CAPÍTULO 28: MAITE
Desperté
sobresaltada en mitad de la noche por culpa de una nueva pesadilla. Los rostros
de Raquel y Aitor todavía danzaban en mi cabeza tras haber soñado con ellos,
pero podrían haber sido perfectamente los de cualquiera de entre todos los que
habían quedado atrás. Me toqué la frente para descartar que tuviera fiebre, ya
habían pasado cinco días desde que llegáramos al chalet de Miraflores y me
sentía prácticamente recuperada de mi enfermedad, pero siempre cabía la
posibilidad de una recaída.
Todavía ocupaba
una de las habitaciones de la casa. De hecho, era la única persona, además de
Clara, que dormía en la otra cama de la habitación, que lo hacía. Tras la
muerte de Juan Manuel, la comunidad quedó descabezada y sin rumbo, aunque
tampoco se podía decir que tuviera mucho rumbo antes, y en la práctica era
nuestro grupo quien estaba sacándola adelante, tanto saliendo de nuevo a por
comida y agua para mantenerla surtida como repartiéndose las labores de
vigilancia.
Para despejarme un
poco, bajé de la cama y me acerqué a la ventana del dormitorio. Clara dormía
plácidamente en su lecho, ajena a mis tribulaciones y malos recuerdos… cómo
había cambiado la situación desde aquellos días acampados junto a Madrid,
cuando era ella quien tenía las pesadillas.
Hacía frío,
estábamos ya en marzo pero aún quedaba para que llegase la primavera, y tanto
de día como por la noche refrescaba. Me alegré mucho de que mi hija y yo no
tuviéramos que dormir al relente en tiendas de campaña, pero con mi salud cada
vez mejor y la comunidad revolucionada no sabía cuánto más iba a durarnos ese privilegio.
Fuera, el aire revolvía
la descuidada hierba del jardín. Desde la habitación no podía ver el
campamento, pero sí la tumba que le cavaron a Juan Manuel para que descansara
en paz, y también la puerta del muro, donde un hombre montaba guardia por si
algún muerto viviente decidía asomarse. No podía distinguirle bien debido a la
oscuridad, pero por su corpulencia sólo podía ser Eduardo o Gonzalo. Diana era
mucho más delgada, y Ramón más musculoso.
Observando las
copas de los árboles que el viento agitaba traté de no pensar en nada, de poner
la mente en blanco para regresar a la cama y poder seguir durmiendo. Una cama
mullida y abrigada no era algo que no supiera apreciar una persona como yo, que
me había visto obligada a dejarme la espalda en tiendas de campaña durante
semanas, y tenía que aprovecharlo mientras pudiera.
Pese a esa gran
ventaja, que se unía a la de más cantidad de comida, me sentía en general muy
alicaída por haber tenido que volver a la “civilización”. Tenía que reconocer
que tanto tiempo sin muertos vivientes había sido un regalo del cielo, y
regresar enferma, sin fuerzas, y encontrarme con un grupo de gente desconocida
y prácticamente al mismo tiempo una horda en las puertas había sido demasiado.
No confiaba en
nadie allí. Apenas había comenzado a confiar en serio en Gonzalo, Ramón y los
demás, que llegaron en un momento complicado y a los cuales tuve que seguir por
no tener más alternativas. El paso de los días me convenció de que aquella
gente era inofensiva, la mayoría, por no decir todos, solo eran gente tan
normal y asustada como lo fui yo sólo unas semanas antes, así que podía
empatizar con ellos perfectamente. Pero empatizar no era lo mismo que confiar.
La gente asustada puede hacer cosas terribles, y no todo el mundo era bueno
antes de que los resucitados aparecieran en el mundo. Los recuerdos de Sergei o
Irene seguían tan vivos en mi cabeza como los de las víctimas que causaron.
Irene… si algún
sentimiento era todavía fuerte dentro de mí, además del amor por mi hija, era
el odio hacia ella. Deseaba de todo corazón que hubiera muerto en la explosión
de Colmenar Viejo y estuviera pudriéndose en algún infierno, tal y como
merecía.
Al darme cuenta de
que estaba divagando mentalmente, y no tratando de sacar esos pensamientos de
mi cabeza como pretendía, corté por lo sano y regresé a la cama. Clara se
revolvió inquieta en sueños cuando pasé a su lado, pero sólo fue algo
momentáneo y enseguida recuperó la tranquilidad.
Tuve que contener
un repentino ataque de tos que podría haberla despertado antes de volver a
cubrirme con las mantas. La tos no se decidía a abandonarme del todo, pero Luis
había dicho que era normal, y que podía durar otra semana, o más si seguía
cogiendo frío levantándome de la cama en mitad de la noche sin ningún motivo.
Deseando no tener
más pesadillas ese día, volví a dormirme sabiendo que el siguiente iba a ser
complicado.
Poco después del
amanecer, desperté cuando Clara me tiró del brazo para avisarme de que Luis
había llegado. Todas las mañanas se empeñaba en hacerme un nuevo chequeo para
asegurarse de que mi recuperación seguía adelante.
—Sigo tosiendo —le
informé—. Pero ya no me duele la cabeza ni tengo fiebre, es…
—…toy bien. —terminó
Clara por mí en tono de burla, a lo que Luis no pudo evitar sonreír.
—Parece que tu
hija ya te conoce… pero al menos esta vez es cierto —dijo, sin embargo—. Lo de
la tos todavía durará, si tuviéramos algún jarabe te diría que lo tomaras, pero
como no es así, habrá que dejar que la naturaleza siga su curso. En cualquier
caso, nada de andar tomando el fresco innecesariamente, lo mejor que puedes
hacer es quedarte aquí dentro.
—¿Van a dejarme
seguir aquí? —le pregunté—. Ahora que ya estoy bien…
—La verdad es que
no sé qué pretenden hacer con la casa —replicó él torciendo el gesto—. Me
parece del género tonto que nadie viva en ella cuando tiene cinco habitaciones
y se podrían traer más camas de casas cercanas. No digo que quepamos todos,
pero…
—¿Qué dicen
Gonzalo y los demás al respecto? —inquirí con curiosidad.
—No mucho, en
realidad —lamentó—. Ramón no quiere presionarles, dice que bastante es que les
echáramos una horda de muertos encima y que su líder muriera por ello como para
que nos cojan más tirria si les obligamos a hacer algo.
