CAPÍTULO 29: IRENE
En un pueblo cerca de aquí, circulaba una historia que
contaba que la gente que acampaba en este bosque amanecía con su mapa pintado
de sangre y letras de pequeños niños. Tres jóvenes universitarios decidieron
hacer un trabajo sobre esa historia, y muy convencidos de que era una buena
idea, cogieron su cámara y la tienda de campaña para pasar la noche en el
bosque y grabar todo lo que pudiera suceder allí.
Todo fue muy bien hasta que se les hizo de noche.
Cuando todos están en la tienda de campaña, empezaron a oír misteriosos
chillidos y carcajadas de pequeños niños. Aterrorizados, salieron de la tienda,
y como estaban tan intrigados en resolver el misterio, sacaron su cámara y
empezaron a grabar, aunque lo único que escucharon fueron aquellas misteriosas carcajadas
que helaban la sangre y erizaban la piel.
Cuando por fin amaneció, decidieron recoger todas sus
cosas y marcharse cuanto antes al campus. Sin embargo, al empezar a caminar
para buscar el coche se dieron cuenta que estaban completamente perdidos. Preocupados
y con miedo a tener que pasar una segunda noche en el bosque, sacaron el mapa
para comprobar la dirección que tenían que seguir… ¡cuál fue su sorpresa al ver
que éste estaba totalmente pintado con sangre y letras de niños pequeños! Y la
pregunta que los tres se hicieron fue: ¿quién pintó el mapa?
Empezaron a sentir mucho miedo porque no querían
volver a pasar la noche en el bosque, pero ellos no sabían que de esa manera
empezaba la misteriosa historia que se contaba en el pueblo...
Poco a poco fue pasando el día, y el pánico a que
anocheciera no les dejaba pensar en nada. Al fin, se les acabó haciendo de
noche y tuvieron que volver a acampar. Los tres tuvieron la esperanza de que no
sucediera nada y al amanecer pudieran marcharse, sin embargo, pronto volvieron
a escuchar aquellos misteriosos ruidos.
Se asustaron tanto que, con la cámara en mano,
escaparon de allí adentrándose en el bosque, pero al mirar hacia atrás vieron
que faltaba uno de ellos. Los otros dos empezaron a llamarle, y mientras esperaban
su respuesta sólo oían aquellas carcajadas de los niños, como si éstos supiesen
dónde se encontraba su compañero perdido.
A la mañana siguiente, los dos chicos estaban tan
dominados por el miedo que les provocaba el bosque que ambos empezaron a sospechar
que el otro era el asesino y culpable de la desaparición de su amigo.
Intentaron buscar una salida, pero lo único que
encontraron fue una gran casa donde poder pasar la siguiente noche de forma más
tranquila… o al menos eso pensaban cuando se adentraron en ella en busca de
refugio y empezaron a buscar alimentos, ya que llevaban dos días sin probar
bocado. Al no encontrar nada ni a nadie bajaron al sótano, y allí descubrieron
a su joven amigo rodeado de pequeños niños que cantaban felizmente “ahora es vuestro
turno”.
Al oír esto, los dos chicos salieron despavoridos del
sótano, pero era demasiado tarde para ellos… a los pocos días, las familias de
los jóvenes encontraron una cinta de video donde se mostraba la espantosa
muerte de sus tres hijos, y todos se preguntaban: ¿quién fue el que grabó
aquella masacre?
—¿Y quién lo
grabó? —me preguntó Guille expectante y con los ojos como platos tras escuchar
mi relato de terror.
—Nunca se supo —le
respondí manteniendo el tono misterioso—. ¿Pero sabes qué? La gran casa donde
los chicos se refugiaron era… ¡esta!
—¡Guay! —exclamó
el niño.
—Nunca entenderé
cómo te pueden gustar tanto las historias de terror —rezongó su madre negando
con la cabeza—. Como si no tuviéramos ya bastante…
A mí también me
costaba creer que un niño tan pequeño escuchara esas historias tan felizmente,
pero bien pensado, era un rasgo positivo… significaba que, a diferencia de los
adultos, que con los muertos vivientes habíamos tenido suficientes historias de
terror, a él no le habían afectado tanto.
—Es así desde que
fue con el colegio a una acampada —me explicó Marga la primera noche que,
reunidos todos alrededor de una hoguera, el propio Guille pidió que alguien
contara una historia de terror—. Se ve que algún compañero mayor les contó una,
y le ha cogido el gusto.
Tras más o menos
un mes instalados en aquel parador, y digo más o menos porque sin un calendario
o un reloj digital el paso de los días se volvía confuso tras tanto tiempo,
había entablado cierta amistad con Marga. Era la única mujer de mi edad que
había por allí, así que tampoco es que tuviera mucha elección, pero en cierta
forma comencé a apreciar su compañía. Hasta su hijo había empezado a llamarme
“tita Irene” a raíz de mi relación con Héctor, así que éramos prácticamente
familia.
Lo de Héctor fue
algo fortuito, quizá movido en un principio por la atracción física que sentí
hacia él, unida al hecho de que llevaba mucho tiempo sin sexo, pero había
avanzado hasta convertirse en una relación de verdad. No me engañaba, no se
podía decir que estuviera enamorada de él, pero sí que le había cogido mucho
cariño, el suficiente para dejar que el amor, o lo que fuera, surgiera cuando
llegara, si llegaba a hacerlo. En realidad, no me importaba si no lo hacía
nunca, estaba a gusto así, Héctor era un hombre atento y cariñoso, cuidaba de
mí como si fuera la niña de sus ojos y funcionaba mejor que bien en la cama…
¿qué más podía pedir?
Lo cierto era que
había una cosa que sí podía pedir: una suegra mejor. Como era de esperar, a
Angelines no le gustó nada que otra mujer entrara en la vida del único hijo al
que adoraba, y no se tomó nuestra relación demasiado bien. No obstante, eso,
lejos de importarme, hasta me supuso un placer morboso. La vieja Irene no
habría soportado a esa señora y sus críticas veladas, sus indirectas o
directamente sus impertinencias… aquella zorra desalmada le habría envenenado
la comida o la habría arrojado desde el balcón de su habitación contra el
asfalto de la carretera fingiendo un accidente, pero por suerte esa mujer ya no
existía.
Me había redimido
por completo. Si algo había supuesto Héctor en mi vida, era precisamente una
buena influencia en la que fijarme. Alguien que se daba a los demás, fuera su
madre, sus hermanos o yo misma, era un ejemplo a seguir para la egoísta y
egocéntrica Irene que había sido en el pasado.
