CAPÍTULO 30: MAITE
—Clara no puede
saber esto. —fueron mis primeras palabras cuando, como si despertara de un
estado de enajenación transitoria, me encontré desnuda y en la cama al lado de
Gonzalo después de haberme acostado con él.
No podía creer que
hubiera hecho aquello, ¿en qué demonios estaba pensando? El cuerpo de mi marido
todavía seguía fresco, tan fresco que debía estar paseándose aún por algún
lugar de Madrid, y yo, en un arrebato de locura, acababa de hacer el amor con
otro hombre… no me había sentido tan mal conmigo misma en mi vida.
—Nadie puede saber
esto —añadí—. Ha sido… no sé.
—No ha sido nada
malo —afirmó Gonzalo al tiempo que me apartaba un mechón de pelo de la cara,
pero yo no estaba para arrumacos, de modo que le aparté la mano, quizá con
demasiada brusquedad—. Lo entiendo si, por la memoria de su padre, no quieres
que tu hija se entere de lo que ha pasado… además, es muy pequeña para estas
cosas. Pero no has hecho nada malo.
Ojalá hubiera
podido sentir lo mismo pero, ¿qué sabría él? Desde su punto de vista, sólo
había sido un encuentro sexual que le había caído como llovido del cielo, pero
yo no había estado con un hombre distinto a mi marido desde que le conocí,
hacía casi catorce años, de modo que tenía todo el derecho del mundo a sentirme
un poco culpable.
No es que hubiera
ido mal la cosa. Aunque la situación desde entonces no había invitado a ello,
teniendo en cuenta que la última vez fue en Nochebuena, después de que Clara se
fuera a dormir, tenía que admitir que arrastraba bastantes carencias en ese
sentido, y en cierto modo fue todo un desahogo después de unos días bastante
malos. Pero por mucho que el mundo hubiera terminado, yo seguía siendo una
viuda, y mi deber era guardar un luto mayor de un par de meses por un hombre al
que amé durante década y media.
—Vete, por favor —le
pedí echándome a un lado y cubriéndome hasta el cuello con las mantas—. El ojo
me duele a rabiar y tengo una comunidad que dirigir… no quiero hablar de esto.
Ahora no.
Agradecí que
tuviera el detalle de no decir nada más, tan solo se levantó y comenzó a
vestirse de nuevo. Aguardé con la vista fija en la ventana hasta que escuché la
puerta de la habitación abrirse y volver a cerrarse después de que se marchara,
y sólo entonces salí de la cama y me vestí yo también. Era imposible que
pudiera echarme la siesta que Luis me había recomendado después de lo que acababa
de pasar.
—¡Ah! Estás aquí,
menos mal —exclamó Ramón al cruzarse conmigo cuando bajaba las escaleras en
dirección al comedor—. Gonzalo me dijo que estabas agotada y que te habías ido
a dormir, así que no sabía qué hacer.
“Será fanfarrón”
mascullé para mí misma.
—No tengo ganas de
dormir ahora, ¿qué pasa? —le pregunté.
—¿Cómo que qué
pasa? —replicó él—. Te recuerdo que tenemos tres prisioneros encerrados en una
caseta. No podemos dejarlos ahí eternamente. ¿Qué pretendes que hagamos con
ellos?
Me llevé una mano
al parche del ojo para colocármelo bien con cierto fastidio. Casi me había
olvidado de esos idiotas, y después de convertirme en la líder de la comunidad
esa decisión era ya responsabilidad mía… y no era una responsabilidad pequeña.
—De acuerdo,
acabemos con esto de una vez…
En las manos tenía
el pequeño revolver que utilizó la chica para amenazarnos. Era tan pequeño que
podía llevarse encima sin ser demasiado ostentoso, y me encapriché de él hasta
el punto de quedármelo como arma secundaria.
Isabel, Mateo,
Ahsan e Íñigo estaban conmigo en representación del resto de la comunidad, que
había preferido mantenerse lejos de aquello. Diana, Ramón y Eduardo sujetaban a
los tres individuos, que arrodillados frente a mí en el suelo mantuvieron
actitudes muy diversas. A la chica hubo que meterle un trozo de tela en la boca
para que, presa del ataque de furia histérica en el que estaba sumida, dejara
de gritar y no atrajera a todos los muertos vivientes de un kilómetro a la
redonda; el muchacho más joven sollozaba mirando hacia el suelo con los ojos
anegados en lágrimas; y el hombre restante lanzaba miradas desafiantes a
diestro y siniestro, pero guardaba silencio.
—Llegasteis aquí
con la intención de robar nuestra comida, nos agredisteis pese a que no
empleamos la violencia contra vosotros en ningún momento, nos heristeis y
fuisteis cómplices de un intento de violación —resumí sus crímenes—. En el
mundo anterior vuestro castigo sin duda habría sido una temporada en la sombra.
Desgraciadamente para todos, ese mundo se acabó, estamos en uno nuevo ahora y
tenemos que ser más duros. No podemos permitir que os marchéis e intentéis
vengaros de nosotros, o acabéis haciendo daño a alguien inocente al reincidir
en vuestra conducta inaceptable… por lo tanto, os condeno a muerte.
Las miradas
nerviosas entre los que me acompañaban no se hicieron esperar. Estaban ahí para
eso en realidad, para ser testigos de la despiadada justicia que sería
necesario aplicar en adelante… no iba a cometer de nuevo el error que cometí con
Irene.
—¿Algo que alegar?
—añadí.
—¡Anda y que te
jodan, zorra! —me espetó el mayor, mientras que la mujer tan sólo trató inútilmente
de desgañitarse a gritos.
—¡Por favor,
señora, yo no he hecho nada! —suplicó el más joven—. Me llamo Javier y yo… yo no
ataqué a nadie, no os he hecho ningún daño. ¡Me mantuve al margen!
—¡Cobarde de
mierda! —exclamó su compañero, que se llevó un capón por parte de Eduardo.
—Ibas en compañía
de cinco personas que no tenían ningún escrúpulo en robar, violar y matar —le
recordé—. ¿De verdad te parece que nos vamos a creer que en realidad eres un
angelito?
—¡Yo solo iba con
ellos porque no tenía a nadie más con quién ir! No he matado a nadie, y mucho
menos… ¡no he tocado a una mujer desde que murió mi novia, lo juro! —se
defendió él rompiendo a llorar.
