CRIS
Me encantaba el
mar. Aún con todo lo que estaba ocurriendo, no pude evitar quedarme mirando
hacia las olas rompiendo en la playa como si estuviera hipnotizada. Recordaba
como si hubiera sido ayer que, siendo todavía muy pequeña, mi padre me regaló
por mi cumpleaños un disfraz de la sirenita. Me gustó tanto que incluso quise
bañarme con él, y el día que se me quedó pequeño lloré hasta que me compraron
otro igual, pero de mi talla.
—¿Estás bien? —me
preguntó Nacho por la espalda, tocándome en el hombro con una mano y haciendo
que diera un respingo debido a la sorpresa.
—Sí. —respondí
apartando la vista de la playa, cuyas aguas seguían revueltas después de varios
días de mal tiempo. Tras pasarse lloviendo todo el día por fin había escampado
y, aunque el sol no brillaba todavía, al menos las nubes parecían menos
oscuras.
Hacía sólo unos
pocos días que la zona segura de Alicante, donde había estado refugiada, cayó
invadida por los muertos vivientes, y desde entonces las cosas no habían ido
sino a peor. Los ánimos estaban más bajos que nunca, Álvaro estaba muerto,
Nuria había sido mordida, Gerardo parecía perder el juicio por momentos y Diego
y su hijo seguían inconsolables por la muerte de Elena. ¿Cómo no iba a
abstraerme mirando el mar ante semejante panorama? De todos nosotros, sólo Ahmed
era capaz de mantener la compostura.
Fui una tonta
pensando que después de escapar milagrosamente de la zona segura había acabado
el peligro, del mismo modo que fui una tonta al pensar que tras perder a toda
mi familia se había acabado el dolor. Siempre había una forma de que todo
empeorara, y fueron los días de viaje hacia el sur los que terminaron de
hundirnos en la miseria. De las veinte personas que salimos de Alicante, sólo quedábamos
nosotros siete que, tras vagar buscando algún lugar seguro donde recuperar las
fuerzas, habíamos terminado encerrados en un complejo residencial a pie de
playa al sur de Guardamar del Segura.
Fuimos allí
después de consultar un mapa de carreteras y creer que el lugar estaría libre
de resucitados, pero nos equivocamos. Aquellos apartamentos de playa también
habían sido completamente invadidos, como todo lugar al que intentamos ir con
anterioridad. Incluso desde la ventana podía ver a algunos de aquellos seres
tambalearse por la calle, formando grupos cada vez más grandes.
“Saben que estamos
aquí” pensé intranquila, “de algún modo saben que estamos cerca.”
—No deberías estar
ahí asomada —me dijo Nacho—. Podrían verte.
—¿Cuánto crees que
aguantaremos aquí? —le pregunté apartándome de la ventana y sentándome en una
de las sillas de la cocina. No soportaba estar en el comedor, aquel lugar
parecía un velatorio, y bastantes penas tenía yo encima como para compartir las
de los demás.
—Espero que por lo
menos una noche —suspiró Nacho echando un tímido vistazo a través de la ventana
antes de correr la cortina, dejando la habitación en penumbras—. Dios sabe que
necesitamos un segundo de descanso.
—Sí, pero no parece
dispuesto a dárnoslo —afirmé contemplando el horroroso estampado del mantel de
la mesa—. ¿Cómo está Nuria?
—Peor —respondió
con resignación—. No creo que ya pueda volver a levantarse, la infección avanza
deprisa.
—¿Y qué vamos a
hacer? Ya sabes lo que pasará cuando… cuando…
—Cuando muera —completó
la frase por mí antes de sentarse en la otra silla de la cocina y quedarse
mirando un enorme reloj que colgaba de la pared, que marcaba las cinco de la
tarde—. Tendremos que hacer lo que hay que hacer. Habrá que pedírselo a
Gerardo, o quizá a Ahmed, porque yo no creo que tenga fuerzas para eso.
