CAPÍTULO 24: GONZALO
—Es una buena
noticia. —afirmó Ramón, empecinado en defender lo indefendible.
—¿Qué te hace
pensar que encontrar gente es una buena noticia? —repliqué yo quitándole el
seguro al fusil, preparado por si había que intervenir—. Por lo que sabemos,
esos del otro lado podrían ser incluso supervivientes de la secta de Santa
Mónica.
—En cualquier
caso, no deberíamos discutirlo tan cerca de ellos. —apuntó Diana.
Maite tuvo que
taparse la boca para contener un ataque de tos. Después de desmayarse el día
anterior, y teniendo en cuenta la caminata que nos habíamos pegado, no era de
extrañar que no estuviera precisamente mejor de su bronquitis.
—Lo que deberíamos
hacer es largarnos de este sitio cuanto antes —insistí—. Esa gente podría ser
peligrosa, y nos superan en número por mucho. Además, cualquier reserva de comida
que pudiera haber cerca ya la habrán saqueado. Tenemos que volver e intentarlo
en otro lugar.
—Ahora no podemos
volver —objetó Luis volviendo la vista hacia a Maite—. No va a aguantar otra
caminata. Necesita descanso y dejar de pasar frío, o acabará con una pulmonía.
—¡No! —se opuso
ella misma—. Gonzalo tiene razón… recuerda esa secta de locos. No podemos
fiarnos de nadie.
—Yo estoy con el
doctor —insistió Ramón—. ¡Mierda, no pienso volver a ese bosque! Podemos tratar
con esa gente, mientras no tengan drones.
—Pues yo creo que
deberíamos irnos e intentarlo en otra parte —se me unió también Diana—. Y
deberíamos hacerlo antes de que nos vean.
—Creo que eso ya va
a ser difícil. —replicó Judit, que miraba hacia la puerta del chalet.
Me volví a tiempo
de ver cómo una mujer de unos treinta y muchos años, delgada, con pelo castaño y
vestida con un grueso chaleco marrón nos apuntaba con un rifle desde lo alto
del muro. Al mismo tiempo, la puerta principal se abrió, y por ella salieron
dos individuos armados con barras de metal. Uno de ellos no parecía amenazador
en realidad, pero el otro era un hombre negro de casi dos metros de altura y con
la complexión de un jugador de rugby que ya lo hacía por los dos.
—¡Quietos o
disparo! —amenazó la mujer cuando todas nuestras armas les apuntaron, creando
durante un momento una tensa situación de difícil solución—. ¿Quiénes sois?
¿Qué hacéis aquí?
Nadie contestó, y
nadie parecía tener muy claro si debía contestar a aquella mujer, que nos
miraba con ojos desconfiados. De producirse un tiroteo, lo habríamos ganado sin
ninguna duda, pero probablemente ella fuera capaz de llevarse a alguno de
nosotros por delante, y no podíamos permitírnoslo.
—No queremos
problemas —me aventuré a decir finalmente—. Veníamos buscando comida y os
encontramos por causalidad.
—Parece como si
acabarais de llegar del bosque. —observo ella con mucho acierto.
—De allí venimos —le
confirmó Eduardo—. Llevamos un mes escondidos, pero el mal tiempo nos ha hecho
bajar. ¿Suficientes respuestas?
—Puede… o puede
que no —replicó—. Nosotros tampoco queremos problemas, así que, si os vais por
donde habéis venido, todo estará bien.
Eso era justo lo
que queríamos, de modo que quise apresurarme a aceptar su oferta en nombre de
todos, pero por desgracia Luis se me adelantó.
—No podemos irnos —dijo—.
Nuestra compañera está enferma, tiene un cuadro de bronquitis que podría
agudizarse si seguimos viviendo al raso.
La mujer volvió la
vista hacia Maite, y difícilmente pudo no percibir el aspecto de enferma que lucía.
Además, también estaba Clara… la gente hostil no viajaba por ahí con niños, y
quizá por esa razón acabó teniendo compasión y bajando un poco el arma.
—¿Eres médico? —le
preguntó a Luis todavía indecisa mientras los otros dos hombres seguían
mirándonos con gesto amenazante.
—Desde hace
dieciocho años. —respondió él.
—¡Isa, no! —dijo
el mequetrefe de la barra de metal volviéndose alarmado hacia ella.
—Es médico, Jaime.
—arguyó la mujer.
—¡Y nosotros
demasiadas bocas que alimentar! —replicó él frunciendo el ceño—. Esto no le va
a gustar nada a Juanma…
—¿Entonces, hay
tiroteo o no? Porque se me cansa el brazo de sostener el fusil. —inquirió Ramón
con su habitual delicadeza.
—No —contestó la
mujer bajando del todo el rifle—. No nos vendría mal un médico de verdad aquí.
Supongo que no le importará echarnos una mano ya que nosotros os la echamos a
vosotros, ¿verdad, doctor…?
—Peláez, Luis
Peláez Ponce —contestó Luis—. No será un problema intentar ayudaros con lo que
sea si nos dais un lugar donde ella pueda descansar hasta recuperarse.
—Entonces tenemos
un trato, ya podéis guardar las armas —afirmó bajando de un salto a tierra—. Yo
soy Isabel, Isabel Lopera… estos dos son Ahsan y Jaime.
—Ramón, mucho
gusto —se presentó también el soldado tras volver a colgarse a la espalda el
fusil—. Éstos son Diana y Eduardo. La enferma es Maite, su hija Clara, la chica
Judit y el barbudo que os mira con desconfianza Gonzalo.
—Pues encantada —dijo
ella con brusquedad—. Pasemos dentro antes de que acuda algún reanimado.
Con su forma de
llamar a los muertos vivientes confirmé que no eran gente de la secta. Ellos
preferían el término de “condenados”, que sonaba más cristiano. Sin embargo,
tampoco debía ser una civil, porque ellos solían preferir el nombre de
“resucitados”.
—¿Eras del
ejército? —le pregunté cuando abrieron las puertas para flanquearnos el paso.
—Más o menos —respondió—.
Era de protección civil… ¿y tú? ¿Lo eras?
