domingo, 10 de mayo de 2015

Crónicas zombi, Orígenes: Capitulo 24, Gonzalo



CAPÍTULO 24: GONZALO


—Es una buena noticia. —afirmó Ramón, empecinado en defender lo indefendible.
—¿Qué te hace pensar que encontrar gente es una buena noticia? —repliqué yo quitándole el seguro al fusil, preparado por si había que intervenir—. Por lo que sabemos, esos del otro lado podrían ser incluso supervivientes de la secta de Santa Mónica.
—En cualquier caso, no deberíamos discutirlo tan cerca de ellos. —apuntó Diana.
Maite tuvo que taparse la boca para contener un ataque de tos. Después de desmayarse el día anterior, y teniendo en cuenta la caminata que nos habíamos pegado, no era de extrañar que no estuviera precisamente mejor de su bronquitis.
—Lo que deberíamos hacer es largarnos de este sitio cuanto antes —insistí—. Esa gente podría ser peligrosa, y nos superan en número por mucho. Además, cualquier reserva de comida que pudiera haber cerca ya la habrán saqueado. Tenemos que volver e intentarlo en otro lugar.
—Ahora no podemos volver —objetó Luis volviendo la vista hacia a Maite—. No va a aguantar otra caminata. Necesita descanso y dejar de pasar frío, o acabará con una pulmonía.
—¡No! —se opuso ella misma—. Gonzalo tiene razón… recuerda esa secta de locos. No podemos fiarnos de nadie.
—Yo estoy con el doctor —insistió Ramón—. ¡Mierda, no pienso volver a ese bosque! Podemos tratar con esa gente, mientras no tengan drones.
—Pues yo creo que deberíamos irnos e intentarlo en otra parte —se me unió también Diana—. Y deberíamos hacerlo antes de que nos vean.
—Creo que eso ya va a ser difícil. —replicó Judit, que miraba hacia la puerta del chalet.
Me volví a tiempo de ver cómo una mujer de unos treinta y muchos años, delgada, con pelo castaño y vestida con un grueso chaleco marrón nos apuntaba con un rifle desde lo alto del muro. Al mismo tiempo, la puerta principal se abrió, y por ella salieron dos individuos armados con barras de metal. Uno de ellos no parecía amenazador en realidad, pero el otro era un hombre negro de casi dos metros de altura y con la complexión de un jugador de rugby que ya lo hacía por los dos.
—¡Quietos o disparo! —amenazó la mujer cuando todas nuestras armas les apuntaron, creando durante un momento una tensa situación de difícil solución—. ¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí?
Nadie contestó, y nadie parecía tener muy claro si debía contestar a aquella mujer, que nos miraba con ojos desconfiados. De producirse un tiroteo, lo habríamos ganado sin ninguna duda, pero probablemente ella fuera capaz de llevarse a alguno de nosotros por delante, y no podíamos permitírnoslo.
—No queremos problemas —me aventuré a decir finalmente—. Veníamos buscando comida y os encontramos por causalidad.
—Parece como si acabarais de llegar del bosque. —observo ella con mucho acierto.
—De allí venimos —le confirmó Eduardo—. Llevamos un mes escondidos, pero el mal tiempo nos ha hecho bajar. ¿Suficientes respuestas?
—Puede… o puede que no —replicó—. Nosotros tampoco queremos problemas, así que, si os vais por donde habéis venido, todo estará bien.
Eso era justo lo que queríamos, de modo que quise apresurarme a aceptar su oferta en nombre de todos, pero por desgracia Luis se me adelantó.
—No podemos irnos —dijo—. Nuestra compañera está enferma, tiene un cuadro de bronquitis que podría agudizarse si seguimos viviendo al raso.
La mujer volvió la vista hacia Maite, y difícilmente pudo no percibir el aspecto de enferma que lucía. Además, también estaba Clara… la gente hostil no viajaba por ahí con niños, y quizá por esa razón acabó teniendo compasión y bajando un poco el arma.
—¿Eres médico? —le preguntó a Luis todavía indecisa mientras los otros dos hombres seguían mirándonos con gesto amenazante.
—Desde hace dieciocho años. —respondió él.
—¡Isa, no! —dijo el mequetrefe de la barra de metal volviéndose alarmado hacia ella.
—Es médico, Jaime. —arguyó la mujer.
—¡Y nosotros demasiadas bocas que alimentar! —replicó él frunciendo el ceño—. Esto no le va a gustar nada a Juanma…
—¿Entonces, hay tiroteo o no? Porque se me cansa el brazo de sostener el fusil. —inquirió Ramón con su habitual delicadeza.
—No —contestó la mujer bajando del todo el rifle—. No nos vendría mal un médico de verdad aquí. Supongo que no le importará echarnos una mano ya que nosotros os la echamos a vosotros, ¿verdad, doctor…?
—Peláez, Luis Peláez Ponce —contestó Luis—. No será un problema intentar ayudaros con lo que sea si nos dais un lugar donde ella pueda descansar hasta recuperarse.
—Entonces tenemos un trato, ya podéis guardar las armas —afirmó bajando de un salto a tierra—. Yo soy Isabel, Isabel Lopera… estos dos son Ahsan y Jaime.
—Ramón, mucho gusto —se presentó también el soldado tras volver a colgarse a la espalda el fusil—. Éstos son Diana y Eduardo. La enferma es Maite, su hija Clara, la chica Judit y el barbudo que os mira con desconfianza Gonzalo.
—Pues encantada —dijo ella con brusquedad—. Pasemos dentro antes de que acuda algún reanimado.
Con su forma de llamar a los muertos vivientes confirmé que no eran gente de la secta. Ellos preferían el término de “condenados”, que sonaba más cristiano. Sin embargo, tampoco debía ser una civil, porque ellos solían preferir el nombre de “resucitados”.
—¿Eras del ejército? —le pregunté cuando abrieron las puertas para flanquearnos el paso.
