14 de enero
de 2013, 25 días después del primer brote, 1 día antes del Colapso Total.
Agente Mark Ford, CIA
Ya no era capaz de recordar ni cuándo fue la última vez que pude dormir una
noche entera del tirón. Desde luego no estaba siendo el comienzo de año más
tranquilo de mi vida, aunque sospechaba que tampoco había sido el de nadie,
teniendo en cuenta los estragos causados por los muertos vivientes.
—No tenemos autorización para esto Mark —me advirtió Ryan cuando aún
estábamos los dos dentro de la furgoneta preparándolo todo—. Nadie aprobaría un
operativo como este… asaltar a un embajador extranjero es una locura, pero es
lo único que tenemos.
—No tienes que explicarme nada, lo entiendo perfectamente. —asentí cargando
la pistola.
En los últimos días, Ryan Wilson había envejecido visiblemente debido al
efecto del estrés. El hecho de que alguien de su rango tuviera que estar allí,
como si fuera un agente de campo cualquiera, cubriéndome las espaldas,
demostraba lo desesperada que era nuestra situación.
Y es que el asunto de los reanimados había alcanzado el punto de no
retorno. Nada de lo que hiciéramos podía evitar ya el completo colapso de la
civilización, y a raíz de eso nuestro gobierno había empezado a tomar ciertas medidas
junto al resto de líderes mundiales. Hacía ya tres días que el edificio de las
Naciones Unidas de Nueva York se había convertido en un gabinete de crisis a
escala mundial, aunque lamentablemente distaba mucho de ser precisamente un
consejo de sabios.
Gracias a Ryan me había enterado de que aquella misma mañana se debatió la
posibilidad de utilizar el arsenal nuclear mundial para bombardear puntos
estratégicos de todo el planeta, con la intención de barrer del mapa al mayor
número posible de muertos vivientes. Un selecto grupo de personas permanecerían
refugiadas bajo tierra durante el invierno nuclear en el que irremediablemente
se sumiría el mundo, y después serían los encargados de repoblar la Tierra.
Creía recordar que me dijo que fue China, o quizá Rusia, quien se atrevió a
hacer semejante propuesta… pero por suerte ésta se vino abajo al no obtener más
apoyos. Todos los demás consideraron que un planeta arrasado por bombas
nucleares sólo serviría para que la humanidad no volviera a levantar cabeza
jamás.
Y allí estaba yo, a las puertas de las Naciones Unidas buscando respuestas
que ya no salvarían el mundo, pero que quizá sí que ayudaran a la humanidad a tener
un futuro que no pasara por arrasar el planeta para librarnos de nuestros
propios muertos.
—Te aseguraste de que mi mujer y mi hija estuvieran en el vuelo, ¿verdad? —le
pregunté a Ryan antes de salir del furgón. Aquél había sido mi precio por
volver a la acción, que pusieran a salvo a mi familia en el último lugar seguro
de la Tierra.
—El avión salió hace dos horas y estaban a bordo —confirmó él asintiendo
con la cabeza—. Deberían llegar en unas cuantas horas. Ha habido suerte, porque
era uno de los últimos vuelos y ya sabes que poco personal civil está siendo
evacuado allí. Salvo el avión que sale mañana con el presidente y algunos de
los cabezas de gobierno de países extranjeros que participan en el encuentro,
ya no va a haber más vuelos.
—Bien. —Con mi mujer y mi hija a salvo del desastre me sentía mucho centrado
y preparado para llevar a cabo la misión, por muy poco que me gustara estar
todavía en Nueva York.
Y es que se necesitaba auténtica sangre fría para continuar en la Gran
Manzana con la que estaba cayendo. Gracias al mayor despliegue de las fuerzas
armadas que yo había visto en mi carrera, la vida humana seguía siendo posible
en la isla de Manhattan, que había sido completamente aislada del resto de una
ciudad ya completamente tomada, y donde cualquier operativo del ejército sería
inútil.
Pero eso no significaba que los muertos vivientes no fueran legión incluso
allí. Alrededor de la ONU había apostados hasta tanques para proteger el
interior, y por el río navegaban barcos del ejército por si tenía que
producirse una evacuación rápida. El Alto Mando sabía que era imposible proteger
a largo plazo el lugar contra los reanimados de la isla, pero aun así debían defender
la sede de las Naciones Unidas mientras dentro tomaban decisiones de las que
podía depender el destino de la humanidad.
Con una caja de herramientas en una mano y el pase en la otra, me dirigí
hacia la puerta principal del edificio donde se decidía el futuro del mundo, si
es que éste le quedaba algún futuro. Tenía que reconocer que el cordón militar que
lo rodeaba era espectacular, Obama había movilizado a lo mejorcito de las
fuerzas armadas, y aunque todavía tenía muy reciente mi última misión con
ellos, siempre tranquilizaba ver por allí mis amigos los marines.
Disfrazado de técnico electricista no me sería difícil colarme al interior
de aquel lugar. Por culpa de los resucitados, los cortes de energía eran muy frecuentes,
así que vestido como uno de ellos no llamaría la atención de nadie.
—Buenos días. —saludé con media sonrisa a los soldados del primer control.
Aquellos hombres eran la segunda línea de batalla si los muertos vivientes
atacaban. La primera estaba muy por delante, más allá de los aparcamientos, y
Ryan tuvo que utilizar todos sus contactos para que nos permitieran atravesarla
en el furgón porque nadie en el gobierno se mostraba demasiado voluntarioso a
la hora de permitir entrar a alguien más en la ONU. No obstante, mereció la
pena, sin ese pase la estratagema de hacerme pasar por electricista no podía
funcionar, el ejército no se habría fiado de un electricista que dijera venir
de fuera, donde los muertos eran los que mandaban.
—Los he visto mejores. —gruñó el soldado agarrando mi pase y observando la
foto antes de pasárselo a su compañero, que con un lector comprobaría su
veracidad.
Aunque en realidad el pase era falso, no estaba para nada preocupado. No
era por presumir, pero en la CIA sabíamos falsificar bien ese tipo de cosas.