—Sí.
—Pues no se puede
decir que hicierais un gran trabajo. —afirmó.
—Lo sé. —admití. ¿Qué
sentido tenía negarlo?
El patio de aquel
chalet era mucho más grande de lo que parecía visto desde fuera. Se notaba que
allí vivió alguien con dinero, aunque el paso del tiempo lo había desmejorado
mucho… el paso del tiempo y las veintitantas personas que se habían instalado
en tiendas de campaña como si aquello fuera una comuna. Había incluso una vieja
caravana con el toldo extendido, bajo el cual tres niños de diversas edades
jugaban.
—Vaya… cuánta
gente. —observó Eduardo sorprendido.
—Sí. —respondió
Isabel sin dar muestras de que aquello le pareciera bien o mal.
Un mar de rostros
se volvió hacia nosotros nada más aproximarnos un poco a aquella comuna. Eran
rostros de gente cansada, sucia, con la ropa desgastada y manchada. y las
marcas del hambre y el miedo constantes impregnadas en todo su ser… en resumen,
eran gente normal y corriente.
—Ahora verás tú… —murmuró
Jaime bajando la vista cuando, de entre ese grupo de gente, se abrió paso un tipo
vestido con un jersey de lana, pantalones de pana y que lucía una frondosa
perilla castaña en su cara redonda.
El hombre se nos
acercó con el ceño fruncido y la mirada puesta en Isabel, aunque de cuando en
cuando nos lanzaba alguna desconfiada a nosotros.
—¿Qué se supone
que significa esto? —exigió saber plantándose frente a ella.
—Necesitaban ayuda
—se justificó—. Una de los suyos está enferma, y pensé…
—Esto no es lo que
hablamos, Isa —le interrumpió él—. Te dije que no tenemos comida para nadie
más, ¡apenas nos queda para nosotros mismos y…! ¿Por qué los has traído?
—Tienen un médico.
—dijo volviéndose hacia Luis.
—Doctor Luis
Peláez —volvió a presentarse Luis—. Le juro…
—Juan Manuel
Suarez. —replicó el hombre con aspereza y sin mutar su gesto de desagrado.
—Le juro, Juan
Manuel, que no queremos ser un incordio. Nuestra compañera necesita calor y
reposo para curarse de una neumonía, no serán más que unos días. Y durante ese
tiempo puedo atender a quien necesite cuidados médicos de su grupo, por
supuesto.
Juan Manuel dudó,
y al hacerlo comenzó a rascarse la perilla, como si fuera un tic nervioso.
—Está bien, vale —accedió
finalmente—. Pero sólo hasta que se recupere. No podemos permitirnos acoger a
más gente aquí.
—Muchas gracias
por su hospitalidad. —le agradeció Luis.
—No hay de qué…
esperad a que busque un lugar caliente donde podáis dejar a vuestra amiga,
¿vale? ¿Podéis venir conmigo vosotros? —le dijo a su gente antes de volverse y
regresar hacia la multitud, seguido de Isabel, Jaime y Ahsan.
—Ha sido fácil. —opinó
Diana cuando nos vimos de nuevo solos.
—Demasiado —murmuré
yo, que todavía no me fiaba ni un pelo de aquel grupo—. Aquí hay algo que no me
gusta.
—No te pongas
paranoico otra vez. —bufó Eduardo poniendo los ojos en blanco.
—Y tú no seas tan
confiado —le espeté molesto porque utilizara precisamente esos términos,
sabiendo como sabía lo duro que fue para mí superar aquella fase—. Te digo que
hay algo raro.
—¿No es un poco
llamativo que no nos hayan desarmado antes de entrar? —señaló Judit, que
llevaba su pistola guardada en una funda en su cintura, aunque yo jamás había
visto que la utilizara.
—¡Es verdad! —exclamé
cayendo en la cuenta—. Eso es raro.
—Eso es porque no
son una amenaza —declaró Ramón muy convencido—. Sólo son unos pardillos que aún
no saben lo que se les puede venir encima. ¡Pero si pretendían detenernos con
barras de hierro!
—Aun así, mantened
los ojos abiertos —les recomendé—. ¿Tú qué opinas, Luis?
—Opino que no
tenemos motivos para desconfiar de ellos por el momento —sentenció. —Pero
también que, mientras estemos aquí, tendremos que dormir con un ojo abierto.
—¿Y tú? —añadí
volviéndome hacia Maite.
—¿Yo? Me parece
bien lo que consideréis —respondió antes de doblarse por culpa de otro ataque
de tos, aunque entre Clara y Luis consiguieron mantenerla en pie—. ¡Ay! Me
duele mucho la cabeza para pensar en estas cosas… de verdad, haced lo que os
parezca bien. Me temo que nunca he tenido buen criterio en estos temas.
Me sorprendió
darme cuenta precisamente en ese momento de lo que Luis no dejaba de repetir:
Maite estaba completamente anulada. No le había querido dar importancia a ello
durante nuestra estancia en el bosque porque entendía que tenía que salir del
duro trauma de haber perdido a tanta gente, además de que no teníamos opciones
de acción claras y que en esos entornos, al no saber desenvolverse tan bien
como Eduardo, que era cazador, o los que teníamos formación militar, no participara
demasiado en la toma de decisiones… pero aquello era completamente distinto.
Allí podía estar tan acertada o equivocada como cualquiera, y conociendo tan
bien como yo lo peligrosa que podía llegar a ser la gente, me alarmaba mucho
esa actitud tan indiferente.
Juan Manuel volvió
un instante más tarde seguido de otro hombre, un tipo flacucho y mal afeitado
con unas gafas enormes que tenían un cristal roto.
—Os presento a
Mateo. Él es quien me ayuda a mantener el orden por aquí. —le presentó.
—Encantado —dijo
él—. Podemos instalar a vuestra amiga en la casa… con su hija, por supuesto.
Hay una habitación que reservamos para la enfermería, aunque hasta ahora no
habíamos tenido un médico de verdad, solo Rosa conocía algunos remedios caseros
útiles.