—Más o menos —respondió—. Era de protección civil… ¿y tú? ¿Lo eras?
—Sí.
—Pues no se puede decir que hicierais un gran trabajo. —afirmó.
—Lo sé. —admití. ¿Qué sentido tenía negarlo?
El patio de aquel chalet era mucho más grande de lo que parecía visto desde fuera. Se notaba que allí vivió alguien con dinero, aunque el paso del tiempo lo había desmejorado mucho… el paso del tiempo y las veintitantas personas que se habían instalado en tiendas de campaña como si aquello fuera una comuna. Había incluso una vieja caravana con el toldo extendido, bajo el cual tres niños de diversas edades jugaban.
—Vaya… cuánta gente. —observó Eduardo sorprendido.
—Sí. —respondió Isabel sin dar muestras de que aquello le pareciera bien o mal.
Un mar de rostros se volvió hacia nosotros nada más aproximarnos un poco a aquella comuna. Eran rostros de gente cansada, sucia, con la ropa desgastada y manchada. y las marcas del hambre y el miedo constantes impregnadas en todo su ser… en resumen, eran gente normal y corriente.
—Ahora verás tú… —murmuró Jaime bajando la vista cuando, de entre ese grupo de gente, se abrió paso un tipo vestido con un jersey de lana, pantalones de pana y que lucía una frondosa perilla castaña en su cara redonda.
El hombre se nos acercó con el ceño fruncido y la mirada puesta en Isabel, aunque de cuando en cuando nos lanzaba alguna desconfiada a nosotros.
—¿Qué se supone que significa esto? —exigió saber plantándose frente a ella.
—Necesitaban ayuda —se justificó—. Una de los suyos está enferma, y pensé…
—Esto no es lo que hablamos, Isa —le interrumpió él—. Te dije que no tenemos comida para nadie más, ¡apenas nos queda para nosotros mismos y…! ¿Por qué los has traído?
—Tienen un médico. —dijo volviéndose hacia Luis.
—Doctor Luis Peláez —volvió a presentarse Luis—. Le juro…
—Juan Manuel Suarez. —replicó el hombre con aspereza y sin mutar su gesto de desagrado.
—Le juro, Juan Manuel, que no queremos ser un incordio. Nuestra compañera necesita calor y reposo para curarse de una neumonía, no serán más que unos días. Y durante ese tiempo puedo atender a quien necesite cuidados médicos de su grupo, por supuesto.
Juan Manuel dudó, y al hacerlo comenzó a rascarse la perilla, como si fuera un tic nervioso.
—Está bien, vale —accedió finalmente—. Pero sólo hasta que se recupere. No podemos permitirnos acoger a más gente aquí.
—Muchas gracias por su hospitalidad. —le agradeció Luis.
—No hay de qué… esperad a que busque un lugar caliente donde podáis dejar a vuestra amiga, ¿vale? ¿Podéis venir conmigo vosotros? —le dijo a su gente antes de volverse y regresar hacia la multitud, seguido de Isabel, Jaime y Ahsan.
—Ha sido fácil. —opinó Diana cuando nos vimos de nuevo solos.
—Demasiado —murmuré yo, que todavía no me fiaba ni un pelo de aquel grupo—. Aquí hay algo que no me gusta.
—No te pongas paranoico otra vez. —bufó Eduardo poniendo los ojos en blanco.
—Y tú no seas tan confiado —le espeté molesto porque utilizara precisamente esos términos, sabiendo como sabía lo duro que fue para mí superar aquella fase—. Te digo que hay algo raro.
—¿No es un poco llamativo que no nos hayan desarmado antes de entrar? —señaló Judit, que llevaba su pistola guardada en una funda en su cintura, aunque yo jamás había visto que la utilizara.
—¡Es verdad! —exclamé cayendo en la cuenta—. Eso es raro.
—Eso es porque no son una amenaza —declaró Ramón muy convencido—. Sólo son unos pardillos que aún no saben lo que se les puede venir encima. ¡Pero si pretendían detenernos con barras de hierro!
—Aun así, mantened los ojos abiertos —les recomendé—. ¿Tú qué opinas, Luis?
—Opino que no tenemos motivos para desconfiar de ellos por el momento —sentenció. —Pero también que, mientras estemos aquí, tendremos que dormir con un ojo abierto.
—¿Y tú? —añadí volviéndome hacia Maite.
—¿Yo? Me parece bien lo que consideréis —respondió antes de doblarse por culpa de otro ataque de tos, aunque entre Clara y Luis consiguieron mantenerla en pie—. ¡Ay! Me duele mucho la cabeza para pensar en estas cosas… de verdad, haced lo que os parezca bien. Me temo que nunca he tenido buen criterio en estos temas.
Me sorprendió darme cuenta precisamente en ese momento de lo que Luis no dejaba de repetir: Maite estaba completamente anulada. No le había querido dar importancia a ello durante nuestra estancia en el bosque porque entendía que tenía que salir del duro trauma de haber perdido a tanta gente, además de que no teníamos opciones de acción claras y que en esos entornos, al no saber desenvolverse tan bien como Eduardo, que era cazador, o los que teníamos formación militar, no participara demasiado en la toma de decisiones… pero aquello era completamente distinto. Allí podía estar tan acertada o equivocada como cualquiera, y conociendo tan bien como yo lo peligrosa que podía llegar a ser la gente, me alarmaba mucho esa actitud tan indiferente.
Juan Manuel volvió un instante más tarde seguido de otro hombre, un tipo flacucho y mal afeitado con unas gafas enormes que tenían un cristal roto.
—Os presento a Mateo. Él es quien me ayuda a mantener el orden por aquí. —le presentó.
—Encantado —dijo él—. Podemos instalar a vuestra amiga en la casa… con su hija, por supuesto. Hay una habitación que reservamos para la enfermería, aunque hasta ahora no habíamos tenido un médico de verdad, solo Rosa conocía algunos remedios caseros útiles.