—Hace un poco de frío, pero al menos tenemos sol. —comenté con fingida
indiferencia.
—No es el clima lo que me molesta… —refunfuñó al tiempo que inspeccionaba
la caja de herramientas. Tras comprobar que todo estaba en orden, me la
devolvió—. Más problemas eléctricos dentro, ¿eh?
—No me hables —exclamé dando un bufido mientras recogía también el pase—.
Estos generadores me tienen harto. Las centrales de energía están empezando a
fallar, y a los generadores estos cortes de luz no les sientan nada bien. Creo
que he arreglado el problema, pero ahora tengo que reiniciar todo el circuito
interno y rezar porque nada haya sido dañado, porque en estas condiciones
conseguir recambios va a ser difícil.
—Vale, vale… —me interrumpió el soldado, poco interesado en ese tipo de
detalles—. Pasa.
“Ha sido más fácil de lo que pensaba” me dije mientras me acercaba al
tercer cordón militar.
Éste se encontraba alrededor de la puerta, y era la última línea de defensa
contra los reanimados. Si por alguna razón llegaban hasta allí, ellos serían
los encargados de sellar el edificio y contenerlos mientras durara la
evacuación. El capitán al mando de todo aquel operativo se encontraba en esos
momentos junto al acceso donde tenían que verificar de nuevo mi pase, así que
preferí ser prudente en aquella ocasión y no intenté iniciar ninguna
conversación cuando me pasaron el detector de metales por todo el cuerpo.
Tras el segundo chequeo pasé junto a los dos soldados que flanqueaban las
puertas de cristal que llevaban al interior del edificio de la ONU.
—Ryan estoy dentro. —susurré caminando sobre el suelo de mármol de la
entrada.
Aquel lugar estaba completamente desierto. No me crucé absolutamente con
nadie en el vestíbulo, y tampoco en el pasillo que me llevó hasta una de las
puertas de mantenimiento. Dudaba mucho que en condiciones normales la entrada principal
estuviera tan solitaria… era evidente que allí tan sólo se había quedado el
personal imprescindible.
—Recibido. Mark, a partir de ahora estás solo, podrían captar nuestra
señal. ¿Recuerdas el plan? —me preguntó a través del transmisor.
—¿Me tomas por un novato? —le respondí—. Es tu culo el que no hace este
tipo de cosas hace años, ¿recuerdas?
—Recuerdo, cambio y corto, buena suerte. —me deseó antes de cerrar el
canal.
—Sí, me va a hacer falta. —suspiré dejando la caja de herramientas en el
suelo. La volqué y recogí las herramientas que realmente iban a serme útiles…
con las que podía montar una pistola.
Era un viejo truco de la CIA, pero me encantaban los clásicos. Cuando me
entrenaba, siempre quise tener un zapatófono, como en la televisión, pero
desgraciadamente la tecnología ya había superado esa barrera antes de mi
primera operación de campo, y no fue posible.
Armado de nuevo, me deshice del mono y me quedé vestido con el traje que
llevaba debajo. Con ese nuevo disfraz parecería el ayudante de algún
diplomático, y podría moverme por los pisos superiores con mayor libertad que
fingiendo ser alguien de mantenimiento.
Escondí en resto de la caja de herramientas con el uniforme en una esquina
y volví a salir a la parte glamurosa de la ONU. No me atreví a coger un
ascensor, por si los fallos eléctricos que por culpa de mi infiltración nadie
iba a arreglar terminaban dejándome encerrado en él, así que subí por las
escaleras hasta la puerta que era mi objetivo. Como líderes políticos, embajadores
y diplomáticos estaban todavía reunidos, el despacho del embajador francés
debía permanecer completamente desierto, y por tanto tendría que ser fácil
colarme en él a esperar que las reuniones terminasen.
Apenas me crucé con nadie por el camino, salvo algún que otro ayudante real
y diversos miembros del personal de seguridad, que debían comprobar mi pase
para dejarme entrar a según qué áreas. Por suerte el segundo disfraz también
tenía su documentación en regla, y como el enemigo al que nos enfrentábamos no
era humano, o al menos no del todo, no tenían ningún motivo para sospechar de
mí. ¿Quién querría atentar contra los líderes de un mundo que se cae a pedazos?
Cuando estuve frente a la puerta del despacho del embajador me aseguré de
que no había nadie en el pasillo antes de sacar el bolígrafo del bolsillo de la
chaqueta, desmontarlo para extraer la ganzúa que guardaba dentro y comenzar a
forzarla. No me costó demasiado, tenía experiencia en esas cosas… sin embargo,
cuando casi la tenía, la puerta se abrió por sí misma y me topé delante de mí con
una mujer joven, de pelo rubio recogido en un moño, gafas y vestida con traje y
tacones. Por las tenues manchas de tinta en las manos deduje que se trataba de una
secretaria, posiblemente la del propio embajador.
—¿Quién eres tú? —exigió saber en un perfecto francés y con el tono
estricto propio de una profesora de matemáticas no especialmente querida por
sus alumnos—. ¿Qué estás haciendo?
—Intentando entrar —le respondí también en francés desenfundando la pistola
y apuntándole con ella. Su gesto mutó rápidamente a uno de asombro, que no
tardó en convertirse en miedo—. Si fuera tan amable de no hacer ruido,
preferiría que mi presencia aquí pasara inadvertida por el momento.
Retrocedió un par de pasos levantando las manos asustada y mirando mi
pistola con verdadero pánico. No entraba en mis planes aterrorizar secretarias
inocentes, pero en un operativo nunca se sabía qué problemas podían presentarse,
y buena parte de mi trabajo era saber cómo resolverlos.
—Atrás. —le ordené entrando en el despacho y cerrando la puerta de nuevo tras
de mí.