—Yo… lo siento, si
no hubiéramos pasado tan cerca de Elche quizá… —comencé a disculparme, pero
hizo un gesto con la mano para detenerme.
—Si no hubiéramos
pasado tan cerca de Elche, no tendríamos la escopeta y la pistola —señaló—. Y
entonces estaríamos todos muertos.
—Sí, pero aun así…
—No podía evitar sentirme culpable. Acercarnos a Elche fue idea mía, pensaba
que podríamos encontrar algún lugar donde escondernos, pero lo único que
encontramos fueron muertos, los muertos que mordieron a Nuria y que mataron a
Álvaro cuando éste intentó salvarla.
Álvaro había sido
mi novio desde hacía dos años, Nuria era su hermana pequeña, y Nacho el novio
de ésta. Tan optimista como siempre, Álvaro me confesó antes de morir que creía
que el haber escapado los cuatro de la zona segura era una señal de que no todo
estaba perdido… pero en realidad no había sido una señal de nada, él estaba
muerto, su hermana mordida, y con ellos otras once personas, de las cuales no
había llegado a conocer el nombre ni de la mitad.
—No te machaques,
lo que tenemos que hacer es intentar salir de ésta —exclamó volviendo su mirada
hacia mí—. Mira, yo creo que si logramos pasar la noche aquí, las cosas irán
mejor. Tenemos algo de comida y agua, cosa que no teníamos ayer, y tras dormir
una noche en condiciones lo veremos todo de otra manera.
—No sé si voy a
poder dormir —Los días anteriores habían sido extraños para mí, no recordaba
haber dormido en ningún momento, pero tenía que haberlo hecho porque de lo
contrario habría estado más cansada de lo que me sentía—. Y no nos engañemos,
Nuria no va a aguantar otro día.
Agachó la mirada y
se quedó callado durante unos segundos, hasta que empezamos a escuchar voces provenientes
del comedor.
—¿Qué hacen esos?
—se preguntó Nacho en voz alta frunciendo el ceño—. Van a conseguir que nos oigan
desde el exterior.
Cuando se puso en
pie y salió corriendo por la puerta de la cocina le imité, no me iba a servir
de nada quedarme allí sola lamentándome de que el mundo se hubiera ido al
infierno, no había servido hasta entonces y no creía que fuera a servir en el
futuro… el mundo ya no escuchaba el lamento de nadie.
—¡Eh tío! ¿Qué
coño haces con eso? —escuché la voz de Nacho cuando aún seguía en el pasillo.
Apreté el paso y
llegué hasta el comedor, sólo para encontrarme a Gerardo, escopeta en mano,
apuntando con ella a Nuria, que ocupaba todo el sofá de la habitación tumbada
sobre él. Tanto Nacho como Ahmed intentaban retenerle, mientras que Diego
abrazaba a su hijo Iván en una esquina para evitar que el chiquillo, de tan sólo
seis años, viera lo que estaba pasando.
Nuria parecía
tener peor aspecto todavía que unos minutos antes, cuando la ayudé a tumbarse
en aquel sofá para que descansara. Su rostro estaba pálido como el de una
muerta, los labios se le habían vuelto azules y los ojos hundidos le daban un
aspecto enfermizo muy poco esperanzador. Respiraba con dificultad y todavía se
agarraba dolorida el antebrazo, el lugar donde aquel resucitado había clavado
sus dientes día y medio atrás, condenándola a muerte.
Por lo visto, ese
era el tema de la discordia.
—¡Es un peligro
para todos! —bramó Gerardo, un hombre de cincuenta y pocos años, canoso, pero
de complexión recia y unas formas muy poco amigables—. ¡Aquí hay niños!
¿Cuántos muertos más quieres?
—¿Es que te has
vuelto loco, tío? —le increpó Ahmed forcejeando con la escopeta. Ahmed era de
ascendencia marroquí, su piel oscura y su pelo negro y rizado no dejaban lugar
a dudas respecto a aquello, y al parecer Gerardo no era muy amigo de los
marroquíes—. ¡Suelta esa puta arma!
