lunes, 18 de noviembre de 2013

Adelanto de "No hay lugar seguro"


CRIS


Me encantaba el mar. Aún con todo lo que estaba ocurriendo, no pude evitar quedarme mirando hacia las olas rompiendo en la playa como si estuviera hipnotizada. Recordaba como si hubiera sido ayer que, siendo todavía muy pequeña, mi padre me regaló por mi cumpleaños un disfraz de la sirenita. Me gustó tanto que incluso quise bañarme con él, y el día que se me quedó pequeño lloré hasta que me compraron otro igual, pero de mi talla.
—¿Estás bien? —me preguntó Nacho por la espalda, tocándome en el hombro con una mano y haciendo que diera un respingo debido a la sorpresa.
—Sí. —respondí apartando la vista de la playa, cuyas aguas seguían revueltas después de varios días de mal tiempo. Tras pasarse lloviendo todo el día por fin había escampado y, aunque el sol no brillaba todavía, al menos las nubes parecían menos oscuras.
Hacía sólo unos pocos días que la zona segura de Alicante, donde había estado refugiada, cayó invadida por los muertos vivientes, y desde entonces las cosas no habían ido sino a peor. Los ánimos estaban más bajos que nunca, Álvaro estaba muerto, Nuria había sido mordida, Gerardo parecía perder el juicio por momentos y Diego y su hijo seguían inconsolables por la muerte de Elena. ¿Cómo no iba a abstraerme mirando el mar ante semejante panorama? De todos nosotros, sólo Ahmed era capaz de mantener la compostura.
Fui una tonta pensando que después de escapar milagrosamente de la zona segura había acabado el peligro, del mismo modo que fui una tonta al pensar que tras perder a toda mi familia se había acabado el dolor. Siempre había una forma de que todo empeorara, y fueron los días de viaje hacia el sur los que terminaron de hundirnos en la miseria. De las veinte personas que salimos de Alicante, sólo quedábamos nosotros siete que, tras vagar buscando algún lugar seguro donde recuperar las fuerzas, habíamos terminado encerrados en un complejo residencial a pie de playa al sur de Guardamar del Segura.
Fuimos allí después de consultar un mapa de carreteras y creer que el lugar estaría libre de resucitados, pero nos equivocamos. Aquellos apartamentos de playa también habían sido completamente invadidos, como todo lugar al que intentamos ir con anterioridad. Incluso desde la ventana podía ver a algunos de aquellos seres tambalearse por la calle, formando grupos cada vez más grandes.
“Saben que estamos aquí” pensé intranquila, “de algún modo saben que estamos cerca.”
—No deberías estar ahí asomada —me dijo Nacho—. Podrían verte.
—¿Cuánto crees que aguantaremos aquí? —le pregunté apartándome de la ventana y sentándome en una de las sillas de la cocina. No soportaba estar en el comedor, aquel lugar parecía un velatorio, y bastantes penas tenía yo encima como para compartir las de los demás.
—Espero que por lo menos una noche —suspiró Nacho echando un tímido vistazo a través de la ventana antes de correr la cortina, dejando la habitación en penumbras—. Dios sabe que necesitamos un segundo de descanso.
—Sí, pero no parece dispuesto a dárnoslo —afirmé contemplando el horroroso estampado del mantel de la mesa—. ¿Cómo está Nuria?
—Peor —respondió con resignación—. No creo que ya pueda volver a levantarse, la infección avanza deprisa.
—¿Y qué vamos a hacer? Ya sabes lo que pasará cuando… cuando…
—Cuando muera —completó la frase por mí antes de sentarse en la otra silla de la cocina y quedarse mirando un enorme reloj que colgaba de la pared, que marcaba las cinco de la tarde—. Tendremos que hacer lo que hay que hacer. Habrá que pedírselo a Gerardo, o quizá a Ahmed, porque yo no creo que tenga fuerzas para eso.
—Yo… lo siento, si no hubiéramos pasado tan cerca de Elche quizá… —comencé a disculparme, pero hizo un gesto con la mano para detenerme.
—Si no hubiéramos pasado tan cerca de Elche, no tendríamos la escopeta y la pistola —señaló—. Y entonces estaríamos todos muertos.
