domingo, 7 de junio de 2015

ORÍGENES: Capítulo 29: Irene



CAPÍTULO 29: IRENE


En un pueblo cerca de aquí, circulaba una historia que contaba que la gente que acampaba en este bosque amanecía con su mapa pintado de sangre y letras de pequeños niños. Tres jóvenes universitarios decidieron hacer un trabajo sobre esa historia, y muy convencidos de que era una buena idea, cogieron su cámara y la tienda de campaña para pasar la noche en el bosque y grabar todo lo que pudiera suceder allí.
Todo fue muy bien hasta que se les hizo de noche. Cuando todos están en la tienda de campaña, empezaron a oír misteriosos chillidos y carcajadas de pequeños niños. Aterrorizados, salieron de la tienda, y como estaban tan intrigados en resolver el misterio, sacaron su cámara y empezaron a grabar, aunque lo único que escucharon fueron aquellas misteriosas carcajadas que helaban la sangre y erizaban la piel.
Cuando por fin amaneció, decidieron recoger todas sus cosas y marcharse cuanto antes al campus. Sin embargo, al empezar a caminar para buscar el coche se dieron cuenta que estaban completamente perdidos. Preocupados y con miedo a tener que pasar una segunda noche en el bosque, sacaron el mapa para comprobar la dirección que tenían que seguir… ¡cuál fue su sorpresa al ver que éste estaba totalmente pintado con sangre y letras de niños pequeños! Y la pregunta que los tres se hicieron fue: ¿quién pintó el mapa?
Empezaron a sentir mucho miedo porque no querían volver a pasar la noche en el bosque, pero ellos no sabían que de esa manera empezaba la misteriosa historia que se contaba en el pueblo...
Poco a poco fue pasando el día, y el pánico a que anocheciera no les dejaba pensar en nada. Al fin, se les acabó haciendo de noche y tuvieron que volver a acampar. Los tres tuvieron la esperanza de que no sucediera nada y al amanecer pudieran marcharse, sin embargo, pronto volvieron a escuchar aquellos misteriosos ruidos.
Se asustaron tanto que, con la cámara en mano, escaparon de allí adentrándose en el bosque, pero al mirar hacia atrás vieron que faltaba uno de ellos. Los otros dos empezaron a llamarle, y mientras esperaban su respuesta sólo oían aquellas carcajadas de los niños, como si éstos supiesen dónde se encontraba su compañero perdido.
A la mañana siguiente, los dos chicos estaban tan dominados por el miedo que les provocaba el bosque que ambos empezaron a sospechar que el otro era el asesino y culpable de la desaparición de su amigo.
Intentaron buscar una salida, pero lo único que encontraron fue una gran casa donde poder pasar la siguiente noche de forma más tranquila… o al menos eso pensaban cuando se adentraron en ella en busca de refugio y empezaron a buscar alimentos, ya que llevaban dos días sin probar bocado. Al no encontrar nada ni a nadie bajaron al sótano, y allí descubrieron a su joven amigo rodeado de pequeños niños que cantaban felizmente “ahora es vuestro turno”.
Al oír esto, los dos chicos salieron despavoridos del sótano, pero era demasiado tarde para ellos… a los pocos días, las familias de los jóvenes encontraron una cinta de video donde se mostraba la espantosa muerte de sus tres hijos, y todos se preguntaban: ¿quién fue el que grabó aquella masacre?
—¿Y quién lo grabó? —me preguntó Guille expectante y con los ojos como platos tras escuchar mi relato de terror.
—Nunca se supo —le respondí manteniendo el tono misterioso—. ¿Pero sabes qué? La gran casa donde los chicos se refugiaron era… ¡esta!
—¡Guay! —exclamó el niño.
—Nunca entenderé cómo te pueden gustar tanto las historias de terror —rezongó su madre negando con la cabeza—. Como si no tuviéramos ya bastante…
A mí también me costaba creer que un niño tan pequeño escuchara esas historias tan felizmente, pero bien pensado, era un rasgo positivo… significaba que, a diferencia de los adultos, que con los muertos vivientes habíamos tenido suficientes historias de terror, a él no le habían afectado tanto.
—Es así desde que fue con el colegio a una acampada —me explicó Marga la primera noche que, reunidos todos alrededor de una hoguera, el propio Guille pidió que alguien contara una historia de terror—. Se ve que algún compañero mayor les contó una, y le ha cogido el gusto.
Tras más o menos un mes instalados en aquel parador, y digo más o menos porque sin un calendario o un reloj digital el paso de los días se volvía confuso tras tanto tiempo, había entablado cierta amistad con Marga. Era la única mujer de mi edad que había por allí, así que tampoco es que tuviera mucha elección, pero en cierta forma comencé a apreciar su compañía. Hasta su hijo había empezado a llamarme “tita Irene” a raíz de mi relación con Héctor, así que éramos prácticamente familia.
Lo de Héctor fue algo fortuito, quizá movido en un principio por la atracción física que sentí hacia él, unida al hecho de que llevaba mucho tiempo sin sexo, pero había avanzado hasta convertirse en una relación de verdad. No me engañaba, no se podía decir que estuviera enamorada de él, pero sí que le había cogido mucho cariño, el suficiente para dejar que el amor, o lo que fuera, surgiera cuando llegara, si llegaba a hacerlo. En realidad, no me importaba si no lo hacía nunca, estaba a gusto así, Héctor era un hombre atento y cariñoso, cuidaba de mí como si fuera la niña de sus ojos y funcionaba mejor que bien en la cama… ¿qué más podía pedir?
Lo cierto era que había una cosa que sí podía pedir: una suegra mejor. Como era de esperar, a Angelines no le gustó nada que otra mujer entrara en la vida del único hijo al que adoraba, y no se tomó nuestra relación demasiado bien. No obstante, eso, lejos de importarme, hasta me supuso un placer morboso. La vieja Irene no habría soportado a esa señora y sus críticas veladas, sus indirectas o directamente sus impertinencias… aquella zorra desalmada le habría envenenado la comida o la habría arrojado desde el balcón de su habitación contra el asfalto de la carretera fingiendo un accidente, pero por suerte esa mujer ya no existía.
Me había redimido por completo. Si algo había supuesto Héctor en mi vida, era precisamente una buena influencia en la que fijarme. Alguien que se daba a los demás, fuera su madre, sus hermanos o yo misma, era un ejemplo a seguir para la egoísta y egocéntrica Irene que había sido en el pasado.