En el fondo sólo
era un crío, un chaval que distaba de haber cumplido los veinte todavía y que
sabía bien poco de la vida. De habernos cruzado en otro momento ni me habría
planteado la posibilidad de eliminarle, como probablemente tampoco con los
otros… no obstante, tenía que dar ejemplo.
Apoyé el cañón de
la pistola contra la cabeza de la mujer, que trató de revolverse, pero que
Diana mantuvo en su sitio. Cuando apreté el gatillo, todos volvieron la cabeza
para no verlo, sin embargo, yo me quedé mirando cómo la sangre salpicaba y su
cuerpo caía inerte contra la hierba del suelo. Javier sollozó, e incluso el
otro hombre miró a su compañera caída con una mezcla de asombro y terror,
aunque nada comparado con el que sintió cuando fue su turno.
No sentí nada al
apretar el gatillo y matarle a él también, sólo alivio por estar acabando por
fin con un problema. Demasiada buena gente había muerto para que me preocupara
por las vidas de los que ya habían demostrado ser todo lo contrario. En el
fondo, aquello hasta me hacía sentir bien… ¡ya era hora de que los indeseables
recibieran su merecido!
—¡Detente! —exigió
una voz cuando ya tenía encañonado al tercero y último, que no se cortó a la
hora de romper a llorar del todo y suplicar. Luis llego corriendo hasta mi
altura, se fijó en los dos cadáveres y luego me lanzó una mirada acusadora—.
¿Es que te has vuelto loca, Maite?
—¿Qué haces aquí?
Tendrías que estar haciendo inventario de medicinas con Judit. —le pregunté.
—¿Desde cuándo en
una ejecución no hay un médico presente? —arguyó—. ¿Se puede saber qué estás
haciendo? ¡Los estás matando!
—Justamente eso es
lo que estoy haciendo —respondí sin inmutarme—. Son un peligro, y me pusisteis
al mando para que tomara esta clase de decisiones por vosotros, si no recuerdo
mal.
—¿Matar a niños es
la decisión que tomas? —me espetó.
—Hombre, llamar
niño a éste es exagerar un poco —intervino Ramón dándole un golpecito a Javier
en la cabeza—. Éste ya tiene pelos en los huevos y sabía perfectamente lo que
se hacía.
—¡No! ¡Os juro que
yo no he hecho nada malo! —aprovechó su oportunidad el susodicho.
—Salvo comerte la
comida que robabais. —le recordé.
—¿Vais a matarlo
por robar comida? —se indignó Luis—. ¿Te parece proporcional?
—¡Me parece
sensato! —estallé—. ¡Perdonar delitos sale caro! ¿Tengo que recordarte el
precio que pagamos porque decidisteis mostraros compasivos con Irene?
—Muy bien,
adelante —replicó el doctor cruzándose de brazos y frunciendo el ceño—. Pero no
serás mucho mejor que ella si matas a todos los que podrían o no acabar como
Irene.
Juro que en ese
momento sentí ganas de cambiar de objetivo y dispararle con la pistola a él. El
ojo herido me dolía a rabiar y estaba deseando acabara con aquello y no tener
que volver a pensar en ello nunca más… pero entonces vi los rostros de todos
los que me acompañaban, los de Eduardo, Diana y Ramón, que titubeaban pese a no
haberse pronunciado antes; los de Isabel, Mateo, Ahsan e Íñigo, que parecían
consternados por aquella carnicería; y las miradas que el resto de la comunidad
lanzaba en nuestra dirección. No podía ejecutar a un chaval que suplicaba
delante de ellos, no cuando Luis ya había salido a protestar.
Fastidiada y todavía
con el revólver en la mano, me acuclillé junto a Javier, fingiendo que no
sentía ningún dolor al hacerlo debido a los golpes que había recibido por parte
del líder de su pandilla, y le agarré de la cara para obligarle a mirarme al
ojo sano.
—Si causas algún
problema a los miembros de esta comunidad, por pequeño que sea, si tratas de
coger una miga de pan más de la que te corresponda, te acercas demasiado a un
cuchillo o miras demasiado tiempo a una de las chicas, haré que te saquen la
piel a tiras y te clavaré en una estaca junto a la puerta para que tu cadáver putrefacto
aleje a los resucitados, ¿me he expresado con claridad? —le dije.
Él asintió con
nerviosismo, y dándome por satisfecha con eso le solté la cabeza, me incorporé fingiendo
una vez más que no sentía dolor, guardé el revólver y me puse en camino de vuelta
hacia la casa. Sin embargo, al pasar junto a Luis no perdí la oportunidad de
detenerme un momento para susurrarle algo.
—Cualquier muerte
que cause será por tu culpa, no lo olvides.
El doctor se me
quedó mirando cuando me marché, pero no me digné a girarme siquiera, tan sólo
seguí caminando. Necesitaba darle un abrazo a mi hija más que nada en el mundo
en ese momento, excepto quizá un calmante, y aquella comunidad necesitaba que
comenzara a trabajarse en su seguridad y sustento. En poco tiempo, y costara lo
que costara, como que me llamaba Maite que nadie que pasara por allí y que la
hubiera visto antes iba a ser capaz de reconocerla.
—¡No te quedes ahí en medio! —le grité a Sebas al tiempo que me echaba
sobre Clara para protegerla cuando el drone volvió a abrir fuego, pero no
sirvió de nada, una ráfaga de balas alcanzó al guardia de seguridad, que cayó
al suelo acribillado—. ¡Dios!
Raquel comenzó a gritar… y sus gritos consiguieron que por fin despertara
de aquella pesadilla.
“Sólo ha sido un sueño” me dije más tranquila. Las pesadillas que no
dejaban de acosarme eran tan vívidas que me parecía estar de verdad allí otra
vez, reviviendo aquellos terribles momentos, y por culpa de eso estaba
empezando a cogerle miedo incluso a dormir.
No obstante, tuve un problema más inmediato y urgente del que preocuparme
cuando me di cuenta de que tenía un brazo de hombre sobre mí.
—¡La madre que te…! —exclamé quitándomelo de encima. Gonzalo, a mi lado, se
despertó molesto por la brusquedad con la que intentaba desembarazarme de él.
—¿Qué pasa? —preguntó somnoliento al tiempo que yo me escurría fuera de la
cama—. ¿Qué haces?