—Sí, pero aun así… —No podía evitar sentirme culpable. Acercarnos a Elche fue idea mía, pensaba que podríamos encontrar algún lugar donde escondernos, pero lo único que encontramos fueron muertos, los muertos que mordieron a Nuria y que mataron a Álvaro cuando éste intentó salvarla.
Álvaro había sido mi novio desde hacía dos años, Nuria era su hermana pequeña, y Nacho el novio de ésta. Tan optimista como siempre, Álvaro me confesó antes de morir que creía que el haber escapado los cuatro de la zona segura era una señal de que no todo estaba perdido… pero en realidad no había sido una señal de nada, él estaba muerto, su hermana mordida, y con ellos otras once personas, de las cuales no había llegado a conocer el nombre ni de la mitad.
—No te machaques, lo que tenemos que hacer es intentar salir de ésta —exclamó volviendo su mirada hacia mí—. Mira, yo creo que si logramos pasar la noche aquí, las cosas irán mejor. Tenemos algo de comida y agua, cosa que no teníamos ayer, y tras dormir una noche en condiciones lo veremos todo de otra manera.
—No sé si voy a poder dormir —Los días anteriores habían sido extraños para mí, no recordaba haber dormido en ningún momento, pero tenía que haberlo hecho porque de lo contrario habría estado más cansada de lo que me sentía—. Y no nos engañemos, Nuria no va a aguantar otro día.
Agachó la mirada y se quedó callado durante unos segundos, hasta que empezamos a escuchar voces provenientes del comedor.
—¿Qué hacen esos? —se preguntó Nacho en voz alta frunciendo el ceño—. Van a conseguir que nos oigan desde el exterior.
Cuando se puso en pie y salió corriendo por la puerta de la cocina le imité, no me iba a servir de nada quedarme allí sola lamentándome de que el mundo se hubiera ido al infierno, no había servido hasta entonces y no creía que fuera a servir en el futuro… el mundo ya no escuchaba el lamento de nadie.
—¡Eh tío! ¿Qué coño haces con eso? —escuché la voz de Nacho cuando aún seguía en el pasillo.
Apreté el paso y llegué hasta el comedor, sólo para encontrarme a Gerardo, escopeta en mano, apuntando con ella a Nuria, que ocupaba todo el sofá de la habitación tumbada sobre él. Tanto Nacho como Ahmed intentaban retenerle, mientras que Diego abrazaba a su hijo Iván en una esquina para evitar que el chiquillo, de tan sólo seis años, viera lo que estaba pasando.
Nuria parecía tener peor aspecto todavía que unos minutos antes, cuando la ayudé a tumbarse en aquel sofá para que descansara. Su rostro estaba pálido como el de una muerta, los labios se le habían vuelto azules y los ojos hundidos le daban un aspecto enfermizo muy poco esperanzador. Respiraba con dificultad y todavía se agarraba dolorida el antebrazo, el lugar donde aquel resucitado había clavado sus dientes día y medio atrás, condenándola a muerte.
Por lo visto, ese era el tema de la discordia.
—¡Es un peligro para todos! —bramó Gerardo, un hombre de cincuenta y pocos años, canoso, pero de complexión recia y unas formas muy poco amigables—. ¡Aquí hay niños! ¿Cuántos muertos más quieres?
—¿Es que te has vuelto loco, tío? —le increpó Ahmed forcejeando con la escopeta. Ahmed era de ascendencia marroquí, su piel oscura y su pelo negro y rizado no dejaban lugar a dudas respecto a aquello, y al parecer Gerardo no era muy amigo de los marroquíes—. ¡Suelta esa puta arma!
—¡A mí tú no me das órdenes, delincuente! —bufó el hombre dando un tirón de la escopeta.
—¡Haced el favor de tener cuidado con eso! —les advirtió Diego desde la esquina, con su hijo todavía en brazos—. ¡Vais a matar a alguien!
—¡Esa es la idea! —gruñó Gerardo.
—¡Van a escucharos los de fuera! —les recordé a gritos para hacerme oír por encima del jaleo.
La amenaza de los muertos vivientes sirvió para que los tres se detuvieran, al menos por un momento, y pudiera intentar enterarme de qué estaba pasando.
—¿Qué demonios estáis haciendo con eso? —pregunté señalando el arma.
—¡Este loco de mierda quiere cargarse a Nuria! —bramó Nacho lanzándole una mirada de odio—. Escúchame capullo, si le pones un dedo encima, el siguiente disparo será para ti, ¿te queda claro?