Por ese motivo, en lugar de matar a la vieja, me vengué de ella subiendo la temperatura de mi relación con su hijo. Era mucho más satisfactorio y más divertido ir cargándome poco a poco los vínculos de esclavitud que ella tan pacientemente había tejido para tener atado a su adorado primogénito, y para ello no había mejor forma que dirigirse directamente al cerebro de un hombre, es decir, su pene.
Cuando Angelines dijo que nuestra relación no tenía ningún sentido, le propuse a Héctor que nos trasladáramos al mismo dormitorio. Más adelante, cuando sugirió que no era lo bastante buena para su hijo, decidí que ya había mejorado el tiempo lo suficiente como para comenzar a dormir más ligera de ropa… y al final, cuando fingió comenzar a sentirse peor de la cadera y sugirió que él durmiera en su misma habitación por si le necesitaba por la noche, tiré de las posturas más arriesgadas del Kamasutra para convencerle de que era una idea pésima.
Ignoraba si la señora se había rendido ya. Conociéndola, lo dudaba mucho, pero si intentaba un nuevo ataque todavía tenía un par de armas en mi repertorio para contraatacar. Si la anciana mujer quería jugar a ver cuál de las dos era más bruja no le iba a resultar fácil ganarme, especialmente cuando yo tenía mucha miel que darle a su hijo, y ella sólo vinagre.
Mi relación con Héctor iba viento en popa, me había hecho amiga de Marga y Guille me adoraba, como contrapartida tenía una suegra toacapelotas, pero el promedio era bastante positivo. El último miembro de familia, César, tenía sin embargo para mí una de cal y una de arena. Le había caído bien, eso lo tenía clarísimo porque le gustaba, las miradas furtivas que ocasionalmente me lanzaba le delataban, pero al mismo tiempo le sentó mal que estuviera con su hermano, y por tanto fuera de su alcance. Si hubiera podido cambiarse con él, lo habría hecho sin dudar… aunque sospechaba que no solamente en ese asunto.
—Venga, Guille. Hora de irse a dormir —anunció Marga—. Se acabaron los relatos de miedo, que al final la que no va a poder pegar ojo soy yo.
—Vale —lamentó el muchacho levantándose de su silla y agarrándose luego de la mano de su madre—. Buenas noches.
—Buenas noches. —respondieron Héctor y César. Su abuela, sin embargo, tan sólo movió los labios como si de repente tuviera algo amargo en la boca, y no dijo nada.
—Que descanses. —le dije yo, pero antes de marcharse se volvió hacia mí.
—Tita Irene… ¿viste a los niños de la historia cuando estabas en el bosque? —quiso saber.
“Vi muchas cosas, pero niños sólo cinco, y no eran esos” dije para mí misma con la vista fija en el fuego de la hoguera. Los recuerdos de aquellos angustiosos días no solían afectarme por norma general, pero había momentos en que volvían a mí con una fuerza inusitada, y sentí un escalofrío cuando me recordé sentada sobre una piedra y muriéndome de frío frente a una hoguera similar a la que ardía frente a mí.
Héctor debió darse cuenta de lo que me pasaba, porque me pasó un brazo por encima del hombro para darme apoyo.
—Vamos a dormir, Guille —le indicó su madre—. Ya harás preguntas mañana.
—¿Estás bien? —me preguntó él cuando los dos se hubieron marchado.
—Sí, no te preocupes —le respondí agarrándole cariñosamente de la mano que había pasado sobre mí—. Sólo ha sido un mal recuerdo.
—Si quieres, te acompaño ya a la habitación, de todas formas mañana me toca hacer guardia a primera hora y debería descansar. —sugirió.
Había sido un mes tranquilo, muy tranquilo a decir verdad. Sólo en dos ocasiones un muerto viviente despistado había logrado acercarse hasta el parador, y en ambas fue detectado y eliminado con rapidez y eficacia sin que nadie llegara a correr peligro real. De gente viva no había ningún signo, no sabía si porque no habían encontrado el sitio gracias a que quitamos el cartel o porque directamente no se habían acercado siquiera a la zona, al no esperar encontrar nada en ella.
Sin embargo, la experiencia de salir de Madrid, la ermita y lo que pasó después me sirvió para no dormirme en los laureles. Que no hubiera aparecido gente o un grupo grande no significaba que no pudiera hacerlo en el futuro, y no podíamos permitirnos que nos pillara desprevenidos cuando no teníamos armas de verdad ni habilidad para hacer frente a algo así. Teniendo eso en cuenta, les convencí para realizar guardias a lo largo del día desde el ático del parador, cuyas ventanas abarcaban perfectamente buena parte de la carretera y detectarían una amenaza con tiempo suficiente como para reaccionar.
Sólo éramos cuatro adultos capaces de montar guardia, de modo que éstas tuvieron que ser muy limitadas. Fiándome de mi experiencia, no creía que nadie fuera a acercarse allí ya caída la noche, a esa hora nadie quería vérselas con los resucitados a oscuras, de modo que cualquiera que quedara vivo fuera ya habría encontrado un refugio antes de que el sol se pusiera. Eso nos libró de muchas horas e hizo que fuera viable montar guardia durante el día.
—¿Subir a la habitación? —masculló la anciana, que desde que nadie le hiciera caso cuando dijo que esas historias de terror no eran apropiadas para un niño tan pequeño, demostrando así que podía fingir que le importaba su nieto bastardo si con ello lograba fastidiar a alguien, solía mantenerse callada durante la noche—. Necesito que me ayudes a ir a la mía y a acostarme.
—Madre, César también puede ayudarte, ¿verdad? —le dijo Héctor volviéndose hacia su hermano.
—Claro —exclamó él dispuesto a ganarse el cariño que la anciana prodigaba con su hijo mayor, pero que racaneaba a los demás—. Yo le ayudaré, madre.
—¿Tú? —replicó ella conteniendo la rabia.
Tuve que hacer un esfuerzo por no sonreír al verla sin ningún argumento al que apelar para separarme de su adorado hijo, y en cierto modo me sentí orgullosa por ello. No sólo le estaba haciendo mucho bien a Héctor apartándole un poco de la nociva compañía de su madre, también la obligaba a tener que confiar en su otro hijo para que la atendiera.
