CAPÍTULO 26: GONZALO
—Tiene mala pinta,
¿verdad? —susurró Eduardo cuando nos asomamos a través de una rendija de la
entrada al chalet para evaluar la horda que teníamos a las puertas.
Sí que la tenía. Por
lo menos treinta muertos vivientes de todos los sexos, edades y tamaños
rondaban por los alrededores del muro, sin dejar de caminar en ningún momento,
pero sin alejarse demasiado tampoco… treinta caras podridas, mutiladas y putrefactas
que gemían por lo bajo y arrastraban los pies, llevándose por delante la gravilla
y el polvo que el tiempo había depositado sobre el asfalto.
Le hice un gesto
para que nos retiráramos. Estar allí mucho rato era una temeridad innecesaria,
y llamar la atención de los reanimados, algo que no nos podíamos permitir. La
puerta del muro era fuerte, pero ya había visto antes a esos seres aglutinarse
contra una entrada y terminar echándola abajo siendo muchos menos.
—No veo
perspectivas favorables —le dije cuando estuvimos lo bastante lejos como para
que hablar no resultara peligroso—. Son demasiados para salir ahí fuera a
matarlos a machetazos, y no tenemos munición para acabar con todos.
—Y aunque la
tuviéramos, podríamos acabar atrayendo más del pueblo —opinó él rascándose la
barbilla con preocupación—. ¿Alguna idea?
—Sí, mantener
controlada a esta gente —sugerí yo—. Ellos también son demasiados, y si llaman la
atención de los muertos, aquí se puede producir una masacre.
—Volvamos entonces
—propuso—. Estos gemidos me están volviendo loco.
Tal y como les
habíamos pedido un par de horas antes, todos los miembros de esa indefensa comunidad
se encontraban en el fondo del patio, junto a la caravana, donde habían metido
a los críos para que no armaran jaleo. El gesto desafiante de Isabel
contrastaba con los rostros de miedo y preocupación que manifestaban los demás,
acobardados ante la situación a la que tenían que hacer frente.
—Bueno, ¿se van, o
no? —inquirió Juan Manuel en un susurro cuando llegamos hasta ellos.
Tuve que
contenerme para no lanzarle una mirada de desprecio. Tras pillarle escondiendo
parte de la comida que tanto nos había costado conseguir en unos arbustos, mi
respeto hacia su persona, que nunca fue muy alto, estaba bajo mínimos.
—No, no tiene
pinta. —confesé, lo que tan sólo consiguió que los rostros preocupados se
volvieran mirándose unos a otros y comenzaran a cuchichear.
—Pero, ¿por qué
no? —quiso saber Mateo, también muy asustado, colocándose bien sus gafas
quebradas—. ¿Acaso nos han oído, o nos han visto?
—No seáis
estúpidos, si nos hubieran visto u oído estarían echando abajo esa puerta —les espetó
Eduardo frunciendo el ceño en un tono quizás más agresivo del necesario… pero
es que, después de que le contara al resto del grupo lo de la comida, tampoco
ellos les habían cogido aprecio precisamente a ese par de ladrones.
—¿Estaban mangando
comida? —se indignó Diana al escuchar la noticia.
—No lo entiendo,
¿para qué? —preguntó Luis.
—Por si se quedan
sin reservas. Cuando llegamos estaban bajo mínimos, y ya han demostrado que no
son demasiado capaces a la hora de encontrarla. —apuntó Ramón.
—O tal vez con la
intención de marcharse por su cuenta. —añadió Judit, a quien la noticia no
había impresionado tanto, pero que siempre opinaba—. Ya hemos visto casos
semejantes.
—¿Lo dices por
Jorge? —replicó Luis dubitativo—. No lo creo, ese hombre estaba asustado, de lo
contrario no se habría marchado él solo nunca. Y no sé por qué, no me imagino a
esos dos fugándose a probar suerte por su cuenta.
De no haber temido
causar un revuelo contraproducente con tantos reanimados ahí fuera, habría
salido a contárselo yo mismo a todo el mundo. Tal vez así reaccionaran y
acabaran eligiendo un líder menos corrupto… total, más incapaz no iba a poder
ser.
—¿Desde cuándo en
este país se elige al líder menos corrupto? —ironizó Eduardo cuando lo sugerí.
—Creo que, por el
momento, es mejor no decir nada sobre ese asunto —opinó Ramón—. Como bien
dices, una polémica así no ayudaría.
Y por ese motivo
estábamos allí, haciendo un paripé necesario para la seguridad de la comunidad,
pero que a ninguno gustaba demasiado. Todos sabíamos que tarde o temprano
tendríamos que abordar el tema, aunque las formas y el momento iban a ser
determinantes, y nadie quería precipitarse y acabar provocando un conflicto que
les descabezara y dejara más indefensos de lo que ya estaban.
—Entonces, ¿por
qué no siguen su camino? —quiso saber Isabel dando un paso adelante frente al
resto de la comunidad, que tan solo aguardaba respuestas.
—No lo sabemos —admitió
Eduardo—. Tal vez presientan que estamos aquí. Por el olor o por un sexto
sentido, no sé.
—¡Entonces estamos
atrapados! —gimió una mujer entre el gentío en un tono más alto del
recomendable.
—¡A ver, por
favor, mantengamos la calma! —les pedí inmediatamente temiendo que pudieran
provocar sin pretenderlo la masacre de la que hablaba el cazador.
—Sugiero que regresemos
todos a nuestros quehaceres mientras intento buscar una solución —exclamó Juan
Manuel imponiéndose a los cuchicheos—. Si no hacemos ruido, no hay ningún
peligro por el momento, ¿de acuerdo? Pero por favor, tened mucho cuidado. No
quiero tener que deciros qué supondría que lograran entrar aquí.
Nadie objetó nada,
ni siquiera Eduardo y yo, que creíamos que era mejor que se dispersaran a que
comenzaran a chillar histéricos ahí fuera.
—¿Por qué no
podemos hablar de ello? —exigió saber Isabel, que se quedó allí plantada cuando
los demás se fueron—. Creo que es un tema bastante serio.
