domingo, 24 de mayo de 2015

Crónicas zombi, Orígenes: Capitulo 27, Irene



CAPÍTULO 27: IRENE


Quería levantarme, pero algo me lo impedía, una presión en el pecho imposible de vencer me mantenía anclada a un vórtice de confusión, donde voces distorsionadas y figuras confusas que se movían a mi alrededor invadían mis sentidos. Traté de revolverme, de luchar por liberarme de aquella prisión de la mente e incorporarme, de alguna forma sabía que haciéndolo todo volvería a la normalidad, pero me veía incapaz. Las voces se mezclaban y confundían en mi cabeza, y sólo cuando por fin pude abrir la boca para gritar el mundo comenzó a recuperar el sentido.
—Tranquila. —me dijo una apaciguadora voz masculina mientras luchaba por superar la sensación de estar dando vueltas de campana.
Una voz masculina no era una buena señal en el mundo que los muertos vivientes habían dejado a su paso, así que tranquilizarme no me tranquilizó mucho, y menos cuando descubrí que la presión en el pecho que sentía se debía a la mano de aquél hombre, que trataba de retenerme contra donde fuera que me tenía tumbada.
Cuando pude abrir los ojos por fin, me encontré cara a cara con un hombre de cabello negro y rizado, ojos marrones y una perilla más o menos arreglada que me miraba desde arriba con cierta intranquilidad. Me encontraba en un dormitorio, sobre una cama bastante blanda y cubierta hasta el cuello por al menos dos mantas.
—¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? —le pregunté tratando de levantarme, pero que el hombre mantuviera una mano sobre mí para retenerme casi ni fue necesario, porque sólo de intentarlo sentí unos dolores por todo el cuerpo que me obligaron a volver a tumbarme.
—Tranquila —repitió él con preocupación—. ¿No recuerdas nada? Has estado muy enferma, la cabeza se te iba y creía que no ibas a conseguirlo. Me llamo Héctor, mi hermano y yo te recogimos cuando te desmayaste en la carretera, ¿no te acuerdas?
Tuve que detenerme por un instante a pensar en ello para recordar qué había pasado exactamente. Había dos siluetas sobre la calzada, siluetas que confundí con fantasmas del pasado que venían a acosarme, como habían estado haciendo antes. Todo lo que había ocurrido en la sierra era como un mal sueño, uno de esos que en las películas despiertan al que lo sufre gritando y envuelto en sudor, pero un sueño muy real, uno que no podría olvidar jamás.
Me palpé el cuerpo por debajo de las mantas. Llevaba puesto un vestido, o más probablemente un camisón, y una venda me rodeaba la herida del muslo, pero también llevaba las bragas puestas, así que no era probable que ese tipo llamado Héctor se hubiera aprovechado de mí… más bien al contrario, probablemente me hubiera salvado la vida. En el estado en que me encontraba cuando me desmayé no habría sobrevivido mucho más tiempo.
Negué con la cabeza para responder a su pregunta. Pese a las molestias de la convalecencia y el malestar general, me sentía bien. Una cama y unas mantas eran algo por lo que habría matado cuando me encontraba perdida en la sierra, y creía que podría permanecer años tumbada allí, disfrutando de la comodidad de tales lujos.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —quise saber.
—¿Desde que te encontramos? Una semana, tal vez ocho días… cuesta llevar la cuenta, si te digo la verdad —respondió con amabilidad—. No ha sido tu mejor semana, y la herida que tenías en la pierna podría haberte matado de permanecer más tiempo sin atención médica, ¿con qué te la hiciste?
—Es una larga historia —contesté con desgana echando un vistazo a lo que me rodeaba. Tal y como había pensado en un primer momento, era un dormitorio, y no estaba nada mal, aunque había algunos detalles llamativos, como el cartel pegado a la puerta principal con las normas antiincendios, o el mini bar bajo el televisor—. ¿Estoy en un hotel?
—En un parador —me explicó—. Muy bonito, al pie de la montaña. Nos refugiamos aquí porque quedaba apartado de todas partes y esos resucitados ni se acercan. ¿De verdad que no te acuerdas?
—No, lo siento —dije negando con la cabeza—. Perdona, no sé si te he dicho cómo me llamo.
—Irene —contestó él mostrándome una sonrisa comprensiva—. Logré sacártelo el segundo día. Creo que delirabas por la fiebre, así que igual por eso no te acuerdas.
—¿Qué más dije mientras deliraba? —inquirí preocupada. Había tanta mierda en mi pasado reciente que tal vez hubiera dicho de más en un estado tan alterado. No quería que ese hombre supiera las cosas que había hecho.
—Nada con sentido —me aseguró—. Repetías mucho algo de la montaña y un pacto.
Sentí escalofrío repentino que poco tuvo que ver con mi delicado estado de salud. Casi me había olvidado de aquel episodio, cuando me encontraba al límite de mis fuerzas… no sabía si había sido real o imaginado, pero lo único cierto era que, cuando accedí a ser mejor persona, encontré la carretera y salvé la vida. Nunca fui alguien religioso, y probablemente no lo fuera jamás, pero había fuerzas desconocidas, como la que había provocado que los muertos revivieran, por ejemplo, con las que prefería no jugármela.
—No sabría decirte. —respondí contenta de no haber dicho nada inconveniente. Eso me daba la oportunidad de empezar de cero.
—Podrías decirme cómo acabaste de esta manera —sugirió él—. Cuando te encontramos parecía que hubieras estado perdida en el bosque una semana.
—Cinco días. —le corregí—. Confieso que no se me da bien la vida salvaje.
—Entiendo —asintió—. Algo así me temía. ¿Cómo te perdiste?