—Vamos a subir, por favor. —le pidió la bruja joven a su novio fingiendo estar angustiada antes de que a la bruja vieja se la ocurriera una forma de menospreciar a su otro hijo.
Él, como no podía ser de otra manera, se apresuró a ponerse en pie y a acompañarme fuera.
—¿Seguro que estás bien? —se preocupó mientras caminábamos por el pasillo.
—Sí… sólo ha sido un bajón puntual. —le tranquilicé.
De todas formas, no eran los recuerdos del bosque los que más me provocaban ese efecto. La mayoría de malos recuerdos tenían que ver con la etapa anterior, cuando la parte más desquiciada de mi mente tenía el control.
No le había hablado de esos tiempos ni siquiera a Héctor. No se trataba de que me diera miedo que pudiera no comprenderlos… sabía que no lo haría, ningún ser humano en su sano juicio podría hacerlo, tenía demasiadas muertes a mis espaldas como para eso. En realidad, si no hablaba de ello era porque quería olvidarlo. Toda la gente involucrada en aquellos sucesos estaba muerta o a un mundo de distancia, el tiempo todo lo curaba, y pronto pasarían de ser un mal recuerdo como eran en ese momento a ser sólo un mal sueño.
—¿Has cerrado las puertas? —le pregunté. Cerrar la puerta principal y las de emergencia era una medida de seguridad básica para evitar visitas indeseadas, y como todas eran de madera gruesa, a juego con el aspecto rústico del parador, suponían una buena barrera contra intrusos.
—En cuanto entré. —asintió él.
—Entonces vamos a la cama. —sugerí abrazándole por la cintura.
Nos habíamos repartidos todos por las habitaciones del primer piso. No eran las más lujosas del complejo, pero tampoco estaban nada mal, y se encontraban lo bastante cerca de la planta baja como para poder escapar del parador en cuestión de segundos si algo pasaba, una medida de seguridad que me parecía vital.
En cuanto entramos en la habitación me dirigí al cuarto de baño. La garrafa que empleábamos para lavarnos la cara, los dientes y demás higiene que no gastaba demasiada agua se encontraba ya a mitad, al día siguiente probablemente habría que rellenarla, pero teníamos para pasar la noche de sobra. Cuando salí del baño, iba vestida solamente con la ropa interior, y Héctor ya se encontraba recostado en la cama, esperándome.
—¿Estás seguro de que tienes que madrugar tanto? —le pregunté contoneándome mientras me acercaba a él.
Aunque el invierno había quedado prácticamente atrás, todavía hacía un poco de frío para pasearse en paños menores por la noche, así que me apresuré a meterme bajo las sábanas y pegarme a su cuerpo para entrar en calor.
—Bueno, todavía es temprano. —contestó él abrazándome.
—Estupendo. —exclamé metiendo la manos bajo las sábanas y dirigiéndolas hacia sus calzoncillos. Aquella noche había dejado de lado a su madre por mí sin que tuviera que lanzarle ninguna indirecta, tenía que aportar un refuerzo positivo a ese comportamiento si quería que se repitiera en el futuro.

Por la mañana, como Héctor vigilaba con la inestimable ayuda de Guille, y César tuvo que hacerse cargo de su madre, me tocó ir con Marga a la cocina del restaurante para buscar el desayuno. No era algo que hiciera muy a menudo porque cocinar no se me daba nada bien, y entre que Marga tenía mucha más mano y que a mi novio le gustaba hacerlo para mí cuando la comida en cuestión sucedía de forma más íntima, no había entrado en esa cocina en semanas.
Irremediablemente todo el parador comenzaba a presentar un aspecto más descuidado que cuando lo vi por primera vez. Aunque el plumero y la escoba sí que los pasábamos de cuando en cuando, era imposible limpiar el polvo de todas partes… algo que también molestaba mucho a Angelines, que en una ocasión nos llamó a Marga y a mí “guarras” por tenerlo todo tan sucio, como si aquello fuera responsabilidad únicamente nuestra.
El polvo no era lo único, con el buen tiempo y un bosque montañoso rodeándonos por todas partes, aquello comenzó a llenarse también de toda clase de bichos, desde insectos a ratoncillos de campo, y cada vez era más difícil contenerlos. Con la primavera y el verano por delante, no quería ni imaginarme cómo iba a acabar la cosa, pero teníamos que tomar medidas en serio cuanto antes.
—Bueno, ¿cómo va todo con Héctor? —me preguntó mientras nos dirigíamos hacia la cocina—. Se os ve muy acaramelados, que después de sólo un mes no tiene mérito, pero aun así es llamativo.
—Nos va bien. —respondí encogiéndome de hombros.
—Sí, ya lo oí anoche. —se mofó, consiguiendo que me sonrojara. No había sido mi intención que se nos escuchara, pero a veces, cuando lo coges con ganas…
“Bueno, tal vez con un poco de suerte le amargara el sueño a la bruja de mi suegra” pensé.
—No era nuestra intención. —me disculpé torciendo el gesto.
—A ver, no me molesta, es normal —exclamó inmediatamente—. Es decir, es mi hermano, es asqueroso, ¿vale? Pero en el fondo me da un poco de envidia, hace mucho que un hombre no me hace… gritar. Y no parece que quede ninguno vivo que vaya a hacerlo, ¿verdad?
—Nunca se sabe —dije yo—. Ha pasado mucho tiempo, tal vez algún grupo grande y bien asentado esté comenzando a reconstruir.
No confiaba mucho en ello, al menos no tan pronto, y desde luego no como vi las cosas la última vez que estuve allí fuera, pero pasaría. Por pocos humanos que sobrevivieran, los resucitados se acabarían pudriendo, y reconstruiríamos el mundo. No era cuestión de si ocurriría, sino de cuándo… y en qué condiciones.
—¿Esto es todo lo que queda? —pregunté alarmada cuando entramos en la despensa de la cocina.
El lugar estaba preparado para dar de comer a decenas de clientes durante días, de modo que siendo sólo seis parecía que la comida no se iba a acabar nunca… pero nada más lejos de la realidad. En el mes que llevaba allí habíamos consumido más de la mitad.
—Baja demasiado rápido, ¿verdad? —respondió Marga con preocupación—. Tarde o temprano se acabará, y entonces no sé qué vamos a hacer, porque no nos veo cazando ciervos en el bosque.