Por ese motivo, en
lugar de matar a la vieja, me vengué de ella subiendo la temperatura de mi
relación con su hijo. Era mucho más satisfactorio y más divertido ir cargándome
poco a poco los vínculos de esclavitud que ella tan pacientemente había tejido
para tener atado a su adorado primogénito, y para ello no había mejor forma que
dirigirse directamente al cerebro de un hombre, es decir, su pene.
Cuando Angelines
dijo que nuestra relación no tenía ningún sentido, le propuse a Héctor que nos
trasladáramos al mismo dormitorio. Más adelante, cuando sugirió que no era lo
bastante buena para su hijo, decidí que ya había mejorado el tiempo lo
suficiente como para comenzar a dormir más ligera de ropa… y al final, cuando
fingió comenzar a sentirse peor de la cadera y sugirió que él durmiera en su
misma habitación por si le necesitaba por la noche, tiré de las posturas más arriesgadas
del Kamasutra para convencerle de que era una idea pésima.
Ignoraba si la
señora se había rendido ya. Conociéndola, lo dudaba mucho, pero si intentaba un
nuevo ataque todavía tenía un par de armas en mi repertorio para contraatacar.
Si la anciana mujer quería jugar a ver cuál de las dos era más bruja no le iba
a resultar fácil ganarme, especialmente cuando yo tenía mucha miel que darle a
su hijo, y ella sólo vinagre.
Mi relación con
Héctor iba viento en popa, me había hecho amiga de Marga y Guille me adoraba,
como contrapartida tenía una suegra toacapelotas, pero el promedio era bastante
positivo. El último miembro de familia, César, tenía sin embargo para mí una de
cal y una de arena. Le había caído bien, eso lo tenía clarísimo porque le
gustaba, las miradas furtivas que ocasionalmente me lanzaba le delataban, pero
al mismo tiempo le sentó mal que estuviera con su hermano, y por tanto fuera de
su alcance. Si hubiera podido cambiarse con él, lo habría hecho sin dudar…
aunque sospechaba que no solamente en ese asunto.
—Venga, Guille.
Hora de irse a dormir —anunció Marga—. Se acabaron los relatos de miedo, que al
final la que no va a poder pegar ojo soy yo.
—Vale —lamentó el
muchacho levantándose de su silla y agarrándose luego de la mano de su madre—.
Buenas noches.
—Buenas noches. —respondieron
Héctor y César. Su abuela, sin embargo, tan sólo movió los labios como si de
repente tuviera algo amargo en la boca, y no dijo nada.
—Que descanses. —le
dije yo, pero antes de marcharse se volvió hacia mí.
—Tita Irene…
¿viste a los niños de la historia cuando estabas en el bosque? —quiso saber.
“Vi muchas cosas,
pero niños sólo cinco, y no eran esos” dije para mí misma con la vista fija en
el fuego de la hoguera. Los recuerdos de aquellos angustiosos días no solían
afectarme por norma general, pero había momentos en que volvían a mí con una
fuerza inusitada, y sentí un escalofrío cuando me recordé sentada sobre una
piedra y muriéndome de frío frente a una hoguera similar a la que ardía frente
a mí.
Héctor debió darse
cuenta de lo que me pasaba, porque me pasó un brazo por encima del hombro para
darme apoyo.
—Vamos a dormir,
Guille —le indicó su madre—. Ya harás preguntas mañana.
—¿Estás bien? —me
preguntó él cuando los dos se hubieron marchado.
—Sí, no te
preocupes —le respondí agarrándole cariñosamente de la mano que había pasado
sobre mí—. Sólo ha sido un mal recuerdo.
—Si quieres, te
acompaño ya a la habitación, de todas formas mañana me toca hacer guardia a
primera hora y debería descansar. —sugirió.
Había sido un mes
tranquilo, muy tranquilo a decir verdad. Sólo en dos ocasiones un muerto
viviente despistado había logrado acercarse hasta el parador, y en ambas fue
detectado y eliminado con rapidez y eficacia sin que nadie llegara a correr
peligro real. De gente viva no había ningún signo, no sabía si porque no habían
encontrado el sitio gracias a que quitamos el cartel o porque directamente no
se habían acercado siquiera a la zona, al no esperar encontrar nada en ella.
Sin embargo, la
experiencia de salir de Madrid, la ermita y lo que pasó después me sirvió para
no dormirme en los laureles. Que no hubiera aparecido gente o un grupo grande
no significaba que no pudiera hacerlo en el futuro, y no podíamos permitirnos
que nos pillara desprevenidos cuando no teníamos armas de verdad ni habilidad
para hacer frente a algo así. Teniendo eso en cuenta, les convencí para
realizar guardias a lo largo del día desde el ático del parador, cuyas ventanas
abarcaban perfectamente buena parte de la carretera y detectarían una amenaza
con tiempo suficiente como para reaccionar.
Sólo éramos cuatro
adultos capaces de montar guardia, de modo que éstas tuvieron que ser muy
limitadas. Fiándome de mi experiencia, no creía que nadie fuera a acercarse
allí ya caída la noche, a esa hora nadie quería vérselas con los resucitados a
oscuras, de modo que cualquiera que quedara vivo fuera ya habría encontrado un
refugio antes de que el sol se pusiera. Eso nos libró de muchas horas e hizo
que fuera viable montar guardia durante el día.
—¿Subir a la habitación?
—masculló la anciana, que desde que nadie le hiciera caso cuando dijo que esas
historias de terror no eran apropiadas para un niño tan pequeño, demostrando
así que podía fingir que le importaba su nieto bastardo si con ello lograba
fastidiar a alguien, solía mantenerse callada durante la noche—. Necesito que
me ayudes a ir a la mía y a acostarme.
—Madre, César
también puede ayudarte, ¿verdad? —le dijo Héctor volviéndose hacia su hermano.
—Claro —exclamó él
dispuesto a ganarse el cariño que la anciana prodigaba con su hijo mayor, pero
que racaneaba a los demás—. Yo le ayudaré, madre.
—¿Tú? —replicó
ella conteniendo la rabia.
Tuve que hacer un
esfuerzo por no sonreír al verla sin ningún argumento al que apelar para
separarme de su adorado hijo, y en cierto modo me sentí orgullosa por ello. No
sólo le estaba haciendo mucho bien a Héctor apartándole un poco de la nociva
compañía de su madre, también la obligaba a tener que confiar en su otro hijo
para que la atendiera.
—Vamos a subir,
por favor. —le pidió la bruja joven a su novio fingiendo estar angustiada antes
de que a la bruja vieja se la ocurriera una forma de menospreciar a su otro
hijo.