—No sé dónde estoy —dije—. No lo sé, y tampoco quiero saberlo, a decir verdad… preferiría no hablar de eso por ahora.
—Como quieras. —me concedió.
—Pero gracias por ayudarme en un momento tan… terrible sería la palabra adecuada, aunque tal vez se quede corta —añadí para no sonar demasiado hostil. Si a partir de entonces iba a ser una buena persona tenía que comportarme como tal—. Si no me hubieras encontrado, no habría sobrevivido.
—En realidad te vio mi hermano, César —me aclaró—. Yo creía que eras una muerta viviente, pero cuando caíste al suelo y no te volviste a levantar insistió en comprobarlo.
—¿Tu hermano? ¿Cuánta gente más hay aquí? —inquirí con mucho interés.
—Sólo mi familia —respondió—. Mi hermano César, mi hermana Marga y su hijo Guille, y mi madre, Angelines. Llevamos aquí desde que tuvimos que salir de la ciudad.
Al escuchar aquello me fijé en él con mayor detenimiento. No se podía decir que fuera bien vestido, pero su ropa estaba limpia, al igual que él, que hasta iba bien afeitado, y tampoco tenía pinta de estar pasando hambre… además, era bastante guapo.
—¿Estáis a salvo aquí? ¿Tenéis comida y agua? —le pregunté. Si lo tenían, aquél podía ser el mejor refugio que había tenido hasta el momento.
—Este sitio tenía un restaurante, así que tenemos comida de sobra, y hay un pequeño arroyo a sólo cien metros, de modo que también agua —me explicó—. Hasta teníamos las medicinas que necesité para tratarte la infección y bajarte la fiebre. No nos podemos quejar en ese sentido.
“Y tanto que no” pensé emocionada… la montaña estaba cumpliendo su parte, me estaba dando un nuevo grupo con el que empezar de cero y con unas condiciones envidiables. ¿Qué más podía pedir? Sólo descansar un poco, dormir los dos o tres años que me pedía el cuerpo.
—¿Me trataste tú la infección? —repliqué—. ¿Eres médico?
—No… pero se algo de primeros auxilios. —contestó.
—Eso está bien… —murmuré.
—¿Estás bien? ¿Necesitas comer algo? ¿Tienes fiebre? —me preguntó poniéndome la mano en la frente antes de que pudiera responder a cualquiera de las preguntas—. Parece que no, eso es un avance.
—Sólo me siento un poco machacada —exclamé acomodándome en la cama—. Y cansada… es curioso, supongo que llevo mucho sin comer, pero no tengo hambre.
—Te di algunos alimentos líquidos, y aunque no te acuerdes, hubo momentos es los que estabas lo bastante lúcida como para comer algo, aunque es cierto que no duraban mucho. —me explicó.
Me di cuenta en ese instante de todo lo que ese hombre había hecho por mí, hasta el punto de rozar lo siniestro. No sólo me había curado las heridas y tratado la fiebre, cuando salí de la sierra llevaba tanta mierda encima que pronto se me comerían las pulgas, y en la cama tumbada me encontraba limpia, por no hablar de que en ocho días habría tenido que ir al baño en alguna ocasión.
No obstante, preferí no preguntar por eso. Que después de tratarme a palos la vida hubiera comenzado a mimarme un poco no era algo que fuera a rechazar.
—Está a punto de anochecer —señaló al volver la vista hacia la ventana de la habitación, que se encontraba cubierta por una cortina—. Deberías descansar, tal vez mañana estés lo bastante fuerte como para levantarte, conocer al resto y comer con nosotros.
—Eso me gustaría. —respondí permitiéndome mostrarle una sonrisa, posiblemente la primera sonrisa genuina desde que los resucitados aparecieron.
No lo decía sólo por conocer a los demás, sino también por lo de descansar. Nada me apetecía más que echarme a dormir.
—De acuerdo, entonces te dejaré sola para que estés tranquila —afirmó dirigiéndose hacia la puerta—. Tienes un vaso de agua en la mesilla, y una garrafa casi entera en el cuarto de baño, aunque yo en tu lugar no intentaría levantarla si aún te sientes débil. De todas formas, si necesitas algo más, mi habitación es justo la de al lado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, gracias. —le dije antes de que se marchara.
Me quedé esperando en silencio hasta que escuché sus pasos alejarse, y en cuanto dejé de oírlos, aparté las mantas para comprobar por mí misma en qué estado me encontraba. Tal vez pensara que el mundo me estaba dando otra oportunidad, pero no iba a pecar de inocente y creer que todo sería de color de rosa en adelante… había permanecido ocho días inconsciente y quería saber qué había sido de mí durante ese tiempo.
En un primer vistazo no encontré nada alarmante, salvo que al parecer Héctor me había puesto otra ropa. Efectivamente vestía con un camisón rosa pastel que me llegaba hasta las rodillas, además de unas bragas blancas. Ninguna de las dos prendas parecía muy usada, así que debía habérmelas puesto hacía poco tiempo. El del muslo era un vendaje grande, pero las venda también estaban limpias, y por el resto del cuerpo tenía todavía restos de arañazos y golpes que estaban ya casi curados.
Todo apuntaba que aquel hombre, pese a haberse propasado quizá un pelín, en realidad tan sólo había cuidado de mí como si fuera la paciente de un hospital, una generosidad que creía que ningún ser humano sería capaz de demostrar a esas alturas.
Me sentí un poco mal por desconfiar cuando me tumbé de nuevo en la cama y me volví a cubrir con las mantas, pero era lo que tocaba. Supuse que, igual que había mala gente, como los tipos que me atacaron antes de perderme en la sierra, o como yo misma, también debía haberla buena.