—¡Has dejado que me durmiera! —le reproché recogiendo mi ropa interior del
suelo. No me fue difícil encontrarla porque ya había amanecido y la luz se
colaba por la ventana de la habitación—. ¡Joder, Gon, te dije que sólo me
quedaba un ratito y ya es de día! ¿Qué pasa si Clara se despierta y ve que está
sola en la habitación?
—Pues dirá: qué bien, mi madre deja de tratarme como si tuviera cinco años,
para variar. —replicó él frotándose los ojos y conteniendo un bostezo.
—No tiene gracia —gruñí colocándome a toda prisa los pantalones—. ¿Y si
viene alguien a buscarme por una emergencia y me encuentran aquí de esta guisa?
Gonzalo suspiró profundamente.
—Maite, llevamos ya un mes con esto, ¿no te parece que estamos un poco
mayorcitos para los encuentros furtivos? —me reprochó—. Ninguno de los dos
tiene quince años, ¿por qué no nos dejamos ya de jueguecitos?
—Lo siento, pero esto es todo lo que puedo dar ahora mismo —me sinceré con
él, dispuesta a poner las cartas sobre la mesa después de tantos, como él los
había llamado, encuentros furtivos—. Ahora no puedo ni pensar en volver a tener
una relación, es demasiado pronto, y mi hija… no sabría cómo decírselo.
Lo que teníamos los dos solamente era sexo, y había aprendido en el mes que
había transcurrido desde nuestro primer encuentro a no sentirme mal por ello…
de hecho, incluso había comenzado a disfrutarlo más allá del momento, y estaba
resultado un alivio tanto físico como emocional considerable, teniendo en
cuenta el estrés que producía el liderazgo. Pero si la cosa iba a más, acabaría
teniendo remordimientos de nuevo, y tampoco quería mentirle a Clara, no cuando
después de tantas penurias había empezado a volver a ser por fin la niña que
era antes de que los muertos vivientes lo destruyeran todo, incluida nuestra
familia.
Mientras lo que hubiera entre Gonzalo y yo sólo fuera sexo ocasional, no
tendría ningún motivo para contárselo, y eso me liberaba de mucha tensión y
responsabilidad.
—Pues yo ya no sé qué decirle a Isabel —protestó él—. Lleva tras de mí todo
este tiempo, y tiene que estar preguntándose si es que soy gay, o gilipollas, o
yo qué sé…
—Entonces vete con ella, no sea que pierdas la oportunidad. —le espeté de
malos modos recogiendo los zapatos del suelo y saliendo ofendida de la
habitación con el parche del ojo mal puesto. ¿Por qué tenía que mencionar a la
otra? A veces podía llegar a ser un completo imbécil.
Sabía que me estaba comportando un poco como el perro del hortelano con él,
pero es que las cosas me gustaban tal y como estaban en ese momento, y si
hubiera rezado por algo habría sido porque nada cambiara… excepto para volver a
como estaban las cosas antes de que los resucitados poblaran la Tierra, claro.
Y es que después de ese último mes no podía sentir más que orgullo por todo
lo que habíamos conseguido en la comunidad. Empleando pico y palas, derribamos
la parte del muro que conectaba con otros tres chalets colindantes, por lo que
el espacio del que disponíamos se multiplicó por cuatro, así como las casas que
podíamos habitar. De esa forma, las veintinueve personas que formábamos la
comunidad pudimos terminar lo que quedaba de invierno viviendo a cubierto,
medida que aumentó mucho mi popularidad, aunque Íñigo y su familia prefirieron
seguir en su caravana.
Gonzalo, Diana y Ramón comenzaron a instruirles a todos en el combate
cuerpo a cuerpo y el uso de armas de fuego, pese a que las lecciones de esto
último fueron sólo teóricas porque no teníamos munición para desperdiciar.
Había que ser realista, la mayoría era completamente inútil con un arma en las
manos, pero conseguí una guardia de trece miembros más o menos capaces,
suficientes para proteger el perímetro y realizar incursiones en terreno muerto
viviente en busca de provisiones.
Habíamos saqueado a fondo todo lo que nos rodeaba, almacenando comida y
agua suficientes para aguantar allí una temporada larga. Judit, ayudada por
Mateo, se encargaba de la administración, mientras que Luis ejercía de médico
ayudado por Rosa y en ocasiones por Sarai, que había mostrado interés en el
campo de la medicina. También le pedí a Judit que aprendiera lo que pudiera de Luis.
En cuestiones de aprendizaje ella era una auténtica máquina, y pese a su fobia
a las enfermedades estaba segura de que acabaría convirtiéndose en una
verdadera cirujana… además, ya había demostrado que no le daba asco la sangre
ni los fluidos corporales repugnantes, y en un mundo como el nuestro nunca
había demasiados médicos.
Eduardo salía de
vez en cuando a cazar al monte acompañado de una pequeña partida que él mismo
estaba entrenando, y la carne fresca, setas de invierno y vegetales salvajes comestibles
que traían eran un complemento perfecto para la dieta basada en conservas que
llevábamos. Otros salían con hachas a por madera de los árboles para hacer
leña, aunque la mayor parte de ella la sacábamos de los muebles inútiles que
tenían las casas cercanas.
Una medida que
había adoptado en los últimos días, y que me ganó el odio de los cuatro niños
de la comunidad, incluida mi hija, fue nada menos que abrir una escuela, aunque
en realidad tan sólo consistía en una mesa donde se sentaban los cuatro y
recibían clase un par de horas al día. Pese a que la civilización ya no existía,
me parecía importante que siguieran aprendiendo conceptos básicos que podrían
necesitar el día de mañana.
Encontrar un
profesor para ella fue harina de otro costal. Nadie parecía estar preparado
para una labor así, excepto Judit, que ya había dado clases antes en la
universidad y no tuvo problemas en compatibilizarlo todo.
Con sanidad, con
educación, con seguridad y comida, íbamos adelante.
—¿Cómo ha ido hoy?
—le pregunté a Clara en el comedor de la casa que ocupábamos cuando regresó de la
clase al mediodía.
—Judit nos ha
enseñado lo que es el árbol filo… filogenético de la vida, y que los tres dominios
del árbol de la vida son: bacterias, archaea y eucariotas.
—Vaya, te lo has
aprendido bien… pero me parece que tendré que hablar con Judit sobre el
contenido del temario. —reflexioné en voz alta.
—No me gusta dar
clases, mamá, Quique no deja de meterse conmigo —se quejó—. Dice que soy la
primera de la clase porque tú eres la que manda.