—¡A mí tú no me
das órdenes, delincuente! —bufó el hombre dando un tirón de la escopeta.
—¡Haced el favor
de tener cuidado con eso! —les advirtió Diego desde la esquina, con su hijo
todavía en brazos—. ¡Vais a matar a alguien!
—¡Esa es la idea!
—gruñó Gerardo.
—¡Van a escucharos
los de fuera! —les recordé a gritos para hacerme oír por encima del jaleo.
La amenaza de los
muertos vivientes sirvió para que los tres se detuvieran, al menos por un
momento, y pudiera intentar enterarme de qué estaba pasando.
—¿Qué demonios
estáis haciendo con eso? —pregunté señalando el arma.
—¡Este loco de
mierda quiere cargarse a Nuria! —bramó Nacho lanzándole una mirada de odio—. Escúchame
capullo, si le pones un dedo encima, el siguiente disparo será para ti, ¿te
queda claro?
—¿Es que no lo
veis? —se defendió Gerardo señalando a la pobre Nuria, que desde el sofá
luchaba por seguir respirando mientras sus pupilas saltaban de unos a otros. Me
estremecí al ver el miedo reflejado en ellas—. Se muere, se está muriendo desde
que la mordieron. ¡Y es contagiosa! Le haríamos un favor a ella tanto como nos
lo haremos a nosotros. ¿No veis que hay niños?
—No te consiento
que utilices a mi hijo como excusa para cometer un asesinato. —le reprendió
Diego frunciendo el ceño.
—Suelta la
escopeta tío, tú no puedes ir armado. —le exigió Ahmed alargando la mano hacia
el arma, pero Gerardo fue rápido y la apartó de su alcance antes de que pudiera
adueñársela.
—Mira quién habla
—dijo el hombre sonriendo con desdén—. Tú eres el primero que no debería llevar
la pistola, delincuente.
—Te he dicho que
no me llames así. —protestó Ahmed enfadado.
—¿Es que acaso es
mentira? Serías el primero —continuó Gerardo—. No me olvido que fueron los
tuyos los que trajeron esta plaga al país en vuestras pateras.
—Te he dicho ya un
millón de veces que yo soy tan español como tú, gilipollas —le increpó Ahmed—. ¡Yo
nací aquí!
—¿Queréis hacer el
favor de bajar la voz? —repetí temiendo que cualquiera de esos grupos de
muertos vivientes que se paseaban por la urbanización pudiera escucharnos.
—Si no se la
quieres dar a él, dámela a mí —le pidió Nacho comenzando a hablar un poco más
bajo—. Pero no vamos a permitir que lleves una escopeta cuando estás dispuesto
a cometer un asesinato.
—¡No es un
asesinato! ¿Es que no te enteras? —bufó Gerardo—. Ella está sufriendo y se va a
morir, como se han muerto todos hasta ahora.
—¿Te quieres
callar, gilipollas? —le insultó Nacho agarrándole de la camisa de manera
amenazante.
—¿Pero tú qué te
has creído, niñato? —le espetó él levantando la escopeta y apuntándole con ella
al pecho—. Ni tú ni el moro delincuente podéis darme órdenes. ¿Quién coño os
creéis que sois? ¿Creéis que lo sabéis todo? ¿No os dais cuenta de lo peligroso
que es que siga viva?
—Baja esa arma —le
pidió Nacho levantando las manos, visiblemente asustado—. Bájala tío.
—No tenéis ni idea
—siguió Gerardo con su discurso—. Está herida, sangrando. Toca su sangre,
utiliza el mismo cubierto, bebe de la misma botella… y estarás tan jodido como
ella. ¿Es que no veíais la tele o qué?
Mientras apuntaba
al pecho de Nacho, a su espalda Ahmed sacó poco a poco la pistola del cinturón.