Desde ella se entraba a un pequeño pasillo, de unos dos metros de largo,
que terminaba en el despacho propiamente dicho. A un lado del pasillo había
otra puerta que, según los planos, daba a un cuarto de baño privado. El
interior de aquella estancia era amplio, cómodo, con una elegante mesa de
despacho para que el embajador trabajara y un mueble bar, un sofá y una mesita
para reuniones informales. Un amplio ventanal, que abarcaba toda una pared,
debía mostrar la ciudad de Nueva York en todo su esplendor, pero tras la
invasión de los muertos vivientes ese esplendor se había visto muy mermado, y
las nubes de humo de los lugares que el ejército había bombardeado empañaban lo
que habría sido una gran visión.
—El señor embajador no está. —exclamó la secretaria retrocediendo unos
pasos.
—Ya lo sé, querida, por eso estoy yo aquí —repliqué acercándome a ella y
comenzando a cachearla. Tan sólo encontré un teléfono móvil en uno de sus
bolsillos—. Ahora siéntese.
—¡Por favor, no me dispare! —suplicó dejándose caer en el sofá—. No sé qué
tiene contra el embajador, pero yo… yo no he hecho nada.
—No tengo intención de matarla, pero guarde silencio, por favor. —le pedí
acercándome al teléfono de la mesa de despacho y arrancando el cable de la
pared.
Luego me aproximé a la ventana y la abrí, dejando que por ella entrara un
aire congelado que me hizo tener un escalofrío... o quizá éste fuera debido a
los millones de muertos que en esos momentos invadían la parte de Nueva York
que desde allí se podía ver.
—Ya estoy en el despacho —le dije a Ryan poniendo en marcha de nuevo el
comunicador—. ¿Me recibes?
—Te recibo, Mark. Espero que sin problemas. —contestó.
—Sólo una secretaria asustada, ¿estás seguro de que desde aquí no pueden
escucharnos? —quise asegurarme, lo último que necesitaba era que todo el
personal de seguridad se me acabara echando encima antes de tiempo.
—Completamente, el plan sigue tal y como estaba previsto —confirmó
despreocupadamente—. La reunión acabará pronto, deben estar a punto de hacer un
receso para comer. No hace falta que te diga lo que tienes que hacer, ¿no?
—No, lo tengo claro —le aseguré—. Por si acaso, será mejor no hablar por
aquí a menos que sea estrictamente necesario, ¿de acuerdo?
—No te hacía tan precavido, Mark —dijo con una carcajada—. Está bien, como
quieras.
—Me hago viejo, Ryan, me hago viejo… —le respondí antes de cortar la
comunicación.
Era cierto que me estaba haciendo viejo para seguir jugándome la vida de
aquella manera. Después de lo de Guantánamo me hubiera gustado entregar la
pistola y haberme perdido con mi mujer y la niña en la granja de mis padres…
pero cada hora que pasaba la situación se volvía más crítica, y me había dado
cuenta de que no teníamos forma de sobrevivir solos en una granja, de modo que
tenía que hacer aquella última misión para la CIA a cambio de la salvación.
Quizá no saliera vivo de esa, pero sí que lo harían mis dos chicas favoritas, y
eso era suficiente para mí.
—¿Quién es usted? —me preguntó la secretaria, esta vez en inglés,
acurrucada en el sofá como un perrito asustado.
—Por su bien, es mejor que no lo sepa —contesté crípticamente—. ¿Es usted
la secretaria del señor Garnier?
—Una de ellas —confirmó asintiendo con la cabeza—. ¿Por qué quiere matar al
embajador?
—¿Quién ha dicho que vaya a matarlo? —repliqué casi divertido—. Sólo quiero
hablar un poco con él sobre esto y aquello...
—Usted es de aquí, es americano. —observó sagazmente.
—Sí, soy americano —confesé—. Ahora estese callada, no queremos que el
señor embajador descubra que tiene una visita inesperada, ¿verdad?
Mirándome todavía con algo de miedo, decidió hacerme caso y guardar
silencio los siguientes minutos, hasta que su teléfono móvil sonó.
—Han debido hacer un receso —me explicó cuando la miré con el aparato en la
mano—. Me envía un aviso para que sepa que… que viene para acá.
—Bien —asentí preparándome para entrar en acción en cuanto llegara el
momento—. ¿Cuántos guardaespaldas le siguen?
—Dos. —respondió ella rápidamente.
Volví a asentir y aguardé a que la puerta se abriera. Cuando escuché pasos
y voces en francés al otro lado le hice un gesto para que se mantuviera
callada, y finalmente el embajador entró en su despacho. Esperé en la esquina
hasta que todos pasaran por delante del baño y entraran en la sala. Para
entonces ya habían cerrado la puerta principal, lo que me evitaría fugas inevitables
que complicaran la misión.
—Ah, Diane, ¿no has escuchado mi mensaje? —preguntó la voz del embajador a
la asustada secretaria, que permanecía clavada en el sofá sin mover un músculo.
Junto a él escuché a otras tres personas moviéndose… o Diane me había engañado,
o alguien más les acompañaba—. ¿Diane? ¿Qué ocurre?
Lo siguiente que supo el señor embajador fue que el cañón de mi pistola
estaba apoyado en su sien. Sus dos guardaespaldas desenfundaron rápidamente sus
armas, pero la cuarta persona resultó ser tan sólo un inofensivo asistente, que
dejó caer un montón de papeles al suelo por la impresión de verse en mitad de
aquella violenta situación.
—Yo que vosotros no haría eso —les advertí a los dos gorilas después de que
sacaran las pistolas—. Señor embajador, será mejor que le diga a sus hombres
que suelten las armas, no quiero que haya heridos.
Gerard Garnier, de sesenta y cuatro años, embajador de Francia en las
Naciones Unidas, asintió un par de veces y les hizo un gesto a sus
guardaespaldas, que no tuvieron más remedio que agacharse para dejar sus armas
en el suelo.
—Esto es una locura, hijo —dijo el embajador inmediatamente después—.
¿Crees que vas a poder escapar de aquí? La mitad del ejército americano está
ahí abajo, no tienes salida, ¿por qué no evitas hacer algo de lo que puedas
arrepentirte?
