no se escape esa! —exclamó el más grande dando una zancada hacia el
pasillo, seguido inmediatamente por su compañero.
Por un segundo volví a quedarme sólo, mientras allí afuera una pobre chica
gritaba aterrorizada. Aunque sonara egoísta, lo único en que podía pensar era
que quizá, si tenía suerte, gracias a eso se olvidaran de mi habitación y no volvieran.
Sin embargo, de improviso una chica distinta entró corriendo, respirando con
dificultad y con ojos llorosos. Desesperada, buscó con la mirada en todas
direcciones, y en cuanto vio la misma cama bajo la que yo me escondía se
abalanzó al piso para meterse allí también… no pudo evitar soltar un grito
cuando vio que yo ya me encontraba allí abajo, ocupando su escondite.
Antes de que ninguno pudiera reaccionar, alguien tiró de ella hacia atrás y
la puso en pie.
—¿A dónde creías que ibas? —preguntó una voz burlona. Los dos tipos habían
vuelto—. Sácala con las otras, vamos, no tenemos todo el puto día.
Arrastrándola de los pelos mientras pataleaba y gritaba rogando que la soltaran,
se la llevaron de nuevo fuera de la habitación, y luego la cerraron dando un
portazo.
“¿Qué carajo le pasa a esta gente?” pensé con aprensión. No conocía a
aquella chica, pero por la edad debía ser una de las estudiantes que estaban en
la residencia desde el principio. Ignoraba cuáles eran sus planes con respecto
a ella, pero tenía un mal presentimiento.
La parte buena era que ya se habían ido. Habían cerrado mi habitación
pensando equivocadamente que allí no había nadie más, y por supuesto yo no tenía
intención de sacarles de su error. No era que no me importaran mis compañeros,
pero no había nada que pudiera hacer por ellos, así que sólo me quedaba estar
agradecido por no ir a compartir su destino por el momento.
Sólo cuando los pasos se apagaron totalmente en el pasillo me atreví a
salir de debajo de la cama. Tenía los nervios a flor de piel por culpa de todo
lo que estaba pasando, así que tuve que sentarme para intentar calmarme un poco
y que no me diera un infarto.
“¿Por qué diablos me tiene que pasar todo esto?” me lamenté llevándome una
mano al pecho. Todavía tenía a medio curar las heridas de cuando los muertos
vivientes entraron a jodernos, pero lo último que habría esperado era que
apareciera gente viva, salida de no sabía dónde, a empeorarlo todo. ¡Esos tipos
habían matado a Héctor a sangre fría!
Unos disparos en la calle me sacaron de mis cavilaciones y llamaron mi
atención. Como no quería que alguien acabara viéndome, asomé la cabeza por la
ventaja tan sólo lo justo para poder ver qué estaba ocurriendo abajo… y lo que vi
no me gustó nada de nada.
La redada había terminado rápidamente al no encontrar apenas resistencia, y
en ese momento los asaltantes estaban sacando al patio toda la comida y el agua
que teníamos, así como el material médico que dejaron los militares antes de
morir, y lo subían a su enorme tráiler. Más o menos la mitad de ellos mantenían
vigilados a los que debían ser todas las personas que quedaban vivas en la
residencia, excepto yo. Asustados y llorosos, los habían dividido en dos
grupos, en uno estaban los hombres y en el otro las mujeres.
—¡Venga, sube eso! —bramó el gordo que les dirigía, que tenía acento
mejicano, a uno de los que estaban subiendo al camión la comida robada.
—Ha sido un viaje provechoso. —afirmó otro, éste de los que vigilaban al
grupo de chicas.
—Y tanto que sí —asintió el mejicano acercándose a ellas—. Tráeme a esa.
El hombres se metió entre ellas, que gritaron y sollozaron aterradas, y
agarró del brazo a una hasta sacarla del montón… era Sofía.
—Qué rica estás, niña. —exclamó el gordo agarrándola de la cara.
—¡Suéltame, cerdo! —bufó ella intentando resistirse, pero el hombre que la
sujetaba lo hacía con fuerza—. ¡Ni se te ocurra tocarme!
—Oh, voy a hacer algo más que tocarte —sonrió el jefe—. Ponédmela de
rodillas, voy a enseñarle modales a esta guarra.
Algunos de los suyos rieron, las chicas sollozaron con más fuerza y el
grupo de hombres se revolvió incómodo, pero Sofía se mantuvo firme y no dobló
las rodillas hasta que no la obligaron entre dos a hacerlo.
—Ahora vas a aprender a hablarme con respeto. —le dijo el mejicano
bajándose la cremallera del pantalón y agarrándole la cabeza.
Me aparté de la ventana para no tener que ver aquello… ¿qué mierda le
pasaba a esa gente? ¿No tenían bastante con robarnos todo lo que teníamos?
¿También tenían que hacer esas cosas?