—Aquí hace falta
algo más que remedios caseros, ¿tenéis alguna reserva de medicinas? —inquirió Luis.
—Algunas, sí, pero
además de las aspirinas, nadie se ha atrevido a tocar nada —contestó Mateo—. Si
venís los tres, puedo enseñároslo ahora mismo.
—Será lo mejor,
Maite necesita descansar. —asintió Luis dispuesto a seguir a aquél desconocido
sin más, algo a lo que no tuve más remedio que oponerme.
—No deberíamos
separarnos… —dejé caer como advertencia al resto del grupo.
—No os preocupéis,
aquí no hacemos daño a nadie —intervino inmediatamente Juan Manuel al darse
cuenta de mi suspicacia—. Bastante tenemos ya con los muertos ahí fuera, ¿no es
cierto? Sólo faltaba que nos dedicáramos a fastidiarnos entre nosotros.
—Está bien, yo iré
con ellos —se ofreció Diana—. Supongo que los demás podréis apañároslas por
vuestra cuenta, ¿verdad?
No me quedó otra
que tragarme mis dudas y ver cómo Luis, Maite, Clara y Diana se marchaban
siguiendo a Mateo en dirección al chalet, mientras los demás nos quedábamos
junto a Juan Manuel.
—Veo que tenéis
material de acampada, eso hará que os podáis instalar con facilidad —señaló—.
No es lo más cómodo del mundo, pero el suelo aquí es blando y los muros
protegen del viento. Seguidme, os llevaré con los demás.
—Sois muchos aquí,
¿no? —dijo Eduardo cuando nos metimos entre el gentío, que nos lanzaba miradas
de curiosidad y desconfianza a partes iguales. Paradójicamente, fueron las
segundas las que me inspiraron un poco de confianza, al ser las más naturales
dada la situación.
—Somos veinte en
total, al menos hasta vuestra llegada, lo que nos trastoca un poco los planes…
pero ya hablaremos de eso. —respondió.
Los ocupas del
chalet habían montado sus tiendas formando una amplia calle que desembocaba en
la caravana, y en ese espacio cerrado entre tiendas desarrollaban la mayor
parte de las actividades, como si fueran una comunidad de chabolas. Había ropa
tendida entre ellas, cubos con basura, otros cubos con agua dentro y algunas
sillas que utilizaban para sentarse a la bartola.
Entre la gente
reconocí a Isabel, que hablaba con una mujer de mediana edad delante de la
puerta de una tienda, pero que se quedó mirándonos cuando pasamos junto a
ellas; a Ahsan, el enorme hombre negro, cogido de la mano con una muchacha
blanca, bajita y flacucha a la que le sacaba por lo menos tres cabezas; a
Jaime, el otro vigilante, clavando una cuchara en el contenido de una lata de
conservas; dos niñas de piel tostada, una ya una adolescente y la otra solo una
chiquilla más joven que Clara, jugando con un niño de piel blanca frente a la
caravana, vigilados por una mujer rellenita de etnia gitana con un lazo rojo en
la cabeza que se entretenía cosiendo un jersey de lana y meciéndose con una
silla; un hombre de edad avanzada con una boina, sentado también en una silla y
apoyado en un bastón; dos mujeres cincuentonas colgando ropa de unas cuerdas;
un grupo de tres hombres, uno de ellos gitano, hablando entre sí en corrillo
junto a un cuarto más joven, que no dejaba de mirar de reojo a una chica morena
que se cepillaba el pelo y fingía que no se daba cuenta de que la estaba
mirando.
—Sois un grupo
grande —le dijo Ramón a Juan Manuel—. ¿Cómo os las apañáis con la comida, el
agua y demás?
—Pues mal, para
qué engañaros —confesó él—. Cogemos latas y conservas de las casas cercanas,
pero hay muchos de esos seres muertos vivientes rondando por las calles.
—¿De verdad?
Nosotros no vimos muchos —inquirió Judit muy interesada—. Tal vez el término
sea un poco ambiguo, más teniendo en cuenta que no parecen demasiado preparados
para hacerles frente. ¿A partir de qué cantidad consideraría usted que son
muchos?
Juan Manuel abrió
la boca sin saber qué responder, y casi pidiendo ayuda se volvió hacia
nosotros.
—Es Judit… es una
larga historia. —replicó Ramón quitándole importancia. Pero para mí no la
tenía, porque había dado en el clavo en algo muy importante: salvo quizá Isabel,
y Ahsan por su fuerza bruta, nadie allí parecía estar preparado para hacer
frente a un reanimado, y eso era algo preocupante.
—Ya… bueno… no
sabría decir cuántos son “muchos”, pero los suficientes para que no sea
agradable salir ahí fuera —contestó—. Podéis instalar las tiendas siguiendo la
calle que ya hemos formado, o donde queráis, si preferís la intimidad.
—¿Qué hay de lo
demás? El agua y eso. —insistí una vez más.
—Agua cogemos
sobre todo de la lluvia. Ahora estamos bien surtidos porque ayer llovió y
tenemos muchos recipientes para acumularla —nos explicó—. La higiene y la
limpieza son temas complicados, pero cavamos unas letrinas en el patio trasero
de la casa.
—Nos las
apañaremos. —le aseguró Eduardo.
—¿Y en la casa no
vive nadie? —se interesó Judit—. Sería el lugar más lógico para ocupar antes
que el jardín.
—Hubo problemas
con eso —respondió enrojeciendo notablemente—. Todo el mundo decía tener el
mismo derecho que cualquiera a utilizar las habitaciones de la casa, así que, para
solucionarlo, acordamos que allí se hospedaría quien dirigiera a la comunidad,
y que reservaríamos el resto de camas para las emergencias.
—Vamos, que ahí
duermes tú. —resumió Ramón.
—Pues sí —reconoció
frunciendo el ceño—. Fue lo que se acordó, yo…
Pero no pudo
darnos sus excusas porque en ese momento Isabel se acercó a nosotros.
—¿Se lo has dicho
ya? —le preguntó a Juan Manuel.
—No, estaba
esperando a que se instalaran. —contestó él contrariado por la interrupción.