Sentí escalofríos
sólo de pensar en tener que hacerle comprender a Judit que, como yo era la que
mandaba, mi hija tenía que ser la mejor de la clase.
—Cariño, a lo
mejor es que le gustas. —opiné.
—¡Qué tontería! Si
es solo un niño pequeño —exclamó ella completamente indignada—. Además, ¿cómo
le voy a gustar si no deja de meterse conmigo? No tienes ni idea, mamá.
—Será eso… —murmuré.
Por la ventana vi a Ramón, Eduardo, Luis, Isabel, Mateo y Judit acercarse—.
Clara, ¿por qué no te vas a la habitación? Tenemos reunión.
—¿Otra vez? —protestó.
—Venga, no
discutas. —insistí arengándola a que se marchara.
Los siete solíamos
reunirnos bastante a menudo, por lo menos tres veces por semana, para discutir
cuestiones de la comunidad. Ramón venía porque lideraba la guardia, Eduardo
porque era el que más tiempo pasaba fuera, Mateo y Judit porque llevaban las
cuentas y Luis e Isabel en representación del “pueblo llano”, por llamarlo de
alguna manera. Todos confiaban en Isabel incluso antes de que nosotros llegáramos,
y Luis, como ocurriera antaño con los médicos de pueblo, se había hecho
respetar por todos con facilidad.
—La cosa no pinta
bien —dijo Ramón cuando llegamos al siempre polémico tema de las provisiones—.
Por muchos que matemos, el pueblo sigue lleno de muertos, y adentrarnos más en
busca de comida es arriesgarse a que alguien acabe muriendo.
—¿Para cuánto
tiempo nos queda? —quiso saber Isabel.
—Un mes, mes y
medio si las racionamos a partir de hoy mismo —se apresuró a responder Mateo,
que traía las cuentas hechas—. Pero no les va a hacer ninguna gracia…
—No está mal —opinó
ella—. Un mes y medio es mucho tiempo.
—Un mes y medio es
sólo un mes y medio —intervine yo—. Tenemos que empezar a pensar a largo plazo,
a muy largo plazo… esto no se va a arreglar, ésta es ahora nuestra vida, y no
sé vosotros, pero yo pretendo que todos vivamos más de un mes.
—Nosotros podemos seguir
saliendo de caza —se ofreció Eduardo—. Pero conseguir comida para treinta de
manera continuada es imposible.
—En la antigüedad,
la caza y forrajeo servían para mantener a un grupo pequeño y nómada —apuntó
Judit—. Pero sólo cuando se descubrió la agricultura grandes grupos de homo
sapiens pudieron volverse sedentarios. Creo que es una lección de historia que
deberíamos aprender.
—¿Quieres que nos
pongamos a plantar? —inquirió Isabel no muy convencida.
—Los patios no son
tan grandes como para poder convertirlos en huertos suficientes para cubrir las
necesidades de todos —señaló Luis—. Por no hablar de que nadie aquí tiene
conocimientos sobre agricultura. Si confiamos en una cosecha que quizás no
llegue nunca…
—¿Y qué pasa con
las armas? —interrumpió Ramón—. Las plantas tardan en crecer, tendríamos que
quedarnos aquí durante meses, ¿cómo defendemos este sitio? La gente se está
volviendo descuidada, ya tenemos reanimados pegados a los muros casi todos los
días, y nuestro arsenal es ridículo.
—Creo que es suficiente
por hoy —declaré mientras miraba mi propio reflejo en la ventana del comedor. Luis
me había quitado los puntos y la herida sobre la ceja aún tenía mucho que
cicatrizar, pero cada vez que la miraba me parecía más grotesca, aunque él me
aseguró que acabaría convertida en tan solo una pequeña marca. El asunto del
parche era distinto, me dijo que lo tendría que llevar al menos un mes, y pese
a que ya podía quitármelo de vez en cuando, el aspecto que presentaba el ojo no
invitaba a andar enseñándolo, aunque también me aseguró que acabaría mejorando—.
Está claro que tenemos asuntos urgentes que resolver, os llamaré cuando haya
tomado una decisión.
Todos se
levantaron de sus asientos y se dispusieron a marcharse, pero antes de que lo
hicieran, aparté la vista de la ventana me giré hacia ellos.
—Eduardo, ¿puedes
esperar un momento? —le pedí.
El cazador
obedeció, y cuando los demás estuvieron fuera del comedor se sentó de nuevo en
uno de los sillones.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—Mucho —respondí—.
Primero lo menos importante, ¿cómo se portó el chaval en la cacería?
—¿Javi? Bien… es
un poco torpe, nunca será un gran cazador, pero no dio problemas —me aseguró—.
Sé el pasado que tiene el chico, pero en honor a la verdad, yo creo que está
hasta feliz de estar aquí y poder colaborar. ¿Te preocupa?
—No mucho —admití—.
Se ha portado bien todo este tiempo, y que no haya intentado escaparse teniendo
comida y un arma cargada durante la cacería me inspira confianza. Sólo me
mantengo alerta, por si las moscas.
—Haces bien —me
concedió—. ¿Y qué es lo más importante?
—Quiero que
vuelvas a salir, en un par de días como muy tarde —le dije—. No a cazar. Como
bien has dicho, eso no nos soluciona los problemas a largo plazo. Quiero que
cojas un grupo, los seis o siete que veas más preparados para algo así, y
salgáis en una misión que puede llevaros incluso semanas.
—¿Semanas? —se
extrañó, y me alegró comprobar que en su mirada solo había precisamente eso,
extrañeza… ni horror ni reticencias. A Eduardo le gustaba salir, viajar y
explorar, no soportaba estar demasiados días seguidos encerrado tras los muros
de la comunidad—. ¿Qué misión?
—Encontrar un
lugar mejor que éste —exclamé—. Uno más defendible, más alejado de los muertos
vivientes, con espacio suficiente para pasar de nómadas a sedentarios y
comenzar a pensar en el día de mañana… un lugar donde volver a empezar de
verdad.
—Pides mucho —señaló
torciendo el gesto—. Cabe la posibilidad de que un lugar así no exista.
—Lo sé, pero
tenemos que buscarlo igualmente, y no creo que vayamos a tener una ocasión
mejor para ello. ¿Estás dispuesto a intentarlo?
—Estoy dispuesto a
conseguirlo. —asintió él.
Conforme con su
respuesta, terminé del todo la reunión y me dirigí al patio. Nunca recibí
ningún tipo de entrenamiento en cuestiones de liderazgo, así que sólo hacía lo
que podía y creía que era mejor, y una de esas cosas era pasar buena parte del
día fuera, entre la gente, hablando con ellos, ganándome su confianza y su
respeto preocupándome por sus problemas… como un político en campaña electoral,
más o menos. También era una cuestión de ego, no podía negarlo. Aunque se
avecinaban problemas, nos encontrábamos mucho mejor que un mes antes, y me
gustaba verlo, comprobar que estaba haciendo bien las cosas, algo de lo que no
había estado segura jamás.
—¡Maite! —me llamó
Ramón cuando aún estaba en el porche del chalet. Se acercó junto con Javier,
muchacho que todavía me tenía mucho miedo, algo que consideré positivo.
—¿Qué ocurre? —le
pregunté con cierta aprensión… si el chaval había hecho algo, tener que matarlo
o desterrarlo me iba a costar más que unas semanas atrás.
—Javi dice que
podría tener una solución al problema de las armas. —dijo, sin embargo, el
militar.
—Sí —afirmó él con
entusiasmo. Como el problema era grave le escuché, aunque con algunos recelos—.
Mi grup… el grupo en el que estaba disponía de algunas armas guardadas en un
almacén no muy lejos de aquí. Era el botín de nuestros robos… ¡pero no a
personas! Encontramos algunas cosas que abandonaron militares y las recogimos
por si las necesitábamos. Como los demás están muertos, deberían seguir allí si
no las ha cogido nadie.
—¿Armas de
militares? —le pregunté con repentino interés, pero todavía con algunas dudas—.
¿Por qué no las llevabais cuando nos atacasteis?
—Porque se suponía
que no íbamos a atacaros, y además, nadie sabía manejar armas tan pesadas —se
explicó—. Los disparos atraían los muertos, no eran muy útiles en una zona poblada,
y la verdad es que creíamos que contra vosotros no las necesitábamos.
Pretendíamos usarlas para defendernos en caso extremo, o para intercambios
cuando encontráramos un grupo al que no pudiéramos…
—Robar impunemente
—completé la frase por él—. ¿Dónde está ese almacén? ¿Qué teníais ahí?
—A las afueras del
pueblo, dormíamos allí antes de… bueno, era nuestro refugio —contestó con
entusiasmo al ver que por el momento no iba a acusarle de nada—. Guardábamos
fusiles de asalto, cuchillos y algunas pistolas como las que teníamos, y
munición también, claro.
—Puedo montar un
grupo y salir ahora mismo —se ofreció Ramón—. Podríamos tener esas armas, si
siguen ahí, esta misma tarde.
En mi opinión era
algo precipitado, pero si Eduardo partía con su grupo armado hasta los dientes
tenía muchas más posibilidades que marchándose con un par de rifles.
—No. Tú te
quedarás aquí protegiendo la comunidad con Diana, Eduardo y Gonzalo —le indiqué—.
Esto no debería ser demasiado complicado, y ya es hora de comprobar si esta
gente está preparada para sobrevivir ahí fuera… yo misma lideraré la
expedición.
La idea no gustó a
los militares del grupo, que se consideraban más preparados que yo para llevar
a cabo aquel objetivo. Sin duda tenían razón, pero los civiles también teníamos
que curtirnos, y yo en concreto debí demostrar de vez en cuando que no era sólo
la persona que se paseaba por los jardines dando órdenes a todo el mundo, que
también estaba al pie del cañón si era necesario.
Pese a todo, no
logré evitar que Gonzalo viniera conmigo. Arguyó que la idea de permitir que
adquirieran un poco de experiencia no era mala, pero que la seguridad era lo
primero, y que como militar estaba en condiciones de identificar y evaluar el
armamento que encontráramos. Ante esos argumentos no pude sino ceder, aunque en
el fondo quería pensar que si insistía tanto era porque no soportaba la idea de
que pudiera pasarme algo ahí fuera y no estar conmigo para protegerme.
“Tiene razón, me
comporto como una adolescente” me dije tratando de apartar esos tontos
pensamientos de mi cabeza. Por un segundo me había sentido como si fuéramos una
versión más vieja de Aitor y Raquel, y al recordar cómo acabaron los dos sentí
un escalofrío en la espalda.
Al final, tras
dejar a Clara a cargo de Diana, con quien se llevaba muy bien, encabecé un
grupo formado por Gonzalo, Jaime, Ahsan, Íñigo, Javier y yo misma, y juntos
dejamos atrás los muros que me habían mantenido segura durante un mes para
volver al cruel exterior, donde los muertos vivientes eran los amos y señores
del lugar.
—Jesús, María y
José… que poquitas ganas tenía de salir aquí fuera otra vez. —murmuró Íñigo
santiguándose y dándole un beso al colgante de una virgen que llevaba al
cuello.
—Pues anda que yo.
—respondió Javier.
—Tú mejor estate
callado. —le espetó Íñigo, que todavía no le había perdonado la forma en que su
gente nos atacó. Teniendo mujer y dos hijas, una ya adolescente, podía
comprenderlo.
—¡Silencio! —exigí
antes de que acabaran atrayendo algún muerto viviente—. Vamos al todoterreno.
Disponíamos de
cuatro coches distintos preparados en las dos calles a las que nuestro refugio
tenía salida. Oficialmente estaban allí, con el depósito lleno y el cableado
suelto para hacer un puente rápido, por si teníamos que evacuar los chalets,
pero todos sabíamos que, como si del Titanic se tratase, no había barcas para
todos. Sin embargo, no pudimos conseguir más coches sin meternos de lleno en la
boca del lobo.
Cogimos el
todoterreno porque, después de que Javier nos indicara dónde se encontraba su
escondite, Carles, que tenía una casa por allí y conocía la zona, determinó que
era más fácil llegar rodeando el pueblo, y eso nos podía meter en caminos
libres de muertos, pero complicados de sortear tras más de tres meses sin
mantenimiento alguno.
Tratando de
movernos rápido para que ningún muerto de las proximidades nos alcanzara, pero
no tanto como para acabar estrellándonos, comenzamos a rodear Miraflores de la
sierra subidos en aquel vehículo con relativa calma. Gonzalo conducía, y yo
hacía de copiloto.