—¡Vosotros al baño! —Les hice un gesto a los tres hombres—. Y usted
también, señorita. ¡Vamos! ¡No tengo todo el día!
A regañadientes unos y aterrorizados otros, los cuatro se encerraron en el
cuarto de baño, dejándonos al embajador y a mí solos.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó él manteniendo una admirable tranquilidad
para ser un hombre al que un desconocido le apuntaba con una pistola.
De un bolsillo interior de la chaqueta saqué mi PDA y se la tendí. Me
aparté de él, pero sin dejar de encañonarle, y le señalé lo que quería que
viera: una imagen térmica obtenida por satélite.
—¿Reconoce eso? —le interrogué.
—Una imagen de satélite… —murmuró sacando unas gafas de un bolsillo y
poniéndoselas—. ¿Qué se supone que estoy viendo aquí?
—Está viendo diez kilómetros cuadrados de imagen térmica obtenida por
satélite en Angola —le expliqué—. Esa imagen fue obtenida hace dos días, ¿no
hay nada que le llame la atención?
Se quedó mirando la PDA y no alcanzó a articular palabra. Como no tenía tiempo
que perder, preferí decirle yo lo que tenía que ver.
—La imagen muestra el interior de lo que se supone que era un almacén sin
ninguna relevancia a las afueras de Luanda. Si se fija, la imagen demuestra que
no sólo hay alrededor de treinta personas en su interior, sino que además éstas
tienen luz eléctrica.
—Muy afortunados —exclamó él frunciendo el ceño—. ¿Qué pretende decirme?
—Cuando vimos que era el único lugar de Angola, y posiblemente también de
África, con suministro eléctrico y gente viva en su interior nos llamó la
atención. Mire las siguientes imágenes —le ordené—. Los escáneres también
muestran que desde ese lugar se realizan vertidos a un lago cercano, vertidos
que se corresponde con los que realizaría un laboratorio de investigación
médica.
—No sé qué pretende decirme con todo esto —bufó el embajador quitándose las
gafas bruscamente y devolviéndome la PDA—. Ese almacén podría ser de
cualquiera, no sé por qué piensas que…
—El almacén pertenece a un particular que posiblemente ya esté muerto —le
interrumpí—. Pero casualmente los terrenos alrededor del lago son propiedad de
una empresa fantasma que acostumbra a utilizar su gobierno en el extranjero,
señor Garnier.
Conocer ese detalle era lo que nos había dado la clave. Para algo tenían
que servir los millones que el gobierno estadounidense gastaba en espionaje,
incluso a nuestros propios aliados.
—¿Cómo puede saber…? —preguntó anonadado—. ¿Quién es usted? ¿Para quién
trabaja?
—Mi nombre es Mark Ford, agente Mark Ford, de la CIA. —le respondí.
—La CIA, claro —sonrió—. ¿Sabe que lo que está haciendo es un delito? ¡No
tiene autoridad para interrogarme sobre nada!
—Sé que es un delito, por eso estoy actuando extraoficialmente —repliqué—.
Y ahora dígame, ¿por qué cuando ese país está muerto un laboratorio médico
pagado por su gobierno sigue operativo? ¿Qué es lo que está haciendo su
gobierno en Angola?
—No veo por qué he de responderle a nada —se me encaró—. Usted está aquí
ilegalmente, mis hombres ya habrán llamado pidiendo ayuda, por lo que no tiene
tiempo para torturarme, y no va a matarme porque se quedaría sin respuestas.
Entonces dígame, ¿cuál es mi desventaja?
Fui a responderle, pero en ese mismo instante el comunicador dio un pitido
en mi oído.
—¿Ryan? —pregunté extrañado de que abriera las comunicaciones cuando sabía
que podrían interceptarlas y localizarnos a través de ellas.
—Mark, tenemos problemas. —dijo apurado.
—¿Qué problemas? —inquirí sin perder de vista al embajador.
No hizo falta que me respondiera porque justo en ese instante, varios pisos
más abajo, los militares comenzaron a abrir fuego, provocando un escándalo que
me recordó a una emboscada de insurgentes que mi unidad y yo sufrimos en la
guerra de Afganistán. Me permití distraerme un segundo para mirar a través de
las ventanas hacia Manhattan. Allí, cientos, quizá miles de aquellas criaturas
muertas vivientes se acercaban como una marabunta hacia la sede de las Naciones
Unidas.
—¡Oh, joder! —murmuré por lo bajo.
—¡Dios santo! —gimió el embajador al contemplar la misma escena que yo.
—Esto no van a poder contenerlo, Mark —me aseguró Ryan—. Evacuarán el
edificio, ¿le has sacado algo a ese cabrón?
—Estoy en ello. —le respondí mientras intentaba trazar un nuevo plan en mi
mente. De repente las circunstancias habían cambiado del todo, y casi nada de
lo que teníamos pensado servía.
Una alarma comenzó a sonar en el pasillo, era la señal de evacuación. Si
seguían la ruta trazada, sacarían a todo el personal por la parte trasera y los
subirían a uno de los barcos que aguardaban en el rio para tal efecto… quizá
gracias a eso tuviera una oportunidad.
—Ryan, cambio de planes, sal de ahí —le indiqué antes de dirigirme al
embajador—. Usted se viene conmigo, ahora.
—¿Y mi personal? —protestó él—. No puede dejarlos en el baño con lo que se
acerca.
Tenía razón, si evacuaban el edificio era porque había peligro de que los
reanimados entraran, y si los dejaba allí dentro estaban condenados. No
obstante, el interés del embajador por su gente podía ser algo a explotar.
—De usted depende, señor Garnier —le amenacé entregándole de nuevo la PDA—.
Explíqueme lo de ese laboratorio en Angola.
Durante un par de segundos se debatió entre hablar o dejar morir a su gente,
pero finalmente cedió, aunque sólo parcialmente.
—Desde que la infección llegó a Francia, mi gobierno quiso que un
laboratorio privado con instalaciones en ese país investigara el asunto —confesó—.
