CAPÍTULO 27: IRENE
Quería levantarme,
pero algo me lo impedía, una presión en el pecho imposible de vencer me
mantenía anclada a un vórtice de confusión, donde voces distorsionadas y
figuras confusas que se movían a mi alrededor invadían mis sentidos. Traté de
revolverme, de luchar por liberarme de aquella prisión de la mente e
incorporarme, de alguna forma sabía que haciéndolo todo volvería a la
normalidad, pero me veía incapaz. Las voces se mezclaban y confundían en mi cabeza,
y sólo cuando por fin pude abrir la boca para gritar el mundo comenzó a
recuperar el sentido.
—Tranquila. —me
dijo una apaciguadora voz masculina mientras luchaba por superar la sensación
de estar dando vueltas de campana.
Una voz masculina
no era una buena señal en el mundo que los muertos vivientes habían dejado a su
paso, así que tranquilizarme no me tranquilizó mucho, y menos cuando descubrí
que la presión en el pecho que sentía se debía a la mano de aquél hombre, que
trataba de retenerme contra donde fuera que me tenía tumbada.
Cuando pude abrir
los ojos por fin, me encontré cara a cara con un hombre de cabello negro y
rizado, ojos marrones y una perilla más o menos arreglada que me miraba desde
arriba con cierta intranquilidad. Me encontraba en un dormitorio, sobre una
cama bastante blanda y cubierta hasta el cuello por al menos dos mantas.
—¿Dónde estoy?
¿Quién eres tú? —le pregunté tratando de levantarme, pero que el hombre
mantuviera una mano sobre mí para retenerme casi ni fue necesario, porque sólo
de intentarlo sentí unos dolores por todo el cuerpo que me obligaron a volver a
tumbarme.
—Tranquila —repitió
él con preocupación—. ¿No recuerdas nada? Has estado muy enferma, la cabeza se
te iba y creía que no ibas a conseguirlo. Me llamo Héctor, mi hermano y yo te
recogimos cuando te desmayaste en la carretera, ¿no te acuerdas?
Tuve que detenerme
por un instante a pensar en ello para recordar qué había pasado exactamente.
Había dos siluetas sobre la calzada, siluetas que confundí con fantasmas del
pasado que venían a acosarme, como habían estado haciendo antes. Todo lo que
había ocurrido en la sierra era como un mal sueño, uno de esos que en las
películas despiertan al que lo sufre gritando y envuelto en sudor, pero un
sueño muy real, uno que no podría olvidar jamás.
Me palpé el cuerpo
por debajo de las mantas. Llevaba puesto un vestido, o más probablemente un
camisón, y una venda me rodeaba la herida del muslo, pero también llevaba las
bragas puestas, así que no era probable que ese tipo llamado Héctor se hubiera
aprovechado de mí… más bien al contrario, probablemente me hubiera salvado la
vida. En el estado en que me encontraba cuando me desmayé no habría sobrevivido
mucho más tiempo.
Negué con la
cabeza para responder a su pregunta. Pese a las molestias de la convalecencia y
el malestar general, me sentía bien. Una cama y unas mantas eran algo por lo
que habría matado cuando me encontraba perdida en la sierra, y creía que podría
permanecer años tumbada allí, disfrutando de la comodidad de tales lujos.
—¿Cuánto tiempo ha
pasado? —quise saber.
—¿Desde que te
encontramos? Una semana, tal vez ocho días… cuesta llevar la cuenta, si te digo
la verdad —respondió con amabilidad—. No ha sido tu mejor semana, y la herida
que tenías en la pierna podría haberte matado de permanecer más tiempo sin
atención médica, ¿con qué te la hiciste?
—Es una larga
historia —contesté con desgana echando un vistazo a lo que me rodeaba. Tal y
como había pensado en un primer momento, era un dormitorio, y no estaba nada
mal, aunque había algunos detalles llamativos, como el cartel pegado a la
puerta principal con las normas antiincendios, o el mini bar bajo el televisor—.
¿Estoy en un hotel?
—En un parador —me
explicó—. Muy bonito, al pie de la montaña. Nos refugiamos aquí porque quedaba
apartado de todas partes y esos resucitados ni se acercan. ¿De verdad que no te
acuerdas?
—No, lo siento —dije
negando con la cabeza—. Perdona, no sé si te he dicho cómo me llamo.
—Irene —contestó
él mostrándome una sonrisa comprensiva—. Logré sacártelo el segundo día. Creo
que delirabas por la fiebre, así que igual por eso no te acuerdas.
—¿Qué más dije
mientras deliraba? —inquirí preocupada. Había tanta mierda en mi pasado
reciente que tal vez hubiera dicho de más en un estado tan alterado. No quería
que ese hombre supiera las cosas que había hecho.
—Nada con sentido —me
aseguró—. Repetías mucho algo de la montaña y un pacto.
Sentí escalofrío
repentino que poco tuvo que ver con mi delicado estado de salud. Casi me había
olvidado de aquel episodio, cuando me encontraba al límite de mis fuerzas… no
sabía si había sido real o imaginado, pero lo único cierto era que, cuando
accedí a ser mejor persona, encontré la carretera y salvé la vida. Nunca fui alguien
religioso, y probablemente no lo fuera jamás, pero había fuerzas desconocidas,
como la que había provocado que los muertos revivieran, por ejemplo, con las
que prefería no jugármela.
—No sabría
decirte. —respondí contenta de no haber dicho nada inconveniente. Eso me daba
la oportunidad de empezar de cero.
—Podrías decirme
cómo acabaste de esta manera —sugirió él—. Cuando te encontramos parecía que
hubieras estado perdida en el bosque una semana.
—Cinco días. —le
corregí—. Confieso que no se me da bien la vida salvaje.
—Entiendo —asintió—.
Algo así me temía. ¿Cómo te perdiste?