—¿Ahora les
importa su líder? —me extrañé—. ¿El que les robaba comida y que casi apalean?
—Mateo dice que
hoy se cumple una semana desde la última vez que el grupo ese que les exigía
comida apareció, y que por tanto es probable que aparezcan a reclamar lo suyo —me
informó—. Están empezando a asustarse y a pensar que tal vez lo que hizo no
fuera tan malo.
—¡Qué cobardicas! —exclamo
Clara indignada.
—¡No digas esas
cosas! —le reñí—. Pero tampoco demuestra mucha valentía, la verdad sea dicha.
¿Qué opinan los demás?
—Oh, pronto te
enterarás —respondió crípticamente—. Con pelos y señales
Y tenía razón, no
tardé en enterarme. Sólo un par de horas más tarde, toda la comunidad se reunió
en el comedor para discutir sobre el asunto, y la postura de mi grupo fue muy
clara al respecto.
—¡No podemos dejar
que una pandilla de mindundis nos mangoneen! —arguyó Gonzalo con decisión.
Desde que se había quitado la barba le veía de forma diferente, como si ya no
quedara nada de aquel hombre que se dedicaba a atacar a sectarios en una base
militar arrasada y fuera alguien completamente nuevo—. Nos cuesta mucho salir a
por comida, y somos demasiados a repartir como para que nos la venga a quitar
gente de fuera.
—Esa gente está
armada —le recordó Pilar, una de las viudas—. No se juega con gente armada.
—¡Nosotros también
estamos armados! —replicó Ramón mostrando su fusil de asalto—. Por la
descripción que nos ha dado Mateo, no parecen ser más que un grupito de memos
que encontraron algunas armas y se aprovechan de vosotros. Puede que pagar
fuera lo más correcto antes, pero ahora podemos plantarles cara.
—¿Plantarles cara
con las armas? —inquirió Miguel Ángel, que sujetaba los hombros de su hijo
Quique—. ¿Montar un tiroteo que acabe matando a alguien y que vuelva a atraer
resucitados a nuestras puertas? Yo no estoy de acuerdo con eso.
—Aquí hay niños. —añadió
Maritere, la otra viuda.
—Ya sé que puede
ser peligroso —intervino Isabel tratando de ser comprensiva—. Pero tienen
razón, no podemos dejar que nos mangoneen. La civilización ha caído, no hay
policía, no hay ejército, sólo impera la ley del más fuerte… y tenemos que ser
más fuertes que ellos.
—¡Eso es, cojones!
—exclamó Íñigo—. ¿A santo de qué van a venir de fuera a mangarnos? Se les pone
en su sitio y punto.
—Pues eso estamos
diciendo —asintió Diana—. Tenemos armas de fuego suficientes aquí para
conseguir que se lo piensen dos veces antes de ponerse agresivos. Y también
gente preparada para manejarlas. No hay ningún riesgo.
—Bueno, eso de que
no hay ningún riesgo… —objetó Carles, apoyado con los vehementes asentimientos
de su polioperada mujer—. No sabemos lo peligrosos que pueden ser.
—A nosotros nos
pareció que no se andaban con chiquitas. —añadió Mateo.
—¡Yo me ofrezco
voluntario para plantar cara a esos chantajistas! —rugió el anciano don Martín
agitando su bastón.
—Gracias, pero no
será necesario, hay bastante gente joven que puede encargarse —le respondió
Isabel—. Aun así, ése es el espíritu que debemos tener si queremos salir
adelante.
Gonzalo asintió
convencido, y no pude evitar captar cierta mirada de complicidad entre ellos después
de hacerlo. No era la primera vez que veía algo así, en un par de ocasiones los
vi pasear juntos por el jardín desde la ventana del dormitorio, y tampoco era
la primera vez que se apoyaban entre sí en ese tipo de discusiones grupales.
Era bastante evidente que tonteaban, y me alegraba por Gonzalo, que a
diferencia de mí se notaba recuperado de los sucesos acontecidos en Colmenar
Viejo… por eso no entendía por qué, en el fondo, todo aquello me molestaba un
poco.
—¿Y tú qué opinas?
—me preguntó precisamente él volviéndose hacia mí de repente.
Me sentía
completamente bloqueada a la hora de dar una opinión. Cada vez que tomaba una
decisión, alguien lo acababa pagando con su vida… no quería sobre mí esa
responsabilidad de nuevo, no quería influir en nadie y que mis sugerencias
acabaran pagándose con la muerte.
—Yo estaré de
acuerdo con lo que decidáis. —me pronuncié.
Lamenté mucho la
mirada de decepción en los ojos de Gonzalo por mi respuesta, pero era lo que
sentía, no podía evitarlo. Volví la vista hacia otro lado para no tener que
verle, aunque entonces me encontré también con la mirada de Luis, que era muy
similar.
“Joder, ¿pues para
qué me preguntáis?” pensé decidida a no mirar a nadie.
—Esa gente podría
estar aquí en cualquier momento. Sugiero entonces que votemos cómo actuar al
respecto —propuso Isabel, y un murmullo de asentimiento llenó toda la sala—. A
favor de plantarles cara.
Todo el grupo alzó
la mano, hasta Judit, que no era precisamente una persona agresiva. También lo
hicieron Isabel, por supuesto, su hija María, don Martín e Íñigo y su mujer…
pero nadie más.
—¿En contra? —preguntó
Isabel sabiendo cuál sería la respuesta. Un aluvión de manos, incluidas las de
Mateo, Jaime, Ahsan y toda la familia de Carles se alzaron.
—Once votos a
favor y once en contra, una abstención. —resumió Isabel.
“No, otra vez no”
me dije con fastidio.
—¡No valen las
abstenciones! —protestó Íñigo volviéndose hacia mí—. Eres parte de nosotros
ahora y tienes que votar en un sentido o en otro.
—¡Eso, eso! —me
presionaron varios más.
—Maite, vas a
tener que elegir. —dijo Luis.
Miré los rostros
de mis compañeros, los de aquella multitud de desconocidos y finalmente los de
Clara, que me miraba con impaciencia aguardado la respuesta. Tratando de no dar
mi opinión, sólo había conseguido que al final fuera por completo decisión mía.