Ellos, al estar tan cerca de la zona cero, ya habían trabajado sobre el
terreno. Cuando la cosa se puso mal en África, los servicios secretos se
encargaron de que tuvieran un lugar acondicionado donde continuar las
investigaciones.
—Es una historia bastante creíble, pero creo que me está tomando por tonto,
señor Garnier —le espeté con un tono mucho menos amistoso que el que había
estado utilizando hasta entonces. El sonido de los disparos y las explosiones
en el exterior era atronador—. Si tan poco le importa la vida de su gente,
podría haberlo dicho directamente y así no hacernos perder el tiempo a ambos.
—¿Qué quiere que le diga? —exclamó desesperado—. ¡Es todo lo que sé!
—Lo que me ha contado es una mentira —replique sin compasión—. Tenemos
registros por satélite que indican que ese almacén estaba acondicionado y
preparado para ser utilizado como laboratorio médico desde noviembre del año pasado.
La infección llegó a Francia hace diez días, el cuatro de enero, y sus
servicios secretos no actuaron activamente hasta el día seis, cuando fue
recuperada la autopsia de la doctora Lynette Boucher en el hospital Pitié-Salpêtrière.
¿Intenta decirme que en ocho días consiguieron levantar una instalación como la
que tienen allí montada, en plena zona cero de la infección, cuando África ya
estaba comprometida?
—¿Qué es lo que quiere que le diga, agente? —repitió frunciendo el ceño.
—Quiero saber si fue su gobierno el que ha provocado esto. —exclamé
señalando por la ventana la horda de muertos que estaba intentando contener el
ejército.
La puerta del despacho se abrió dando un golpe. Un soldado armado con un
fusil de asalto entró en ella, pero tuve los reflejos suficientes para esconder
la pistola y ganar unos segundos para pensar… no quería tener que vérmelas
también con el ejército si podía evitarlo, aunque iba a ser difícil hacerlo
cuando el embajador podía delatarme.
—¿No han escuchado las alarmas? Hay que evacuar el edificio. —nos urgió el
soldado.
Aprovechando la incursión, desde el cuarto de baño comenzaron a sonar
golpes y voces que tenían por intención alertar al militar de que no era un
amigo. Cuando dirigió una mirada hacia la puerta del baño, y luego volvió a
mirarnos con el ceño fruncido y sujetando el fusil con más fuerza, supe que
estaba vendido. No obstante, y para mi sorpresa, fue el mismo embajador quien
me sacó de esa situación tan peliaguda.
—Está todo bien, soldado —le garantizó acercándose al cuarto de baño y
abriendo la puerta para que los demás pudieran salir—. Esta gente pertenece a
mi personal.
Los dos guardaespaldas atravesaron la puerta violentamente, dirigiéndome
miradas hostiles.
—No pasa nada, está todo bien —repitió el embajador para tranquilizarlos
antes de volverse hacia el soldado—. Será mejor que salgamos de aquí.
Como para enfatizar sus palabras, una tremenda explosión se escuchó tan
cerca que hasta se vieron algunos escombros volar por los aires desde la
ventana. Los muertos estaban a las puertas.
—De acuerdo, síganme. —ordenó el soldado todavía un poco confundido por lo
que acababa de ocurrir. En su lugar yo también lo habría estado, pero las
prisas no invitaban a quedarse a pedir explicaciones.
El embajador, sus guardaespaldas, Diane, el ayudante anónimo y yo nos
unimos a una fila de gente que el ejército dirigía a toda velocidad escaleras
abajo. Teníamos que darnos prisa porque, si los reanimados sobrepasaban a los
militares y entraban en el edificio, nos cortarían la huida dejándonos
atrapados dentro. Sin embargo, más que nuestra suerte me preocupaba la de Ryan,
que seguía allí abajo.
—¡Ryan! —le llamé por el comunicador aprovechando que entre el miedo y la
histeria nadie me prestaba atención—. ¡Ryan! ¿Me escuchas?
—¡Te escucho! —me respondió—. ¡Maldita sea! ¡Están casi encima! ¿Le has
sacado algo?
—Todavía no, pero presiento que quiere decir algo, podría haberme delatado
y no lo ha hecho —le expliqué—. Deberías salir de ahí, por lo que he visto a
través de la ventana, no tiene buena pinta.
—De acuerdo, nos veremos en el punto de recogida. Cambio y corto —exclamó
antes de cerrar la comunicación.
—Agente Ford —me llamo el embajador mientras bajábamos por las escaleras
con el resto del grupo—. ¿Cómo tenía previsto salir de aquí una vez me hubiera
sacado la información?
Me extrañó un poco que me hiciera esa pregunta precisamente en aquel
momento, y como, aunque me había salvado, no terminaba de fiarme de él, preferí
no decirle la verdad.
—Tengo mis medios —me limité a responderle—. ¿Qué importa eso? Van a
evacuarnos.
—Los franceses también sabemos mucho sobre espionaje —afirmó permitiéndose
mostrar media sonrisa—. Sé lo de la isla.
Aquello sí que me sorprendió, no porque el servicio secreto francés no
fuera capaz, sino porque no creía que siguiera lo suficientemente operativo
como para descubrir lo de la isla… nuestros servicios de inteligencia poco a
poco habían ido colapsándose, hasta el punto de ser completamente ineficaces.
—Hagamos un trato, agente Ford, no soy un líder político, y no quiero
acabar en un barco en alta mar a merced del destino como van a hacer con el
resto de esta gente. Garantíceme una salida a la isla, a un lugar realmente a
salvo y responderé a su pregunta. ¿Qué le parece?
Le agarré de la chaqueta y tiré de él hasta meterlo por un pasillo lateral,
fuera de la vista de los militares y de sus guardaespaldas. Sin mirar atrás,
nos metimos en un cuarto de mantenimiento, donde le empotré contra la pared y
le puse la pistola en la sien. No tardó en perder la sonrisa de suficiencia que
había mostrado hasta un segundo antes.