—¿Es que no lo veis? —se defendió Gerardo señalando a la pobre Nuria, que desde el sofá luchaba por seguir respirando mientras sus pupilas saltaban de unos a otros. Me estremecí al ver el miedo reflejado en ellas—. Se muere, se está muriendo desde que la mordieron. ¡Y es contagiosa! Le haríamos un favor a ella tanto como nos lo haremos a nosotros. ¿No veis que hay niños?
—No te consiento que utilices a mi hijo como excusa para cometer un asesinato. —le reprendió Diego frunciendo el ceño.
—Suelta la escopeta tío, tú no puedes ir armado. —le exigió Ahmed alargando la mano hacia el arma, pero Gerardo fue rápido y la apartó de su alcance antes de que pudiera adueñársela.
—Mira quién habla —dijo el hombre sonriendo con desdén—. Tú eres el primero que no debería llevar la pistola, delincuente.
—Te he dicho que no me llames así. —protestó Ahmed enfadado.
—¿Es que acaso es mentira? Serías el primero —continuó Gerardo—. No me olvido que fueron los tuyos los que trajeron esta plaga al país en vuestras pateras.
—Te he dicho ya un millón de veces que yo soy tan español como tú, gilipollas —le increpó Ahmed—. ¡Yo nací aquí!
—¿Queréis hacer el favor de bajar la voz? —repetí temiendo que cualquiera de esos grupos de muertos vivientes que se paseaban por la urbanización pudiera escucharnos.
—Si no se la quieres dar a él, dámela a mí —le pidió Nacho comenzando a hablar un poco más bajo—. Pero no vamos a permitir que lleves una escopeta cuando estás dispuesto a cometer un asesinato.
—¡No es un asesinato! ¿Es que no te enteras? —bufó Gerardo—. Ella está sufriendo y se va a morir, como se han muerto todos hasta ahora.
—¿Te quieres callar, gilipollas? —le insultó Nacho agarrándole de la camisa de manera amenazante.
—¿Pero tú qué te has creído, niñato? —le espetó él levantando la escopeta y apuntándole con ella al pecho—. Ni tú ni el moro delincuente podéis darme órdenes. ¿Quién coño os creéis que sois? ¿Creéis que lo sabéis todo? ¿No os dais cuenta de lo peligroso que es que siga viva?
—Baja esa arma —le pidió Nacho levantando las manos, visiblemente asustado—. Bájala tío.
—No tenéis ni idea —siguió Gerardo con su discurso—. Está herida, sangrando. Toca su sangre, utiliza el mismo cubierto, bebe de la misma botella… y estarás tan jodido como ella. ¿Es que no veíais la tele o qué?
Mientras apuntaba al pecho de Nacho, a su espalda Ahmed sacó poco a poco la pistola del cinturón. No sabía si sería capaz de hacer algo como lo que creía que iba a hacer, pero no quería averiguarlo.
—¡No! —le grité intentando evitar que disparara y que el ruido terminara atrayendo a los muertos de fuera.
Mi grito sirvió de advertencia a Gerardo, que giró la cabeza hacia él. Lejos de obedecerme, Ahmed terminó de desenfundar la pistola, y Nacho aprovechó para lanzarse contra la escopeta.
No supe como ocurrió, pero de repente se escuchó un tremendo disparo que nos hizo gritar tanto a Iván como a mí, y que me dejó los tímpanos doloridos. El cuerpo de Nacho se vio propulsado hasta chocar contra la pared, salpicando sangre por todas partes. Gerardo y Ahmed, conscientes de la desgracia que entre todos habían provocado, contemplaron con horror el destrozado pecho del Nacho, que perdió la vida casi instantáneamente debido al daño masivo sufrido.
—¡Joder! —exclamó Ahmed con los ojos como platos.
—¡Oh Dios! —dijo Diego apartando la mirada de su hijo de la escena.
Sólo Nuria, que me pareció que apenas era ya consciente de lo que ocurría a su alrededor, Gerardo, que se había quedado paralizado con la escopeta humeando en las manos, y yo, que todavía no me creía lo que acababa de ver, no tuvimos el ánimo suficiente como para decir nada.
—¡Te lo has cargado! —bramó Ahmed—. ¡Te lo has cargado, puto loco de mierda!