¿Por qué tenía tan mala suerte?
Presionada, tenía
que elegir entre votar o fingir un desmayo, y como no era muy buena actriz, voté…
—Pase lo que pase,
no va a ser tu culpa, mamá. —trató de apoyarme Clara más tarde, cuando
encerrada en la habitación todavía trataba de digerir el peso de mi elección.
—¿Y a ti quién te
ha enseñado esas palabras tan grandilocuentes? —le pregunté, a lo que se
encogió de hombros antes de subirse a la cama conmigo—. ¿Cómo no va a ser mi
culpa si he sido yo quien ha elegido que esto pase?
—No sé, mamá, solo
tengo diez años —protestó—. Luis me dijo que te lo dijera.
Me preocupó
comprobar lo cínica que se estaba volviendo mi hija. Era demasiado pequeña para
estar entrando en la edad del pavo, momento en que se convertiría en una rebelde
respondona e insoportable. Quería creer que esa terrible etapa todavía quedaba
lejos, sin embargo, la alternativa era que el peso de todos los horrores que
había sufrido le estuviera afectando al carácter, y eso era mucho peor.
“Ojalá tu padre
estuviera aquí” pensé con impotencia, sólo para sentirme muy rara después.
Pensar en mi marido ya no me causaba la tristeza de antaño, únicamente una
sensación de extrañeza difícil de definir, como si a esas alturas estuviera del
todo fuera de lugar, como si aquel hombre hubiera estado casado con una Maite
muy anterior a todo aquello que ya no era yo. Sencillamente Asier no era parte
de mi vida, y eso era algo bueno, porque mi vida era un infierno y no se la
habría merecido. Aunque también me dejaba completamente sola.
—¿Por qué no
bajamos con los demás? —me preguntó—. Me aburre estar aquí todo el día
encerrada.
No supe darle una
respuesta satisfactoria. Sólo quería estar allí porque era un lugar donde me
sentía más a salvo, y porque había tenido que guardar cama durante un par de
días para recuperarme y le había cogido el gusto, pero para ella tenía que
estar siendo un suplicio.
—Está bien,
bajemos. —acepté.
Con la primera
persona que me crucé al hacerlo fue con Judit, que se encontraba en el comedor
leyendo un libro. Me dio un poco de pena verla así porque, entre que no tenía
tanta confianza con el resto del grupo, y que al parecer sufría un miedo mortal
a que pudiera contagiarle mi enfermedad, debía sentirse también muy sola.
—Hola… ¿qué haces?
—le pregunté acercándome a ella. Su primer instinto fue apartarse un poco, pero
luego debió caer en la cuenta de que ya no estaba enferma.
—Leer y esperar —contestó—.
Dicen que ese grupo puede llegar en cualquier momento, pensaba que estarías
fuera, con los demás.
—¿Yo? —me extrañé—.
¿Por qué?
—Bueno, como
siempre sueles hacer, ¿no? —dijo—. Es decir, tienes un rifle y el grupo está en
peligro. Es lo que haces siempre, ponerte al frente y salvar la situación.
—Ya no hago esas
cosas —suspiré—. Tú eres objetiva, ¿verdad? Mira cómo ha acabado que intentara
salvar las situaciones con nuestra gente… es mejor dejárselo a los
profesionales.
—Creo que no te
entiendo —replicó—. Si no hubiéramos ido a por Gonzalo a la base militar, no
habríamos sabido el peligro que corríamos, y es bastante probable que ninguno
de nosotros hubiera sobrevivido… bueno, de vosotros, yo estaba fuera, pero yo
sola fuera tampoco tengo muchas opciones. Si no hubieras ido a por Sergei, no
te habrías encontrado con Eduardo, Ramón y Diana, y el resultado habría sido el
mismo. No dudo de la profesionalidad de los demás, pero tampoco veo cuáles son
tus faltas exactamente.
Judit tenía la
capacidad de conseguir con datos objetivos lo que Luis no podía con palabras
bonitas: hacerme dudar. Durante un instante me quedé mirando a Clara sin saber
qué decir en respuesta, no obstante, me salvé por los pelos cuando Sarai, la
chica de pelo moreno, entró corriendo en la casa con pánico en la mirada.
—¡Ya están aquí! —exclamó
aterrada—. ¡Ya han llegado!
Sin perder un
segundo, me acerqué a la venta más próxima y me asomé por ella. Efectivamente,
Eduardo estaba abriéndole la puerta del muro a un pequeño grupito, que entró al
patio pavoneándose como si aquella casa fuera suya. Nadie más había decidido
esconderse además de Sarai, todos estaban allí dando la cara, excepto los
niños, que debían haberse metido en la caravana.
—Creo que el
protocolo social ahora nos obliga a salir ahí fuera para apoyar, aunque sólo
sea con nuestra presencia, al grupo. —observó Judit.
—Muy cierto —asentí—.
Clara, cariño, ¿por qué no te quedas aquí con Sarai?
—Sí, yo… yo le
echaré un vistazo, cuidaré de ella. —se ofreció la chica inmediatamente, encantada
con tener una excusa para no tener que ir con nosotras.
—De acuerdo. —accedió
Clara con desgana.
—Si pasa cualquier
cosa, escóndete debajo de una cama o donde puedas, ¿vale? —le dije antes de
salir con los demás.
—Vale. —respondió
ella.
Una vez fuera Judit
y yo, pudimos observar con mayor detenimiento las pintas de aquellos tipos que
venían a llevarse nuestra comida. Eran seis, cinco hombres y una mujer, y
ninguno de ellos había cumplido los treinta, aunque sólo uno, que permanecía
detrás del resto, posiblemente tampoco los veinte. Todos iban armados con
puñales, y cuatro también con pistolas, una de ellas la chica, aunque ninguno
tenía las armas en la mano por el momento.
Vestían de la
única forma que cabía esperar: con ropa sucia y raída que denotaba mucho uso, con
predominancia de prendas vaqueras y chaquetas abrigadas. Pese a que había
suciedad en sus rostros y ninguno iba especialmente bien peinado, su aspecto
tampoco era tan zarrapastroso como podría haber sido. En su caminar hasta la
recepción de bienvenida, formada por Mateo, Isabel, Gonzalo, Ramón, Diana y
Eduardo, no dejaron de lanzar miradas de suficiencia y desprecio a diestro y
siniestro.