No volví a mirar hasta que escuché un grito. El mejicano saltaba de un lado
a otro, cubriéndose con las manos la entrepierna, mientras que Sofía seguía de
rodillas en el suelo, sujeta con más fuerza todavía por los dos hombres que la
mantenían quieta contra el piso.
—¡Hija de puta! —bramó el gordo desenfundando una de sus pistolas.
Cuando la disparó, el cuerpo de Sofía cayó de espaldas, provocando que
muchas de las chicas gritaran. Durante un segundo todos se quedaron
paralizados, incluido yo, que no podía creerme lo que estaba viendo, ni tampoco
la suerte que tenía por no tener que vivirlo en primera persona.
—¡Cogedlo todo, nos vamos! —ordenó el jefe, todavía dolorido, volviéndose
hacia el tráiler.
—¡A ver, pandilla de maricones! —llamó el tipo más corpulento de los dos
que habían entrado en mi dormitorio, que era uno de los que vigilaba al grupo
de hombres—. Nos llevamos la ropa también, así que quitaos hasta el último
calcetín. ¡Ya!
Encañonados por fusiles de asalto, no les quedó más remedio que obedecer, de
modo que aterrorizados y humillados fueron desnudándose y entregándoles la ropa
hasta quedar todos completamente en pelotas en mitad del patio.
—¡Panda de maricas! —rio el saqueador mientras otros dos se ponían a su
lado y los demás comenzaron a recoger la ropa del suelo.
En cuanto la última prenda fue metida en el camión, los tres prepararon sus
fusiles de asalto y, sin mediar palabra, abrieron fuego contra el grupo.
Pude apartar la vista a tiempo, pero eso no evitó que escuchara los gritos,
tanto de los que estaban siendo acribillados como de las mujeres que lo estaban
presenciando.
Las manos me temblaban descontroladas por el miedo… no podía entender por
qué estaba pasando eso, ¿qué necesidad tenían de matar a nadie?
—¡Venga! ¡Esto va a llenarse de podridos enseguida! —exclamó el mejicano—.
Subid a las chicas y nos vamos.
A punta de pistola, y con muy malos modos, las obligaron a todas a subir al
tráiler, y en cuanto estuvieron listos se metieron dentro ellos también, lo
cerraron y con un gran estruendo arrancaron el motor. Pude ver como el enorme
vehículo se alejaba por la calle, llevándose por delante un par de muertos
vivientes y dejándome completamente solo en la residencia.
En el patio, un mar de sangre y cuerpos se amontonaba en el lugar donde habían
fusilado a los hombres. Me sentí a punto de desmayarme sólo de pensar que yo podría
haber acabado allí también... aunque quizá no hubiera sido tan malo porque,
pese a que ignoraba el destino de las chicas a las que habían secuestrado, no
creía que los muertos fueran a envidiarlas.
Todavía conmocionado por lo que veían mis ojos, e intentando asimilar todo
lo ocurrido, me di cuenta de que los muertos vivientes estaban empezando a
volver a la calle que previamente habían limpiado los saqueadores al llegar.
Después de que encajara la parte trasera del tráiler en él hueco de la puerta,
ésta había quedado abierta, así que podían acabar entrando al edificio, porque
dudaba que hubieran cerrado también la puerta de acceso desde el patio antes de
marcharse.
Aunque no me sentía con fuerzas para hacerlo, sabía que no tenía otra
opción que bajar e intentar cerrarla para que los muertos andantes no pudieran
entrar, de modo que me armé con mi destornillado y corrí lo más rápido que pude
hacia las escaleras.
En los pasillos no había señales de lucha, más allá de algunos balazos en
las paredes y las marcas que se dejaron cuando lo limpiamos de muertos
vivientes. De aquello deduje que, pese a lo que le hicieron a Héctor, la
intención de los saqueadores era capturarnos vivos… en el caso de las mujeres
estaba claro, pero en el de los hombres quizá sólo de debiera a que no querían
agujerear la ropa que pretendían robar.
Llegué hasta la puerta principal de la residencia antes de estar preparado mentalmente
para asomarme fuera, de modo que tuve que tomar aire tres veces para reunir
fuerzas y atreverme a hacerlo. La sangre que fluía desde el montón de cuerpos
alcanzaba ya la puerta del patio, y un muerto viviente se había colado en su
interior para acercarse al montón de cuerpos y darse un festín con mis
compañeros muertos. Aunque aquello suponía un motivo menos para hacerlo,
terminé dando un paso fuera porque, si no cerraba la puerta del patio, aquello acabaría
completamente infestado otra vez.
Ya que el infectado estaba ocupado arrodillándose junto a uno de los
cadáveres para comenzar el banquete, y por ello no me había visto todavía, mi
primer objetivo fue acercarme a la puerta del patio e intentar cerrarla.
Los propios muertos vivientes la abrieron por la fuerza cuando nos
invadieron, y tampoco le había sentado bien que el tráiler se acoplara a ella,
pero logré volver a atrancarla. Dudaba que fuera a aguantar demasiado si los
infectados intentar pasar en gran número, pero al menos me mantendría fuera de
sus vistas.