Él, como no podía
ser de otra manera, se apresuró a ponerse en pie y a acompañarme fuera.
—¿Seguro que estás
bien? —se preocupó mientras caminábamos por el pasillo.
—Sí… sólo ha sido
un bajón puntual. —le tranquilicé.
De todas formas,
no eran los recuerdos del bosque los que más me provocaban ese efecto. La
mayoría de malos recuerdos tenían que ver con la etapa anterior, cuando la
parte más desquiciada de mi mente tenía el control.
No le había
hablado de esos tiempos ni siquiera a Héctor. No se trataba de que me diera
miedo que pudiera no comprenderlos… sabía que no lo haría, ningún ser humano en
su sano juicio podría hacerlo, tenía demasiadas muertes a mis espaldas como
para eso. En realidad, si no hablaba de ello era porque quería olvidarlo. Toda
la gente involucrada en aquellos sucesos estaba muerta o a un mundo de
distancia, el tiempo todo lo curaba, y pronto pasarían de ser un mal recuerdo
como eran en ese momento a ser sólo un mal sueño.
—¿Has cerrado las
puertas? —le pregunté. Cerrar la puerta principal y las de emergencia era una
medida de seguridad básica para evitar visitas indeseadas, y como todas eran de
madera gruesa, a juego con el aspecto rústico del parador, suponían una buena
barrera contra intrusos.
—En cuanto entré. —asintió
él.
—Entonces vamos a
la cama. —sugerí abrazándole por la cintura.
Nos habíamos
repartidos todos por las habitaciones del primer piso. No eran las más lujosas
del complejo, pero tampoco estaban nada mal, y se encontraban lo bastante cerca
de la planta baja como para poder escapar del parador en cuestión de segundos
si algo pasaba, una medida de seguridad que me parecía vital.
En cuanto entramos
en la habitación me dirigí al cuarto de baño. La garrafa que empleábamos para
lavarnos la cara, los dientes y demás higiene que no gastaba demasiada agua se
encontraba ya a mitad, al día siguiente probablemente habría que rellenarla, pero
teníamos para pasar la noche de sobra. Cuando salí del baño, iba vestida
solamente con la ropa interior, y Héctor ya se encontraba recostado en la cama,
esperándome.
—¿Estás seguro de
que tienes que madrugar tanto? —le pregunté contoneándome mientras me acercaba
a él.
Aunque el invierno
había quedado prácticamente atrás, todavía hacía un poco de frío para pasearse
en paños menores por la noche, así que me apresuré a meterme bajo las sábanas y
pegarme a su cuerpo para entrar en calor.
—Bueno, todavía es
temprano. —contestó él abrazándome.
—Estupendo. —exclamé
metiendo la manos bajo las sábanas y dirigiéndolas hacia sus calzoncillos.
Aquella noche había dejado de lado a su madre por mí sin que tuviera que
lanzarle ninguna indirecta, tenía que aportar un refuerzo positivo a ese
comportamiento si quería que se repitiera en el futuro.
Por la mañana,
como Héctor vigilaba con la inestimable ayuda de Guille, y César tuvo que
hacerse cargo de su madre, me tocó ir con Marga a la cocina del restaurante
para buscar el desayuno. No era algo que hiciera muy a menudo porque cocinar no
se me daba nada bien, y entre que Marga tenía mucha más mano y que a mi novio
le gustaba hacerlo para mí cuando la comida en cuestión sucedía de forma más
íntima, no había entrado en esa cocina en semanas.
Irremediablemente
todo el parador comenzaba a presentar un aspecto más descuidado que cuando lo
vi por primera vez. Aunque el plumero y la escoba sí que los pasábamos de
cuando en cuando, era imposible limpiar el polvo de todas partes… algo que
también molestaba mucho a Angelines, que en una ocasión nos llamó a Marga y a
mí “guarras” por tenerlo todo tan sucio, como si aquello fuera responsabilidad únicamente
nuestra.
El polvo no era lo
único, con el buen tiempo y un bosque montañoso rodeándonos por todas partes,
aquello comenzó a llenarse también de toda clase de bichos, desde insectos a
ratoncillos de campo, y cada vez era más difícil contenerlos. Con la primavera
y el verano por delante, no quería ni imaginarme cómo iba a acabar la cosa, pero
teníamos que tomar medidas en serio cuanto antes.
—Bueno, ¿cómo va
todo con Héctor? —me preguntó mientras nos dirigíamos hacia la cocina—. Se os
ve muy acaramelados, que después de sólo un mes no tiene mérito, pero aun así
es llamativo.
—Nos va bien. —respondí
encogiéndome de hombros.
—Sí, ya lo oí
anoche. —se mofó, consiguiendo que me sonrojara. No había sido mi intención que
se nos escuchara, pero a veces, cuando lo coges con ganas…
“Bueno, tal vez
con un poco de suerte le amargara el sueño a la bruja de mi suegra” pensé.
—No era nuestra
intención. —me disculpé torciendo el gesto.
—A ver, no me
molesta, es normal —exclamó inmediatamente—. Es decir, es mi hermano, es
asqueroso, ¿vale? Pero en el fondo me da un poco de envidia, hace mucho que un
hombre no me hace… gritar. Y no parece que quede ninguno vivo que vaya a
hacerlo, ¿verdad?
—Nunca se sabe —dije
yo—. Ha pasado mucho tiempo, tal vez algún grupo grande y bien asentado esté
comenzando a reconstruir.
No confiaba mucho
en ello, al menos no tan pronto, y desde luego no como vi las cosas la última
vez que estuve allí fuera, pero pasaría. Por pocos humanos que sobrevivieran,
los resucitados se acabarían pudriendo, y reconstruiríamos el mundo. No era
cuestión de si ocurriría, sino de cuándo… y en qué condiciones.
—¿Esto es todo lo
que queda? —pregunté alarmada cuando entramos en la despensa de la cocina.
El lugar estaba
preparado para dar de comer a decenas de clientes durante días, de modo que
siendo sólo seis parecía que la comida no se iba a acabar nunca… pero nada más
lejos de la realidad. En el mes que llevaba allí habíamos consumido más de la
mitad.
—Baja demasiado
rápido, ¿verdad? —respondió Marga con preocupación—. Tarde o temprano se
acabará, y entonces no sé qué vamos a hacer, porque no nos veo cazando ciervos
en el bosque.
Teniendo en cuenta
que en cinco días lo único que encontré para comer fue una carroña y una
serpiente, yo tampoco le veía muchas posibilidades a la caza.