“Son unos críos”
me dije al llegar a la altura del resto de la comunidad, tan sólo unos metros
más retrasados que los otros seis, “unos críos jugando a juegos de mayores”.
—¿Qué pasa? —preguntó
con chulería el más grande de ellos, un tipo musculoso con una ligera barbita
que guardaba un cigarro apagado a medio fumar en la oreja—. ¿Por qué no está
nuestra comida donde acordamos, gafitas? ¿Quieres que te las rompamos del todo?
Mateo tragó saliva
y miró nervioso a sus compañeros.
—¿Es que te has
quedado sordo? —le espetó la chica, una muchacha no muy alta con una despeinada
melena morena, en tono burlón—. Roque te ha hecho una pregunta, “pringao”.
—¿Dónde está el
otro? —quiso saber el tal Roque volviendo la vista hacia la multitud—. Teníamos
un trato, cojones.
Como Mateo estaba
demasiado asustado para responder, fue Eduardo quien tuvo que dar un paso al
frente. Me extrañó que no lo hiciera Ramón, que intimidaba más, pero pronto
obtuve la respuesta.
—Juan Manuel murió
en un ataque de muertos vivientes —les informó—. Sabemos el trato que tenía con
vosotros, pero lo hemos hablado y hemos decidido que ya no es posible seguir
adelante con él. La comida que nos pedís nos cuesta mucho conseguirla para
andar regalándola.
Ramón habría sido
incapaz de emplear ese tono tan diplomático con ellos, aunque tampoco creía que
fueran ese tipo de personas a los que se les convence de buenas maneras. Sin
embargo, después de desempatar y votar bajo presión lo mismo que mi grupo, o
sea, que no les diéramos comida, se llegó a un acuerdo para resolver la
situación por las buenas. Por esa misma razón ninguno de ellos llevaba las
armas en las manos.
En respuesta a las
palabras del cazador, algunos de los miembros de esa cuadrilla llevaron las
manos hacia sus armas, gesto que también imitaron los de nuestro bando… pero
antes de que corriera la sangre, fue el propio Roque quien contuvo a su gente.
“Esto es una
tontería” pensé sabiendo que la cosa no iba a acabar bien de todas formas. Era
algo que podía casi presentir por la actitud de esa gente.
—Así que habéis
hablado entre vosotros —dijo acercándose a Eduardo en un tono casi amistoso—.
Hablemos nosotros también entonces. Todos somos gente civilizada, ¿verdad?
—No hay mucho de
qué hablar —replicó él—. El tema es sencillo: no os vamos a dar nada, y tampoco
queremos a gente aquí que se dedica a robar a los demás, así que podéis
marcharos por donde mismo habéis venido.
—¿Nos ha llamado
ladrones? —se indignó la chica.
—Tranquila —le
pidió Roque antes de volverse de nuevo hacia Eduardo—. Ten cuidado, amigo, no
nos gusta que se nos insulte. Hay muchos de esos podridos por ahí sueltos,
encontrar comida no es nada fácil, ¿sabes? Sólo apelamos a vuestra compasión.
—Ni soy tu amigo,
ni os he insultado, solo os defino —afirmó él sin dejarse amedrentar—. Y si
tenéis problemas para encontrar comida, buscaos la vida, como hacemos todos.
Roque suspiró
ruidosamente y se llevó exasperado una mano a la frente. Al mismo tiempo
comencé a tener una sensación de inquietud, como de que algo iba mal. Tenía la
impresión de que no le estaban dando a ese grupo de matones la importancia que
tenía, de que los estaban subestimando… lo de actuar por las buenas era una
tontería si no iba apoyado de una buena amenaza, y no se estaban dando cuenta.
—Me parece que ya
sé cuál es el problema que tenemos —sonrió Roque—. Está claro que no nos
estamos entendiendo, y para eso nada mejor que poner las cosas en claro.
Fue tan rápido que
apenas pude verlo venir. En un instante, Roque se lanzó sobre Eduardo,
derribándole en el suelo, al tiempo que sus amiguitos desenfundaban sus armas.
Ramón, cuyo fusil estaba descargado, se abalanzó contra uno de ellos dispuesto
a golpearle con la culata, pero su rival tuvo buenos reflejos y, si bien no fue
capaz de apuntarle con su pistola, logró evitar el golpe. Se escuchó un disparo
que provocó que toda la comunidad se echara al suelo asustada, pero si alcanzó
a alguien no fui capaz de discernirlo.
No podía
permitirme morir y dejar a Clara sola, de modo que, en contra de lo que por
algún motivo desconocido me pedía el cuerpo, yo también me lancé temiendo que
una bala perdida pudiera acertarme. Sólo uno de los atacantes, el más joven, se
había acobardado, y retrocedió unos pasos para evitar la pelea. Vi a Isabel
caer al suelo derribada por un puñetazo en la cara de uno de los tipos, otro
tenía sujeto a Gonzalo por la espalda y trataba de reducirle, mientras que un
tercero se las veía canutas para contener a Ramón. Diana fue a ayudarle, y
entre ambos lograron reducirle, pero entonces la chica del grupo le colocó la
pistola en la cabeza.
—¡Se acabó la
tontería, hostia puta! —bramó encañonando a la soldado, que a regañadientes
tuvo que quedarse quieta y dejar de pelear.
Viéndola
amenazada, Ramón quiso responder, pero se encontró con otra pistola contra su
nuca en menos de un instante. Todavía rabioso, se giró para encararse con su
enemigo, aunque no hizo más que dedicarle una mirada furiosa. Gonzalo dejo de
resistirse y permitió que el otro le apresara del todo, mientras que Roque le
dio una última patada en el estómago a Eduardo, que se quedó en el suelo a
cuatro patas luchando contra el dolor, y se acercó a Isabel, que seguía tumbada
sobre la hierba. Solamente Mateo había salido indemne, pero no era precisamente
una persona de combate, y había preferido abogar por la sensatez y mantenerse
al margen antes de perder las gafas del todo. El muchacho más joven del otro
grupo era el único que podía decir lo mismo.
—Está claro que os
hace falta un escarmiento —gruñó Roque desenfundando un cuchillo y lanzando una
patada contra el costado de Isabel, que chilló de dolor—. Un recordatorio que
os deje clara cuál es vuestra posición.