Sin darle más vueltas al asunto, me arrebujé entre las cómodas mantas y traté de disfrutar de la sensación de volver a dormir en blando y sin pasar frío, y tan a gusto me sentí que no tardé en dormirme ni cinco minutos.

Dormí como no había dormido en toda mi vida, y tanto fue así que cuando desperté sentí por fin las fuerzas necesarias para abandonar la cama. Aunque todavía un poco machacada, me encaminé hacia la puerta de la habitación que suponía tenía que llevar al cuarto de baño, y una vez allí pude echarme un vistazo al espejo para evaluar un poco mejor cuál era mi estado.
No tenía buena cara, pero tras haber estado al borde de la muerte y enferma durante una semana no cabía esperar otra cosa. Por lo demacrado de mi rostro, tenía que haber perdido por lo menos cinco kilos en mi odisea por el bosque, y teniendo en cuenta que ya había perdido mucho peso también encerrada en el colegio con poca comida, no habría sido equivocado decir que estaba un poco desnutrida.
Por lo demás me sentía bien. Los golpes y rasguños estaban casi curados, la fiebre y el malestar general superados, e incluso la herida de la pierna se iba curando, o al menos así me lo pareció cuando me quité la venda para examinarla.
Tras beber agua de la garrafa de cinco litros que Héctor había dejado allí, me refresqué un poco con ella y me acicalé lo que pude antes de salir del cuarto de baño, y cuando lo hice, la puerta del dormitorio se abrió y por ella entró el propio Héctor. Llevaba varias prendas dobladas en las manos.
—Ah, te has levantado —observó satisfecho—. Empezaba a preocuparme, vine hace una hora pero seguías dormida.
—Necesitaba descansar. —afirmé.
—Y tanto, es casi mediodía —replicó. Si eso era cierto, tranquilamente había dormido más de doce horas de golpe… teniendo en cuenta lo que había padecido no me extrañaba nada—. Te he traído algo de ropa que encontré por ahí por si querías vestirte. Me temo que la que llevabas estaba irrecuperable.
Eso tampoco me extrañó demasiado.
—Gracias —le dije cuando dejó la ropa sobre una silla, junto a la ventana—. La verdad es que sí me apetecería salir. Necesito andar, y tal vez comer algo.
—Claro, nosotros íbamos a comer en un rato, estaría bien que unieras y conociera al resto —exclamó—. Entonces espero fuera a que te cambies.
—De acuerdo. —asentí, y cuando se marchó de la habitación, recogí la ropa que me había traído y comencé a ponérmela. No tenían nada de especial, tan sólo eran ropa interior, unos pantalones, una camisa, una cazadora gruesa para cubrirme del frío y unas botas de montaña, pero las prendas estaban limpias y olían bien, algo que había echado mucho de menos.
Antes de dirigirme a la puerta se me ocurrió echar un vistazo por la ventana. Todavía no sabía exactamente dónde me encontraba, y sentía curiosidad por ver qué vistas tenía aquel sitio.
Por supuesto, las vistas fueron del bosque que cubría la sierra… un lugar precioso que mirar si ibas a ese parador en pareja a pasar un fin de semana romántico, pero yo, que había sufrido en mis propias carnes lo que significaba perderse en el bosque, no pude sino estremecerme al descubrir que todavía me encontraba tan cerca de él.
Tratando de olvidarme de ello, salí del dormitorio y me reencontré con Héctor, que me esperaba al otro lado de la puerta, en un pasillo de aspecto rústico pero elegante.
—¿Lista? —me preguntó.
—Lista. —asentí.
El parador tenía tres plantas, las dos superiores dedicadas a las habitaciones y la inferior, donde se encontraba la recepción y un salón. Debido a la inclinación de la montaña, a un lado disponía de una planta inferior adicional, en la que habían decidido poner el restaurante. Un aparcamiento asfaltado ocupaba toda la parte frontal, aunque en él sólo había dos coches aparcados, y toda la parte trasera daba ya directamente al bosque.
Desconocía qué interés histórico tenía ese edificio para haber sido convertido en parador, pero no iba a cuestionarlo cuando su existencia me había salvado la vida.
—¿A dónde llevaba la carretera en la que me encontrasteis? —le pregunté con curiosidad.
—Atraviesa la sierra de un lado a otro —me explicó—. Pasa por aquí delante y baja hasta un pequeño pueblecito… bueno, pueblecito por llamarlo de alguna manera, sólo son un montón de casas y algunos negocios montados para la gente que venía a hospedarse en este lugar.
—Ajá. —murmuré al tiempo que entrábamos en la recepción. Me sorprendió que estuviera tan limpia, aunque si llevaban tanto tiempo metidos allí era normal que prefirieran tenerla en condiciones.
No nos detuvimos en ella, sino que nos dirigimos directamente hacia el salón, donde una cristalera en la parte trasera proporcionaba de nuevo unas vistas increíbles a la sierra. Habían apartado las sillas, mesas y sillones a un lado para hacer un círculo de asientos, en cuyo centro ardía una pequeña hoguera.
—Familia, mirad quién se ha levantado por fin. —anunció Héctor cuando nos aproximamos.
 Cuatro personas levantaron sus cabezas y se volvieron hacia nosotros. La primera fue un hombre que parecía una copia sólo un poco más joven de Héctor, tenía su mismo pelo negro y rizado, aunque más largo, y carecía de perilla, pero por lo demás era idéntico, incluido en lo agraciado; la segunda era una mujer de más o menos mi edad, también de cabello negro, liso en su caso, y que cargaba en el regazo con la tercera persona: un niño rubio y con ojos azules de unos seis años; la última era una mujer mayor de gesto adusto que se apoyaba en un bastón incluso estando sentada, cuyo rasgo más característico era un ojo completamente blanco por culpa de una catarata.