Quiso apuntarle con la pistola, pero di un paso al frente y le agarré el brazo con las dos manos, forcejeando con él hasta que logré que soltara el arma. Gerardo no fue capaz de reaccionar.
—¡No! —dije yo, que todavía estaba como en una nube, pero que quería evitar cualquier otra muerte innecesaria si era posible.
—¿Qué te pasa? ¿Es que no has visto lo que ha hecho? —me reprendió Ahmed señalándome el cuerpo envuelto en sangre de Nacho. Verle así era tan… descorazonador, todo había ocurrido demasiado deprisa como para asimilarlo, un minuto antes estábamos en la cocina hablando y en sólo un segundo todo había cambiado.
—Sí, lo he hecho —se reafirmó Gerardo como primera reacción a su crimen—. Lo he hecho, sí, no quería pero ya no hay marcha atrás. Lo hecho, hecho está.
—¿Lo hech…? ¿Es que has perdido el juicio tío? —le espetó Ahmed—. ¡Lo has matado!
—¡Así es! —bramó Gerardo fuera de sí, retrocediendo unos pasos hacia la ventana para tenernos a todos a la vista y encañonados con la escopeta.
Me agaché al lado del cuerpo de Nacho, aunque ya sabía que estaba muerto antes de que lograra encontrarle el pulso. Nadie podía sobrevivir a un disparo de escopeta a bocajarro como ese… no es que le hubiera dañado algún órgano vital, es que no debía haber dejado un órgano interno sano. Había visto auténticas carnicerías en las bocas de la gente mientras estudiaba odontología, pero aquello era muy distinto, aunque sólo fuera porque aquel amasijo sanguinolento pertenecía a un buen amigo.
—¡Lo he matado! ¡Y ha sido lo mejor! —seguía delirando Gerardo.
—¿Pero tú te escuchas hablar? —le preguntó Ahmed que, o bien tenía mucho valor, o era un inconsciente por plantarle cara a un enajenado con una escopeta que acababa de matar a otra persona—. ¡Devuélveme la pistola, Cris!
—¡No! —insistí yo cerrándole los ojos a Nacho con una mano temblorosa y llena de sangre.
—¿Es que no escuchas lo que este loco está diciendo? —insistió Ahmed.
—¡Sólo digo verdades, delincuente! —balbuceó el asesino sin dejar de apuntarnos con la escopeta—. No quería entrar en razón, y los juegos se han acabado, porque cuando juegas la gente muere. Hay que disparar a la chica, y si no estaba dispuesto a hacer lo que ha de hacerse, debería darme las gracias por haber muerto de un disparo y no comido por esos seres, que es como habría acabado siendo tan blando.
Aquello ya era demasiado. Me puse en pie, loca de ira, y sin importarme su escopeta y su locura incipiente me propuse decirle un par de verdades también a la cara… pero el sonido de la ventana rompiéndose me detuvo en seco. Al final, el ruido que habíamos hecho con los gritos y el disparo habían terminado atrayendo a los muertos vivientes, y un par de brazos grisáceos y putrefactos agarraron a Gerardo por la espalda, tirando de él hacia atrás.
El hombre lanzó un grito y la escopeta volvió a dispararse, aunque en esa ocasión fue la lámpara del techo la que se llevó todo el impacto. Diego agarró a Iván y corrieron hacia Ahmed y hacia mí, que mirábamos anonadados cómo unos resucitados comenzaban a colarse por la ventana, lanzándose a por Gerardo, mientras que otros se dedicaban a aporrear la puerta y las paredes del apartamento.
—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Ahmed cuando los muertos vivientes comenzaron a morder a Gerardo, que se retorcía y gritaba de dolor mientras aquellos seres lanzaban dentelladas contra él sin compasión alguna.
Diego e Iván no tardaron en obedecer y rápidamente salieron corriendo hacia el pasillo, en dirección a la cocina, donde había otra puerta que daba a la calle.
—¡Venga, vamos! —me urgió Ahmed cuando me vio allí plantada todavía.
—Pero… —protesté todavía aturdida por todo lo que estaba pasando.
—¡Vamos! —repitió echando a correr también.
Dos muertos se habían colado casi del todo dentro de la casa y lanzaban dentelladas contra Gerardo, cuyos gritos se habían convertido en un gorjeo amortiguado por la sangre después de que le mordieran en la garganta. Cuando la puerta del apartamento se abrió con un golpe fui consciente de que mi vida estaba en peligro, e instintivamente quise marcharme de allí.