—Aquí hace falta algo más que remedios caseros, ¿tenéis alguna reserva de medicinas? —inquirió Luis.
—Algunas, sí, pero además de las aspirinas, nadie se ha atrevido a tocar nada —contestó Mateo—. Si venís los tres, puedo enseñároslo ahora mismo.
—Será lo mejor, Maite necesita descansar. —asintió Luis dispuesto a seguir a aquél desconocido sin más, algo a lo que no tuve más remedio que oponerme.
—No deberíamos separarnos… —dejé caer como advertencia al resto del grupo.
—No os preocupéis, aquí no hacemos daño a nadie —intervino inmediatamente Juan Manuel al darse cuenta de mi suspicacia—. Bastante tenemos ya con los muertos ahí fuera, ¿no es cierto? Sólo faltaba que nos dedicáramos a fastidiarnos entre nosotros.
—Está bien, yo iré con ellos —se ofreció Diana—. Supongo que los demás podréis apañároslas por vuestra cuenta, ¿verdad?
No me quedó otra que tragarme mis dudas y ver cómo Luis, Maite, Clara y Diana se marchaban siguiendo a Mateo en dirección al chalet, mientras los demás nos quedábamos junto a Juan Manuel.
—Veo que tenéis material de acampada, eso hará que os podáis instalar con facilidad —señaló—. No es lo más cómodo del mundo, pero el suelo aquí es blando y los muros protegen del viento. Seguidme, os llevaré con los demás.
—Sois muchos aquí, ¿no? —dijo Eduardo cuando nos metimos entre el gentío, que nos lanzaba miradas de curiosidad y desconfianza a partes iguales. Paradójicamente, fueron las segundas las que me inspiraron un poco de confianza, al ser las más naturales dada la situación.
—Somos veinte en total, al menos hasta vuestra llegada, lo que nos trastoca un poco los planes… pero ya hablaremos de eso. —respondió.
Los ocupas del chalet habían montado sus tiendas formando una amplia calle que desembocaba en la caravana, y en ese espacio cerrado entre tiendas desarrollaban la mayor parte de las actividades, como si fueran una comunidad de chabolas. Había ropa tendida entre ellas, cubos con basura, otros cubos con agua dentro y algunas sillas que utilizaban para sentarse a la bartola.
Entre la gente reconocí a Isabel, que hablaba con una mujer de mediana edad delante de la puerta de una tienda, pero que se quedó mirándonos cuando pasamos junto a ellas; a Ahsan, el enorme hombre negro, cogido de la mano con una muchacha blanca, bajita y flacucha a la que le sacaba por lo menos tres cabezas; a Jaime, el otro vigilante, clavando una cuchara en el contenido de una lata de conservas; dos niñas de piel tostada, una ya una adolescente y la otra solo una chiquilla más joven que Clara, jugando con un niño de piel blanca frente a la caravana, vigilados por una mujer rellenita de etnia gitana con un lazo rojo en la cabeza que se entretenía cosiendo un jersey de lana y meciéndose con una silla; un hombre de edad avanzada con una boina, sentado también en una silla y apoyado en un bastón; dos mujeres cincuentonas colgando ropa de unas cuerdas; un grupo de tres hombres, uno de ellos gitano, hablando entre sí en corrillo junto a un cuarto más joven, que no dejaba de mirar de reojo a una chica morena que se cepillaba el pelo y fingía que no se daba cuenta de que la estaba mirando.
—Sois un grupo grande —le dijo Ramón a Juan Manuel—. ¿Cómo os las apañáis con la comida, el agua y demás?
—Pues mal, para qué engañaros —confesó él—. Cogemos latas y conservas de las casas cercanas, pero hay muchos de esos seres muertos vivientes rondando por las calles.
—¿De verdad? Nosotros no vimos muchos —inquirió Judit muy interesada—. Tal vez el término sea un poco ambiguo, más teniendo en cuenta que no parecen demasiado preparados para hacerles frente. ¿A partir de qué cantidad consideraría usted que son muchos?
Juan Manuel abrió la boca sin saber qué responder, y casi pidiendo ayuda se volvió hacia nosotros.
—Es Judit… es una larga historia. —replicó Ramón quitándole importancia. Pero para mí no la tenía, porque había dado en el clavo en algo muy importante: salvo quizá Isabel, y Ahsan por su fuerza bruta, nadie allí parecía estar preparado para hacer frente a un reanimado, y eso era algo preocupante.
—Ya… bueno… no sabría decir cuántos son “muchos”, pero los suficientes para que no sea agradable salir ahí fuera —contestó—. Podéis instalar las tiendas siguiendo la calle que ya hemos formado, o donde queráis, si preferís la intimidad.
—¿Qué hay de lo demás? El agua y eso. —insistí una vez más.
—Agua cogemos sobre todo de la lluvia. Ahora estamos bien surtidos porque ayer llovió y tenemos muchos recipientes para acumularla —nos explicó—. La higiene y la limpieza son temas complicados, pero cavamos unas letrinas en el patio trasero de la casa.
—Nos las apañaremos. —le aseguró Eduardo.
—¿Y en la casa no vive nadie? —se interesó Judit—. Sería el lugar más lógico para ocupar antes que el jardín.
—Hubo problemas con eso —respondió enrojeciendo notablemente—. Todo el mundo decía tener el mismo derecho que cualquiera a utilizar las habitaciones de la casa, así que, para solucionarlo, acordamos que allí se hospedaría quien dirigiera a la comunidad, y que reservaríamos el resto de camas para las emergencias.
—Vamos, que ahí duermes tú. —resumió Ramón.
—Pues sí —reconoció frunciendo el ceño—. Fue lo que se acordó, yo…
Pero no pudo darnos sus excusas porque en ese momento Isabel se acercó a nosotros.
—¿Se lo has dicho ya? —le preguntó a Juan Manuel.
—No, estaba esperando a que se instalaran. —contestó él contrariado por la interrupción.
—¿Decirnos qué? —inquirí con desconfianza.
—La comida —resumió ella—. Con vosotros, somos ya veintiocho bocas aquí, y si íbamos mal de comida antes, imaginaos ahora. Tenéis armas, y no parece que os de miedo estar ahí fuera, así que a cambio de la hospitalidad recibida os pedimos que salgáis a por comida.
—Eso no es lo que habíamos acordado. —repliqué yo.
—Lo sé, y no me gusta pedirlo, pero es necesario —insistió Isabel sin dejarse avasallar—. Nuestra situación es más crítica de lo que a Juan Manuel le gusta decir.
—Tal vez por una buena razón. —murmuró él entre dientes dirigiéndole una mirada de advertencia.
—En cualquier caso, necesitamos vuestra ayuda. —concluyó ella.
—Tiene sentido, ahora aquí somos un cuarenta por cierto más de personas que antes —apuntó Judit—. Las provisiones se gastarán un cuarenta por ciento más rápido también.
—Es algo que podemos hacer —valoró Eduardo volviéndose hacia los demás—. No creo que esta gente haya profundizado mucho en las casas. Con una incursión rápida podríamos solucionar el problema de la comida, que os recuerdo también nos afecta a nosotros.
—Estoy de acuerdo. —accedió Ramón sin pensárselo demasiado.
—Yo lo veo justo, pero con algunos matices —dije yo sin embargo—. No lo toméis como algo personal, pero la confianza es algo que hay que ganarse, de modo que no vamos a irnos a por comida dejando a Luis con Maite enferma, la niña y Judit. Si hay que hacerlo, iremos Ramón y yo, y nos acompañarán dos de los vuestros. Los demás nos esperarán en la casa a salvo.
Juan Manuel fue a replicar algo, pero Isabel se le adelantó.
—Me parece bien —consintió—. Iré yo misma, y me llevaré a Ahsan. Con tres hombres fuertes podremos cargar mucho. ¿Cuándo queréis salir?
—En media hora, cuando nos hayamos instalado. —respondí.
—Os esperaremos en la puerta —convino—. Pues… bienvenidos a esta comunidad.
Tanto ella como Juan Manuel se marcharon una vez todo acordado, dejándonos por fin solos para que montáramos las tiendas. No suponía mucha mejora tener que seguir durmiendo en ellas, pero Maite necesitaba esa cama.
—Debería ir yo con vosotros. —protestó Eduardo.
—Esto no se trata de buscar caza en el monte. Es entrar en casas y cargar latas, no son necesarias tus habilidades de supervivencia, sólo fuerza bruta. —le expliqué.
—Quien debería venir es Diana —apuntó Ramón—. Dejar a todas las mujeres aquí no me parece buena idea, son el objetivo más… deseable. Una mujer menos y un maromo más harían que se lo pensaran dos veces.
—Tienen mujeres aquí, y niños —objeté yo—. No me parece que los problemas fueran a ir por ahí. Estarán bien… además, nosotros nos llevamos a una de las suyas.

Con la práctica y la facilidad con la que podían montarse, las tiendas estuvieron listas en tan solo unos minutos, durante los cuales ningún otro habitante de aquel chalet se aproximó para dirigirnos la palabra, reforzando la teoría de Judit y mía de que no parecían ser gente muy capaz de sacarse las castañas del fuego. Tal vez les provocáramos miedo, tal vez desconfianza, pero acercarse para por lo menos saludarnos e intentar averiguar de qué palo íbamos era lo mínimo exigible en unas personas sensatas.
Con las tiendas listas, nos dirigimos al interior de la casa para ver cómo les iban las cosas a Maite y a Luis. El doctor había instalado a ésta en una cama de las habitaciones del piso superior, que además disponía de una segunda donde dormiría Clara, quien no iba a separarse de su madre. En ese momento Maite se encontraba durmiendo, y Luis nos echó rápidamente de allí para que la dejásemos descansar, que buena falta le hacía.
—Le he dado ibuprofeno y la fiebre ha comenzado a bajarle —nos informó una vez fuera con Judit, que se negó a entrar en la habitación—. Tenemos agua de lluvia limpia, así que no hay problema con que esté hidratada de forma segura. Ya sólo es cuestión de tiempo y de que no empeore… todavía tendrá toses durante una temporada, pero se pondrá bien.
—¿Necesitas algo para ella? Vamos a salir a por provisiones. —le dije, lo que me valió una mirada de asombro por su parte.
—¿Vais a salir? ¿Ahora? —se extrañó.
—Digamos que nos lo han impuesto como condición para permanecer aquí —replicó Ramón—. Pero sólo nos vamos Gonzalo y yo con dos de los suyos, los demás os quedareis aquí… y cuando digo aquí, es aquí, en la casa.
—¿Sospechas que puedan querer hacernos algo? —inquirió Diana.
—A mí no me lo parece, pero prefiero pecar por exceso de precaución. —respondí yo.
—Estoy de acuerdo —asintió Luis—. Cualquier medicina que encontréis será bien recibida. Por lo que he visto, esta gente tiene cosas, pero no muchas de las que podrían hacerles falta si alguien enferma de verdad o es herido.
—Ni se te ocurra salir a atender a nadie mientras estemos fuera. —le advertí.
—Tranquilo, no soy estúpido —contestó—. Pero daos prisa en volver, no es bueno separarse.
En eso tenía razón, y por ese motivo estuvimos Ramón y yo, acompañados por Eduardo, puntuales frente al muro cuando llegó la hora acordada. Isabel y Ahsan no tardaron en aparecer también, ella armada con su rifle y él con un cuchillo de cocina. Ambos iban acompañados, Ahsan por su menuda novia e Isabel por una chica idéntica a ella, solo que como quince años más joven.
—Ésta es mi hija, María —la presentó cuando nos alcanzaron—. Tranquilos, no viene con nosotros, sólo ha querido acompañarme a la puerta para despedirse.