Después, con el destornillador en la mano, me aproximé lentamente y por la
espalda hacia el muerto viviente que había logrado entrara ya. Aquello no se me
daba bien, matar a esas cosas no era lo mío y lo sabía, pero pensé que, si le
atrapaba desprevenido, podría hundirle la herramienta en la cabeza antes de que
reaccionara.
Lamentablemente no fui lo suficientemente rápido para pillarle desprevenido.
Aunque distraído con su comida, aquel ser se percató de mi presencia y giró la
cabeza justo cuando ya estaba sobre él. Gruñó cuando me vio, pero reaccioné a
tiempo y logré clavarle el destornillador en la frente con todas mis fuerzas.
Un segundo más tarde, su cuerpo cayó al piso y se unió al montón de muertos.
—Oh… Dios… —balbuceé mientras recuperaba el aliento al fijarme con más detenimiento
en ellos. Aquella era una escena horripilante más propia de una pesadilla que
del mundo real, pero allí estaba, y no parecía que fuera a despertarme y
descubrir que todo había sido un sueño.
Pese a todo, conservé la esperanza de que alguno hubiera quedado vivo, ya
fuera porque los demás le hicieran de cobertura o por haber tenido suerte a la
hora de recibir las balas, pero tras inspeccionar un par de cuerpos me di
cuenta de que no era así. Con la cantidad de impactos de bala que presentaban hasta
los que estaban más al fondo, era fácil ver que todos estaban completamente
muertos, sin excepción.
“¿Y ahora qué hago?” me pregunté completamente superado por las
circunstancias.
En realidad no me sentía capaz de hacer nada. Lo único que quería era correr
hasta mi dormitorio, tumbarme en la cama y no pensar hasta quedarme dormido de
nuevo. Quizá así, cuando despertara, acabaría descubriendo que, pese a todo,
aquello había resultado ser en realidad una pesadilla, una terrible pesadilla.
Pero sabía que aquello no iba a pasar, la vida nunca era tan hermosa.
El sonido de un leve gemido a mi espalda hizo que me volviera alarmado en
busca de su origen. Sonaba como si otro muerto viviente hubiera entrado en el
patio, y era ya lo que me faltaba… el ruido, sin embargo, resultó no provenir
de ningún muerto, sino de alguien que seguía vivo.
—Sofía… —murmuré incrédulo al ver como su cuerpo, con una herida de bala en
un costado de la cabeza chorreando sangre, luchaba por levantar una mano.
Me acerqué a ella corriendo para comprobar su estado. Movía la boca como si
quisiera decir algo, pero no les salían las palabras, también hacía intentos
por incorporarse con un éxito parecido.
—No te levantes —le dije—. No puedo creer que sigas viva…
Al otro lado de la puerta, un muerto viviente lanzó un gruñido y dio un
manotazo. El río de sangre del montón de cadáveres había llegado hasta la
calle, atrayendo a esos monstruos revividos como si fueran tiburones rabiosos.
“Esto ya no es seguro” me dije a mí mismo. La puerta no los iba a lograr
retener, tenía que llevar a Sofía dentro si no quería que muriera de todas
formas
Abrió los ojos y me miró cuando intenté incorporarla, pero se volvió a
desmayar en cuanto empecé a arrastrarla hacia el interior de la residencia. Me
sentí un poco más a salvo tras cerrar la puerta, aunque entonces me vi con el
problema de cómo subirla por las escaleras… sin embargo, los saqueadores se
habían ido, y no tenían motivos para volver, los muertos estaban fuera y, sobre
todo, ya no estaba solo, porque Sofía seguía viva. Al menos por el momento, porque
una herida de bala en la cabeza no era ninguna broma.
Pensando en el problema de las escaleras, se me ocurrió que, en lugar de
subirla a la habitación, podría llevarla a la enfermería. Aquellos asesinos se
habrían llevado todas las medicinas y demás, pero no les vi llevarse también
las camas, de modo que podía tumbarla en una y ver si se había algo que pudiera
hacer por ella.
Arrastré su cuerpo hacia la enfermería, que hasta que llegó el ejército
había sido la biblioteca, y descubrí que, tal y como había supuesto, las camas
seguían allí.
Haciendo un esfuerzo considerable logré subirla a una de ellas.
—Tranquila, te pondrás bien. —le prometí recuperando el aliento tras tumbarla,
aunque más para convencerme a mí mismo que para convencerla a ella, que no
sabía ni siquiera si podía escucharme.
Con las prisas, los saqueadores no se lo habían llevado todo, pero tampoco habían
dejado gran cosa. No tenía conocimientos médicos suficientes para saber qué era
lo mejor que podía hacer, de modo que me limité a aplicar los primeros
auxilios. Con unos algodones y agua oxigenada le limpié la herida, cosa que no
fue sencilla de hacer porque resultaba bastante repugnante ver el agujero que
el disparo le había causado. Una vez más o menos limpia, le enrollé la cabeza
con unas vendas y esperé. No tenía forma de intentar sacar la bala que debía
tener incrustada, y aun así tampoco me habría atrevido a hacerlo porque podría
dañarle el cerebro, si es que no lo había hecho ya la propia bala. Si
sobrevivía, tendría que ser con ella dentro.