—Son mi hermano César, mi hermana Marga, Guille y mi madre, Angelines. —me fue presentando Héctor uno a uno.
—Hola. —les saludé con timidez. Era incómodo saber que ellos me habían tenido de invitada toda una semana cuando para mí eran gente completamente nueva.
—Hola —respondió Marga—. Vaya, me alegra ver que tienes mucho mejor aspecto que cuando llegaste.
—Bueno, eso era fácil. —repliqué.
—Íbamos a comer ya, ¿por qué no te sientas? —me ofreció César.
—Gracias —dije tomando asiento junto a ellos. Lo cierto era que, tras dormir, lo que en ese momento necesitaba era meter algo en el estómago, porque me moría de hambre… hubiera jurado que la anciana, que ni siquiera abrió la boca al verme, me lanzó una mirada desdeñosa cuando me senté, pero no estaba segura del todo—. ¿Qué hay para comer?
—Carne en lata. —respondió Marga señalándome unas latas que tenía a los pies.
—La cocina del restaurante estaba hasta los topes —me explicó Héctor, que también se sentó junto a la hoguera. Su hermana comenzó a repartir tenedores entre todos, pero tuvo que ser Héctor quien se lo pusiera en la mano a su anciana madre—. Llevamos comiendo de lo que hay allí desde que llegamos.
—Habéis tenido suerte entonces, la cosa fuera está muy mal. —exclamé cuando me alcanzaron una de las latas. Por lo visto, el procedimiento que íbamos a seguir era pinchar la carne y calentarla en la hoguera… me daba completamente igual, yo sólo quería comer. La última carne que me llevé a la boca fue una serpiente, la anterior, carroña, y la anterior a esa, el brazo de un muerto.
—Eso creíamos —asintió César. Marga era la única de los tres hermanos que no parecía especialmente atractiva, aunque tampoco es que fuera fea, pero desde luego no llamaba tanto la atención como ellos—. Supimos lo de las zonas seguras, y llevamos aquí escondidos desde entonces.
—Cuando te encontramos, estábamos examinando los alrededores con la idea de aproximarnos al pueblo más cercano a ver cómo iba la cosa un día de éstos —añadió Héctor—. No hay electricidad, ni agua, y la televisión no funciona. No hemos recibido ninguna noticia.
—Ni la vais a recibir —les informé—. La cosa ahí fuera está fatal. Los resucitados han arrasado con todo, la gente se mata entre sí por pura desesperación y no hay ni rastro de militares o del gobierno, ni se les espera a esta alturas.
—Ya nos lo temíamos. —lamentó Marga.
—Madre, ¿necesita ayuda? —se ofreció rápidamente Héctor al ver que la anciana Angelines tenía dificultades para pinchar sus trozos de carne.
—No necesito nada —refunfuñó la señora poniendo mala cara y empecinándose en hacerlo ella misma. Al fijarse en que la estaba observando, me lanzó una dura mirada—. ¿Y qué hacías tú en mitad del bosque, niña?
—Madre… —le advirtió su hijo.
—¿Qué? ¿Es que estoy tan vieja que ya no puedo ni preguntar? —protestó ella ignorándole sin apartar la vista de mí—. ¿Es que se te ha comido la lengua el gato, muchacha?
Pese a que la pregunta fue bastante impertinente, como me había convertido en una persona decente y quería llevarme bien con ellos decidí contestarla.
—Una horda de resucitados me forzó a perderlos en la montaña, pero la que se perdió al final fui yo, que estuve cinco días vagando por allí hasta que encontré la carretera —les conté. No era exactamente la verdad, pero tampoco era mentira—. Y vosotros, ¿cómo acabasteis aquí?
—Conocía este sitio… —contestó Marga.
—Sí, de venir aquí con uno de sus novios. —murmuró por lo bajo Angelines, aunque todos pudimos oírla perfectamente. Los dos hermanos ni se inmutaron, pero ella tuvo que interrumpirse por un instante para calmarse… reconocía ese gesto porque era el que empleaba yo cada vez que sentía ganas de matar, aunque esperaba que en su caso fuera menos literal.
—Conocía este sitio y pensé que venir aquí era mejor que quedarnos en casa —concluyó—. Supusimos que estaría vacío, las cosas no estaban como para hacer turismo cuando todo esto comenzó, así que cogimos el coche y nos instalamos aquí.
—Es un buen refugio —reconocí. La carne me supo un poco sosa al probarla, pero aun así la devoré con ganas, y mi estómago lo agradeció muchísimo—. Parece estar bastante apartado, y si hay comida y agua cerca, no mucho más se puede pedir, salvo armas para defenderse.
—No tenemos armas de fuego —dijo Héctor—. Tampoco las hemos necesitado.
“Si aparece una horda o gente viva, las necesitareis” pensé, pero me abstuve de decir nada.
—¿Tienes algún sitio a dónde ir? —me preguntó César—. Quiero decir si te espera alguien en alguna parte.
No supe por qué me costó un par de segundos contestar a esa pregunta cuando la respuesta era tan obvia.
—No.
—¡Podrías quedarte aquí, con nosotros! —exclamó de inmediato Guille, que hasta entonces había permanecido callado, e incluso un poco cortado por mi presencia allí.
—Vaya, creo que a alguien le gustas. —bromeó su madre acariciándole el pelo.
El niño se sonrojó y me lanzó una mirada avergonzada, pero yo le sonreí… no obstante, su abuela también tuvo algo que aportar a la conversación que estropeara el buen rollo.