Sentí un
estremecimiento al recordar de nuevo aquellos días.
—Hay que hacer
algo antes de que eso pase —estimé—. Necesitamos surtirnos de algún otro lugar.
—¿De dónde? —inquirió
ella—. No es como si pudiéramos ir al supermercado, aquí no hay nada.
Eso no era del
todo cierto. Sí que había, concretamente unas cuantas casas y tiendas al pie de
la montaña, ya había ido allí una vez… no es que esperar encontrar mucho, y
menos después de tanto tiempo, pero habría sido muy estúpido no acercarse al
menos a comprobarlo.
Con víveres para
el desayuno en mano, nos dirigimos hacia el salón, que además de ser el lugar
donde nos reuníamos para pasar las horas muertas, también hacía de comedor.
Tenía la intención de comentarle a Héctor lo que había pensado cuando subiera a
llevarle su comida, pero me lo encontré allí, ayudando a su madre a sentarse en
uno de los sillones.
—¿No iba a
encargarse César? —inquirí tratando por todos los medios de no mostrarme
demasiado molesta por aquello.
—Le he pedido que
me sustituya un momento. —se explicó Héctor mientras Angelines se tomaba su
tiempo fingiendo pequeños dolores antes de sentar el culo en el asiento.
—César es un torpe
—exclamo la buena mujer dirigiéndome una mirada torva con su único ojo sano—. Y
no tienes por qué dar explicaciones, hijo, sólo estás ayudando a tu madre, que
te dio la vida y te trajo a este mundo, a sentarse.
“Pues a menudo
mundo le has traído” pensé disimulando una mirada de odio.
—Madre… —le riñó
su hijo.
—Da igual, de
todas formas me viene bien que estés aquí porque tenemos que hablar —repliqué
ignorando a la mujer y volviéndome hacia él—. Vengo de la cocina, de la
despensa, y el ritmo al que gastamos la comida es preocupante. Si sigue así la
cosa, nos habremos quedado sin nada en unas semanas.
—Aquí hay
demasiada gente, eso es lo que pasa —murmuró Angelines con toda la maldad de su
corazón—. Sobra gente a quien nadie invitó, que se come nuestra comida.
—¡Madre! —exclamó
de nuevo Héctor, pero ella le ignoró, como siempre.
—No es preocupante
a corto plazo, pero si se llega a agotar la comida, tendríamos que irnos de
aquí —traté de hacerle comprender, tanto a él como a su madre y a Marga, que se
agachó a encender de nuevo la hoguera de la noche anterior—. Podemos
racionarla, empezar a comer menos, pero se me ocurre que también podríamos
bajar a las casas de abajo y ver qué encontramos.
—¿Bajar allí otra
vez? —replicó él no muy convencido. Hasta Marga me miró alarmada por sugerir
siquiera la idea—. No sé, la otra vez nos atacaron varios resucitados… ¿qué
esperas encontrar allí después de tanto tiempo?
—No lo sabremos
hasta que lo veamos —respondí encogiéndome de hombros—. Si vamos César, tú y yo
podremos con cualquier resucitado que aparezca, por lo que nos atacó la otra
vez, es evidente que no hay muchos por los alrededores. Luego, según lo que
encontremos, veremos qué hacemos, si racionar o qué.
—¿Vais a bajar
otra vez y a dejarme sola? —se entrometió Angelines haciéndose la dolida.
—No se preocupe,
madre, yo me quedaré con usted hasta que vuelvan. —le dijo Marga con toda su
buena intención, pero la respuesta de la mujer fue un gesto de desprecio, que
incluyó apartar la mirada de su descendiente menos favorita.
—Creo que es muy
necesario hacer esto. —insistí para obligar a Héctor a debatirse entre ella y
yo.
Él, notablemente
apurado, reflexionó durante algunos instantes, y al final tomó una decisión.
—Creo que somos
suficientes aquí para hacer ambas cosas —dijo mirándome a mí—. No se trata de
mi madre, Irene, no podemos dejar esto sin vigilancia tampoco. Si ocurre algo
mientras no estamos… creo que César está perfectamente capacitado para
acompañarte si es necesario.
Me quedé helada, y
no sólo por el gesto de satisfacción de Angelines ante la victoria. Creía
haberle apartado de la nociva influencia de su madre lo suficiente como para
que no cediera a sus peticiones más irracionales, pero aquella recaída tan
absurda me dejó completamente fuera de juego.
—Muy bien, como tú
quieras. —exclamé dándome la vuelta y saliendo de allí.
“Adivina quién se
va a ir a dormir esta noche también con su mamá” pensé con resentimiento
mientras atravesaba el pasillo. Ese asalto me lo había ganado la vieja, pero me
juré que no sería el último.
Con toda la
caradura del mundo, Angelines hizo que Héctor la sacara a la calle para
despedirnos cuando César y yo nos dispusimos a partir en busca de comida.
También salieron Marga y Guille, y el niño me abrazó con mucha fuerza antes de
que nos marcháramos, como si temiera que no fuera a volver. Era normal,
teniendo en cuenta que habíamos pasado un mes todos juntos en esa casa sin que
nadie saliera de ella salvo para coger agua del arroyo.
—No te preocupes,
cariño, volveremos enseguida, ya lo verás. —le prometí.
—Tened mucho
cuidado —nos advirtió Marga—. No sabemos cómo pueden estar las cosas allí
ahora.
No podía quitarle
la razón respecto a eso. Aunque no tenía muchas esperanzas, lo cierto era que
sentía curiosidad por saber qué había sido del mundo tras el aislamiento en el
que habíamos sobrevivido. Si bien unas cuantas casas y tiendas alrededor de un
cruce de carreteras no eran lo que se dice una referencia válida para juzgar
cómo debía estar el resto del mundo, su estado sí que era una señal al
respecto.
—Bueno, pues nos
vamos. —dije cuando llegó el momento de partir. Aunque los días comenzaban a
ser más largos, no quería perder mucho el tiempo por si surgían complicaciones,
de modo que aún no era mediodía cuando ya estábamos listos.
Héctor se acercó
para darme un beso de despedida, pero giré la cara para que tuviera que dármelo
en la mejilla, y no se lo devolví. Todavía estaba muy enfadada porque no fuera
él, sino su hermano pequeño, quien estuviera allí conmigo. Me parecía demencial
que dejara que su novia se fuera para quedarse cuidando a su madre. Sólo en una
cabeza muy dominada por esa señora cabía esperar algo así, y por lo visto no
era la única que lo pensaba.