Teniendo en cuenta que en cinco días lo único que encontré para comer fue una carroña y una serpiente, yo tampoco le veía muchas posibilidades a la caza.
Sentí un estremecimiento al recordar de nuevo aquellos días.
—Hay que hacer algo antes de que eso pase —estimé—. Necesitamos surtirnos de algún otro lugar.
—¿De dónde? —inquirió ella—. No es como si pudiéramos ir al supermercado, aquí no hay nada.
Eso no era del todo cierto. Sí que había, concretamente unas cuantas casas y tiendas al pie de la montaña, ya había ido allí una vez… no es que esperar encontrar mucho, y menos después de tanto tiempo, pero habría sido muy estúpido no acercarse al menos a comprobarlo.
Con víveres para el desayuno en mano, nos dirigimos hacia el salón, que además de ser el lugar donde nos reuníamos para pasar las horas muertas, también hacía de comedor. Tenía la intención de comentarle a Héctor lo que había pensado cuando subiera a llevarle su comida, pero me lo encontré allí, ayudando a su madre a sentarse en uno de los sillones.
—¿No iba a encargarse César? —inquirí tratando por todos los medios de no mostrarme demasiado molesta por aquello.
—Le he pedido que me sustituya un momento. —se explicó Héctor mientras Angelines se tomaba su tiempo fingiendo pequeños dolores antes de sentar el culo en el asiento.
—César es un torpe —exclamo la buena mujer dirigiéndome una mirada torva con su único ojo sano—. Y no tienes por qué dar explicaciones, hijo, sólo estás ayudando a tu madre, que te dio la vida y te trajo a este mundo, a sentarse.
“Pues a menudo mundo le has traído” pensé disimulando una mirada de odio.
—Madre… —le riñó su hijo.
—Da igual, de todas formas me viene bien que estés aquí porque tenemos que hablar —repliqué ignorando a la mujer y volviéndome hacia él—. Vengo de la cocina, de la despensa, y el ritmo al que gastamos la comida es preocupante. Si sigue así la cosa, nos habremos quedado sin nada en unas semanas.
—Aquí hay demasiada gente, eso es lo que pasa —murmuró Angelines con toda la maldad de su corazón—. Sobra gente a quien nadie invitó, que se come nuestra comida.
—¡Madre! —exclamó de nuevo Héctor, pero ella le ignoró, como siempre.
—No es preocupante a corto plazo, pero si se llega a agotar la comida, tendríamos que irnos de aquí —traté de hacerle comprender, tanto a él como a su madre y a Marga, que se agachó a encender de nuevo la hoguera de la noche anterior—. Podemos racionarla, empezar a comer menos, pero se me ocurre que también podríamos bajar a las casas de abajo y ver qué encontramos.
—¿Bajar allí otra vez? —replicó él no muy convencido. Hasta Marga me miró alarmada por sugerir siquiera la idea—. No sé, la otra vez nos atacaron varios resucitados… ¿qué esperas encontrar allí después de tanto tiempo?
—No lo sabremos hasta que lo veamos —respondí encogiéndome de hombros—. Si vamos César, tú y yo podremos con cualquier resucitado que aparezca, por lo que nos atacó la otra vez, es evidente que no hay muchos por los alrededores. Luego, según lo que encontremos, veremos qué hacemos, si racionar o qué.
—¿Vais a bajar otra vez y a dejarme sola? —se entrometió Angelines haciéndose la dolida.
—No se preocupe, madre, yo me quedaré con usted hasta que vuelvan. —le dijo Marga con toda su buena intención, pero la respuesta de la mujer fue un gesto de desprecio, que incluyó apartar la mirada de su descendiente menos favorita.
—Creo que es muy necesario hacer esto. —insistí para obligar a Héctor a debatirse entre ella y yo.
Él, notablemente apurado, reflexionó durante algunos instantes, y al final tomó una decisión.
—Creo que somos suficientes aquí para hacer ambas cosas —dijo mirándome a mí—. No se trata de mi madre, Irene, no podemos dejar esto sin vigilancia tampoco. Si ocurre algo mientras no estamos… creo que César está perfectamente capacitado para acompañarte si es necesario.
Me quedé helada, y no sólo por el gesto de satisfacción de Angelines ante la victoria. Creía haberle apartado de la nociva influencia de su madre lo suficiente como para que no cediera a sus peticiones más irracionales, pero aquella recaída tan absurda me dejó completamente fuera de juego.
—Muy bien, como tú quieras. —exclamé dándome la vuelta y saliendo de allí.
“Adivina quién se va a ir a dormir esta noche también con su mamá” pensé con resentimiento mientras atravesaba el pasillo. Ese asalto me lo había ganado la vieja, pero me juré que no sería el último.

Con toda la caradura del mundo, Angelines hizo que Héctor la sacara a la calle para despedirnos cuando César y yo nos dispusimos a partir en busca de comida. También salieron Marga y Guille, y el niño me abrazó con mucha fuerza antes de que nos marcháramos, como si temiera que no fuera a volver. Era normal, teniendo en cuenta que habíamos pasado un mes todos juntos en esa casa sin que nadie saliera de ella salvo para coger agua del arroyo.
—No te preocupes, cariño, volveremos enseguida, ya lo verás. —le prometí.
—Tened mucho cuidado —nos advirtió Marga—. No sabemos cómo pueden estar las cosas allí ahora.
No podía quitarle la razón respecto a eso. Aunque no tenía muchas esperanzas, lo cierto era que sentía curiosidad por saber qué había sido del mundo tras el aislamiento en el que habíamos sobrevivido. Si bien unas cuantas casas y tiendas alrededor de un cruce de carreteras no eran lo que se dice una referencia válida para juzgar cómo debía estar el resto del mundo, su estado sí que era una señal al respecto.
—Bueno, pues nos vamos. —dije cuando llegó el momento de partir. Aunque los días comenzaban a ser más largos, no quería perder mucho el tiempo por si surgían complicaciones, de modo que aún no era mediodía cuando ya estábamos listos.
Héctor se acercó para darme un beso de despedida, pero giré la cara para que tuviera que dármelo en la mejilla, y no se lo devolví. Todavía estaba muy enfadada porque no fuera él, sino su hermano pequeño, quien estuviera allí conmigo. Me parecía demencial que dejara que su novia se fuera para quedarse cuidando a su madre. Sólo en una cabeza muy dominada por esa señora cabía esperar algo así, y por lo visto no era la única que lo pensaba.