—El pequeño bastardo ha salido a su madre… —masculló para sí misma, aunque, de nuevo, todos pudimos oírla perfectamente. El rostro de Marga fue un poema al escucharla.
—Si no tienes a dónde ir, deberías quedarte aquí —me ofreció Héctor rompiendo el silencio incómodo que se formó de repente—. Como has visto, tenemos camas de sobra, y también comida para todos.
Era una oferta más que amable que no podía rechazar. Yo salía ganando, por fin tendría un refugio que apenas necesitaba protección y disponía de recursos de sobra, y quería pensar que ellos también ganaban, porque les veía todavía un poco verdes en lo que al nuevo mundo se refería… además, no iba a alejarme así como así de los dos últimos tíos buenos sobre la faz de la tierra.
Cuando las latas estuvieron vacías y los estómagos llenos dimos por terminada la comida. Durante ese tiempo les conté que había sido profesora de gimnasia en un colegio, algo que a Angelines por algún motivo no le gustó, y que estaba soltera, lo que le gustó mucho menos. También tuve que dar muchas explicaciones a raíz de que la buena señora, ni corta ni perezosa, me preguntara si era puta.
—¿Qué? No quiero una puta viciosa aquí. —se defendió ella cuando su hija la increpó—. Bastante tengo ya con una…
Aquél comentario sirvió para que Marga cogiera al niño y se marchara indignada, ante la indiferencia de su madre y la incomodidad de sus hermanos.
Estaba claro que distaban mucho de ser una familia ideal, pero en todas partes se cocían habas, y no le di mucha importancia. ¿Quién no había tenido que sufrir alguna vez a una vieja tocapelotas? Por suerte, ella era problema sólo de sus hijos… una señora impertinente no iba a hacer que cambiara de opinión con respecto a si quedarme allí.
Salí sola del comedor porque Héctor se quedó para ayudar a su madre, que casi no podía caminar, a llegar a su habitación, y César tuvo que ayudarle, aunque ella se empecinó en que con la ayuda de su hijo mayor era suficiente. Como no tenía ganas de volver a mi dormitorio, y sí de explorar un poco aquello, salí al aparcamiento para echar un vistazo al parador desde fuera.
Hacía frío, pero un frío dentro de lo normal, de lo natural al encontrarnos aún en invierno y en una zona de montaña, no al frío inhumano que sufrí mientras vagaba por ahí perdida. El aparcamiento resultó ser el lugar a donde Marga y Guille habían huido para escapar de Angelines, y ya que se encontraban allí, tuve que acercarme a ellos.
—Siento que hayas tenido que presenciar el espectáculo de mi madre —se disculpó conmigo antes de que pudiera abrir la boca siquiera—. Después de por lo que has pasado, supongo que lo último que necesitabas era presenciar un drama familiar.
En realidad, prefiero eso a por lo que he pasado. —respondí tratando de ser amable.
Ella suspiró. Mientras tanto, su hijo correteaba por allí persiguiendo algunas hojas caídas que el viento arrastraba.
—Si te quedas aquí, tienes que saber que esta familia está jodida —confesó—. Mi madre es una mujer posesiva, arrogante e insoportable que ha hecho de Héctor su criado personal y de César un envidioso patológico de su hermano mayor.
—¿Y de ti? —inquirí un poco a la defensiva. No me gustaba que se metiera con sus hermanos, eran mis dos tíos buenos y no quería que el mito se viniera abajo.
Se permitió mostrar media sonrisa antes de contestar.
—Intenté huir de ella cuando tenía dieciséis años, no quería ser otro perrito faldero a su servicio como mis hermanos, pero no salió bien —me explicó—. Mientras trabajaba en una hamburguesería para pagar el alquiler de la casa a la que me fui, me lie con un compañero de trabajo. Me dejó embarazada de Guille y se esfumó, así que tuve que volver con el rabo entre las piernas, y ahora para esa bruja odiosa soy la vergüenza de la familia, la puta que engendró un bastardo que no reconoce como su nieto la muy hija de…
“Hijo mayor complaciente, hijo intermedio envidioso, hija menor rebelde… todo un clásico” me dije no queriendo darle más importancia a sus palabras de la imprescindible. Era evidente que esa familia tenía asuntos que resolver, y no iba a dejar que me salpicaran, no estaba para esas gilipolleces. Aunque desde luego, después de la actitud de la anciana, podía comprender aunque sólo fuera un poco a Marga.
—Ni siquiera sé por qué te cuento esto —exclamó—. Lo tengo bastante asumido ya, y no te conozco de nada, así que supongo que te importa una mierda.
Podría haber dicho que sí, que en realidad no me importaba… pero trataba de ser mejor persona, y eso implicaba caerle bien a alguien de una puta vez.
—Todos necesitamos desahogarnos de vez en cuando —dije—. Yo también tengo cosas de las que quejarme, así que espero que las escuches como hago yo.
—Bueno, lo intentaré. —respondió ella mostrando de nuevo media sonrisa, aunque en ese caso más animada que la primera.
—Me gustaría echar un vistazo a todo esto, llevo demasiado tiempo en una cama. ¿Es seguro ir por la parte trasera? Desde la ventana he visto que salía directamente a la montaña. —le pregunté.
—Sí es seguro —contestó—. A unos metros está el riachuelo de donde sacamos el agua… no da para una ducha, pero menos es nada.
“Y tanto” pensé al recordar lo angustioso que había sido el tiempo que pasé sin probar una gota de agua. De todo lo malo que me pasó, tal vez eso fuera lo peor de todo, y había un gran repertorio de sufrimiento donde elegir.