—¿Decirnos qué? —inquirí
con desconfianza.
—La comida —resumió
ella—. Con vosotros, somos ya veintiocho bocas aquí, y si íbamos mal de comida
antes, imaginaos ahora. Tenéis armas, y no parece que os de miedo estar ahí
fuera, así que a cambio de la hospitalidad recibida os pedimos que salgáis a
por comida.
—Eso no es lo que
habíamos acordado. —repliqué yo.
—Lo sé, y no me
gusta pedirlo, pero es necesario —insistió Isabel sin dejarse avasallar—.
Nuestra situación es más crítica de lo que a Juan Manuel le gusta decir.
—Tal vez por una
buena razón. —murmuró él entre dientes dirigiéndole una mirada de advertencia.
—En cualquier
caso, necesitamos vuestra ayuda. —concluyó ella.
—Tiene sentido,
ahora aquí somos un cuarenta por cierto más de personas que antes —apuntó Judit—.
Las provisiones se gastarán un cuarenta por ciento más rápido también.
—Es algo que
podemos hacer —valoró Eduardo volviéndose hacia los demás—. No creo que esta
gente haya profundizado mucho en las casas. Con una incursión rápida podríamos
solucionar el problema de la comida, que os recuerdo también nos afecta a
nosotros.
—Estoy de acuerdo.
—accedió Ramón sin pensárselo demasiado.
—Yo lo veo justo,
pero con algunos matices —dije yo sin embargo—. No lo toméis como algo
personal, pero la confianza es algo que hay que ganarse, de modo que no vamos a
irnos a por comida dejando a Luis con Maite enferma, la niña y Judit. Si hay
que hacerlo, iremos Ramón y yo, y nos acompañarán dos de los vuestros. Los
demás nos esperarán en la casa a salvo.
Juan Manuel fue a
replicar algo, pero Isabel se le adelantó.
—Me parece bien —consintió—.
Iré yo misma, y me llevaré a Ahsan. Con tres hombres fuertes podremos cargar
mucho. ¿Cuándo queréis salir?
—En media hora,
cuando nos hayamos instalado. —respondí.
—Os esperaremos en
la puerta —convino—. Pues… bienvenidos a esta comunidad.
Tanto ella como
Juan Manuel se marcharon una vez todo acordado, dejándonos por fin solos para
que montáramos las tiendas. No suponía mucha mejora tener que seguir durmiendo
en ellas, pero Maite necesitaba esa cama.
—Debería ir yo con
vosotros. —protestó Eduardo.
—Esto no se trata
de buscar caza en el monte. Es entrar en casas y cargar latas, no son
necesarias tus habilidades de supervivencia, sólo fuerza bruta. —le expliqué.
—Quien debería
venir es Diana —apuntó Ramón—. Dejar a todas las mujeres aquí no me parece
buena idea, son el objetivo más… deseable. Una mujer menos y un maromo más
harían que se lo pensaran dos veces.
—Tienen mujeres
aquí, y niños —objeté yo—. No me parece que los problemas fueran a ir por ahí.
Estarán bien… además, nosotros nos llevamos a una de las suyas.
Con la práctica y
la facilidad con la que podían montarse, las tiendas estuvieron listas en tan
solo unos minutos, durante los cuales ningún otro habitante de aquel chalet se
aproximó para dirigirnos la palabra, reforzando la teoría de Judit y mía de que
no parecían ser gente muy capaz de sacarse las castañas del fuego. Tal vez les
provocáramos miedo, tal vez desconfianza, pero acercarse para por lo menos
saludarnos e intentar averiguar de qué palo íbamos era lo mínimo exigible en
unas personas sensatas.
Con las tiendas
listas, nos dirigimos al interior de la casa para ver cómo les iban las cosas a
Maite y a Luis. El doctor había instalado a ésta en una cama de las
habitaciones del piso superior, que además disponía de una segunda donde
dormiría Clara, quien no iba a separarse de su madre. En ese momento Maite se
encontraba durmiendo, y Luis nos echó rápidamente de allí para que la dejásemos
descansar, que buena falta le hacía.
—Le he dado
ibuprofeno y la fiebre ha comenzado a bajarle —nos informó una vez fuera con
Judit, que se negó a entrar en la habitación—. Tenemos agua de lluvia limpia,
así que no hay problema con que esté hidratada de forma segura. Ya sólo es
cuestión de tiempo y de que no empeore… todavía tendrá toses durante una
temporada, pero se pondrá bien.
—¿Necesitas algo
para ella? Vamos a salir a por provisiones. —le dije, lo que me valió una
mirada de asombro por su parte.
—¿Vais a salir?
¿Ahora? —se extrañó.
—Digamos que nos
lo han impuesto como condición para permanecer aquí —replicó Ramón—. Pero sólo
nos vamos Gonzalo y yo con dos de los suyos, los demás os quedareis aquí… y
cuando digo aquí, es aquí, en la casa.
—¿Sospechas que
puedan querer hacernos algo? —inquirió Diana.
—A mí no me lo
parece, pero prefiero pecar por exceso de precaución. —respondí yo.
—Estoy de acuerdo —asintió
Luis—. Cualquier medicina que encontréis será bien recibida. Por lo que he
visto, esta gente tiene cosas, pero no muchas de las que podrían hacerles falta
si alguien enferma de verdad o es herido.
—Ni se te ocurra
salir a atender a nadie mientras estemos fuera. —le advertí.
—Tranquilo, no soy
estúpido —contestó—. Pero daos prisa en volver, no es bueno separarse.
En eso tenía
razón, y por ese motivo estuvimos Ramón y yo, acompañados por Eduardo, puntuales
frente al muro cuando llegó la hora acordada. Isabel y Ahsan no tardaron en
aparecer también, ella armada con su rifle y él con un cuchillo de cocina.
Ambos iban acompañados, Ahsan por su menuda novia e Isabel por una chica
idéntica a ella, solo que como quince años más joven.
—Ésta es mi hija,
María —la presentó cuando nos alcanzaron—. Tranquilos, no viene con nosotros, sólo
ha querido acompañarme a la puerta para despedirse.