—Me parece muy
fuerte lo de Héctor —me dijo César cuando ya bajábamos la kilométrica cuesta
que nos llevaba al pie de la montaña. Ambos cargábamos con las mochilas que
ellos utilizaron para transportar su equipaje al abandonar la ciudad, y teníamos
la esperanza de llevarlas a la vuelta llenas de comida—. Creo que es él quien
debería estar aquí.
—No me apetece
mucho hablar de eso. —le dije torciendo el gesto. Aunque me alegraba de que por
lo menos se diera cuenta de ello, no me hacía gracia que me lo recodara.
Teníamos que concentrarnos en lo que íbamos a hacer, porque no iba a ser yo la típica
gilipollas a la que mordiera un resucitado por ir más pendiente de sus asuntos
sentimentales que del peligro que corría.
—Como quieras… yo
sólo digo que, si tú fueras mi novia, jamás te habría dejado sola en algo tan
peligroso como esto. —afirmó.
Me volví para
mirarle algo dubitativa. No sabía si su comentario era una inocente muestra de
apoyo o pretendía decir algo más. No se me olvidaba la forma en que nos miraba
a Héctor y a mí cuando teníamos un gesto de cariño el uno con el otro… esa
envidia podía no ir sólo dirigida al hecho de que él tuviera novia, sino estar
provocada precisamente por la novia en cuestión.
—Es muy amable por
tu parte, pero no hablemos más de ello, por favor —le pedí—. Además, no voy
sola.
Me salió sin
pensar, sólo quería ser amable, demostrarle que no estaba enfadada porque
hubiera sacado el tema, pero si sus palabras iban con segundas, sin duda
pensaría también que las mías tenían una intención oculta.
“Bueno, ¿y qué?”
pensé inmediatamente, “él se lo ha buscado. Mira que no venir conmigo…”
No quería hablar
de ello, pero al final había logrado cabrearme. Por suerte, César tuvo la
inteligencia suficiente como para no insistir más en el asunto en todo el
trayecto, y unos minutos más tarde llegamos al lugar donde cortamos el cartel
que señalaba la dirección hacia el parador, junto al cruce de carreteras que
albergaba las únicas casas a los alrededores.
No podía decir que
la situación estuviera muy cambiada, pero los pequeños cambios desde luego no
habían sido a mejor. La carretera estaba intransitable y completamente
desdibujada. Tras semanas de lluvia y viento, se había llenado de tierra que la
lluvia convirtió en barro y ramas caídas de los árboles del bosque que el aire
arrastró hasta allí. Una de las casas, que recordaba intacta en la última
visita, tenía una ventana quebrada, y las malas hierbas y las malezas crecían por
doquier.
—Tiene pinta de
estar abandonado. —dijo César, y “abandonado” era la palabra que mejor lo
definía, sin ninguna duda.
—Es que lo está. —aseveré
yo.
Los cuerpos de los
resucitados que matamos continuaban exactamente donde los dejamos, pero la descomposición
y los bichos carroñeros habían dado buena cuenta de ellos, y ya sólo restaban
algunos despojos, huesos y jirones de ropa. Por los alrededores no se veía a
ninguno más, así que me atreví a pensar que nuestro viaje sería cómodo.
—Empezaremos por el
restaurante, es donde más probablemente haya algo. —sugerí señalando el lugar
en cuestión.
El establecimiento
no era como el restaurante del parador, pero no estaba mal. Sin duda estaba
montado para que los turistas que visitaran el parador tuvieran una alternativa
más económica, y el dueño había puesto ganas y dinero en decorarlo de manera
atractiva.
—Cerrado —anunció
César tras intentar abrir la puerta—. ¿Cómo vamos a entrar?
—Para eso he
traído esto —exclamé sacando de mi mochila un desencofrador. Lo encontré entre
las herramientas que se guardaban en el parador, no sabía para qué lo
utilizaban, la ferretería no estaba mis aficiones ni mucho menos, pero sabía
que nos sería útil a la hora de forzar puertas—. Ten, vas a tener que hacerlo
tú, que eres más fuerte.
Pareció encantado
de aceptar esa tarea, de modo que, mientras él luchaba por cargarse la
cerradura de la puerta del restaurante, yo vigilé por si algún resucitado
despistado acababa apareciendo por allí. Por el momento no habíamos visto a
ninguno, pero no iba a confiarme.
Con un sonoro
chasquido, la cerradura reventó y la puerta cedió. César estuvo a punto de
darse de morros contra el suelo por la fuerza que había tenido que emplear para
abrirla, pero logró mantener el equilibrio.
—Abierta. —anunció
limpiándose la mano contra los pantalones.
—Echemos un
vistazo pues. —dije antes de adelantarme cuchillo en mano en el interior del
restaurante.
Lo que más había
era polvo, algo que era de esperar después de meses cerrado. Las sillas
colocadas sobre las mesas eran señal de que el lugar no había sido abandonado
precipitadamente, sino que el dueño tuvo tiempo de cerrarlo en condiciones,
quizá con la vana esperanza de que todo se arreglaría y podría volver a abrir
pronto. Olía a humedad, pero no a putrefacción, así que descarté que en
principio fuéramos a encontrar sorpresas desagradables.
—No creo que
necesitemos nada de aquí —opinó César mirando por encima las mesas y la barra.
Algunas bebidas alcohólicas se encontraban expuestas en ella, pero teníamos
alcohol de sobra en nuestro propio restaurante, así que ni las miramos—. ¿Vamos
a la cocina?
—Vamos. —asentí.
No sabía lo que podíamos encontrar allí, pero esperaba que algo… la mera idea
de tener que abandonar el parador por quedarnos sin comida me aterrorizaba
después de tanto tiempo viviendo bien.
Nada más abrir la
puerta de la cocina, una rata enorme salió corriendo por ella. No sabría
explicar por qué después de todas las experiencias desagradables que había
vivido ya, e incluso habiendo cazado una serpiente con mis manos y un cuchillo,
una mísera e inocente rata logró hacerme reaccionar de esa manera, pero dando
un grito salté a un lado para apartarme de ella, y por poco me llevo a César
por delante en el proceso.
—Está bien, sólo
es una ratita. —intentó tranquilizarme él agarrándome de la cintura después de
que casi me cayera al suelo en mi arrebato de pánico.
Me di cuenta
enseguida de que me estaba comportando como una idiota, y con el corazón
todavía latiéndome a toda velocidad traté de sobreponerme al susto.
“Demasiado tiempo
viviendo la buena vida” pensé tratando de encontrar una explicación.