No me acerqué al riachuelo. Unos cuantos metros serían poca cosa, pero no quería siquiera perder de vista la parte trasera del parador. Todavía no estaba preparada para volver a adentrarme en terreno salvaje con la experiencia anterior tan reciente, así que lo que hice fue apoyarme contra la pared y quedarme mirando cómo el viento agitaba las copas de los árboles.
Contra todo pronóstico, había encontrado un buen refugio, con buena gente en su interior que estaba dispuesta a compartirlo conmigo sin tener que unirme a ninguna secta de chiflados. Había salido del peor de los infiernos para tocar el cielo, y me convencí a mí misma de que tenía que aprovechar la oportunidad. Con esa familia no podía hacer como había hecho hasta entonces, ellos no podían ser sólo gente de la que aprovecharme, a la que menospreciar o a la que abandonar si las cosas se ponían feas… tenía que ser parte de ellos, ser una más de la familia.
“No puede ser tan difícil” me dije, sólo tenía que tratar con ellos como lo había hecho con todo el puto mundo hasta que los muertos vivientes aparecieron, eran demasiados años para que se me hubiera olvidado cómo hacerlo.
Héctor apareció doblando la esquina con cara de estar algo preocupado, se acercó hasta mi lado y volvió la vista hacia el lugar que yo miraba, aunque al ver que allí no había nada se giró de nuevo hacia mí.
—Perdona por el numerito de antes —se disculpó—. Mi madre es un poco complicada, pero en el fondo es una buena persona. Un poco estricta a veces, y cascarrabias, pero buena.
“Salvo con su hija y su nieto” apostillé, aunque sólo para mí misma. Únicamente conocía a la mujer de una breve charla, no quería juzgarla tan pronto.
—No importa —le dije—. Mi madre también era un tanto especial.
—No, reconozco que se ha pasado tres pueblos al preguntar… con la edad ha ido cogiendo unas manías que rozan la obsesión con las prostitutas, los comunistas y los homosexuales —me explicó, a lo que no pude evitar sonreír por lo ridícula que me parecía la idea de una vieja gruñendo por las esquinas contra esas cosas en pleno apocalipsis—. Desde que murió mi padre va de mal en peor, y con lo de mi hermana tocó fondo… en fin, dramas familiares que palidecen comparados con lo que ha pasado, ¿no es cierto?
—Dímelo a mí. —asentí volviendo la vista hacia los árboles.
—Marga me dio a entender que habías venido aquí a por agua, pensé que a lo mejor necesitabas ayuda y por eso vine. —afirmó.
—Es muy amable por tu parte, pero sólo quería echar un vistazo a los alrededores —le aseguré—. Además, creo que ya estoy bien del todo. Quizá un poco machacada, pero comparado con cómo he estado… ¿a qué te dedicabas antes de esto?
—Era gerente de finanzas de una pequeña empresa —respondió sin darle mucha importancia—. Cuando mi padre murió y mi madre enfermó, volví a casa y me hice cargo de las cuentas del negocio familiar.
—No sabía que los contables supieran de medicina —repliqué sorprendida—. Cuando me desperté y vi lo que habías hecho conmigo pensé que eras médico.
—Llevo unos años haciéndome cargo de la salud de mi madre —me explicó—. Desde que se rompió la cadera, ha necesitado más cuidados de los que quiere admitir. Oye, si te estoy molestando y prefieres que te deje sola…
—No —contesté inmediatamente—. He estado mucho tiempo sola, y en más de un sentido. Creo que compañía es precisamente lo que necesito.
—Bueno, siempre estoy dispuesto a ayudar —dijo apoyándose contra la pared y levantando la vista hacia los árboles también—. Supongo entonces que definitivamente vas a quedarte aquí.
—Tampoco es como si tuviera otro sitio a dónde ir —respondí encogiéndome de hombros—. Además, un lugar alejado de los muertos vivientes es un paraíso… aunque si te digo la verdad, no son los muertos lo que me preocupa.
—¿Qué, entonces? —quiso saber.
—Los vivos —contesté con gravedad—. El mundo se ha ido llenado de gentuza, alguna muy peligrosa… créeme, lo sé de primera mano.
—Este lugar está bastante aislado, no tiene por qué venir nadie —replicó él—. No es fácil de encontrar a menos que lo conocieras de antes, como nosotros… o que sigas los carteles.
—¿Los carteles? —inquirí repentinamente alarmada—. ¿Qué carteles?
—Los del pueblecito de abajo, los que publicitan este lugar —replicó él como si fuera algo obvio—. Hay uno enorme en la entrada de la carretera que señala la dirección a seguir para llegar aquí.
—Pues hay que quitarlo —señalé con preocupación—. No podemos dejar que nadie más llegue a este sitio. Si alguien lo viera y pensara que es un buen lugar donde quedarse… la gente se mata por refugios a salvo de los resucitados. No es seguro para nosotros ponérselo tan fácil dejando que ese cartel siga ahí.
—¿Y qué sugieres que hagamos? —preguntó él comenzando a preocuparse también.
—Este lugar debía tener algún cuarto de mantenimiento, allí seguramente habrá herramientas —contesté—. Vamos a bajar y a quitar ese cartel, y lo vamos a hacer hoy mismo.
Ese lugar era demasiado bueno para dejar que se estropease de una forma tan tonta.

—Es probable que nos encontremos con más de un resucitado allí —advirtió César mientras él, su hermano y yo nos dirigíamos a eliminar el maldito cartelito. Tal y como predije, encontramos herramientas con las que podíamos encargarnos de un cartel que, por lo que decían, era de madera—. Cuando vinimos había varios, y no creo que hayan ido a ninguna parte… ¿de verdad todo esto es necesario?
