CAPÍTULO 32: GONZALO
—No tenía buena
cara cuando nos fuimos. —opinó María cuando nos detuvimos a comer en un claro
desde el que se podía observar con facilidad los alrededores, para tener la
zona vigilada.
—¿Qué cara quieres
que tenga, hija? —replicó su madre—. Le han cortado una mano.
—Con un hacha
además… qué locura. —exclamó Blanca negando con la cabeza.
Eduardo había
logrado cazar una liebre aquel día, de modo que, para ahorrar en comida
enlatada, la asamos en un espeto y dimos buena cuenta de ella. Llevábamos ya
tres días fuera de Miraflores de la sierra en busca de un lugar seguro donde la
comunidad pudiera prosperar, y si bien no habíamos tenido mucha suerte hasta el
momento, no perdíamos la esperanza.
—Más adelante
tenemos Aranda del Duero —dijo Eduardo, que al tiempo que comía estudiaba
conmigo un mapa de carreteras bastante completo que cogimos de una gasolinera—.
Es pequeño, no creo que tuvieran zona segura…
—Ya ves, con un
hacha, y sin pestañear siquiera, según dijo Javi. En cuando vio que le habían
mordido… ¡Zas! Hachazo… menos mal que Luis pudo salvarle la vida. —siguieron
comentando los demás.
—Le vi salir
después, pálido como un muerto y con el muñón… me dan escalofríos sólo de acordarme.
—murmuró Ahsan estremeciéndose.
—¿Qué clase de
persona le corta la mano a otra así, tan felizmente? —se preguntó Isabel.
—No fue tan
felizmente —intervine cansado de aquellas críticas sin fundamento—. Se le hizo
un torniquete para que no se desangrara y se actuó antes de que la infección se
extendiese. Maite le salvó la vida al cortarle la mano. ¿O ya no os acordáis de
lo que ocurre cuando uno de esos seres te muerde?
No había
pretendido sonar tan brusco, y mucho menos con Isabel, que me miró casi
ofendida, pero aquel murmullo me estaba poniendo de los nervios.
—¿Qué tal si ahora
me haces un poco de caso? —me reprochó Eduardo, con el mapa todavía en las
manos.
—Perdona, ¿qué
decías? —volví mi atención hacia él inmediatamente.
—Que nos quedan
muchos pueblos por investigar —resumió—. Aquí tenemos uno cada pocos
kilómetros.
—No debimos venir
hacia el norte —objeté—. Aunque hubiera un pueblo relativamente limpio de
muertos vivientes, no sería defendible en mitad de esta llanura inmensa. No son
sólo los resucitados lo que nos preocupa, hay gente peligrosa aquí fuera.
—Eso nos llevaría
de vuelta a la montaña —analizó—. Ya hemos visto que cerca de Madrid no parece
que haya nada, pero mira, si vamos en dirección Palencia podemos recorrer buena
parte de la meseta, echar un vistazo por esa zona y luego rodear desde la parte
sur de los Picos de Europa hasta Burgos, movernos junto a la sierra y bajar de
nuevo.
—¡Menudo
viajecito! —exclamé—. Nos va a llevar un mes dar tantas vueltas.
—Bueno, ya
sabíamos que no iba a ser ni fácil ni rápido —dijo él encogiéndose de hombros—.
Vamos bien preparados, ya no hace tanto frío y mientras nos movamos forrajear
será sencillo.
No creía que el
resto del grupo fuera a sentir el mismo entusiasmo que él ante semejante
perspectiva, pero al menos había tenido el buen juicio de elegir a aquellos que
pudieran tener a sus seres queridos juntos, y eso siempre facilitaba las cosas.
No obstante, el viaje era peligroso, ya nos las habíamos tenido que ver con
muertos vivientes y con carreteras en un mal estado peligroso por la
acumulación de porquería y los primeros desperfectos que nadie iba a arreglar.
El viaje se nos podía cortar de raíz si alguien resultaba herido… o muerto.
Tras la comida,
reemprendimos el camino en el todoterreno y nos aproximamos a Aranda del Duero,
donde, tal y como temíamos, el número de muertos no invitaba a adentrarse en
sus calles. Nos acercamos a un complejo de casas residenciales que se
encontraba un poco más al norte, en una zona boscosa, y que olía a pufo
inmobiliario de lejos, pero al parecer no fuimos los únicos que pensamos que
aquel lugar alejado de todo podría ser un buen refugio, porque el número de
muertos que se movían por las calles era casi mayor que en el propio pueblo.
—De todas formas,
este sitio no es mejor que Miraflores —opinó Eduardo—. No hay ni un muro
decente, y es demasiado accesible.
Como coincidía al
cien por cien con él, nos marchamos de allí rápidamente. Todavía teníamos
muchos núcleos urbanos, granjas y otros tipos de instalaciones que investigar.
Sin embargo, la noche nos acabó alcanzando antes de lo que nos hubiera gustado,
como solía ocurrir siempre, y tuvimos que volver a acampar a la intemperie…
algo a lo que, en mi opinión, Eduardo era demasiado aficionado.
—El invierno se habrá
ido, pero si nos vamos acercando al norte nosotros, no ganamos nada. —protestó
Blanca encogida de frío frente a la pequeña hoguera que encendimos. Siendo una
mujer tan menuda, parecía un muñeco de nieve dentro de su abrigo blanco. Su
relación con Ahsan era, por lo poco que había oído, algo sobre lo que se
bromeaba mucho a sus espaldas, y la mayoría de bromas iban dirigidas al hecho
de que no se explicaban cómo se desenvolvían en ciertos menesteres, siendo ella
tan pequeña y él un hombretón de metro noventa… y de color, para mayor
recochineo.
No presté mucha
atención a su comentario porque me ponía de los nervios al ver a Isabel y su
hija cuchichear entre si y lanzarme de vez en cuando miradas que no sabía
interpretar. Tal vez estuvieran criticando mi salida de tono de la mañana, pero
preferí fingir que no me daba cuenta; aquella noche me tocaba hacer guardia y,
como bien decía Blanca, además hacía frío.
—Mañana tenemos
que revisarlo todo desde aquí hasta… Tórtoles de Esgueva. —anunció Eduardo estudiando
el mapa a la luz del fuego.
—Si no fuera por
los muertos vivientes, sería hasta romántico andar visitando todos los pueblos
de España. —dijo Ahsan lanzándole una mirada tierna a su novia.
—Sí, pero
esperemos que los muertos sea lo peor que nos encontremos —rezongó el cazador—.
Ya está oscuro del todo y partiremos en cuanto amanezca, que hay que aprovechar
las horas de sol, así que os aconsejo que vayáis a dormir.