—Mi suegra siempre
quiso que mi marido y yo nos compráramos un chalet aquí —le comenté sin ningún
motivo en particular, sólo porque acababa de recordarlo—. Si lo piensas, tiene
su gracia que haya acabado en uno.
No respondió nada,
tan solo siguió atento a la carretera, o más bien al camino, sin hacerme ni
caso. Ese gesto no me gustó, ¿acaso se había enfadado por marcharse de su
habitación de esa manera por la mañana, o es que no le había pillado la gracia?
—Esta zona me
suena, por la siguiente baja. —le indicó Javier desde el asiento trasero, que
compartía con Jaime, Ahsan e Íñigo.
Gonzalo giró y se
metió por un camino que bajaba entre unos chalets a la derecha y zona boscosa a
la izquierda. Tuvo que maniobrar para esquivar a una muerta viviente regordeta que
vestía los jirones de un vestido de flores que se nos cruzó, pero el camino era
recto.
—¿Y a qué os
dedicabais, teniendo en cuenta que os llevabais nuestra comida? —le preguntó
Jaime a Javier con cierta hostilidad. Estaba claro que el chico no había
conseguido integrarse tanto como pensaba.
—Nos escondíamos —respondió
él con un tono desafiante que no podría mantener mucho tiempo. No obstante,
Jaime tampoco era rival para nadie—. Los podridos no distinguen entre buena y
mala gente a la hora de morder.
—Eso está claro. —afirmó
Gonzalo, que tuvo que subirse a la acera para evitar llevarse por delante a un
resucitado vestido con una sotana negra y alzacuellos que tenía la mandíbula
rota.
—Igual toqueteaba
al monaguillo —murmuré yo, pero sin lograr tampoco reacción alguna por su parte—.
Y dejad en paz al chico, que se está reinsertando en la sociedad… o lo que
queda de ella.
La calle llegó a
un desvío después de atravesar una curva. Desde allí se alcanzaban a ver las
últimas casas del pueblo, pequeñas viviendas menos lujosas que los chalets de
los que veníamos y separadas entre sí por terreno llano y lleno de hierba, que
crecía salvaje y descuidada.
—¡Ahí, es ahí! —indicó
Javier señalando un pequeño almacén, con el tejado de uralita cubierto de
cagadas de pájaro, encajado entre dos casas—. ¡Oh, vaya!
Una docena de
muertos vivientes pululaban por allí en esos momentos… y peor aún, la puerta
del almacén estaba abierta, por lo que no se podía descartar que hubiera alguno
más dentro.
—¿Además de los
que nos atacasteis, formaba parte alguien más de vuestro grupo? —le pregunté
temiendo que un séptimo miembro hubiera regresado allí y provocado un desastre,
o peor aún, que fuera algún tipo de trampa. Pero Javier no parecía lo bastante
listo como para andar planificando ese tipo de cosas, y menos a un mes vista.
—No, ya os he
dicho que sólo estábamos nosotros —contestó—. No sé qué ha podido pasar, estaba
cerrado con llave. A lo mejor los podridos oyeron el ruido de los pájaros del
tejado y creyeron que estaban dentro, las mañanas eran horribles por culpa de
su piar.
—O alguien se
refugió allí —opinó Gonzalo apagando el motor—. Veamos si nos ha dejado armas…
ánimo, que sólo son una docena.
Pedir no tener que
vérselas con los resucitados habría sido mucho pedir, así que nos armamos con
nuestras armas cuerpo a cuerpo, principalmente cuchillos y puñales, y salimos
fuera.
—Todos a una —ordené—.
Que sean ellos lo que se acerquen, no nosotros.
—Y nada de
disparos. —añadió Gonzalo.
—Qué poco me gusta
esto… —rezongó Jaime jugando con su cuchillo en la mano.
Yo ya estaba
demasiado curtida para que unos muertos andantes me asustaran, y se suponía que
ellos habían sido entrenados para enfrentarse en ese momento, así que nada
tenía por qué ir mal.
Apuñalé en un ojo
a una anciana ensangrentada que se acercó balbuceando. A mi lado, Gonzalo acabó
con un hombre canoso y con una frondosa barba llena de restos de carne podrida,
y Javier hizo lo propio con una chica ataviada con un vestido blanco hecho
pedazos y manchado de sangre seca.
—¡Cuidado! —exclamó
Íñigo lanzando de un empujón el cuerpo de un corpulento hombre con un chaleco
de lana contra el suelo, y luego agachándose a rematarlo—. ¡Qué asco de bichos!
—No os
distraigáis. —les advertí comenzando a avanzar hacia el almacén. Los demás
estaban lo bastante dispersos como para ir eliminándolos conforme nos íbamos
tropezando con ellos, y en tan sólo unos segundos regamos de sangre y cadáveres
la hierba a nuestro paso.
—Ahora cuidado,
puede haber alguno dentro aún. —nos advirtió Gonzalo cuando nos encontramos
frente a la puerta.
—¡Démonos prisa!
Hay más por los alrededores —urgió Ahsan, hecho un manojo de nervios, mirando con
ansiedad hacia ambos sentidos del camino. Algunos resucitados se movían a lo
lejos, y nuestra reciente actividad había llamado su atención.
—Quedaos aquí y
contened a los que se acerquen —les indiqué a Íñigo y Ahsan, calculando que
podrían con ellos sin demasiada dificultad—. Los demás, vamos dentro.
El interior del
almacén no era muy amplio, y como refugio no estaba mal, de no ser por los muertos
que abundaban fuera. Compuesto de cuatro largos pasillos formados por
estanterías llenas de polvo, humedad y cajas que contenían recambios para
maquinaria, los antiguos ocupantes se habían distribuido por el suelo formando
camas a base de acumular mantas. Unas bombillas colgaban del techo, pero la
única luz que entraba era desde la puerta y por una grieta, creando una zona de
penumbra bastante peligrosa.
—Que cada uno
investigue un pasillo —ordené—. Con cuidado, pero sin pausa.
Seleccionamos un
pasillo distinto cada uno y comenzamos a recorrerlos, prevenidos ante la
posible aparición de algún muerto viviente. Contra la pared del fondo podían
verse varias armas de fuego apoyadas, señal de que Javier no mentía, pero aún
había que llegar hasta ellas.
—Aquí hay sangre —advirtió
Jaime. Sólo podíamos vernos entre nosotros a través de los huecos que formaban
las cajas en los estantes—. No sé si de vivo o de muerto.