—Hola. —saludó la
chica con timidez. Físicamente era tan parecida a su madre que parecía un clon
suyo.
—Hola —la saludé
yo también—. Tranquila, no estaremos mucho tiempo fuera.
—Bueno, tampoco le
prometas a la niña cosas que no sabes —replicó Ramón—. Una vez que entras en
materia, nunca se sabe lo que se puede tardar.
—¿Vais a venir los
tres? —preguntó Isabel cuando se fijó en Eduardo.
—No, yo sólo he
venido para montar guardia —dijo él señalando su rifle. Aquella era una idea que
se le había ocurrido de improviso, y que me parecía buena. Y como desde la
entrada se podía ver la puerta del chalet, no sólo vigilaría el exterior—. Veo
que no tenéis demasiadas armas, y conviene tener siempre un vigía por si se
aproximan muertos o gente hostil. Si hubiéramos sido un grupo poco amistoso, os
habríamos cogido por sorpresa, y ahora tendríais problemas muy serios.
—Ya… —rezongó ella
frunciendo el ceño—. Bueno, ¿nos vamos?
—Por favor. —repliqué
cediéndole el paso.
Tras las
pertinentes despedidas entre allegados, fue el propio Eduardo quien se encargó
de cerrar a nuestra espalda cuando salimos a la carretera, que continuaba tan
despejada como la encontramos.
—Admito que me
esperaba una emotiva despedida para los héroes que salen a jugarse la vida en
busca de comida —gruñó Ramón disgustado—. O por lo menos unas palabras de
vuestro cabecilla.
—Juan Manuel puede
liderarnos, pero eso no le hace un buen líder —rezongó Isabel—. Las casas más
cercanas ya las hemos vaciado por completo, allí no queda nada. Como dije,
habrá que adentrarse entre los muertos, así que la cosa se pondrá peligrosa
enseguida.
Ramón y yo nos
miramos compartiendo ciertas dudas. Era natural que fueran precavidos con los
muertos vivientes, pero dado el escaso flujo de ellos del que disfrutaban por
allí nos era difícil comprender el miedo que tenían a alejarse un poco del
chalet que ocupaban.
—De todas formas,
mejor que no sepan que apenas nos queda munición. —le recomendé cuando
comenzamos a bajar la calle.
Me decidí a ser yo
quien abriera la marcha, y Ramón se ofreció a cerrarla para cubrir la
retaguardia, algo a lo que ni Isabel ni Ahsan se opusieron al creerse más
seguros en la parte central. El verdadero motivo de aquello era tenerlos
vigilados, por supuesto.
Todo el paisaje
por aquella zona era muy similar. Chalets escondidos tras frondosos árboles y
rodeados de muros, con una carretera amplia y bien cuidada conectándolos todos.
“No hay nada como
tener dinero” me dije con cierta envidia. En otro tiempo me hubiera encantado
vivir en casas como esas.
El primer
reanimado nos lo encontramos junto a un coche rojo abandonado. El muerto tenía
un pie roto, lo que le obligaba a caminar con lentitud y arrastrándolo. Ramón
desenfundó su puñal y se adelantó para encargarse. Dio cuenta de él con suma
facilidad agarrándole del cuello y apuñalándole en un ojo, y cuando cayó inerte
al suelo, limpió la sangre del cuchillo con sus ropas podridas.
La escena, y que
se hubiera cargado al muerto sin apenas inmutarse, pareció impresionar a
nuestros dos acompañantes.
—Joder, cómo
controláis… —exclamó asombrado Ahsan—. Yo no me habría atrevido a acercarme a
él de esa manera.
Me abstuve de
preguntarle por qué había elegido como arma un cuchillo entonces… no sabía si quería
escuchar la respuesta.
—Hasta aquí hemos
llegado —anunció Isabel unas pocas casas más adelante. Un par de coches
cruzados cortaban el paso a la carretera sobre la que caminábamos, motivo por
el que los reanimados no se encontraban en mayor número por allí—. Todos los chalets
hasta esta altura han sido saqueados. Más adelante es terreno inexplorado.
—Bueno, de éste de
aquí no lo sacamos todo —intervino Ahsan señalando un chalet blanco rodeado por
una valla verde que teníamos al lado—. Aún quedaban algunas cosas con las que
no pudimos cargar.
—¿Por qué perder
el tiempo con una casa? —preguntó Ramón oteando el horizonte. Más allá de los
coches aparcados comenzaba el núcleo del pueblo, las casas estaban más juntas y
se veían los primeros comercios… y también mayor concentración de muertos
vivientes— Allí delante estoy viendo una tienda de ultramarinos, al final de la
calle.
—Y yo estoy viendo
como unos doce reanimados entre ella y nosotros —objetó Isabel—. Tal vez
deberíamos centrarnos en los chalets que hay al cruzar la calle, el
supermercado está demasiado lejos.
—¿Es una broma? —replicó
Ramón incrédulo—. Si no lo han saqueado ya, con lo que haya allí podríamos
comer durante semanas.
—¿Y la docena de
resucitados? —le recordó Ahsan, que no las tenía todas consigo—. Cuando
llamemos su atención vendrán todos juntos hacia aquí, puede que incluso vengan
de otras calles… no me gusta esto.
—Apañados estamos…
—dijo el cabo poniendo los ojos en blanco—. ¿Tú que dices? —añadió refiriéndose
a mí.
—Que menos hablar,
que solo sirve para atraer a los muertos, y más ponernos en marcha —exclamé con
decisión—. Para coger peces hay que mojarse el culo. Podéis volver si os dan
miedo unos pocos reanimados, pero cuantos más seamos, más podremos cargar.
Sin añadir una
palabra, me encaminé hacia los coches con la intención de saltarlos y llegar al
otro lado, donde nos esperaban algunos muertos vivientes, pero también la
posibilidad de llenar el estómago por fin. Desde el conejo del día anterior no
probaba bocado, y el cuerpo me pedía algo que poder digerir. Sólo recordaba
haber pasado tanta hambre cuando estaba en la base militar, rodeado de muertos
vivientes y con la amenaza de la comunidad de Santa Mónica sobre mi cabeza. Pero
esos eran tiempos en los que no estaba en mis cabales, y no contaban.