—Hola. —saludó la chica con timidez. Físicamente era tan parecida a su madre que parecía un clon suyo.
—Hola —la saludé yo también—. Tranquila, no estaremos mucho tiempo fuera.
—Bueno, tampoco le prometas a la niña cosas que no sabes —replicó Ramón—. Una vez que entras en materia, nunca se sabe lo que se puede tardar.
—¿Vais a venir los tres? —preguntó Isabel cuando se fijó en Eduardo.
—No, yo sólo he venido para montar guardia —dijo él señalando su rifle. Aquella era una idea que se le había ocurrido de improviso, y que me parecía buena. Y como desde la entrada se podía ver la puerta del chalet, no sólo vigilaría el exterior—. Veo que no tenéis demasiadas armas, y conviene tener siempre un vigía por si se aproximan muertos o gente hostil. Si hubiéramos sido un grupo poco amistoso, os habríamos cogido por sorpresa, y ahora tendríais problemas muy serios.
—Ya… —rezongó ella frunciendo el ceño—. Bueno, ¿nos vamos?
—Por favor. —repliqué cediéndole el paso.
Tras las pertinentes despedidas entre allegados, fue el propio Eduardo quien se encargó de cerrar a nuestra espalda cuando salimos a la carretera, que continuaba tan despejada como la encontramos.
—Admito que me esperaba una emotiva despedida para los héroes que salen a jugarse la vida en busca de comida —gruñó Ramón disgustado—. O por lo menos unas palabras de vuestro cabecilla.
—Juan Manuel puede liderarnos, pero eso no le hace un buen líder —rezongó Isabel—. Las casas más cercanas ya las hemos vaciado por completo, allí no queda nada. Como dije, habrá que adentrarse entre los muertos, así que la cosa se pondrá peligrosa enseguida.
Ramón y yo nos miramos compartiendo ciertas dudas. Era natural que fueran precavidos con los muertos vivientes, pero dado el escaso flujo de ellos del que disfrutaban por allí nos era difícil comprender el miedo que tenían a alejarse un poco del chalet que ocupaban.
—De todas formas, mejor que no sepan que apenas nos queda munición. —le recomendé cuando comenzamos a bajar la calle.
Me decidí a ser yo quien abriera la marcha, y Ramón se ofreció a cerrarla para cubrir la retaguardia, algo a lo que ni Isabel ni Ahsan se opusieron al creerse más seguros en la parte central. El verdadero motivo de aquello era tenerlos vigilados, por supuesto.
Todo el paisaje por aquella zona era muy similar. Chalets escondidos tras frondosos árboles y rodeados de muros, con una carretera amplia y bien cuidada conectándolos todos.
“No hay nada como tener dinero” me dije con cierta envidia. En otro tiempo me hubiera encantado vivir en casas como esas.
El primer reanimado nos lo encontramos junto a un coche rojo abandonado. El muerto tenía un pie roto, lo que le obligaba a caminar con lentitud y arrastrándolo. Ramón desenfundó su puñal y se adelantó para encargarse. Dio cuenta de él con suma facilidad agarrándole del cuello y apuñalándole en un ojo, y cuando cayó inerte al suelo, limpió la sangre del cuchillo con sus ropas podridas.
La escena, y que se hubiera cargado al muerto sin apenas inmutarse, pareció impresionar a nuestros dos acompañantes.
—Joder, cómo controláis… —exclamó asombrado Ahsan—. Yo no me habría atrevido a acercarme a él de esa manera.
Me abstuve de preguntarle por qué había elegido como arma un cuchillo entonces… no sabía si quería escuchar la respuesta.
—Hasta aquí hemos llegado —anunció Isabel unas pocas casas más adelante. Un par de coches cruzados cortaban el paso a la carretera sobre la que caminábamos, motivo por el que los reanimados no se encontraban en mayor número por allí—. Todos los chalets hasta esta altura han sido saqueados. Más adelante es terreno inexplorado.
—Bueno, de éste de aquí no lo sacamos todo —intervino Ahsan señalando un chalet blanco rodeado por una valla verde que teníamos al lado—. Aún quedaban algunas cosas con las que no pudimos cargar.
—¿Por qué perder el tiempo con una casa? —preguntó Ramón oteando el horizonte. Más allá de los coches aparcados comenzaba el núcleo del pueblo, las casas estaban más juntas y se veían los primeros comercios… y también mayor concentración de muertos vivientes— Allí delante estoy viendo una tienda de ultramarinos, al final de la calle.
—Y yo estoy viendo como unos doce reanimados entre ella y nosotros —objetó Isabel—. Tal vez deberíamos centrarnos en los chalets que hay al cruzar la calle, el supermercado está demasiado lejos.
—¿Es una broma? —replicó Ramón incrédulo—. Si no lo han saqueado ya, con lo que haya allí podríamos comer durante semanas.
—¿Y la docena de resucitados? —le recordó Ahsan, que no las tenía todas consigo—. Cuando llamemos su atención vendrán todos juntos hacia aquí, puede que incluso vengan de otras calles… no me gusta esto.
—Apañados estamos… —dijo el cabo poniendo los ojos en blanco—. ¿Tú que dices? —añadió refiriéndose a mí.
—Que menos hablar, que solo sirve para atraer a los muertos, y más ponernos en marcha —exclamé con decisión—. Para coger peces hay que mojarse el culo. Podéis volver si os dan miedo unos pocos reanimados, pero cuantos más seamos, más podremos cargar.
Sin añadir una palabra, me encaminé hacia los coches con la intención de saltarlos y llegar al otro lado, donde nos esperaban algunos muertos vivientes, pero también la posibilidad de llenar el estómago por fin. Desde el conejo del día anterior no probaba bocado, y el cuerpo me pedía algo que poder digerir. Sólo recordaba haber pasado tanta hambre cuando estaba en la base militar, rodeado de muertos vivientes y con la amenaza de la comunidad de Santa Mónica sobre mi cabeza. Pero esos eran tiempos en los que no estaba en mis cabales, y no contaban.