—¡Eso Roque,
fóllate a esa guarra! —exclamó la chica con una sonrisa demente—. ¡Delante de
todos, para que aprendan!
Gonzalo hizo un
ademán de resistirse, pero le tenían bien sujeto y no sirvió de nada. María
quiso adelantarse para socorrer a su madre, sin embargo Ahsan la retuvo antes
de que saliera de entre la asustada multitud… algo muy juicioso a mi parecer,
no era momento de sacar a la luz a las chicas jóvenes.
—El mensaje es
claro, o nos dais nuestra comida, o nos llevaremos mucho más. —se pronunció
Roque arrodillándose junto a Isabel y agarrándola de la cintura. Ella chilló y
trató de resistirse, pero el hombre era mucho más fuerte.
El otro secuaz,
pistola en mano, nos mantenía vigilados a los demás por si teníamos pensado
hacer algo para evitar lo que allí iba a producirse… algo completamente
innecesario a mi parecer, nadie demostró tener el valor suficiente como para
plantarles cara.
Tal vez fuera sólo
por la situación en sí, o quizás que me recordaba a una parecida que viví yo a
las afueras de Madrid con un soldado, pero contemplar impotente cómo aquél
indeseable pretendía violar a Isabel delante de todos nosotros conseguía que me
hirviera la sangre.
“¿Por qué nadie
hace nada?” pensé mirando a mi alrededor. Todos parecían consternados, algunos
incluso apartaban la vista, mientras que otros les miraban con rabia… pero
ninguno hacía nada, todos guardaban silencio. Sólo podían escucharse los gritos
de Isabel y los gruñidos de Gonzalo, a quien no debía estar sentándole muy bien
que se dispusieran a hacer aquello con la mujer que le gustaba.
Roque clavó el
cuchillo y rajó los pantalones de su víctima para facilitarse el trabajo. Ésta,
viendo más cerca el momento de la consumación, comenzó a patalear con más
ímpetu.
—Vais a pagar por
esto. —les amenazó Ramón.
—¡Tú calladito! —le
dijo el que le mantenía encañonado.
Eduardo escupió
sangre en el suelo, pero cuando Luis quiso acercarse a él, el tipo que nos
vigilaba le apuntó con la pistola y le obligó a retroceder.
“¿Por qué demonios
nadie hace nada?” me pregunté una vez más viendo la pasividad y el miedo del
resto. “¿Es que no son conscientes de lo que va a pasar ahora?”
—¡Me pido el
segundo! —exclamó el que sostenía a Gonzalo—. ¡Tranquilo, fiera! Si nosotros
somos buena gente, no les hacemos más daño del necesario a las tías, pregúntale
a la Bego.
La chica se
carcajeó y apretó la pistola contra la cabeza de Diana, que apretó los dientes
tratando de mantener la calma.
Cerré los ojos
para no pensar, para no escuchar. Todo mi cuerpo me pedía actuar, no podía
dejar que una vez más mi intervención en la toma de decisiones acabara con
aquel resultado catastrófico, pero al mismo tiempo ese motivo me impedía dar el
paso.
Isabel gritó,
Roque se bajó los pantalones, Gonzalo amenazó a todos, los compinches del
violador se rieron… y entonces algo acabó surgiendo dentro de mí. Algo que
llevaba muy dentro emergió, y sin que pudiera explicármelo, di un paso al
frente.
—¡Quieta ahí! —me
amenazó el de la pistola— ¿A dónde te crees que vas?
—Me ofrezco en su
lugar. —dije para asombro de todos, incluso de mí misma.
—¿Cómo? —replicó
Roque clavando una mano en la espalda de Isabel para mantenerla contra el suelo
y volviendo la cabeza hacia mí.
—Que me ofrezco en
su lugar —repetí—. Yo decidí que os plantáramos cara, y si alguien debe recibir
un castigo por ello, soy yo.
—¿Qué haces? —escuché
susurrar a Luis a mi espalda. No le contesté.
—¿Qué más da un
coño que otro? —bufó el de la pistola—. ¡Vuelve con los demás o te meto un
tiro, zorra!
—Pero tiene razón —dijo,
sin embargo, Roque—. Si esto es cosa suya, debe ser castigada… también. No me
gustan las zorras que no se resisten, así que quédatela para ti, Johnny, o
llévasela a Javi, que se estrene.
Johnny se acercó a
mí con su pistola en la mano, sonriéndome con unos dientes amarillentos y
mirándome de forma lasciva. Al llegar a mi lado, me agarró de la cintura y me
atrajo hacia sí con violencia.
—Qué pasa,
pelirroja… te apetecía echar un polvo, ¿verdad? —me espetó agarrándome del culo—.
Tienes suerte, me gustan las mujeres algo maduritas que saben lo que se hacen.
Venga, vamos a ver qué…
No pudo terminar
la frase porque un puñal, surgido de la vaina que llevaba en la cintura y
sujetado por mi mano, se clavó a la altura de su estómago. Abrió la boca y los
ojos con asombro, y volvió a hacerlo cuando el cuchillo giró, agravando la
herida. Tan sólo consiguió retroceder un paso, desincrustando así el arma de su
carne, y llevarse una mano a la puñalada antes de dejarse caer hacia el suelo,
herido de muerte.
—¡Pero qué
cojones! —exclamó Roque al darse cuenta de lo ocurrido. Los demás, sorprendidos
y también enfadados, se tuvieron que conformarse con contener a sus rehenes,
pero Roque apartó de un empujón a Isabel, y puñal en mano se acercó hacia mí
corriendo.
Me agaché
rápidamente para recoger la pistola del herido con la intención de abatirle de
un disparo conforme se acercaba, pero no me di la suficiente prisa, y cuando ya
estaba en posición de poder encañonarle con ella, lo tenía encima… no le costó nada
desarmarme de un manotazo y lanzarme una cuchillada con la otra.
—¡Mierda! —gemí al
apartarme de la puñalada mortal que aquél hombre quería propinarme para vengar
a su amigo caído… aunque, por desgracia, en esa ocasión tampoco fui lo
suficientemente rápida. El corte me pasó rozando a la altura del ojo derecho,
que en sólo un instante se cubrió de sangre, nublándome la vista y sumiéndome
en un dolor tan intenso como sólo recordaba haber sentido en el parto de Clara.