—Ya puedes
soltarme... —dije al ver que, pese a que la rata ya se había perdido de vista,
y yo estaba mejor, César seguía agarrándome como si temiera que fuera a desmayarme.
Esa forma de sujetarme
me recordaba demasiado a cómo lo hacía Héctor cuando me abrazaba, y pese a que
no me hizo sentir incómoda, tampoco me pareció apropiado.
—Sí, perdona. —respondió
liberándome por fin, aunque no supe por qué me contrarió un poco que lo
hiciera.
La presencia de la
rata estaba completamente justificada en la cocina, que debido al paso del
tiempo y la descomposición de los alimentos perecederos que en ella se
guardaban, sumado a que el frío se había ido, rebosaba de vida como lo hacían
las ciudades antes de que los resucitados llegaran. Pese a todo, logramos sacar
de allí varias latas y envases de vidrio con los que la madre naturaleza aún no
había podido, aunque tuvimos que marcharnos rápidamente para que los bichos no
nos comiesen.
—No ha estado mal.
—valoró César mientras guardaba las latas en la mochila.
—Pero podría haber
estado mejor. —repliqué yo insatisfecha.
Fuera, un
resucitado había acabado apareciendo por culpa del ruido que hacíamos, de modo
que tuve que acercarme a dar cuenta de él con el cuchillo. No me resultó
difícil rematarlo con un par de puñaladas bien dirigidas.
—¡Vaya! Espero que
no estuvieras pensando en Héctor. —exclamó César cuando saqué el cuchillo de su
cráneo y el cuerpo cayó al suelo.
—No, en él no —dije
yo, que si bien no había pensado en nadie porque había dejado atrás esos malos
hábitos hacía tiempo, de haber elegido a quién apuñalar sin duda habría sido a
su madre—. Probemos con las casas, no quiero estar más tiempo aquí del
necesario.
—Como digas. —accedió.
De nuevo tuvo que
emplear el desencofrador para forzar la puerta, y aunque lo que nos encontramos
no fue lo mismo que en el restaurante, tampoco distaba demasiado. El polvo y
las sabandijas se habían hecho los dueños de las ruinas de la humanidad, más en
una zona tan de campo como esa, y no estaban dispuestas a perder esa hegemonía.
—Hay ratones en la
cocina, pero he encontrado algunas conservas intactas, aunque la mayoría han
caducado. —anunció César examinando unos botes que traía en las manos tras
registrar la habitación—. ¿Qué haces?
Yo me había
quedado en el comedor mientras él lo hacía, mirando fijamente una foto que los
dueños de la casa tenían sobre la televisión. En ella se veía una pareja de
unos cincuenta años, junto a un chica de poco más de veinte, posando junto a la
fachada del museo del Prado de Madrid.
—Mis padres tenían
una foto exactamente igual a ésta —le expliqué sintiendo una repentina congoja
en mi interior—. Nos la hicimos cuando vinieron a visitarme, después de que me
mudara a la capital.
Ellos también la
habían enmarcado, y la colocaron en una estantería del pasillo. La pareja que
aparecía allí no se parecía demasiado a mis padres en realidad, pero la foto
era idéntica, y la chica morena bien podría haber sido yo.
—Oh, entiendo —respondió
él torciendo el gesto—. ¿Estás bien?
—He pensado tan
poco en ellos… —lamenté. Había pensado tan poco en nadie que no fuera yo misma
desde que salí del colegio en realidad… pero por primera vez lo hacía, y me
sentía triste, dolorida, como si me hubieran arrancado algo que me era muy
querido. Así era como debían sentirse las personas normales, y saber que aún
podía tener esa clase de sentimientos era tranquilizador, aunque supusieran un
dolor tan grande que no lograra evitar que se me escapara una lágrima—. No,
definitivamente no estoy bien.
Tuve ganas de
romper a llorar, tal vez debido a que no lo había hecho cuando debía, y
agradecí enormemente que César tuviera el detalle de abrazarme para consolarme,
porque de repente me sentí completamente desamparada, como si estuviera sola en
el mundo.
Jamás supe cómo
una cosa llevó a la otra, pero cuando quise darme cuenta nos estábamos besando
como locos, yo sujetándole la cara y él acariciándome la espalda con sus manos.
Era tan parecido a su hermano… y precisamente Héctor era quien debía estar allí
en ese momento, acompañándome y consolándome, no él, de modo que por un
instante me dejé llevar.
—¡No! ¡Para! —exclamé
apartándole de mí cuando recuperé el sentido común. Aquello estaba mal, yo ya
no era la clase de persona que haría algo así, que jugaría con los sentimientos
de la gente para su satisfacción personal—. Esto no puede ser. ¡Soy la novia de
tu hermano, por amor de Dios!
—Pues yo creo que
es justo lo que debería ser —replicó él frunciendo el ceño—. ¿Qué tiene mi
hermano, el señor perfecto, que no tenga yo? Además de cosas mejores que hacer
que estar aquí.
“Madurez
suficiente para no hacer esa pregunta” respondí para mí misma.
—Deberíamos volver
—dije para evitar responder. No era buena idea seguir adelante después de lo
que acababa de pasar—. Ya volveremos otro día, cuando venga Héctor.
Pude notar que le
dolió oírme decir eso, pero era lo correcto. Aun con su pequeño defecto en el
tema de su madre, Héctor era mi pareja, había pasado un mes estupendo con él y
no iba a hacerle eso por mucho que hubiera tenido un momento de debilidad.
—Muy bien. —se
rindió César con el corazón roto. No era capaz de entenderle, ¿de verdad
esperaba que fuera a caer rendida ante él diciéndome que era mejor que su hermano?
Demasiadas películas había visto.
Me dirigía ya
hacia la puerta cuando me frené en seco al ver algo a través de una ventana. En
el patio trasero de la casa había aparcada una autocaravana, y eso era algo que
valía la pena detenerse a investigar.
—Parece en buen
estado. —dijo César cuando estuvimos frente a ella.
Su aspecto no era
bueno en realidad, llevaba demasiado tiempo a la intemperie y una capa de polvo
y barro la cubría por completo, pero salvo algunos arañazos y la pintura
desgastada, no parecía tener ningún problema.
—Si funciona,
deberíamos llevárnosla —afirmé muy convencida—. Podemos adecentarla y usarla si
finalmente nos tenemos que marchar del parador. ¿Por qué no vas dentro a ver si
encuentras las llaves? No tengo ni idea de cómo se puentea un coche.
—Voy. —replicó
solícito dirigiéndose de vuelta a la casa.