—No sé cómo sabe lo de la isla —le dije en tono amenazador—. Y la verdad es
que tampoco me importa, pero si no me responde ahora mismo, le juro que le
mato.
—Muerto, la verdad muere conmigo —masculló con un gesto de dolor—. Sáqueme
de aquí, lléveme a la isla y le diré lo que quiere saber.
Era una inmoralidad ocultar esa información por salvar su sucio pellejo,
pero llevaba demasiado tiempo tratando con gente todavía peor como para que me
impresionara lo más mínimo la ruindad del embajador. Aun así, seguía
molestándome tener que pactar y acabar llevando al único lugar seguro del
planeta a un tipo así habiendo tantas vidas inocentes que merecían mucho más
ser salvadas.
—De acuerdo —accedí apartando la pistola de su cabeza y soltándole—. Le
sacaré de aquí.
—Muy bien. —asintió recolocándose bien la chaqueta y la corbata.
—Será mejor que me siga, tenemos que subir a la azotea. —le informé
abriendo la puerta del cuarto y sacando la cabeza para ver si había alguien al
otro lado.
—¿A la azotea? —preguntó incrédulo—. ¿Van a sacarnos en helicóptero?
—Más o menos... —respondí sin querer ser más preciso dando un paso fuera.
Toda esa planta estaba ya desierta, los evacuados se habían marchado
escaleras abajo y nos habían dejado completamente solos. Gracias a aquella
situación no fue complicado subir hasta el último piso, aunque para cuando
llegamos a la azotea el embajador resoplaba debido el cansancio.
Desde allí arriba la vista panorámica de Nueva York resultaba del todo
desesperanzadora. Los rascacielos de la isla de Manhattan daban una desoladora
imagen de vacío cuando las calles en la que se levantaban se encontraban
rodeadas de cordones militares, coches abandonados y, sobre todo, una infinita
horda de muertos vivientes que ataño fueron los ciudadanos de la ciudad maldita
en la que nos encontrábamos. Tan sólo había visto panoramas semejantes en
ciudades arrasadas por la guerra, aunque ni en ellas había tantos cadáveres
implicados.
Más cerca de nosotros, los muertos vivientes habían sobrepasado ya el
primer cordón militar, a un alto coste tanto entre sus filas como entre las del
ejército. Posiblemente cientos de cuerpos muertos yacían en el suelo, a los
pies de las Naciones Unidas, mientras que el ejército de los vivos se iba
viendo sobrepasado segundo a segundo, sin que ni los fusiles ni la artillería
consiguieran frenar a una horda muerta viviente que parecía no tener fin.
Y mientras la primera avenida era tomada por los reanimados, al otro lado,
por la autopista de Roosevelt, el personal de las naciones unidas era evacuado
en dirección a los barcos que les esperaban en el East River. Si se daban prisa,
y los militares del otro lado les daban el tiempo suficiente, quizá lo
consiguieran todos.
—¿Qué hay de su helicóptero, agente? —quiso saber el embajador agachándose
hasta apoyar las manos en las rodillas para recuperarse de la acelerada subida.
—No le he dicho que hubiera un helicóptero —le respondí antes de volver a
llamar por el comunicador—. Ryan, estoy en el punto, ¿estás listo?
—Negativo, Mark —me dijo notablemente apurado—. Esos malditos cadáveres
animados no me dejan salir… estoy atrapado.
“¡Mierda!” pensé con frustración, no sólo porque la huida se nos
complicaba, sino porque no veía la forma de que pudiera escapar si los muertos
le habían rodeado. El ejército no iba aganar aquella lucha, así que no podíamos
contar con que la calle se acabaría despejando.
—¿Has probado a abrirte paso a lo bestia? —inquirí sabiendo que Ryan no
tenía muchas más opciones si quería escapar de aquello con vida. El furgón era
un vehículo robusto, sin duda soportaría llevarse por delante unos cuantos
reanimados.
—Ya es tarde para eso, me temo —se resignó—. Aún puedo hacer una
transmisión a Washington, ¿le has sacado algo a ese puto franchute?
—Me temo que aún no —le respondí—. Lo siento, Ryan.
—Pues menuda putada… —lamentó dando un profundo suspiro—. Oye, no creo que
pueda recogerte, creo que esta misión vas a tener que terminarla tú solo, amigo.
—Aunque ellos ganen, si esperas a que se dispersen… —comencé a decirle,
pero no quiso escucharme y apagó el comunicador antes de que pudiera terminar
la frase.
“Vamos, Ryan, no te rindas” me dije dando golpecitos al comunicador,
intentando en vano recuperar la conexión.
Un par de segundos más tarde, entre los disparos de los militares se
escuchó una explosión mucho más fuerte que la de cualquier disparo de
artillería. La furgoneta en la que habíamos llegado llevaba incorporada una
carga explosiva, y Ryan la había hecho volar por los aires al verse atrapado,
inmolándose él mismo en el proceso, pero probablemente llevándose por delante a
docenas de esos seres con él. Tuve que respirar con fuerza para recuperar la
calma… Ryan había sido un buen amigo, iba a echarle de menos.
—No es por meter prisa, pero hasta los que van a los barcos están saliendo
ya, agente —intervino inoportunamente el embajador francés—. ¿Por qué no vienen
a recogerle?
—Nadie viene a recogernos, señor embajador. —le informé abrochándome los
botones de la chaqueta y acercándome a la antena más grande de la terraza, la
que se encontraba justo en el centro de la misma.
Una vez junto a ella, de entre los cables saqué una pesada mochila, mochila
que escondía un paracaídas. Tanto Ryan como yo sabíamos que si la cosa se ponía
mal, escapar por la misma puerta por la que había entrado con el triple cordón
militar sería del todo imposible, de modo que en lugar de huir por abajo
decidimos que lo más seguro era hacerlo por arriba. En el plan original, él debería
estar ya en el río, esperándome en una lancha motora sobre la que intentaría
aterrizar, pero debido a su muerte no podía contar con esa última parte, de
modo que habría que improvisar.