Grité y me llevé
una mano al ojo herido, mano que retiré acto seguido llena de sangre. Roque,
por supuesto, no se conformó con eso, y se abalanzó contra mí de nuevo para
rematar la faena. Aquél segundo corte pude esquivarlo, pero tastabillé en la
hierba y caí al suelo, donde él lo tuvo fácil para aplastarme con el peso de su
cuerpo. A pocos metros, Eduardo luchaba por ponerse en pie con el estómago aún
dolorido, y Johnny agonizaba sin que nadie acudiera a ayudarle. Perdí de vista
la pistola, pero todavía tenía un ojo sano y un cuchillo, así que contraataqué
lanzando un corte un tanto aleatorio que, por suerte, le alcanzó en un brazo.
Gruñó furioso por
la herida que le provoqué, y encontrándose en mala posición para devolver el
golpe, se hizo a un lado permitiéndome respirar de nuevo. Me aparté rodando a
tiempo de evitar una nueva puñalada mortal, que al final se limitó a cortar de
arriba abajo la espalda de mi abrigo, y luego rodé hasta alcanzar al atacante
más joven, que acurrucado en la hierba y con pánico en el rostro tan sólo me
miró con aprensión y se alejó arrastrándose.
Roque me dio una
dolorosa patada en la espalda y se plantó sobre mí con su puñal en la mano,
preparado para matar.
—¡Me rindo! —supliqué
dejando caer el cuchillo. Por la fuerza no iba a poder con él, eso estaba
claro, y el ojo me dolía a horrores, si es que no lo había perdido.
Viéndome herida e
indefensa, dudó a la hora de rematarme o tomarme como entretenimiento similar
al que pretendía llevar a cabo con Isabel. Igual que les pasara a Gonzalo,
Eduardo y los demás, no tuvieron en cuenta el factor de la desesperación en la
ecuación… yo tenía que vivir, no me quedaba otra opción, y para ello haría
cualquier cosa.
Su momento de duda
fue su error. Teniéndole de pie sobre mí, me resultó muy fácil lanzar una
patada contra su entrepierna, y lo hice con tanta fuerza que los ojos se le
quedaron como platos y del rebote cayó al suelo, a mi lado. También me resultó
muy fácil recuperar el cuchillo y clavárselo en el cuello en ese estado,
poniendo así fin al combate de una vez.
—¡Hostia! —exclamó
el hombre que tenía encañonado a Ramón, estupefacto ante la muerte de su líder.
A él también le salió cara la distracción, puesto que el cabo, veloz como un
rayo, le arrebató el arma de las manos, y para cuando pudo volver la cabeza y preguntarse
qué demonios había pasado se encontró con que el encañonado era él.
El disparo resonó por
todo el barrio, y seguramente muchos muertos vivientes lo escucharon.
—Será mejor que os
rindáis —les recomendó a los tres que restaba cuando el cuerpo del matón cayó
inerte y con un agujero en la cabeza… o más bien a los dos, porque el más joven
seguía acurrucado en el suelo muerto de miedo. El que mantenía a Gonzalo sujeto
le soltó, y por último la chica liberó a Diana, luego ambos levantaron las
manos—. Eso es, buenos chicos… seguro que eso no os lo dicen a menudo, ¿verdad?
Pasado el momento
de tensión, gemí de dolor por culpa del corte en el ojo. Luis tardó sólo un
segundo en llegar a mi lado y arrodillarse en el suelo, pero me molestó que
Gonzalo hubiera preferido comprobar antes cómo se encontraba Isabel, que también
seguía tumbada.
—¡Uf! —exclamó el
doctor al ver lo que tenía delante.
—¿Tan mala pinta
tiene? —le pregunté. Si el dolor era un reflejo de la gravedad de la herida,
debía estar al borde de la muerte.
—Es pronto para
decirlo —respondió—. ¡Que alguien me ayude a llevarla dentro!
No tardaron ni un
instante en aparecer varios voluntarios para ayudarme a ponerme en pie. Durante
la pelea no lo había notado, pero la patada que me diera Roque había sido
dolorosa, y temía que me hubiera roto algo. Aunque lo que más me preocupaba en
realidad era el corte, por supuesto. La sangre me cubría tanto la cara que casi
no podía ni ver por dónde caminaba ni quién me rodeaba.
—Si te soy
sincero, no me esperaba que intervinieras de esa manera. —me dijo Luis de
camino. Por algún motivo parecía satisfecho, sentimiento que no podía
compartir.
—Yo tampoco
esperaba intervenir —le contesté antes de detenerme y volverme hacia el resto—.
¡Los muertos! ¡No os olvidéis de rematarlos! ¡Y vigilad las puertas! Pueden
venir resucitados por los disparos…
—Está bien, ellos
se encargan —me aseguró el doctor—. Será mejor que echemos un vistazo a ese ojo
cuanto antes…
Unos minutos más
tarde me encontraba sentada en una silla de la cocina, luchando por contener un
ataque de tos y los respingos por el dolor mientras Luis me cosía la herida. El
corte tan sólo había rozado la zona de la mejilla, pero me produjo un profundo corte
en la ceja y el párpado, además de una abrasión considerable en la córnea.
—No has perdido el
ojo de milagro —decía el doctor—. Pero no descarto una pérdida de visión en él
si deja cicatriz… por desgracia, los ojos no son mi especialidad, aunque he
hecho lo que he podido.
—Estoy segura de
ello —le dije sintiéndome también un poco asqueada por toda la sangre seca que
tenía encima. Resultaba perturbador saber que la mayor parte era mía—. Ha sido
mi culpa, no conté con tener los reflejos mermados por la convalecencia.
—¿Pero se va a
poner bien? —le preguntó Clara preocupada. Se asustó mucho cuando me vio entrar
a la casa envuelta en sangre, aunque por desgracia esa era una imagen a la que
más o menos se iba acostumbrando.
—Sí, pero tendrá
que usar un parche en el ojo durante un tiempo para protegerlo y que cure
correctamente —le explicó Luis—. Ya le he dicho a Judit que busque algo para
construirlo… por cierto, estuviste muy bien ahí fuera.
—Mi ojo discrepa. —lamenté.