Deseé que
estuvieran allí, porque una autocaravana nos facilitaría mucho la vida si nos
quedábamos sin comida y había que irse. Cada vez hacía menos frío, así que tal
vez fuera hasta agradable dormir allí, aunque estaríamos un poco apretados, y
Angelines se encargaría de encontrar cualquier defecto añadido que pudiera
tener.
Me acerqué a la
puerta lateral, que entraba directamente en el hábitat de la caravana, y al
tantearla descubrí que no estaba atrancada. La abrí con precaución y con el
cuchillo por delante, por si algún vivo o muerto se encontraba allí dentro,
pero no me encontré ni con una cosa ni con la otra…
—¡Ag! —exclamé con
asco al ver en el suelo un cadáver humano con la cabeza reventada. En su estado
de putrefacción era imposible saber si se trataba de un resucitado o de alguien
que había estado vivo, sólo estaba claro que su muerte fue extremadamente
violenta, porque sus sesos se encontraban esparcidos por toda la caravana, así
como sangre seca y restos de carne.
El muerto no era
reciente, pero algunos insectos todavía repelaban sus restos, así que tampoco
podía ser demasiado antiguo… probablemente ese hombre murió cuando yo ya había
llegado al parador.
—Ha habido suerte,
he encontrado las llaves en un cenicero junto a la entrad… ¿qué ha pasado aquí?
—preguntó César tan sorprendido como asqueado cuando regresó con un manojo de
llaves en la mano.
—No tengo ni idea,
pero vamos a tener que sacar el muerto para llevarnos esto. —respondí.
No le hicimos
ninguna ceremonia, tan sólo arrastramos el cadáver y lo dejamos entre la
descuidada hierba del jardín para dejar que la madre naturaleza se encargara de
él. En cuanto logramos arrancar la caravana, que tras tanto tiempo parada no
fue una tarea fácil, nos pusimos en camino hacia el parador.
—Espero que no se
asusten mucho al vernos llegar. —dije después de que nos desviáramos por el
cruce y comenzáramos a subir la cuesta que nos devolvía a casa.
—Me preocupa más
cómo vamos a limpiar esto. —replicó César con el volante en la mano. El suelo y
las paredes de la autocaravana daban asco, y el olor a muerte todavía
impregnaba el ambiente, hasta el punto que tuvimos que abrir las ventanillas
para no agobiarnos demasiado.
—Vivimos en un
hotel, algo habrá. —le aseguré contenta por poder hacer el camino de vuelta en
coche y no andando.
Cuando alcanzamos
el parador, tuvo la feliz idea de tocar el claxon para advertir de nuestra
llegada a los demás. Quise reñirle ese comportamiento tan imprudente, hacer
ruido nunca era buena idea, pero lo cierto era que veníamos del único lugar
poblado en kilómetros a la redonda.
—¿Y esto? —preguntó
Marga, que se encontraba jugando con Guille en el aparcamiento cuando llegamos,
al bajarnos del vehículo.
—Lo encontramos y
me pareció una buena idea traerlo. —le expliqué orgullosa.
—¡Qué guay! —exclamó
Guille impresionado.
—Sí, ¿verdad? —dije
yo contemplando con satisfacción nuestro hallazgo, pero en ese momento Héctor
salió del interior del parador y se apresuró en acercarse a nosotros.
—Habéis vuelto. —afirmó
como si eso no fuera una obviedad.
Se creó un momento
un poco tenso entre ambos, él no sabía si después de cómo me tomé que se
quedara allí debía darme el beso y el abrazo que correspondían, y yo no sabía
si quería que lo hiciera. Al final, fue César quien rompió el hielo.
—También hemos
traído algo de comida, aunque no mucha —dijo descolgándose la mochila—. Pero si
alguna vez tenemos que irnos de aquí, tenemos un vehículo adecuado.
—¿Puedo entrar? —preguntó
Guille ilusionado.
—¡No! —respondí
inmediatamente—. Dentro está muy sucio, vamos a tener mucho trabajo
adecentándolo.
No comenzamos las
labores de limpieza hasta el día siguiente porque primero tuvimos que reunir
todos los productos y herramientas que se guardaban en el trastero del parador
para tal función. Nunca fui un ama de casa lo que se dice ejemplar, y
cualquiera de los demás mucho menos, así que tuvimos que leernos las etiquetas
de cada producto para encontrar el más adecuado.
Ese día comimos de
lo que trajimos César y yo de las casas, que parecía más perecedero que lo que
ya teníamos. Por supuesto, Angelines no perdió la oportunidad de protestar por
la mala calidad de la comida, la pérdida de tiempo que supuso bajar hasta allí
y la que también supondría limpiar esa mugrosa caravana… lo que significa que
fue un día bastante tranquilo, en el que no se metió con nadie en concreto.
Por la noche,
Héctor, a quien no había dirigido la palabra en todo el día, durmió conmigo en
la cama. No me sentía autorizada moralmente para pedirle que se fuera a otra
habitación después de haber besado a su hermano, pero cada uno ocupó su propio
lado.
Odio confesar que
le eché bastante de menos durante la noche. Me había acostumbrado a dormir
acurrucada a él, y sentirme tan sola en la cama era una sensación desagradable.
Más aún lo fue que por la mañana, cuando desperté, Héctor ya hubiera salido de
la habitación.
Después de
desayunar fuerte nos pusimos por fin con la caravana. Entre César y Héctor
cargaron varias garrafas de agua traídas del arroyo, mientras que Marga y yo
comenzamos con los productos de limpieza. Había mucha mierda que quitar,
parecía increíble que un espacio tan pequeño pudiera almacenar tanta, pero
entre los restos del muerto y los miles de recovecos donde se acumulaba la
mugre calculé que nos iba a llevar todo el día acabar con aquello.
Pese a que le
gustaban las historias de terror, limpiar trozos de muerto no era actividad
para un niño, y con su abuela no podíamos contar para nada, de modo que Marga
se vio obligada a montar guardia cuando sólo llevábamos una hora de trabajo,
labor que sí podía realizar acompañada de su hijo. Luego la sustituyó Héctor, y
antes de parar a comer fui yo quien tomó el relevo. Para entonces ya habíamos
logrado quitar cualquier rastro de sangre y líquidos putrefactos secos, aunque
tuvimos que abrir todas las ventanas porque el interior apestaba amoníaco.
Por la tarde sólo restaba
limpiar la porquería más normal, como el polvo acumulado y la grasa de la
cocina, así que nos lo pudimos tomar con más calma, y para cuando la tarde se
aproximaba a su fin casi habíamos terminado.