Como seguía inconsciente, la cubrí con una manta para que no perdiera calor
y salí de la enfermería en dirección al comedor. También se llevaron la comida,
pero igual que saquearon la enfermería con prisas, dejando algunas cosas tiradas
por ahí, esperaba que les hubiera ocurrido algo parecido allí, porque lo que
quedara sería toda la comida que tendríamos en adelante.
Desde el comedor podía verse el patio a través de los cristales. Los
muertos vivientes ya habían logrado volver a abrir la puerta, y en esos
momentos seis o siete estaban devorando los cuerpos de mis compañeros recién
asesinados.
Entre ellos debía estar Roberto, el cobarde compañero de habitación de
Diego. No podía decir que fuera a echarle de menos, en realidad apenas le
conocía, pero resultaba más difícil todavía de asimilar todo aquello cuando
podía ponerle nombre y apellido a las personas que acababan de morir de una
forma tan miserable.
Procurando no alertar a los intrusos entré hasta la cocina, donde tan sólo pude
recuperar tres latas del interior de los armarios. Las medicinas no las
necesitarían, pero lo que era la comida por lo visto sí, y se habían esmerado a
conciencia. Habría deseado encontrado mucho más.
Cuando las recogí para llevármelas descubrí que todas las latas eran de
fruta en almíbar, la cual odiaba. Sin embargo, no tenía otro remedio que
aguantarme. Intentar conseguir comida en otro lugar implicaría salir fuera, y
no estaba dispuesto a vérmelas con lo que había allí. Sofía y yo tendríamos que
alimentarnos de fruta en conserva… suponiendo que ella se despertara, claro,
porque yo no estaba seguro del todo de que fuera a hacerlo pronto, y tampoco
sabía cómo se daba de comer a alguien que permanecía inconsciente.
De lo que sí que no habían dejado rastro fue de agua. No obstante, recordé
que junto a la entrada había varias máquinas expendedoras donde podían
comprarse refrescos y esas cosas. Nunca las había utilizado porque en mis
largas horas delante de la computadora bebía más de una lata, y me salía más rentable
comprar una botella grande en el supermercado, pero, que yo supiera, allí
seguían, y en una de ellas se podía comprar agua mineral. Esperaba que pudiera
apañármelas para abrirlas de alguna forma, porque sin electricidad la opción de
meter una moneda y apretar un botón ya no existía… además, no tenía encima ni
un peso.
Con la latas de fruta entre los brazos regresé a la enfermería. La venda de
la cabeza de Sofía se había empapado de sangre en el punto donde tenía el
agujero de la bala, pero por lo demás todo seguía igual que cuando me fui un minuto
antes. La agarré de la muñeca y me aseguré de que todavía tenía pulso. Esperaba
que, habiendo sobrevivido hasta ese punto, no fuera a morirse de repente,
habría sido cruel por parte del destino que todo acabara así.
Pero el destino no estaba a favor de nadie desde que los muertos vivientes
aparecieron, y mi residencia era un claro ejemplo de ello. En tan sólo unos
días había pasado de estar llena y bien protegida a quedar en ella sólo dos
personas, y una podía acabar muriéndose en cualquier momento.
—No vayas a morirte, por favor —supliqué mirando el rostro salpicado de
sangre de Sofía. Viéndola así sólo parecía estar dormida, pero perfectamente
podría haber estado en coma sin que notara la diferencia—. Ya te despertaste
una vez, vuelve a hacerlo.
La mañana pasó y no hizo caso de mis ruegos; todavía tenía pulso, pero
seguía inconsciente. Su salud no fue la única preocupación que me mantuvo todo
ese tiempo caminando de un lado al otro de la enfermería, tampoco podía dejar
de pensar en toda la gente que los saqueadores habían matado y que en ese
momento estaban fuera, siendo devorados por los muertos vivientes. Tampoco me
olvidé de las chicas, cuyo destino me era desconocido, pero en el cual prefería
no pensar para no sentirme aún peor.
Sin embargo, aunque todo eso era terrible, lo que más me atormentaba era mi
propio futuro, que veía muy oscuro cuando toda la comida que tenía eran unas
latas de fruta y lo que pudiera robar en las maquinas. No creía poder aguantar
más de tres días así, y eso pasando hambre y sin contar con que Sofía pudiera
despertarse, lo que haría que los suministros duraran la mitad. Cuando la
comida se acabara, sólo quedaría esperar hasta morir de hambre, porque no creía
que nadie fuera a acudir ya a nuestra ayuda.
La residencia era un punto seguro del ejército, se suponía que allí
estábamos a salvo, pero había sido arrasado por los muertos y rematado por
saqueadores, no me parecía probable que fuéramos a recibir ayuda a corto plazo,
y posiblemente tampoco a largo.