Ramón no dudó un
segundo en seguirme, y si bien los otros titubearon, al final el orgullo fue
mayor que el miedo y vinieron tras nosotros.
Las calles de
Miraflores de la sierra ya eran más parecidas a las de un pueblo normal que las
que acabábamos de dejar atrás. Había muertos vivientes por todas partes, aunque
no en gran número, y por suerte también teníamos coches tras los que escondernos
para no llamar demasiado la atención. Aun así, era imposible no acabar
atrayendo a alguno, de modo que tuvimos que hacer un uso constante de los
cuchillos, y para cuando hubimos recorrido media calle tenía sangre de muerto
hasta los codos, y tanto Isabel como Ahsan parecían a punto de hacérselo
encima.
—Ya falta menos. —les
susurré para intentar animarles.
—¿Y cómo vamos a
hacer esto a la vuelta si vamos cargados de comida? —musitó Isabel de forma
apenas audible.
—Despacito y con
buena letra —le contestó Ramón—. No tenemos ninguna prisa.
Durante el resto
de trayecto no pude sino admirarme de la belleza que desprendía aquel
pueblecito. Sus casas, la mayor parte de ellas unifamiliares, o como mucho de
un par de pisos, se notaba que estaban construidas para gente de dinero, aunque
al tener que adaptarse las calles a la cercanía de la montaña éstas tenían
irregulares altibajos que a veces hacían difícil saber lo que podía haber tras
el siguiente montículo, tema que no debió preocupar a la hora de construirlas,
pero sí cuando los muertos vivientes acechaban. Abundaban los parquecitos, las
cafeterías y los restaurantes, otra potencial fuente de alimentos de cara al
futuro.
—Solo un cruce
más… —murmuré cuando tuvimos la tienda de ultramarinos a tiro de piedra. Por
desgracia, tres muertos rondaban frente a ella, demasiado juntos como para que
uno de ellos no supusiera un peligro mientras Ramón y yo nos hacíamos cargo de
los otros dos. Habría que recurrir a los refuerzos—. Uno de vosotros va a tener
que hacerse cargo del tercer reanimado.
Ambos se miraron
no muy entusiasmados ante semejante perspectiva.
“¡Vamos, coño,
ganaos la comida que os vais a llevar!” pensé con rabia al verlos tan parados,
pero al final Ahsan se animó a dar un paso al frente.
—Como me muerda,
será Blanca la que me mate… —masculló.
—Tú el de la
derecha del todo. —le indiqué. Los tres ya nos habían visto, y sin perder un
instante se lanzaron a por nosotros con sus rostros descompuestos y su ropa
podrida y hecha girones por la exposición a los elementos.
Me tocó hacerme
cargo de una mujer tirando a vieja, que me gruñó con una boca a la que le
faltaba medio labio superior, y de la que me libré clavándole una puñalada
directamente en el cerebro golpeándola por encima de la oreja. Ramón dio cuenta
también con facilidad de su reanimado dejando que él mismo se abalanzara para
morderle, y agarrándole luego la cabeza para apuñalarle en la nuca. Ahsan, sin
embargo, tuvo más problemas. Parecía dispuesto a atacar al muerto, pero cuando
éste se le lanzó encima no debió valorar la increíble fuerza que aquellos seres
tenían pese a su aspecto torpe y desgarbado, y no logró desembarazarse de él.
Viendo que aquello
podía ponerse peligroso, me apresuré a echarle una mano antes de que le
acabaran mordiendo y ocurriera una desgracia… pero entonces la cabeza del
reanimado estalló, y un disparo resonó por todo el pueblo.
El rifle de Isabel
todavía humeaba cuando tanto Ramón como yo la miramos como si se hubiera vuelto
loca. Ahsan estaba a salvo, sin embargo, los cuatro nos acabábamos de meter en
problemas mucho más graves que un reanimado duro de pelar.
—¡Oh, Dios! —exclamó
ella misma al darse cuenta de su error.
—¡Entremos dentro,
rápido! —les indiqué.
—¿Dentro? ¿Estás
loco? —replicó la propia Isabel—. ¡Tenemos que salir corriendo antes de que
todos los muertos del pueblo vengan aquí!
—¡No! Necesitamos
la comida. ¡Vamos! —insistí, y tal vez porque se sentían más seguros siguiendo
mis órdenes, o porque no se habrían atrevido a marcharse solos, ambos me
siguieron, al igual que Ramón.
—¡Nunca se dispara
en ciudad! —les espeté furioso—. ¿Es que no habéis aprendido nada?
—¡Lo siento! —se
disculpó ella dolida—. Yo… vi que estaba a punto de morderle y no pensé…
—Ahora ya da igual
—gruñí después de cargarme la puerta de la tienda de una patada—. ¡Vamos!
Entramos y nos
encerramos, pero sabíamos que nuestro tiempo allí dentro era limitado. Más de
un muerto atraído por el disparo nos había visto entrar, de modo que todos los
que acudieran tendría un objetivo hacia el que dirigirse, y el cierre de la
puerta me lo acababa de cargar.
El interior de la
tienda tenía el aspecto de un pequeño bazar, donde además de comida se vendían
todo tipo de baratijas y artilugios del hogar. Aquello era una suerte porque esos
sitios no se caracterizaban por guardar mucha comida fresca, lo que significaba
que la mayoría de alimentos que encontráramos serían conservas y latas. Además,
al disponer de una segunda salida que daba a una calle adyacente, teníamos una
ruta de escape relativamente segura.
—¡Cargad con lo
que podáis! —les dije señalando unas cestas junto a la entrada—. ¡Usad estas
cestas!
Cogiendo yo mismo
una, me dispuse a llenarla de cualquier producto alimenticio no perecedero que
encontrara allí, y pronto comencé a cargar con toda clase de latas, botes de
cristal e incluso bolsitas herméticas. También agarré un pack de seis botellas
de agua mineral. No había forma de saber cuándo volvería a llover y Maite
necesitaba agua limpia.