Ramón no dudó un segundo en seguirme, y si bien los otros titubearon, al final el orgullo fue mayor que el miedo y vinieron tras nosotros.
Las calles de Miraflores de la sierra ya eran más parecidas a las de un pueblo normal que las que acabábamos de dejar atrás. Había muertos vivientes por todas partes, aunque no en gran número, y por suerte también teníamos coches tras los que escondernos para no llamar demasiado la atención. Aun así, era imposible no acabar atrayendo a alguno, de modo que tuvimos que hacer un uso constante de los cuchillos, y para cuando hubimos recorrido media calle tenía sangre de muerto hasta los codos, y tanto Isabel como Ahsan parecían a punto de hacérselo encima.
—Ya falta menos. —les susurré para intentar animarles.
—¿Y cómo vamos a hacer esto a la vuelta si vamos cargados de comida? —musitó Isabel de forma apenas audible.
—Despacito y con buena letra —le contestó Ramón—. No tenemos ninguna prisa.
Durante el resto de trayecto no pude sino admirarme de la belleza que desprendía aquel pueblecito. Sus casas, la mayor parte de ellas unifamiliares, o como mucho de un par de pisos, se notaba que estaban construidas para gente de dinero, aunque al tener que adaptarse las calles a la cercanía de la montaña éstas tenían irregulares altibajos que a veces hacían difícil saber lo que podía haber tras el siguiente montículo, tema que no debió preocupar a la hora de construirlas, pero sí cuando los muertos vivientes acechaban. Abundaban los parquecitos, las cafeterías y los restaurantes, otra potencial fuente de alimentos de cara al futuro.
—Solo un cruce más… —murmuré cuando tuvimos la tienda de ultramarinos a tiro de piedra. Por desgracia, tres muertos rondaban frente a ella, demasiado juntos como para que uno de ellos no supusiera un peligro mientras Ramón y yo nos hacíamos cargo de los otros dos. Habría que recurrir a los refuerzos—. Uno de vosotros va a tener que hacerse cargo del tercer reanimado.
Ambos se miraron no muy entusiasmados ante semejante perspectiva.
“¡Vamos, coño, ganaos la comida que os vais a llevar!” pensé con rabia al verlos tan parados, pero al final Ahsan se animó a dar un paso al frente.
—Como me muerda, será Blanca la que me mate… —masculló.
—Tú el de la derecha del todo. —le indiqué. Los tres ya nos habían visto, y sin perder un instante se lanzaron a por nosotros con sus rostros descompuestos y su ropa podrida y hecha girones por la exposición a los elementos.
Me tocó hacerme cargo de una mujer tirando a vieja, que me gruñó con una boca a la que le faltaba medio labio superior, y de la que me libré clavándole una puñalada directamente en el cerebro golpeándola por encima de la oreja. Ramón dio cuenta también con facilidad de su reanimado dejando que él mismo se abalanzara para morderle, y agarrándole luego la cabeza para apuñalarle en la nuca. Ahsan, sin embargo, tuvo más problemas. Parecía dispuesto a atacar al muerto, pero cuando éste se le lanzó encima no debió valorar la increíble fuerza que aquellos seres tenían pese a su aspecto torpe y desgarbado, y no logró desembarazarse de él.
Viendo que aquello podía ponerse peligroso, me apresuré a echarle una mano antes de que le acabaran mordiendo y ocurriera una desgracia… pero entonces la cabeza del reanimado estalló, y un disparo resonó por todo el pueblo.
El rifle de Isabel todavía humeaba cuando tanto Ramón como yo la miramos como si se hubiera vuelto loca. Ahsan estaba a salvo, sin embargo, los cuatro nos acabábamos de meter en problemas mucho más graves que un reanimado duro de pelar.
—¡Oh, Dios! —exclamó ella misma al darse cuenta de su error.
—¡Entremos dentro, rápido! —les indiqué.
—¿Dentro? ¿Estás loco? —replicó la propia Isabel—. ¡Tenemos que salir corriendo antes de que todos los muertos del pueblo vengan aquí!
—¡No! Necesitamos la comida. ¡Vamos! —insistí, y tal vez porque se sentían más seguros siguiendo mis órdenes, o porque no se habrían atrevido a marcharse solos, ambos me siguieron, al igual que Ramón.
—¡Nunca se dispara en ciudad! —les espeté furioso—. ¿Es que no habéis aprendido nada?
—¡Lo siento! —se disculpó ella dolida—. Yo… vi que estaba a punto de morderle y no pensé…
—Ahora ya da igual —gruñí después de cargarme la puerta de la tienda de una patada—. ¡Vamos!
Entramos y nos encerramos, pero sabíamos que nuestro tiempo allí dentro era limitado. Más de un muerto atraído por el disparo nos había visto entrar, de modo que todos los que acudieran tendría un objetivo hacia el que dirigirse, y el cierre de la puerta me lo acababa de cargar.
El interior de la tienda tenía el aspecto de un pequeño bazar, donde además de comida se vendían todo tipo de baratijas y artilugios del hogar. Aquello era una suerte porque esos sitios no se caracterizaban por guardar mucha comida fresca, lo que significaba que la mayoría de alimentos que encontráramos serían conservas y latas. Además, al disponer de una segunda salida que daba a una calle adyacente, teníamos una ruta de escape relativamente segura.
—¡Cargad con lo que podáis! —les dije señalando unas cestas junto a la entrada—. ¡Usad estas cestas!
Cogiendo yo mismo una, me dispuse a llenarla de cualquier producto alimenticio no perecedero que encontrara allí, y pronto comencé a cargar con toda clase de latas, botes de cristal e incluso bolsitas herméticas. También agarré un pack de seis botellas de agua mineral. No había forma de saber cuándo volvería a llover y Maite necesitaba agua limpia.
—¡Ahí están! —chilló Isabel cuando alguien comenzó a aporrear la puerta por la que habíamos entrado—. ¡Madre mía! ¡Ahí vienen!
—¡Tranquilidad! —exigió Ramón, que había pensado lo mismo que yo y cargaba también con botellas de agua—. ¿Tenemos suficiente comida?
—Yo creo que sí. —confirmé. Nadie había saqueado aquella tienda, de modo que con un mero barrido del brazo era posible llenar media cesta. La variedad de productos quizá no fuera muy amplia, pero en cantidad teníamos todo con lo que era posible cargar.
—Entonces nos vamos —ordenó—. ¡Rapidito y sin miedo!
Pero fue difícil no sentir miedo cuando la puerta se abrió de par en par y por ella comenzaron a entrar muertos vivientes. Sin perder un segundo corrimos hasta la otra, que tuve que abrir con un disparo a la cerradura para ganar tiempo, y salimos fuera mientras la tienda era invadida por los muertos vivientes… mucho me temía que no podríamos volver a ella a por más comida en una temporada.
La calle a la que salimos no estaba infestada, pero algún muerto viviente suelto sí que había. No obstante, como no teníamos tiempo para hacerles frente, elegimos la siempre segura opción de correr y correr hasta perderlos de vista.
Sin embargo, no había forma de perderlos del todo allí. La calle era recta y paralela a la que habíamos seguido, y cuando llegamos al final de la misma, con los brazos doloridos de tanto cargar con el peso de las cestas, teníamos tras nosotros una jauría de por lo menos treinta de aquellos seres.
—¡Son muchos! —exclamó Ahsan aterrorizado—. ¿Cómo vamos a perderlos?
—Siendo más rápidos —replicó Ramón—. ¡No os paréis, vamos!
La calle ya no seguía recto, sino que giraba a la altura del cruce donde se encontraba la barrera de los coches, llevándonos directamente al camino de vuelta al refugio. La parte negativa era que también llevaría a los muertos en esa dirección, pero si no tenían ningún motivo para detenerse, simplemente pasarían de largo y se perderían en la montaña.
Cuando alcanzamos el chalet ya casi no sentía la mano con la que cargaba la cesta, y grandes goterones de sudor me caían por la frente, aunque al menos no resoplaba como Isabel, que al ser la más pequeña de los cuatro soportaba menos carga y parecía al borde del colapso.
—Prefiero no preguntar por qué tantas prisas. —nos dijo Eduardo desde lo alto del muro.
—Como treinta. —le respondió Ramón dirigiéndose hacia la entrada.
—Eso suena mal —afirmó el cazador frunciendo el ceño antes de bajar del muro para abrirnos la puerta—. No tengo munición para encargarme de tantos.
—Ni lo intentes, el pueblo está demasiado cerca, vendrían más —le disuadí—. ¿Todo bien aquí?
—Perfectamente —contestó—. Sólo ese memo de la perilla ha entrado a la casa un par de veces, y Diana salió para llevar a Clara a las letrinas, pero volvieron enseguida. Veo que traéis mucha comida.
—Toda la que pudimos. —le confirmé una vez dentro, cuando por fin estuvimos a salvo. Juan Manuel se apresuró a salir a recibirnos seguido por Matías, y todos los rostros de la comunidad se volvieron hacia nosotros con una mezcla de curiosidad y suspicacia.
—¡Vaya! Habéis traído un montón. —exclamó Juan Manuel asombrado—. Y no habéis tardado casi nada. ¿Algún chalet con la despensa llena?
—No, un supermercado. —le expliqué.
—¡Sí, y ahora nos persiguen como medio centenar de resucitados! —exclamó Isabel al tiempo que su hija salía de entre el gentío y corría para abrazarla. La pequeña novia de Ahsan hizo lo mismo con él.
—¡Hala, exagerada! Como mucho son treinta. —repuso Ramón.
—¡Treinta! —repitió Juan Manuel con los ojos como platos.
—No pasará nada. Si no hacemos ruido, jamás descubrirán que estamos aquí. Simplemente pasarán de largo y se perderán en el monte. —dijo Eduardo tratando de calmar la congoja que comenzó a invadir toda la comunidad.
—Por el momento, mejor que tu gente guarde silencio y se mantenga cerca de las tiendas, que están más lejos de la entrada —le recomendé al cabecilla—. Será mejor que guardemos la comida antes de que lleguen, habrá que tenerlos vigilados pese a todo. ¿Dónde la llevamos?
—A la cocina de la casa —nos indicó Matías inmediatamente—. Con el resto.
—¡Tú ya no vas a salir más ahí fuera! —le dijo Blanca a Ahsan cuando llegamos a la cocina—. ¡Podría haberte pasado cualquier cosa!
—Lo ha hecho muy bien —mentí en un intento de congraciarnos con aquella gente al tiempo que dejaba mi cesta sobre la encimera—. Pero ella tiene razón. Sois muchos aquí, turnarse es lo más justo.
—No lo niego… y ahora se acercan más muertos. ¡Brrrr! —se estremeció Ahsan, que una vez libre de la cesta se marchó con su novia de vuelta a las tiendas, como les habíamos indicado.
—Yo voy a subir para ver a los demás y asegurarme de que todo sigue bien. —se excusó Ramón marchándose también.
—A mí es que lo de ordenar latas en los armarios no me va. —arguyó María con todo el morro para escaquearse, dejándome a solas con su madre.
—La mayoría de los que están ahí acampados no saben hacer la o con un canuto —confesó Isabel comenzando a guardar latas y frascos en los armarios—. ¡Joder! Hasta mi hija y yo somos buenas comparadas con ellos, y eso que a María le enseñé a disparar sólo como afición. Únicamente son gente que salió viva de esto por suerte, o porque tuvieron ayuda.
—Como la mayoría, en realidad. —repuse yo.
—Todos han sufrido mucho —añadió volviendo la vista hacia la ventana—. Ahora no lo parece porque hay cosas más importantes que pensar en los muertos que se quedan atrás, pero los primeros días fueron horribles… no quiero ni pensar en ellos.
—Si yo te contara… —dije sonriendo por no llorar.
—Puedes contarme un día de estos, si quieres —se ofreció—. Estuviste bastante bien ahí fuera, lo admito. Seguro que puedo aprender algo de ti… y aquí los días son muy aburridos.
Hubo algo en su tono de voz que me dejo sin palabras por un instante. Tal vez mis sentidos abotargados por el episodio de locura sufrido en la base militar estuvieran un poco confundidos aún, pero o mucho me equivocaba, o Isabel me estaba tirando los tejos.
—En realidad es casi todo gracias al entrenamiento militar —repliqué tratando de parecer modesto—. Y al grupo, sobre todo al grupo. No quieras saber qué fue lo que conseguí estando yo solo…
—El grupo es importante, hay que saber estar bien acompañado —dijo apartándose de la cara un mechó de pelo de su cabellera castaña, sin dejar de mirarme ni por un segundo—. ¿Llevas esa barba por algo en particular?
—Protege del frío —contesté inmediatamente—. Pero no, en realidad nunca he llevado barba hasta ahora, ¿por qué lo preguntas?
—No, nada —dijo fingiendo indiferencia—. Es que me parece que estarías más guapo sin ella… bueno, será mejor que vaya fuera a asegurarme de que nadie monte escándalo mientas los reanimados pasan. Te veo luego, ¿vale?
—Claro. —asentí quedándome mirándola embobado mientras se marchaba.
Aun cerca ya de los cuarenta años, seguía siendo una mujer atractiva, qué duda cabía, y pese a no tener grandes habilidades a la hora de enfrentarse a los muertos, le sobraban el coraje y la disposición, además de la voluntad de ayudar. Unos rasgos admirables en los tiempos que corrían.
Se me hacía raro pensar en mí mismo como alguien en quien una mujer pudiera mostrarse interesado. Lo de Colmenar Viejo me había afectado tanto que casi me había olvidado de quién era antes de que el mundo se viniera abajo y, por supuesto, de lo que era la intimidad con una mujer.
“Tal vez esto sea una señal para que comience a recordarlo” me dije. Trenes así no pasaban muy a menudo, ni siquiera con el mundo funcionando como debía, y mucho menos tras el apocalipsis. “Tal vez sea hora ya de que Gonzalo Medina vuelva al mercado.”
Decidido a hacer algo al respecto, opté por un gesto que, además de enviar una señal a Isabel, serviría como catarsis para acabar del todo con los fantasmas del pasado: afeitarme la barba. De todas formas, habiendo dejado el frío de la montaña atrás no tenía mucho sentido seguir llevándola.
Encontré en la casa jabón y una navaja que, si bien no estaba pensada para eso, me serviría para tal propósito, además de unas tijeras para recortar un poco antes de afeitar. Con el kit completo en las manos me encaminé a la parte trasera del chalet, donde al fondo se encontraban las letrinas y pegados a la casa había plantados varios arbustos.
Comencé el lento proceso de podado de barba con las tijeras, dejando caer al suelo largos mechones de pelo negro que ya escondían alguna que otra cana suelta. Me hubiera gustado tener un espejo para ir viendo mi transformación desde el loco que acechaba en la base militar de Colmenar Viejo hasta el Gonzalo que siempre fui, pero no disponía de ninguno.
Tras acabar de recortar, comencé el afeitado propiamente dicho llenándome la cara de jabón. La navaja demostró, en efecto, no ser lo más apropiado para aquello, pero cumplió su parte.
Cuando todavía me estaba peleando con las patillas, me fijé en que algo se movía entre los arbustos de detrás de la casa. Intrigado, me agazapé en el suelo para que lo que fuera aquello no pudiera verme, y entonces descubrí que se trataba de Juan Manuel, que acompañado de Matías cargaban unas bolsas de plástico en las manos.
“Eso es comida” caí en la cuenta al ver la forma del contenido de las bolsas. Las habían llenado de los tarros y latas que acabábamos de traer, y las estaban escondiendo entre los arbustos.
—¿Pero qué coño…? —murmuré indignado cuando, tras asegurarse de que estaban bien ocultas, los dos se marcharon de allí como si nada.
Era lo que me faltaba por ver. O mucho me equivocaba, o aquellos dos mamarrachos estaban robándole la comida a su gente… comida que además yo mismo había colaborado en conseguir. ¿Se podía tener más cara dura?
Sin saber todavía muy bien qué hacer con esa información, acabé el afeitado y regresé al patio delantero con la cara más suave que la piel de un bebé, dispuesto por lo menos a contarles aquel comportamiento por parte de los líderes de la comunidad a mis compañeros. Pero antes de que pudiera empezar a buscarlos me encontré con Eduardo, que acompañado por Ramón corría hacia mi encuentro.
—¿Qué ocurre? —les pregunté preocupado al ver también cierto revuelo entre la gente de las tiendas de campaña.
—Los muertos, que no se van —contestó Ramón—. Vaya, te has quitado la barba…
—¿Nos han visto? —les pregunté alarmado retrasando la explicación sobre la barba para un momento menos urgente—. ¿Están intentando entrar?
—No, por el momento no —me tranquilizo el cazador—. Simplemente no se van, se han quedado en los alrededores de la puerta.
—Es como si supieran que andamos cerca —apuntó el cabo—. Tal vez nos hayan olido, o a las letrinas apestosas esas. Cantan a humanidad que da gusto incluso desde aquí.
—En cualquier caso, esto no va a hacer mucho por nuestra integración entre esta gente. —añadió Eduardo rascándose la cabeza.
—Esta comunidad también tiene cosas que callar —repuse yo torciendo el gesto—. Veamos cómo está la situación ahí fuera…




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