—No sé dónde estoy
—dije—. No lo sé, y tampoco quiero saberlo, a decir verdad… preferiría no
hablar de eso por ahora.
—Como quieras. —me
concedió.
—Pero gracias por
ayudarme en un momento tan… terrible sería la palabra adecuada, aunque tal vez
se quede corta —añadí para no sonar demasiado hostil. Si a partir de entonces
iba a ser una buena persona tenía que comportarme como tal—. Si no me hubieras
encontrado, no habría sobrevivido.
—En realidad te
vio mi hermano, César —me aclaró—. Yo creía que eras una muerta viviente, pero
cuando caíste al suelo y no te volviste a levantar insistió en comprobarlo.
—¿Tu hermano?
¿Cuánta gente más hay aquí? —inquirí con mucho interés.
—Sólo mi familia —respondió—.
Mi hermano César, mi hermana Marga y su hijo Guille, y mi madre, Angelines.
Llevamos aquí desde que tuvimos que salir de la ciudad.
Al escuchar
aquello me fijé en él con mayor detenimiento. No se podía decir que fuera bien
vestido, pero su ropa estaba limpia, al igual que él, que hasta iba bien
afeitado, y tampoco tenía pinta de estar pasando hambre… además, era bastante
guapo.
—¿Estáis a salvo
aquí? ¿Tenéis comida y agua? —le pregunté. Si lo tenían, aquél podía ser el
mejor refugio que había tenido hasta el momento.
—Este sitio tenía
un restaurante, así que tenemos comida de sobra, y hay un pequeño arroyo a sólo
cien metros, de modo que también agua —me explicó—. Hasta teníamos las
medicinas que necesité para tratarte la infección y bajarte la fiebre. No nos
podemos quejar en ese sentido.
“Y tanto que no”
pensé emocionada… la montaña estaba cumpliendo su parte, me estaba dando un
nuevo grupo con el que empezar de cero y con unas condiciones envidiables. ¿Qué
más podía pedir? Sólo descansar un poco, dormir los dos o tres años que me
pedía el cuerpo.
—¿Me trataste tú
la infección? —repliqué—. ¿Eres médico?
—No… pero se algo
de primeros auxilios. —contestó.
—Eso está bien… —murmuré.
—¿Estás bien?
¿Necesitas comer algo? ¿Tienes fiebre? —me preguntó poniéndome la mano en la
frente antes de que pudiera responder a cualquiera de las preguntas—. Parece
que no, eso es un avance.
—Sólo me siento un
poco machacada —exclamé acomodándome en la cama—. Y cansada… es curioso,
supongo que llevo mucho sin comer, pero no tengo hambre.
—Te di algunos
alimentos líquidos, y aunque no te acuerdes, hubo momentos es los que estabas
lo bastante lúcida como para comer algo, aunque es cierto que no duraban mucho.
—me explicó.
Me di cuenta en
ese instante de todo lo que ese hombre había hecho por mí, hasta el punto de
rozar lo siniestro. No sólo me había curado las heridas y tratado la fiebre,
cuando salí de la sierra llevaba tanta mierda encima que pronto se me comerían
las pulgas, y en la cama tumbada me encontraba limpia, por no hablar de que en
ocho días habría tenido que ir al baño en alguna ocasión.
No obstante,
preferí no preguntar por eso. Que después de tratarme a palos la vida hubiera
comenzado a mimarme un poco no era algo que fuera a rechazar.
—Está a punto de
anochecer —señaló al volver la vista hacia la ventana de la habitación, que se
encontraba cubierta por una cortina—. Deberías descansar, tal vez mañana estés
lo bastante fuerte como para levantarte, conocer al resto y comer con nosotros.
—Eso me gustaría. —respondí
permitiéndome mostrarle una sonrisa, posiblemente la primera sonrisa genuina
desde que los resucitados aparecieron.
No lo decía sólo
por conocer a los demás, sino también por lo de descansar. Nada me apetecía más
que echarme a dormir.
—De acuerdo,
entonces te dejaré sola para que estés tranquila —afirmó dirigiéndose hacia la
puerta—. Tienes un vaso de agua en la mesilla, y una garrafa casi entera en el
cuarto de baño, aunque yo en tu lugar no intentaría levantarla si aún te
sientes débil. De todas formas, si necesitas algo más, mi habitación es justo
la de al lado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, gracias.
—le dije antes de que se marchara.
Me quedé esperando
en silencio hasta que escuché sus pasos alejarse, y en cuanto dejé de oírlos,
aparté las mantas para comprobar por mí misma en qué estado me encontraba. Tal
vez pensara que el mundo me estaba dando otra oportunidad, pero no iba a pecar
de inocente y creer que todo sería de color de rosa en adelante… había
permanecido ocho días inconsciente y quería saber qué había sido de mí durante
ese tiempo.
En un primer
vistazo no encontré nada alarmante, salvo que al parecer Héctor me había puesto
otra ropa. Efectivamente vestía con un camisón rosa pastel que me llegaba hasta
las rodillas, además de unas bragas blancas. Ninguna de las dos prendas parecía
muy usada, así que debía habérmelas puesto hacía poco tiempo. El del muslo era
un vendaje grande, pero las venda también estaban limpias, y por el resto del
cuerpo tenía todavía restos de arañazos y golpes que estaban ya casi curados.
Todo apuntaba que
aquel hombre, pese a haberse propasado quizá un pelín, en realidad tan sólo
había cuidado de mí como si fuera la paciente de un hospital, una generosidad
que creía que ningún ser humano sería capaz de demostrar a esas alturas.
Me sentí un poco
mal por desconfiar cuando me tumbé de nuevo en la cama y me volví a cubrir con
las mantas, pero era lo que tocaba. Supuse que, igual que había mala gente,
como los tipos que me atacaron antes de perderme en la sierra, o como yo misma,
también debía haberla buena.