—Me parece muy fuerte lo de Héctor —me dijo César cuando ya bajábamos la kilométrica cuesta que nos llevaba al pie de la montaña. Ambos cargábamos con las mochilas que ellos utilizaron para transportar su equipaje al abandonar la ciudad, y teníamos la esperanza de llevarlas a la vuelta llenas de comida—. Creo que es él quien debería estar aquí.
—No me apetece mucho hablar de eso. —le dije torciendo el gesto. Aunque me alegraba de que por lo menos se diera cuenta de ello, no me hacía gracia que me lo recodara. Teníamos que concentrarnos en lo que íbamos a hacer, porque no iba a ser yo la típica gilipollas a la que mordiera un resucitado por ir más pendiente de sus asuntos sentimentales que del peligro que corría.
—Como quieras… yo sólo digo que, si tú fueras mi novia, jamás te habría dejado sola en algo tan peligroso como esto. —afirmó.
Me volví para mirarle algo dubitativa. No sabía si su comentario era una inocente muestra de apoyo o pretendía decir algo más. No se me olvidaba la forma en que nos miraba a Héctor y a mí cuando teníamos un gesto de cariño el uno con el otro… esa envidia podía no ir sólo dirigida al hecho de que él tuviera novia, sino estar provocada precisamente por la novia en cuestión.
—Es muy amable por tu parte, pero no hablemos más de ello, por favor —le pedí—. Además, no voy sola.
Me salió sin pensar, sólo quería ser amable, demostrarle que no estaba enfadada porque hubiera sacado el tema, pero si sus palabras iban con segundas, sin duda pensaría también que las mías tenían una intención oculta.
“Bueno, ¿y qué?” pensé inmediatamente, “él se lo ha buscado. Mira que no venir conmigo…”
No quería hablar de ello, pero al final había logrado cabrearme. Por suerte, César tuvo la inteligencia suficiente como para no insistir más en el asunto en todo el trayecto, y unos minutos más tarde llegamos al lugar donde cortamos el cartel que señalaba la dirección hacia el parador, junto al cruce de carreteras que albergaba las únicas casas a los alrededores.
No podía decir que la situación estuviera muy cambiada, pero los pequeños cambios desde luego no habían sido a mejor. La carretera estaba intransitable y completamente desdibujada. Tras semanas de lluvia y viento, se había llenado de tierra que la lluvia convirtió en barro y ramas caídas de los árboles del bosque que el aire arrastró hasta allí. Una de las casas, que recordaba intacta en la última visita, tenía una ventana quebrada, y las malas hierbas y las malezas crecían por doquier.
—Tiene pinta de estar abandonado. —dijo César, y “abandonado” era la palabra que mejor lo definía, sin ninguna duda.
—Es que lo está. —aseveré yo.
Los cuerpos de los resucitados que matamos continuaban exactamente donde los dejamos, pero la descomposición y los bichos carroñeros habían dado buena cuenta de ellos, y ya sólo restaban algunos despojos, huesos y jirones de ropa. Por los alrededores no se veía a ninguno más, así que me atreví a pensar que nuestro viaje sería cómodo.
—Empezaremos por el restaurante, es donde más probablemente haya algo. —sugerí señalando el lugar en cuestión.
El establecimiento no era como el restaurante del parador, pero no estaba mal. Sin duda estaba montado para que los turistas que visitaran el parador tuvieran una alternativa más económica, y el dueño había puesto ganas y dinero en decorarlo de manera atractiva.
—Cerrado —anunció César tras intentar abrir la puerta—. ¿Cómo vamos a entrar?
—Para eso he traído esto —exclamé sacando de mi mochila un desencofrador. Lo encontré entre las herramientas que se guardaban en el parador, no sabía para qué lo utilizaban, la ferretería no estaba mis aficiones ni mucho menos, pero sabía que nos sería útil a la hora de forzar puertas—. Ten, vas a tener que hacerlo tú, que eres más fuerte.
Pareció encantado de aceptar esa tarea, de modo que, mientras él luchaba por cargarse la cerradura de la puerta del restaurante, yo vigilé por si algún resucitado despistado acababa apareciendo por allí. Por el momento no habíamos visto a ninguno, pero no iba a confiarme.
Con un sonoro chasquido, la cerradura reventó y la puerta cedió. César estuvo a punto de darse de morros contra el suelo por la fuerza que había tenido que emplear para abrirla, pero logró mantener el equilibrio.
—Abierta. —anunció limpiándose la mano contra los pantalones.
—Echemos un vistazo pues. —dije antes de adelantarme cuchillo en mano en el interior del restaurante.
Lo que más había era polvo, algo que era de esperar después de meses cerrado. Las sillas colocadas sobre las mesas eran señal de que el lugar no había sido abandonado precipitadamente, sino que el dueño tuvo tiempo de cerrarlo en condiciones, quizá con la vana esperanza de que todo se arreglaría y podría volver a abrir pronto. Olía a humedad, pero no a putrefacción, así que descarté que en principio fuéramos a encontrar sorpresas desagradables.
—No creo que necesitemos nada de aquí —opinó César mirando por encima las mesas y la barra. Algunas bebidas alcohólicas se encontraban expuestas en ella, pero teníamos alcohol de sobra en nuestro propio restaurante, así que ni las miramos—. ¿Vamos a la cocina?
—Vamos. —asentí. No sabía lo que podíamos encontrar allí, pero esperaba que algo… la mera idea de tener que abandonar el parador por quedarnos sin comida me aterrorizaba después de tanto tiempo viviendo bien.
Nada más abrir la puerta de la cocina, una rata enorme salió corriendo por ella. No sabría explicar por qué después de todas las experiencias desagradables que había vivido ya, e incluso habiendo cazado una serpiente con mis manos y un cuchillo, una mísera e inocente rata logró hacerme reaccionar de esa manera, pero dando un grito salté a un lado para apartarme de ella, y por poco me llevo a César por delante en el proceso.
—Está bien, sólo es una ratita. —intentó tranquilizarme él agarrándome de la cintura después de que casi me cayera al suelo en mi arrebato de pánico.
Me di cuenta enseguida de que me estaba comportando como una idiota, y con el corazón todavía latiéndome a toda velocidad traté de sobreponerme al susto.
“Demasiado tiempo viviendo la buena vida” pensé tratando de encontrar una explicación.
—Ya puedes soltarme... —dije al ver que, pese a que la rata ya se había perdido de vista, y yo estaba mejor, César seguía agarrándome como si temiera que fuera a desmayarme.
Esa forma de sujetarme me recordaba demasiado a cómo lo hacía Héctor cuando me abrazaba, y pese a que no me hizo sentir incómoda, tampoco me pareció apropiado.
—Sí, perdona. —respondió liberándome por fin, aunque no supe por qué me contrarió un poco que lo hiciera.
La presencia de la rata estaba completamente justificada en la cocina, que debido al paso del tiempo y la descomposición de los alimentos perecederos que en ella se guardaban, sumado a que el frío se había ido, rebosaba de vida como lo hacían las ciudades antes de que los resucitados llegaran. Pese a todo, logramos sacar de allí varias latas y envases de vidrio con los que la madre naturaleza aún no había podido, aunque tuvimos que marcharnos rápidamente para que los bichos no nos comiesen.
—No ha estado mal. —valoró César mientras guardaba las latas en la mochila.
—Pero podría haber estado mejor. —repliqué yo insatisfecha.
Fuera, un resucitado había acabado apareciendo por culpa del ruido que hacíamos, de modo que tuve que acercarme a dar cuenta de él con el cuchillo. No me resultó difícil rematarlo con un par de puñaladas bien dirigidas.
—¡Vaya! Espero que no estuvieras pensando en Héctor. —exclamó César cuando saqué el cuchillo de su cráneo y el cuerpo cayó al suelo.
—No, en él no —dije yo, que si bien no había pensado en nadie porque había dejado atrás esos malos hábitos hacía tiempo, de haber elegido a quién apuñalar sin duda habría sido a su madre—. Probemos con las casas, no quiero estar más tiempo aquí del necesario.
—Como digas. —accedió.
De nuevo tuvo que emplear el desencofrador para forzar la puerta, y aunque lo que nos encontramos no fue lo mismo que en el restaurante, tampoco distaba demasiado. El polvo y las sabandijas se habían hecho los dueños de las ruinas de la humanidad, más en una zona tan de campo como esa, y no estaban dispuestas a perder esa hegemonía.
—Hay ratones en la cocina, pero he encontrado algunas conservas intactas, aunque la mayoría han caducado. —anunció César examinando unos botes que traía en las manos tras registrar la habitación—. ¿Qué haces?
Yo me había quedado en el comedor mientras él lo hacía, mirando fijamente una foto que los dueños de la casa tenían sobre la televisión. En ella se veía una pareja de unos cincuenta años, junto a un chica de poco más de veinte, posando junto a la fachada del museo del Prado de Madrid.
—Mis padres tenían una foto exactamente igual a ésta —le expliqué sintiendo una repentina congoja en mi interior—. Nos la hicimos cuando vinieron a visitarme, después de que me mudara a la capital.
Ellos también la habían enmarcado, y la colocaron en una estantería del pasillo. La pareja que aparecía allí no se parecía demasiado a mis padres en realidad, pero la foto era idéntica, y la chica morena bien podría haber sido yo.
—Oh, entiendo —respondió él torciendo el gesto—. ¿Estás bien?
—He pensado tan poco en ellos… —lamenté. Había pensado tan poco en nadie que no fuera yo misma desde que salí del colegio en realidad… pero por primera vez lo hacía, y me sentía triste, dolorida, como si me hubieran arrancado algo que me era muy querido. Así era como debían sentirse las personas normales, y saber que aún podía tener esa clase de sentimientos era tranquilizador, aunque supusieran un dolor tan grande que no lograra evitar que se me escapara una lágrima—. No, definitivamente no estoy bien.
Tuve ganas de romper a llorar, tal vez debido a que no lo había hecho cuando debía, y agradecí enormemente que César tuviera el detalle de abrazarme para consolarme, porque de repente me sentí completamente desamparada, como si estuviera sola en el mundo.
Jamás supe cómo una cosa llevó a la otra, pero cuando quise darme cuenta nos estábamos besando como locos, yo sujetándole la cara y él acariciándome la espalda con sus manos. Era tan parecido a su hermano… y precisamente Héctor era quien debía estar allí en ese momento, acompañándome y consolándome, no él, de modo que por un instante me dejé llevar.
—¡No! ¡Para! —exclamé apartándole de mí cuando recuperé el sentido común. Aquello estaba mal, yo ya no era la clase de persona que haría algo así, que jugaría con los sentimientos de la gente para su satisfacción personal—. Esto no puede ser. ¡Soy la novia de tu hermano, por amor de Dios!
—Pues yo creo que es justo lo que debería ser —replicó él frunciendo el ceño—. ¿Qué tiene mi hermano, el señor perfecto, que no tenga yo? Además de cosas mejores que hacer que estar aquí.
“Madurez suficiente para no hacer esa pregunta” respondí para mí misma.
—Deberíamos volver —dije para evitar responder. No era buena idea seguir adelante después de lo que acababa de pasar—. Ya volveremos otro día, cuando venga Héctor.
Pude notar que le dolió oírme decir eso, pero era lo correcto. Aun con su pequeño defecto en el tema de su madre, Héctor era mi pareja, había pasado un mes estupendo con él y no iba a hacerle eso por mucho que hubiera tenido un momento de debilidad.
—Muy bien. —se rindió César con el corazón roto. No era capaz de entenderle, ¿de verdad esperaba que fuera a caer rendida ante él diciéndome que era mejor que su hermano? Demasiadas películas había visto.
Me dirigía ya hacia la puerta cuando me frené en seco al ver algo a través de una ventana. En el patio trasero de la casa había aparcada una autocaravana, y eso era algo que valía la pena detenerse a investigar.
—Parece en buen estado. —dijo César cuando estuvimos frente a ella.
Su aspecto no era bueno en realidad, llevaba demasiado tiempo a la intemperie y una capa de polvo y barro la cubría por completo, pero salvo algunos arañazos y la pintura desgastada, no parecía tener ningún problema.
—Si funciona, deberíamos llevárnosla —afirmé muy convencida—. Podemos adecentarla y usarla si finalmente nos tenemos que marchar del parador. ¿Por qué no vas dentro a ver si encuentras las llaves? No tengo ni idea de cómo se puentea un coche.
—Voy. —replicó solícito dirigiéndose de vuelta a la casa.