Por supuesto, eso
no me incluía a mí, que tenía que hacer la primera guardia y que no tardé en
quedarme solo frente a la menguante hoguera. Sin embargo, unos minutos más
tarde, cuando me encontraba echándole unas ramas secas para avivar el fuego,
Isabel salió de su tienda y se me acercó.
—¿Insomnio? —le
pregunté después de que se sentara a mi lado.
—Y frío —dijo
frotándose sus propios brazos—. ¿No lo notas?
—Un poco —admití—.
Cómo se echa de menos la calefacción, ¿verdad?
—La calefacción,
tener un sofá, cuatro paredes… —enumeró ella—. Nunca pensé que echaría tanto de
menos el pasar una noche aburrida sentada en el sofá de mi casa, viendo una
película o lo que sea. No apreciamos lo que tenemos hasta que desaparece. Y
menos mal que aparecisteis vosotros y la cosa comenzó a mejorar, gracias a eso,
las últimas semanas he sabido lo que es perderles un poco el miedo a esos
muertos vivientes. Aunque ahora, muy a mi pesar, estoy empezando a recuperarlo.
—De momento se
están portando bien —dije—. Acampados en mitad de ninguna parte, no nos
cruzamos con ninguno.
—¿Y por qué
hacemos guardias entonces? —preguntó intrigada.
—Que no hayan aparecido
no significa que no vayan a hacerlo —le expliqué—. Además, hay cosas peores que
los reanimados ahí fuera.
—Bueno, al menos
las guardias nos dan la oportunidad de hablar a solas —afirmó mirándome a los
ojos—. Creo que ya hemos dado suficientes vueltas estas semanas, ¿no te parece?
No le respondí
porque no habría sabido qué decirle. Llevaba tanto tiempo dándole largas que ya
no sabía qué excusa inventar… y peor aún, ni siquiera sabía por qué le seguía
dando largas. ¿Acaso Maite no me había mandado al exilio para perderme de
vista?
“No debí acostarme
con ella la primera vez” me reproché. Pero fue difícil resistirse después de
tanto tiempo desde la última vez que estuve con una mujer, y me acabé
enganchando… nos acabamos enganchando los dos en realidad, aunque a ella no le
gustara admitirlo y siempre tuviera una excusa para no comprometerse más. Pero
al final era la propia Maite la que me venía buscando.
—Mi hija piensa
que en el fondo eres tímido, y que debería ser yo quien diera el primer paso de
una vez —continuó hablando Isabel—. Así que aquí estoy, dando el primer paso.
Aguardo expectante
a mi respuesta creyendo que aquello era sólo un problema de timidez, y ojalá
hubiera sido así, pero la cuestión era que llevaba un mes acostándome con otra,
con otra con la que, si hubiera querido, habría dado un paso adelante sin dudar…
sin embargo, no lo había hecho. La única respuesta de Maite había sido
excusarse con su hija y su marido muerto y enviarme a un viaje que Eduardo iba
a convertir en eterno.
El problema era
que no sabía qué quería yo. La atracción que Isabel sentía por mí despertó
sentimientos que creía muertos en su momento, sentimientos que habrían seguido
su curso natural de no haber sido por la intromisión de cierta pelirroja, que también
fue la primera en darse cuenta de que detrás del loco barbudo con olor a
podrido había una persona.
Al ver que no me
decidía a dar el segundo paso, Isabel puso toda la carne en el asador. Acercó
su cara lentamente hacia la mía hasta que nuestros labios se encontraron y se
besaron. Fue un beso agradable, incluso tierno… pero cuando terminó, me di
cuenta de que no sentía nada.
—¿Qué pasa? —preguntó
ella preocupada al ver que algo andaba mal—. ¿En qué piensas?
“En Maite” me
dije, “en los destellos rojizos de su pelo a la luz de las velas, en las
diminutas pecas en su espalda desnuda, en que se quedara dormida en la cama
conmigo aquella noche, en la forma en que aprieta los dientes para no hacer
ruido cuando tiene un orgasmo…”
No lo había creído
así, pero tras besar a Isabel lo tuve muy claro: me había enamorado de Maite.
—No he dado el
paso porque desde hace un mes me estoy acostando con Maite —confesé del tirón.
Aquello era mejor sacarlo de golpe y cortar por lo sano—. Lo siento, no
pretendía herir tus sentimientos… no di ese paso porque no tenía claros cuales
eran los míos hacia ninguna de las dos. Pero ahora me he dado cuenta de que a
quien quiero es a ella.
Aquello no había
sido del todo así, pero fue la única forma que se me ocurrió de justificar sin
parecer demasiado cabrón que, pese a estar teniendo relaciones con Maite, y pese
a que no hice nada para dar pie a algo más, tampoco frenara en seco sus
flirteos. No me había dado cuenta hasta ese mismo momento que tal vez aquella
no había sido la actitud más adecuada.
—Ahora te has dado
cuenta —exclamó ella frunciendo el ceño—. Vaya…
—Oye, si… —comencé
a decir, pero me interrumpió antes.
—No, es igual —dijo
poniéndose en pie con brusquedad—. Buenas noches, Gonzalo.
Me pareció que se
marchaba algo enfadada… y me pareció que tenía motivos para estarlo, pero los
asuntos del corazón eran así.
Tras mi guardia,
no pude dormir en toda la noche dándole vueltas a cómo de cabreada podía estar conmigo
en realidad, y no tardé mucho en descubrirlo, porque al día siguiente me
encontré con que ni ella ni su hija, con quien ya debía haber compartido la
confidencia, apenas me dirigían la mirada, y mucho menos la palabra.
—Tienes mala cara,
¿va todo bien? —me preguntó Eduardo antes de ponernos en marcha.
—No sabría
decirte, ya veremos —le respondí. En cierto modo era comprensible que Isabel
desahogara su sentimiento frustrado contra mí… después de lo que hizo por ella,
no podía odiar a Maite—. ¿Cuál es el plan para hoy?
El plan de ese
día, y también del siguiente, fue continuar el camino buscando posibles
refugios en las proximidades de pueblos tan pintorescos como La Horra,
Torresandino, Cérvico de la Torre o Baltanás. Ninguno de ellos nos dio solución
alguna, por descontado, así que el viaje continuaría todavía por una temporada.
—Mañana es un día
importante —anunció Eduardo por la noche y con el mapa, al que todos habíamos
empezado a coger manía, en las manos—. Vamos a acercarnos a Palencia. No creo
que encontremos nada allí, además de muertos, pero al ser un núcleo urbano algo
más grande de lo que visitamos últimamente, por los alrededores sí podría haber
algo interesante… o tal vez en los pueblos de alrededor, no sé.
—Tenemos que
empezar a buscar comida con más ahínco —se preocupó Ahsan—. No aguantaremos con
lo que tenemos más de un par de días.
—Y gasolina —añadió
Isabel—. Se nos empieza a acabar otra vez.
No me había vuelto
a dirigir la palabra desde aquella noche dos días atrás. No es que se mostrara
hostil hacia mí, ni mucho menos, y frente a los demás mantenía la misma actitud
de siempre… pero a mí ni me miraba.
—Palencia tenía
una zona segura, ¿creéis que podría seguir en pie? —se interesó Blanca.
—Sobreviviera o
cayera ante los resucitados, la gente que la habitaba debió dejarla atrás hace
tiempo o murió de hambre. —contestó Eduardo plegando el mapa.
Esa noche me
tocaba guardia de nuevo, así que me senté sobre una roca frente a la hoguera
una vez más y esperé. Para acampar, nos acercamos a una zona arbolada, que siempre
sería más recogida y discreta que al aire libre, no muy lejos del Canal de
Castilla, a escasos kilómetros de Palencia, con la intención de que éste fuera
nuestro primer objetivo en la mañana.
No me importaba
hacer guardia, incluso últimamente le había cogido el gusto porque me daba
tiempo en soledad para pensar. Durante los dos últimos días había pensado
mucho, pero en nada racional; me preguntaba cómo estaría Maite, si me echaría
de menos, si Luis le habría quitado ya el parche… y si ya había encontrado a
otro para sustituirme en su cama. Ese último pensamiento en concreto me
atormentaba considerablemente, sobre todo porque no estaba allí para luchar por
ella. En muchas ocasiones creía haberme comportado como un idiota, Maite no quería
conmigo nada más que sexo ocasional, y si hubiera elegido a Isabel podría estar
teniendo una relación muy bonita sin estar comiéndome la cabeza con nada de eso.
Sin embargo, me quedé con Maite, y me tocaba sufrir estando lejos de ella.
Un repentino movimiento
entre las hojas me sacó de mis pensamientos. La hoguera eran ya sólo ascuas, y
en plena noche era imposible ver nada, pero no encendí la linterna por miedo a
llamar la atención de algo peligroso. No se oían gemidos o pasos torpes, así
que no era un reanimado, y cuando ya pensaba que podría haber sido sólo el aire
moviendo las hojas, o cualquier bicho del campo dando saltos, escuché
movimiento de nuevo, aunque en esa ocasión a mi espalda.
Me puse en pie con
el fusil en mano para tener controlados ambos flancos, sin embargo, el sonido
volvió a repetirse justo frente a mí, y en aquella ocasión no sólo se movieron
las hojas, algo se desplazó rápidamente entre ellas en dirección opuesta a
donde nos encontrábamos… y al mismo tiempo se movieron una vez más las ramas de
los lados.
—¿Quién anda ahí? —pregunté
en voz lo suficientemente alta como para que mi propio grupo me escuchara y
despertara. Fueran lo que fueran, eran por lo menos tres, y no podían ser
muertos vivientes… ellos no acechaban.
—¿Qué pasa? —quiso
sabe Eduardo, que salió precipitadamente de su tienda de campaña con el rifle
en las manos, preparado para pelear.
—Hay algo
moviéndose ahí fuera —le dije mientras los demás se apresuraban a en salir de
sus tiendas también—. Se mueve entre los arbustos, son tres y creo que nos
estaban rodeando.
—¡Ay Dios! —gimió
Blanca, que iba armada con un fusil de asalto casi tan grande como ella—. ¿Qué
son?
—Resucitados,
seguro. —opinó Ahsan.
—Los resucitados
se habrían acercado sin más —le contradijo Eduardo, que no dudó en encender una
linterna y buscar en todas direcciones con ella, aunque sin encontrar nada.
Allí solo había árboles y algunos arbustos—. ¿Estás seguro de que había algo?
¿No sería el viento?
—No era el viento —le
aseguré—. Y tampoco un animal, había al menos tres cosas acechándonos.
—Pues ahora no veo
nada, y está muy oscuro para buscarles. —dijo él rascándose la barbilla.
—¿Qué hacemos? —preguntó
María, que tenía un rifle como el de su madre.
—Doblar las
guardias —respondí yo—. Esta noche vigilaremos de dos en dos, por si acaso.
—Me parece bien —asintió
Eduardo—. Yo me quedo contigo, que ya me he desvelado.
—Yo haré la
siguiente con Ahsan entonces. —se ofreció Isabel.
Aunque nuestra
guardia fue bien, y no volví a escuchar ningún sonido sospechoso, no pude
dormir demasiado la siguiente por miedo a recibir una señal de alarma en
cualquier momento. No obstante, ésta también acabó transcurriendo sin percances,
y sólo cuando amaneció y nos pusimos en camino nos dimos cuenta de que algo iba
mal.
—Es sólo un
pinchazo. —afirmó Eduardo con rotundidad cuando tuvimos que detenernos después
de no haber recorrido ni quinientos metros en el todoterreno.
—¡Tres pinchazos! —le
recordé yo dándole una patada al neumático—. No hay nada que hacer, no tenemos
tres ruedas de repuesto.
—Las carreteras
están hechas una mierda —opinó Isabel, que pareció encontrar más divertido
llevarme la contraria que ignorarme—. En realidad, lo raro es que no haya
ocurrido antes.
—Y ocurre la misma
noche que yo oigo ruidos, ¿no? Demasiada coincidencia —insistí—. Además, son
tres ruedas al mismo tiempo.
—A lo mejor no
oíste nada, sólo te lo imaginaste… —dejó caer por pura maldad.
—¿Qué importa ya? —intervino
Ahsan para terminar con las especulaciones—. La cuestión es que estamos sin
vehículo, ¿qué hacemos?
—Andar —resolvió
Eduardo—. Cargad con todo lo que podáis llevar sin que sea demasiado peso y en
marcha. Por suerte, Palencia está cerca.
—Sí, pero
Miraflores de la sierra no. —protestó Blanca, aunque nadie le hizo caso porque
ninguno tenía una solución para el problema allí, en mitad de la nada.
—Ya encontraremos
otro coche. —traté de animarla.
Pero el día no fue
a mejor, y no sólo por la inquietud de lo que habría podido pasar para que el
todoterreno pinchara tres neumáticos a la vez, también porque cuando llegamos a
Palencia ninguno de nosotros habría podido imaginar lo que nos encontramos
allí.
—Pero, ¿qué ha
pasado? —se preguntó Blanca anonadada.
—Debe haber sido
un incendio —opinó Eduardo. Desde la orilla oeste del río Carrión, Palencia
parecía completamente carbonizada. El fuego había consumido hasta el último
edificio del núcleo urbano, hundiendo tejados, tirando paredes y tiznándolo
todo de negro—. Un rayo cae, y sin bomberos ni nadie que lo controle…
—O puede que fuera
provocado —apuntó Isabel—. Seguro que no hay ni un reanimado ahí dentro ya. La
parte mala es que nos va a costar encontrar un coche.
—Tal vez no haya
afectado a todo el pueblo, por el otro lado podría estar mejor. —dije por intentar
sugerir un curso de acción.
Nos llevó casi
toda la mañana recorrer el cauce del río, cuando era posible hacerlo, y más al
norte no encontramos ningún puente por el que cruzar. Tampoco hizo falta, era
evidente que todo el pueblo ardió hasta los cimientos y no se salvó nada.
Buscar por los alrededores era perder el tiempo, sin Palencia cerca para
saquear comida y materiales, cualquier estructura que pudiera habernos
contenido era como si se encontrara perdida en mitad de la nada, e igual de
difícil de defender.
—Tenemos catorce
kilómetros hasta el siguiente pueblo —dijo Eduardo tras consultar el mapa—. Si
vamos siguiendo el río, llegaremos a un sitio que se llama Husillos, que
prácticamente son cuatro casas juntas, pero donde podemos hacer noche, e
incluso conseguir un coche nuevo.
—Si no hay más
remedio, caminaremos. —se resignó Isabel.
Alcanzamos
Husillos ya entrada la tarde, justo a tiempo para buscar refugio donde pasar la
noche. El diminuto pueblecito estaba formado únicamente por casas de un solo
piso de aspecto bastante rústico, aunque entre ellas siempre destacaba algún
chalet algo más elegante.
—Sugiero que no
profundicemos demasiado —advirtió Eduardo en la misma linde del pueblo—. No hay
necesidad de vérnoslas con los muertos vivientes.
—Parece un lugar
agradable —observó Ahsan—. Hasta se ve el campanario de la iglesia al fondo…
lástima que esté en obras.
—Metámonos ahí
mismo —dije señalando el chalet más cercano—. Igual tenemos hasta comida.
No resultó
sencillo colarse. Pudimos saltar el muro sin mucha complicación, pero todas las
ventanas tenían rejilla, y además la puerta principal era de madera maciza. Al
final tuve que disparar para cargarme la cerradura, provocando un ruido que
debió oírse en buena parte del pueblo.
—Vendrán y pasarán
de largo —les tranquilicé cuando estuvimos dentro. El chalet estaba bien
amueblado, señal de que era utilizado. Quienes vivieran allí debieron buscar
refugio en otra parte—. Si no nos ven, no tienen motivos para quedarse.
—Eso no es lo que
hicieron la otra vez. —me recordó Isabel, que para soltarme pullitas al parecer
sí que me hablaba.
—No es lo mismo,
este lugar aún no apesta a humanidad. —me defendió, sin embargo, Eduardo.
—¡Eh! ¡Tenemos
camas! —exclamo con jolgorio Blanca tras inspeccionar las habitaciones—. Hay
cuatro habitaciones… ¡vamos a poder dormir en un colchón!
—Deberíamos
quedarnos aquí al menos un par de días —propuse al ver que habíamos dado con un
buen refugio—. Aunque no haya comida, tenemos muchas casas cercanas que
registrar, y nos vendrá bien el descanso en vistas de la travesía que aún nos
queda por delante.
—Si los muertos no
dan muchos problemas, no veo por qué no. —accedió Eduardo para regocijo de
todos.
Tras una
inspección más a fondo, descubrimos que aquel chalet no sólo estaba bien,
estaba muy bien. No podíamos encender las tres chimeneas de las que disponía,
pero sobraban las mantas, las barras de las ventanas nos aislaban del exterior
y protegían de intromisiones indeseadas, y fuera teníamos hasta un coche con el
que seguir adelante cuando nos marcháramos, aunque tendría que puentearlo
porque no encontramos las llaves por ninguna parte.
—Irían en el coche
de otra persona, o les recogería un transporte militar. —sugerí cuando Ahsan me
preguntó cómo podían haberse marchado los dueños de la casa si el coche seguía
allí.
Pero ese era un
misterio que no le interesaba a nadie, satisfechos como estábamos con nuestro
nuevo refugio. Por la noche nos permitimos hasta retomar las guardias
unipersonales, de modo que pude acostarme en una cama de calidad y blanda
sabiendo que dormiría la noche del tirón.
Otros que
aprovecharon la cama fueron Ahsan y Blanca, pero para otros menesteres, a
juzgar por los golpes contra la pared que daban con el cabecero de la suya. Sin
embargo, estaba tan a gusto que ni eso impidió que al final me quedara
durmiendo, aunque me hizo recordar lo mucho que echaba de menos a Maite…
—¡Despierta,
vamos! —interrumpió mi sueño Eduardo cuando todavía era noche cerrada.
—¿Qué pasa? —le
pregunté aún medio aturdido por un despertar tan brusco.
—Me parece que
tenías razón. —respondió crípticamente saliendo de la habitación a grandes
zancadas. Inmediatamente me incorporé, me puse las botas y salí fusil en mano a
ver qué ocurría.
—¿Reanimados? —inquirí
cuando le vi intentando mirar al exterior a través de un hueco de la persiana
de la ventana. Los demás estaban ya allí, también con cara de sueño, asustados
y a oscuras.
—No,
definitivamente no —aseveró él—. Tenemos algo rondando por aquí, les he visto
moverse tras el muro a toda prisa.
—Pero no pueden
entrar, ¿no? —preguntó María aterrada—. Hemos atrancado todas las puertas.
—No pueden entrar,
pero nosotros salir tampoco. —señaló Blanca, que se aferraba con fuerza al
brazo de Ahsan para sentirse protegida.
—Tienen que ser
personas —exclamé tratando yo también de ver algo fuera a través de la
persiana. La noche era cerrada en el exterior, era imposible distinguir
prácticamente nada a la luz de la luna, sólo siluetas… pero vi una con forma
humanoide que pasó de estar muy quieta a salir corriendo por detrás del muro—.
Definitivamente son personas, los mismos que nos pincharon el todoterreno,
seguro.
—Pues parece que
no se han conformado con eso. —masculló Eduardo.
—¿Y qué querrán? —se
preguntó Isabel.
—Robarnos,
matarnos… comernos —aventuró el cazador encogiéndose de hombros—. Nada que
podamos permitirnos.
Traté de
distinguir a alguno de ellos entre las tinieblas para ver qué aspecto tenían.
Podían ser gente desesperada sin ninguna posibilidad de hacernos daño, o gente
preparada que nos sobrepasara con facilidad, no había forma de saberlo. Sin
embargo, lo que acabé viendo fue muy distinto.
—¡Mierda! —exclamé
llamando la atención de todos los presentes—. Tenemos problemas más graves
ahora…
Un grupo de
muertos vivientes se acercaba por la carretera en dirección al chalet. Era
imposible saberlo por la oscuridad, pero por el espacio que ocupaban debían ser
al menos unos treinta, y venían todos juntos y en grupo directamente hacia
nosotros.
—¿El disparo? —sugirió
Isabel como posible causa de ese repentino interés de los muertos por nosotros
cuando les comuniqué lo que había visto.
—¿Qué más da?
Ellos sí que no pueden entrar, y los que nos acechan tendrán que marcharse para
que no les ataquen. —afirmó Ahsan.
—Nos los están
echando encima —sentenció, sin embargo Eduardo, que se había quedado mirando
fuera con mucho interés—. ¿No lo veis? Vienen todos juntos, directamente hacia
nosotros… los están atrayendo para echárnoslos encima.
Un chirrido
metálico que se escuchó en el exterior fue todo lo que hizo falta para
convencerme de que él tenía razón.
—¿Qué ha sido eso?
—preguntó Blanca.
—Han abierto la
puerta de fuera —respondí yo—. Nos quieren soltar a los muertos en nuestro
propio jardín, literalmente.
—¡Dios! ¿Y qué
hacemos? —quiso saber Isabel.
—¡Largarnos! —propuso
Ahsan rápidamente.
—¡No! Eso es lo
que quieren que hagamos —les detuve antes de volverme hacia Eduardo—. ¿No
recuerdas la ermita? Nos distraen desde un flanco para atacarnos cuando
intentemos escapar… están haciendo lo mismo. Si salimos fuera huiremos de los
muertos con facilidad, pero estaremos a su merced para que nos den caza.
—Si salimos puede
que nos cacen, pero si nos quedamos nos atraparán los muertos —objetó él—. Este
lugar ya no es seguro, hay que largarse.
Si nos íbamos,
tampoco es que fuéramos a estar demasiado a salvo. Pero tenía razón, no
podíamos seguir allí.
—Recoged las
mochilas y el equipo, ¡rápido! —les indiqué a los demás. Se nos había
fastidiado la posibilidad de dormir en condiciones, y también la de coger el
coche.
No tardamos ni un
minuto en estar listos, aunque fue tiempo más que suficiente para que los
muertos vivientes se abalanzaran contra el muro del chalet. No tardarían en
encontrar la entrada, y cuando lo hicieran estaríamos completamente invadidos.
Salimos los seis por
la puerta trasera con las armas en mano. Eduardo y yo abríamos la marcha y los
demás nos seguían. Los muertos todavía no eran un peligro, y no nos encontramos
con ninguna silueta humana en la noche, así que no hubo motivos para abrir
fuego por el momento; ni siquiera en el momento más vulnerable, que fue cuando
saltamos en muro.
—¿A dónde vamos? —preguntó
Isabel en un murmullo una vez estuvimos fuera. Aunque era poco probable, cabía
la posibilidad de que no nos hubieran visto escapar, y en tal caso era mejor
mantener cierto sigilo.
—Sólo corred. —contesté
abriendo la marcha en dirección desconocida.
Los muertos
quedaron atrás rápidamente, pero nadie se sintió seguro por ese motivo. La
amenaza de quien los hubiera atraído hacia nosotros nos preocupaba más que el
mal bien conocido de los reanimados, y allí fuera todos nos sentíamos
vulnerables.
Caminamos campo a
través, e incluso nos detuvimos para saltar una valla que separaba una parcela
de terreno de las contiguas para poner obstáculos por medio y perder a los que
nos pudieran estar persiguiendo… y sólo cuando no pudimos más, a la altura de
un cruce de caminos donde había un árbol rodeado de hiedra, nos detuvimos por
fin.
—¿Los hemos
perdido? —preguntó Ahsan secándose el sudor de la frente. Él, que era
deportista, había aguantado la carrera mucho mejor que los demás, que
resoplaban agotados. Incluso yo me sentí cansado, y no pude más que lamentar el
poco ejercicio que había hecho fuera de la cama el último mes.
—Lo dudo —respondió
Eduardo—. Pero no tiene sentido seguir corriendo a ciegas. Caminaremos juntos,
y en grupo.
—Esto da miedo. —dijo
María. No podía quitarle la razón.
No dejamos de
caminar hasta el amanecer, cuando nos paramos con la intención de orientarnos
de nuevo. Decir que estábamos agotados era decir poco, no sólo apenas habíamos
dormido media noche, sino que la caminata había acabado de rematarnos. Eduardo,
sin embargo, parecía más fresco que nadie, y por fin con luz natural pudo trazar
un rumbo consultando el mapa.
—Seguiremos el
río, y a la altura de Saldaña empezaremos a virar hacia el este para subir
hacia la montaña… seguro que por allí tenemos más posibilidades. La rodearemos
hasta el embalse de Aguilar, y si allí ya no encontramos nada de nuevo nos
dirigiremos hacia Burgos. Luego seguiremos el cauce del Duero y volveremos a
Miraflores a decir que hemos fracasado.
—¿Cómo puedes
estar pensando en eso ahora, después de lo que ha pasado? —le reprochó Isabel,
que se había sentado en una piedra a recuperar el aliento—. ¡Deberíamos volver
ya! ¡Hay gente peligrosa aquí fuera!
—¡No vamos a
irnos! —exclamo él—. Tenemos una misión, y todos sabíamos que sería peligrosa.
Además, si mantenemos la calma, no habrá nada que temer.
—Eso es muy fácil
decirlo. —farfulló su hija no muy convencida.
Ese día no pudimos
avanzar casi nada. Estábamos tan cansados por no haber dormido y tener que
movernos a pie que ni siquiera fuimos capaces de acercarnos a algún pueblo para
intentar conseguir un coche, y al final la noche cayó cuando aún estábamos en
mitad de la nada.
Por precaución, volvimos
a las guardias de dos personas al mismo tiempo. Aunque no vimos rastro alguno
de gente que nos persiguiera en todo el día, era demasiado arriesgada cualquier
otra cosa. Eduardo y yo realizamos la primera para que los demás estuvieran un
poco descansados cuando les tocaran las suyas.
En contra de mi
opinión, encendimos una hoguera bien grande. Pensaba que lo más sensato habría
sido no encender nada para no llamar la atención, pero el cazador quería todo
lo contrario, una fogata que iluminara bien los alrededores y no permitiera a
nadie acercarse demasiado sin ser visto.
—Qué mal huele
este fuego. —protesté cuando llevábamos unos minutos sentados y empecé a notar
un aroma muy desagradable.
—No es el fuego —me
contradijo él, que limpiaba su rifle con dedicación—. Son ellos.
—¿Ellos? —repetí
alarmado buscándoles con la mirada, pero sin conseguirlo—. ¿Nos han encontrado?
—No nos han
perdido en ningún momento —replicó casi con indiferencia—. Son cazadores, nos
están acechando.
—Acechando… ¿por
qué no nos atacan entonces? —pregunté—. ¿Qué pretenden?
—Asustarnos —respondió—.
Ponernos nerviosos, que cometamos un error… esto me recuerda a una partida de
caza de la que formé parte cuando sólo era un crío. Nos marchamos montaña
adentro en busca de presas, y una manda de lobos nos rodeó después de que
acampáramos. Nos estuvieron persiguiendo durante cuatro días, hasta que se cansaron
y se marcharon. Pero sólo lo hicieron porque sabíamos qué había que hacer, de
lo contrario, se habría producido una carnicería. Hay que conocer a tu enemigo.
—¿Y lo conocemos? —inquirí.
Para mí solo eran sombras en la noche.
—Más de lo que
crees —me aseguró—. Si tuvieran armas, ya estaríamos muertos, de modo que no
nos atacan porque no ven seguro que puedan ganar. No deben ser muchos, aunque
ese olor…
—Huelen peor que
los muertos —afirmé arrugando la nariz—. Pero, ¿por qué nos persiguen? En el
pueblo que estuvimos tenía que haber comida, es más fácil que andar
acechándonos durante días.
—Cuando un animal
prueba la carne humana, repite —afirmó—. Y el humano es la presa más fácil de
todas… demasiado tiempo alejados de nuestra naturaleza salvaje.
—Ahora eres tú
quien me da miedo. —exclamé.
No dijimos nada a
nuestros relevos para no asustarles, pero esa noche tampoco pude dormir apenas
por la tensión de saber que, quienes diablos fuera esa gente, estaban
vigilándonos desde donde la luz de las llamas ya no llegaba.
—Mantengamos la
calma —pidió Eduardo la mañana siguiente, que amaneció bastante nublada, cuando
hubo que poner al corriente a todos los demás—. Repito que no tenemos nada que
temer.
—¿Pero cómo que
no, si nos han estado siguiendo y dices que quieren cazarnos? —replicó Blanca
muy alterada—. Ya nos han atacado una vez, y nos pincharon las ruedas del
coche…
—Tenemos un pueblo
a unos pocos kilómetros —dije para intentar tranquilizarles—. Allí cogeremos un
coche y los perderemos para siempre.
Sin embargo,
resultó que el pueblo, llamado Villoldo, se encontraba en la orilla este del
río, la contraria a la nuestra, y el único puente que había para cruzarlo había
sido hundido.
—¡Qué hijos de
puta! —exclamó Isabel.
—No creo que hayan
sido ellos —afirmó Eduardo—. Lo haría la propia gente del pueblo para aislarse
de los muertos vivientes.
—Y encima empieza
a llover. —suspiró Ahsan cuando las primeras gotas comenzaron a caer de un
cielo cada vez más nublado.
No pudimos avanzar
mucho más aquel día tampoco. Tuvimos que refugiarnos en una zona cubierta por árboles
junto al río cerca de allí para cubrirnos de la lluvia, que esperábamos que
fuera una llovizna pasajera, y que al final resultó ser toda una tormenta
primaveral que nos tuvo allí empantanados todo el día. Empantanados además
literalmente, porque el cauce del río comenzó a crecer tanto que tuvimos que
retroceder varios metros para que no nos arrastrara.
—Adiós a la
posibilidad de cruzar el río a nado —dijo Isabel mirando el cauce del mismo
cuando ambos nos separamos para recoger leña con la que hacer una hoguera. No
fue algo intencionado, ella se ofreció a hacerlo y Eduardo quiso que yo
personalmente la acompañara en lugar de su hija, argumentando que era más
competente con mi arma y que podían surgir problemas—. Y encima toda la leña
está mojada y huele a podrido, ¡puaj!
—¿Vas a seguir sin
hablarme mucho más tiempo? —le pregunté aprovechando el momento de soledad.
—¿Quién no te
habla? —replicó ella a la defensiva echando a un lado una rama empapada del suelo.
—Tú, desde… ya
sabes desde cuándo. Siento de verdad que aquello te sentara mal, no tuve las
cosas claras. Lo de Maite surgió sin proponérmelo, cuando menos me esperaba
algo así, y no supe reaccionar de la forma más adecuada.
—No hace falta que
de disculpes, Gonzalo —afirmó ella comenzando a hurgar entre un enorme montón
de matojos secos sin siquiera dirigirme una mirada—. Si te estás tirando a
Maite, pues te la estás tirando. No es nada ilegal, los dos sois mayorcitos y
podéis hacer lo que os de la… ¡Ah!
De entre los
matojos salió una mano negra como el carbón que apartó las ramitas y a Isabel
de un empujón, antes de que el resto del cuerpo, también negro por completo,
emergiera bruscamente detrás y se lanzara a correr, huyendo de nosotros. Mi
reacción fue tan rápida como instintiva, y casi sin darme ni cuenta estaba
apretando el gatillo y abatiendo por la espalda a aquella persona.
—¿Qué era eso? —preguntó
Isabel atemorizada. En el lugar donde la mano le había tocado tenía una mancha
como de hollín.
—Uno de nuestros
acosadores —respondí vigilando a los alrededores, por si aparecía algún otro—.
Al parecer el primer error lo han cometido ellos, y no nosotros… demasiado
tiempo apartados de nuestra naturaleza animal como para recordar lo que es ser
un cazador en tan poco tiempo.
—¿Qué dices? —exclamó
ella todavía alterada, pero no le hice caso, con un gesto le indiqué que me
siguiera, y juntos nos acercamos a la criatura abatida.
Era un hombre, aunque
estuviera de espaldas no había ninguna duda. El color negro tanto de su piel
como de los jirones de ropa que llevaba por encima era debido al hollín con el
que se había cubierto para camuflarse, y efectivamente no llevaba arma alguna,
tal y como auguró Eduardo.
—¿Qué ha pasado? —nos
preguntó precisamente él cuando el resto del grupo, alarmado por el disparo,
nos dio alcance con las armas en las manos.
—Me he cargado uno
—les señalé—. Estaba escondido entre unos arbustos. Iba cubierto de hollín para
camuflarse, aunque con la lluvia ahora es una pasta negruzca.
—Un buen disparo —valoró
Eduardo al agacharse junto al cuerpo. El tiro le había entrado directamente en
la cabeza por la nuca matándole en el acto… sin embargo, cuando el cazador le
agarró del pelo para darle la vuelta, se quedó con un mechó en la mano—. ¿Pero
qué…?
—Qué mal huele —se
quejó María, que abrazó a su madre para que se recuperara del susto que se
había llevado un instante antes—. Es como carne podrida.
Con una horrible
sospecha en mente, empujé el cuerpo con el pie y le di la vuelta… y lo que
vimos entonces nos conmocionó a todos: su rostro no era un rostro humano, era
la cara de un muerto viviente, uno abotargado, hinchado por la putrefacción y
cubierto de hollín, que además olía a demonios.
—¿Qué diablos…? —me
pregunté. No obstante, no pude acabar de formular la pregunta porque varias
figuras se movieron a nuestro alrededor entre los árboles, sin dejarse ver del
todo, pero haciéndonos saber que estaban allí.
—No les ha hecho
gracia que te cargaras a uno de los suyos. —dedujo Eduardo con el rifle apoyado
en los hombros.
—¿Un qué
exactamente? —inquirió Blanca soltando la pregunta que todos teníamos en mente.
Sin embargo, no había tiempo para responderla.
—¡Vámonos! —ordenó
el cazador—. No nos van a atacar, somos seis personas armadas y alerta, no son
tan estúpidos. Sólo quieren asustarnos.
—Pues lo están
logrando. —murmuró Isabel.
Con cautela nos
fuimos alejando de la arboleda, aunque ello nos dejara bajo la lluvia y
congelándonos de frío, pero en terreno abierto, donde aquellos seres, fueran lo
que fueran, no pudieran esconderse de nosotros.
—Y entonces, ¿qué
son? —preguntó Ahsan mientras trotábamos a toda prisa sobre un camino de tierra
en dirección a donde éste quisiera llevarnos.
—¿No le has visto
la cara? Era un resucitado —exclamo su novia—. Estaba podrido e hinchado, como
un cadáver metido en el agua, y apestaba.
—Pero se escondía —objetó
Isabel—. Y corría, ¿desde cuándo los reanimados corren o se esconden? ¿Y
visteis su sangre? Era roja y líquida, no negra y pastosa.
—Y nos intentan
cazar —apuntó su hija—. Los muertos no cazan, sólo vagan por ahí.
No me uní a la
discusión porque no supe qué pensar, y por el rostro taciturno de Eduardo supe
que él tampoco tenía una respuesta para nuestras dudas.
Siguiendo el
camino, alcanzamos una plantación de árboles, que a su vez nos llevó hasta un
pequeño almacén donde pudimos encerrarnos, pese al olor a cuadra, para
cubrirnos de la lluvia y protegernos de esas criaturas, si es que nos seguían
persiguiendo.
El debate sobre su
naturaleza, sin embargo, estaba lejos de acabarse… ni el frío, mezcla de estar
empapados por la lluvia y no tener nada con lo que encender una hoguera, pudo
detenerlo.
—Si nos perseguían,
es porque quieren comernos —señaló Ahsan acurrucado junto a su novia—. Eso es
propio de muertos vivientes.
—No hay ningún
motivo para que una persona no recurra al canibalismo si está lo bastante
desesperada. —opinó, sin embargo, Isabel.
—Esta discusión no
tiene sentido —resopló Blanca—. Todos le vimos la cara… una persona viva no
tiene esa cara, no hay más que hablar.
—Esperaremos aquí
hasta mañana —anuncié tras examinar la seguridad del lugar—. Haremos guardias
dobles de nuevo.
Esa noche no los
vimos, pero sí que los oímos. No debieron rendirse tras la muerte de uno de los
suyos, porque no dejaron de dar vueltas alrededor del almacén durante horas. En
una ocasión incluso golpearon la puerta metálica despertándonos a todos, pero no
se atrevieron a más.
—No se rinden —valoró
Eduardo—. Siguen queriendo asustarnos, no dejarnos dormir… son muy listos.
—¿Qué clase de
muerto viviente hace algo así? —dijo Isabel tragando saliva.
Encontrar un coche
y poner tierra por medio se hizo más urgente la mañana siguiente, cuando con
mucha precaución salimos del almacén sólo para encontrarnos el terreno
despejado, como si lo que pasó la noche anterior lo hubieran producido
fantasmas… salvo por algunos restos físicos que ningún fantasma habría podido dejar.
—Sus putas madres…
—masculló Eduardo cuando nos encontramos con el percal.
—Dios santo… —murmuró
Isabel apartando la vista.
En el arcén del
camino, los muertos habían dejado los restos de su compañero caído… después de
comérselo. Sólo quedaba de él un montón de huesos rojizos y con restos de carne
todavía pegada a ellos, montón coronado por una calavera y aderezado con una
jauría de moscas que repelaban los despojos restantes. El olor a putrefacción
no animaba a acercarse.
—¡Son caníbales! —chilló
Blanca asustada—. ¡Comen carne humana, como los resucitados!
—Los resucitados
no hacen un montón con ella y lo ponen en nuestra puerta. —señalé yo.
Huellas —anunció
Eduardo acuclillándose en el suelo—. Por fin un poco de terreno despejado para
estudiarlas, a ver qué nos dicen.
Muy intrigados,
aguardamos a que el cazador hiciera su análisis. Cualquier información nos
venía de perlas, porque aquellos seres cada vez me inquietaban más.
—Desde luego, no
caminan de forma errática y torpe como los resucitados —concluyó—. Éstos saben
dónde pisan y hacia dónde se dirigen… yo veo al menos seis pares distintos.
—O sea, que pese a
matar uno, todavía quedan seis más. —dedujo Ahsan angustiado.
—Les llevamos
ventaja —afirmó Eduardo con convencimiento—. Ellos ya han perdido a uno,
nosotros sólo hemos gastado una bala y no están más cerca de ir a capturarnos.
—Pero han
recuperado fuerzas. —apunté mirando con aprensión el montón de huesos.
Me recordaba
demasiado a los restos humanos con los que se llenó la capilla de la base de
Colmenar Viejo, y ese lugar me traía muy malos recuerdos.
—Tenemos que
encontrar un maldito coche ya. —urgió Isabel.
Sin embargo,
tuvimos que caminar mucho todavía hasta encontrar la siguiente población. No
regresamos a la orilla del río porque allí nuestros perseguidores tenían
demasiada vegetación entre la que esconderse, y nos pareció más seguro seguir
campo a través. Durante el día no se atrevían a mostrarse, probablemente por
miedo a que les pudiéramos disparar, pero cuando nos encontramos en una zona
plagada de arroyos comenzó a caer la noche una vez más…
—Esto no se acaba
nunca. —rezongó Blanca desesperada.
—Yo creo que sí —afirmó
Eduardo, que tenía el mapa en las manos y trataba de aprovechar los últimos
instantes de luz natural—. La autovía está a unos cien metros como mucho. Si
entramos en ella, podemos caminar por un camino despejado hasta Carrión de los
Condes, un pueblecito lo bastante grande como para que haya algún coche que
coger.
—Nos llevan
persiguiendo cuarenta kilómetros, no irán mucho más lejos. En cuanto cojamos un
vehículo, podremos olvidarnos de ellos para siempre —dije yo tratando de ser
optimista.
Fue sencillo
llegar hasta la autovía y seguir por allí, y además encontramos algo de comida
para ir tirando en una gasolinera. Pero las criaturas que nos seguían debieron
prever que nos acercábamos al momento en que nos libraríamos de ellos, y no
estaban dispuestos a dejar escapar a la presa que llevaban acechando durante tantos
días.
—Se están
movimiento —advirtió Eduardo cuando, siendo ya noche cerrada, comenzaron a
escucharse pasos entre la hierba que rodeaba la carretera, siempre en la
oscuridad—. Nos están adelantando.
—Pretenderán
pinchar todos los coches del pueblo —se mofó Ahsan, que viendo más cercana la
salvación comenzaba a perderles el miedo que nos habían impuesto durante días—.
Eso les llevará bastante tiempo.
—¡No, joder! —exclamé
yo dándome cuenta de cuáles eran sus intenciones en realidad—. ¡Van a hacer
otra vez lo mismo! ¡Nos van a echar a los reanimados encima!
Era la maniobra
más inteligente, y a esas cosas inteligencia no les faltaba. Si los muertos
comenzaban a salir del pueblo en mitad de la noche nos iban a poner en un apuro
muy serio, y por supuesto, no podríamos ni acercarnos a por un coche.
Esa perspectiva
les gustó a todos mucho menos, hasta el punto que por un momento nos quedamos
parados y sin saber si debíamos continuar adelante.
—Deberíamos… —comenzó
a decir Eduardo tras reflexionar unos instantes, pero no pudo terminar la frase
porque de repente el silencio de la noche se vio perturbado por un disparo
lejano.
—¿Eso ha sido…? —preguntó
Isabel incrédula.
—Un rifle. —confirmé.
Sabía cómo sonaban las armas al dispararse, y esa sólo podía ser un rifle de
caza como el de Eduardo.
—¿Y han sido ellos
o…? —inquirió Ahsan atemorizado.
—Si tuvieran armas
de fuego, ya las habrían usado —le aseguró Eduardo—. ¡Vamos!
Corrimos en
dirección al sonido porque no sabíamos qué otra cosa hacer. Un disparo era
señal de gente viva, y aunque eso rara vez era una buena noticia, después de
tanto tiempo sin encontrarnos con nadie, y de ser acosados por unas criaturas
que no sabíamos ni definir, hasta nos pareció algo bueno… al menos teníamos un enemigo
en común, y nada une más que eso a la gente.
No tardamos en
descubrir el origen de todo ese follón: plantado en mitad de la despejada
autovía, un pesado camión de carga era asediado por una multitud de siluetas
oscuras, que corrían de un lado a otro intentando evitar que la pareja que se
encontraba de pie sobre el vehículo tuviese un blanco claro al que disparar con
sus rifles.
—¡Hostia! —exclamé
por lo inesperado de la situación, pero al mismo tiempo me coloqué el fusil al
hombro y me preparé para abrir fuego en cuanto tuviera uno de esos muertos, o
lo que fueran, a tiro.
—¿Qué hacemos? —preguntó
Isabel confundida.
—¡Vamos con ellos!
—indicó rápidamente Eduardo, que no dudó en abrir fuego contra una de las
sombras cercanas. Cogida por la espalda y desprevenida, cayó abatida en el
asfalto con un tiro en los riñones, pero nadie se molestó en comprobar si había
muerto o sólo estaba herida.
Yo disparé también
cuando creí tener a una de las criaturas a tiro, sin embargo, se movió en el
último momento y la bala acabó impactando contra el suelo. No obstante, ambos
disparos sirvieron para que los dos ocupantes del camión repararan en nosotros.
—¡Montse, cuidado!
—bramo uno de ellos apuntándonos con su rifle.
Las sombras
comenzaron a dispersarse al verse rodeadas y en inferioridad armamentística,
pero aquel tipo parecía dispuesto a volarnos la cabeza a nosotros en su lugar.
—¡Vivos! —grité
para intentar evitarlo.
—¡No dispares, no
somos hostiles! —añadió Eduardo mostrándoles su rifle.
En cuanto nos
escuchó hablar, aquel tipo bajó el arma, y su compañero, que resultó ser una
mujer, también. Durante unos segundos no dijeron nada, estaban demasiado
impresionados como para abrir la boca, de modo que tuvimos que hacerlo
nosotros.
—Esos seres nos
llevaban persiguiendo desde hacía días —dije tratando de entablar una
conversación con ellos—. Creo que se dirigían al pueblo, pero se toparon con
vosotros por sorpresa y se vieron rodeados. Os damos las gracias por la ayuda
involuntaria.
Continuaron en
silencio, algo que se me hizo hasta incómodo.
—Me llamo Gonzalo,
era del ejército. Somos seis y no buscamos problemas —continué diciendo por ver
si algo les hacía reaccionar—. Venimos desde Madrid.
—¿De Madrid? —inquirió
la mujer con desconfianza—. ¿De la capital?
—Sí, aunque no de
la ciudad, sino de los alrededores. En la ciudad ya sólo hay reanimados. —aclaré.
—No parecen
hostiles. —valoró el hombre, que bajó el arma y encendió una linterna para
iluminar la escena un poco. Era un tipo fornido, de cerca de cincuenta años, que
vestía un mullido chaleco y una gorra a juego. La mujer que le acompañaba debía
ser de la misma quinta y vestía de manera similar, aunque era mucho menos
corpulenta.
—No lo somos. —les
aseguré.
—Mi nombre es
Damián, Damián Arribalzaga —se presentó—. Ella es Montse.
—¿Decís que os
perseguían a vosotros? —preguntó Montse—. Eso me tranquiliza, nos preocupaba
que estuvieran migrando hacia el norte. Normalmente no se los ve a estas
alturas… aunque, a decir verdad, nosotros tampoco bajamos tanto, pero intentábamos
ver cómo estaban las cosas por aquí.
—Pues ya les digo
yo que mal —bufó Isabel—. Y cada vez peor, visto lo visto.
—¿Habían tratado
antes con esas cosas? —les preguntó Eduardo—. ¿Saben qué son?
—¡Y tanto que lo
sabemos! —exclamó él—. Eso, mi buen amigo, son espectros… ¿y se puede saber qué
hacen unos tipos de la capital tan lejos de su hogar?
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