Sin darle más
vueltas al asunto, me arrebujé entre las cómodas mantas y traté de disfrutar de
la sensación de volver a dormir en blando y sin pasar frío, y tan a gusto me
sentí que no tardé en dormirme ni cinco minutos.
Dormí como no
había dormido en toda mi vida, y tanto fue así que cuando desperté sentí por
fin las fuerzas necesarias para abandonar la cama. Aunque todavía un poco
machacada, me encaminé hacia la puerta de la habitación que suponía tenía que
llevar al cuarto de baño, y una vez allí pude echarme un vistazo al espejo para
evaluar un poco mejor cuál era mi estado.
No tenía buena
cara, pero tras haber estado al borde de la muerte y enferma durante una semana
no cabía esperar otra cosa. Por lo demacrado de mi rostro, tenía que haber
perdido por lo menos cinco kilos en mi odisea por el bosque, y teniendo en
cuenta que ya había perdido mucho peso también encerrada en el colegio con poca
comida, no habría sido equivocado decir que estaba un poco desnutrida.
Por lo demás me
sentía bien. Los golpes y rasguños estaban casi curados, la fiebre y el
malestar general superados, e incluso la herida de la pierna se iba curando, o
al menos así me lo pareció cuando me quité la venda para examinarla.
Tras beber agua de
la garrafa de cinco litros que Héctor había dejado allí, me refresqué un poco
con ella y me acicalé lo que pude antes de salir del cuarto de baño, y cuando
lo hice, la puerta del dormitorio se abrió y por ella entró el propio Héctor.
Llevaba varias prendas dobladas en las manos.
—Ah, te has
levantado —observó satisfecho—. Empezaba a preocuparme, vine hace una hora pero
seguías dormida.
—Necesitaba
descansar. —afirmé.
—Y tanto, es casi
mediodía —replicó. Si eso era cierto, tranquilamente había dormido más de doce
horas de golpe… teniendo en cuenta lo que había padecido no me extrañaba nada—.
Te he traído algo de ropa que encontré por ahí por si querías vestirte. Me temo
que la que llevabas estaba irrecuperable.
Eso tampoco me
extrañó demasiado.
—Gracias —le dije
cuando dejó la ropa sobre una silla, junto a la ventana—. La verdad es que sí
me apetecería salir. Necesito andar, y tal vez comer algo.
—Claro, nosotros
íbamos a comer en un rato, estaría bien que unieras y conociera al resto —exclamó—.
Entonces espero fuera a que te cambies.
—De acuerdo. —asentí,
y cuando se marchó de la habitación, recogí la ropa que me había traído y
comencé a ponérmela. No tenían nada de especial, tan sólo eran ropa interior,
unos pantalones, una camisa, una cazadora gruesa para cubrirme del frío y unas
botas de montaña, pero las prendas estaban limpias y olían bien, algo que había
echado mucho de menos.
Antes de dirigirme
a la puerta se me ocurrió echar un vistazo por la ventana. Todavía no sabía
exactamente dónde me encontraba, y sentía curiosidad por ver qué vistas tenía
aquel sitio.
Por supuesto, las
vistas fueron del bosque que cubría la sierra… un lugar precioso que mirar si
ibas a ese parador en pareja a pasar un fin de semana romántico, pero yo, que
había sufrido en mis propias carnes lo que significaba perderse en el bosque,
no pude sino estremecerme al descubrir que todavía me encontraba tan cerca de
él.
Tratando de
olvidarme de ello, salí del dormitorio y me reencontré con Héctor, que me
esperaba al otro lado de la puerta, en un pasillo de aspecto rústico pero
elegante.
—¿Lista? —me
preguntó.
—Lista. —asentí.
El parador tenía
tres plantas, las dos superiores dedicadas a las habitaciones y la inferior,
donde se encontraba la recepción y un salón. Debido a la inclinación de la
montaña, a un lado disponía de una planta inferior adicional, en la que habían
decidido poner el restaurante. Un aparcamiento asfaltado ocupaba toda la parte
frontal, aunque en él sólo había dos coches aparcados, y toda la parte trasera
daba ya directamente al bosque.
Desconocía qué
interés histórico tenía ese edificio para haber sido convertido en parador,
pero no iba a cuestionarlo cuando su existencia me había salvado la vida.
—¿A dónde llevaba
la carretera en la que me encontrasteis? —le pregunté con curiosidad.
—Atraviesa la
sierra de un lado a otro —me explicó—. Pasa por aquí delante y baja hasta un
pequeño pueblecito… bueno, pueblecito por llamarlo de alguna manera, sólo son
un montón de casas y algunos negocios montados para la gente que venía a
hospedarse en este lugar.
—Ajá. —murmuré al
tiempo que entrábamos en la recepción. Me sorprendió que estuviera tan limpia,
aunque si llevaban tanto tiempo metidos allí era normal que prefirieran tenerla
en condiciones.
No nos detuvimos en
ella, sino que nos dirigimos directamente hacia el salón, donde una cristalera
en la parte trasera proporcionaba de nuevo unas vistas increíbles a la sierra.
Habían apartado las sillas, mesas y sillones a un lado para hacer un círculo de
asientos, en cuyo centro ardía una pequeña hoguera.
—Familia, mirad
quién se ha levantado por fin. —anunció Héctor cuando nos aproximamos.
Cuatro personas levantaron sus cabezas y se
volvieron hacia nosotros. La primera fue un hombre que parecía una copia sólo
un poco más joven de Héctor, tenía su mismo pelo negro y rizado, aunque más
largo, y carecía de perilla, pero por lo demás era idéntico, incluido en lo
agraciado; la segunda era una mujer de más o menos mi edad, también de cabello
negro, liso en su caso, y que cargaba en el regazo con la tercera persona: un
niño rubio y con ojos azules de unos seis años; la última era una mujer mayor
de gesto adusto que se apoyaba en un bastón incluso estando sentada, cuyo rasgo
más característico era un ojo completamente blanco por culpa de una catarata.