No sabía si sería capaz de hacer algo como lo que creía que iba a hacer, pero
no quería averiguarlo.
—¡No! —le grité
intentando evitar que disparara y que el ruido terminara atrayendo a los
muertos de fuera.
Mi grito sirvió de
advertencia a Gerardo, que giró la cabeza hacia él. Lejos de obedecerme, Ahmed
terminó de desenfundar la pistola, y Nacho aprovechó para lanzarse contra la
escopeta.
No supe como
ocurrió, pero de repente se escuchó un tremendo disparo que nos hizo gritar
tanto a Iván como a mí, y que me dejó los tímpanos doloridos. El cuerpo de
Nacho se vio propulsado hasta chocar contra la pared, salpicando sangre por
todas partes. Gerardo y Ahmed, conscientes de la desgracia que entre todos
habían provocado, contemplaron con horror el destrozado pecho del Nacho, que
perdió la vida casi instantáneamente debido al daño masivo sufrido.
—¡Joder! —exclamó
Ahmed con los ojos como platos.
—¡Oh Dios! —dijo
Diego apartando la mirada de su hijo de la escena.
Sólo Nuria, que me
pareció que apenas era ya consciente de lo que ocurría a su alrededor, Gerardo,
que se había quedado paralizado con la escopeta humeando en las manos, y yo,
que todavía no me creía lo que acababa de ver, no tuvimos el ánimo suficiente
como para decir nada.
—¡Te lo has
cargado! —bramó Ahmed—. ¡Te lo has cargado, puto loco de mierda!
Quiso apuntarle
con la pistola, pero di un paso al frente y le agarré el brazo con las dos
manos, forcejeando con él hasta que logré que soltara el arma. Gerardo no fue
capaz de reaccionar.
—¡No! —dije yo,
que todavía estaba como en una nube, pero que quería evitar cualquier otra
muerte innecesaria si era posible.
—¿Qué te pasa? ¿Es
que no has visto lo que ha hecho? —me reprendió Ahmed señalándome el cuerpo
envuelto en sangre de Nacho. Verle así era tan… descorazonador, todo había
ocurrido demasiado deprisa como para asimilarlo, un minuto antes estábamos en
la cocina hablando y en sólo un segundo todo había cambiado.
—Sí, lo he hecho
—se reafirmó Gerardo como primera reacción a su crimen—. Lo he hecho, sí, no
quería pero ya no hay marcha atrás. Lo hecho, hecho está.
—¿Lo hech…? ¿Es
que has perdido el juicio tío? —le espetó Ahmed—. ¡Lo has matado!
—¡Así es! —bramó
Gerardo fuera de sí, retrocediendo unos pasos hacia la ventana para tenernos a
todos a la vista y encañonados con la escopeta.
Me agaché al lado
del cuerpo de Nacho, aunque ya sabía que estaba muerto antes de que lograra
encontrarle el pulso. Nadie podía sobrevivir a un disparo de escopeta a
bocajarro como ese… no es que le hubiera dañado algún órgano vital, es que no
debía haber dejado un órgano interno sano. Había visto auténticas carnicerías
en las bocas de la gente mientras estudiaba odontología, pero aquello era muy
distinto, aunque sólo fuera porque aquel amasijo sanguinolento pertenecía a un
buen amigo.
—¡Lo he matado! ¡Y
ha sido lo mejor! —seguía delirando Gerardo.
—¿Pero tú te
escuchas hablar? —le preguntó Ahmed que, o bien tenía mucho valor, o era un
inconsciente por plantarle cara a un enajenado con una escopeta que acababa de
matar a otra persona—. ¡Devuélveme la pistola, Cris!
—¡No! —insistí yo
cerrándole los ojos a Nacho con una mano temblorosa y llena de sangre.
—¿Es que no
escuchas lo que este loco está diciendo? —insistió Ahmed.
—¡Sólo digo verdades,
delincuente! —balbuceó el asesino sin dejar de apuntarnos con la escopeta—. No
quería entrar en razón, y los juegos se han acabado, porque cuando juegas la
gente muere. Hay que disparar a la chica, y si no estaba dispuesto a hacer lo
que ha de hacerse, debería darme las gracias por haber muerto de un disparo y
no comido por esos seres, que es como habría acabado siendo tan blando.
Aquello ya era
demasiado. Me puse en pie, loca de ira, y sin importarme su escopeta y su
locura incipiente me propuse decirle un par de verdades también a la cara… pero
el sonido de la ventana rompiéndose me detuvo en seco. Al final, el ruido que
habíamos hecho con los gritos y el disparo habían terminado atrayendo a los
muertos vivientes, y un par de brazos grisáceos y putrefactos agarraron a
Gerardo por la espalda, tirando de él hacia atrás.
El hombre lanzó un
grito y la escopeta volvió a dispararse, aunque en esa ocasión fue la lámpara
del techo la que se llevó todo el impacto. Diego agarró a Iván y corrieron
hacia Ahmed y hacia mí, que mirábamos anonadados cómo unos resucitados
comenzaban a colarse por la ventana, lanzándose a por Gerardo, mientras que
otros se dedicaban a aporrear la puerta y las paredes del apartamento.
—¡Tenemos que
salir de aquí! —dijo Ahmed cuando los muertos vivientes comenzaron a morder a
Gerardo, que se retorcía y gritaba de dolor mientras aquellos seres lanzaban
dentelladas contra él sin compasión alguna.
Diego e Iván no
tardaron en obedecer y rápidamente salieron corriendo hacia el pasillo, en
dirección a la cocina, donde había otra puerta que daba a la calle.
—¡Venga, vamos!
—me urgió Ahmed cuando me vio allí plantada todavía.
—Pero… —protesté
todavía aturdida por todo lo que estaba pasando.
—¡Vamos! —repitió
echando a correr también.
Dos muertos se
habían colado casi del todo dentro de la casa y lanzaban dentelladas contra
Gerardo, cuyos gritos se habían convertido en un gorjeo amortiguado por la
sangre después de que le mordieran en la garganta. Cuando la puerta del
apartamento se abrió con un golpe fui consciente de que mi vida estaba en
peligro, e instintivamente quise marcharme de allí.
—Cris… —gimió una
voz desde el sofá.
Nuria había
acumulado las fuerzas suficientes como para estirar una mano hacia mí, y por un
momento me pareció que me estaba pidiendo ayuda… pero en seguida me di cuenta
de que lo que sus ojos cada vez más vidriosos pedían no era ayuda, sino
clemencia.
Con una mano
temblorosa apunté a su cabeza con la pistola y disparé. El balazo la impulsó
hacia atrás y salpicó sangre por todo el sofá, pero acabó con su vida de forma
limpia, y no como estaba pasando con Gerardo.
—Lo siento.
—murmuré con lágrimas en los ojos mirando por última vez a mis dos amigos
muertos antes de salir del comedor, cerrando la puerta tras de mí para ganar
unos segundos.
Secándome las
lágrimas con la manga de la chaqueta, y tratando de reprimir todos los
sentimientos que estaban surgiendo dentro de mí por haber matado a mi amiga,
recorrí a toda prisa el pasillo hasta la cocina. Unos golpes se escucharon en
la puerta que acababa de cerrar, pero no me preocupaban tanto como alcanzar a
los demás antes de que los perdiera.
Cuando salí fuera,
me encontré con que en la calle había un grupo de unos cinco resucitados
siguiendo a Ahmed, Iván y su hijo, que corría de la mano de su padre.
—¡Cris! ¡Vamos!
—me llamó Ahmed metiéndome prisa mientras regresábamos a uno de los coches en
los que habíamos llegado hasta allí.
Con cinco muertos
en medio me iba a ser difícil alcanzarles simplemente tratando de esquivarlos, de
modo que tuve que volver a recurrir a la pistola. Aunque había llegado a
familiarizarme mínimamente con las armas de fuego, en realidad el disparo
anterior había sido la primera vez que usaba una de verdad, y por supuesto no
había matado a un resucitado en toda mi vida.
Como tampoco tenía
más opciones, con la pistola en la mano corrí detrás de los tres y, cuando tuve
al primer resucitado lo bastante cerca como para empezar a sentirme insegura,
me detuve para dispararle. Mientras intentaba apuntarle a la cabeza, los demás
abrieron el coche y comenzaron a entrar dentro. El muerto viviente me vio y
decidió que yo era un bocado más sencillo que los que corrían, de modo que se
giró para venir a por mí.
La pistola tronó
al apretar el gatillo, pero no le di… dos objetivos certeros en dos disparos
habría sido demasiada suerte para un sólo día. Demasiado nerviosa para
intentarlo de nuevo, simplemente me lancé contra él y lo empujé contra el suelo
apartándolo de mi camino. Luego corrí como alma que lleva el diablo hacia el
coche sin pararme mirar lo que hacían los demás.
—¡Esperadme! —les
grité cuando vi que el vehículo comenzaba a moverse.
No sé si realmente
tuvieron que pensarse el no dejarme atrás o sólo me dio la impresión debido a los
nervios, pero juro que me pareció una eternidad lo que tardaron en detenerse
para que pudiera alcanzar el asiento del copiloto.
—¡Dios! —exclamé
con alivio cuando estuve dentro y volvíamos a ponernos en marcha, dejando atrás
a los cinco resucitados y a la horda asesina que había invadido la casa.
Ninguno de los
cuatro dijo nada más hasta que estuvimos fuera de aquella urbanización, de
nuevo en la carretera rumbo a ninguna parte. Ahmed conducía, mientras que Diego
e Iván ocupaban los asientos traseros. En lo que duró el trayecto cerré los
ojos y traté de hacerme a la idea de que lo que acababa de ocurrir había sido
completamente real, de que Nuria y Nacho estaban muertos, como Álvaro, como mi
hermana, como mis padres, como la gente de la zona segura… como todo el maldito
mundo.
Sólo volví a abrir
los ojos cuando Ahmed detuvo el coche en el arcén de la carretera.
—¿Qué ocurre? ¿Por
qué te paras? —le pregunté al tiempo que me aseguraba de que no había ningún
resucitado por los alrededores.
—Porque no sé a
dónde vamos, y no quiero malgastar gasolina. —respondió él no sin razón.
—Quizá haya alguna
casa solitaria por aquí —sugirió Diego—. Estamos bastante lejos ya de cualquier
zona habitada, a lo mejor no hay más muertos vivientes.
—No es mala idea,
¿no te parece? —dijo Ahmed mirándome a mí, como si yo estuviera en posición de
saber lo que era mejor o peor en ese momento, en el que me sentía insegura,
vulnerable y, sobre todo, sola.
—¿Y luego?
—pregunté volviendo a cerrar los ojos, porque no soportaba ver las manchas de la
sangre de Nacho que tenía por toda la ropa.
—¿Luego? —repitió
Ahmed sin comprender.
—Sí, mañana,
pasado mañana, la semana que viene —dije mostrándole la pistola—. Esto no va a
durar para siempre… ¡ni siquiera sé cómo se mira cuántas balas le quedan!
—El cargador tiene
dieciséis balas, si cuando lo cogimos tenía once, pues quedan esas menos los
dos disparos. —afirmó Ahmed.
—No me refiero a
eso, lo que quiero decir es que necesitamos un lugar seguro, un lugar donde
quedarnos. —intenté explicarme.
—¿Un lugar seguro?
¿Dónde? —preguntó Diego—. Ya lo habéis visto, todo lugar donde lo hemos
intentado ha acabado siendo peor que quedarse en el camino.
—Tiene que haber
algún lugar a salvo —le contradije yo, poco dispuesta a rendirme—. Estuvimos en
uno hasta hace unos días. Las zonas seguras están construidas precisamente para
esto, para mantenernos alejados de este horror, de lo que hay aquí fuera.
—Las zonas seguras
no son tan seguras como parecía. —objetó Ahmed dubitativo.
—Eso… tiene que
haber sido algo excepcional, un fallo de seguridad o algo así, pero en ningún
otro lugar vamos a tener lo que teníamos en ellas: protección de los militares,
comida, agua, camas. —quise hacerles ver.
Si me hubieran
dicho que iba a estar defendiendo las zonas seguras sólo una semana antes, me
habría reído a carcajadas… o lo habría hecho si le hubiera encontrado la
gracia, porque las zona seguras eran antros donde vivíamos hacinados y sin casi
de nada. Pero comparado con la vida fuera de ellas, eran un hotel cinco
estrellas.
—La más cercana
debería ser la de Murcia —comentó Ahmed mirando hacia la carretera—. Pero las
zonas seguras están dentro de las ciudades.
—Creo que todos
vimos lo que es meterse en una ciudad —nos recordó Diego desde el asiento
trasero del coche—. Es una muerte segura.
En eso tenía
razón, y no sólo lo decía por él mismo. Perder a su mujer le había destrozado
por completo, pero el momento iba aguantando el tipo, aunque sólo era cuestión
de tiempo que volviera a derrumbarse, igual que también acabaría haciéndolo yo.
Lo decía también por su hijo, que acababa de ver morir a su madre de una forma
horrible. Era demasiado pequeño para haber experimentado algo así, y no quería
ni pensar en cómo podía haberle marcado de cara al futuro.
—¿Tenemos todavía
el mapa de carreteras? —le pregunté a Ahmed, que me señaló la guantera del
coche.
La abrí y extraje
un amplio mapa que habíamos cogido de una gasolinera donde intentamos repostar
sin mucho éxito el día anterior. Aquel mapa me gustaba porque incluía hasta el
último detalle en cuanto a las carreteras de toda la zona de la costa
mediterránea, lo cual nos había sido muy útil para movernos en coche sin
meternos en algún núcleo urbano que, como bien había indicado Diego,
seguramente estaría invadido.
—Deberíamos haber
cogido el coche de Gerardo. —lamentó Ahmed.
El coche que
conducía Gerardo cuando llegamos a los apartamentos era más grande, más nuevo y
resistente que en el que íbamos los cuatro, pero las llaves debían estar en el
estómago de un muerto viviente en esos momentos.
—Mira, hay caminos
que rodean la laguna que tenemos aquí al lado mismo —le mostré a ambos en el
mapa—. Es fácil moverse por los caminos secundarios hasta el embalse, luego
salimos de la Comunidad Valenciana y seguimos hasta… Llano de Brujas. No
debería costarnos movernos por la huerta murciana. Podemos llegar allí hoy
mismo y buscar refugio en alguna casa de campo, mañana tendríamos todo el día
para ver cómo llegamos a la zona segura.
—¿Sabes dónde la
instalaron? —preguntó Ahmed mirando el mapa con atención.
—Creo que yo sí
—intervino Diego—. Escuché en la radio que estaba en la zona de la plaza de
toros.
—¡Ostia! Eso está
cerca —exclamó Ahmed con entusiasmo—. Mira, pasamos Puente Tocinos por el sur y
básicamente es cruzar unas pocas calles. Podemos hacerlo.
—Papá, tengo mucha
hambre. —se quejó Iván acurrucándose contra su progenitor.
—¿Nos queda algo
de comer? —le pregunté a Ahmed.
Lo cierto era que
yo también tenía mucha hambre, aunque era incapaz de saber cuánto tiempo
llevaba sin comer porque no recordaba cuándo lo había hecho por última vez. En
el estado de aturdimiento emocional permanente en el que me encontraba, no
sabía cuándo había dormido, cuándo había comido ni nada de nada. Sabía que la
última comida me la había saltado, pero no habíamos tenido comidas regulares,
así que eso podía significar muchas cosas.
Aun con hambre,
dudaba que fuera a poder digerir algo. Cada vez que se producía una muerte era
como si algo me bloqueara el estómago durante el resto del día, y aún no
habíamos tenido un día sin que alguien muriera.
—Si hay algo
comestible estará en el maletero, pero creo que la mayor parte de las cosas
también iban en el coche de Gerardo —respondió Ahmed con pesimismo.
—Mira a ver, no
nos vendrá mal comer algo —le indiqué—. Una vez en la huerta de Murcia,
podremos buscar en la casa que nos metamos algo de cenar.
—¿Has oído hijo? Sólo
aguanta un poco. —le consoló su padre.
Me quedé
estudiando el mapa hasta que Ahmed regresó del maletero con una caja de
galletas y un botellín de medio litro de agua a mitad.
—Es todo lo que
tenemos —dijo abriendo la caja—. Galletas para todos.
No sabía si era
por el hambre, pero al morder una esquinita de la que me ofreció sentí que aquél
era el mejor sabor del mundo. No había nada como el azúcar para los pesares, de
eso no cabía duda, y tampoco para desbloquear el estómago. Aunque había tenido
que forzarme a dar el primer bocado, terminé comiéndome todas las galletas que
me correspondían, y me sentaron divinamente. Por lo menos ya no me desmayaría
por matarme de hambre.
—No puedo creer
que vayamos a meternos en una zona segura otra vez —exclamó Ahmed cuando volvió
a arrancar el coche, teniendo ya un rumbo fijado.
—Paso a paso —le
tranquilicé—. Primero vamos a intentar encontrar un lugar donde poder descansar
una noche en condiciones.
—¿Creéis que todo
volverá a ser como antes alguna vez? —nos preguntó al apretar el acelerador, poniéndonos
de nuevo en camino—. Después de lo que ha pasado, la gente que ha muerto, esos
seres… ¿creéis que nos recuperaremos de esto?
—Ni aunque todo se
recuperase volvería a ser como antes —contestó Diego mirando el paisaje y al
mismo tiempo acariciando el rubio cabello de su hijo—. Algunas cosas… no tienen
remedio ya.
No me fue difícil
adivinar que estaba hablando de su mujer, de la madre de su hijo, a la cual no
había tenido un respiro para llorar todavía.
“¿Y quién lo ha
tenido?” pensé yo recordando la larga lista de seres queridos a los que tenía
que llorar también. De hecho no quedaba nadie por quien no tuviera que llorar.
En realidad, las únicas personas que alguna vez conocí y que seguían con vida
estaban dentro de aquel coche en ese mismo instante.
—No veo de qué
forma esto podría llegar a arreglarse —respondí a la pregunta de Ahmed—. Mira cómo
está todo, Alicante ha sido arrasada, no hemos encontrado una mísera persona
viva en toda la costa, y ni una sola emisora de radio sigue emitiendo.
Era cierto, lo
habíamos comprobado nada más salir de la ciudad. Por más que buscamos en la
radio de los coches, no hubo manera de sintonizar absolutamente nada… era como
si el mundo se hubiera quedado en silencio de repente, y aquello resultó casi
tan desalentador como la pésima situación en la que nos encontrábamos.
El coche aceleró y
nos encaminamos hacia un nuevo destino. Tener un objetivo hacía que todo fuera
un poco más fácil, que todo tuviera más sentido. La mera sensación de estar
dirigiéndonos a alguna parte era tan reconfortante que incluso fui lo bastante
optimista como para pensar que no moriría nadie más antes de llegar a la zona
segura.
Además, después de
varios días cubiertos por las nubes estaba empezando a salir el sol, y eso
tenía que significar algo.
Muero de ganas para que salga
ResponderEliminarLa semana que viene, no sé que día, pero la semana que viene sí o sí...
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