—¿Cómo que no van a…? ¿Entonces cómo pretende que salgamos de este sitio? —exclamó
el embajador mirando la mochila—. ¿Qué es eso?
—Un paracaídas —le mostré abrochándomelo alrededor del cuerpo—. Espero que
no tenga miedo a las alturas, porque esto va a ser un poco peligroso.
—¿Es que se han vuelto locos? —bufó sin poder creerse que aquél fuera el
plan de salida—. ¿Por qué no les recoge un helicóptero o algo así?
—¿Meter un helicóptero no autorizado en una zona con semejante control
militar? —repliqué señalando una obviedad—. Será mejor que se agarre fuerte a
mí y rece lo que sepa, esto no estaba pensado para dos personas.
Aunque saltar desde una altura tan baja siempre era arriesgado, estaba exagerando
por mucho el peligro que corríamos. Me había lanzado en paracaídas las
suficientes veces como para saber que podía hacerlo, además teníamos el viento
a nuestro favor… pero me resultaba satisfactorio hacer sufrir un poco a aquel
hombre.
—No… no sé si quiero hacer esto. —se acobardó dando un par de pasos hacia
atrás.
—Señor Garnier, me pidió una salida y esta es la única que hay —traté de
hacerle entender—. Ya es demasiado tarde para echarse atrás, si se queda aquí,
está perdido, este edificio va a ser abandonado, nadie más va a venir a
recogerle.
Dándose cuenta de que no tenía alternativa, no le quedó otra opción que
agarrarse a mí con fuerza y dejarse llevar. Subimos al bordillo de la terraza,
y al ver la altura que nos separaba del suelo apartó la vista espantado.
—¡Está muy alto! —balbuceó asustado.
—Créame, cuanto más alto mejor —aseveré preparándome para dar el salto—. ¿Listo?
—Estoy mayor para estas cosas… —masculló antes de que nos arrojáramos
juntos al vacío.
Aquella caída libre consiguió que se pusiera a gritar histérico, pero eso
no duró más que una décima de segundo, hasta que abrió el paracaídas. En cuanto
tiré de la anilla le agarré para que no se deslizara y cayera por culpa del
frenazo que dimos en el aire.
—¡Ay Dios! —gimió aferrándose a mí con desesperación—. ¡Ay Dios mío!
—Necesito que me suelte las manos para dirigir esto —le pedí—. Si no,
acabaremos estampándonos contra el edificio, o cayendo sobre los muertos.
En cuanto me soltó y se agarró a mis hombros, donde no me molestaba, tiré
de los cables para llevarnos en dirección al río. Allí, algunos de los
tripulantes del barco más cercano nos señalaban, seguramente preguntándose
quién se había puesto a saltar en paracaídas con todo lo que estaba pasando.
Desgraciadamente esos inofensivos espectadores no eran los únicos que nos
vieron saltar. En tierra firme, la marea de muertos vivientes no se conformaba
con atacar la ONU frontalmente, sino que también lo hicieron desde los lados, o
desde donde pillaran… y no puede evitar fijarme en que algunas caras podridas
se quedaron mirando la llamativa tela voladora que bajaba hacia el suelo.
—Adiós al plan de aterrizar en tierra —murmuré cuando aquellos reanimados
comenzaron a desviarse de su antiguo rumbo y tomaban otro que nos ponía en una
situación comprometida—. Habrá que hacerlo en el agua.
—¿En el agua? —repitió el embajador con la voz extrañamente aguda.
No fue un aterrizaje suave, llevábamos demasiado peso y caíamos desde
demasiada poca altura como para eso, así que el chapuzón fue un poco más
violento de lo previsto. A pesar de eso, salimos los dos a flote, sanos y
salvos.
—¿Y ahora qué? —inquirió él resoplando y empapado de agua helada hasta los
huesos. Por el río no discurrían precisamente aguas termales en pleno mes de enero.
—Allí, esa es nuestra lancha. —le dije señalando el vehículo acuático que
Ryan había preparado previamente, y que seguía amarrado junto a un embarcadero
cercano.
—Pero… —fue a protestar él. Sin embargo, tan sólo fue capaz de señalar el
embarcadero con pánico.
—Sí, yo también los he visto. —le confirmé, refiriéndome a los reanimados
que pululaban por allí y que tanto le habían asustado.
No tardamos ni un minuto en llegar hasta él nadando, pero antes de poder
subir para echar la lancha al agua cinco de aquellas putrefactas criaturas ya
nos estaban esperando. No tuve que pensármelo demasiado, saqué la pistola y los
fui eliminando uno por uno.
—¡Madre de Dios! —prorrumpió el embajador cuando el último cuerpo cayó al río
y se hundió, perdiéndose de vista en sus turbias aguas.
Dándome toda la prisa que pude, subí al embarcadero y comencé a empujar
nuestro vehículo de huida para echarlo al cauce del río. Aunque los militares
seguían ofreciendo resistencia en las Naciones Unidas, los disparos que acababa
de hacer sin duda llamarían la atención de más de un muerto cercano, y no tenía
munición infinita. Además, los dientes comenzaban a castañearme por el aire
frío sobre mi piel empapada de agua helada.
Tres monstruos más aparecieron junto a la carretera, cuyo recorrido
transcurría paralelo al embarcadero. Ataño allí hubo una valla metálica, pero
había desaparecido por causas que desconocía, y los muertos podían cruzar al
embarcadero sin ningún obstáculo que se lo impidiera.
—Definitivamente yo también empiezo a estar mayor para estas cosas. —farfullé
empujando con más fuerza, hasta que logré echar aquella maldita lancha al agua.
Mientras el embajador luchaba por subir a bordo, me entretuve dando cuenta
de los tres reanimados. Para alguien experto en el uso de las armas como yo
resultaba sencillo matarles porque no eran especialmente ágiles o rápidos… pero
tampoco tenían que serlo, su único peligro era el número, y si no nos dábamos
prisa, tendríamos a decenas de ellos encima más pronto que tarde.