—Son mi hermano
César, mi hermana Marga, Guille y mi madre, Angelines. —me fue presentando
Héctor uno a uno.
—Hola. —les saludé
con timidez. Era incómodo saber que ellos me habían tenido de invitada toda una
semana cuando para mí eran gente completamente nueva.
—Hola —respondió
Marga—. Vaya, me alegra ver que tienes mucho mejor aspecto que cuando llegaste.
—Bueno, eso era
fácil. —repliqué.
—Íbamos a comer ya,
¿por qué no te sientas? —me ofreció César.
—Gracias —dije
tomando asiento junto a ellos. Lo cierto era que, tras dormir, lo que en ese
momento necesitaba era meter algo en el estómago, porque me moría de hambre… hubiera
jurado que la anciana, que ni siquiera abrió la boca al verme, me lanzó una
mirada desdeñosa cuando me senté, pero no estaba segura del todo—. ¿Qué hay
para comer?
—Carne en lata. —respondió
Marga señalándome unas latas que tenía a los pies.
—La cocina del
restaurante estaba hasta los topes —me explicó Héctor, que también se sentó junto
a la hoguera. Su hermana comenzó a repartir tenedores entre todos, pero tuvo
que ser Héctor quien se lo pusiera en la mano a su anciana madre—. Llevamos
comiendo de lo que hay allí desde que llegamos.
—Habéis tenido
suerte entonces, la cosa fuera está muy mal. —exclamé cuando me alcanzaron una
de las latas. Por lo visto, el procedimiento que íbamos a seguir era pinchar la
carne y calentarla en la hoguera… me daba completamente igual, yo sólo quería
comer. La última carne que me llevé a la boca fue una serpiente, la anterior,
carroña, y la anterior a esa, el brazo de un muerto.
—Eso creíamos —asintió
César. Marga era la única de los tres hermanos que no parecía especialmente
atractiva, aunque tampoco es que fuera fea, pero desde luego no llamaba tanto
la atención como ellos—. Supimos lo de las zonas seguras, y llevamos aquí
escondidos desde entonces.
—Cuando te
encontramos, estábamos examinando los alrededores con la idea de aproximarnos
al pueblo más cercano a ver cómo iba la cosa un día de éstos —añadió Héctor—.
No hay electricidad, ni agua, y la televisión no funciona. No hemos recibido
ninguna noticia.
—Ni la vais a
recibir —les informé—. La cosa ahí fuera está fatal. Los resucitados han
arrasado con todo, la gente se mata entre sí por pura desesperación y no hay ni
rastro de militares o del gobierno, ni se les espera a esta alturas.
—Ya nos lo
temíamos. —lamentó Marga.
—Madre, ¿necesita
ayuda? —se ofreció rápidamente Héctor al ver que la anciana Angelines tenía
dificultades para pinchar sus trozos de carne.
—No necesito nada —refunfuñó
la señora poniendo mala cara y empecinándose en hacerlo ella misma. Al fijarse
en que la estaba observando, me lanzó una dura mirada—. ¿Y qué hacías tú en
mitad del bosque, niña?
—Madre… —le
advirtió su hijo.
—¿Qué? ¿Es que
estoy tan vieja que ya no puedo ni preguntar? —protestó ella ignorándole sin
apartar la vista de mí—. ¿Es que se te ha comido la lengua el gato, muchacha?
Pese a que la
pregunta fue bastante impertinente, como me había convertido en una persona
decente y quería llevarme bien con ellos decidí contestarla.
—Una horda de
resucitados me forzó a perderlos en la montaña, pero la que se perdió al final fui
yo, que estuve cinco días vagando por allí hasta que encontré la carretera —les
conté. No era exactamente la verdad, pero tampoco era mentira—. Y vosotros, ¿cómo
acabasteis aquí?
—Conocía este
sitio… —contestó Marga.
—Sí, de venir aquí
con uno de sus novios. —murmuró por lo bajo Angelines, aunque todos pudimos
oírla perfectamente. Los dos hermanos ni se inmutaron, pero ella tuvo que
interrumpirse por un instante para calmarse… reconocía ese gesto porque era el
que empleaba yo cada vez que sentía ganas de matar, aunque esperaba que en su
caso fuera menos literal.
—Conocía este
sitio y pensé que venir aquí era mejor que quedarnos en casa —concluyó—. Supusimos
que estaría vacío, las cosas no estaban como para hacer turismo cuando todo
esto comenzó, así que cogimos el coche y nos instalamos aquí.
—Es un buen
refugio —reconocí. La carne me supo un poco sosa al probarla, pero aun así la
devoré con ganas, y mi estómago lo agradeció muchísimo—. Parece estar bastante
apartado, y si hay comida y agua cerca, no mucho más se puede pedir, salvo
armas para defenderse.
—No tenemos armas
de fuego —dijo Héctor—. Tampoco las hemos necesitado.
“Si aparece una
horda o gente viva, las necesitareis” pensé, pero me abstuve de decir nada.
—¿Tienes algún
sitio a dónde ir? —me preguntó César—. Quiero decir si te espera alguien en
alguna parte.
No supe por qué me
costó un par de segundos contestar a esa pregunta cuando la respuesta era tan
obvia.
—No.
—¡Podrías quedarte
aquí, con nosotros! —exclamó de inmediato Guille, que hasta entonces había
permanecido callado, e incluso un poco cortado por mi presencia allí.
—Vaya, creo que a
alguien le gustas. —bromeó su madre acariciándole el pelo.
El niño se sonrojó
y me lanzó una mirada avergonzada, pero yo le sonreí… no obstante, su abuela
también tuvo algo que aportar a la conversación que estropeara el buen rollo.