—Esos hijos de sus madres de Raúl y Héctor al final van a tener razón. —rezongué
hablando conmigo mismo al recordar que su propuesta de salir fuera e intentar
llegar a algún otro lugar seguro fue rechazada por casi todos.
No era de extrañar, teníamos el ataque de los infectados demasiado reciente
como para que nadie se planteara salir fuera, donde aquellos seres podridos y
caníbales se contaban por cientos, o quizá por miles… pero al final tendría que
hacerlo si quería tener una oportunidad, y esa perspectiva me daba mucho miedo
estando tan solo.
Ya había pasado el mediodía cuando, repentinamente, Sofía volvió a moverse
y a murmurar algo desde su cama. Me levanté rápidamente del asiento y me
acerqué a ella justo a tiempo para verla abrir los ojos y que se me quedara
mirando.
—¿Néstor? —preguntó con un hilo de voz.
—¡Sí! —contesté aliviado de que por fin estuviera despierta, y al parecer
lúcida. Sólo esperaba que esa vez no volviera a desmayarse.
—Me duele la cabeza. —protestó cerrando los ojos.
—Es normal —asentí—. ¿Te encuentras bien?
—No —gruñó—. Siento como si me la hubieran aplastado con un tractor… ¿qué
ha pasado?
—¿No lo recuerdas? —le pregunté un poco preocupado—. ¿No recuerdas que te
dispararon?
Dio un gruñidito por lo bajo intentando hacer memoria, y en cuanto lo consiguió
volvió a abrir los ojos e intentó incorporarse. Tuve que retenerla porque no
creía que estuviera en esos momentos para hacer ningún esfuerzo físico
innecesario.
—¡El camión! ¡Aquellos tipos! —exclamó mirándome aterrada—. ¿Qué ha pasado?
¿Cuánto llevo durmiendo? ¿Y los demás?
Eran demasiadas preguntas, y ninguna tenía una respuesta fácil.
—Llevas inconsciente toda la mañana —le contesté—. Ese mejicano gordo te
disparó cuando no quisiste… bueno… ¿lo recuerdas ahora?
—Recuerdo haber escuchado un disparo —admitió sentándose sobre la cama. Era
increíble que, teniendo una bala en la cabeza, tenía suficiente energía como
para incorporarse—. ¿Me disparó?
—Te disparó —le confirmé—. Te vendé la herida, pero no sé sacar balas, y
menos en una zona tan delicada, lo siento.
Se llevó lentamente una mano al lugar del disparo, pero tuvo que apartarla
cuando al palparlo sintió que le dolía, algo natural para una herida que seguía
todavía abierta.
—¡Oh Dios! —gimió—. ¿Y qué pasó con los demás?
Aquella era la pregunta más difícil de todas.
—Ellos… al irse… —balbuceé incoherentemente sin saber cómo empezar a
contarle algo tan terrible. Tomé aire y decidí que soltarlo todo de golpe sería
lo más fácil—. Cuando se fueron mataron a los hombres, a las mujeres se las
llevaron en su tráiler junto con la comida, el agua y las medicinas.
Tragué saliva y sentí ganas de echarme a llorar. Decirlo en voz alta de
alguna manera había servido para que en mi mente lo que aún creía producto de
un mal sueño se hiciera mucho más real. Sofía, por su parte, se quedó mirándome
con la boca abierta.
—¿Los mataron? —repitió sin poder creerlo—. ¿Y a ellas… se las llevaron?
Asentí con la cabeza porque no me vi con fuerzas para volver a hablar.
Habíamos estado tan cerca… el único motivo por el que me había librado yo de
ser fusilado con los demás fue que tardara en despertarme, y a ella no se la
llevaron porque la habían dado por muerta.
—¡Hijos de puta! —bramó furiosa—. ¡Pero qué hijos de puta! ¿Cómo pueden
hacerles eso a otras personas? Robarles, matarlos… y no quiero ni pensar lo que
estarán haciendo con ellas.
Yo tampoco quería hacerlo, pero el destino de esas pobres chicas ya no
estaba en nuestras manos, y teníamos problemas más acuciantes de los que creía
que tenía que estar informada.
—Sólo tenemos tres latas de fruta como comida —le dije—. Agua tiene que
haber en las máquinas de la entrada, pero con esto no vamos a aguantar ni dos
días.
—¿Aguantar? Lo que tendríamos que hacer el largarnos de aquí —aseguró llevándose
la mano a la cabeza de nuevo—. ¡Joder! Cómo duele esto.
Comenzó a quitarse la venda que le cubría la herida con cuidado, se levantó
y se acercó lenta y cansadamente hacia un pequeño espejo que había en la cómoda
del fondo de la habitación.
—No deberías moverte, acaban de dispararte. —le recomendé levantándome a
ayudarla cuando vi que le costaba andar, pero no me hizo ni caso y agarró el
espejo en cuanto lo tuvo a su alcance.