—Porque antes
quiero hablar con su gente —le explicó Juan Manuel refiriéndose a nosotros—. Me
gustaría conocer su opinión al respecto.
—Y a mí —protestó
ella—. ¡Y a todos!
—Ahora no, por
favor… —le pidió antes de volverse hacia nosotros—. ¿Podemos ir entrando?
Eduardo, de mala
gana, se apresuró a seguirle, pero cuando fui a hacerlo yo también, Isabel me
retuvo agarrándome del brazo, tras lo cual se quedó mirándome a la cara con
mucha atención durante un par de segundos.
—¿Ves? Mucho más
guapo sin barba. —dijo antes de soltarme, darse la vuelta y regresar con el
gentío que se dispersaba.
Tuve que luchar
por no sonrojarme mientras apretaba el paso para alcanzar a Juan Manuel y a
Eduardo, que ya se encontraban a medio camino de la casa.
—Es una oferta
interesante, qué duda cabe —decía éste—. Lo hablaré con los demás.
—Es lo único que
os pido. —asintió Juan Manuel, que se desvió hacia la entrada de la cocina
mientras que Eduardo y yo nos dirigimos a la puerta principal.
—¿Qué oferta nos
ha hecho? —le pregunté intrigado.
—Nos deja
quedarnos más tiempo si le solucionamos el problema de los resucitados de
fuera. —resumió él casi divertido por la propuesta.
—¡No sabe nada el
tío! —repiqué yo negando con la cabeza—. Aunque a lo mejor entre Ramón, Diana y
nosotros… treinta no son tantos en realidad.
—¿Y qué? —bufó
Eduardo—. ¿Acaso vamos a quedarnos aquí más tiempo del necesario? En cuanto
Maite esté bien, lo mejor que podemos hacer es marcharnos. Esta gente no es de
ninguna ayuda, muy al contrario. Jugarnos el cuello por salvarles la vida sólo
nos costará el cuello.
—Veremos qué
opinan los demás... —dije cuando entramos en la casa.
Nos dirigimos
directamente a la planta superior, donde se encontraban las habitaciones. En
contra de lo que creía, todo el grupo estaba ya en la de Maite esperando
noticias.
—Pensaba que
estarías durmiendo aún. —afirmó Eduardo cuando entramos dentro. Clara
permanecía sentada junto a su madre en el cabezal de la cama, mientras que Luis
lo hacía a los pies. Diana aguardaba apoyada contra la pared y Ramón vigilaba
el exterior desde la única ventana del dormitorio. Sólo Judit se había quedado
fuera, pero junto al hueco de la puerta para no perderse detalle.
—Estoy bien. —dijo
ella, que pese a todo tenía un aspecto enfermizo bastante patente.
—Le encanta
repetir esa mentira una y otra vez. —resopló Luis.
—Te has cortado la
barba —exclamó al fijarse en mí—. Mejor, así estás más guapo, ¿verdad hija?
Clara me miró y
asintió, aunque con cierta desgana. Ella también parecía necesitar una siesta…
pero había cosas que el grupo tenía que discutir, y por lo visto ya tenía edad
para votar en nombre de su madre, en opinión de algunos.
—La cosa ahí fuera
pinta mal, ¿verdad? —intervino Ramón sin apartarse de la ventana—. No se
distingue muy bien desde aquí, pero se siguen viendo cabezas de reanimados tras
el muro.
—No se van, y no
parece que vayan a irse —asintió Eduardo—. Por un momento creí que esta gente
tendría pensado actuar de alguna manera, pero Juan Manuel ya me ha dejado claro
lo que pretende hace un momento: quiere que nos encarguemos nosotros.
—¿Nosotros? —replicó
Diana incrédula.
—A cambio, dice
que podemos quedarnos el tiempo que queramos con ellos. —añadió el cazador.
—¡Mira qué listo! —gruñó
la soldado—. Claro, para que les sigamos haciendo el trabajo sucio, ¿no? Ellos
son veinte, ¿cómo pretendían solucionar un problema así de no estar nosotros?
—Seguramente
argumentarán que, si no hubiéramos estado, no tendrían este problema. —señaló Luis
con mucho acierto.
—Lo que
técnicamente es cierto. —apuntó Judit.
—Aun así, es una
oferta a considerar —opinó el doctor—. Ésta parece una buena zona en la que
hospedarse, pese a los invitados indeseados que han llegado desde el pueblo. En
general, todos aquí parecen buena gente, sin mala intención.
—Muchas bocas que
alimentar —objetó Ramón—. Y la mayoría de ellas completamente inútiles, ¿no
están pidiendo que matemos nosotros a los reanimados por ellos?
—Y eso de que son
buena gente… os recuerdo tienen un líder que roba la comida de todos —señaló
Diana indignada—. Yo no pienso pelear para sacarle las castañas del fuego a un
ladrón. ¡Es que ni de coña, vamos!
—A mí tampoco me
seduce la idea. —admitió Eduardo.
—Si no vamos a
hacer nada con los muertos vivientes, es posible que el tema de la comida sea
importante —les recordé—. No podremos salir tan libremente a recoger más.
—Ya nos las
apañaremos —resolvió finalmente Ramón—. De momento le diremos a ese memo que
treinta muertos vivientes nos sobrepasan, y que ya se acabarán yendo, lo cual
es hasta posible. No se van a quedar ahí para siempre, ¿no? Nos limitaremos a
montar guardias día y noche para tenerlos vigilados y esperaremos.
Eduardo asintió,
Diana también, Luis suspiró y Judit se revolvió incómoda en el sitio. Tan solo
Maite no mostró sentimiento alguno, excepto indiferencia. Pero es que hasta
Clara parecía haber estado más atenta a la conversación que ella.
—Sea pues… —me uní
yo también. Que pasara lo que tuviera que pasar.
A Juan Manuel no
le gustó nada la respuesta que le dimos, de hecho, entró en un estado de
crispación a raíz de ella del que no fue capaz de salir en los dos días
siguientes, cuando la horda de muertos había aumentado hasta acabar formada por
unos cuarenta y los ánimos entre la gente estaban más al límite que nunca.