—El pequeño
bastardo ha salido a su madre… —masculló para sí misma, aunque, de nuevo, todos
pudimos oírla perfectamente. El rostro de Marga fue un poema al escucharla.
—Si no tienes a
dónde ir, deberías quedarte aquí —me ofreció Héctor rompiendo el silencio
incómodo que se formó de repente—. Como has visto, tenemos camas de sobra, y
también comida para todos.
Era una oferta más
que amable que no podía rechazar. Yo salía ganando, por fin tendría un refugio
que apenas necesitaba protección y disponía de recursos de sobra, y quería
pensar que ellos también ganaban, porque les veía todavía un poco verdes en lo
que al nuevo mundo se refería… además, no iba a alejarme así como así de los
dos últimos tíos buenos sobre la faz de la tierra.
Cuando las latas
estuvieron vacías y los estómagos llenos dimos por terminada la comida. Durante
ese tiempo les conté que había sido profesora de gimnasia en un colegio, algo
que a Angelines por algún motivo no le gustó, y que estaba soltera, lo que le
gustó mucho menos. También tuve que dar muchas explicaciones a raíz de que la
buena señora, ni corta ni perezosa, me preguntara si era puta.
—¿Qué? No quiero
una puta viciosa aquí. —se defendió ella cuando su hija la increpó—. Bastante
tengo ya con una…
Aquél comentario
sirvió para que Marga cogiera al niño y se marchara indignada, ante la
indiferencia de su madre y la incomodidad de sus hermanos.
Estaba claro que
distaban mucho de ser una familia ideal, pero en todas partes se cocían habas,
y no le di mucha importancia. ¿Quién no había tenido que sufrir alguna vez a
una vieja tocapelotas? Por suerte, ella era problema sólo de sus hijos… una
señora impertinente no iba a hacer que cambiara de opinión con respecto a si
quedarme allí.
Salí sola del
comedor porque Héctor se quedó para ayudar a su madre, que casi no podía
caminar, a llegar a su habitación, y César tuvo que ayudarle, aunque ella se
empecinó en que con la ayuda de su hijo mayor era suficiente. Como no tenía
ganas de volver a mi dormitorio, y sí de explorar un poco aquello, salí al
aparcamiento para echar un vistazo al parador desde fuera.
Hacía frío, pero
un frío dentro de lo normal, de lo natural al encontrarnos aún en invierno y en
una zona de montaña, no al frío inhumano que sufrí mientras vagaba por ahí
perdida. El aparcamiento resultó ser el lugar a donde Marga y Guille habían
huido para escapar de Angelines, y ya que se encontraban allí, tuve que
acercarme a ellos.
—Siento que hayas
tenido que presenciar el espectáculo de mi madre —se disculpó conmigo antes de
que pudiera abrir la boca siquiera—. Después de por lo que has pasado, supongo
que lo último que necesitabas era presenciar un drama familiar.
En realidad,
prefiero eso a por lo que he pasado. —respondí tratando de ser amable.
Ella suspiró.
Mientras tanto, su hijo correteaba por allí persiguiendo algunas hojas caídas
que el viento arrastraba.
—Si te quedas
aquí, tienes que saber que esta familia está jodida —confesó—. Mi madre es una
mujer posesiva, arrogante e insoportable que ha hecho de Héctor su criado
personal y de César un envidioso patológico de su hermano mayor.
—¿Y de ti? —inquirí
un poco a la defensiva. No me gustaba que se metiera con sus hermanos, eran mis
dos tíos buenos y no quería que el mito se viniera abajo.
Se permitió
mostrar media sonrisa antes de contestar.
—Intenté huir de
ella cuando tenía dieciséis años, no quería ser otro perrito faldero a su
servicio como mis hermanos, pero no salió bien —me explicó—. Mientras trabajaba
en una hamburguesería para pagar el alquiler de la casa a la que me fui, me lie
con un compañero de trabajo. Me dejó embarazada de Guille y se esfumó, así que
tuve que volver con el rabo entre las piernas, y ahora para esa bruja odiosa
soy la vergüenza de la familia, la puta que engendró un bastardo que no
reconoce como su nieto la muy hija de…
“Hijo mayor complaciente,
hijo intermedio envidioso, hija menor rebelde… todo un clásico” me dije no
queriendo darle más importancia a sus palabras de la imprescindible. Era
evidente que esa familia tenía asuntos que resolver, y no iba a dejar que me
salpicaran, no estaba para esas gilipolleces. Aunque desde luego, después de la
actitud de la anciana, podía comprender aunque sólo fuera un poco a Marga.
—Ni siquiera sé
por qué te cuento esto —exclamó—. Lo tengo bastante asumido ya, y no te conozco
de nada, así que supongo que te importa una mierda.
Podría haber dicho
que sí, que en realidad no me importaba… pero trataba de ser mejor persona, y
eso implicaba caerle bien a alguien de una puta vez.
—Todos necesitamos
desahogarnos de vez en cuando —dije—. Yo también tengo cosas de las que
quejarme, así que espero que las escuches como hago yo.
—Bueno, lo
intentaré. —respondió ella mostrando de nuevo media sonrisa, aunque en ese caso
más animada que la primera.
—Me gustaría echar
un vistazo a todo esto, llevo demasiado tiempo en una cama. ¿Es seguro ir por
la parte trasera? Desde la ventana he visto que salía directamente a la
montaña. —le pregunté.
—Sí es seguro —contestó—.
A unos metros está el riachuelo de donde sacamos el agua… no da para una ducha,
pero menos es nada.
“Y tanto” pensé al
recordar lo angustioso que había sido el tiempo que pasé sin probar una gota de
agua. De todo lo malo que me pasó, tal vez eso fuera lo peor de todo, y había un
gran repertorio de sufrimiento donde elegir.