—Madre mía… —murmuró con aprensión al ver el sanguinolento agujero que
tenía en la frente, justo sobre una ceja—. ¿Por qué sigo viva?
—No lo sé. —tuve que admitir. Era la primera vez que veía a alguien a quien
hubieran disparado en la cabeza y siguiera con vida.
—Qué mala pinta tiene —gruñó mirándose desde distintos ángulos en el espejo—.
¿Dices que la bala sigue dentro?
—Bueno, no hay orificio de salida, así que supongo que sí —contesté
encogiéndome de hombros—. ¿Seguro que te encuentras bien? Esa bala ha debido de
entrar bien hondo.
—Ya te dije que no estaba bien… pero tampoco voy a quejarme, visto lo visto
—replicó dejando el espejito sobre la mesita y volviéndose a colocar cuidadosamente
el vendaje—. Entonces, ¿cómo vamos a hacerlo?
—¿Hacer qué? —le pregunté confundido.
—¿Qué quieres? ¿Qué nos quedemos aquí hasta morir de hambre? ¡Has dicho que
apenas nos queda qué comer! ¡Tenemos que irnos de este lugar, Néstor! —me
apremió dispuesta a marcharse en ese mismo momento. Al parecer no se daba
cuenta de que si podía andar era porque yo la estaba sosteniendo.
—No estás en condiciones de ir a ninguna parte, ¡acaban de dispararte en la
cabeza! —le recordé—. Además, allí fuera está todo lleno de muertos vivientes.
¿Y dónde quieres ir? Estamos en medio de la ciudad. Estaremos muertos antes de lograr
salir de aquí, ni siquiera si salimos por 25 de Mayo…
—No, no en esa dirección —me contradijo—. No hacia el interior, hacia el
mar. Por Colón… salimos a Colón y subimos hasta la dársena. Allí podemos buscar
un barco.
“Está loca” fue lo único que pude pensar ante el descabellado plan que se
le había ocurrido, “al final resulta que la bala sí le ha afectado.”
—¿Cómo quieres que robemos un barco? —le pregunté intentando que entrara en
razón.
—Todos los tipos con dinero de la ciudad tienen un barco ahí —insistió—. Sé
manejar un yate si hace falta, es la mejor opción.
—¿Sabes manejar un yate? —repliqué incrédulo.
—Mi padre era uno de esos tipos con dinero —respondió encogiéndose de
hombros—. ¿Qué dices? ¿Nos vamos?
—Lo que vas es a tumbarte —le ordené llevándola de vuelta a la cama de la
enfermería—. Hagamos lo que hagamos, no estás en condiciones de hacerlo ahora.
Pese a que insistía en parecer fuerte, lo cierto era que todo aquel
esfuerzo la había agotado, de modo que en cuanto la ayudé a tumbarse de nuevo
en la cama no tardó en dormirse una vez más.
La dejé descansar tranquilamente porque creía que ella necesitaba dormir
tanto como yo necesitaba pensar. El plan de Sofía podía tener sentido: si
bajábamos a la avenida de la Independencia y salíamos a Colon, sólo tendríamos
que subir unos dos kilómetros hasta el lugar que ella decía… y rezar porque los
tipos con dinero no hubieran decidido escapar de la ciudad con todos los barcos,
claro.
De todas formas, la parte más problemática de aquel plan eran los muertos
vivientes. Estaban por todas partes, y no creía que unas calles tan importantes
como la que tendríamos que atravesar para escapar de esa forma fueran una
excepción. ¿Y qué teníamos nosotros para plantarles cara? Sólo un
destornillador que, aunque había demostrado servir para matarlos, no creía que
fuera a resultar muy útil contra una multitud. Entre mi deplorable forma física
de persona que apenas salía a la calle, y que ella estaba débil por el disparo,
intentar atravesar todo aquel espacio corriendo quedaba descartado, lo que nos
dejaba sin ninguna opción que no resultara en una muerte segura.
“A lo mejor no hay alternativa” pensé abatido, “mejores que nosotros han
muerto ahí fuera… quizá no tengamos elección, salvo en la forma que queremos para
morir.”
No era una persona valiente, nunca lo había sido y no creía que nunca fuera
a serlo, pero si tenía que elegir un modo de morir, prefería hacerlo intentando
luchar por seguir vivo, eso lo tenía muy claro.
Sofía durmió hasta bien entrada la tarde, y cuando se despertó seguía
todavía débil y dolorida, pero con mejor color en la cara.
—Tienes mejor aspecto —la animé mientras ella bajaba de la cama lentamente,
pero por su propio pie—. ¿Te encuentras bien?
—Siento como si me hubieran dado una paliza —gruñó—. Pero estoy mejor, sí.
—He pensado en lo que dijiste antes —le dije sacando el tema en el que
llevaba toda la tarde pensando—. Creo que tienes razón, tenemos que irnos de
aquí, y quizá tu plan funcione.
—Me alegra escuchar eso —afirmó mostrando una débil sonrisa—. No quiero
morir aquí, encerrada como un pajarito en su jaula.
“No, vas a morir allí fuera, como un pajarito devorado por un águila” me
dije a sabiendas de que no teníamos ninguna oportunidad de llegar hasta los
barcos con éxito… pero al menos moriríamos con más dignidad que el resto de
nuestros compañeros.
—Si tuviéramos algún arma sería más fácil —apuntó pensativa—. Podemos
revisar lo que nos queda para ver si algo nos sirve.
—Muy bien. —asentí sin demasiado entusiasmo. No creía que fuéramos a
encontrar nada que realmente supusiera una diferencia, pero con un poco de
suerte podríamos descubrir que alguien guardaba chocolatinas en su habitación,
y así retrasar aquel suicidio un par de días más.
Como insistió en ayudarme a buscar, me acompañó escaleras arriba, de vuelta
a las habitaciones. Sin embargo, a la altura del segundo piso tuvo que
detenerse a descansar, así que aguardamos allí unos segundos a que recuperara
el aliento. Nunca había visto la residencia tan vacía durante el día como en
ese momento… recordar que absolutamente todos lo que habían vivido en aquel
edificio, salvo Sofía y yo, estaban muertos o en manos del grupo de saqueadores
era descorazonador.
Cuando por fin llegamos a mi planta, entré a mi habitación por primera vez
desde que bajara al patio por la mañana. Desde allí Sofía pudo ver por primera
vez a nuestros compañeros varones muertos sobre un charco de sangre, y a una
docena de muertos vivientes comiéndose sus cuerpos. Como era de esperar, la
escena no le gustó demasiado.
—¡Hijos de puta! —maldijo colérica apretando los dientes—. ¿Cómo se le
puede hacer eso a alguien? Matarlos así, como si fueran animales…
—Prefiero no pensar en ello —dije sintiendo un escalofrío en la espalda—.
Hemos venido a buscar algo que sirva como arma, ¿no? Pues vamos, no vas a
encontrar nada mirando por la ventana.
—¿Eso piensas? —replicó con una sonrisa—. Yo no estaría tan segura, mira allí.
Me señaló un punto de la calle, al otro lado del muro del patio, donde los
infectados vivos se juntaban con los cadáveres podridos que los militares
mataron y los que fueron tiroteados por los saqueadores. Allí, junto al cuerpo
destrozado de un militar, había un fusil de asalto…
—Si conseguimos esa arma, la cosa va a cambiar mucho. —aseguró muy
convencida.
No dudaba que un arma de fuego nos daba ventaja, el problema que le veía al
plan era cómo llegar hasta ella cuando en el patio había como una docena de
muertos, y en la calle más del doble.
“Uno de los dos tiene que salir a por él…” reflexioné antes de darme cuenta
de que ese “uno de los dos” sólo podía ser yo. Ella estaba herida, y quien
fuera a por el fusil tendría que saltar el muro y correr todo lo que pudiera
para que los infectados no le atraparan. Aquello era un suicidio sólo un poco
menos peligroso que nuestro plan de fuga.
—Me cago en la puta… —murmuré cerrando los ojos y sabiendo lo que me
tocaba.
—¡Me cago en la puta otra vez! —exclamé encaramado a lo alto del muro del
patio.
Esa era la parte fácil, la que tan sólo consistía en atravesar el patio
corriendo y subir a la pared para saltar al otro lado. Trepar por el muro
también era sencillo, pues gracias a los ornamentos que sobresalían de él tenía
puntos de apoyo tanto de fuera a dentro como de dentro a fuera, y como los
muertos vivientes estaban muy ocupados descuartizando a mis tiroteados
compañeros, creía que no iban a prestarme mucha atención… pero los cuerpos
debían haberse enfriado demasiado para su gusto, porque en cuanto me vieron
pasar cuatro de ellos se lanzaron contra mí, y de no ser porque esos seres eran
muy lentos habrían logrado atraparme mientras aún estaba abajo.
Sofía me observaba desde una ventana del segundo piso, el lugar más bajo
desde el que se podía ver el fusil. Allí poco podía ayudarme, pero me aliviaba
un poco saber que, si los muertos podían conmigo, al menos habría alguien que
lo lamentaría… aunque sólo fuera porque entonces sería ella quien tuviera que
salir a volver a intentarlo.
“¿Qué haces, Néstor? Tú no estás hecho para esto” me dije cuando, todavía
en lo alto del muro, buscaba la forma de bajar sin que los infectados de abajo
tuvieran que limitarse a abrir la boca y mirar hacia arriba para comerme.
En cuanto tuve la oportunidad, salté al suelo desde lo alto, no tenía
tiempo para sentarme y bajar más suavemente antes de que los infectados se
agruparan debajo, y por culpa de eso me hice daño en las piernas, pero pude
recuperarme justo a tiempo para clavar el destornillador en el cráneo de una de
esas criaturas. Corrí los pocos metros que separaban el muro del fusil y lo
recogí del suelo, aunque en cuanto lo tuve en mis manos y quise regresar por el
mismo camino un grupo de cuatro muertos ya me había cortado el paso.
—Empiezan los problemas… me cago en mi vieja, ¿quién me mandaría hacer
esto? —farfullé para mí mismo.
Me consolé pensando en que, en el peor de los casos, como ya tenía el fusil
podría abrirme camino hasta la residencia a tiros si era necesario. Empujé a un
infectado para quitarlo de en medio y poder colarme entre ellos, éste, al ser
una criatura tan torpe, no fue capaz de mantener el equilibrio después de que
le golpease y terminó cayendo al suelo, entorpeciendo el agarrón que pretendía
darme otro. Sin embargo, en cuanto tuve el camino al muro despejado, me fijé en
que Sofía me hacía gestos desde la ventana.
—¡No saltes! —gritó—. ¡Está lleno al otro lado!
—¡Mierda! —exclamé al ver frustrado mi plan de regresar por donde mismo
había llegado.
Los del patio, al verme saltar desde allí al otro lado, debían haberse
lanzado contra la pared para intentar romperla, atravesarla, trepar por ella o
qué se yo, lo que significaba que, aunque pudiera volver a subir al muro, no
podría bajar luego, y si no tenía cuidado acabaría atrapado en lo alto, con
muertos a cada lado.
Sofía se apartó corriendo de la ventana, quizá dándolo todo por perdido,
mientras yo valoraba la posibilidad de entrar directamente por la puerta de la
residencia. Al fin y al cabo, si ellos estaban junto al muro, a lo mejor el
camino estaba despejado. Si lograba llegar hasta el interior del edificio
tendríamos que marcharnos de allí inmediatamente, todos los muertos vivientes a
los que estaba provocando se lanzarían como locos contra ella, y no creía que
la puerta principal fuera a aguantar tanto.
Respirando profundamente tomé fuerzas para echar a correr hacia la puerta. Tenía
como a diez de esos monstruos en las cercanías, así que si no me daba prisa me
acabarían jodiendo. Utilizando el fusil como si fuera un bate, golpeé a dos de
ellos para apartarlos de mi camino. Logré pasar mientras los demás gemían y
gruñían intentando alcanzarme, sin embargo, cometí el error de detenerme un
segundo para volver a atrancar la puerta… la misma puerta que los muertos
habían reventado ya dos veces.
Concentrado en esa labor descuidé mi espalda, y sin que me diera cuenta un
infectado me atacó por detrás. Sentí un profundo dolor punzante debajo de la
nuca, seguido del peso de aquel ser dejándose caer encima de mí. Me giré
rápidamente soltando un grito y lo estampé contra la puerta para desembarazarme
de él. Los muertos vivientes del patio ya se habían dado cuenta de que estaba
allí, así que sólo podía correr hacia el interior de la residencia.
—¡Tenemos que irnos! ¡Ya! —resoplé en cuanto estuve dentro, donde Sofía me
esperaba con una mochila a la espalda, tal y como habíamos acordado
anteriormente.
No se lo tuve que decir dos veces, en cuanto un par de cadáveres andantes
comenzaron a golpear la entrada salió disparada hacia la puerta trasera, la
única salida que nos quedaba. Yo también comencé a correr otra vez, y no tardé
en llegar a su lado porque, debido al balazo, seguía demasiado débil como para correr
muy rápido.
—¿Tienes el fusil? —me preguntó mientras doblábamos por el pasillo.
—Sí —le respondí mostrándoselo. Tenía sangre en las manos, pero no
recordaba de qué—. ¿Tienes la comida?
Señaló la mochila que transportaba sin dejar de correr ni por un segundo, y
no nos detuvimos hasta que llegamos a la otra entrada. Salí al exterior con el
fusil bajo el brazo, preparado para disparar si algún muerto viviente osaba
interponerse en nuestro camino. Aunque en realidad jamás había utilizado un
arma de esas, y no tenía ni idea de cómo funcionaban, confiaba en que llegado
el momento bastara con apuntar y apretar el gatillo.
Aquel lado de la calle estaba casi despejado de infectados, sólo algunas
figuras tambaleantes a lo lejos podían representar algún peligro, pero por el
momento me pareció que estábamos a salvo. Sofía se detuvo para cerrar la puerta
y evitar así que los muertos que entraran persiguiéndonos desde el otro lado
pudieran salir, mientras tanto, yo me quedé vigilando por si alguno de los que
teníamos allí comenzaba a acercarse.
—¡Oh Dios! —gimió al volverse y ver mi espalda.
—¿Qué? —le pregunté alarmado.
—T… te mordieron —dijo señalándome el cuello con un dedo tembloroso—. Dios
santo…
No había tenido tiempo de prestarle atención al dolor que sentí debajo de
la nuca después de vérmelas con el infectado que me atacó por detrás. También
tenía la mano llena de sangre, sangre que tenía que ser mía por necesidad…
“Puta mierda…”
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