Con el camino despejado por fin, pude saltar sobre la lancha, ayudar al
embajador a subir a ella también, soltar amarras y ponerla en marcha. Cuatro
cadáveres andantes habían bajado ya al embarcadero cuando ésta empezó a
moverse, y sólo entonces, lejos del peligro, me permití dar un suspiro de
alivio. Sin embargo, mi alivio no fue nada comparado con el del embajador.
—¡Dios mío! —sollozó aflojándose la empapada corbata con una mano
temblorosa por la hipotermia incipiente—. ¿De verdad éste era su plan de huida,
agente?
—Más o menos —le respondí comprobando mi cargador, todavía tenía dos balas,
una más de la que necesitaba—. Ahora, si no le importa, tenemos un asunto que
tratar.
—¿Asunto? —repitió mirando a su alrededor—. ¿A dónde vamos? ¿Cómo piensa
llevarme al lugar seguro? Creo que pilla un poco lejos para ir en lancha… ¿qué
está haciendo?
—Hace unos minutos me preguntó cuál era su desventaja —exclamé apuntándole
con el arma—. Pues bien, aquí la tiene: está usted solo, a punto de sufrir una
pulmonía, sin guardaespaldas, sin personal de seguridad, sin ejército. Nadie
sabe que está aquí, nadie sabe qué ha sido de usted y yo soy quien decide si
llevarle a la isla o ejecutarle aquí mismo… ¡Ah sí! Y mi compañero acaba de
morir, así que estoy un poco cabreado. ¿Le parece suficiente desventaja como
para responderme la verdad sobre la implicación de su gobierno en todo esto,
señor embajador?
Sabiéndose sin salida y a mi merced, Gerard Garnier se humedeció los labios
con nerviosismo.
—En respuesta a su pregunta: no lo sé. —confesó
—¿Qué coño de respuesta es esa? —repliqué dando un bufido—. Si eso es todo
lo que tiene será mejor que salte por la borda, porque no espere que yo vaya a
llevarle a ninguna parte.
—El laboratorio que me enseñó llevaba a cabo experimentos médicos en aquel
lugar, concretamente con el virus Ébola, que es endémico de la zona. Como
comprenderá no podíamos tratar con algo tan peligroso en nuestro territorio.
—Y se fueron al tercer mundo —rezongué—. Muy humano.
—No había ningún peligro —se excusó—. Pero si ocurría algo… el Ébola es de
esa zona, era más fácil simular un brote natural allí que en Francia, ¿no cree?
—Ya… ¿y qué pasó? ¿Algún experimento que se les fue de las manos? —teoricé.
—Ya le he dicho que no lo sé —se empecinó negando con la cabeza—. Si fue un
fallo, una fuga o algo así no quedó registro alguno de ello.
—¿Cómo que no quedó ningún registro? —inquirí incrédulo.
—Verá, cuando se creía que no era más que un brote de Ébola, se eliminaron
todos los registros de las investigaciones llevadas a cabo en ese lugar —me
explicó—. Fue un procedimiento estándar, teníamos que protegernos de
filtraciones que pudieran responsabilizar a nuestro gobierno.
—Siga. —le insté, esa información estaba resultado muy reveladora para mí
sobre el modo de proceder de los franceses. Mi especialidad siempre fue Asia, y
no Europa, así que no estaba al tanto de la forma de funcionar de los servicios
secretos de nuestros aliados.
—Cuando la enfermedad alcanzó niveles catastróficos, el gobierno cambió la
función del laboratorio. En lugar de experimentar, lo dedicó por completo a
investigar aquella extraña enfermedad… pero en muy poco tiempo las cosas se
pusieron mal, y desde entonces hemos intentado mantener operativo el
laboratorio en busca de una explicación.
—Puede que borraran los registros, pero allí había personal, ¿no? —quise
saber—. La gente que trabajaba allí debía saber si alguno de sus experimentos
había provocado aquello.
—Perdimos a casi todo el personal cuando la infección llegó a la capital de
Angola —se excusó—. Cuando nuestras fuerzas armadas intervinieron activamente
llevaron a su propia gente, actualmente la mayor parte de los que siguen allí
son militares.
Me quedé en silencio unos segundos mientras trataba de asimilar todo
aquello. Volvía a no tener nada, igual que en Guantánamo. Desde que volví de
China sólo había estado persiguiendo humo.
—Dígame, embajador —dije mirándole a los ojos al tiempo que bajaba la
pistola. Ya no tenía sentido seguir apuntándole con ella—. Como opinión
personal, ¿cree que fueron ustedes quienes lo provocaron?
—¿Cómo opinión personal? —repitió pensativo—. Desarrollar algo así cuando
el laboratorio llevaba operativo tan sólo un mes me parece un poco forzado,
pero la otra opción es pensar que fue sólo una casualidad… en cualquier caso,
me alegra que nunca vaya a saberse.
—¿Cómo puede decir eso? —Mi trabajo era saber, o más bien averiguar lo que
se quería saber, no podía concebir que alguien prefiriera la ignorancia.
—¡Imagine las repercusiones si resulta que fuimos nosotros! —exclamó consternado—.
¿Cómo iba a recordar la historia a Francia después de provocar el fin del
mundo?
—Puede que de todos modos acabe no quedando nadie para recordar a Francia. —le
espeté sin poder compartir sus sentimientos nacionalistas.
—Nosotros sí —me corrigió—. Siento que no fueran las respuestas que
esperaba, pero hizo una promesa, agente Ford, sacarme de aquí y llevarme a la
isla, ¿recuerda?
Desgraciadamente tenía razón, había hecho una promesa y me sentía obligado
a cumplirla, pese a no haber obtenido ninguna respuesta que pusiera las cosas
en claro. Quizá en el futuro alguien llegara a averiguar qué fue lo que hizo
que los muertos se levantaran y comenzaran a devorar a los vivos, pero en aquel
momento millones de personas estaban muriendo en todo el mundo sin saber por
qué.
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