—Gajes del oficio —replicó
él sin darle importancia—. Pero por un momento volviste a ser tú misma. Salvaste
una situación que se podía haber puesto muy fea.
—No sé si fue peor
el remedio que la enfermedad. —mascullé.
—Para mí no —me
sorprendió la voz de Isabel a la espalda. Sin que me diera cuenta, había
entrado en la cocina—. Perdón, no sabía que aún estaban con tus heridas… solo venía
a darte las gracias por salir en mi auxilio. De no ser por ti, no sé lo que
habría pasado.
No supe qué
responderle, sentía cierta animadversión hacia ella, aunque no por el dolor que
estaba sufriendo, sino por su relación con Gonzalo… y precisamente fue él,
seguido de Ramón, Diana y Eduardo, que aún caminaba algo dolorido, quien
apareció también por la puerta del jardín.
—¿Cómo estás? —se
preocupó al verme recibiendo las atenciones de Luis.
—Mal, casi pierde
el ojo —les dijo el doctor—. Si no os importa, aunque improvisada, ésta sigue
siendo una sala de curas…
—Esto es
importante —insistió Eduardo frotándose el pecho—. Fuera están asustados con lo
que ha pasado.
—No es para menos.
—opinó Luis, que al distraerse me dio un tirón en un punto que me puso los
pelos de punta.
—Están muy
asustados —matizó Gonzalo—. Ya no son sólo los muertos vivientes, se han dado
cuenta de que hay gente hostil ahí fuera, y que las cosas no van a ir a mejor.
—En resumen, nos han
pedido protección permanente —intervino Ramón—. Dicen que nos quedemos aquí con
ellos para siempre, y no solo eso, sino que también asumamos el mando de la
comunidad, que evidentemente no está preparada para hacer frente al mundo de
ahí fuera.
—¿Y qué habéis
dicho? —inquirí volviendo la vista de mi ojo sano hacia Isabel, que tan sólo
observaba con gravedad la escena.
—Queríamos saber
tu opinión —contestó Eduardo—. Se ha sugerido, y visto lo mal que hemos llevado
todo desde que estamos aquí estamos de acuerdo, que seas tú en concreto quien
ejerza las funciones de líder.
—¿Estáis locos? —exclamé
con tanta pasión que me hice daño en los puntos que Luis aún me estaba poniendo—.
¿Yo? ¿Por qué?
—Para ellos eres
la heroína que les ha salvado de ese grupo de idiotas —resumió Ramón—. Para
nosotros… nunca se me dio bien organizar nada, la verdad, y por lo que Luis y
Judit nos contaron sobre cómo cogiste las riendas del grupo cuando peor
estabais, más lo poco que vimos en la ermita…
—Te mereces una
segunda oportunidad —terminó Gonzalo—. Yo te vi preocupándote por tu grupo,
actuando por el bien de todos, incluso cuando los tenías en contra… creo que
esta gente te necesita, y nosotros a ellos. Juntos somos más fuertes.
—Además, no
querrás que lo sea Ramón, ¿verdad? —añadió Diana medio en broma—. ¡Poder de las
mujeres!
Me quedé pensativa
durante unos segundos. Pensativa y asustada. Me aterrorizaba volver a tener a
tanta gente a mi mando y provocar otra carnicería entre ellos. ¿Cuántos
quedaban vivos de la última vez que encabecé un grupo? Además de mi hija y yo
misma, solamente Judit y Luis.
Y sin embargo,
inexplicablemente ellos dos parecían ser los más satisfechos con mi labor.
—Ya sabes cuál es
mi opinión —afirmó Luis sonriendo cuando le miré—. Esto ya está. Menos mal que se
trajo algo de material médico de la farmacia la última vez que salieron.
—Si acepto, las
cosas no pueden volver a ser como antes —me pronuncié—. Es evidente que el
sistema anterior no funcionó…
Judit entró
precipitadamente en la cocina con una tela negra recortada en una mano y una
sonrisa de suficiencia en la cara.
—El parche —anunció
poniéndomelo en la mano—. Lo he construido con un trozo de tela elástica negra
de unas mallas y unas rodilleras que encontré en una cesta de costura.
—¿Negro? —pregunté
observándolo con detenimiento—. ¿No había un color menos… pirata?
—Lo siento —se
disculpó ella—. Al pensar en parches, lo asocié sin querer precisamente con
piratas y…
—El color da
igual, supongo —dije mientras me lo colocaba. La malla elástica se ajustaba
bastante bien, y la rodillera, aunque me rozaba un poco los puntos, no
molestaba—. Tengo que salir y hablar con ellos.
—Deberías
descansar un poco, lavarte y cambiarte esa ropa ensangrentada y hecha girones. —me
recomendó Luis.
—¡No! Ellos tienen
que ver la sangre… —me empeciné.
—Al menos ponte un
abrigo que no se caiga a pedazos, te recuerdo que aún estás convaleciente. —insistió
el doctor.
Y de esa forma,
unos instantes más tarde salí de nuevo al patio, con un parche en el ojo y
ataviada con una abrigada gabardina de color negro que encontraron para mí en
un armario. Fuera, todavía trataban de recomponerse después del ataque. Los
supervivientes habían sido encerrados en el cuartito donde se guardaban las
herramientas de jardinería, a la espera de saber qué hacer con ellos, pero los
muertos estaban siendo arrastrados al exterior del patio, una vez privados de
cualquier cosa valiosa que pudieran llevar encima, por supuesto.
Al verme aparecer,
todos interrumpieron sus labores y se volvieron para escuchar lo que tuviera
que decirles. No era aficionada a los discursos, así que no sabía si sería
capaz de expresar correctamente lo que quería transmitir, pero tenía que
intentarlo… tenía que hacerles ver cuál era la situación.
—Hoy hemos sufrido
un ataque brutal por parte de unos hombres desesperados —exclamé—. Y los llamo
hombres desesperados porque, por encima de todo, eso es lo que eran. Los
muertos vivientes nos han llevado a una situación precaria donde la muerte es
la única certeza, donde la gente desesperada hace lo que sea para seguir viva…
y no os engañéis, nosotros también tendremos que hacer cosas que no nos gusten,
que nos parezcan repulsivas e inmorales, si queremos seguir vivos. Hoy he
matado a dos hombres con mis propias manos, y no siento ningún remordimiento,
porque eran ellos o nosotros.
Carraspeé para
poder pensar lo que quería decir a continuación, que era el asunto clave.
—Momentos
desesperados requieren medidas desesperadas. Estoy dispuesta a ser quien cargue
con el peso de llevar a cabo esas medidas, y asumir los errores que éstas puedan
acarrear. Estoy dispuesta a luchar por nuestra seguridad, por nuestra
prosperidad y porque nadie más tenga que morir a manos de vivos o muertos… pero
la seguridad tiene un precio. Mucha gente que para mí era querida murió
innecesariamente porque perdieron más tiempo discutiendo mis sugerencias que
preocupándose por los problemas que nos amenazaban, y eso ya no puede ser. Si
queréis que dirija esta comunidad en la ardua y dura tarea que nos espera si
queremos seguir viviendo, se acabaron las discusiones, se acabaron las
votaciones y las disensiones. En momentos tan duros como éstos, la democracia
no nos va a mantener vivos, lo harán la disciplina y el orden. Si estáis
dispuestos a aceptar eso, intentaremos construir juntos un futuro. Si no, nos
marcharemos tal y como estaba previsto.
Nadie aplaudió, pero
tampoco nadie me abucheó. Todos se miraron entre sí, menos Luis, que me miró a
mí, y lo hizo de una forma que no habría sabido definir.
—¡Yo estoy
contigo! —dijo Isabel dando un paso al frente.
—¡Y yo, cojones! —exclamó
Íñigo haciéndolo también—. Ya es hora de que alguien ponga orden aquí de una
vez.
Poco a poco todos
se fueron sumando, incluso gente más reticente como Mateo o Jaime, aunque solo
fuera por miedo a quedarse solos… y de ese modo fui aclamada como líder de
aquella comunidad por unanimidad.
Satisfecha por el
resultado, y una vez dispersada la multitud, regresé a la cocina acompañada por
mi grupo original.
—¿Qué hacemos
ahora? —preguntó Diana.
—Hay que montar
guardias en la puerta, llevar los cadáveres lejos de aquí, asegurarse de que
los prisioneros no se pueden escapar y hacer inventario de todo lo que tenemos,
ya sean armas, comida, medicinas y demás —les indiqué—. Por el momento
encargaos de eso… yo tengo que lavarme la herida y descansar un rato.
—No te preocupes,
nos encargaremos de todo. —me aseguró Eduardo.
—Yo iré a hacer
inventario. —se ofreció Judit.
—Habla con Mateo, él
era quien se encargaba de eso antes. —le sugerí. No quería apartarle de sus
funciones tan bruscamente antes de tener la confianza completa de la comunidad.
Todos acabaron
marchándose para llevar a cabo las órdenes que había dado. Era una sensación
gratificante que te obedecieran sin discutirte ni poner objeciones, me daba una
gran libertad a la hora de organizar aquella comunidad tal y como me hubiera
gustado que funcionara… y de repente me sentía hasta optimista pensando en las
posibilidades.
—¿Ahora vuelves a
ser la que manda, mamá? —me preguntó Clara, la única que se quedó conmigo.
—Sí. —respondí
sintiéndome algo mareada. Había perdido mucha sangre, aún me recuperaba de una
bronquitis y me acababan de dar una paliza… necesitaba una siesta.
—¿Ya no tienes
miedo de que toda esta gente muera? —inquirió, y no pude evitar estremecerme al
escucharla.
—Más que nunca —me
sinceré—. Y por eso haré lo que pueda para que eso no ocurra… ¿por qué no vas a
ayudar a Judit? Tengo que subir a asearme un poco.
—¡Jo! Judit es un
rollo… —protestó, pero pese a todo se marchó arrastrando los pies.
Minutos más tarde,
ya en la habitación de la que nadie iba a poder echarme, me limpiaba con un
paño mojado y una palangana de agua enjabonada los restos de sangre del cuerpo.
Para ello tuve que quitarme hasta la camiseta interior, aunque cuando alguien
llamó a mi puerta no tuve más remedio que volver a ponérmela.
—Pasa. —dije
haciendo la palangana a un lado.
Era Gonzalo.
—No quería
molestar, pero ya hemos sacado los cuerpos —me informó—. Los echamos con los
otros. Creo que están lo bastante lejos, pero si empiezan a acumularse
demasiados… ¿alguna otra orden, jefa?
—No me llames jefa
—protesté poniéndome en pie y acercándome a la cama para colocarme el resto de
prendas—. Suena ridículo. ¡Ay!
La patada en el
costado dolía cada vez más. Luis dijo que no era nada demasiado grave, pero el
golpe molestaba, e iba a dejar un buen cardenal.
—Espera, que te
echo una mano —se ofreció Gonzalo ayudándome con las mangas de la camisa—.
Vaya, ¿de qué es esa cicatriz?
Se refería a la
que tenía justo en el costado contrario a la patada.
—Un disparo de
bala —le expliqué—. Sangró lo suyo… eran soldados poco amistosos.
—Parece que todos
hemos pasado lo nuestro para llegar hasta aquí —dijo mostrando una sonrisa
melancólica—. Me alegra que seas tú la líder de este lugar, Maite, estoy seguro
de que eras la mejor opción para el bien de todos. Yo, por ejemplo, aún te debo
muchísimo.
—¿A mí? ¿Por qué? —repliqué
extrañada por esa repentina confesión.
—Por sacarme de la
base —contestó—. Allí habría acabado más loco de lo que ya estaba, si no me
comía un muerto viviente antes. Pero llegaste, me sacaste de allí y me
obligaste a volver a ser una persona normal.
—¿Qué hay entre
Isabel y tú? —le pregunté sin poder resistirlo más.
—¿Entre Isabel y
yo? —respondió sorprendido por la pregunta—. Pues… nada en realidad, sólo hemos
hablado un poco y eso, ¿por q…?
No pudo terminar la
frase porque de repente se vio con mis labios encontrándose con los suyos. No
supe del todo por qué lo hice, simplemente me apeteció; tal vez fuera porque
podía, porque lo necesitaba y porque yo era la jefa. Y él no se opuso. Muy por
el contrario, no sólo me besó también, sino que me envolvió con sus brazos y
acabó recostándome contra la cama… y yo solamente me dejé llevar.