—Puede parecer algo nimio, pero si son unas pocas casas nada más, como decís, es un lugar donde un grupo de gente podría parar para buscar comida, y si ven el anuncio, no dudarán en venir. —le expliqué.
—Estoy contigo, pero César tiene razón —replicó Héctor, que llevaba una sierra en las manos—. Allí habrá resucitados, y cortar los postes donde se sostiene nos llevará un rato.
—Yo me encargo de ellos. —murmuré sujetando con fuerza el mango del cuchillo jamonero que me había agenciado de la cocina.
Hubiera deseado tener un arma de fuego, o aún mejor, un policía o militar que se encargara de disparar su propia arma de fuego, pero sólo tenía un contable macizo y a su hermano guaperas, así que tendría que encargarme yo misma. No me molestaba, con eso me protegía yo y protegía a los demás… estaba haciendo algo bueno para todos, y no sólo para mí, como había prometido.
No había resucitados cuando llegamos al dichoso cartel, que se encontraba a poco más de dos kilómetros del parador, pero supe que los habría. Instalado justo antes del cruce de carreteras donde nacía sobre la que caminábamos, nos dejaba muy expuestos a la hora de quitarlo, y con el ruido de los serruchos no me cabía ninguna duda de que algún muerto del conjunto de casas construidas alrededor del cruce acudiría.
—Procurad daros prisa. —les indiqué mientras permanecía en mitad de la carretera, esperando a que alguno de esos cadáveres putrefactos diera la cara.
Ellos se apresuraron en coger las sierras y comenzar a cortar la base del cartel. Una vez hecho eso, nos lo llevaríamos de vuelta al parador y nos serviría de leña para la próxima hoguera.
Sentí que las manos me sudaban al verme aguardando a que los muertos hicieran su aparición. No se podía decir que fuera una experta matándolos, lamentablemente tenía en mi haber más vivos muertos por mi mano que resucitados, pero quizá precisamente por eso me sentía, pese a todo, capaz de hacerles frente. No podían ser más difíciles de matar que un humano… muy al contrario, sus movimientos eran más torpes, sus reflejos más lentos y su instinto de conservación inexistente. Estaba segura de que podía con ellos.
El sonido de las sierras trabajando se escuchó más fuerte y también duró bastante más de lo que me hubiera gustado, y el primer muerto viviente no tardó en mostrarse apareciendo desde detrás de una casa. Era un hombre flaco, de rostro demacrado, cabello revuelto y al que los jirones de la ropa le colgaban por el suelo. Parecía tener un brazo inutilizado, pero el otro lo levantó torpemente hacia mí mientras se tambaleaba en nuestra dirección.
—¡Cuidado! —me advirtió Héctor.
—Ya lo he visto. —le dije preparándome para intervenir en cuanto lo tuviera delante.
Un segundo cadáver andante, concretamente una mujer con unos pantalones de licra horribles agujereados y un tobillo roto que la obligaba a moverse a trompicones, apareció antes de que el primero estuviera a mi alcance, y más tarde se le unió una anciana con media cara carcomida y varios dedos de menos en ambas manos.
—¿Os falta mucho? —les pregunté sin atreverme a volverme hacia ellos para no perder de vista ni por un instante a los resucitados—. Esto empieza a ponerse caliente.
—Todavía un poco —respondió César con voz cansada—. Esta madera es dura.
—Sigue tú —le indicó Héctor deteniendo su trabajo—. Yo iré a ayudarla.
—¡No! —repliqué—. Puedo con ellos, vosotros acabad con eso de una vez.
Todavía titubeante, Héctor volvió a lo suyo y me dejó a mí cara a cara con el muerto viviente demacrado. Sus dientes se habían podrido, y aunque sus ojos me miraban, estaban secos y carentes por completo de vida… aquellos seres eran terroríficos.
Le clavé el cuchillo en la boca hasta la empuñadura, acabando con su existencia en un instante. Fue sencillo, muy sencillo a decir verdad, mucho más que matar cuerpo a cuerpo un humano. Aunque ya los había matado antes, pocas veces lo hice de esa manera, y siempre con alguna ventaja. Me había llegado a preocupar que mi nueva conciencia me volviera débil a la hora de plantar cara a esos seres, pero a la hora de la verdad incluso hizo que me sintiera bien matándolo. Haciéndolo estaba librando de sufrimiento a una criatura antinatural, nos protegía a los tres y limpiaba un poco el mundo de su infecta presencia. Todo eran ventajas.
El cuerpo cayó al suelo y lo aparté de un empujón. Debido a la pendiente, el cadáver rodó e hizo tropezar a la mujer de los pantalones de licra. No perdí mi oportunidad y la rematé en el suelo clavándole el cuchillo en la nuca.
Cuando el tercero se aproximó comencé a sentirme un poco cansada. No es que hubiera hecho mucho esfuerzo, pero la caminata, seguida de aquel subidón de adrenalina, no le sentó bien a mi cuerpo todavía machacado. Aun así, saqué fuerzas de flaqueza y me arrojé cuchillo en mano contra él, eliminándolo de una puñalada directa en un ojo, antes de que pudiera siquiera comenzar a gruñir.
—Eso ha sido bastante impresionante. —juzgó César a mi espalda.
—Cuidado… —dijo Héctor cuando el cartel comenzó a doblarse, y finalmente, con un sonoro crujido, lo que quedaba por serrar de las patas se quebró y cayó sobre la carretera—. Listo.
—Bien, marchémonos antes de que vengan más. —sugirió César satisfecho por cómo estaba saliendo todo.
—Coge el cartel y adelántate tú —le indiqué—. Nosotros nos quedaremos para apartar los cuerpos.
—¿Lo crees necesario? —se extrañó Héctor.
—Sólo los humanos matan resucitados —respondí asintiendo—. Cuantas menos pistas, mejor. Además, no podemos dejarlos pudrirse en mitad de la carretera. Para eso nos bastamos los dos, el cartel es pesado y costará subirlo, es mejor que César se vaya adelantando.
No sabía si conforme o no con esa decisión, el menor de los hermanos agarró el cartel de madera y se puso en camino carretera arriba. Mientras tanto, Héctor y yo comenzamos a cargar con los cuerpos para echarlos a un lado. No íbamos a moverlos mucho, sólo lo suficiente como para que no se vieran en un primer vistazo ni se quedaran allí pudriéndose y pringándolo todo.
—Voy a necesitar un baño después de esto. —lamenté al tiempo que sujetaba por los hombros uno de los cadáveres. Olía mal, no como un cuerpo descompuesto, pero casi, y con el combate me había manchado las manos y la ropa de salpicaduras de sangre.
—Puedes ir al arroyo, aunque yo no te lo recomiendo estando aún convaleciente —me dijo él, que llevaba el cadáver por los pies—. Te manejas bien con estos seres, ¿habías matado muchos antes?
—No muchos —confesé—. ¡Uf! Parece que pesen más ahora que estando vivos.
—No deberías hacer tantos esfuerzos todavía. —me advirtió.
—No deberías preocuparte tanto por mí —le contesté mostrándole, pese a todo, una sonrisa de gratitud después de que lanzáramos el cuerpo entre unos matorrales—. Admito que no estoy al cien por cien, pero me encuentro bien.
Pese a que hacía fresco, el esfuerzo me hizo sudar, y quise secarme el sudor de la frente. Sin embargo, tenía las manos pringadas de sangre.
—Tampoco cuesta nada dejarse ayudar. —dijo él sacando de su bolsillo un pañuelo y tendiéndomelo.
—Puede que tengas razón —repliqué tras aceptar su pañuelo. Al limpiarme con él lo dejé completamente asqueroso, pero era mejor quitarse de encima esas manchas antes de que se secaran, cuando costaría mucho más limpiarlas—. ¿Volvemos antes de que alguno más decida aparecer y nos de trabajo extra?
—Casi mejor. —asintió él.
César iba tan avanzado que ya se había perdido de vista en una curva, así que no nos molestamos en darnos prisa por alcanzarle… o al menos yo no lo hice, descubrí que subir una cuesta durante más de dos kilómetros sobrepasaba mi mermada capacidad, y cuando no íbamos ni a mitad de camino las fuerzas comenzaron a fallarme y tuve que parar para tomar aire.
—¿Te encuentras bien? —se preocupó Héctor deteniéndose a mi lado.
—Sí, es sólo… —No supe qué decirle. Sólo estaba fatigada, pero el recuerdo de lo mal que lo pasé cuando me sentía igual, pero además estaba perdida en la montaña, me dejó bloqueada por un instante, y de repente las piernas dejaron de sostenerme.
—¡Cuidado! —exclamó él agarrándome a tiempo para evitar que cayera al suelo—. No debimos hacer esto, no estás aún para estas aventuras.
Tuve que aferrarme a sus hombros para no volver a perder las fuerzas. Por un momento sentí un ataque de vértigo que me nubló la mente, pero me fui recuperando enseguida.
—No sé qué me ha pasado. —dije en tono de disculpa aún tratando de recomponerme.
—Yo sí: que deberías estar descansando y no subiendo cuestas. —sentenció, y para mi asombro, me cargó entre sus brazos con suma facilidad y comenzó a caminar cuesta arriba de nuevo.
—¿Qué haces? —le pregunté casi divertida pasándole un brazo alrededor del cuello para mantener la postura.
—¿Tú que crees? Llevarte en brazos —respondió—. Agárrate fuerte, aún nos queda más de un kilómetro por recorrer.
Siguiendo sus indicaciones, pasé el otro brazo también alrededor de su cuello. Aunque me parecía un poco raro que me llevaran de esa manera, no podía negar que me gustaba. Sus brazos eran fuertes, parecía mentira que fuera contable, pero me cargaba con delicadeza, como si pudiera romperme si era más brusco conmigo.
“Qué bueno estás” me dije mirando sus ojos, tan grandes y tan marrones… y sin poder evitarlo, comencé a fantasear con que tal y cómo me llevaba subíamos hasta la habitación, me soltaba sobre la cama y luego comenzaba a quitarme la ropa.
Nunca fui de las que dejan pasar una buena ocasión, y desde luego no dejé pasar esa, de modo que cuando me escurrí tanto que tuvo que detenerse para alzarme de nuevo, aproveché la oportunidad para lanzarme contra sus labios y besarle.
Se sorprendió tanto que por poco me deja caer al suelo, pero enseguida comenzó a devolverme el beso, y cuando quise darme cuenta ya nos estábamos dando el lote como locos en mitad de la carretera.
No fui consciente de lo mucho que necesitaba aquello hasta el instante en que comenzó, y no pude contener un gemido cuando comenzó a besarme el cuello… él también estaba desando que aquello pasara, podía notarlo en sus manos, que luchaban por abarcar todo mi cuerpo. Se había pasado días cuidando de mí, sin duda en algún momento tuvo que pensarlo.
Abrí los ojos y me encontré con la cima de la montaña por encima de las copas de los árboles. No la misma en la que tuve la revelación, pero una que me vigilaría igual, y que se portaría bien conmigo si yo me portaba bien con los demás. Ese era el pacto, y me parecía que por el momento los dos lo estábamos cumpliendo a la perfección.



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