—¡Ahí están! —chilló
Isabel cuando alguien comenzó a aporrear la puerta por la que habíamos entrado—.
¡Madre mía! ¡Ahí vienen!
—¡Tranquilidad! —exigió
Ramón, que había pensado lo mismo que yo y cargaba también con botellas de agua—.
¿Tenemos suficiente comida?
—Yo creo que sí. —confirmé.
Nadie había saqueado aquella tienda, de modo que con un mero barrido del brazo
era posible llenar media cesta. La variedad de productos quizá no fuera muy
amplia, pero en cantidad teníamos todo con lo que era posible cargar.
—Entonces nos
vamos —ordenó—. ¡Rapidito y sin miedo!
Pero fue difícil
no sentir miedo cuando la puerta se abrió de par en par y por ella comenzaron a
entrar muertos vivientes. Sin perder un segundo corrimos hasta la otra, que
tuve que abrir con un disparo a la cerradura para ganar tiempo, y salimos fuera
mientras la tienda era invadida por los muertos vivientes… mucho me temía que
no podríamos volver a ella a por más comida en una temporada.
La calle a la que
salimos no estaba infestada, pero algún muerto viviente suelto sí que había. No
obstante, como no teníamos tiempo para hacerles frente, elegimos la siempre
segura opción de correr y correr hasta perderlos de vista.
Sin embargo, no
había forma de perderlos del todo allí. La calle era recta y paralela a la que
habíamos seguido, y cuando llegamos al final de la misma, con los brazos
doloridos de tanto cargar con el peso de las cestas, teníamos tras nosotros una
jauría de por lo menos treinta de aquellos seres.
—¡Son muchos! —exclamó
Ahsan aterrorizado—. ¿Cómo vamos a perderlos?
—Siendo más
rápidos —replicó Ramón—. ¡No os paréis, vamos!
La calle ya no
seguía recto, sino que giraba a la altura del cruce donde se encontraba la
barrera de los coches, llevándonos directamente al camino de vuelta al refugio.
La parte negativa era que también llevaría a los muertos en esa dirección, pero
si no tenían ningún motivo para detenerse, simplemente pasarían de largo y se
perderían en la montaña.
Cuando alcanzamos
el chalet ya casi no sentía la mano con la que cargaba la cesta, y grandes
goterones de sudor me caían por la frente, aunque al menos no resoplaba como
Isabel, que al ser la más pequeña de los cuatro soportaba menos carga y parecía
al borde del colapso.
—Prefiero no
preguntar por qué tantas prisas. —nos dijo Eduardo desde lo alto del muro.
—Como treinta. —le
respondió Ramón dirigiéndose hacia la entrada.
—Eso suena mal —afirmó
el cazador frunciendo el ceño antes de bajar del muro para abrirnos la puerta—.
No tengo munición para encargarme de tantos.
—Ni lo intentes,
el pueblo está demasiado cerca, vendrían más —le disuadí—. ¿Todo bien aquí?
—Perfectamente —contestó—.
Sólo ese memo de la perilla ha entrado a la casa un par de veces, y Diana salió
para llevar a Clara a las letrinas, pero volvieron enseguida. Veo que traéis
mucha comida.
—Toda la que
pudimos. —le confirmé una vez dentro, cuando por fin estuvimos a salvo. Juan
Manuel se apresuró a salir a recibirnos seguido por Matías, y todos los rostros
de la comunidad se volvieron hacia nosotros con una mezcla de curiosidad y
suspicacia.
—¡Vaya! Habéis
traído un montón. —exclamó Juan Manuel asombrado—. Y no habéis tardado casi
nada. ¿Algún chalet con la despensa llena?
—No, un
supermercado. —le expliqué.
—¡Sí, y ahora nos
persiguen como medio centenar de resucitados! —exclamó Isabel al tiempo que su
hija salía de entre el gentío y corría para abrazarla. La pequeña novia de
Ahsan hizo lo mismo con él.
—¡Hala, exagerada!
Como mucho son treinta. —repuso Ramón.
—¡Treinta! —repitió
Juan Manuel con los ojos como platos.
—No pasará nada. Si
no hacemos ruido, jamás descubrirán que estamos aquí. Simplemente pasarán de
largo y se perderán en el monte. —dijo Eduardo tratando de calmar la congoja
que comenzó a invadir toda la comunidad.
—Por el momento,
mejor que tu gente guarde silencio y se mantenga cerca de las tiendas, que
están más lejos de la entrada —le recomendé al cabecilla—. Será mejor que
guardemos la comida antes de que lleguen, habrá que tenerlos vigilados pese a
todo. ¿Dónde la llevamos?
—A la cocina de la
casa —nos indicó Matías inmediatamente—. Con el resto.
—¡Tú ya no vas a
salir más ahí fuera! —le dijo Blanca a Ahsan cuando llegamos a la cocina—.
¡Podría haberte pasado cualquier cosa!
—Lo ha hecho muy
bien —mentí en un intento de congraciarnos con aquella gente al tiempo que
dejaba mi cesta sobre la encimera—. Pero ella tiene razón. Sois muchos aquí,
turnarse es lo más justo.
—No lo niego… y ahora
se acercan más muertos. ¡Brrrr! —se estremeció Ahsan, que una vez libre de la
cesta se marchó con su novia de vuelta a las tiendas, como les habíamos
indicado.
—Yo voy a subir
para ver a los demás y asegurarme de que todo sigue bien. —se excusó Ramón
marchándose también.
—A mí es que lo de
ordenar latas en los armarios no me va. —arguyó María con todo el morro para
escaquearse, dejándome a solas con su madre.
—La mayoría de los
que están ahí acampados no saben hacer la o con un canuto —confesó Isabel comenzando
a guardar latas y frascos en los armarios—. ¡Joder! Hasta mi hija y yo somos
buenas comparadas con ellos, y eso que a María le enseñé a disparar sólo como
afición. Únicamente son gente que salió viva de esto por suerte, o porque
tuvieron ayuda.
—Como la mayoría,
en realidad. —repuse yo.