Visto con
perspectiva, tal vez dejar a los reanimados a la suya no fuera una buena idea
después de todo. No contamos con que la presencia de tantos sólo atraería a
más, y el peligro de que un ruido les alertara, o que alguno chocara
accidentalmente contra la puerta y los demás lo tomaran como un intento de
entrar, era grande. Pero ya había poco que pudiéramos hacer para remediar ese
fallo.
—A ver, señoras y
señores, por favor, un poco de orden. —exigió Juan Manuel cuando todos acabamos
apelotonados en el comedor del chalet para tomar una determinación con respecto
a aquel problema, que ya se había vuelto del todo insoportable.
Buena parte de la
comunidad había desinstalado sus tiendas y las había colocado en el jardín
trasero, más alejado de la entrada principal, mientras que otros no se cortaron
en meter sacos de dormir directamente dentro de la casa, donde se creían más
seguros. Por supuesto, todo eso no había redundado precisamente en un aumento de
la popularidad del equipo que formaban Juan Manuel y Mateo.
—¡Orden es lo que
hay que poner ahí fuera! —vociferó don Martín, el anciano cascarrabias,
agitando su bastón en el aire.
—Juanma, no
podemos vivir con esos seres ahí permanentemente, hay que hace algo. —añadió de
manera más diplomática Miguel Ángel, un hombre de mediana edad que fue vendedor
de seguros cuando el mundo funcionaba, y que también era el padre de Quique, un
crío de unos ocho años que se pasaba el día jugando con las otras niñas, las
únicas personas de su edad que había.
Si de algo había
servido el encierro era para conocer un poco mejor a la cuadrilla con la que
nos había tocado convivir. Como apuntara Isabel dos días antes, la mayoría de
ellos eran gente que tan sólo habían salido vivos de pura chiripa del fin del
mundo, y que en el fondo estaban más perdidos que un pulpo en un garaje.
Otra cosa positiva
que trajera el paso de los días fue la recuperación de Maite. Aunque todavía algo
débil, tras descansar adecuadamente ese tiempo, y con comida en condiciones, se
encontraba lo bastante bien como para estar presente en aquella reunión.
—Pero, ¿qué vamos
a hacer contra tantos de ellos? —exclamó Jaime, el hombre que salió a
recibirnos cuando llegamos junto con Ahsan, y que en su vida anterior fue
vendedor de aspiradoras.
—¡Nosotros no
tendríamos que hacer nada! —replicó indignada Elvira, conocida por todos por
ser la mujer florero de Carles, otro miembro del grupo que antes fue un
próspero hombre de negocios. Tenían un hijo llamado Francisco Javier, que
estudiaba ingeniería y que no dejaba de mirarles el culo a María y a Sarai, una
tímida chica morena que nunca hablaba mucho—. ¡Ellos son los que han traído
hasta aquí a esos repugnantes seres!
Un coro de voces
airadas se volvió contra nosotros, que nos limitamos a soportarlas sin poner
los ojos en blanco más veces de las necesarias.
—Ya sabía que nos
iba a tocar cargar con la culpa. —rezongó Eduardo exasperado.
—Que conste que lo
advertí. —recordó Luis.
Ramón había
propuesto revelar que, de no ser por el disparo de Isabel, desde el principio ningún
muerto viviente nos habría perseguido, pero yo me opuse alegando que eso sólo
nos llevaría a un rifirrafe sin sentido, y que teniendo en cuenta lo poco de
fiar que eran Juan Manuel y Mateo, minar la confianza del grupo en la otra
única persona con la que se podía contar no era muy buena idea.
En realidad, el
principal motivo por el que no quería que lo hiciera era porque temía que
acabara de cuajo con el tonteo que nos traíamos ambos entre manos.
No había conseguido
muchos avances en ese sentido. No tuvimos demasiadas oportunidades de hablar a
solas en esos días, y el horno tampoco estaba para bollos… pero todavía me
lanzaba miraditas cuando nos cruzábamos, y desde luego estaba dispuesto a dar
el paso en cuanto encontrara una dirección en que darlo que no estuviera llena
de muertos vivientes.
—¿Y qué hay de la
comida? —preguntó Íñigo, el hombre de raza gitana cuya mujer y dos hijas
ocupaban la caravana de fuera. Se definía a sí mismo como un honrado frutero, ¡y
ay de quien lo cuestionara! Si era verdad o no ya era imposible descubrirlo—.
¡Mis hijas pasan hambre! Y eso sí que no, ¿eh? ¡Que mis hijas no tengan una
mísera lata que llevarse al estómago es algo que no consiento porque me cago en
todo!
—Tus hijas pasarán
la misma hambre que todos —le espetó Elvira indignada—. Yo también paso hambre
y no me quejo.
—¿Qué no te
quejas…? —replicó Pilar, un ama de casa cincuentona que enviudó en las primeras
fases de la crisis de los muertos vivientes, y que junto a Maritere, que se
encontraba en una situación parecida, habían hecho del marujeo su forma de vida—.
¡Hay que ser cínica!
—¡Oye, no te
consiento que me faltes al respeto! —exclamó Elvira ofendida, provocando un
rifirrafe que hubo que detener antes de que las voces se alzaran demasiado.
—¡Un poquito de
cuidado, que están los reanimados ahí fuera! —les recordó Isabel imponiendo
orden.
—¡Madre mía, cómo
está el patio! —murmuro Luis negando con la cabeza.
—Estar demasiado
tiempo encerrado genera mucho estrés. —señaló Judit.
—Pues no está la
cosa como para irse el fin de semana a un balneario precisamente. —ironizó
Ramón.
—Sí, pero el caso
es que no hay comida. —insistió Íñigo una vez relajada la tensión. Y por alguna
razón se volvió hacia nosotros, que hacíamos piña en una esquina del comedor.
—¿Por qué nos
miras? —inquirí yo molesto.
—¡Hombre, ya me
dirás! —replicó él como si fuera algo obvio—. Con la puerta llena de muertos,
¿cómo quieres que se salga a buscar comida?