—Pues ten cuidado.
—fue lo único que se me ocurrió decirle. En mi pasillo no había nada, ni cuerpos,
ni sangre, pero olía mal, aunque no sabía si a carne podrida o a los excrementos
de pájaro del tejado que se filtraban.
—Esto parece
limpio —afirmó Gonzalo, que fue el primero en alcanzar el final—. Con la de
muertos que hay fuera, sugiero que cojamos todas las armas y las inspeccionemos
al volver.
—Eso suena muy
sensato —opinó Javier al llegar también—. Aquí no hay mucha luz.
—Me parece bien. —asentí
uniéndome a ellos. Había allí unos cinco fusiles de asalto, algunos manchados
de sangre seca, y por lo menos el doble de cajas con cargadores para ellos.
También un juego de tres puñales, cuatro pistolas y un hacha que me recordó
mucho a la que utilizara Érica en su momento, y que debió quedarse en la ermita
cuando la bombardearon.
—¡Ah! ¡Socorro! —gritó
de repente Jaime, que seguía en su pasillo. El grito vino además acompañado de
un gruñido salvaje que todos sabíamos qué significaba.
Con el corazón en
un puño, desenfundé el pequeño revolver que llevaba guardado y corrí hacia su
pasillo, seguido de cerca por el soldado y Javier. Un muerto viviente alto,
flaco y con un pelo lacio y largo lleno de calvas luchaba por agarrar a Jaime,
que sangraba por un brazo y gritaba aterrorizado tratando de contener a la
bestia con el otro.
Gonzalo se lanzó a
por la criatura puñal en mano, pero el muerto viviente consiguió apartar el
brazo de Jaime y se lanzó contra su cuello, no dejándome opción a hacer algo
distinto a lo que hice.
El disparo
reverberó dolorosamente en mis oídos incluso viniendo de un arma tan pequeña, sin
embargo, la cabeza del resucitado cayó hacia delante y comenzó a chorrear una
negra y espesa sangre por el suelo. Jaime gimió de dolor agarrándose la mano.
—Le han mordido —diagnosticó
Gonzalo, que me lanzó una mirada un tanto reprobatoria después de efectuar el
disparo, agachándose a su lado—. ¡Joder! Le ha arrancado un dedo entero de la
mano izquierda.
—¡Dios, cómo
duele! —protestó él.
—¿Cómo ha pasado? —le
pregunté sin poder comprender cómo podía no haber visto un muerto de ese
tamaño, o de cualquiera en realidad, en mitad del pasillo.
—¡No lo sé!
¡Apareció de la nada! De ese hueco de la estantería —señaló con la mano buena—.
Estaba ahí parado y creía que era solo un bulto, pero me saltó encima cuando
pasé a su lado. ¡Ag! ¡Joder, mi mano!
—Se va a infectar.
—temió Javier.
Gonzalo y yo nos
miramos sabiendo lo que teníamos que hacer. No estábamos seguros de que fuera a
funcionar, pero en una reunión en la que se discutió acerca de qué hacer si
alguien de la comunidad era infectado salió el tema, y Judit sugirió que esa
podía ser una buena respuesta.
El soldado se
quitó el cinturón y yo me acerqué a por el hacha…
—¿Qué… qué vais a
hacer? —preguntó Jaime cuando Gonzalo lio el cinturón alrededor de su muñeca—.
¡Ay! No lo aprietes tanto… ¿qué…?
—Sujétale. —le
indicó a Javier al tiempo que él ponía el brazo del herido extendido sobre el
suelo. Sólo cuando éste me vio con el hacha en las manos supo de qué iba la
cosa.
—¡No! —chilló
aterrado—. ¡No, no, no… por Dios!
Fue un golpe
limpio, un hachazo dado con todas mis fuerzas que separó de un solo tajo la
mano del brazo. Un reguero sangre quedó impregnado en el suelo, pero el
torniquete contuvo la mayor parte de la hemorragia… no así los gritos de dolor
de Jaime, ni el shock sufrido por perder el miembro.
—Hay que irse ya —les
urgí respirando profundamente. Acababa de desmembrar a un hombre, era la
primera vez que le hacía daño a alguien que no era un enemigo, y sentía cómo
las manos me temblaban un poco—. Hemos armado demasiado escándalo.
—Yo voy fuera con
él —dijo Gonzalo ayudando a un Jaime al borde del desmayo a incorporarse—.
Puedo contener la hemorragia temporalmente, pero no puede llevar un torniquete
para siempre, hay que cerrar la herida.
—Luis se encargará
—repliqué yo—. ¡Vamos Javi, ayúdame!
Entre el muchacho
y yo cargamos con todas las armas, que pesaban a la espalda cosa mala, y las cajas
de munición. No cogimos los puñales porque nos faltaban manos, pero sí me quedé
con el hacha, que era una herramienta que siempre venía bien tener.
Cargados hasta los
topes salimos fuera. Gonzalo ya se dirigía hacia el coche tirando de Jaime,
pero Íñigo y Ahsan se habían quedado a esperarnos, y ambos estaban pálidos como
dos muertos… algo raro teniendo en cuenta que eran un gitano y un hombre negro.
—La mano… —logró
balbucear Ahsan mirando con horror los restos de sangre del hacha.
—Ahora no hay
tiempo —respondí al ver por lo menos cinco cuerpos de muerto viviente tirados a
sus pies, así como a varios de los que aún caminaban acercándose por todas
partes—. Volvamos al coche, ¡ya!
Apresuradamente
metimos todo lo saqueado en el maletero del todoterreno, y nos pusimos en camino
de vuelta a casa cuando ya teníamos a seis muertos tras nuestros pasos. En
aquella ocasión fue Jaime quien ocupó el asiento del copiloto. Gonzalo se
encargó de que tuviera el cinturón de seguridad bien puesto, algo que fue
importante porque a mitad de trayecto se desmayó, tal vez por la pérdida de
sangre, tal vez por el shock.
—¡Tenemos que darnos
prisa! —urgí a Gonzalo, que volvía a conducir.
—¡Hago lo que
puedo! —gruñó él esquivando un resucitado que por poco se lanza contra el
vehículo—. ¡Malditos muertos suicidas!
Alcanzamos la
comunidad un siglo más tarde, cuando parecía que Jaime ya estaba muerto.