Deseé que estuvieran allí, porque una autocaravana nos facilitaría mucho la vida si nos quedábamos sin comida y había que irse. Cada vez hacía menos frío, así que tal vez fuera hasta agradable dormir allí, aunque estaríamos un poco apretados, y Angelines se encargaría de encontrar cualquier defecto añadido que pudiera tener.
Me acerqué a la puerta lateral, que entraba directamente en el hábitat de la caravana, y al tantearla descubrí que no estaba atrancada. La abrí con precaución y con el cuchillo por delante, por si algún vivo o muerto se encontraba allí dentro, pero no me encontré ni con una cosa ni con la otra…
—¡Ag! —exclamé con asco al ver en el suelo un cadáver humano con la cabeza reventada. En su estado de putrefacción era imposible saber si se trataba de un resucitado o de alguien que había estado vivo, sólo estaba claro que su muerte fue extremadamente violenta, porque sus sesos se encontraban esparcidos por toda la caravana, así como sangre seca y restos de carne.
El muerto no era reciente, pero algunos insectos todavía repelaban sus restos, así que tampoco podía ser demasiado antiguo… probablemente ese hombre murió cuando yo ya había llegado al parador.
—Ha habido suerte, he encontrado las llaves en un cenicero junto a la entrad… ¿qué ha pasado aquí? —preguntó César tan sorprendido como asqueado cuando regresó con un manojo de llaves en la mano.
—No tengo ni idea, pero vamos a tener que sacar el muerto para llevarnos esto. —respondí.
No le hicimos ninguna ceremonia, tan sólo arrastramos el cadáver y lo dejamos entre la descuidada hierba del jardín para dejar que la madre naturaleza se encargara de él. En cuanto logramos arrancar la caravana, que tras tanto tiempo parada no fue una tarea fácil, nos pusimos en camino hacia el parador.
—Espero que no se asusten mucho al vernos llegar. —dije después de que nos desviáramos por el cruce y comenzáramos a subir la cuesta que nos devolvía a casa.
—Me preocupa más cómo vamos a limpiar esto. —replicó César con el volante en la mano. El suelo y las paredes de la autocaravana daban asco, y el olor a muerte todavía impregnaba el ambiente, hasta el punto que tuvimos que abrir las ventanillas para no agobiarnos demasiado.
—Vivimos en un hotel, algo habrá. —le aseguré contenta por poder hacer el camino de vuelta en coche y no andando.
Cuando alcanzamos el parador, tuvo la feliz idea de tocar el claxon para advertir de nuestra llegada a los demás. Quise reñirle ese comportamiento tan imprudente, hacer ruido nunca era buena idea, pero lo cierto era que veníamos del único lugar poblado en kilómetros a la redonda.
—¿Y esto? —preguntó Marga, que se encontraba jugando con Guille en el aparcamiento cuando llegamos, al bajarnos del vehículo.
—Lo encontramos y me pareció una buena idea traerlo. —le expliqué orgullosa.
—¡Qué guay! —exclamó Guille impresionado.
—Sí, ¿verdad? —dije yo contemplando con satisfacción nuestro hallazgo, pero en ese momento Héctor salió del interior del parador y se apresuró en acercarse a nosotros.
—Habéis vuelto. —afirmó como si eso no fuera una obviedad.
Se creó un momento un poco tenso entre ambos, él no sabía si después de cómo me tomé que se quedara allí debía darme el beso y el abrazo que correspondían, y yo no sabía si quería que lo hiciera. Al final, fue César quien rompió el hielo.
—También hemos traído algo de comida, aunque no mucha —dijo descolgándose la mochila—. Pero si alguna vez tenemos que irnos de aquí, tenemos un vehículo adecuado.
—¿Puedo entrar? —preguntó Guille ilusionado.
—¡No! —respondí inmediatamente—. Dentro está muy sucio, vamos a tener mucho trabajo adecentándolo.

No comenzamos las labores de limpieza hasta el día siguiente porque primero tuvimos que reunir todos los productos y herramientas que se guardaban en el trastero del parador para tal función. Nunca fui un ama de casa lo que se dice ejemplar, y cualquiera de los demás mucho menos, así que tuvimos que leernos las etiquetas de cada producto para encontrar el más adecuado.
Ese día comimos de lo que trajimos César y yo de las casas, que parecía más perecedero que lo que ya teníamos. Por supuesto, Angelines no perdió la oportunidad de protestar por la mala calidad de la comida, la pérdida de tiempo que supuso bajar hasta allí y la que también supondría limpiar esa mugrosa caravana… lo que significa que fue un día bastante tranquilo, en el que no se metió con nadie en concreto.
Por la noche, Héctor, a quien no había dirigido la palabra en todo el día, durmió conmigo en la cama. No me sentía autorizada moralmente para pedirle que se fuera a otra habitación después de haber besado a su hermano, pero cada uno ocupó su propio lado.
Odio confesar que le eché bastante de menos durante la noche. Me había acostumbrado a dormir acurrucada a él, y sentirme tan sola en la cama era una sensación desagradable. Más aún lo fue que por la mañana, cuando desperté, Héctor ya hubiera salido de la habitación.
Después de desayunar fuerte nos pusimos por fin con la caravana. Entre César y Héctor cargaron varias garrafas de agua traídas del arroyo, mientras que Marga y yo comenzamos con los productos de limpieza. Había mucha mierda que quitar, parecía increíble que un espacio tan pequeño pudiera almacenar tanta, pero entre los restos del muerto y los miles de recovecos donde se acumulaba la mugre calculé que nos iba a llevar todo el día acabar con aquello.
Pese a que le gustaban las historias de terror, limpiar trozos de muerto no era actividad para un niño, y con su abuela no podíamos contar para nada, de modo que Marga se vio obligada a montar guardia cuando sólo llevábamos una hora de trabajo, labor que sí podía realizar acompañada de su hijo. Luego la sustituyó Héctor, y antes de parar a comer fui yo quien tomó el relevo. Para entonces ya habíamos logrado quitar cualquier rastro de sangre y líquidos putrefactos secos, aunque tuvimos que abrir todas las ventanas porque el interior apestaba amoníaco.
Por la tarde sólo restaba limpiar la porquería más normal, como el polvo acumulado y la grasa de la cocina, así que nos lo pudimos tomar con más calma, y para cuando la tarde se aproximaba a su fin casi habíamos terminado.