—¡Hay que tener
morro! —exclamé sin poder creer lo que estaba escuchando—. ¡Lo que habéis
estado comiendo estos días es lo que trajimos nosotros!
—Además, si tenéis
quejas reclamadle a él —dijo Eduardo señalando a Juan Manuel—. Él es vuestro cabecilla,
¿no? Nosotros sólo estamos aquí de invitados.
Una veintena de
miradas se volvió hacia Juan Manuel, que amedrentado ante tanta hostilidad
interpuso las palmas de las manos entre él y la multitud.
—A ver, a ver…
cuando fui consciente del problema, yo les ofrecí la posibilidad de formar
parte permanente de nuestra comunidad a cambio de librarlos de los resucitados
de fuera —arguyó—. En ese momento sólo había treinta muertos fuera, pero
rechazaron mi oferta. Dijeron que estaba por encima de sus posibilidades, y
viendo que hasta ahora sólo han conseguido meternos en más líos…
—¡Ah! ¿Nosotros os
metemos en líos? —estallé indignado ante semejante forma de echar balones fuera—.
¡A lo mejor si las hijas de Íñigo pasan hambre es porque tú te dedicas a mangar
comida y esconderla entre los arbustos!
Juro que se me
escapó. No negaré que era algo que estaba deseando soltarle a la cara desde que
lo descubrí, y sobre todo desde que la comida comenzó a escasear y Luis no
consideró adecuado robar la comida robada para nosotros, pero no había
pretendido soltarlo así, delante de todos.
—¿Qué significa
eso de comida escondida en arbustos? —inquirió Isabel volviéndose hacia Juan
Manuel, que intercambió una rápida mirada de urgencia con Mateo.
—A ver, por favor,
esto tiene una explicación… —trató de excusarse.
—¡No me jodas que
nos has estado sisando comida! —rugió Íñigo reflejando la consternación de
todos.
—¡Chiquillo, que
las niñas pasan hambre! —intervino Rosa María, su mujer, dolida—. Un poquito de
corazón…
—Ya la has liado —me
acusó Eduardo en un susurro mientras los demás estaban concentrados en sus
cabecillas—. ¿Para qué dices nada?
—Se me ha escapado
—confesé avergonzado, pero luego me di cuenta de que no tenía ningún sentido
estarlo—. ¿Y qué más da? Encima de que nos quiere echar el marrón encima a
nosotros…
—¡Cuidado! —exclamó
Maite cubriendo a su hija cuando el gentío comenzó a moverse, llevando casi a
rastras tanto a Juan Manuel como a Mateo hacia el patio trasero.
—De esta no sale
vivo. —opinó Luis negando con la cabeza y saliendo detrás de ellos.
Juan Manuel no
tuvo otra que conducir a toda la comunidad hasta los arbustos. Allí, Íñigo,
Isabel y Ahsan comenzaron a hurgar entre las plantas hasta que fue ella quien
alzó en el aire una lata de cocido de garbanzos, sacada de una bolsa manchada
por la tierra que encontró. La consternación ante la confirmación de mi
acusación fue palpable en todos los presentes.
—¡O sea, que era
verdad! —exclamó Íñigo fuera de sí—. ¡No me gustan los tópicos de gitanos, pero
te juro que cojo la navaja y te saco las tripas, ladrón!
El tumulto comenzó
de nuevo, y en esa ocasión tuvimos que intervenir porque estábamos al aire
libre y los muertos podían oírnos. Cuando logramos separarlos a todos, a Mateo
le habían terminado de partir las gafas y Juan Manuel había recibido un
puñetazo en un ojo.
—¡Tiene una
explicación, lo juro! —trató de defenderse éste cubriéndose el ojo herido con
una mano.
—¿Pero cómo va a
tener un explicación, desgraciado? —gruñó Íñigo, que sólo se contuvo y no se le
lanzó de nuevo a por él porque Isabel le tenía agarrado—. ¡Que nos has estado
engañando a todos, hijoputa!
—¡Por eso la
comida se acababa tan rápido! —apuntó Elvira—. Qué poca clase, qué vergüenza…
—Y pensar que hay
gente que se va a un chalet para no tener que aguantar a vecinos… —comentó
Ramón apartando a un lado a base de empujones a los últimos hostiles que todavía
pretendían lanzarse al cuello de su corrupto líder.
—A ver, nada de
montar follón aquí fuera, por favor —suplicó Isabel empujando a Íñigo con el
resto y ayudando a que Juan Manuel y Mateo se levantaran del suelo—. Y a
vosotros dos más os vale tener una buena explicación para esto.
—La hay —le
aseguro Juan Manuel sacudiéndose la tierra de la ropa—. La comida no es para
nosotros.
—¿Cómo que no es
para vosotros? —pregunté yo, que como principal acusador temía más que nadie
haber podido equivocarme—. ¿Entonces para quién?
—Poco después de
que nos instaláramos, apareció por aquí un grupo de seis personas —se explicó—.
Fue por la noche, sólo Mateo y yo las vimos porque estábamos de guardia. Esa
gente… no era buena gente, iban armados y estaban dispuestos a entrar aquí y
quitarnos todo lo que teníamos por las malas.
—Logramos
convencerles de que no lo hicieran —intervino Mateo con manifiesto nerviosismo
producto de los recientes intentos de agresión que había sufrido—. Llegamos a
un trato con ellos. No nos harían nada, pero cada semana les daríamos una parte
de la comida que nosotros encontráramos, so pena de cumplir su amenaza inicial.
—Vamos, que
teníais a un grupo de matones chantajeándoos —resumió Ramón—. Vaya tela…
—Es un trato que
les beneficia —opinó Judit—. Si saquean este sitio, obtienen mucha comida a
corto plazo, pero de esta forma tienen una fuente de sustento constante.
—¡Y así serían
otros los que se jugarían el cuello en encontrar esa comida! —añadió Isabel
enfadada—. ¡Hemos estado buscando provisiones por todas partes para alimentar a
un grupo de matones chantajistas! ¿Por qué no nos dijisteis nada?