No me acerqué al
riachuelo. Unos cuantos metros serían poca cosa, pero no quería siquiera perder
de vista la parte trasera del parador. Todavía no estaba preparada para volver
a adentrarme en terreno salvaje con la experiencia anterior tan reciente, así
que lo que hice fue apoyarme contra la pared y quedarme mirando cómo el viento
agitaba las copas de los árboles.
Contra todo
pronóstico, había encontrado un buen refugio, con buena gente en su interior
que estaba dispuesta a compartirlo conmigo sin tener que unirme a ninguna secta
de chiflados. Había salido del peor de los infiernos para tocar el cielo, y me
convencí a mí misma de que tenía que aprovechar la oportunidad. Con esa familia
no podía hacer como había hecho hasta entonces, ellos no podían ser sólo gente
de la que aprovecharme, a la que menospreciar o a la que abandonar si las cosas
se ponían feas… tenía que ser parte de ellos, ser una más de la familia.
“No puede ser tan
difícil” me dije, sólo tenía que tratar con ellos como lo había hecho con todo
el puto mundo hasta que los muertos vivientes aparecieron, eran demasiados años
para que se me hubiera olvidado cómo hacerlo.
Héctor apareció
doblando la esquina con cara de estar algo preocupado, se acercó hasta mi lado
y volvió la vista hacia el lugar que yo miraba, aunque al ver que allí no había
nada se giró de nuevo hacia mí.
—Perdona por el
numerito de antes —se disculpó—. Mi madre es un poco complicada, pero en el
fondo es una buena persona. Un poco estricta a veces, y cascarrabias, pero
buena.
“Salvo con su hija
y su nieto” apostillé, aunque sólo para mí misma. Únicamente conocía a la mujer
de una breve charla, no quería juzgarla tan pronto.
—No importa —le
dije—. Mi madre también era un tanto especial.
—No, reconozco que
se ha pasado tres pueblos al preguntar… con la edad ha ido cogiendo unas manías
que rozan la obsesión con las prostitutas, los comunistas y los homosexuales —me
explicó, a lo que no pude evitar sonreír por lo ridícula que me parecía la idea
de una vieja gruñendo por las esquinas contra esas cosas en pleno apocalipsis—.
Desde que murió mi padre va de mal en peor, y con lo de mi hermana tocó fondo…
en fin, dramas familiares que palidecen comparados con lo que ha pasado, ¿no es
cierto?
—Dímelo a mí. —asentí
volviendo la vista hacia los árboles.
—Marga me dio a
entender que habías venido aquí a por agua, pensé que a lo mejor necesitabas
ayuda y por eso vine. —afirmó.
—Es muy amable por
tu parte, pero sólo quería echar un vistazo a los alrededores —le aseguré—.
Además, creo que ya estoy bien del todo. Quizá un poco machacada, pero
comparado con cómo he estado… ¿a qué te dedicabas antes de esto?
—Era gerente de
finanzas de una pequeña empresa —respondió sin darle mucha importancia—. Cuando
mi padre murió y mi madre enfermó, volví a casa y me hice cargo de las cuentas
del negocio familiar.
—No sabía que los
contables supieran de medicina —repliqué sorprendida—. Cuando me desperté y vi
lo que habías hecho conmigo pensé que eras médico.
—Llevo unos años
haciéndome cargo de la salud de mi madre —me explicó—. Desde que se rompió la
cadera, ha necesitado más cuidados de los que quiere admitir. Oye, si te estoy
molestando y prefieres que te deje sola…
—No —contesté
inmediatamente—. He estado mucho tiempo sola, y en más de un sentido. Creo que
compañía es precisamente lo que necesito.
—Bueno, siempre
estoy dispuesto a ayudar —dijo apoyándose contra la pared y levantando la vista
hacia los árboles también—. Supongo entonces que definitivamente vas a quedarte
aquí.
—Tampoco es como
si tuviera otro sitio a dónde ir —respondí encogiéndome de hombros—. Además, un
lugar alejado de los muertos vivientes es un paraíso… aunque si te digo la
verdad, no son los muertos lo que me preocupa.
—¿Qué, entonces? —quiso
saber.
—Los vivos —contesté
con gravedad—. El mundo se ha ido llenado de gentuza, alguna muy peligrosa…
créeme, lo sé de primera mano.
—Este lugar está
bastante aislado, no tiene por qué venir nadie —replicó él—. No es fácil de
encontrar a menos que lo conocieras de antes, como nosotros… o que sigas los
carteles.
—¿Los carteles? —inquirí
repentinamente alarmada—. ¿Qué carteles?
—Los del
pueblecito de abajo, los que publicitan este lugar —replicó él como si fuera
algo obvio—. Hay uno enorme en la entrada de la carretera que señala la
dirección a seguir para llegar aquí.
—Pues hay que
quitarlo —señalé con preocupación—. No podemos dejar que nadie más llegue a
este sitio. Si alguien lo viera y pensara que es un buen lugar donde quedarse…
la gente se mata por refugios a salvo de los resucitados. No es seguro para
nosotros ponérselo tan fácil dejando que ese cartel siga ahí.
—¿Y qué sugieres
que hagamos? —preguntó él comenzando a preocuparse también.
—Este lugar debía
tener algún cuarto de mantenimiento, allí seguramente habrá herramientas —contesté—.
Vamos a bajar y a quitar ese cartel, y lo vamos a hacer hoy mismo.
Ese lugar era
demasiado bueno para dejar que se estropease de una forma tan tonta.
—Es probable que
nos encontremos con más de un resucitado allí —advirtió César mientras él, su
hermano y yo nos dirigíamos a eliminar el maldito cartelito. Tal y como
predije, encontramos herramientas con las que podíamos encargarnos de un cartel
que, por lo que decían, era de madera—. Cuando vinimos había varios, y no creo
que hayan ido a ninguna parte… ¿de verdad todo esto es necesario?
—Puede parecer
algo nimio, pero si son unas pocas casas nada más, como decís, es un lugar
donde un grupo de gente podría parar para buscar comida, y si ven el anuncio,
no dudarán en venir. —le expliqué.
—Estoy contigo,
pero César tiene razón —replicó Héctor, que llevaba una sierra en las manos—.
Allí habrá resucitados, y cortar los postes donde se sostiene nos llevará un
rato.
—Yo me encargo de
ellos. —murmuré sujetando con fuerza el mango del cuchillo jamonero que me
había agenciado de la cocina.
Hubiera deseado
tener un arma de fuego, o aún mejor, un policía o militar que se encargara de
disparar su propia arma de fuego, pero sólo tenía un contable macizo y a su
hermano guaperas, así que tendría que encargarme yo misma. No me molestaba, con
eso me protegía yo y protegía a los demás… estaba haciendo algo bueno para
todos, y no sólo para mí, como había prometido.
No había
resucitados cuando llegamos al dichoso cartel, que se encontraba a poco más de
dos kilómetros del parador, pero supe que los habría. Instalado justo antes del
cruce de carreteras donde nacía sobre la que caminábamos, nos dejaba muy
expuestos a la hora de quitarlo, y con el ruido de los serruchos no me cabía
ninguna duda de que algún muerto del conjunto de casas construidas alrededor
del cruce acudiría.
—Procurad daros
prisa. —les indiqué mientras permanecía en mitad de la carretera, esperando a
que alguno de esos cadáveres putrefactos diera la cara.
Ellos se
apresuraron en coger las sierras y comenzar a cortar la base del cartel. Una
vez hecho eso, nos lo llevaríamos de vuelta al parador y nos serviría de leña
para la próxima hoguera.
Sentí que las
manos me sudaban al verme aguardando a que los muertos hicieran su aparición.
No se podía decir que fuera una experta matándolos, lamentablemente tenía en mi
haber más vivos muertos por mi mano que resucitados, pero quizá precisamente
por eso me sentía, pese a todo, capaz de hacerles frente. No podían ser más
difíciles de matar que un humano… muy al contrario, sus movimientos eran más
torpes, sus reflejos más lentos y su instinto de conservación inexistente. Estaba
segura de que podía con ellos.
El sonido de las
sierras trabajando se escuchó más fuerte y también duró bastante más de lo que
me hubiera gustado, y el primer muerto viviente no tardó en mostrarse
apareciendo desde detrás de una casa. Era un hombre flaco, de rostro demacrado,
cabello revuelto y al que los jirones de la ropa le colgaban por el suelo. Parecía
tener un brazo inutilizado, pero el otro lo levantó torpemente hacia mí
mientras se tambaleaba en nuestra dirección.
—¡Cuidado! —me
advirtió Héctor.
—Ya lo he visto. —le
dije preparándome para intervenir en cuanto lo tuviera delante.
Un segundo cadáver
andante, concretamente una mujer con unos pantalones de licra horribles
agujereados y un tobillo roto que la obligaba a moverse a trompicones, apareció
antes de que el primero estuviera a mi alcance, y más tarde se le unió una
anciana con media cara carcomida y varios dedos de menos en ambas manos.
—¿Os falta mucho? —les
pregunté sin atreverme a volverme hacia ellos para no perder de vista ni por un
instante a los resucitados—. Esto empieza a ponerse caliente.
—Todavía un poco —respondió
César con voz cansada—. Esta madera es dura.
—Sigue tú —le
indicó Héctor deteniendo su trabajo—. Yo iré a ayudarla.
—¡No! —repliqué—.
Puedo con ellos, vosotros acabad con eso de una vez.
Todavía
titubeante, Héctor volvió a lo suyo y me dejó a mí cara a cara con el muerto
viviente demacrado. Sus dientes se habían podrido, y aunque sus ojos me
miraban, estaban secos y carentes por completo de vida… aquellos seres eran
terroríficos.
Le clavé el
cuchillo en la boca hasta la empuñadura, acabando con su existencia en un
instante. Fue sencillo, muy sencillo a decir verdad, mucho más que matar cuerpo
a cuerpo un humano. Aunque ya los había matado antes, pocas veces lo hice de
esa manera, y siempre con alguna ventaja. Me había llegado a preocupar que mi
nueva conciencia me volviera débil a la hora de plantar cara a esos seres, pero
a la hora de la verdad incluso hizo que me sintiera bien matándolo. Haciéndolo
estaba librando de sufrimiento a una criatura antinatural, nos protegía a los
tres y limpiaba un poco el mundo de su infecta presencia. Todo eran ventajas.
El cuerpo cayó al
suelo y lo aparté de un empujón. Debido a la pendiente, el cadáver rodó e hizo
tropezar a la mujer de los pantalones de licra. No perdí mi oportunidad y la
rematé en el suelo clavándole el cuchillo en la nuca.
Cuando el tercero
se aproximó comencé a sentirme un poco cansada. No es que hubiera hecho mucho
esfuerzo, pero la caminata, seguida de aquel subidón de adrenalina, no le sentó
bien a mi cuerpo todavía machacado. Aun así, saqué fuerzas de flaqueza y me
arrojé cuchillo en mano contra él, eliminándolo de una puñalada directa en un
ojo, antes de que pudiera siquiera comenzar a gruñir.
—Eso ha sido
bastante impresionante. —juzgó César a mi espalda.
—Cuidado… —dijo
Héctor cuando el cartel comenzó a doblarse, y finalmente, con un sonoro
crujido, lo que quedaba por serrar de las patas se quebró y cayó sobre la
carretera—. Listo.
—Bien, marchémonos
antes de que vengan más. —sugirió César satisfecho por cómo estaba saliendo
todo.
—Coge el cartel y
adelántate tú —le indiqué—. Nosotros nos quedaremos para apartar los cuerpos.
—¿Lo crees
necesario? —se extrañó Héctor.
—Sólo los humanos
matan resucitados —respondí asintiendo—. Cuantas menos pistas, mejor. Además,
no podemos dejarlos pudrirse en mitad de la carretera. Para eso nos bastamos los
dos, el cartel es pesado y costará subirlo, es mejor que César se vaya
adelantando.
No sabía si
conforme o no con esa decisión, el menor de los hermanos agarró el cartel de
madera y se puso en camino carretera arriba. Mientras tanto, Héctor y yo comenzamos
a cargar con los cuerpos para echarlos a un lado. No íbamos a moverlos mucho,
sólo lo suficiente como para que no se vieran en un primer vistazo ni se
quedaran allí pudriéndose y pringándolo todo.
—Voy a necesitar
un baño después de esto. —lamenté al tiempo que sujetaba por los hombros uno de
los cadáveres. Olía mal, no como un cuerpo descompuesto, pero casi, y con el
combate me había manchado las manos y la ropa de salpicaduras de sangre.
—Puedes ir al
arroyo, aunque yo no te lo recomiendo estando aún convaleciente —me dijo él,
que llevaba el cadáver por los pies—. Te manejas bien con estos seres, ¿habías
matado muchos antes?
—No muchos —confesé—.
¡Uf! Parece que pesen más ahora que estando vivos.
—No deberías hacer
tantos esfuerzos todavía. —me advirtió.
—No deberías
preocuparte tanto por mí —le contesté mostrándole, pese a todo, una sonrisa de
gratitud después de que lanzáramos el cuerpo entre unos matorrales—. Admito que
no estoy al cien por cien, pero me encuentro bien.
Pese a que hacía
fresco, el esfuerzo me hizo sudar, y quise secarme el sudor de la frente. Sin
embargo, tenía las manos pringadas de sangre.
—Tampoco cuesta
nada dejarse ayudar. —dijo él sacando de su bolsillo un pañuelo y
tendiéndomelo.
—Puede que tengas
razón —repliqué tras aceptar su pañuelo. Al limpiarme con él lo dejé
completamente asqueroso, pero era mejor quitarse de encima esas manchas antes
de que se secaran, cuando costaría mucho más limpiarlas—. ¿Volvemos antes de
que alguno más decida aparecer y nos de trabajo extra?
—Casi mejor. —asintió
él.
César iba tan
avanzado que ya se había perdido de vista en una curva, así que no nos
molestamos en darnos prisa por alcanzarle… o al menos yo no lo hice, descubrí
que subir una cuesta durante más de dos kilómetros sobrepasaba mi mermada
capacidad, y cuando no íbamos ni a mitad de camino las fuerzas comenzaron a
fallarme y tuve que parar para tomar aire.
—¿Te encuentras
bien? —se preocupó Héctor deteniéndose a mi lado.
—Sí, es sólo… —No
supe qué decirle. Sólo estaba fatigada, pero el recuerdo de lo mal que lo pasé
cuando me sentía igual, pero además estaba perdida en la montaña, me dejó
bloqueada por un instante, y de repente las piernas dejaron de sostenerme.
—¡Cuidado! —exclamó
él agarrándome a tiempo para evitar que cayera al suelo—. No debimos hacer
esto, no estás aún para estas aventuras.
Tuve que aferrarme
a sus hombros para no volver a perder las fuerzas. Por un momento sentí un
ataque de vértigo que me nubló la mente, pero me fui recuperando enseguida.
—No sé qué me ha
pasado. —dije en tono de disculpa aún tratando de recomponerme.
—Yo sí: que
deberías estar descansando y no subiendo cuestas. —sentenció, y para mi
asombro, me cargó entre sus brazos con suma facilidad y comenzó a caminar cuesta
arriba de nuevo.
—¿Qué haces? —le pregunté
casi divertida pasándole un brazo alrededor del cuello para mantener la
postura.
—¿Tú que crees?
Llevarte en brazos —respondió—. Agárrate fuerte, aún nos queda más de un
kilómetro por recorrer.
Siguiendo sus
indicaciones, pasé el otro brazo también alrededor de su cuello. Aunque me
parecía un poco raro que me llevaran de esa manera, no podía negar que me
gustaba. Sus brazos eran fuertes, parecía mentira que fuera contable, pero me
cargaba con delicadeza, como si pudiera romperme si era más brusco conmigo.
“Qué bueno estás”
me dije mirando sus ojos, tan grandes y tan marrones… y sin poder evitarlo,
comencé a fantasear con que tal y cómo me llevaba subíamos hasta la habitación,
me soltaba sobre la cama y luego comenzaba a quitarme la ropa.
Nunca fui de las
que dejan pasar una buena ocasión, y desde luego no dejé pasar esa, de modo que
cuando me escurrí tanto que tuvo que detenerse para alzarme de nuevo, aproveché
la oportunidad para lanzarme contra sus labios y besarle.
Se sorprendió
tanto que por poco me deja caer al suelo, pero enseguida comenzó a devolverme
el beso, y cuando quise darme cuenta ya nos estábamos dando el lote como locos
en mitad de la carretera.
No fui consciente
de lo mucho que necesitaba aquello hasta el instante en que comenzó, y no pude
contener un gemido cuando comenzó a besarme el cuello… él también estaba
desando que aquello pasara, podía notarlo en sus manos, que luchaban por
abarcar todo mi cuerpo. Se había pasado días cuidando de mí, sin duda en algún
momento tuvo que pensarlo.
Abrí los ojos y me
encontré con la cima de la montaña por encima de las copas de los árboles. No
la misma en la que tuve la revelación, pero una que me vigilaría igual, y que
se portaría bien conmigo si yo me portaba bien con los demás. Ese era el pacto,
y me parecía que por el momento los dos lo estábamos cumpliendo a la
perfección.
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