Marga y Guille se marcharon a preparar una cena para todos, y como a César le tocaba subir a vigilar, contaba con poder quedarme un rato a solas con Héctor para intentar arreglar las cosas. Aunque en otras condiciones quizá habría mantenido la hostilidad al menos un par de días más, me pareció más adecuado zanjar ese tema cuanto antes y volver a la situación anterior.
Sin embargo, cuando el hermano menor ya se disponía a irse, Marga apareció por la puerta.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Héctor.
—Madre dice que hagas tú la cena, que no piensa comerse nada que haya cocinado yo otra vez. —respondió ella con fastidio.
—¿A santo de qué? —inquirí yo molesta.
—Dice que siempre le quemo su comida a propósito para fastidiarla. —replicó ella encogiéndose de hombros y haciendo un gesto como si no quisiera saber nada del asunto.
—Está bien, iré, ¿qué más da? —accedió Héctor poniendo los ojos en blanco.
“Lo sabe” me dije conteniendo la rabia. Esa vieja bruja tenía que saber que nos íbamos a quedar su hijo y yo solos en la caravana, y quería evitar que nos reconciliáramos con ese ataque tan burdo a su propia hija. Ella era una zorra retorcida, y el otro, por supuesto, acudía a la llamada de su madre sin dudar. Tal vez no se hubiera dado cuenta que íbamos a quedarnos a solas por fin, y que podríamos hablar, o quizá sí que se había dado cuenta y por eso huía…
—Puedo quedarme vigilando, no quiero meter a Guille aquí dentro con este olor tan fuerte —le dijo Marga a César—. Además, tú ya estás en faena.
—Tú con tal de no limpiar… —replicó él sonriendo.
—Pues sí, para qué engañarnos. —admitió sin ningún tapujo, y acompañada de su hermano mayor se marcharon en dirección al interior del parador.
Tan enfadada y frustrada me sentía que no me di cuenta que aquellas nuevas circunstancias me dejaron sola con César, quien mientras me esforzaba en sacar algo de brillo a la encimera no dudó en hacer un segundo intento de abordarme tras el fracaso del primero. Cuando quise darme cuenta le tenía a la espalda, muy cerca de mí, demasiado cerca a decir verdad, y ni corto ni perezoso puso su mano sobre la mía, que sostenía la bayeta con la que limpiaba.
—Se ha vuelto a ir —dijo—. Te ha dejado sola otra vez.
—César… —exclamé en tono de advertencia girándome para tenerle cara a cara. No me gustaba nada lo poco que me molestaba que me cogiera la mano.
—¿Qué? ¿Acaso estoy haciendo algo que no quieras que haga? —replicó dedicándome una mirada intensa que apenas fui capaz de sostenerle, algo que él percibió y le animó—. ¿Por qué sigues aferrándote a Héctor cuando es evidente que nuestra madre está por encima de ti en sus prioridades?
“Sí, ¿por qué?” me pregunté, y esa pregunta dinamitó todas mis defensas, que sucumbieron ante alguien que era como Héctor, pero sin ese enervante defecto suyo.
Poseído él por la lujuria y completamente confundida yo, acabamos devorándonos a besos como locos contra el fregadero de la caravana. No pensé en lo que estaba haciendo, no podía, tan sólo le bajé los pantalones mientras él hacía lo propio conmigo y le dejé tomarme allí mismo, donde cualquiera podía volver y encontrarnos de esa guisa.
Fue rápido, fue intenso y, aunque no quisiera admitirlo, estuvo muy bien… y debido a eso me sentí terriblemente mal una vez hubo acabado. César, sin embargo, pareció tan satisfecho que comenzó a besarme el cuello.
“¿Qué he hecho?” pensé sufriendo un ataque de culpabilidad mientras me dejaba besuquear por él. Acababa de dejar que el hermano de mi novio me echara un polvo, y no sólo eso, sino que en ese momento estaba dejando que sus labios bajaran hasta mis pechos.
—¡Para! —le exigí apartándole a un lado de un empujón y cubriéndome de nuevo con mi ropa—. Esto… esto no ha pasado —balbuceé—. Ni se te ocurra decir nada a nadie, y menos a Héctor, o te juro que… que…
—Tranquila, no voy a decir nada —me prometió, aunque lo hizo con una sonrisita engreída en la boca—. Por nada del mundo querría estropear vuestra preciosa relación.
Dicho eso, se vistió de nuevo y se marchó antes de que pudiera recomponerme y replicar algo. Aunque en realidad, ¿qué podía decir? Sucumbir a la tentación había sido sólo culpa mía.
Un minuto más tarde salí yo también de la caravana. Asomada a la ventana de su habitación, Angelines me miraba con desaprobación, y por un instante temí que de algún modo se hubiera dado cuenta de lo que acababa de pasar allí dentro, algo que le daría la victoria en la lucha por el corazón de su hijo. No obstante, como aquél era su gesto habitual, era difícil saberlo. Más inquietante fue cuando alcé la vista un poco más y me topé con la cima de la montaña. Durante un segundo creí ver ese monstruoso rostro de piedra que me acosó cuando me encontraba perdida en la sierra, y me estremecí pensando que pudiera estar planeando vengarse de mí por lo que acababa de ocurrir.
“Sólo han sido unos cuernos” me dije al sentir un repentino escalofrío en la espalda, “un problema sentimental de los que ya había antes… nada por lo que vaya a sufrir represalias”.
Tal vez ese miedo fuera el que apenas me dejó probar bocado durante la cena. Héctor seguía distante, y sentía la mirada de César clavada en mí en todo momento. Tan desagradable fue aquello que acabé yéndome a dormir antes que nadie, y esa noche no hubo historia de terror para Guille.
No logré dormir por culpa del pensamiento que me atormentaba, y cuando Héctor subió por fin, levanté la cabeza para verle entrar.
—No te preocupes que sólo vengo a por mis cosas —me dijo—. Supongo que prefieres que me vaya a otra habitación.
—En realidad, preferiría que te quedaras —le pedí—. Por favor.
Sonrió y se sentó en la cama, a mi lado, y yo me incorporé para poder besarle. Tenía que hacer el amor con él, necesitaba hacer el amor con él otra vez.
“Sólo ha sido por la situación, por la novedad y el morbo” me dije mientras comenzábamos desnudarnos en la oscuridad, “sólo por eso me ha gustado más que con él”.



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