—Yo… pensé que
podríais negaros —arguyó Juan Manuel—. No podíamos arriesgarnos a eso porque…
¡solo miradnos! ¿Vale? ¡Ese grupo nos haría picadillo! ¡Somos unos inútiles!
“Eso no lo pueden
discutir” me dije al ver cómo las caras de enfado se volvían en miradas
incómodas entre ellos.
—Será mejor que
volvamos dentro y hablemos las cosas con tranquilidad. —propuso Diana cuando el
silencio calmó un poco los ánimos, y poco a poco todos fueron entrando de nuevo
al chalet, donde los temas que discutir ya comenzaban a ser demasiados.
Maite, que no se
había molestado en salir con el resto, ya se encontraba allí con su hija cuando
volvimos. Ni siquiera nos miró interrogativa, preguntándose qué había podido
pasar fuera para que todos volvieran silenciosos y acongojados.
“Esta mujer está
fatal” me dije preocupado.
—Vamos a ver, sé
que estamos todos decepcionados y también aturdidos por lo que acabamos de
descubrir, pero todavía tenemos un problema que solucionar —dijo Isabel tomando
la palabra—. Sugiero encargarnos de los muertos de la puerta, y ya veremos qué
hacemos luego con el asunto de la comida.
—No veo cuál es el
problema, que se encarguen ellos de los resucitados —propuso Carles
refiriéndose a nosotros—. ¿No los atrajeron con sus disparos?
—¡Eso! Lleváis
viviendo aquí casi tres días —añadió su mujer—. Sois parte de esta comunidad
también, ¿no? Os dejamos quedaros aquí y ocupar una de las habitaciones, nos lo
debéis.
—Pues saltamos el
muro por otro lado y nos metemos en otro chalet, ya ves tú qué problema —contestó
Ramón desafiante—. ¿Nos lo vais a intentar impedir acaso?
—¡A ver, por
favor, un poco de calma! —exigió Isabel—. Todos aquí sabemos de sobra que
juntos somos más fuertes que estando separados, de lo contrario ya nos
habríamos ido cada uno por nuestra cuenta hace tiempo. Así que me gustaría que
encontráramos la forma de colaborar, tanto los veteranos de este lugar como los
recién llegados, a los que es evidente que necesitamos.
—Eso es lo que yo
propuse desde el principio. —intervino Juan Manuel, que había tenido que
sentarse en uno de los sofás del comedor tanto por los golpes recibidos como
para mantener un bajo perfil y evitar más hostilidad hacia él.
—¡Tú mejor estate
calladito, que eres el siguiente asunto a tratar! —le espetó Íñigo.
—Si no es que no
queramos ayudar —dijo Eduardo—. Es que cuarenta muertos son demasiado. Creo que
sería más fácil replegar el campamento y buscar otro chalet. Podemos saltar de
patio en patio…
—¿Y la caravana,
cómo la paso de patio en patio? —protestó Íñigo de nuevo.
—No tendríais que
hacerlo solos —afirmó Isabel—. Si actuáis contra los reanimados, yo podía
ayudaros.
—¡Y yo! —se unió
Ahsan inmediatamente, pese a que su menuda novia tiraba inútilmente de él para
intentar evitarlo.
—¡Y estos dos
también, qué coño! —añadió Íñigo señalando a Juan Manuel y a Mateo—. Ya que nos
han engañado y robado, que se ganen su permanencia aquí demostrando que no
somos tan inútiles como creen.
—Se podría hacer —observó
Ramón volviéndose hacia nosotros mientras los demás instaban a sus antiguos
líderes a ganarse de nuevo su confianza—. Son cuarenta, de acuerdo, pero mañana
podrían ser cincuenta… o podrían ser cuarenta aquí dentro, no sé si me explico.
—Perfectamente —aseveró
Luis—. Todavía deberíamos quedarnos unos cuantos días más aquí, de modo que
colaborar para no tener que seguir en peligro me parece bien, dado el mal
resultado que ha dado no hacer nada.
—No fue nuestra
decisión más acertada. —tuve que admitir, pero antes de poder añadir nada más,
llamó nuestra atención que el debate del resto de la comunidad hubiera derivado
en el asunto del grupo que les chantajeaba por comida.
—Son seis, tienen
pistolas y escopetas —iba contando Juan Manuel presionado por los demás—.
Vienen una vez por semana a por su tributo en forma de comida. Yo… de verdad
que lo lamento, no supe qué otra cosa hacer además de darles lo que pedían.
—Ese es un
problema para mañana —intervine yo—. Lo hemos hablado y estamos dispuestos a
acabar con los muertos vivientes que nos acechan, y por supuesto, aceptamos la
ayuda que nos habéis ofrecido. Lo cierto es que la vamos a necesitar.
Un coro de
murmullos que manifestaban conformidad recorrió toda la sala, pero yo solo pude
fijarme en la sonrisa orgullosa que me dedicó Isabel… al menos hasta que Ramón
me dio una palmada amistosa en el hombro.
—Volvemos a la
batalla, ¿eh sargento? —exclamó en tono jovial—. ¿A que ahora preferirías haber
votado que nos quedáramos en el bosque?
—¡Esto es un
locura! —gimió Mateo cuando pusimos un cuchillo en sus manos—. ¡Una locura os
digo! ¿Pretendéis que mate a uno de esos muertos vivientes con esto?
—En realidad
pretendemos que mates a cinco —replicó Diana observando al trasluz el filo de
su propio machete—. Somos ocho y ellos cuarenta.
—Cuarenta y dos —corrigió
Judit, que junto con Luis, Maite y Clara, que no iban a intervenir, habían
decidido ir a la cocina a desearnos suerte… algo que no hizo nadie más, además
de la hija de Isabel y la novia de Ahsan—. Cada uno tiene que matar a cinco y
cuarto.
—Me pido el
cuarto. —dijo Juan Manuel mirando con aprensión su propio cuchillo.
—Repasemos el plan
para que no haya errores —sugirió Ramón—. Una cagada cuando empiecen a entrar
reanimados y estamos acabados. La idea es la siguiente: por la puerta más
pequeña no pueden entrar más de dos al mismo tiempo, de modo que la abrimos y,
conforme vayan entrando, los vamos matando hasta que se acaben.
—Un plan sencillo,
qué duda cabe. —opinó Isabel tragando saliva.
—¿Alguna duda? —inquirió
Ramón.
Judit levantó la
mano, como si el cabo fuera un profesor que acababa de explicar algo y ella la
alumna que no lo había entendido, y hasta que él no le hizo un gesto para que
hablara se quedó a la expectativa con la mano levantada.
—Mi duda es si no
sería más fácil atacar desde arriba —dijo—. Es decir, hay un muro, ¿no es
cierto? ¿No sería más fácil subirse a él y matarlos sin riesgo desde una
posición más elevada y sin tener que enfrentarse a ellos directamente?
—Es una
posibilidad. —señaló Mateo rápidamente. Lo de no tener que vérselas
directamente con los muertos le había gustado.
—No podemos lanzar
machetazos desde el muro —objetó Diana—. No tenemos ningún arma con alcance.
—¡Qué tontería! —exclamó
Maite—. Esto es una cocina, ¿no? Habrá escobas y fregonas con magos a los que
se puede atar un cuchillo y usarlo como una lanza. Además hay un jardín, de
modo que los dueños de la casa guardarían rastrillos y demás.
—No es mala idea —admitió
Eduardo—. Mucho menos peligroso, desde luego.
—A mí me gusta. —dijo
Isabel.
—Además, si os
colocáis a lo largo del muro, los muertos cargarán contra el duro ladrillo, no
contra las puertas. —añadió Maite.
—Vale, cambio de
planes —exclamó Ramón también conforme con las nuevas ideas—. Todos a conseguir
palos y algo para atar los cuchillos, venga.
—Esa idea se nos
tendría que haber ocurrido mucho antes. —opinó Isabel cuando, por casualidad,
nos quedamos los dos solos en la cocina intentando armar unos arpones con palos
de escoba.
—A veces los
árboles no te dejan ver el bosque —afirmé amarrando un cuchillo con cinta
aislante. El resultado me convenció—. No está mal…
—No sé qué vamos a
hacer ahora —suspiró ella—. Lo de Juan Manuel ha sido un palo muy gordo. Nunca
fue un gran líder, lo admito, pero al menos le creíamos honrado. Ahora no sé
cómo vamos a poner orden aquí. Y encima nos enteramos de que hay un grupo que
nos extorsiona por comida…
—Ya nos ocuparemos
de eso —le prometí, aunque en realidad no tenía ni idea de lo que pensaba hacer
el grupo al respecto, si es que pensaba hacer algo. Ninguno parecía haberle
cogido especial cariño a la comunidad como para querer jugársela hasta ese
punto—. Ahora los reanimados.
—Sí, es verdad —asintió
con su lanza ya terminada. Con la misma cinta aislante había enganchado otro
cuchillo al recogedor—. Se les puede provocar dándoles golpes con un lado y
luego matarlos con el otro.
Sonreí, y ella
también lo hizo, pero antes de que ninguno pudiera pronunciar palabra, los
demás volvieron cargando sus nuevas armas.
—¿Listos? —preguntó
Ramón con un rastrillo acabado en cuatro puntas en las manos.
Juan Manuel
cargaba con una pesada pala, Eduardo con una azada que disponía de un extremo
puntiagudo que se podía clavar bien en una cabeza, y Mateo una desbrozadora que
prometía convertir aquello en un espectáculo todavía más desagradable y
sanguinolento de lo que ya iba a ser de por sí. Los demás improvisaron armas
como la de Isabel y mía atando con cuerdas a otras herramientas de jardinería
menos útiles sus propios cuchillos. Luis, Blanca y Maite, como no iban a
participar, no llevaban nada, por supuesto.
—Listos. —dije
mostrando mi propia lanza.
—Un momento, ¿qué
hay de los demás? —preguntó Maite.
—¿Qué pasa con los
demás? —inquirió Ramón volviéndose hacia ella.
—Clara, Judit y yo
vamos a meternos en una habitación del piso superior hasta que esto acabe. Los
demás deberían entrar a la casa también, por si la cosa se pone mal ahí fuera. —se
explicó.
—Sí, tienes razón —le
concedí cayendo en la cuenta de aquello—. Isabel, ¿te puedes encargar?
—Claro, no hay
problema… pero no vayáis a empezar sin mí. —dijo antes de dirigirse a la puerta
de la cocina que daba al patio.
—Llegó la hora de
la verdad —anunció Ramón enarbolando su arma—. Si creéis en Dios, es hora de
que comencéis a rezarle.
—Cómo le gusta
dramatizar… —murmuró Diana.
Cinco minutos más
tarde, Isabel, Juan Manuel, Mateo, Ramón, Eduardo, Ahsan, Diana y yo nos
encontrábamos frente al muro, escuchando los gemidos de los muertos vivientes
al otro lado y procurando no hacer ningún ruido que nos delatara demasiado
pronto… algo difícil de conseguir cuando a Mateo le temblaban las manos y hacía
tintinear el mecanismo de la desbrozadora.
—Repartámonos para
que no se acerquen a las puertas —nos indicó Ramón, orden que todos seguimos—.
Y ahora, arriba.
La reacción de los
muertos no se hizo esperar cuando alcanzamos la parte superior del muro. La
última vez que fueron contados resultaron ser cuarenta y dos, pero así
amontonados parecían el doble, y cuando abrieron sus fauces, alzaron sus manos
y se abalanzaron contra el muro tratando de agarrarnos aquello se volvió
terrorífico de verdad.
No era mi primer
enfrentamiento contra una multitud de reanimados. Había matado a muchos cuando
colaboraba con el ejército en las evacuaciones, y los había tenido muy cerca
mientras me escondía en la base militar, pero aquello era distinto. No tenía
armas de fuego para eliminarlos en gran número, ni tampoco una capa impregnada
de porquería para que me ignoraran.
Vi varias caras
asomadas desde las ventanas del chalet, contemplando expectantes la carnicería
que estaba a punto de ocurrir. No pude evitar pensar en las matanzas de atunes
rojos de Cerdeña… aunque los atunes eran más inofensivos.
—¡Vamos allá! —exclamó
Ramón cuando todos estuvimos listos, o todo lo listos que podíamos estar. Él
mismo fue el primero en lanzar una estocada contra una muerta viviente de las
que arrastraba sus manos por el muro tratando de alcanzarle. Hundió el cuchillo
en su boca y el propio peso muerto al caer lo desenganchó, dejándole listo para
la siguiente muerte.
Los demás no
pudimos sino imitarle, y comenzamos a pinchar a diestro y siniestro a cualquier
reanimado que tuviéramos a mano. Las estúpidas criaturas no hacían ademán
siquiera de ir a defenderse, algo que facilitaba mucho las cosas.
Un rugido repentino
nos indicó que Mateo había arrancado la desbrozadora.
—¡Agh! ¡Joder! —gimió
Isabel cuando la sangre de la primera víctima de aquel artilugio salpicó por
todas partes—. ¡Apaga eso, Mateo!
—¡No, que funciona
muy bien! —exclamó Eduardo ensartando la cabeza de un orondo muerto viviente
descamisado en su azada—. Si lo sé, la cojo yo.
Éramos muchos, y
desde la seguridad del muro no había ningún peligro, los reanimados caían uno a
uno sin suponer ninguna amenaza, y comencé a pensar que había sido una tontería
estar dos días escondidos y preocupados por el ruido cuando la solución era tan
sencilla. Definitivamente no actuar había sido una decisión pésima.
—Esto marcha… —jaleó
Juan Manuel animado por el resultado del plan después de que su pala se clavara
en el cráneo de uno de los muertos—. Es más fácil de lo que pensa… ¡Ah!
Un reanimado, en
un golpe de fortuita mala suerte, se enganchó en su pala, y al moverse dio un
tirón que le desequilibró.
—¡Cuidado! —chilló
Isabel.
—¡Tira la pala! —le
advirtió Ahsan, que estaba a su lado.
Juan Manuel
obedeció y soltó la pala, no obstante, ni con esas fue incapaz de recuperar el
equilibro. Ahsan soltó también su arma y se lanzó para intentar agarrarle, pero
no lo consiguió… al final, el pobre hombre se acabó precipitando sobre los
reanimados, que no dudaron en lanzarse sobre él como bestias rabiosas.
—¡Juanma! —gimió
Isabel.
—¡Socorro! —suplicó
él viéndose rodeado de muertos, lanzando manotazos a diestro y siniestro para tratar
de quitárselos de encima.
—¡Joder! —exclamé tras
descargar una estocada que acabó con otro reanimado. Estaba demasiado lejos
para poder actuar directamente.
—¡Aguanta! —aulló
Mateo dirigiendo la desbrozadora contra los reanimados que acosaban a su amigo.
La sangre negruzca y densa de esos seres salpicó por todas partes, pero ni aun
así logró apartarlos de su presa.
Al final, uno de
los muertos consiguió morder a Juan Manuel, que gritó de dolor e intentó
cubrirse de los demás ataques con las manos, aunque tan sólo consiguió llevarse
más mordiscos.
Aquel hombre
estaba ya acabado.
—¡No! —sollozó
Isabel desesperada volviendo la vista hacia nosotros—. ¡Haced algo!
No había nada que
hacer, todos lo sabíamos. En el mejor de los casos habría que amputarle ambos
brazos antes de que la infección se extendiese, y ni eso fue una posibilidad
cuando ya en el suelo algunos muertos comenzaron a lanzar dentelladas contra su
tórax.
Pese a todo, y movido
por un estúpido impulso, posiblemente surgido de mi experiencia moviéndome entre
reanimados cuando aún tenía la capa, que me cegó del peligro que corría, me
lancé yo también a tierra dispuesto a socorrerle, para consternación de mis
compañeros.
No quedaban ya
tantos muertos como para aquello fuera un suicidio directo, pero tras ensartar
a un par de ellos y verme rodeado por tres más, de no ser porque Ramón y Diana
bajaron también hasta la carretera para ayudarme quizá no lo habría contado.
Juan Manuel
pataleaba bajo los mordiscos de cuatro reanimados, mientras que Isabel
sollozaba, Mateo intentaba ayudarle con la desbrozadora y Ahsan, horrorizado,
contemplaba la escena desde lo alto. Con Isabel y Eduardo cubriéndonos en el
muro, a los tres nos fue fácil dar cuenta de los restantes, y unos instantes
más tarde, cubiertos de sangre y restos de muerto viviente, liberamos al pobre
hombre de sus sanguinarios ataques.
En realidad no
quedaba mucho que salvar. Juan Manuel se había convertido en un cuerpo mutilado
y desgarrado por furiosas dentelladas que agonizaba desangrándose en el suelo y
retorciéndose de dolor.
—¡Dios santo! —sollozó
Isabel al contemplar lo que quedaba de él cuando pudo bajar con los demás.
—¡Hay que
ayudarle! —imploró Mateo agachándose a su lado—. ¡Hay que llevarle con el
doctor!
—Hijo, solo hay
una cosa que podamos hacer con él ahora. —sentenció Eduardo.
—¿Cómo? —exclamó
Ahsan sin comprender.
—Tiene razón, esto
no tiene arreglo. —opinó Diana.
—Es mejor que no
sufra. —asintió Ramón agachándose también junto a él con el puñal en la mano.
Juan Manuel intento alzar una mano a la que le faltaban tres dedos pidiendo
ayuda al tiempo que el cabo colocaba la cuchilla en su nuca. Cuando la clavó,
el brazo cayó inerte al suelo, y todos guardamos silencio durante unos segundos
en señal de respeto.
Ramón se incorporó
y limpió la sangre del cuchillo en las ropas de otro muerto al tiempo que
Isabel se secaba las lágrimas con la manga de la camisa, pero Mateo se quedó
allí, contemplando entristecido el cadáver de su amigo.
—Deberíamos volver
detrás del muro —propuso Diana echando un vistazo a su alrededor—. Ya
limpiaremos de cuerpos esto más tarde.
—Venga Mateo,
vamos dentro —le dijo Isabel, todavía afectada, tirando de él para que se
pusiera en pie—. Tenemos que encontrar una sábana o algo con la que cubrirle.
Ahsan fue con
ellos, dejándonos a los demás solos por un segundo fuera.
—Esto no tendría
que haber acabado así, joder, el plan era cojonudo —lamentó Ramón—. ¿Cómo ha
podido caerse desde ahí arriba?
—Un desafortunado
tirón —respondí yo—. Ahora ya no hay nada que hacer, me temo.
—Al menos esto
está despejado, podemos volver a salir —trató de mostrarse optimista Eduardo—.
Y nos va a hacer falta, sólo nos queda la comida de los arbustos y algunas
migajas.
—No sé si tengo
cuerpo pasa volver a la tienda —rezongué—. Ni para limpiar cadáveres… volvamos
con los demás, van a tener que elegir un nuevo líder.
—Esa mujer,
Isabel, parece bastante capaz y razonable. —opinó Diana cuando ya nos
dirigíamos de vuelta hacia el chalet. Precisamente la susodicha, acompañada por
Ahsan, salía en ese momento de la casa con una sábana en las manos para hacerse
cargo del cuerpo de Juan Manuel. Tras ellos emergió también el resto de la
comunidad, con Maite, que llevaba a Clara de la mano, Luis y Judit a la cabeza.
—Lo vimos desde
las ventanas —dijo el doctor después de que llegáramos hasta ellos—. No hay
nada que hacer, supongo.
—No. —confirmó
Ramón.
—Fue un
desgraciado accidente —añadió Diana—. Uno de los reanimados se enganchó en la pala,
tiró de él, perdió el equilibrio y… bueno…
—Vaya, lo siento
mucho —dijo Maite sintiéndose culpable—. De saber cómo iba a acabar, no os
habría propuesto lo de las lanzas.
—No quiero ni
imaginar lo que habría pasado de haber seguido con el plan original —repliqué
yo, que no quería que se sintiera mal la primera vez que se decidía a aportar
algo desde hacía tanto tiempo—. Podría haber sido mucho peor.
—Eso seguro —asintió
Eduardo—. Creo que voy a ver si puedo limpiarme todo este pringue. Ojalá se
pusiera a llover ahora, qué bien nos vendría una ducha.
—Y tanto. —rezongó
Diana.
—Yo voy fuera a
ayudarles con el cuerpo —les comuniqué—. Sólo faltaba que apareciera algún
reanimado más mientras están ahí sin protección.
Dejando a mis
compañeros el marrón de dar explicaciones concretas al resto de la comunidad sobre
la pérdida de quien les dirigía, volví con Isabel y Ahsan, que ya habían
enrollado el cadáver de Juan Manuel en una sábana que no tardó en mancharse de
sangre y comenzaban a cargarlo.
—Trae, deja que os
ayude. —me ofrecí para transportarlo con Ahsan.
—Gracias —dijo
Isabel, que todavía tenía los ojos llorosos—. ¿Sabes? Esto es aún peor de lo
que temía.
—¿En qué sentido? —inquirí.
—Juan Manuel fue
el único que se ofreció para ser el responsable de que todo aquí funcionara. No
era una tarea que alguien quisiera hacer, o que estuviera preparado para llevar
a cabo, ya has visto cómo son la mayoría —se explicó—. Lo de la comida, como ya
te dije antes, pensaba que iba a hacernos daño, pero esto… no sé cómo vamos a
salir adelante.
—Podrías
proponerte tú —le sugerí—. Yo creo que tienes lo que hay que tener.
—No, no lo tengo —objetó,
sin embargo, ella—. Tal vez sepa pegar cuatro gritos, pero el liderazgo es más
que eso… es hacerte respetar, es tomar decisiones difíciles, tratar que los
demás las comprendan y cargar con sus consecuencias. Juanma tomó una decisión
difícil que no gustó, y lo ha pagado muy caro cuando quizá hemos sido
completamente injustos con él y era la decisión adecuada.
Por un instante me
pareció estar escuchando los pensamientos que debían bullir también en el
cerebro de Maite desde que los sectarios de Colmenar Viejo masacraron a la mayor
parte de su grupo. Yo fui testigo de cómo la cuestionaron cuando les recomendó
no fiarse de esa gente, también de cómo se jugó la vida buscándome para tener
un testigo de lo que decía… y sólo le sirvió para que intentaran matarla y que casi
toda su gente fuera vilmente asesinada.
Teniendo eso en
cuenta, no era de extrañar que estuviera bloqueada. Yo sabía muy bien lo que era
colapsarse cuando los acontecimientos te superan, y lo difícil que resultaba
salir de ese agujero.
Cuando nos fuimos
acercando al chalet con el cadáver a cuestas me fijé en ella, que se encontraba
frente a la puerta agachada en el suelo colocándole bien el abrigo a su hija.
No pude evitar sentir un ramalazo de compasión… le debía muchísimo. Maite me
había ayudado a salir de la base militar, lo que fue vital para mi
recuperación.
Deseé saber cómo
poder ayudarla, pero a mí me habían entrenado para matar, no para hacer de
psicólogo, y el tema me superaba por mucho.
—¿En qué piensas? —me
preguntó Isabel al verme abstraído.
—En nada —repliqué al
instante volviendo la vista al frente—. Sólo en lo difíciles que se vuelven a
veces las cosas.
Veo que nadie comenta esto. Supongo que se debe a que todos lo hemos leido comprandolo nada mas salio, jaja.
ResponderEliminarLa verdad es que el grupo de origenes no me decia mucho hasta este libro, ahora estoy deseando ver lo que pasa cuando se junte con los otros, y he redescubierto origenes 1 y 2, que cuentan una historia mas interesante de lo que parecia.
Desde luego Alejandro no deja nada al azar.
Completamente de acuerdo, excelentes libros! Los he disfrutado mucho aunque he tenido que comprarlos en digital xq aqui en Mexico no los he encontrado. Gracias nuevamente Alejandro, no dejes de publicar estos capitulos
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