CAPÍTULO 34: MAITE
Había muchas cosas
que no me gustaban de ser la mandamás de la comunidad… muchas. De hecho, en
realidad no podía nombrar una que sí me gustara de verdad. Ni siquiera la
agradable sensación de dar órdenes podía disfrutarla, porque en cualquier
momento temía que alguien las cuestionara y desobedeciera, o que éstas causaran
más problemas que soluciones. Pero de todas las cosas que no me gustaban, la
que menos lo hacía era el tener que asignar prioridades a mis acciones. Lo que
más habría deseado hacer cuando vi volver a Gonzalo, Eduardo y los demás habría
sido lanzarme hacia el soldado y confesarle lo mucho que le había echado de
menos todo ese tiempo, pero no podía hacerlo, había otros asuntos que requerían
mi atención lo suficiente como para obligarme a dejar mi vida personal a un
lado por el momento.
El día en que por
fin llegaron, después del largo viaje al que les envié, me pasé buena parte de
la mañana en el patio del chalet porque ese no era el único regreso que
esperaba. Aquella misma mañana había enviado a un pequeño grupo a saquear los
despojos de Miraflores de la sierra, un grupo por primera vez carente de
cualquier miembro de mis compañeros originales, formado exclusivamente por
miembros de la guardia autóctonos de allí que, después de tanto entrenamiento,
era hora de que fueran puestos a prueba en tareas rutinarias sin supervisión.
No me quedó más
remedio que permanecer en el exterior de la casa porque, con tantas ausencias,
comenzaba a faltar gente para hacer las guardias, aunque en realidad me limité
a esperar como refuerzo, por si acababa siendo necesaria mi ayuda, en el porche
de la caravana de Íñigo y Rosa. La mujer se mostraba bastante inquieta debido a
que su marido era uno de los que estaban fuera, y con su nerviosismo sólo
estaba consiguiendo ponerme nerviosa a mí también. Ella se relajaba cosiendo,
pero yo nunca fui muy capaz en esos menesteres, así que, mientras ambas
vigilábamos a nuestras hijas, que jugueteaban juntas por allí, se me ocurrió
comentar uno de los últimos cotilleos que Maritere y Pilar iban pregonando a
los cuatro vientos.
—Dicen por ahí que
Fran y Sarai se liaron el otro día —le confié—. Los pilló don Martín junto a la
puerta del garaje, no sé quién se asustó más.
—Ese chico tiene
peligro —murmuró ella negando con la cabeza—. A mí me da cosa que pueda
acercarse a mi Marisa.
—¡Hala, mujer!
Pero si tiene trece años, y él por lo menos veinte. —exclamé.
—Poco mayor era yo
cuando Íñigo comenzó a rondarme —replicó frunciendo el ceño—. La niña está en
una edad muy mala… y ya sabes lo que se dice: el hombre es fuego y la mujer
estopa, llega el diablo y sopla.
Quise reírme ante
semejante actitud, muy propia en otra época, pero me abstuve de hacerlo al
darme cuenta de que precisamente esas actitudes podían acabar volviendo en la
generación de mi hija. Sin posibilidad de estudiar, de trabajar o de
divertirse, y sabiendo que su vida podía acabar siendo mucho menos larga de lo
que esperaba, ¿qué otra cosa tenía que hacer además de encontrar pareja pronto
y comenzar a parir niños?
—¡Qué pálida te
has puesto de repente! —observó Rosa preocupándose—. Eso va a ser por el
matasanos de Luis, que como todos los médicos, no te cura. Vale que haya podido
ayudar a Jaime con la pérdida de la mano, pero mi abuela hacía unos emplastos
con hierbas que te habría dejado ese ojo como nuevo en un periquete, así no
tendrías que seguir llevando el parche.
La palidez de mi
rostro cambió paulatinamente a un tono más rojizo. En realidad, Luis me había
dicho tiempo atrás que podía empezar a quitarme el parche cuando quisiera, que
al ojo tenía que empezar a darle el aire para terminar de curarse. Pero además
de en la intimidad, no me atrevía a hacerlo. La cicatriz de la ceja remitía día
a día, pronto tan sólo sería una pequeña marca que me acompañaría de por vida,
pero el ojo en sí estaba sanando mucho peor. La esclerótica se me había vuelto
prácticamente roja en los alrededores del lugar donde fue dañada, y desde lejos
parecía como si tuviera dos pupilas en vez de una.
Luis no era
oculista, y por tanto no tenía nada claro que aquello fuera a remitir, aunque
yo mantenía la esperanza de que lo hiciera. Sin embargo, por el momento,
prefería no mostrarlo… el parche tenía más dignidad.
—Pues como te
decía, el chico ese mejor que se mantenga lejos de mi hija —continuó Rosa—. Aquí
hay demasiadas armas, y mi marido puede ser muy temperamental…
—No creo que haya
problemas con eso. —le aseguré. Viéndola jugar con mi hija y su hermana Teresa,
la niña parecía justamente eso, una niña.
—Dios te oiga…
¡ay! No debía mencionar a Íñigo, ahora estoy preocupada otra vez. —lamentó.
—Volverán. —murmuré,
aunque no pensando en su marido y el resto, sino en Gonzalo, Eduardo y los
demás que partieron con ellos, que llevaban tanto tiempo fuera que cada vez se
hacía más difícil pensar que no les hubiera pasado nada malo.
—Ahora te he
preocupado a ti también, ¿verdad? —adivinó—. Venga, deja que te lea la palma de
la mano, así nos distraemos un poco.
—¿La palma de la
mano? —repetí extrañada.
—¿No te he dicho
que soy un poco bruja? —afirmó ella con una sonrisa. Acto seguido, dejó los
enseres de costura a un lado y me agarró del brazo para obligarme a extender la
mano—. ¡Venga! ¿Es que te da miedo el futuro?
—No sabes cuánto… —mascullé
dejándola hacer pese a todo.
—Veo tres hombres
en tu vida —pronosticó tras unos segundos de observación—. A dos ya los
conoces. A uno lo has perdido, a otro lo perderás y al tercero lo querrás más
que a cualquiera de los anteriores.
Me arrepentí
inmediatamente de haberme prestado a aquello al descubrir que el rollo iba de
profecías. No creía en esas cosas, ni mucho menos… pero ella era gitana, y
había escuchado muchas historias de cómo las predicciones hechas por gitanas se
cumplían.
—Veo dos hijos,
ninguno de los dos esperado —añadió, y sentí un escalofrío al recordar la
sorpresa que nos llevamos mi marido y yo cuando me quedé embarazada de Clara…
aunque no veía muy probable que fuera a tener otro en el futuro. El arroz ya se
me estaba pasando—. También veo tres nietos, pero solo vivirás para conocer a
dos.
—¿Es todo? —le
pregunté con ciertos recelos.
—Es suficiente —asintió
mirándome con aprensión—. Pero también veo mucha muerte en el futuro.
“Eso también lo
puedo adivinar yo” sentí la tentación de decirle, aunque solo fuera por
quitarle hierro al asunto. En ese mismo instante, sin embargo, Ramón llegó al
trote hasta nosotras, acaparando nuestra atención.
—¡Han vuelto! —anuncio.
—¿Ves? Ya están
aquí —le dije a Rosa—. Sabía que no iba a pasar nada.
—No, ellos no —me
corrigió Ramón—. Son Eduardo y los demás, y vienen en un camión…
Como decía, no
pude mostrar toda mi alegría cuando por fin salí a recibirles y les vi aparecer
cansados, sucios y desaliñados… pero vivos. No obstante, mi euforia tuvo que
quedar aparcada en un rinconcito por el momento, y no me quedó más remedio que
mostrarme todo lo profesional que pude al descubrir que también traían
invitados con ellos.
—Damián
Arribalzaga y Montse García —les presentó Eduardo—. Los encontramos en la
carretera, pero creo que son la solución a nuestro pequeño problema.
—¿En serio? —repliqué
tratando de mostrarme ni demasiado entusiasmada ni demasiado desdeñosa cuando
les tendí una mano. Iban armados, pero sólo eran dos, y no precisamente jóvenes—.
Maite Figueroa, es un placer. ¿Por qué no entramos dentro? Estaremos más cómodos,
sin duda querréis descansar un poco después del viaje… y aquí estamos atrayendo
demasiadas miradas.
—Muy bien, como
quiera. —accedieron.
Apenas crucé una
mirada con Gonzalo antes de dirigirles hacia el comedor del chalet. Tenía que
hablar con él, contarle lo que sentía y saber si entre Isabel y él había pasado
algo en todo el tiempo que estuvieron juntos ahí fuera. Pero eso tendría que
esperar.
Tras ofrecerles
algo de comer y beber para reponer fuerzas, me apresuré a realizar una reunión
con todos los que habían salido de viaje, los dos invitados, Luis, Judit,
Mateo, Ramón y Diana. Ella no tenía ningún cargo oficial, por llamarlo de
alguna manera, pero quería que estuviera allí también.
—Hay tantas cosas
que contar —afirmó Eduardo—. Aunque creo que deberíamos empezar por lo más
grave de todo.
—¿Lo más grave? —inquirí
resignándome a que, pese al aparente e inesperado éxito de la misión, era
demasiado pedir que no hubiera pasado algo malo.
—Hemos descubierto
algo que sólo podemos calificar como un nuevo tipo de muerto viviente —aseveró
el cazador con gravedad—. Los llaman espectros.
—¿Quién los llama
así? —quise saber sin comprender todavía de qué iba aquello.
—Nosotros —respondió
Damián, respuesta que Judit escuchó con mucho interés—. Los llamamos de esa
manera porque no sabíamos cómo llamarlos y oímos que alguien se refería a ellos
de esa forma… pero es evidente que no son resucitados normales.
—¡Y tanto que no! —intervino
Isabel—. Estos acechan, corren, cazan… y apestan mucho más.
—¿Disculpa? —replicó
Luis incrédulo.
—Un grupo de ellos
nos estuvo rondado durante varios días —corroboró Gonzalo—. Pensábamos que eran
humanos desesperados, incluso caníbales, que también lo son, pero cometieron un
error y abatimos a uno… y no podía estar vivo, no como lo estamos nosotros al
menos. Apestaba a podrido y tenía el rostro hinchado como si fuera un cadáver
bajo el agua. Esa cosa estaba muerta.
—¿Es eso posible? —le
pregunté a Judit, que escuchaba con atención y era lo más parecido a un experto
que teníamos en esas cosas.
—Como posible, lo
es —contestó—. Es decir, si me hubieras preguntado si los resucitados eran algo
posible antes de enero, te habría dicho que no. Pero ahora me temo que no sé lo
que es posible y lo que no, y por tanto, es posible. No sé si me explico.
Los rostros de las
personas que escuchaban hablar por primera vez a Judit siempre eran dignos de
verse, los de Damián y Montse no fueron una excepción.
—Lo que quiero
decir es que no sabemos nada en realidad de esos seres y su condición, de modo
que todo es posible. —trató de explicarse.
—Yo creo que
habríamos sabido algo de esos seres antes de este momento de haber existido
cuando todo empezó —apuntó Mateo—. No pueden ser un tipo distinto de muerto
viviente.
—Una evolución de
la patología no se puede descartar —señaló, sin embargo, Judit—. Que con el
paso del tiempo lo que reactiva el organismo, y convierte a los cadáveres en
resucitados, aumente su actividad y comience a reactivar otras partes del mismo
es una posibilidad bastante plausible. También una cepa más benigna de la
patología que haya mutado, o que existan individuos con cierta resistencia a
los que les afecta la original de forma menor. Sin más datos, es difícil
asegurar nada.
—De lo que estamos
seguros es de que comparten ciertas aficiones con los muertos vivientes
normales —aportó Eduardo—. También comen carne humana. Apenas dejaron los
huesos del que logramos abatir.
—Y no son
estúpidos —añadió Gonzalo—. Pincharon las ruedas de nuestro coche para que no
huyéramos de ellos, nos lanzaron una horda de reanimados para obligarnos a
salir de una casa, nos acosaban por la noche para no dejarnos dormir…
—Nosotros los
conocíamos desde hace algún tiempo —afirmó Montse—. Pero nunca nos enfrentamos
a ellos, igual que no lo hicimos con los resucitados… no teníamos recursos.
—Vale, dejemos a
un lado por el momento a esos espectros —solicité cuando hube escuchado lo
suficiente como para no ir a poder dormir bien aquella noche—. Vayamos al
asunto por el que os mandé ahí fuera, si os parece bien.
—Sí —accedió
Eduardo—. Pues como te decía, creo que Damián y Montse tienen la solución.
—Somos parte de
una pequeña comunidad que reside en la Hermida —se explicó Damián—.
Probablemente el nombre no os suene, a menos que seáis aficionados a los
balnearios, y es normal. Es sólo un pueblecito perdido en mitad de la montaña,
al este de los picos de Europa, con una única carretera de entrada y de salida
y unas pocas casas… y un balneario que es una maravilla, eso sí.
—¿Una pequeña
comunidad? —inquirí—. ¿Cómo de pequeña?
—No somos ni treinta
—respondió Montse—. Quiero dejar claro que, si accedimos en venir hasta aquí
desde tan lejos, fue sólo porque pensamos que todos podemos ganar con esto,
pero estamos arriesgando a dejar ese lugar desprotegido mientras hablamos. El
pueblo sólo estaba vivo por el balneario y las tiendas paralelas que atraía, y prácticamente
toda la gente joven que llevaba aquello se marchó cuando los muertos vivientes
aparecieron y las zonas seguras parecían la respuesta. Buena parte de los
nuestros son autóctonos de allí, la mayoría gente muy sencilla que se dedica a
su labores. Los demás son superviviente que llegaron por casualidad o porque
tenían algún vínculo con el pueblo.
—Eso no es malo —repliqué—.
Al contrario, puede ser muy bueno. Aquí tenemos vendedores de seguros, empresarios,
comerciales de aspiradoras y oficinistas. Alguien que sepa labrar un campo,
coser un jersey u ordeñar una cabra vale su peso en oro.
—En ese caso,
nuestra comunidad es una mina —me aseguró Damián—. Tenemos tres vacas, cinco
cerdos y veinte gallinas, árboles para sacar leña y cultivos de subsistencia…
bueno, tendremos ahora en primavera. El invierno pega duro allí arriba, entre
las montañas.
—Habéis dicho que
había un balneario —inquirió Diana—. Entonces habrá aguas termales, ¿no?
—Y un río con agua
fresca, el Deva —asintió Montse—. Ya os digo que allí no nos falta de qué
vivir, y por su aislamiento, los muertos vivientes todavía no han puesto un pie
en el lugar, salvo por un anciano que falleció hace un mes. No soy una experta
en esas cosas, pero creo que podemos sostener a vuestra comunidad también, y
gente capaz, trabajadora y con armas que sepa salvaguardar ese lugar de
muertos, espectros o vivos nos vendría que ni pintada.
Era más de lo que
podía pedir. Un pueblecito aislado en las montañas, tan despoblado y lejos de
todo que los muertos no lo habían tocado, recursos de los que vivir, gente que
supiera explotarlos, agua, animales, sólo dos accesos que cubrir… parecía
perfecto. Su único defecto era que, según el mapa que Eduardo nos mostró acto
seguido, se encontraba a más de cuatrocientos kilómetros.
—Sería un viaje
largo. —observó Gonzalo rascándose el mentón, donde la barba le había crecido
un poco. Estaba mucho más guapo barbilampiño que de esa manera, pero no era
algo que pudiera comentar en aquel momento.
—Y peligroso —añadió
Eduardo—. Los espectros rondan por ahí esperando incautos.
El debate se
alargó hasta que cayó la noche, incluso después de que Íñigo y los que
partieron con él regresaran tras un viaje más o menos exitoso que nos dio
provisiones para unos pocos días más. Encendimos unas velas para poder seguir
estudiando el mapa, pese a la política de eliminar al máximo las luces
nocturnas y guardar éstas para emergencias que impuse cuando el frío pasó. Agotados
tras tantos días fuera, María, Ahsan y Blanca se marcharon a sus casas para
descansar un poco, y les ofrecí una habitación a los visitantes para que
hicieran lo mismo. Sin embargo, Isabel, Eduardo y Gonzalo se quedaron allí.
—Una marcha de más
de treinta personas no pasaría desapercibida para nadie —decía el cazador
pensativo—. No son sólo espectros, si hay grupos hostiles, seríamos un blanco
muy fácil, eso es cierto.
—Y eso sin contar
a los muertos vivientes. —añadió Luis.
—No veo la forma
de que este viaje pueda realizarse sin que haya bajas. —opinó Ramón, a lo que
Diana y Gonzalo asintieron.
“Tan cerca y tan
lejos” pensé frustrada. Creía que lo más difícil iba a ser encontrar el sitio,
en ningún momento llegué siquiera a plantearme que llegar fuera a ser un
problema casi igual de grande… y eso había sido un error. Pero estaba cansada,
no había visto a mi hija en casi todo el día y tuve que pedirle a Rosa que me
hiciera el favor de dejarla dormir en la caravana con las suyas cuando supe que
la cosa se alargaría pasada la noche. Además, Gonzalo estaba allí, fingiendo igual
que yo que no se moría de ganas de que nos quedáramos a solas, e Isabel no
dejaba de lanzarme miradas hostiles, señal de que algo había pasado durante el
viaje en nuestro triángulo amoroso.
—Tal vez no haya
forma humana de evitar las bajas —reflexioné—. Si es lo que tiene que ser…
Todos se me
quedaron mirando, pero la única mirada a la que presté atención fue a la de Luis,
que como siempre, cargaba con la voz cantante de la moralidad en el grupo.
—No puedes estar
hablando en serio —exclamó indignado—. En primer lugar, ni siquiera deberíamos
estar decidiendo esto nosotros, es algo que habría que consultar a todo el
mundo, informándoles de los beneficios y los riesgos, que no son pocos.
—Claro, y crear un
debate, una campaña electoral y una jornada de reflexión antes de sacar las
urnas —ironicé—. No cargaré con la responsabilidad de una decisión que no
comparto, y no voy a ir uno a uno tratando de convencer a todos de que lo que
yo digo es lo mejor… eso ya lo hice, y no funcionó. Se hará lo que yo determine
aquí después de escuchar los pros y los contras, y quien no esté de acuerdo es
libre de quedarse en este lugar hasta morir de inanición o a mano de los
muertos.
—Yo también pienso
que deberíamos ir —afirmó Ramón—. Después de lo que nos han contado, no se me
ocurre un lugar mejor donde formar una comunidad que pueda empezar de cero, sea
autosuficiente y pueda defenderse.
—Yo también —se
sumó Diana—. Cada vez que nos reunimos es para recordarnos unos a otros la poca
comida que queda, lo grande que es el perímetro que tenemos que defender, que
si no llueve en unos días estaremos sin agua… y ya estoy harta. ¿Qué sentido
tiene seguir aquí ahora que hemos encontrado un sitio seguro?
—Un sitio seguro a
cuatrocientos kilómetros no tan seguros de recorrer. —les recordó Luis.
—No me gustaría
tener que volver a hacer ese viaje —dijo Isabel—. Me parece peligroso, y la
recompensa es incierta. Creo que podemos confiar en Montse y Damián, pero no
sabemos si no están adornando un poco las bondades de ese pueblo.
—¿Qué decís
vosotros? —pregunté volviéndome hacia Judit y Mateo, que siendo de naturaleza
más reflexiva sin duda expondrían argumentos que los demás no habríamos visto.
—No me gusta la
idea —dijo, sin embargo, Mateo dejándose llevar por el miedo—. Un viaje tan
largo, expuestos a cualquier cosa… y si esos espectros son de verdad, parecen
peligrosos.
—Este debate es
estéril porque este lugar no es sostenible a largo plazo —aseguró Judit, que
parecía más convencida que nadie—. Es decir, en cuanto no quede comida para
alimentarnos a todos por aquí, no nos quedará más remedio que dividirnos en
varios grupos más pequeños y emigrar por separado. La única pregunta por tanto
es qué queremos hacer, seguir juntos o separarnos, y la historia ya demostró
que la prosperidad se alcanza mejor juntos.
—¿Cuántos muertos
provocaría separarnos? —argüí yo valiéndome de su razonamiento—. Llevamos
muchos a nuestras espaldas, imaginad los que tendrían que cargar gente menos
preparada.
Aquello pareció
convencer a todos en mayor o menor grado, pero de todas formas les convoqué
para seguir discutiéndolo la mañana siguiente, después de que todos, sobre todo
yo, hubiéramos reflexionado con la almohada y tuviéramos las pilas cargadas.
Cuando comenzaron
a marcharse, Gonzalo se dirigió directamente escaleras arriba, hacia su
dormitorio, sin mediar palabra con nadie. Isabel se quedó mirándole antes de encaminarse
a la puerta de salida, pero al ver que yo me acercaba hacia la escalera también
se apresuró a marcharse con Ramón y Diana, que tenían guardia. Quise subir con
el soldado y decirnos de una vez lo que tuviéramos que decirnos, pero Luis me
cogió por banda antes de que pudiera escaparme de él.
—¿Podemos hablar
un segundo? —me preguntó cuando nos quedamos solos en el comedor.
—Sí, claro —respondí
tratando de no mostrar demasiada resignación ante esa perspectiva—. ¿Qué pasa?
—Sé que las
últimas semanas nuestra relación ha sido un poco tirante —comenzó—. No apruebo algunas
cosas que has hecho, o más bien la forma de hacerlas, pero sigo pensando que
puedes ser una buena líder para esta comunidad.
—Oye, Luis, te
agradezco que confíes en mí pese a todo, pero…
—Acuérdate de lo
que te dije en Madrid —me interrumpió—. Habla con la gente… tienes que saber lo
que piensan, en especial cuando se trata de una decisión tan importante y que
entraña tanto riesgo.
—En Madrid me
metisteis una psicópata contra mi voluntad, y en Colmenar viejo casi nos unimos
a una secta de asesinos… lo siento, Luis, pero no. Estoy aquí para tomar las
decisiones que ellos no sabrían tomar, llámame dictadora, pero es así, no se
puede hacer caso a la mayoría cuando ésta se equivoca.
—Eso dicen también
los dictadores —me espetó—. Y quítate ya ese parche, que vas a acabar
provocándote aniscoria…
Algo apurada me
llevé la mano al parche, pero no me lo quité… no quería hacerlo, y la
aniscoria, fuera lo que fuera, no me preocupaba, mucho menos cuando la persona
con la que en realidad quería hablar se encontraba en la planta superior
esperándome.
—Por fin solos. —dijo
al verme subir con una vela en las manos para iluminarme.
—Por fin solos… —repetí
yo sin saber muy bien cómo empezar ahora que por fin le tenía delante.
—Estos días ahí
fuera he tenido tiempo para pensar —arrancó él, cosa que agradecí—. Ya sabes
que sentía por ti algo más de lo que teníamos cuando…
—Nos acostábamos
juntos. —terminé por él.
—Sí, eso… así que
me dolió un poco que me mandaras al exterior para quitarme de en medio cuando
estuvo claro que no sentías lo mismo que yo. Y durante el viaje…
—¿Te has acostado
con Isabel? —le interrumpí. No podía pasar más tiempo sin saberlo, mi intuición
femenina me daba señales contradictorias y me estaba volviendo loca.
—La rechacé —me
aseguró quitándome la vela, poniéndola sobre una mesita del pasillo y
cogiéndome de las manos—. Maite, creo que te quiero.
Era justo lo que
quería oír. El corazón me latía a cien por hora, y me avergoncé de estar
sintiéndome como si fuera una adolescente enamoradiza.
—Yo también te he
echado mucho de menos —confesé—. Me costaba conciliar el sueño pensando en que
os podría haber pasado algo ahí fuera, y te aseguro que verte volver es la
mayor alegría que he sentido desde que todo esto empezara… pero la situación no
ha cambiado, Gon. Yo he superado lo de mi marido todo lo que algo así se puede
superar, pero me da miedo cómo podría tomárselo Clara. No quiero hacerla pasar
por algo así todavía.
Su posible respuesta
me daba miedo. Podía comprender que no lo entendiera y decidiera acabar con
todo allí mismo, en cuyo caso me sentiría muy estúpida tratando de
desenamorarme a mis años.
—No tiene por qué
saberlo —dijo él, sin embargo—. Ya lo sabrá cuando creas que es el momento, de
verdad que no me importa.
Y entonces le
besé. Ya lo había hecho antes, pero nunca como en ese momento, con sentimientos
entre ambos y tras demasiados días deseando hacerlo.
—Vamos a la
habitación. —le propuse tirando de él en dirección a mi dormitorio.
—¿Y Clara? —preguntó
dejándose llevar con una sonrisa en la cara.
—Durmiendo con sus
amigas…
—… por la A-231
hasta Osorne, después A-67 hasta Herrera del pisuegra, luego tan solo cogemos
la comarcal 527, y tras una larga travesía por la montaña, llegamos a la
Hermida. —trazó el rumbo Eduardo, acompañado de Montse y Damián, así como de
Ramón, que era quien estaría al cargo de la seguridad cuando el viaje
comenzara.
—Ir en coches va a
ser complicado —reflexionó el cabo—. En el camión cabe mucha gente, es cierto,
y os ha traído hasta aquí, pero…
—Nos llevó varios
días —admitió Isabel—. Las carreteras están muy mal. Las que no están cortadas
por coches abandonados, están llenas de obstáculos. La primavera no es buena
para el asfalto, el viento tira árboles que nadie aparta y el terreno se
agrieta por desprendimientos debido a las lluvias sin que nadie los repare.
—Sigue siendo la
mejor opción —opiné yo—. Ir a pie sería una locura. Tardaríamos mucho más y
sería menos seguro. Necesitaremos más coches, ruedas de recambio y esas cosas,
¿Gon… zalo te encargas?
—Cuenta con ello. —asintió
él.
—¿Cuándo estaremos
listos para partir? —quiso saber Ramón.
—Dos días como
máximo —declaré—. No quiero alargar esto demasiado, y tampoco podemos dejar a
Montse y a Damián más tiempo aquí sin hacer nada. Por lo que han contado, su
gente les necesita.
—Entonces será
mejor que nos pongamos con los preparativos ya. —exclamó Diana.
—¿Cómo se lo está
tomando la gente? —le pregunté a Isabel. Podría habérselo preguntado a Luis,
pero estaba demasiado contenta para que me amargara con algún comentario con
segundas de los suyos.
—Están
aterrorizados —respondió sin ningún tapujo—. Llevábamos mucho tiempo viviendo
aquí a salvo, últimamente hasta bien, y les será duro salir ahí fuera y volver
a sentir el peligro… ¡qué me lo digan a mí! Pero creo que todos han entendido
que ya no podemos seguir en este lugar.
—Bien, entonces no
os distraigo más, todos tenemos cosas que hacer. —dije para dar por concluida
la reunión. Teníamos un plan, una ruta y motivación suficiente para llevarlo a
cabo… no podía pedir más por el momento.
Cuando salí a la
puerta a despedirles, Gonzalo les dejó pasar delante para poder agarrarme la
mano sin que ninguno se diera cuenta. Aunque tuvo que soltarme enseguida para
no llamar la atención, la mera caricia fue gesto suficiente como para sacarme
una sonrisa idiota… sonrisa que perdí enseguida. Las cosas iban bien, y cuando
las cosas van demasiado bien sólo podían acabar estropeándose de alguna forma.
—¿Vamos a irnos
fuera otra vez? —me preguntó Clara esa misma mañana. Judit estaba tan atareada
con el traslado que no dispuso de tiempo para darles clase a los críos, algo
que todos recibieron con mucha alegría.
—Sí, pero vamos a
un pueblecito en la montaña. —le expliqué.
—¿En la montaña? —replicó
repentinamente alarmada. El recuerdo del tiempo que estuvimos vagando por el
monte dirigidos por Eduardo no se le había olvidado. Ella también se había
acostumbrado a la buena vida, con sus nuevas amigas y un niño al que le
gustaba.
—Tranquila,
cariño, vamos a un lugar muy bonito, con un río, casas y otra gente. Incluso
hay vacas y gallinas. Te va a gustar —le dije convencida de que sería así—. Sólo
que hay que hacer un viaje un poco largo que no sé el tiempo que nos va a
llevar…
El temido día de
la partida llegó antes de que estuviera preparada mentalmente para asimilar que
era cierto, que nos íbamos definitivamente de allí. Parecía una de esas cosas
que llevas planificando toda la vida, pero que cuando tienen que plasmarse en
la realidad casi no te puedes creer que el momento haya llegado. Y por suerte,
tuve el apoyo de mi hija y de Gonzalo para mantenerme cuerda entre el caos
organizativo que se produjo.
Parecía como si
todo lo planeado en los dos últimos días no hubiera servido de nada. La gente
no sabía dónde guardar las cosas, en qué coches meterse o cómo distribuirse.
Pretendía que saliéramos a primera hora de la mañana para aprovechar al máximo
las horas de sol, y al final se hizo casi mediodía antes de poder hacerlo… y un
cuarto de hora más tarde hubo que parar porque Quique, el hijo de Miguel Ángel,
se mareó y vomitó.
—Bueno, parece que
avanzamos por fin. —exclamó Gonzalo hasta las narices cuando por fin conseguimos
enlazar media hora de viaje sin incidentes. Parecíamos verdaderos domingueros
yendo a la playa.
Él, Clara, Judit y
yo abríamos la marcha con un jeep del ejército, que si bien no era blindado,
imponía bastante. Nos seguía el camión de Damián y Montse, donde iban ellos dos
y algunas cosas útiles que podríamos necesitar en nuestro nuevo hogar, como
ropa, colchones o mantas. Éramos cuatro personas bien armadas al frente, por si
había problemas, y a la cola se encontraban Luis, Ramón y Diana en la caravana
de Íñigo, protegiendo la retaguardia. Isabel, María y Eduardo no tenían puesto
fijo, pero se suponía que, cuando hubiera que detenerse por algo, cambiarían de
vehículo para ir manteniendo el orden en la zona central.
Nuestra primera
parada que de verdad se realizó de forma voluntaria fue varias hora más tarde, junto
a una fila de coches abandonados a la entrada de Aranda de Duero. Gonzalo y los
demás ya la conocían porque la vieron tanto al marcharse como al volver, y allí
nos pasamos más o menos tres horas sacando todo el combustible que pudimos de
los vehículos abandonados. Cuando lo tuvimos, nos alejamos un poco por una
carretera secundaria para evitar a los muertos vivientes del pueblo y nos
dispusimos a buscar un lugar seguro donde pasar la primera noche.
—Ha ido bien —le
dije a Gonzalo al comprobar que el convoy, que constaba de diez vehículos, se
mantenía sano y salvo—. Hemos dejado la sierra atrás al menos.
—Sí, pero la
autovía está cortada a esta altura —replicó él—. Habrá que meterse por
carreteras de mala muerte. Espero que por lo menos mañana podamos dejar atrás
Palencia, o esto será eterno.
Pasamos la noche
en tiendas de campaña. Como el terreno era llano, pudimos mover los coches para
formar un círculo que nos protegiera y armar ahí el campamento.
No me atreví a
realizar una escapadita nocturna de las que solía hacer en el chalet y dejar
sola a Clara en la tienda para meterme en la de Gonzalo, y evidentemente a él
no podía meterlo en la mía, pero logramos tener un breve escarceo en un momento
que fingí necesitar ir al lavabo y me acerqué al lugar donde él montaba
guardia.
La noche pasó sin
incidentes reseñables, sin embargo, el día siguiente fue un auténtico infierno.
Tuvimos que cambiar tantas veces de ruta, moviéndonos entre caminos que apenas
podían llamarse carreteras a esas alturas, que perdí la cuenta al mediodía. Además
nos vimos obligados a parar una vez para apartar entre varios un árbol caído
cruzado en mitad de la calzada, y en otra ocasión nos tocó retroceder más de
veinte kilómetros tras encontrar una fila de coches abandonados en mitad del
asfalto que hacía imposible seguir. Hasta una horda de muertos vivientes,
surgida de no sabíamos dónde, porque no había poblaciones cerca, nos obligó a
utilizar el camión para bloquear el camino mientras el resto de vehículos daban
la vuelta, y por poco terminamos con el convoy rodeado de resucitados y sin
escapatoria.
Pese a las
palabras de Gonzalo la noche anterior, que al final del día tan sólo alcanzáramos
las cercanías de Palencia fue todo un milagro, y cuando paramos a acampar una
vez más estaba atacada de los nervios después de todo un día aguantando quejas,
sugerencias de caminos alternativos y protestas en general.
—Tranquila, a
partir de aquí la autovía está despejada —me aseguró Eduardo mientras
montábamos las tiendas de campaña cerca de un pueblecito llamado Baltanás, a sólo
quinientos metros de Palencia—. Lo que me preocupan ahora son otras cosas…
Sabía
perfectamente a lo que se refería, porque era lo mismo que asustaba a todos.
Nadie les había hablado de ello de manera oficial, y tal vez eso fuera un error,
porque el rumor se había extendido por todas partes. Ya no quedaba nadie que no
supiera que por el mundo rondaba algo llamado espectros, cuya naturaleza
parecía coger lo mejor de los humanos y lo más terrible de los muertos
vivientes.
—Cazan a los vivos
para comérselos —contó Damián a todo el mundo como innecesaria historia de
terror alrededor de la hoguera a la hora de cenar—. Se ocultan entre los
resucitados normales, pues a simple vista es imposible diferenciarles, pero
ellos son más listos, y si no pueden cogerte directamente, te persiguen y
acosan hasta que se les presenta la oportunidad de hacerlo.
—Eso es cierto —me
dijo Gonzalo confidencialmente cuando todos estaban pendientes de la historia—.
Deberíamos doblar las guardias y vigilar los vehículos. No podemos permitirnos
que nos pinchen todas las ruedas. Si nos hiciesen ahora lo mismo que nos
hicieron a nosotros… sería una masacre.
—¿Te enfadarías
mucho si te dijera que no creo que esos seres existan, y que me parece que sólo
fue el miedo el que os hizo exagerar la situación? —repliqué torciendo el
gesto.
—Pues un poco, la
verdad —contestó frunciendo el ceño—. Tú no los viste, Maite, esos seres, sean
lo que sean, son reales… y peligrosos.
—No hay de qué
preocuparse —aseguró Eduardo a la atemorizada multitud—. Esas criaturas no son
especialmente valientes. No atacarán a un grupo tan grande y armado.
—Os atacaron a
vosotros, que erais seis y todos teníais armas —señaló Jaime, que todavía
llevaba una gruesa venda en el muñón donde una vez tuvo una mano. La pérdida de
su miembro era algo que no me había perdonado, y más de una mirada hostil le
había visto lanzarme por ello.
—Bueno, ya basta
de historias de terror por hoy —exclamé poniéndome en pie para llamar la
atención de todos—. Todavía queda mucho camino por recorrer, así que os sugiero
descansar bien esta noche.
Poco a poco,
algunos con la mitad de la cena aún en las manos, se fueron dispersando y
volviendo a sus tiendas de campaña, y como no tenía guardia, yo también lo hice
junto con Clara, que se quejaba del día mortalmente aburrido que había pasado
subida en el jeep.
—Si pudiera ir en
la caravana con Marisa y Teresa… —suplicó antes de que la obligara a echarse a
dormir, pero me mostré inflexible. El lugar de Clara estaba conmigo, sólo
hubiera faltado que, por algún motivo, el convoy se separara y ella acabara
perdida.
Aquella noche me
costó dormirme. Ya casi había olvidado lo que era dormir en una tienda de
campaña, y dos días seguidos haciéndolo me estaban matando. Sin embargo, cuando
conseguí conciliar el sueño, me desperté de nuevo tan rápido que creí tener la
sensación de haber permanecido dormida tan sólo un segundo.
—¡Reanimados! —clamaba
una voz, y acto seguido se escuchó un disparo—. ¡Mierda! ¡Son muchos!
—¡Joder! —murmuré
para mí misma saliendo del saco de dormir. Fuera de la tienda comenzó a
montarse revuelo… era imprescindible que saliera a poner orden.
—¿Qué pasa? —me preguntó
Clara asustada.
—Nada, tranquila… tú
espera aquí, ¿vale? Voy a ver qué ocurre. —le indiqué antes de agarrar mi rifle
y asomarme fuera.
La mayor parte del
grupo había salido también de sus tiendas a ver qué pasaba, pero todos los que montaban
guardia se dirigían hacia el flanco derecho del campamento, por donde se
acercaba la horda.
—¿Nos atacan? —le
pregunté a Ramón, que corría entre las tiendas reclutando a todos los de la guardia
para que le siguieran.
—¡Viene una horda
de muertos vivientes! —me explico—. Deben ser por lo menos cincuenta. ¡Joder!
Justo a última hora de la noche…
Un par de disparos
se escucharon a lo lejos, señal de que algunos habían comenzado a abatir
atacantes.
—¡Esperad hasta
que podáis verlos! ¡No tenemos munición infinita! —les gritó Ramón—. Mierda,
será mejor que vaya con ellos.
—Voy contigo —le
dije apresurándome en seguirle—. ¿Crees que pueden ser los que dejamos atrás
esta mañana?
—Los muertos no
son tan rápidos —negó él—. Y esos eran muchos más.
—¿Has visto a
Gonzalo? —pregunté preocupada buscándole con la mirada, aunque distinguirle en
la oscuridad era difícil.
—¿A Gonzalo? No —respondió—.
Pero tenía guardia, debe estar por aquí.
Me separé de él y
corrí a buscarle entre los tiradores que ya se encontraban subidos a los
coches, desde donde tenían una posición más elevada y segura. No tardé en
encontrarle por fin sobre un maletero, y cuando lo hice subí con él, que tenía
a un lado a Isabel y al otro a Javier.
—Tranquila, son
muchos, pero podemos con ellos —me aseguró mientras yo me posicionaba muy a
propósito entre Isabel y él—. Debían estar rondado por los alrededores y les ha
atraído el fuego.
—Y los disparos. —añadí
yo al escuchar otro. Algunas figuras se podían intuir entra la oscuridad
acercándose más y más, pero todavía era pronto para poder apuntarles en
condiciones.
—Menos mal que
Ahsan tiene buena vista, si no, los habríamos visto demasiado tarde. —opinó él,
que pese a la tensa situación se permitió sonreírme.
—¿Qué? —le
pregunté extrañado ante su sonrisa.
—Nada, que estás
muy sexy con un arma en las manos. —dijo antes de volver la vista al frente.
—¡Ahí están! —señaló
Isabel alumbrándoles con su linterna. Una pequeña horda de rostros putrefactos,
ropas roídas y brazos colgando avanzaba entre piedras y matorrales con
intenciones homicidas.
Apunté con mi
rifle y disparé contra uno de los que la linterna iluminaba. Fue sencillo
abatirle teniendo un objetivo claro.
—¡Que uno les
alumbre y otro les dispare! —ordené al resto. Aquella era la mejor forma de
diezmarlos antes de que llegaran al cuerpo a cuerpo, donde tenían una ventaja
enorme frente a la mayoría de nosotros.
Los disparos
comenzaron a sucederse con mayor cadencia, y en tan sólo unos pocos segundos
por lo menos la mitad de los resucitados que se acercaban estaban ya muertos,
aunque pagando un alto precio en munición para conseguirlo. No obstante, para
eso estaban las balas. Lo importante era que lo estábamos consiguiendo, y
aunque tal vez esa noche tuviéramos que mover el campamento para evitar que los
disparos atrajeran a más muertos aún, viviríamos un día más…
Un grito muy agudo
se escuchó del lado opuesto del círculo de coches. Alarmada, alumbré hacia allí
con la linterna que Isabel me había prestado cuando quedó claro que ella era
mejor que yo disparando, y lo que vi me helo la sangre.
Por entre los
coches, o saltando sobre ellos, figuras oscuras se colaban dentro del perímetro
aprovechando que toda la gente armada estaba precisamente en el lado contrario.
“Espectros” fue lo
primero que pensé al verles. Tenían que ser ellos
—¡Al otro lado! —grité—.
¡Nos atacan por detrás!
—¡Joder! —exclamó
Gonzalo volviéndose—. ¡Mierda, nos han engañado como a idiotas!
El caos no tardó
en reinar en todo el campamento por culpa de los nuevos agresores, y como no
podíamos disparar contra ellos desde donde nos encontrábamos sin acabar
acertando a alguno de los nuestros por error, no nos quedó más remedio que
bajar de los coches y meternos también entre las tiendas a combatirles cara a
cara.
Miguel Ángel pasó
corriendo a mi lado llevando en brazos a su hijo lejos de esos seres, Carles y
su hijo Francisco lograron tumbar a uno y comenzaron a propinarle patadas y
puñetazos en el suelo, Íñigo disparaba contra todo el que veía desde la puerta
de su caravana, donde Rosa mantenía a salvo a sus dos hijas, y don Martín se
defendió a bastonazos del ataque de uno de los que se lanzó a por él.
Dejando a un lado
el rifle, que era demasiado aparatoso, desenfundé el pequeño revolver que
llevaba guardado y disparé contra el que atacaba al anciano, que cayó abatido
al suelo con un balazo en la espalda.
—¡Así aprenderá el
muy…! —exclamó don Martín tirando al suelo los restos de su bastón roto y
apoyándose en la tienda de campaña más cercana para no caerse también.
Damián y Montse
permanecían espalda con espalda junto a la hoguera, abriendo fuego cada vez que
tenían a uno a tiro, y vi pasar a Jaime corriendo huyendo de uno que llevaba un
cuchillo en las manos… pero no les presté atención, busqué con la mirada mi
tienda de campaña y corrí hacia ella sin perder un instante. Tenía que poner a
salvo a Clara antes de empezar a preocuparme por nadie más.
Un espectro se
cruzó en mi camino mientras me dirigía hacia la tienda, su rostro era el de un
cadáver putrefacto recubierto de hollín, y su ropa sólo unos harapos tiznados
de negro. Además, desprendía un olor a putrefacción muy fuerte, mucho más que
un muerto viviente normal. Sin duda pretendía atacarme, pero en cuanto vio que
llevaba un revolver en las manos y que le apuntaba con él se echó a un lado
rápidamente y huyó, demostrando que definitivamente no eran tontos.
—¡Clara! —llamé a
mi hija cuando alcancé la tienda, pero al agacharme y asomarme dentro descubrí
que no estaba allí… y por un instante sentí como si se me parara el corazón.
Me incorporé y
busqué desesperada a mi alrededor con la linterna. Poco me importaba lo que los
espectros pudieran estar haciendo con otra gente, tenía que encontrar a mi hija
fuera como fuera.
—¿Clara? —pregunté
en voz alta con el único hilo de voz que fui capaz de encontrar. Al no obtener
respuesta, me arranqué el parche de la cara y lo tiré al suelo… necesitaba
todos mis ojos para buscarla—. ¡Clara! ¡Soy yo, mamá!
Cabía la
posibilidad de que se hubiera asustado por el ataque y se escondiera dentro de
uno de los coches, así que me acerqué a ellos.
—¡Se marchan! —anunció
una voz—. ¡Ya han tenido suficiente!
—¡Los resucitados!
—bramó otra—. ¡Están aquí encima!
—¡Clara! —grité yo
con el corazón en un puño. No la veía dentro de los coches cercanos a la
tienda, y no tenía sentido que se hubiera marchado a cualquier otro sitio—.
Clara… —repetí cayendo de rodillas al suelo y cubriéndome la cara con las manos
por pura desesperación.
¿Dónde estaba?
Necesitaba saberlo más que respirar, y por eso no presté la más mínima atención
a lo que pasaba a mi alrededor hasta que todo se calmó de nuevo, y el sol
comenzó a salir por fin en el horizonte.
Vi a Luis correr de un lado a otro atendiendo
heridos y a la gente murmurar entre sí con temor. Sin duda necesitaban de
alguien que impusiera algo de orden y calma, y esa persona era yo… pero me daba
igual, lo único que me importaba era que mi hija no aparecía por ninguna parte:
sólo había encontrado de ella la foto en la que se nos veía a toda la familia
celebrando su cumpleaños, que se le había caído en la tienda, y creía que me
iba a morir de la desesperación.
—Mateo y Jaime. —dijo
Ramón, que se había hecho cargo de los muertos en el combate. Jaime tenía una
brecha en la cabeza que sólo podía haber hecho un cuchillo, y el cuerpo de
Mateo daba pena verlo, con sus gafas rotas del todo y una expresión como de
pánico en la cara.
—¿Y desaparecidos?
—inquirió Diana.
No sólo había
muerto gente, los espectros se habían llevado a todos los que habían podido
aprovechando la confusión… entre ellos a mi hija, estaba segura.
—Faltan Sarai,
Isabel, Gonzalo… y Clara —enumeró Eduardo—. Está claro que iban a por los más
débiles: mujeres y niños.
—No del todo si se
llevaron también a Gonzalo. —anunció Ramón.
—Vi cómo a Isabel
y a él le cayeron encima de repente como seis o siete de esos seres —dijo Diana—.
No pudieron hacer nada.
Descubrir que
tampoco él estaba allí había sido la puntilla que faltaba para acabar de
rematarme, y como si al recordarlo me hubieran clavado la estocada final, sentí
que me derrumbaba. Por suerte Luis estaba allí y evitó el desmayo.
—¡Maite! —exclamó
alarmado ayudándome a sentarme en el suelo—. ¿Estás bien?
—No —respondí
aguantando las ganas de echar a llorar, pegarle, darme cabezazos contra el
suelo o, en general, hacer cualquier cosa para descargar toda la frustración y
el miedo que sentía—. ¡Te lo dije, Luis! ¡Te dije que no valía para liderar
nada! Mira… mira lo que he hecho…
—Esto no ha sido
culpa tuya. —me aseguró él.
—¡Estoy harta de
escuchar eso cuando no deja de morir gente a mi alrededor! —bramé irritada.
María, la hija de
Isabel, lloraba sentada frente a su tienda, y Francisco, con un vendaje en un
brazo que Luís le había puesto un momento antes, daba vueltas muy tenso de un
lado a otro. Mateo y Jaime yacían muertos, Íñigo tenía una brecha muy fea en la
cabeza y don Martín por poco se muere de un infarto… ¿cómo no podía ser culpa
mía todo ese sufrimiento si, en contra de todas las recomendaciones, había
impuesto la realización de ese viaje? Me lo advirtieron, dijeron que era
improbable que la travesía se resolviera sin víctimas, y no les escuché.
“Clara… Dios, tú
no, tú no…” me dije luchando por no comenzar a tirarme de los pelos.
—¿Puedo hacer algo
para ayudar? —preguntó Judit acercándose a nosotros.
—¡Sí! —estallé
poniéndome en pie y desembarazándome del agarre de Luis—. ¡Averigua qué son
esas cosas! ¡Averigua cómo se las mata y que hacen con los que se llev…!
No pude acabar la
frase. Sólo de recordar la historia que nos contaron del montículo de huesos
humanos recién comidos sentía que me venía abajo otra vez.
—Me gustaría
hacerlo, pero no tenemos ningún cuerpo. —se excusó ella.
—¿Cómo qué no? —repliqué
volviéndome hacia los demás—. ¡Yo misma le disparé a uno!
—No fuiste la
única, al menos en apariencia —me explicó Ramón—. Yo alcancé por lo menos a
dos… pero, como suele decirse, cuando se disipó el humo, no quedaba ni uno.
—¿Es una especie
de broma? —exclamé al borde de un ataque de histeria—. ¿Qué coño es esto? ¿El
guerrero número trece? ¿Va a aparecer Antonio Banderas también?
—No sé si seremos
trece guerreros, pero al marcharse dejaron un rastro de hollín y sangre que
puedo rastrear —me aseguró Eduardo—. Sólo hay que formar un grupo e ir tras
ellos, si estás dispuesta, claro.
Estando mi hija entre
los desaparecidos, la pregunta estaba de más.
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