—Todos han sufrido
mucho —añadió volviendo la vista hacia la ventana—. Ahora no lo parece porque
hay cosas más importantes que pensar en los muertos que se quedan atrás, pero
los primeros días fueron horribles… no quiero ni pensar en ellos.
—Si yo te contara…
—dije sonriendo por no llorar.
—Puedes contarme
un día de estos, si quieres —se ofreció—. Estuviste bastante bien ahí fuera, lo
admito. Seguro que puedo aprender algo de ti… y aquí los días son muy
aburridos.
Hubo algo en su
tono de voz que me dejo sin palabras por un instante. Tal vez mis sentidos
abotargados por el episodio de locura sufrido en la base militar estuvieran un
poco confundidos aún, pero o mucho me equivocaba, o Isabel me estaba tirando
los tejos.
—En realidad es
casi todo gracias al entrenamiento militar —repliqué tratando de parecer
modesto—. Y al grupo, sobre todo al grupo. No quieras saber qué fue lo que
conseguí estando yo solo…
—El grupo es
importante, hay que saber estar bien acompañado —dijo apartándose de la cara un
mechó de pelo de su cabellera castaña, sin dejar de mirarme ni por un segundo—.
¿Llevas esa barba por algo en particular?
—Protege del frío —contesté
inmediatamente—. Pero no, en realidad nunca he llevado barba hasta ahora, ¿por
qué lo preguntas?
—No, nada —dijo
fingiendo indiferencia—. Es que me parece que estarías más guapo sin ella…
bueno, será mejor que vaya fuera a asegurarme de que nadie monte escándalo
mientas los reanimados pasan. Te veo luego, ¿vale?
—Claro. —asentí
quedándome mirándola embobado mientras se marchaba.
Aun cerca ya de
los cuarenta años, seguía siendo una mujer atractiva, qué duda cabía, y pese a
no tener grandes habilidades a la hora de enfrentarse a los muertos, le sobraban
el coraje y la disposición, además de la voluntad de ayudar. Unos rasgos
admirables en los tiempos que corrían.
Se me hacía raro
pensar en mí mismo como alguien en quien una mujer pudiera mostrarse
interesado. Lo de Colmenar Viejo me había afectado tanto que casi me había
olvidado de quién era antes de que el mundo se viniera abajo y, por supuesto,
de lo que era la intimidad con una mujer.
“Tal vez esto sea
una señal para que comience a recordarlo” me dije. Trenes así no pasaban muy a
menudo, ni siquiera con el mundo funcionando como debía, y mucho menos tras el
apocalipsis. “Tal vez sea hora ya de que Gonzalo Medina vuelva al mercado.”
Decidido a hacer
algo al respecto, opté por un gesto que, además de enviar una señal a Isabel,
serviría como catarsis para acabar del todo con los fantasmas del pasado:
afeitarme la barba. De todas formas, habiendo dejado el frío de la montaña
atrás no tenía mucho sentido seguir llevándola.
Encontré en la
casa jabón y una navaja que, si bien no estaba pensada para eso, me serviría
para tal propósito, además de unas tijeras para recortar un poco antes de
afeitar. Con el kit completo en las manos me encaminé a la parte trasera del
chalet, donde al fondo se encontraban las letrinas y pegados a la casa había
plantados varios arbustos.
Comencé el lento
proceso de podado de barba con las tijeras, dejando caer al suelo largos
mechones de pelo negro que ya escondían alguna que otra cana suelta. Me hubiera
gustado tener un espejo para ir viendo mi transformación desde el loco que
acechaba en la base militar de Colmenar Viejo hasta el Gonzalo que siempre fui,
pero no disponía de ninguno.
Tras acabar de
recortar, comencé el afeitado propiamente dicho llenándome la cara de jabón. La
navaja demostró, en efecto, no ser lo más apropiado para aquello, pero cumplió
su parte.
Cuando todavía me
estaba peleando con las patillas, me fijé en que algo se movía entre los
arbustos de detrás de la casa. Intrigado, me agazapé en el suelo para que lo
que fuera aquello no pudiera verme, y entonces descubrí que se trataba de Juan
Manuel, que acompañado de Matías cargaban unas bolsas de plástico en las manos.
“Eso es comida”
caí en la cuenta al ver la forma del contenido de las bolsas. Las habían
llenado de los tarros y latas que acabábamos de traer, y las estaban escondiendo
entre los arbustos.
—¿Pero qué coño…? —murmuré
indignado cuando, tras asegurarse de que estaban bien ocultas, los dos se
marcharon de allí como si nada.
Era lo que me
faltaba por ver. O mucho me equivocaba, o aquellos dos mamarrachos estaban
robándole la comida a su gente… comida que además yo mismo había colaborado en
conseguir. ¿Se podía tener más cara dura?
Sin saber todavía
muy bien qué hacer con esa información, acabé el afeitado y regresé al patio
delantero con la cara más suave que la piel de un bebé, dispuesto por lo menos
a contarles aquel comportamiento por parte de los líderes de la comunidad a mis
compañeros. Pero antes de que pudiera empezar a buscarlos me encontré con
Eduardo, que acompañado por Ramón corría hacia mi encuentro.
—¿Qué ocurre? —les
pregunté preocupado al ver también cierto revuelo entre la gente de las tiendas
de campaña.
—Los muertos, que
no se van —contestó Ramón—. Vaya, te has quitado la barba…
—¿Nos han visto? —les
pregunté alarmado retrasando la explicación sobre la barba para un momento
menos urgente—. ¿Están intentando entrar?
—No, por el
momento no —me tranquilizo el cazador—. Simplemente no se van, se han quedado
en los alrededores de la puerta.
—Es como si
supieran que andamos cerca —apuntó el cabo—. Tal vez nos hayan olido, o a las
letrinas apestosas esas. Cantan a humanidad que da gusto incluso desde aquí.
—En cualquier
caso, esto no va a hacer mucho por nuestra integración entre esta gente. —añadió
Eduardo rascándose la cabeza.
—Esta comunidad
también tiene cosas que callar —repuse yo torciendo el gesto—. Veamos cómo está
la situación ahí fuera…
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