Marga y Guille se
marcharon a preparar una cena para todos, y como a César le tocaba subir a
vigilar, contaba con poder quedarme un rato a solas con Héctor para intentar
arreglar las cosas. Aunque en otras condiciones quizá habría mantenido la
hostilidad al menos un par de días más, me pareció más adecuado zanjar ese tema
cuanto antes y volver a la situación anterior.
Sin embargo,
cuando el hermano menor ya se disponía a irse, Marga apareció por la puerta.
—¿Qué ocurre? —le
preguntó Héctor.
—Madre dice que
hagas tú la cena, que no piensa comerse nada que haya cocinado yo otra vez. —respondió
ella con fastidio.
—¿A santo de qué? —inquirí
yo molesta.
—Dice que siempre
le quemo su comida a propósito para fastidiarla. —replicó ella encogiéndose de
hombros y haciendo un gesto como si no quisiera saber nada del asunto.
—Está bien, iré,
¿qué más da? —accedió Héctor poniendo los ojos en blanco.
“Lo sabe” me dije
conteniendo la rabia. Esa vieja bruja tenía que saber que nos íbamos a quedar
su hijo y yo solos en la caravana, y quería evitar que nos reconciliáramos con
ese ataque tan burdo a su propia hija. Ella era una zorra retorcida, y el otro,
por supuesto, acudía a la llamada de su madre sin dudar. Tal vez no se hubiera
dado cuenta que íbamos a quedarnos a solas por fin, y que podríamos hablar, o
quizá sí que se había dado cuenta y por eso huía…
—Puedo quedarme
vigilando, no quiero meter a Guille aquí dentro con este olor tan fuerte —le
dijo Marga a César—. Además, tú ya estás en faena.
—Tú con tal de no
limpiar… —replicó él sonriendo.
—Pues sí, para qué
engañarnos. —admitió sin ningún tapujo, y acompañada de su hermano mayor se
marcharon en dirección al interior del parador.
Tan enfadada y
frustrada me sentía que no me di cuenta que aquellas nuevas circunstancias me
dejaron sola con César, quien mientras me esforzaba en sacar algo de brillo a
la encimera no dudó en hacer un segundo intento de abordarme tras el fracaso
del primero. Cuando quise darme cuenta le tenía a la espalda, muy cerca de mí,
demasiado cerca a decir verdad, y ni corto ni perezoso puso su mano sobre la
mía, que sostenía la bayeta con la que limpiaba.
—Se ha vuelto a ir
—dijo—. Te ha dejado sola otra vez.
—César… —exclamé
en tono de advertencia girándome para tenerle cara a cara. No me gustaba nada
lo poco que me molestaba que me cogiera la mano.
—¿Qué? ¿Acaso
estoy haciendo algo que no quieras que haga? —replicó dedicándome una mirada
intensa que apenas fui capaz de sostenerle, algo que él percibió y le animó—.
¿Por qué sigues aferrándote a Héctor cuando es evidente que nuestra madre está
por encima de ti en sus prioridades?
“Sí, ¿por qué?” me
pregunté, y esa pregunta dinamitó todas mis defensas, que sucumbieron ante
alguien que era como Héctor, pero sin ese enervante defecto suyo.
Poseído él por la
lujuria y completamente confundida yo, acabamos devorándonos a besos como locos
contra el fregadero de la caravana. No pensé en lo que estaba haciendo, no
podía, tan sólo le bajé los pantalones mientras él hacía lo propio conmigo y le
dejé tomarme allí mismo, donde cualquiera podía volver y encontrarnos de esa
guisa.
Fue rápido, fue
intenso y, aunque no quisiera admitirlo, estuvo muy bien… y debido a eso me
sentí terriblemente mal una vez hubo acabado. César, sin embargo, pareció tan
satisfecho que comenzó a besarme el cuello.
“¿Qué he hecho?”
pensé sufriendo un ataque de culpabilidad mientras me dejaba besuquear por él.
Acababa de dejar que el hermano de mi novio me echara un polvo, y no sólo eso,
sino que en ese momento estaba dejando que sus labios bajaran hasta mis pechos.
—¡Para! —le exigí
apartándole a un lado de un empujón y cubriéndome de nuevo con mi ropa—. Esto…
esto no ha pasado —balbuceé—. Ni se te ocurra decir nada a nadie, y menos a
Héctor, o te juro que… que…
—Tranquila, no voy
a decir nada —me prometió, aunque lo hizo con una sonrisita engreída en la boca—.
Por nada del mundo querría estropear vuestra preciosa relación.
Dicho eso, se
vistió de nuevo y se marchó antes de que pudiera recomponerme y replicar algo. Aunque
en realidad, ¿qué podía decir? Sucumbir a la tentación había sido sólo culpa
mía.
Un minuto más
tarde salí yo también de la caravana. Asomada a la ventana de su habitación,
Angelines me miraba con desaprobación, y por un instante temí que de algún modo
se hubiera dado cuenta de lo que acababa de pasar allí dentro, algo que le
daría la victoria en la lucha por el corazón de su hijo. No obstante, como aquél
era su gesto habitual, era difícil saberlo. Más inquietante fue cuando alcé la
vista un poco más y me topé con la cima de la montaña. Durante un segundo creí
ver ese monstruoso rostro de piedra que me acosó cuando me encontraba perdida
en la sierra, y me estremecí pensando que pudiera estar planeando vengarse de
mí por lo que acababa de ocurrir.
“Sólo han sido
unos cuernos” me dije al sentir un repentino escalofrío en la espalda, “un
problema sentimental de los que ya había antes… nada por lo que vaya a sufrir
represalias”.
Tal vez ese miedo
fuera el que apenas me dejó probar bocado durante la cena. Héctor seguía
distante, y sentía la mirada de César clavada en mí en todo momento. Tan
desagradable fue aquello que acabé yéndome a dormir antes que nadie, y esa
noche no hubo historia de terror para Guille.
No logré dormir
por culpa del pensamiento que me atormentaba, y cuando Héctor subió por fin,
levanté la cabeza para verle entrar.
—No te preocupes
que sólo vengo a por mis cosas —me dijo—. Supongo que prefieres que me vaya a
otra habitación.
—En realidad,
preferiría que te quedaras —le pedí—. Por favor.
Sonrió y se sentó
en la cama, a mi lado, y yo me incorporé para poder besarle. Tenía que hacer el
amor con él, necesitaba hacer el amor con él otra vez.
“Sólo ha sido por
la situación, por la novedad y el morbo” me dije mientras comenzábamos
desnudarnos en la oscuridad, “sólo por eso me ha gustado más que con él”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario