CAPÍTULO 31: IRENE
El tiempo no hacía
más que mejorar conforme las semanas pasaban, y para cuando ya se habían
cumplido los dos meses desde que llegué al parador, más o menos a mitad de
Abril, se podía dormir perfectamente con una sábana y una manta no muy gruesa.
Vivir en la sierra siempre hacía que el frío fuera mayor que metros más abajo,
pero aun así, el tiempo de los abrigos y los edredones había acabado, y pronto
nos estaríamos quejando del calor.
De hecho, como el
aumento de las temperaturas no hacía más que revolucionar a todos los insectos
de la zona, podía comenzar a quejarme ya. Hormigas, polillas, mosquitos y toda
clase de bichos se estaban convirtiendo en una auténtica plaga. La naturaleza,
en ausencia de una humanidad que pudiera imponerse a ella, recuperaba lo que
era suyo poco a poco.
Pero en realidad,
si me quejaba de un problema tan nimio como el de los insectos era sólo porque
no tenía nada más de qué hacerlo. La vida fuera del parador se había convertido
a esas alturas en un mal recuerdo, uno que bien podría pertenecer en realidad a
una mujer distinta a mí. Todo me iba bien, y ni siquiera el sonido de la
lámpara de la mesita de noche cayéndose al suelo, que me despertó sobresaltada,
pudo cambiar mi humor.
—Perdón. —se
disculpó Héctor antes de agacharse a recogerla del suelo y volver a colocarla
en su sitio—. Le he dado sin querer, ¿te he despertado?
—Sí —gruñí
desperezándome y dando un bostezo tan profundo que casi se me desencaja la
mandíbula—. ¿Qué haces?
—Me estaba
vistiendo —contestó—. Tengo que salir a montar guardia.
—Todavía es muy
temprano. —protesté al ver por la ventana que el sol apenas había salido. No
debían ser ni las siete de la mañana, aunque las horas del día habían dejado de
importar hacía mucho tiempo.
—Ya lo sé, pero se
la cambié ayer a César con la que tenía que hacer por la tarde —me explicó—.
Nunca le ha gustado madrugar.
—No es el único. —rezongué
arrebujándome de nuevo bajo las sábanas. Estaba tan cómoda que no habría podido
sacarme de allí ni un camión.
—Ya lo sé, cariño,
no quería despertarte —me aseguró—. ¿Te bajo la persiana? La dejé subida para
que me despertara la luz, pero si te molesta…
—Sí, por favor. —le
rogué.
Lo hizo, y cuando
la habitación estuvo a oscuras, se acercó a la cama y se agachó para darme un
beso en la cabeza.
—Me voy ya, sigue
durmiendo tranquila. —dijo.
Desde luego eso
pensaba hacer, y eso hice en cuanto se marchó… sin embargo, tan sólo conseguí
amodorrarme un par de minutos antes de que alguien llamara muy bajito a la
puerta de la habitación.
“Se ha dejado la
llave” pensé con fastidio. Con el rollo de la lámpara, al final Héctor no había
cogido la llave de la habitación, y había vuelto para recogerla.
—Ya voy… —rumié
sin ninguna gana de levantarme. No llevaba nada de ropa, y estaba demasiado
oscuro para buscarla, de modo que como había confianza me enrollé la sábana
alrededor del cuerpo y me acerqué a abrir—. Menuda cabeza que tienes por las
mañanas…
Pero cuando giré
el pomo y abrí, a quien me encontré frente a mí no fue a Héctor, sino a su
hermano, que sin mediar palabra se coló en la habitación y volvió a cerrar la
puerta.
—¿Qué haces? —exclamé
alarmada. ¿Acaso se había vuelto loco?— Como te haya visto alguien…
—Nadie me ha visto
—aseguró agarrándome de la cintura y atrayéndome hacia él—. Todos están
durmiendo, y Héctor está arriba.
Definitivamente
estaba loco, ¿cómo se le ocurría colarse en mi habitación de esa manera? Si su
hermano decidía volver, o si Marga y su madre, que dormían en el mismo piso, le
llegaban a ver hacerlo…
—¿Qué quieres? —le
pregunté tratando de cubrirme los hombros con la sábana para no sentirme tan
expuesta a su mirada. Ya sabía lo que quería, y era una estupidez que lo
quisiera en ese momento.
—¿Tú qué crees que
quiero? —replicó él lanzándose a besarme, pero aparté la cabeza para que no
pudiera hacerlo.
—¿Haciendo esto? Que
nos pillen, sin duda —le espeté—. ¿Te parece normal colarte aquí un segundo
después de que Héctor se vaya? ¡Todos dormimos en este piso!
—Ya lo sé, anoche
os escuché —dijo notablemente molesto—. Sé distinguir muy bien cuando finges, y
conmigo no has tenido que hacerlo nunca.
Di gracias a que
estuviera lo bastante oscuro como para que no se diera cuenta de que me había
sonrojado. No es que Héctor fuera un mal amante, al contrario, pero tenía que
admitir que César era mejor, o al menos los dos éramos más compatibles, y en
los últimos tiempos, cuando estaba con Héctor, era incapaz de terminar en
condiciones.
—Eres un puto
engreído —gruñí desembarazándome de él por fin y dándole la espalda, pero no se
rindió tan fácilmente, y con un tirón de la sábana que me cubría consiguió que
ésta se me cayera—. ¡Cesar!
—Admite que te
encanta que sea un engreído. —me susurró al oído después de lanzarse contra mí
y comenzar a acariciarme los hombros.
Sí que me
encantaba, era el rasgo que más le diferenciaba de Héctor, siempre tan correcto
y formal. César tenía un punto canalla que últimamente se me hacía
irresistible, y por eso al final terminaba consiguiendo lo que quería.
Todo comenzó con
lo que pasó en la caravana. Me engañé diciéndome que había sido un error, un
desliz por mi parte que no volvería a pasar jamás… no podía haber estado más
equivocada. Volvió a pasar, y más de una vez. César estaba loco por mí, mucho
más de lo que su hermano había estado nunca, y no iba a rendirse. Y a mí cada
vez me gustaba más él, me gustaba su manera de idolatrarme, de desearme, de
querer estar conmigo pasando incluso por encima de su propio hermano.
Toda aquella
situación me hacía sentir dudas, por supuesto. No es que Héctor hubiera dejado
de gustarme, de ser así, me habría limitado a romper con él… simplemente eran
dos amores distintos. Él era el bueno, el correcto, el amable, la buena
influencia que necesitaba cuando llegué al parador para salir del oscuro
agujero en el que estaba metida, y cualquier posibilidad de redención que
pudiera tener como persona se la debía a él, a sus cuidados, su caballerosidad
y sus atenciones. César, sin embargo, representaba una relación mucho menos
adulta, basada más en el deseo y la pasión, una relación que podía volver a
tener después de convertirme de nuevo en una persona civilizada, una que no nos
comprometía a nada más que el placer mutuo, y que por tanto me exigía mucho
menos.
Y en esa zozobra
sentimental mi velero iba esquivando las olas, que se traducían en culpabilidad
por estar engañando a Héctor y miedo a que pudieran descubrirnos, con las
terribles consecuencias que ello tendría.
No quería hacer
daño a nadie, sólo buscaba un poco de felicidad, y la encontraba por igual
charlando de banalidades con Héctor acurrucados en un sillón de la sala de
estar como revolcándome junto al arroyo con César, lejos de las miradas de
cualquiera. Sumida en una estupidez complaciente, prefería no pensar en lo
insostenible que era esa situación que había creado casi sin querer, y en que
el tiempo sólo hacía que fuera a peor.
“Cuán fácil sería
si pudiera tenerlos a ambos” pensé mordiéndome el labio inferior mientras las
manos de César comenzaron a hacer su juego en mi cuerpo. El mundo había
cambiado, las antiguas reglas ya no contaban para nada, y estaba segura de que,
de no haber estado por medio tanto la madre como otra hermana, podría haberles
convencido a ambos para que aceptaran ese trío. A fin de cuentas, tampoco es
como si tuvieran más mujeres entre las que elegir.
Pero no podía ser,
y aunque sus caricias conseguían que mi cuerpo débil se sintiera tentado, me
pareció un poco excesivo que acabáramos fornicando como dos adolescentes en
celo sobre la misma cama en la que dormía con su hermano.
—No, déjame —le
pedí apartando sus manos de mi antes de recuperar la sábana y cubrirme de nuevo
con ella. La mirada de decepción en su rostro me hizo sentir un poco culpable,
a fin de cuentas, era yo quien había provocado esa situación, así que me
pareció oportuno darle más explicaciones—. Es una falta de respeto, César. En
esta cama, en este dormitorio… además, alguien podría oírnos, o Héctor podría
volver.
—Está bien, como
quieras —dijo levantando una mano en señal de que no necesitaba más
explicaciones—. Será mejor que me vaya entonces.
Me sentí muy mal
viéndole caminar hacia la puerta como si se acabara de llevar un mazazo
terrible. Héctor seguía siendo mi pareja, y bastante mal le estaba haciendo ya
como para encima participar de las fantasías de jugar en el campo de su hermano
que tenía César, pero al mismo tiempo entendía lo duro que tenía resultarle a
él ver cómo precisamente en esa habitación su hermano se acostaba con la mujer
que quería.
—Espera —le llamé
cuando ya tenía la mano en el pomo—. Si quieres, podemos sentarnos un rato en
la cama y hablar.
Me lanzó una
mirada desde la puerta en la que me pareció ver reflejado cierto desdén que no
me gustó nada.
—Para eso ya
tienes a mi hermano, ¿no? —exclamó abriéndola con brusquedad, y sin decir más,
se marchó dejándome con la palabra en la boca.
“Será gilipollas” pensé con rabia tirando las
sábanas de la cama al suelo de una patada.
Tal vez me lo
mereciera un poco, no iba a discutirlo; era yo la que me desenfrenaba con él,
pero luego seguía junto a su hermano. Debía sentirse de forma parecida a cómo
me sentía yo en ese momento cada vez que nos veía a Héctor y a mí besándonos,
cogiéndonos de la mano o simplemente tonteando. Pero aunque así fuera, ese
comportamiento conmigo estaba de más.
Ya no me sentía
con ganas de intentar dormir de nuevo, de modo que subí la persiana para dejar
pasar la luz del sol a la habitación y me dirigí al cuarto de baño con la
intención de acicalarme un poco y vestirme. Si de algo no podía quejarme era de
que, gracias a que aquel parador no dejaba de ser como un hotel, tenía a mi
disposición un surtido infinito de toda clase de productos de higiene para
mantenerme aseada, e incluso artículos de belleza como cremas hidratantes y
mascarillas para cuidarme un poco. En primavera lo noté menos, pero con lo que
se me secaba la piel en invierno fue todo un alivio contar con todo eso.
Cuando salí de la
habitación ya era pleno día. Tenía un poco de sueño por haber madrugado, y también
debido al hecho de que los días se hacían poco a poco más largos, y por tanto
las horas de oscuridad eran menos, pero lo solucionaría con una siesta. Aquel
día me tocaba montar guardia ya bien entrada la tarde, de modo que tenía tiempo
de sobra.
Llegué al comedor
y me encontré tan sólo con Marga y Guille allí. Héctor todavía vigilaba desde
el ático, y Angelines debía estar esperando que él fuera a ayudarla a
levantarse, como cada mañana. César no tenía la menor idea de dónde podría
estar, pero esperaba que no estuviera demasiado enfadado conmigo.
—Buenos días. —saludé
a mis dos únicos acompañantes antes de sentarme en un sillón con ellos.
—No del todo. —replicó
Marga, que no traía buena cara.
—¿Te encuentras
bien? —le pregunté preocupada. Estaba muy pálida y se encogía como si le
doliera el estómago.
—Creo que la cena
de anoche no me sentó del todo bien. —confesó arrugando el gesto.
La comida había
empezado a convertirse en un problema urgente en los últimos días. Tras dos
meses viviendo allí, prácticamente habíamos acabado con todo. Todavía teníamos
para al menos semana o semana y media, pero el fantasma de la desaparición de
la última lata pendía sobre nuestras cabezas… y lo que nos quedaba tampoco era
lo que se encontraba en mejores condiciones.
Algunos productos
sencillamente habían caducado, fueron comprados como muy tarde en diciembre del
año anterior y estábamos ya en Abril, de modo que era natural. Otros habían
comenzado a estropearse por la llegada del calor y la falta de refrigeración,
un problema que tenía muy mala solución, a decir verdad. Tratábamos de comer lo
que veíamos que podía estropearse, pero a veces no llegábamos del todo a
tiempo, y la noche anterior fue una de esas ocasiones.
Nadie más parecía
haber dado síntomas, desde luego ni Héctor, ni César, ni yo, pero Marga tenía
un estómago más sensible, y no era raro que algunas comidas no le sentaran del
todo bien.
—Había pastillas
para eso en el botiquín del restaurante, ¿no? —inquirí. No era la primera vez
que tenía que hacer uso de ellas. Incluso yo las había usado una vez, y fueron
mano de santo.
—Se gastaron —afirmó—.
Menuda nochecita he pasado, pero ahora me siento peor… en fin, no es nada, se
me acabará pasando.
Asentí con la
cabeza. Una indigestión no había matado a nadie, así que no era preocupante. Lo
que sí lo era para mí fue la ausencia de César, que no se dignó a aparecer en
toda la mañana. Ni siquiera cuando Héctor, acabada su guardia, bajó llevando
del brazo a su madre para que desayunara.
“No quiere ni
verme” deduje con no muchas posibilidades de estar equivocada. El desayuno
junto a la hoguera, aunque por el cambio de estación la hoguera hubiera desaparecido
la mayor parte de las ocasiones, era casi un ritual sagrado entre nosotros.
—¿Y César? —preguntó
Héctor agarrando unas latas que había traído desde el restaurante para comenzar
el desayuno.
—Creo que tampoco
se sentía muy bien. —le disculpé yo mintiendo miserablemente, aunque en cierto
modo tampoco era una mentira.
—Sí, la de anoche
fue una cena pesada de verdad —asintió antes de ponerse a luchar por abrir su
lata de alubias—. Bueno, y hablando de otra cosa, ¿os podéis creer que llevemos
desde enero sin ver a nadie…? Menos a ti, cariño.
—Mejor solos que
mal acompañados. —replicó Angelines por lo bajo, dirigiéndome al mismo tiempo una
de sus habituales miradas de desagrado, como si quisiera dejar claro que la
indirecta iba dirigida a mí.
Ya me había
acostumbrado a ese tipo de puyas, y las ignoraba con una maestría que
seguramente su hija envidiaba, porque ella era, junto a César, el segundo
blanco favorito de sus ataques. Le encantaba recordarle cómo se fue de casa y
volvió con el rabo entre las piernas y un bombo, y que fuera ella quien
mantuviera con su dinero a ese hijo bastardo. A César sólo le ponía a parir
comparándole constantemente con su hermano, ese ojito derecho suyo cuya única
falta en la vida era haberse liado conmigo.
—¡No diga eso, madre!
—exclamó Héctor—. Estar aquí tan solos es una de las cosas que más me deprimen
de todo lo que ha pasado. Empiezo a pensar que no queda nadie vivo allí fuera.
—Ella tiene razón —intervine
yo para, con todo el dolor de mi corazón, apoyar a Angelines—. Sí hay gente
viva, pero buena parte de ella no es buena, la mayoría son incluso peligrosos,
así que estamos mejor solos.
Podían parecer las
palabras de una experta en el mundo exterior, pero lo cierto es que no tenía ni
idea de cómo evolucionaba la situación ahí fuera. ¿Seguirían los humanos
muriendo a manos de los muertos o de otros humanos de manera constante, como
cuando yo estaba allí? ¿Se estarían organizando en comunidades o incluso un
frente común? ¿Se estarían matando entre grupo rivales, luchando por los pocos
recursos libres de los muertos vivientes? ¿Estarían todos muertos…? No tenía
forma de saberlo, y eso me resultaba frustrante porque, o mucho me equivocaba,
o más pronto que tarde tendríamos que aventurarnos fuera nosotros también.
Sólo de pensar en
volver me hacía sentir escalofríos, aunque quien se estremecía de verdad era
Marga, que al final se rindió ante la indigestión que estaba sufriendo.
—No puedo más con
esto, voy a mi cuarto a tumbarme un rato —anunció poniéndose en pie—. ¿Podéis
echarle un ojo a Guille?
—Tiene un hijo por
tonta y luego no sabe qué hacer con él… menuda madre. —murmuró por lo bajo
Angelines, pero por una vez Marga no estaba en condiciones de sentirse
ofendida.
—Tranquila, tú
descansa —le dije yo antes de volverme hacia el niño—. ¿Te quedas con la tita
Irene esta mañana y dejas descansar a mamá?
—¡Vale! —exclamó
él entusiasmado.
El gesto de odio
de Angelines al escuchar lo de “tita Irene” hizo que mereciera la pena
aguantarla el resto de la mañana, que no la pasó del mejor humor posible a raíz
de aquello, y no dudó en lanzarme alguna que otra indirecta hiriente más.
Cuando terminamos
de desayunar y Héctor la ayudó a volver a su habitación, salí con Guille al
aparcamiento para que le diera el aire y estirara las piernas un poco. Allí se
encontraba nuestra autocaravana, el vehículo que un mes atrás habíamos limpiado
y adecentado por si alguna vez teníamos que abandonar el parador. Con aquel
momento cada vez más cerca, no pude evitar sentir un poco de aprensión al verla
allí, casi amenazando con quitarnos nuestro hogar para convertirse ella en el
nuevo.
—¿Puedo jugar
dentro? —me preguntó Guille señalándola. Al parecer no había visto una caravana
en su vida antes de ese momento, y le gustaba eso de que todo lo necesario en
una casa cupiera en un espacio tan pequeño.
Envidié esa
inocencia infantil. Cuando lleváramos días y días los seis allí hacinados
acabaríamos deseando que un tráiler se la llevara por delante.
—No, ya habrá
tiempo de echar de menos el aire libre más adelante —respondí—. Además, ¿vas a
hacer tú las camas si las deshaces, como siempre?
Con una negativa
como respuesta, puso la misma cara que su tío unas horas antes al conseguir de
mí tan sólo un “no” descorazonador, y se entretuvo como solía hacer siempre:
empleando las cosas del hotel como si fueran juguetes.
Verle jugar así
siempre me hacía recordar a los niños del colegio, que también se entretenían
con los pocos juguetes de que disponían y dibujando con ceras de colores. No me
gustaba pensar en ellos, ya no eran parte de mi vida, yo era otra persona
distinta a esa mujer que acabó perdiendo la cabeza y jamás sería otra vez la
misma. Pero la verdad era que el tiempo que pasé cuidando de ellos, al menos
hasta que tuve que matar gente para alimentarnos, me reconciliaba un poco
conmigo misma. En mi vida habitual no fui una persona especialmente solidaria o
entregada a los demás, y ese acto desprendido de quedarme cuidándoles fue lo
que me demostró que, bajo la psicópata en la que me convertí, había una persona
decente que merecía vivir.
Unos minutos más
tarde, Héctor salió fuera también, y lo hizo acompañado de Marga, que seguía
con mala cara y que se sentó en una pequeña banqueta junto a la puerta
principal. Llamé a Guille y los dos nos acercamos juntos a ver cómo seguía.
—Igual —dijo
después de que le preguntara—. He salido a que me dé un poco el fresco porque
dentro me agobiaba.
Que no se le
hubiera pasado todavía comenzó a preocuparme. No porque pudiera tener algo
grave en ese momento, sino porque la cosa fuera a peor. No teníamos médicos, ni
nada remotamente parecido siquiera, de modo que, si empezaba a manifestar otros
síntomas, como fiebre o vómitos, podíamos acabar con un problema de verdad
entre manos.
Dejé a Guille apoyando
a su madre y me hice a un lado con Héctor.
—Tal vez
deberíamos volver abajo. —le sugerí.
Con “abajo” me
refería al grupito de casas del cruce que se encontraba a un par de kilómetros
del parador. Entre ellas, además de un restaurante había una pequeña farmacia,
que sin duda tendría todo lo que pudiéramos necesitar no sólo para la
indigestión de Marga, sino también para tratar cualquier enfermedad o herida
que sufriéramos cuando nos tocara salir de allí.
—¿Volver? —replicó
no muy convencido. A lo largo del mes habíamos bajado varias veces para saquear
toda la comida que pudiera quedar, y siempre nos encontrábamos con algún muerto
viviente nuevo que se paseaba entre las casas, de modo que nunca era una visita
agradable—. ¿Tan grave te parece la cosa?
—No sé si es
grave, pero no quiero que se vuelva grave —argüí—. Mejor prevenir que curar,
aunque no sé si eso es aplicable a este caso.
—Vale, pero no
creo que sea buena idea dejarla sola —dijo él rascándose la barbilla pensativo—.
¿Y si necesita ayuda? Mi madre no está en condiciones de hacerlo.
—Que se encargue
tu hermano. —sugerí sin entender cuál era el problema.
—No sé yo si
César… —titubeó, y como respuesta fruncí el ceño.
—No es tan inútil
como tu madre dice —le defendí. Si esa familia supiera el daño que le hacía con
esa actitud la abandonarían de inmediato, pero los hermanos, incluso Marga,
tenían las enseñanzas de Angelines demasiado metidas en la cabeza—. Y tampoco
es como si fuera a pasar algo…
Me interrumpí
cuando vi salir precisamente a César por la puerta. Traía una cara de orgullosa
indiferencia con la que, me imaginaba, pretendía minarme la moral y hacerme
creer que lo de aquella mañana no le había afectado, cuando no era más que un
síntoma de todo lo contrario.
Sin embargo,
Héctor, ajeno a aquella riña, vio en él la solución al dilema.
—Podéis bajar los
dos —resolvió con satisfacción—. Yo me quedaré aquí, cuidando de ella y de
madre. Ya lo habéis hecho antes, ¿no? Y la cosa ha ido bien.
—¿Ir a dónde? —inquirió
César con suspicacia al llegar a nuestra altura.
—Tenemos que bajar
a la farmacia a por medicinas, Marga no se encuentra bien —le resumí—. No es
nada grave, pero de todas formas deberíamos hacer acopio, por si las moscas.
—¿Y quieres que
vayamos tú y yo? —me preguntó directamente a mí alzando una ceja. Por suerte,
Héctor no podía ni sospechar que esa pregunta iba con segundas.
La respuesta,
siendo sincera, habría sido que no. Prefería ir con Héctor, pero en cierto modo
ya me había acostumbrado a la devoción que éste sentía hacia su familia, así
que no me sorprendía que no quisiera apartarse de un miembro enfermo… dos, si
tenía que hacer caso de las quejas de Angelines sobre su salud.
—Sí —contesté
finalmente. Al menos tendríamos un poco de intimidad para hablar de lo de antes—.
Tu hermano tiene razón, es mejor que vayamos nosotros dos.
Héctor quedó
satisfecho porque pensaba que había cedido ante sus argumentos para enviar a
César, y César, aunque no lo demostrara, quedó satisfecho porque le gustaba
pasar tiempo a solas conmigo. Así que una vez resuelto aquello nos dispusimos a
marcharnos en ese mismo instante, y con suerte volver para la hora de la comida,
si todo iba bien.
La primera mitad
del trayecto la hicimos en un completo e incómodo silencio. Pese a que había
accedido a hacer ese viaje conmigo, no parecía tener ningún interés en
dirigirme la palabra, y eso consiguió enfadarme un poco.
—¿Vas a seguir sin
hablarme mucho más tiempo? —le espeté cuando terminó de hartarme.
—¿No te hablo? —replicó
él sin apartar la vista del camino.
—No, no desde lo
de esta mañana —exclamé—. Y precisamente deberíamos hablar de ello.
—No hay nada de
qué hablar, está claro que no querías —dijo todavía sin mirarme—. Teniendo en
cuenta que insistes en seguir siendo la novia de mi hermano, hace que me
pregunte qué nos queda si ya no tenemos ni el sexo.
—No se trata de
que no quisiera, sino de que no era correcto hacerlo allí, en esa misma cama. —traté
de hacerle ver.
—¡No hay nada
correcto en esto! —estalló—. ¡No deberías engañar a Héctor, y no deberíamos
vernos de manera furtiva! Tendrías que dejarle de una vez y estar conmigo.
Odiaba cada vez
que sacaba ese tema. El eterno sufrimiento del suplente que quería ser titular
no me era algo desconocido cuando tenía que organizar equipos de futbol para
los niños del colegio, y podía ver esa frustración reflejada en el rostro de
César de la misma forma que en los críos que quedaban en el banquillo.
No supe qué
responder a la que podía ser ya su enésima declaración, así que no dije nada.
Por suerte, fue él mismo quien rompió el silencio en esa ocasión.
—¿Por qué no nos
vamos? —me propuso.
—¿Irnos? —inquirí
alzando una ceja—. ¿Irnos a dónde?
—No sé, lejos —respondió
encogiéndose de hombros—. Cogemos la caravana, algo de comida y nos vamos los
dos de aquí. Solos, sin nadie más, y muy lejos.
—Definitivamente
te has vuelto loco —dije negando con la cabeza—. ¿Estarías dispuesto a
abandonar a tu familia así, tan a la ligera?
—Ya conoces a mi
familia lo suficiente como para saber que está podrida —masculló frunciendo el
ceño—. Mi madre es una bruja y mi hermano su mono amaestrado… estaríamos mejor
sin ellos, tú y yo solos.
—No tienes ni idea
de lo que estás diciendo. —repliqué consternada ante el desapego que mostraba
hacia los suyos.
Sin duda su
familia tenía sus cosas, era evidente hasta para el menos avispado que
Angelines les había atado bien en corto desde pequeños, y eso les había
afectado, pero tanto como para querer abandonarles... el complejo de
inferioridad que su madre había creado en él a base de menospreciarle en favor
de su hermano era mucho más grave de lo que creía si estaba dispuesto a algo
así. Separarse de la familia después de la llegada de los resucitados
significaba que probablemente no volvieras a verla jamás, no sólo porque no
había forma de comunicarse con ella, sino porque la muerte acechaba detrás de
cada esquina.
No volvió a
mencionar el tema en lo que restaba de trayecto, pero su actitud indiferente
hacia mí se relajó, aunque tenía muy claro que el tema no había quedado cerrado
ni mucho menos, y que no tardaría en volver de nuevo a él con mayor
insistencia.
Llegamos al cruce
unos minutos más tarde, y como cada vez que iba hasta allí, no pude evitar quedarme
mirando con un poco de aprensión la forma en que la naturaleza iba recuperando
terreno frente a las construcciones del ser humano. No sabía si sería igual en
todas partes, supuse que tener un bosque justo al lado influía bastante, pero
la carretera prácticamente había desaparecido bajo un manto de tierra, barro
seco y hojas caídas. La hierba crecía descontrolada en cualquier rincón y los
tejados de las casas estaban tan sucios como el suelo.
—Qué barbaridad… y
sólo han pasado unos meses. —comenté en voz alta. Cuando hubieran pasado unos
años, aquello serían prácticamente unas ruinas tragadas por el bosque.
—No sé por qué no
hemos vaciado del todo este sitio ya —gruñó César con una mueca de desagrado—.
Hemos tenido tiempo de sobra para hacerlo, y la farmacia debió ser lo primero.
Tal vez tuviera
razón, pero lo cierto era que yo ni me aproximaba a ser una experta en la
materia. Si había sobrevivido ese tiempo era porque tenía apoyo de gente mejor
que yo, o porque la vida era fácil en el parador. Cuando me quedé sola ya se
vio el resultado, y en cuanto a las medidas a tomar para que un grupo
funcionara, tan sólo alcanzaba a saber que debíamos ir a buscar algo cuando lo
necesitábamos…
—Démonos prisa,
por muchas veces que vengas, aquí siempre queda algún resucitado. —le pedí.
—Ahí está la
farmacia, vamos. —dijo señalando el cartel con la cruz verde de la tienda, que
se encontraba en lo único que se podía llamar edificio de esa zona: un bloque
con espacio para tres comercios al lado del restaurante.
Desgraciadamente,
como el resto de lugares allí, la farmacia había sido cerrada a cal y canto
antes de ser abandonada, y con las persianas metálicas echadas se hacía difícil
entrar.
—Vamos a tener que
cargarnos la cerradura. —afirmó César, que inmediatamente se descolgó la
mochila que cargaba a la espalda y sacó de ella una cizalla.
Encontramos la
herramienta en el parador un día que hicimos limpieza a fondo del sótano, y
sustituyó al desencofrador como herramienta para forzar candados
inmediatamente. Tan sólo le habíamos dado uso para romper el cierre que el
celoso dueño de una casa había colocado en la puerta de la suya, pero la
llevábamos siempre que bajábamos, y en esa ocasión en concreto más, sabiendo
por visitas anteriores que la farmacia estaría cerrada a cal y canto.
—Procura no hacer
mucho ruido. —le recomendé. No es que pudiera evitarlo, pero si el estruendo era
demasiado grande acabaríamos atrayendo a cualquier muerto viviente que rondase
por los alrededores, y por una vez quería irme de allí sin pringarme de sangre,
que luego se secaba y costaba horrores limpiarla.
El cierre saltó
por los aires con un chasquido, aunque más escandaloso fue subir las persianas
para poder entrar después. Un sonido así resultaba molesto hasta en una calle
transitada, de modo que en mitad del silencio impuesto en el mundo por los
muertos vivientes sonó como si se hubiera estrellado un coche contra un muro. Al
menos sabíamos que el interior estaría limpio porque los resucitados, que yo
supiera, no atravesaban paredes.
No tuvimos más
remedio que cargarnos la cristalera de la entrada a golpes para poder pasar, la
puerta era resistente, y a la quinta patada César acabó más lastimado que ella.
—Echa la persiana
de nuevo, no quiero que nos acorralen dentro. —le dije cuando estuvimos por fin
en el interior. El lugar no era grande, pero como no había sido saqueado, tenía
de todo.
En el parador disponíamos
casi cualquier cosa que pudiéramos necesitar, y como la salud de todo el grupo,
incluida la de Angelines, que lo único que tenía eran muchos años, era en
general buena, no habíamos ido allí antes para nada. Pero Marga sufría una
indigestión aguda, así que en cuanto César volvió a bajar la persiana comencé a
buscar algo que pudiera aliviarla.
Aunque no podía
contarle que estaba liado con sus dos hermanos, y por tanto no era de mucha
ayuda en esa zozobra sentimental mía, Marga era lo más parecido a una amiga que
tenía desde hacía mucho tiempo, y me sentía bien yendo allí a buscar algo que
le sirviera de ayuda. Esa era la clase de sentimientos que tenía una persona
sana mentalmente, y de los que estaba muy orgullosa.
—Supongo que con
esto valdrá —afirmé después de guardar un par de cajas del medicamento que
buscábamos en mi mochila—. Tenemos que coger también todo lo que pueda sernos
útil.
—Esto puede sernos
útil —exclamó César acercándose a mí con una caja en la mano. Eran
preservativos, y antes de que pudiera siquiera replicar algo, ya le tenía
pegado e intentando meterme mano—. ¿O me vas a decir que este lugar tampoco es
apropiado?
Lo que no era
apropiado era hacer eso mientras en el parador su hermana sufría esperando a
que le lleváramos algún remedio, pero lo cierto fue que, por algún motivo, me
dio mucho morbo que nos lo montáramos en una farmacia, y habría sido una tonta
rechazándole dos veces seguidas cuando yo también me moría de ganas de hacerlo,
y terminar así esa pequeña crisis que arrastrábamos precisamente debido a ese
tema.
César despejó de
un manotazo el mostrador mientras los dos nos besuqueábamos, y me subió a él
antes de comenzar a quitarme los pantalones. En cuanto estuve libre de la
prenda, empezó a bajar hasta deslizar su cabeza entre mis muslos.
—¡Oh, Dios…! —gemí
agarrándole del pelo con una mano y apoyándome en el mostrador con la otra para
mantener el equilibrio.
Tanto me concentré
en el placer que me daba que acabé dando un respingo sobresaltada cuando
alguien golpeó la persiana de la ventana de la farmacia. Un muerto viviente, al
que seguramente habíamos atraído nosotros mismos con el ruido que hicimos al
entrar, nos había visto y trataba inútilmente de abrirse paso lanzando
manotazos contra la reja metálica que cubría la ventana.
—¿Qué es eso? —exclamó
César alarmado levantando la cabeza.
—Sólo es un
resucitado voyerista —le dije devolviéndole a su trabajo entre mis piernas—. Tú
no te distraigas…
Pero la que se
distrajo al final fui yo. Con aquella criatura dando golpes y gruñendo como un
animal salvaje no había manera de concentrarse en lo importante, y tuve que
rendirme al ver que aquello no tenía forma de culminar de manera satisfactoria.
—¡Joder! —gruñí
frustrada bajándome del mostrador y recogiendo los pantalones.
—Deberíamos
matarlo antes de que atraiga a más. —sugirió César, todavía arrodillado en el
suelo.
—¡Anda y que le
jodan! —exclamé yo—. Terminemos de recoger las cosas y larguémonos, que se
pelee con la ventana si…
Me interrumpí al
fijarme mejor en el muerto viviente y descubrir que vestía un roído y manchado
uniforme de policía. Si cuando vivía era uno de ellos, cabía la posibilidad de
que todavía conservara su arma reglamentaria… y un arma de fuego nos sería más
útil incluso que las medicinas si teníamos que irnos del parador.
—¿Qué pasa? —me
preguntó César al ver que me había quedado pensativa con el pantalón a medio
poner.
—Creo que sí que
vamos a matarlo —respondí—. Si tiene un arma, nosotros vamos a necesitarla más
que él.
—No es mala idea —admitió
rascándose la barbilla—. Voy a por él.
—¡Espera! —dije
estirando una mano para intentar detenerle.
—Hay que librarse
de él antes de que atraiga a más. —replicó desenvainando su cuchillo y
dirigiéndose hacia la persiana de la puerta.
No alcancé a
seguirle hasta que tuve los pantalones bien puestos, y para entonces ya se
encontraba fuera, y el muerto viviente había dejado de dar golpes. Sin perder
un instante, salí corriendo al exterior para unirme a la pelea, pero cuando
doblé la esquina el resucitado estaba en el suelo, con el cuchillo de César
clavado en la nuca.
—¿Lo has matado? —le
pregunté acercándome a él, que observaba con curiosidad la pistola que le había
quitado al policía de su funda.
—Ha sido fácil. —dijo
volviéndose sonriente hacia mí. Pero cuando lo hizo, vi que en la manga de la
camisa tenía un desgarro ensangrentado, y horrorizada di un paso hacia atrás.
—¿Te ha mordido? —inquirí
con el corazón en un puño.
—¿Esto? No es nada
—me aseguró mirando la herida de su brazo sin darle importancia—. Sólo me ha
clavado los dientes un poco, no pasa nada… lo importante es que tenemos la
pistola, como querías.
Con la boca
abierta por culpa de la consternación, casi no presté atención al hecho de que
se acercara y me pusiera el arma en las manos. El muerto viviente le había
mordido, y daba igual que no hubiera llegado a desgarrar, el mordisco
significaba la muerte.
—¿Por qué pones
esa cara? —me preguntó extrañado—. ¿No era esto lo que querías?
—Te ha mordido. —exclamé
mirándole a los ojos, ¿cómo podía no darse cuenta de lo que eso significaba? Yo
todavía no podía creerlo.
—Ya te he dicho
que no es nada, apenas sangra —insistió ignorando la gravedad de la situación—.
¿Por qué no seguimos dónde lo dejamos?
—¡Aparta! —le
espeté rechazándole cuando se aproximó a mí. Ahora estaba infectado, todo él
era contagioso, no iba a dejar que me tocara, y mucho menos lo que él quería
hacerme.
—¿Qué demonios te
pasa? —preguntó frunciendo el ceño, enfadado por mi negativa.
—¡Dios! Te han
mordido… no… ¿no te das cuenta de que te vas a morir? —dije sintiendo cómo los
ojos se me llenaban de lágrimas. Aquello era horrible, y que no se diera cuenta
de ello todavía peor. No sabía si era negación o inconsciencia, pero de todas
formas retrocedí para alejarme de él.
—¿Por qué me
rehúyes? —quiso saber empezando a molestarse—. ¿Es por Héctor otra vez?
—Déjame en paz… ni
se te ocurra acercarte. —le pedí, y sin pararme a pensarlo me dio por echarme a
correr en dirección al parador.
—¡Irene, espera! —me
llamó, pero no le hice caso, tan sólo seguí corriendo.
No pensaba con
claridad, que le hubieran mordido me había afectado, y sólo se me ocurrió
reaccionar así, huyendo del problema. Él, por supuesto, no se rindió, y echó a
correr tras de mí, pero no le dejé alcanzarme… no quería que se me acercara por
miedo a que me contagiara, y no quería mirarle a la cara porque me sentía
culpable de su suerte.
Llegué al parador
minutos más tarde, con él todavía tras de mí, llamándome a voz en grito de tal
forma que alertó a los que se habían quedado en el parador. Durante ese tiempo
sólo pude correr, y cuando me encontraba ya en el aparcamiento, César logró darme
alcance por fin. Héctor se encontraba allí, con un cuchillo en las manos
preparado para reaccionar ante cualquier problema, igual que Marga, que seguía
con mala cara. Guille jugaba en un lado y Angelines nos miraba desde la ventana
de su habitación.
—¡Irene! —me llamó
una vez más César cuando me agarró del brazo, pero yo me desembaracé de él con
facilidad.
—¡No me toques! —le
espeté.
—¿Qué está pasando
aquí? —inquirió Héctor aproximándose a nosotros preocupado.
—¡Un resucitado le
ha mordido! —exclamé señalando su brazo sangrante y dando un par de pasos hacia
atrás.
—¡Oh, Dios! —gimió
su hermana abriendo mucho los ojos.
—¿Cómo ha pasado? —se
preocupó Héctor haciendo un intento de cogerle del brazo, pero César lo rechazó
igual que había hecho yo con él.
—¡Tú déjame en
paz! —estalló—. Irene, por favor, no me rechaces de nuevo… yo te quiero.
Aquellas palabras
cayeron como una bomba sobre todos nosotros, incluida yo misma, que no podía
creer que hubiera dicho eso delante de sus hermanos.
—¿Cómo? —replicó
Héctor anonadado—. ¿Qué cojones has dicho?
—¡Te he dicho que
no te metas en esto! —bramó César presa de la ira—. ¡Todo esto es tu culpa,
siempre ha sido tu culpa! Tenías que ser siempre el señor perfecto, el favorito
de todos, ¿verdad? ¡Pues llevo un mes follándome a tu novia delante de tus
putas narices, y ella me prefiere a mí!
Me cubrí la cara
con las manos, abochornada ante las miradas de sorpresa tanto de Héctor como de
Marga, y por el espectáculo que se estaba montando con todo aquello.
—Chicos, por
favor… —trató de mediar ella con poco éxito, ambos hermanos estaban deseando
partirse la cara, y no se dejaron convencer con palabras.
—¡Pero tú eres un
cabrón! —le espetó Héctor a César loco de ira, arrojándose contra él con el
cuchillo aún en las manos.
Antes de que su
hermano pudiera apartarse, lanzo un puñetazo que alcanzó en la boca a César y
le hizo retroceder varios pasos hacia atrás, pero eso no quebró su
determinación, y éste se abalanzó sobre él para devolverle el golpe. Viendo que
la cosa se podía poner muy fea, y con el mordisco de César la cosa ya estaba
jodidamente mal, me vi obligada a intervenir para separarles.
—¡Ya vale! —les
exigí tratando de detenerles, pero ambos eran fuertes, demasiado para mí, y los
dos se tenían muchas ganas, así que sólo conseguí llevarme un codazo en la
mandíbula de uno de ellos, no supe exactamente de quién.
Me aparté dolorida
y me llevé una mano a la boca, convencida de que si no me habían roto algo era
sólo de milagro. Marga tuvo que sustituirme, y sin dudarlo se interpuso entre
ambos antes de que acabaran matándose.
—¿Es que os habéis
vuelto locos? —gritó tratando de meterse entre ellos—. ¡Al final vais a
conseguir que…!
Se interrumpió
abriendo mucho los ojos, y por un instante la pelea se congeló. Horrorizada, vi
cómo la mano de Héctor sujetaba un cuchillo que Marga tenía clavado en el
estómago hasta la empuñadura, y durante un momento ninguno de los dos hermanos
supo cómo reaccionar.
Al final, Héctor
soltó el cuchillo, y Marga cayó de rodillas con él todavía incrustado en el
abdomen.
—¡Dios! —exclamé
lanzándome hacia ella para evitar que cayera de bruces al suelo. Le arranqué el
cuchillo, provocando que soltara un gemido de dolor, y en un segundo la herida
se convirtió en un auténtico manantial de sangre—. ¡Joder!
—¡¿Qué cojones has
hecho?! —rugió César agarrando a su angustiado hermano de la pechera—. ¿Te das
cuenta de lo que has hecho?
Sin mediar
palabra, le derribó en el suelo y comenzó a golpearle de nuevo.
—¡Ayuda, por
favor! —les supliqué mientras trataba de contener la hemorragia. Marga estaba
en shock, las manos le temblaban y respiraba muy agitada.
—¿Mamá? —dijo
Guille, apareciendo en el momento más inoportuno.
—¡No te acerques,
vuelve dentro! —le grité haciéndole un gesto con la mano, mano que tenía
cubierta de la sangre de su madre. Impactado, retrocedió y acabó marchándose
corriendo hacia la entrada del parador. Mientras tanto, sus tíos seguían
peleándose, dándose golpes como salvajes—. ¡Dejad de hacer el imbécil y
ayudadme!
César logró tirar
a Héctor al suelo, y una vez allí le castigó la cara sin piedad, pero yo no les
presté atención porque Marga me agarró la manga de la chaqueta con una mano
temblorosa, al tiempo que la boca comenzó a llenársele de sangre.
—Aguanta, ¿vale? —le
supliqué—. Todo se arreglará, te pondrás bien, te…
Pero cuando
aligeró la presión del agarre y la cabeza le cayó hacia atrás supe que estaba
muerta, y las lágrimas me saltaron a los ojos sin que pudiera evitarlo.
Levanté la vista
hacia los dos gilipollas que habían dejado morir a su hermana, y me encontré
con una imagen igual de horrible. Fuera de sí, César golpeaba la cabeza de su
hermano inconsciente contra el asfalto. No necesité ser médico para saber que
también estaba muerto cuando después de cada golpe dejaba incrustada en el
suelo una mancha de sangre.
—¿Qué has hecho? —murmuré
poniéndome en pie sin poder creer que todo aquello estuviera pasando de verdad…
tenía que ser una pesadilla, una maldita pesadilla producto de mi culpabilidad
por estar liada con los dos hermanos al mismo tiempo, una ilusión de mi cerebro
que tan sólo me mostraba lo que podría pasar si seguía por ese camino, y no
algo que efectivamente había ocurrido.
—Vámonos, Irene —me
suplicó presa de la locura incorporándose también, con la sangre del mordisco
cubriéndole el brazo y la cara llena de los golpes que le había propinado su
hermano, cuyo cuerpo yacía en el suelo completamente inmóvil—. Cojamos la
caravana y larguémonos los dos lejos de aquí.
Después de lo que
había pasado, con dos hermanos convertidos en cadáveres y uno que pronto lo
sería también, no tuve fuerzas para responderle siquiera, y su mirada fue de
genuina incomprensión cuando le apunté con la pistola y le volé la cabeza de un
disparo.
Cuando su cuerpo
se precipitó al suelo dejé caer la pistola, y luego lo hice yo misma sobre mis
rodillas. Tenía lágrimas corriéndome por la cara, aunque no era tristeza lo que
sentía, sino otra cosa que no habría sabido definir, pero que recordaba haber
sentido también después de matar a los niños del colegio.
Levanté la cabeza
y grité de pura rabia. ¿Cómo podía estropearse la situación de esa manera en un
abrir y cerrar de ojos? Todo iba bien, todo iba perfectamente, y de repente…
Volví la vista
hacia el parador y vi cómo Angelines se apartaba de la ventana y se dirigía
hacia el interior de la habitación, aunque eso no me importó una mierda cuando
vi la cara de miedo del hijo de Marga.
—Guille. —murmuré.
El pobre chiquillo acababa de ver morir a su madre y a sus dos tíos, la única
familia que le quedaba era una abuela que nunca le apreció y yo, la tita Irene
por partida doble, que había propiciado esas muertes.
Su cara me rompió el
corazón, pero lo que de verdad me aterrorizó fue el duro rostro que se
encontraba grabado en la montaña sobre el parador. Era un rostro de reproche,
de decepción, y no pude evitar estremecerme cuando sentí cómo me fulminaba con
la mirada… iba a pagar por lo que acababa de ocurrir, de eso no me cabía
ninguna duda.
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