—Cris… —gimió una voz desde el sofá.
Nuria había acumulado las fuerzas suficientes como para estirar una mano hacia mí, y por un momento me pareció que me estaba pidiendo ayuda… pero en seguida me di cuenta de que lo que sus ojos cada vez más vidriosos pedían no era ayuda, sino clemencia.
Con una mano temblorosa apunté a su cabeza con la pistola y disparé. El balazo la impulsó hacia atrás y salpicó sangre por todo el sofá, pero acabó con su vida de forma limpia, y no como estaba pasando con Gerardo.
—Lo siento. —murmuré con lágrimas en los ojos mirando por última vez a mis dos amigos muertos antes de salir del comedor, cerrando la puerta tras de mí para ganar unos segundos.
Secándome las lágrimas con la manga de la chaqueta, y tratando de reprimir todos los sentimientos que estaban surgiendo dentro de mí por haber matado a mi amiga, recorrí a toda prisa el pasillo hasta la cocina. Unos golpes se escucharon en la puerta que acababa de cerrar, pero no me preocupaban tanto como alcanzar a los demás antes de que los perdiera.
Cuando salí fuera, me encontré con que en la calle había un grupo de unos cinco resucitados siguiendo a Ahmed, Iván y su hijo, que corría de la mano de su padre.
—¡Cris! ¡Vamos! —me llamó Ahmed metiéndome prisa mientras regresábamos a uno de los coches en los que habíamos llegado hasta allí.
Con cinco muertos en medio me iba a ser difícil alcanzarles simplemente tratando de esquivarlos, de modo que tuve que volver a recurrir a la pistola. Aunque había llegado a familiarizarme mínimamente con las armas de fuego, en realidad el disparo anterior había sido la primera vez que usaba una de verdad, y por supuesto no había matado a un resucitado en toda mi vida.
Como tampoco tenía más opciones, con la pistola en la mano corrí detrás de los tres y, cuando tuve al primer resucitado lo bastante cerca como para empezar a sentirme insegura, me detuve para dispararle. Mientras intentaba apuntarle a la cabeza, los demás abrieron el coche y comenzaron a entrar dentro. El muerto viviente me vio y decidió que yo era un bocado más sencillo que los que corrían, de modo que se giró para venir a por mí.
La pistola tronó al apretar el gatillo, pero no le di… dos objetivos certeros en dos disparos habría sido demasiada suerte para un sólo día. Demasiado nerviosa para intentarlo de nuevo, simplemente me lancé contra él y lo empujé contra el suelo apartándolo de mi camino. Luego corrí como alma que lleva el diablo hacia el coche sin pararme mirar lo que hacían los demás.
—¡Esperadme! —les grité cuando vi que el vehículo comenzaba a moverse.
No sé si realmente tuvieron que pensarse el no dejarme atrás o sólo me dio la impresión debido a los nervios, pero juro que me pareció una eternidad lo que tardaron en detenerse para que pudiera alcanzar el asiento del copiloto.
—¡Dios! —exclamé con alivio cuando estuve dentro y volvíamos a ponernos en marcha, dejando atrás a los cinco resucitados y a la horda asesina que había invadido la casa.
Ninguno de los cuatro dijo nada más hasta que estuvimos fuera de aquella urbanización, de nuevo en la carretera rumbo a ninguna parte. Ahmed conducía, mientras que Diego e Iván ocupaban los asientos traseros. En lo que duró el trayecto cerré los ojos y traté de hacerme a la idea de que lo que acababa de ocurrir había sido completamente real, de que Nuria y Nacho estaban muertos, como Álvaro, como mi hermana, como mis padres, como la gente de la zona segura… como todo el maldito mundo.
Sólo volví a abrir los ojos cuando Ahmed detuvo el coche en el arcén de la carretera.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué te paras? —le pregunté al tiempo que me aseguraba de que no había ningún resucitado por los alrededores.
—Porque no sé a dónde vamos, y no quiero malgastar gasolina. —respondió él no sin razón.
—Quizá haya alguna casa solitaria por aquí —sugirió Diego—. Estamos bastante lejos ya de cualquier zona habitada, a lo mejor no hay más muertos vivientes.
—No es mala idea, ¿no te parece? —dijo Ahmed mirándome a mí, como si yo estuviera en posición de saber lo que era mejor o peor en ese momento, en el que me sentía insegura, vulnerable y, sobre todo, sola.
—¿Y luego? —pregunté volviendo a cerrar los ojos, porque no soportaba ver las manchas de la sangre de Nacho que tenía por toda la ropa.
—¿Luego? —repitió Ahmed sin comprender.
—Sí, mañana, pasado mañana, la semana que viene —dije mostrándole la pistola—. Esto no va a durar para siempre… ¡ni siquiera sé cómo se mira cuántas balas le quedan!
—El cargador tiene dieciséis balas, si cuando lo cogimos tenía once, pues quedan esas menos los dos disparos. —afirmó Ahmed.
—No me refiero a eso, lo que quiero decir es que necesitamos un lugar seguro, un lugar donde quedarnos. —intenté explicarme.
—¿Un lugar seguro? ¿Dónde? —preguntó Diego—. Ya lo habéis visto, todo lugar donde lo hemos intentado ha acabado siendo peor que quedarse en el camino.
—Tiene que haber algún lugar a salvo —le contradije yo, poco dispuesta a rendirme—. Estuvimos en uno hasta hace unos días. Las zonas seguras están construidas precisamente para esto, para mantenernos alejados de este horror, de lo que hay aquí fuera.
—Las zonas seguras no son tan seguras como parecía. —objetó Ahmed dubitativo.
—Eso… tiene que haber sido algo excepcional, un fallo de seguridad o algo así, pero en ningún otro lugar vamos a tener lo que teníamos en ellas: protección de los militares, comida, agua, camas. —quise hacerles ver.
Si me hubieran dicho que iba a estar defendiendo las zonas seguras sólo una semana antes, me habría reído a carcajadas… o lo habría hecho si le hubiera encontrado la gracia, porque las zona seguras eran antros donde vivíamos hacinados y sin casi de nada. Pero comparado con la vida fuera de ellas, eran un hotel cinco estrellas.
—La más cercana debería ser la de Murcia —comentó Ahmed mirando hacia la carretera—. Pero las zonas seguras están dentro de las ciudades.
—Creo que todos vimos lo que es meterse en una ciudad —nos recordó Diego desde el asiento trasero del coche—. Es una muerte segura.
En eso tenía razón, y no sólo lo decía por él mismo. Perder a su mujer le había destrozado por completo, pero el momento iba aguantando el tipo, aunque sólo era cuestión de tiempo que volviera a derrumbarse, igual que también acabaría haciéndolo yo. Lo decía también por su hijo, que acababa de ver morir a su madre de una forma horrible. Era demasiado pequeño para haber experimentado algo así, y no quería ni pensar en cómo podía haberle marcado de cara al futuro.
—¿Tenemos todavía el mapa de carreteras? —le pregunté a Ahmed, que me señaló la guantera del coche.
La abrí y extraje un amplio mapa que habíamos cogido de una gasolinera donde intentamos repostar sin mucho éxito el día anterior. Aquel mapa me gustaba porque incluía hasta el último detalle en cuanto a las carreteras de toda la zona de la costa mediterránea, lo cual nos había sido muy útil para movernos en coche sin meternos en algún núcleo urbano que, como bien había indicado Diego, seguramente estaría invadido.
—Deberíamos haber cogido el coche de Gerardo. —lamentó Ahmed.
El coche que conducía Gerardo cuando llegamos a los apartamentos era más grande, más nuevo y resistente que en el que íbamos los cuatro, pero las llaves debían estar en el estómago de un muerto viviente en esos momentos.
—Mira, hay caminos que rodean la laguna que tenemos aquí al lado mismo —le mostré a ambos en el mapa—. Es fácil moverse por los caminos secundarios hasta el embalse, luego salimos de la Comunidad Valenciana y seguimos hasta… Llano de Brujas. No debería costarnos movernos por la huerta murciana. Podemos llegar allí hoy mismo y buscar refugio en alguna casa de campo, mañana tendríamos todo el día para ver cómo llegamos a la zona segura.
—¿Sabes dónde la instalaron? —preguntó Ahmed mirando el mapa con atención.
—Creo que yo sí —intervino Diego—. Escuché en la radio que estaba en la zona de la plaza de toros.
—¡Ostia! Eso está cerca —exclamó Ahmed con entusiasmo—. Mira, pasamos Puente Tocinos por el sur y básicamente es cruzar unas pocas calles. Podemos hacerlo.
—Papá, tengo mucha hambre. —se quejó Iván acurrucándose contra su progenitor.
—¿Nos queda algo de comer? —le pregunté a Ahmed.
Lo cierto era que yo también tenía mucha hambre, aunque era incapaz de saber cuánto tiempo llevaba sin comer porque no recordaba cuándo lo había hecho por última vez. En el estado de aturdimiento emocional permanente en el que me encontraba, no sabía cuándo había dormido, cuándo había comido ni nada de nada. Sabía que la última comida me la había saltado, pero no habíamos tenido comidas regulares, así que eso podía significar muchas cosas.
Aun con hambre, dudaba que fuera a poder digerir algo. Cada vez que se producía una muerte era como si algo me bloqueara el estómago durante el resto del día, y aún no habíamos tenido un día sin que alguien muriera.
—Si hay algo comestible estará en el maletero, pero creo que la mayor parte de las cosas también iban en el coche de Gerardo —respondió Ahmed con pesimismo.
—Mira a ver, no nos vendrá mal comer algo —le indiqué—. Una vez en la huerta de Murcia, podremos buscar en la casa que nos metamos algo de cenar.
—¿Has oído hijo? Sólo aguanta un poco. —le consoló su padre.
Me quedé estudiando el mapa hasta que Ahmed regresó del maletero con una caja de galletas y un botellín de medio litro de agua a mitad.
—Es todo lo que tenemos —dijo abriendo la caja—. Galletas para todos.
No sabía si era por el hambre, pero al morder una esquinita de la que me ofreció sentí que aquél era el mejor sabor del mundo. No había nada como el azúcar para los pesares, de eso no cabía duda, y tampoco para desbloquear el estómago. Aunque había tenido que forzarme a dar el primer bocado, terminé comiéndome todas las galletas que me correspondían, y me sentaron divinamente. Por lo menos ya no me desmayaría por matarme de hambre.
—No puedo creer que vayamos a meternos en una zona segura otra vez —exclamó Ahmed cuando volvió a arrancar el coche, teniendo ya un rumbo fijado.
—Paso a paso —le tranquilicé—. Primero vamos a intentar encontrar un lugar donde poder descansar una noche en condiciones.
—¿Creéis que todo volverá a ser como antes alguna vez? —nos preguntó al apretar el acelerador, poniéndonos de nuevo en camino—. Después de lo que ha pasado, la gente que ha muerto, esos seres… ¿creéis que nos recuperaremos de esto?
—Ni aunque todo se recuperase volvería a ser como antes —contestó Diego mirando el paisaje y al mismo tiempo acariciando el rubio cabello de su hijo—. Algunas cosas… no tienen remedio ya.
No me fue difícil adivinar que estaba hablando de su mujer, de la madre de su hijo, a la cual no había tenido un respiro para llorar todavía.
“¿Y quién lo ha tenido?” pensé yo recordando la larga lista de seres queridos a los que tenía que llorar también. De hecho no quedaba nadie por quien no tuviera que llorar. En realidad, las únicas personas que alguna vez conocí y que seguían con vida estaban dentro de aquel coche en ese mismo instante.
—No veo de qué forma esto podría llegar a arreglarse —respondí a la pregunta de Ahmed—. Mira cómo está todo, Alicante ha sido arrasada, no hemos encontrado una mísera persona viva en toda la costa, y ni una sola emisora de radio sigue emitiendo.
Era cierto, lo habíamos comprobado nada más salir de la ciudad. Por más que buscamos en la radio de los coches, no hubo manera de sintonizar absolutamente nada… era como si el mundo se hubiera quedado en silencio de repente, y aquello resultó casi tan desalentador como la pésima situación en la que nos encontrábamos.
El coche aceleró y nos encaminamos hacia un nuevo destino. Tener un objetivo hacía que todo fuera un poco más fácil, que todo tuviera más sentido. La mera sensación de estar dirigiéndonos a alguna parte era tan reconfortante que incluso fui lo bastante optimista como para pensar que no moriría nadie más antes de llegar a la zona segura.
Además, después de varios días cubiertos por las nubes estaba empezando a salir el sol, y eso tenía que significar algo.

2 comentarios:

  1. Muero de ganas para que salga

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La semana que viene, no sé que día, pero la semana que viene sí o sí...

      Eliminar