Gonzalo y Ahsan cargaron con él, que seguía inconsciente y sangrando, el
pequeño trayecto que debíamos hacer a pie, mientras que los demás llevamos las
armas.
—¡Mil diablos!
¿Qué ha pasado? —preguntó Isabel con horror al vernos llegar desde su puesto de
vigilancia junto a la puerta.
—Una amputación de
urgencia —le explicó Gonzalo—. ¿Dónde está Luis?
—En la casa,
¡vamos! —respondió ella mirando el muñón de Jaime con preocupación y asco.
Yo, sin embargo,
respiré tranquila por fin una vez dentro del muro y con las puertas cerradas,
aunque no tenía demasiados motivos para estar tranquila en realidad, porque
porque la misión había fallado. Sí, teníamos las armas, pero Jaime, en el mejor
de los casos, habría perdido una mano, y perder a un hombre capaz para ganar un
tullido era un mal negocio, se mirara por donde se mirara. Aunque al menos la
mano perdida no era la derecha.
—¿Se pondrá bien? —se
preocupó Javier, que todavía cargaba en los brazos tres de los fusiles.
—Espero que sí —deseé—.
Llevemos esto dentro, anda.
Ramón nos estaba
esperando en la casa junto con Eduardo, Diana, Judit y Clara, que se lanzó a
abrazarme en cuanto me vio llegar.
—Te dije que sólo
iba a ser un momento. —le recordé al verla tan efusiva.
—Te ha echado de
menos. —me aseguró Diana.
Clara no dijo
nada, pero resultaba evidente que no le había gustado nada que su madre tuviera
que volver a estar entrando y saliendo de los refugios, dejándola sola en el
proceso… por mucho que se empeñara Gonzalo, sólo tenía diez años.
—No es un mal
botín —admitió Ramón tras evaluar lo saqueado—. Buen trabajo, muchacho.
—Gracias. —respondió
Javier sonrojándose.
—Supongo que tanta
prisa por conseguir estas armas iba dirigido a que pudiéramos salir de aquí
armados correctamente. —dijo Eduardo cruzándose de brazos.
—Así es —corroboré—.
Todo es armamento militar, pero mejor tener algo que dispare a no tener nada.
—Nos será útil —me
aseguró—. Por cierto, he tenido que negociar mucho con Ramón, que se preocupa
demasiado por la seguridad del lugar y no me deja llevarme a los mejores, pero ya
he hecho una lista de candidatos, y los que se encontraban aquí ya han aceptado.
—Te escucho. —repliqué
con mucho interés.
—Isabel, su hija
María, Ahsan aquí presente y Blanca.
—¿Blanca ha
aceptado eso? —exclamó Ahsan desconcertado.
—Sólo si vas tú
también —matizó Eduardo—. Supongo que no hay problema. Eres el que me falta por
confirmar.
—Hombre, no es que
me haga ilusión… —rezongó él—. Pero cuenta con nosotros, por supuesto.
—Quería llevarme
también a Jaime, pero creo que ya no puede ser… —dijo el cazador.
—¡Iré yo! —se
ofreció Javier inmediatamente.
—No, tú ya has
hecho bastante —objeté. Aquella era una misión delicada, y pese a que el chico
había demostrado ser de fiar, quería en ella sólo a gente en la que confiara al
cien por cien—. Ya se me ocurrirá alguien, déjalo en mis manos.
No visité a Jaime
a lo largo del día. Debí hacerlo, después de todo, yo le había cortado la mano,
pero no quería cruzarme con Luis más de lo imprescindible. Desde las
ejecuciones, nuestra relación se había vuelto un poco tensa, y bastante tenía
con sus reproches silenciosos cada vez que tenía que revisarme la herida del
ojo. Afortunadamente pudo evitar que la amputación de Jaime pasara a mayores…
el fantasma de gente muriendo por mi culpa sobrevolaba todavía sobre mí como un
buitre sobre una carroña.
Aquella noche,
después de que Clara se durmiera, esperé hasta que Gonzalo acabó su guardia
para tener con él uno de nuestros encuentros clandestinos. Aunque dos días
seguidos era algo completamente nuevo, creía que toda la tensión que había
notado entre nosotros a lo largo de ese se relajaría después. Sin embargo,
cuando tras acabar su guardia entró en su dormitorio y me encontró sentada en
la cama con una vela para alumbrarme, su gesto indicaba que la cosa no estaba
cerca de arreglarse.
—Vaya, tú por aquí
—dijo colgando su abrigo en una percha tras la puerta—. Espero que no nos vean
tus padres, no quiero tener que huir por la ventana.
—O sea, que sigues
enfadado —verifiqué—. Gon, ya te dije que no podía ser…
—Yo sólo quiero
que me digas una cosa —me interrumpió mirándome directamente a los ojos—.
Maite, ¿tú siente algo por mí, o sólo era el hombre que tenías más cerca para echar
un polvo?
Era una buena
pregunta, una pregunta justa y que merecía una respuesta. ¿Le quería? Desde
luego no habría repetido con él en la cama si no hubiera sentido algún tipo de
conexión, de química entre ambos, y pese a lo que me enfadara por la mañana, no
había tenido ningún problema a la hora de quedarme dormida a su lado. Estaba
bien recibir algo de afecto de nuevo pero, ¿estaba preparada para darlo? Mi
marido, Clara y que Isabel fuera también tras él eran nubarrones que
ensombrecían lo que de otra forma habría tenido mucho más claro. No sabía lo
que sentía por él, y sólo tenía una forma de descubrirlo.
—Quiero que vayas
con Eduardo —le dije—. Me sentiré más segura si alguien habilidoso con las
armas les acompaña.
—¿Esa es tu
respuesta? ¿Me quitas de en medio? —replicó alzando una ceja.
No le respondí, me
levanté de la cama y me dirigí hacia la puerta sin abrir la boca. Al pasar a su
lado me detuve para darle un beso en la mejilla, y fue todo un detalle por su
parte no apartarse… habría tenido todos los motivos del mundo para hacerlo,
pero no lo hizo.
Le quería fuera,
le quería lejos… quería saber si, cuando estuviera donde no pudiera verle,
sometido a toda clase de peligros, podría dormir pensando que tal vez jamás
volviera. Quería saber también si, quitándome a mí de en medio, él e Isabel
acabarían haciendo algo.
Y no se me ocurría
mejor forma de averiguarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario