domingo, 12 de julio de 2015

ORÍGENES: Capítulo 34: Maite



CAPÍTULO 34: MAITE


Había muchas cosas que no me gustaban de ser la mandamás de la comunidad… muchas. De hecho, en realidad no podía nombrar una que sí me gustara de verdad. Ni siquiera la agradable sensación de dar órdenes podía disfrutarla, porque en cualquier momento temía que alguien las cuestionara y desobedeciera, o que éstas causaran más problemas que soluciones. Pero de todas las cosas que no me gustaban, la que menos lo hacía era el tener que asignar prioridades a mis acciones. Lo que más habría deseado hacer cuando vi volver a Gonzalo, Eduardo y los demás habría sido lanzarme hacia el soldado y confesarle lo mucho que le había echado de menos todo ese tiempo, pero no podía hacerlo, había otros asuntos que requerían mi atención lo suficiente como para obligarme a dejar mi vida personal a un lado por el momento.
El día en que por fin llegaron, después del largo viaje al que les envié, me pasé buena parte de la mañana en el patio del chalet porque ese no era el único regreso que esperaba. Aquella misma mañana había enviado a un pequeño grupo a saquear los despojos de Miraflores de la sierra, un grupo por primera vez carente de cualquier miembro de mis compañeros originales, formado exclusivamente por miembros de la guardia autóctonos de allí que, después de tanto entrenamiento, era hora de que fueran puestos a prueba en tareas rutinarias sin supervisión.
No me quedó más remedio que permanecer en el exterior de la casa porque, con tantas ausencias, comenzaba a faltar gente para hacer las guardias, aunque en realidad me limité a esperar como refuerzo, por si acababa siendo necesaria mi ayuda, en el porche de la caravana de Íñigo y Rosa. La mujer se mostraba bastante inquieta debido a que su marido era uno de los que estaban fuera, y con su nerviosismo sólo estaba consiguiendo ponerme nerviosa a mí también. Ella se relajaba cosiendo, pero yo nunca fui muy capaz en esos menesteres, así que, mientras ambas vigilábamos a nuestras hijas, que jugueteaban juntas por allí, se me ocurrió comentar uno de los últimos cotilleos que Maritere y Pilar iban pregonando a los cuatro vientos.
—Dicen por ahí que Fran y Sarai se liaron el otro día —le confié—. Los pilló don Martín junto a la puerta del garaje, no sé quién se asustó más.
—Ese chico tiene peligro —murmuró ella negando con la cabeza—. A mí me da cosa que pueda acercarse a mi Marisa.
—¡Hala, mujer! Pero si tiene trece años, y él por lo menos veinte. —exclamé.
—Poco mayor era yo cuando Íñigo comenzó a rondarme —replicó frunciendo el ceño—. La niña está en una edad muy mala… y ya sabes lo que se dice: el hombre es fuego y la mujer estopa, llega el diablo y sopla.
Quise reírme ante semejante actitud, muy propia en otra época, pero me abstuve de hacerlo al darme cuenta de que precisamente esas actitudes podían acabar volviendo en la generación de mi hija. Sin posibilidad de estudiar, de trabajar o de divertirse, y sabiendo que su vida podía acabar siendo mucho menos larga de lo que esperaba, ¿qué otra cosa tenía que hacer además de encontrar pareja pronto y comenzar a parir niños?
—¡Qué pálida te has puesto de repente! —observó Rosa preocupándose—. Eso va a ser por el matasanos de Luis, que como todos los médicos, no te cura. Vale que haya podido ayudar a Jaime con la pérdida de la mano, pero mi abuela hacía unos emplastos con hierbas que te habría dejado ese ojo como nuevo en un periquete, así no tendrías que seguir llevando el parche.
La palidez de mi rostro cambió paulatinamente a un tono más rojizo. En realidad, Luis me había dicho tiempo atrás que podía empezar a quitarme el parche cuando quisiera, que al ojo tenía que empezar a darle el aire para terminar de curarse. Pero además de en la intimidad, no me atrevía a hacerlo. La cicatriz de la ceja remitía día a día, pronto tan sólo sería una pequeña marca que me acompañaría de por vida, pero el ojo en sí estaba sanando mucho peor. La esclerótica se me había vuelto prácticamente roja en los alrededores del lugar donde fue dañada, y desde lejos parecía como si tuviera dos pupilas en vez de una.
Luis no era oculista, y por tanto no tenía nada claro que aquello fuera a remitir, aunque yo mantenía la esperanza de que lo hiciera. Sin embargo, por el momento, prefería no mostrarlo… el parche tenía más dignidad.
—Pues como te decía, el chico ese mejor que se mantenga lejos de mi hija —continuó Rosa—. Aquí hay demasiadas armas, y mi marido puede ser muy temperamental…
—No creo que haya problemas con eso. —le aseguré. Viéndola jugar con mi hija y su hermana Teresa, la niña parecía justamente eso, una niña.
—Dios te oiga… ¡ay! No debía mencionar a Íñigo, ahora estoy preocupada otra vez. —lamentó.
—Volverán. —murmuré, aunque no pensando en su marido y el resto, sino en Gonzalo, Eduardo y los demás que partieron con ellos, que llevaban tanto tiempo fuera que cada vez se hacía más difícil pensar que no les hubiera pasado nada malo.
—Ahora te he preocupado a ti también, ¿verdad? —adivinó—. Venga, deja que te lea la palma de la mano, así nos distraemos un poco.
—¿La palma de la mano? —repetí extrañada.
—¿No te he dicho que soy un poco bruja? —afirmó ella con una sonrisa. Acto seguido, dejó los enseres de costura a un lado y me agarró del brazo para obligarme a extender la mano—. ¡Venga! ¿Es que te da miedo el futuro?
—No sabes cuánto… —mascullé dejándola hacer pese a todo.
—Veo tres hombres en tu vida —pronosticó tras unos segundos de observación—. A dos ya los conoces. A uno lo has perdido, a otro lo perderás y al tercero lo querrás más que a cualquiera de los anteriores.
Me arrepentí inmediatamente de haberme prestado a aquello al descubrir que el rollo iba de profecías. No creía en esas cosas, ni mucho menos… pero ella era gitana, y había escuchado muchas historias de cómo las predicciones hechas por gitanas se cumplían.
—Veo dos hijos, ninguno de los dos esperado —añadió, y sentí un escalofrío al recordar la sorpresa que nos llevamos mi marido y yo cuando me quedé embarazada de Clara… aunque no veía muy probable que fuera a tener otro en el futuro. El arroz ya se me estaba pasando—. También veo tres nietos, pero solo vivirás para conocer a dos.
—¿Es todo? —le pregunté con ciertos recelos.
—Es suficiente —asintió mirándome con aprensión—. Pero también veo mucha muerte en el futuro.
“Eso también lo puedo adivinar yo” sentí la tentación de decirle, aunque solo fuera por quitarle hierro al asunto. En ese mismo instante, sin embargo, Ramón llegó al trote hasta nosotras, acaparando nuestra atención.
—¡Han vuelto! —anuncio.
—¿Ves? Ya están aquí —le dije a Rosa—. Sabía que no iba a pasar nada.
—No, ellos no —me corrigió Ramón—. Son Eduardo y los demás, y vienen en un camión…
Como decía, no pude mostrar toda mi alegría cuando por fin salí a recibirles y les vi aparecer cansados, sucios y desaliñados… pero vivos. No obstante, mi euforia tuvo que quedar aparcada en un rinconcito por el momento, y no me quedó más remedio que mostrarme todo lo profesional que pude al descubrir que también traían invitados con ellos.
—Damián Arribalzaga y Montse García —les presentó Eduardo—. Los encontramos en la carretera, pero creo que son la solución a nuestro pequeño problema.
—¿En serio? —repliqué tratando de mostrarme ni demasiado entusiasmada ni demasiado desdeñosa cuando les tendí una mano. Iban armados, pero sólo eran dos, y no precisamente jóvenes—. Maite Figueroa, es un placer. ¿Por qué no entramos dentro? Estaremos más cómodos, sin duda querréis descansar un poco después del viaje… y aquí estamos atrayendo demasiadas miradas.
—Muy bien, como quiera. —accedieron.
Apenas crucé una mirada con Gonzalo antes de dirigirles hacia el comedor del chalet. Tenía que hablar con él, contarle lo que sentía y saber si entre Isabel y él había pasado algo en todo el tiempo que estuvieron juntos ahí fuera. Pero eso tendría que esperar.
Tras ofrecerles algo de comer y beber para reponer fuerzas, me apresuré a realizar una reunión con todos los que habían salido de viaje, los dos invitados, Luis, Judit, Mateo, Ramón y Diana. Ella no tenía ningún cargo oficial, por llamarlo de alguna manera, pero quería que estuviera allí también.
—Hay tantas cosas que contar —afirmó Eduardo—. Aunque creo que deberíamos empezar por lo más grave de todo.
—¿Lo más grave? —inquirí resignándome a que, pese al aparente e inesperado éxito de la misión, era demasiado pedir que no hubiera pasado algo malo.
—Hemos descubierto algo que sólo podemos calificar como un nuevo tipo de muerto viviente —aseveró el cazador con gravedad—. Los llaman espectros.
—¿Quién los llama así? —quise saber sin comprender todavía de qué iba aquello.
—Nosotros —respondió Damián, respuesta que Judit escuchó con mucho interés—. Los llamamos de esa manera porque no sabíamos cómo llamarlos y oímos que alguien se refería a ellos de esa forma… pero es evidente que no son resucitados normales.
—¡Y tanto que no! —intervino Isabel—. Estos acechan, corren, cazan… y apestan mucho más.
—¿Disculpa? —replicó Luis incrédulo.
—Un grupo de ellos nos estuvo rondado durante varios días —corroboró Gonzalo—. Pensábamos que eran humanos desesperados, incluso caníbales, que también lo son, pero cometieron un error y abatimos a uno… y no podía estar vivo, no como lo estamos nosotros al menos. Apestaba a podrido y tenía el rostro hinchado como si fuera un cadáver bajo el agua. Esa cosa estaba muerta.
—¿Es eso posible? —le pregunté a Judit, que escuchaba con atención y era lo más parecido a un experto que teníamos en esas cosas.
—Como posible, lo es —contestó—. Es decir, si me hubieras preguntado si los resucitados eran algo posible antes de enero, te habría dicho que no. Pero ahora me temo que no sé lo que es posible y lo que no, y por tanto, es posible. No sé si me explico.
Los rostros de las personas que escuchaban hablar por primera vez a Judit siempre eran dignos de verse, los de Damián y Montse no fueron una excepción.
—Lo que quiero decir es que no sabemos nada en realidad de esos seres y su condición, de modo que todo es posible. —trató de explicarse.
—Yo creo que habríamos sabido algo de esos seres antes de este momento de haber existido cuando todo empezó —apuntó Mateo—. No pueden ser un tipo distinto de muerto viviente.
—Una evolución de la patología no se puede descartar —señaló, sin embargo, Judit—. Que con el paso del tiempo lo que reactiva el organismo, y convierte a los cadáveres en resucitados, aumente su actividad y comience a reactivar otras partes del mismo es una posibilidad bastante plausible. También una cepa más benigna de la patología que haya mutado, o que existan individuos con cierta resistencia a los que les afecta la original de forma menor. Sin más datos, es difícil asegurar nada.
—De lo que estamos seguros es de que comparten ciertas aficiones con los muertos vivientes normales —aportó Eduardo—. También comen carne humana. Apenas dejaron los huesos del que logramos abatir.
—Y no son estúpidos —añadió Gonzalo—. Pincharon las ruedas de nuestro coche para que no huyéramos de ellos, nos lanzaron una horda de reanimados para obligarnos a salir de una casa, nos acosaban por la noche para no dejarnos dormir…
—Nosotros los conocíamos desde hace algún tiempo —afirmó Montse—. Pero nunca nos enfrentamos a ellos, igual que no lo hicimos con los resucitados… no teníamos recursos.
—Vale, dejemos a un lado por el momento a esos espectros —solicité cuando hube escuchado lo suficiente como para no ir a poder dormir bien aquella noche—. Vayamos al asunto por el que os mandé ahí fuera, si os parece bien.
—Sí —accedió Eduardo—. Pues como te decía, creo que Damián y Montse tienen la solución.
—Somos parte de una pequeña comunidad que reside en la Hermida —se explicó Damián—. Probablemente el nombre no os suene, a menos que seáis aficionados a los balnearios, y es normal. Es sólo un pueblecito perdido en mitad de la montaña, al este de los picos de Europa, con una única carretera de entrada y de salida y unas pocas casas… y un balneario que es una maravilla, eso sí.
—¿Una pequeña comunidad? —inquirí—. ¿Cómo de pequeña?
—No somos ni treinta —respondió Montse—. Quiero dejar claro que, si accedimos en venir hasta aquí desde tan lejos, fue sólo porque pensamos que todos podemos ganar con esto, pero estamos arriesgando a dejar ese lugar desprotegido mientras hablamos. El pueblo sólo estaba vivo por el balneario y las tiendas paralelas que atraía, y prácticamente toda la gente joven que llevaba aquello se marchó cuando los muertos vivientes aparecieron y las zonas seguras parecían la respuesta. Buena parte de los nuestros son autóctonos de allí, la mayoría gente muy sencilla que se dedica a su labores. Los demás son superviviente que llegaron por casualidad o porque tenían algún vínculo con el pueblo.
—Eso no es malo —repliqué—. Al contrario, puede ser muy bueno. Aquí tenemos vendedores de seguros, empresarios, comerciales de aspiradoras y oficinistas. Alguien que sepa labrar un campo, coser un jersey u ordeñar una cabra vale su peso en oro.
—En ese caso, nuestra comunidad es una mina —me aseguró Damián—. Tenemos tres vacas, cinco cerdos y veinte gallinas, árboles para sacar leña y cultivos de subsistencia… bueno, tendremos ahora en primavera. El invierno pega duro allí arriba, entre las montañas.
—Habéis dicho que había un balneario —inquirió Diana—. Entonces habrá aguas termales, ¿no?
—Y un río con agua fresca, el Deva —asintió Montse—. Ya os digo que allí no nos falta de qué vivir, y por su aislamiento, los muertos vivientes todavía no han puesto un pie en el lugar, salvo por un anciano que falleció hace un mes. No soy una experta en esas cosas, pero creo que podemos sostener a vuestra comunidad también, y gente capaz, trabajadora y con armas que sepa salvaguardar ese lugar de muertos, espectros o vivos nos vendría que ni pintada.
Era más de lo que podía pedir. Un pueblecito aislado en las montañas, tan despoblado y lejos de todo que los muertos no lo habían tocado, recursos de los que vivir, gente que supiera explotarlos, agua, animales, sólo dos accesos que cubrir… parecía perfecto. Su único defecto era que, según el mapa que Eduardo nos mostró acto seguido, se encontraba a más de cuatrocientos kilómetros.
—Sería un viaje largo. —observó Gonzalo rascándose el mentón, donde la barba le había crecido un poco. Estaba mucho más guapo barbilampiño que de esa manera, pero no era algo que pudiera comentar en aquel momento.
—Y peligroso —añadió Eduardo—. Los espectros rondan por ahí esperando incautos.
El debate se alargó hasta que cayó la noche, incluso después de que Íñigo y los que partieron con él regresaran tras un viaje más o menos exitoso que nos dio provisiones para unos pocos días más. Encendimos unas velas para poder seguir estudiando el mapa, pese a la política de eliminar al máximo las luces nocturnas y guardar éstas para emergencias que impuse cuando el frío pasó. Agotados tras tantos días fuera, María, Ahsan y Blanca se marcharon a sus casas para descansar un poco, y les ofrecí una habitación a los visitantes para que hicieran lo mismo. Sin embargo, Isabel, Eduardo y Gonzalo se quedaron allí.
—Una marcha de más de treinta personas no pasaría desapercibida para nadie —decía el cazador pensativo—. No son sólo espectros, si hay grupos hostiles, seríamos un blanco muy fácil, eso es cierto.
—Y eso sin contar a los muertos vivientes. —añadió Luis.
—No veo la forma de que este viaje pueda realizarse sin que haya bajas. —opinó Ramón, a lo que Diana y Gonzalo asintieron.
“Tan cerca y tan lejos” pensé frustrada. Creía que lo más difícil iba a ser encontrar el sitio, en ningún momento llegué siquiera a plantearme que llegar fuera a ser un problema casi igual de grande… y eso había sido un error. Pero estaba cansada, no había visto a mi hija en casi todo el día y tuve que pedirle a Rosa que me hiciera el favor de dejarla dormir en la caravana con las suyas cuando supe que la cosa se alargaría pasada la noche. Además, Gonzalo estaba allí, fingiendo igual que yo que no se moría de ganas de que nos quedáramos a solas, e Isabel no dejaba de lanzarme miradas hostiles, señal de que algo había pasado durante el viaje en nuestro triángulo amoroso.
—Tal vez no haya forma humana de evitar las bajas —reflexioné—. Si es lo que tiene que ser…
Todos se me quedaron mirando, pero la única mirada a la que presté atención fue a la de Luis, que como siempre, cargaba con la voz cantante de la moralidad en el grupo.
—No puedes estar hablando en serio —exclamó indignado—. En primer lugar, ni siquiera deberíamos estar decidiendo esto nosotros, es algo que habría que consultar a todo el mundo, informándoles de los beneficios y los riesgos, que no son pocos.
—Claro, y crear un debate, una campaña electoral y una jornada de reflexión antes de sacar las urnas —ironicé—. No cargaré con la responsabilidad de una decisión que no comparto, y no voy a ir uno a uno tratando de convencer a todos de que lo que yo digo es lo mejor… eso ya lo hice, y no funcionó. Se hará lo que yo determine aquí después de escuchar los pros y los contras, y quien no esté de acuerdo es libre de quedarse en este lugar hasta morir de inanición o a mano de los muertos.
—Yo también pienso que deberíamos ir —afirmó Ramón—. Después de lo que nos han contado, no se me ocurre un lugar mejor donde formar una comunidad que pueda empezar de cero, sea autosuficiente y pueda defenderse.
—Yo también —se sumó Diana—. Cada vez que nos reunimos es para recordarnos unos a otros la poca comida que queda, lo grande que es el perímetro que tenemos que defender, que si no llueve en unos días estaremos sin agua… y ya estoy harta. ¿Qué sentido tiene seguir aquí ahora que hemos encontrado un sitio seguro?
—Un sitio seguro a cuatrocientos kilómetros no tan seguros de recorrer. —les recordó Luis.
—No me gustaría tener que volver a hacer ese viaje —dijo Isabel—. Me parece peligroso, y la recompensa es incierta. Creo que podemos confiar en Montse y Damián, pero no sabemos si no están adornando un poco las bondades de ese pueblo.
—¿Qué decís vosotros? —pregunté volviéndome hacia Judit y Mateo, que siendo de naturaleza más reflexiva sin duda expondrían argumentos que los demás no habríamos visto.
—No me gusta la idea —dijo, sin embargo, Mateo dejándose llevar por el miedo—. Un viaje tan largo, expuestos a cualquier cosa… y si esos espectros son de verdad, parecen peligrosos.
—Este debate es estéril porque este lugar no es sostenible a largo plazo —aseguró Judit, que parecía más convencida que nadie—. Es decir, en cuanto no quede comida para alimentarnos a todos por aquí, no nos quedará más remedio que dividirnos en varios grupos más pequeños y emigrar por separado. La única pregunta por tanto es qué queremos hacer, seguir juntos o separarnos, y la historia ya demostró que la prosperidad se alcanza mejor juntos.
—¿Cuántos muertos provocaría separarnos? —argüí yo valiéndome de su razonamiento—. Llevamos muchos a nuestras espaldas, imaginad los que tendrían que cargar gente menos preparada.
Aquello pareció convencer a todos en mayor o menor grado, pero de todas formas les convoqué para seguir discutiéndolo la mañana siguiente, después de que todos, sobre todo yo, hubiéramos reflexionado con la almohada y tuviéramos las pilas cargadas.
Cuando comenzaron a marcharse, Gonzalo se dirigió directamente escaleras arriba, hacia su dormitorio, sin mediar palabra con nadie. Isabel se quedó mirándole antes de encaminarse a la puerta de salida, pero al ver que yo me acercaba hacia la escalera también se apresuró a marcharse con Ramón y Diana, que tenían guardia. Quise subir con el soldado y decirnos de una vez lo que tuviéramos que decirnos, pero Luis me cogió por banda antes de que pudiera escaparme de él.
—¿Podemos hablar un segundo? —me preguntó cuando nos quedamos solos en el comedor.
—Sí, claro —respondí tratando de no mostrar demasiada resignación ante esa perspectiva—. ¿Qué pasa?
—Sé que las últimas semanas nuestra relación ha sido un poco tirante —comenzó—. No apruebo algunas cosas que has hecho, o más bien la forma de hacerlas, pero sigo pensando que puedes ser una buena líder para esta comunidad.
—Oye, Luis, te agradezco que confíes en mí pese a todo, pero…
—Acuérdate de lo que te dije en Madrid —me interrumpió—. Habla con la gente… tienes que saber lo que piensan, en especial cuando se trata de una decisión tan importante y que entraña tanto riesgo.
—En Madrid me metisteis una psicópata contra mi voluntad, y en Colmenar viejo casi nos unimos a una secta de asesinos… lo siento, Luis, pero no. Estoy aquí para tomar las decisiones que ellos no sabrían tomar, llámame dictadora, pero es así, no se puede hacer caso a la mayoría cuando ésta se equivoca.
—Eso dicen también los dictadores —me espetó—. Y quítate ya ese parche, que vas a acabar provocándote aniscoria…
Algo apurada me llevé la mano al parche, pero no me lo quité… no quería hacerlo, y la aniscoria, fuera lo que fuera, no me preocupaba, mucho menos cuando la persona con la que en realidad quería hablar se encontraba en la planta superior esperándome.
—Por fin solos. —dijo al verme subir con una vela en las manos para iluminarme.
—Por fin solos… —repetí yo sin saber muy bien cómo empezar ahora que por fin le tenía delante.
—Estos días ahí fuera he tenido tiempo para pensar —arrancó él, cosa que agradecí—. Ya sabes que sentía por ti algo más de lo que teníamos cuando…
—Nos acostábamos juntos. —terminé por él.
—Sí, eso… así que me dolió un poco que me mandaras al exterior para quitarme de en medio cuando estuvo claro que no sentías lo mismo que yo. Y durante el viaje…
—¿Te has acostado con Isabel? —le interrumpí. No podía pasar más tiempo sin saberlo, mi intuición femenina me daba señales contradictorias y me estaba volviendo loca.
—La rechacé —me aseguró quitándome la vela, poniéndola sobre una mesita del pasillo y cogiéndome de las manos—. Maite, creo que te quiero.
Era justo lo que quería oír. El corazón me latía a cien por hora, y me avergoncé de estar sintiéndome como si fuera una adolescente enamoradiza.
—Yo también te he echado mucho de menos —confesé—. Me costaba conciliar el sueño pensando en que os podría haber pasado algo ahí fuera, y te aseguro que verte volver es la mayor alegría que he sentido desde que todo esto empezara… pero la situación no ha cambiado, Gon. Yo he superado lo de mi marido todo lo que algo así se puede superar, pero me da miedo cómo podría tomárselo Clara. No quiero hacerla pasar por algo así todavía.
Su posible respuesta me daba miedo. Podía comprender que no lo entendiera y decidiera acabar con todo allí mismo, en cuyo caso me sentiría muy estúpida tratando de desenamorarme a mis años.
—No tiene por qué saberlo —dijo él, sin embargo—. Ya lo sabrá cuando creas que es el momento, de verdad que no me importa.
Y entonces le besé. Ya lo había hecho antes, pero nunca como en ese momento, con sentimientos entre ambos y tras demasiados días deseando hacerlo.
—Vamos a la habitación. —le propuse tirando de él en dirección a mi dormitorio.
—¿Y Clara? —preguntó dejándose llevar con una sonrisa en la cara.
—Durmiendo con sus amigas…

—… por la A-231 hasta Osorne, después A-67 hasta Herrera del pisuegra, luego tan solo cogemos la comarcal 527, y tras una larga travesía por la montaña, llegamos a la Hermida. —trazó el rumbo Eduardo, acompañado de Montse y Damián, así como de Ramón, que era quien estaría al cargo de la seguridad cuando el viaje comenzara.
—Ir en coches va a ser complicado —reflexionó el cabo—. En el camión cabe mucha gente, es cierto, y os ha traído hasta aquí, pero…
—Nos llevó varios días —admitió Isabel—. Las carreteras están muy mal. Las que no están cortadas por coches abandonados, están llenas de obstáculos. La primavera no es buena para el asfalto, el viento tira árboles que nadie aparta y el terreno se agrieta por desprendimientos debido a las lluvias sin que nadie los repare.
—Sigue siendo la mejor opción —opiné yo—. Ir a pie sería una locura. Tardaríamos mucho más y sería menos seguro. Necesitaremos más coches, ruedas de recambio y esas cosas, ¿Gon… zalo te encargas?
—Cuenta con ello. —asintió él.
—¿Cuándo estaremos listos para partir? —quiso saber Ramón.
—Dos días como máximo —declaré—. No quiero alargar esto demasiado, y tampoco podemos dejar a Montse y a Damián más tiempo aquí sin hacer nada. Por lo que han contado, su gente les necesita.
—Entonces será mejor que nos pongamos con los preparativos ya. —exclamó Diana.
—¿Cómo se lo está tomando la gente? —le pregunté a Isabel. Podría habérselo preguntado a Luis, pero estaba demasiado contenta para que me amargara con algún comentario con segundas de los suyos.
—Están aterrorizados —respondió sin ningún tapujo—. Llevábamos mucho tiempo viviendo aquí a salvo, últimamente hasta bien, y les será duro salir ahí fuera y volver a sentir el peligro… ¡qué me lo digan a mí! Pero creo que todos han entendido que ya no podemos seguir en este lugar.
—Bien, entonces no os distraigo más, todos tenemos cosas que hacer. —dije para dar por concluida la reunión. Teníamos un plan, una ruta y motivación suficiente para llevarlo a cabo… no podía pedir más por el momento.
Cuando salí a la puerta a despedirles, Gonzalo les dejó pasar delante para poder agarrarme la mano sin que ninguno se diera cuenta. Aunque tuvo que soltarme enseguida para no llamar la atención, la mera caricia fue gesto suficiente como para sacarme una sonrisa idiota… sonrisa que perdí enseguida. Las cosas iban bien, y cuando las cosas van demasiado bien sólo podían acabar estropeándose de alguna forma.
—¿Vamos a irnos fuera otra vez? —me preguntó Clara esa misma mañana. Judit estaba tan atareada con el traslado que no dispuso de tiempo para darles clase a los críos, algo que todos recibieron con mucha alegría.
—Sí, pero vamos a un pueblecito en la montaña. —le expliqué.
—¿En la montaña? —replicó repentinamente alarmada. El recuerdo del tiempo que estuvimos vagando por el monte dirigidos por Eduardo no se le había olvidado. Ella también se había acostumbrado a la buena vida, con sus nuevas amigas y un niño al que le gustaba.
—Tranquila, cariño, vamos a un lugar muy bonito, con un río, casas y otra gente. Incluso hay vacas y gallinas. Te va a gustar —le dije convencida de que sería así—. Sólo que hay que hacer un viaje un poco largo que no sé el tiempo que nos va a llevar…
El temido día de la partida llegó antes de que estuviera preparada mentalmente para asimilar que era cierto, que nos íbamos definitivamente de allí. Parecía una de esas cosas que llevas planificando toda la vida, pero que cuando tienen que plasmarse en la realidad casi no te puedes creer que el momento haya llegado. Y por suerte, tuve el apoyo de mi hija y de Gonzalo para mantenerme cuerda entre el caos organizativo que se produjo.
Parecía como si todo lo planeado en los dos últimos días no hubiera servido de nada. La gente no sabía dónde guardar las cosas, en qué coches meterse o cómo distribuirse. Pretendía que saliéramos a primera hora de la mañana para aprovechar al máximo las horas de sol, y al final se hizo casi mediodía antes de poder hacerlo… y un cuarto de hora más tarde hubo que parar porque Quique, el hijo de Miguel Ángel, se mareó y vomitó.
—Bueno, parece que avanzamos por fin. —exclamó Gonzalo hasta las narices cuando por fin conseguimos enlazar media hora de viaje sin incidentes. Parecíamos verdaderos domingueros yendo a la playa.
Él, Clara, Judit y yo abríamos la marcha con un jeep del ejército, que si bien no era blindado, imponía bastante. Nos seguía el camión de Damián y Montse, donde iban ellos dos y algunas cosas útiles que podríamos necesitar en nuestro nuevo hogar, como ropa, colchones o mantas. Éramos cuatro personas bien armadas al frente, por si había problemas, y a la cola se encontraban Luis, Ramón y Diana en la caravana de Íñigo, protegiendo la retaguardia. Isabel, María y Eduardo no tenían puesto fijo, pero se suponía que, cuando hubiera que detenerse por algo, cambiarían de vehículo para ir manteniendo el orden en la zona central.
Nuestra primera parada que de verdad se realizó de forma voluntaria fue varias hora más tarde, junto a una fila de coches abandonados a la entrada de Aranda de Duero. Gonzalo y los demás ya la conocían porque la vieron tanto al marcharse como al volver, y allí nos pasamos más o menos tres horas sacando todo el combustible que pudimos de los vehículos abandonados. Cuando lo tuvimos, nos alejamos un poco por una carretera secundaria para evitar a los muertos vivientes del pueblo y nos dispusimos a buscar un lugar seguro donde pasar la primera noche.
—Ha ido bien —le dije a Gonzalo al comprobar que el convoy, que constaba de diez vehículos, se mantenía sano y salvo—. Hemos dejado la sierra atrás al menos.
—Sí, pero la autovía está cortada a esta altura —replicó él—. Habrá que meterse por carreteras de mala muerte. Espero que por lo menos mañana podamos dejar atrás Palencia, o esto será eterno.
Pasamos la noche en tiendas de campaña. Como el terreno era llano, pudimos mover los coches para formar un círculo que nos protegiera y armar ahí el campamento.
No me atreví a realizar una escapadita nocturna de las que solía hacer en el chalet y dejar sola a Clara en la tienda para meterme en la de Gonzalo, y evidentemente a él no podía meterlo en la mía, pero logramos tener un breve escarceo en un momento que fingí necesitar ir al lavabo y me acerqué al lugar donde él montaba guardia.
La noche pasó sin incidentes reseñables, sin embargo, el día siguiente fue un auténtico infierno. Tuvimos que cambiar tantas veces de ruta, moviéndonos entre caminos que apenas podían llamarse carreteras a esas alturas, que perdí la cuenta al mediodía. Además nos vimos obligados a parar una vez para apartar entre varios un árbol caído cruzado en mitad de la calzada, y en otra ocasión nos tocó retroceder más de veinte kilómetros tras encontrar una fila de coches abandonados en mitad del asfalto que hacía imposible seguir. Hasta una horda de muertos vivientes, surgida de no sabíamos dónde, porque no había poblaciones cerca, nos obligó a utilizar el camión para bloquear el camino mientras el resto de vehículos daban la vuelta, y por poco terminamos con el convoy rodeado de resucitados y sin escapatoria.
Pese a las palabras de Gonzalo la noche anterior, que al final del día tan sólo alcanzáramos las cercanías de Palencia fue todo un milagro, y cuando paramos a acampar una vez más estaba atacada de los nervios después de todo un día aguantando quejas, sugerencias de caminos alternativos y protestas en general.
—Tranquila, a partir de aquí la autovía está despejada —me aseguró Eduardo mientras montábamos las tiendas de campaña cerca de un pueblecito llamado Baltanás, a sólo quinientos metros de Palencia—. Lo que me preocupan ahora son otras cosas…
Sabía perfectamente a lo que se refería, porque era lo mismo que asustaba a todos. Nadie les había hablado de ello de manera oficial, y tal vez eso fuera un error, porque el rumor se había extendido por todas partes. Ya no quedaba nadie que no supiera que por el mundo rondaba algo llamado espectros, cuya naturaleza parecía coger lo mejor de los humanos y lo más terrible de los muertos vivientes.
—Cazan a los vivos para comérselos —contó Damián a todo el mundo como innecesaria historia de terror alrededor de la hoguera a la hora de cenar—. Se ocultan entre los resucitados normales, pues a simple vista es imposible diferenciarles, pero ellos son más listos, y si no pueden cogerte directamente, te persiguen y acosan hasta que se les presenta la oportunidad de hacerlo.
—Eso es cierto —me dijo Gonzalo confidencialmente cuando todos estaban pendientes de la historia—. Deberíamos doblar las guardias y vigilar los vehículos. No podemos permitirnos que nos pinchen todas las ruedas. Si nos hiciesen ahora lo mismo que nos hicieron a nosotros… sería una masacre.
—¿Te enfadarías mucho si te dijera que no creo que esos seres existan, y que me parece que sólo fue el miedo el que os hizo exagerar la situación? —repliqué torciendo el gesto.
—Pues un poco, la verdad —contestó frunciendo el ceño—. Tú no los viste, Maite, esos seres, sean lo que sean, son reales… y peligrosos.
—No hay de qué preocuparse —aseguró Eduardo a la atemorizada multitud—. Esas criaturas no son especialmente valientes. No atacarán a un grupo tan grande y armado.
—Os atacaron a vosotros, que erais seis y todos teníais armas —señaló Jaime, que todavía llevaba una gruesa venda en el muñón donde una vez tuvo una mano. La pérdida de su miembro era algo que no me había perdonado, y más de una mirada hostil le había visto lanzarme por ello.
—Bueno, ya basta de historias de terror por hoy —exclamé poniéndome en pie para llamar la atención de todos—. Todavía queda mucho camino por recorrer, así que os sugiero descansar bien esta noche.
Poco a poco, algunos con la mitad de la cena aún en las manos, se fueron dispersando y volviendo a sus tiendas de campaña, y como no tenía guardia, yo también lo hice junto con Clara, que se quejaba del día mortalmente aburrido que había pasado subida en el jeep.
—Si pudiera ir en la caravana con Marisa y Teresa… —suplicó antes de que la obligara a echarse a dormir, pero me mostré inflexible. El lugar de Clara estaba conmigo, sólo hubiera faltado que, por algún motivo, el convoy se separara y ella acabara perdida.
Aquella noche me costó dormirme. Ya casi había olvidado lo que era dormir en una tienda de campaña, y dos días seguidos haciéndolo me estaban matando. Sin embargo, cuando conseguí conciliar el sueño, me desperté de nuevo tan rápido que creí tener la sensación de haber permanecido dormida tan sólo un segundo.
—¡Reanimados! —clamaba una voz, y acto seguido se escuchó un disparo—. ¡Mierda! ¡Son muchos!
—¡Joder! —murmuré para mí misma saliendo del saco de dormir. Fuera de la tienda comenzó a montarse revuelo… era imprescindible que saliera a poner orden.
—¿Qué pasa? —me preguntó Clara asustada.
—Nada, tranquila… tú espera aquí, ¿vale? Voy a ver qué ocurre. —le indiqué antes de agarrar mi rifle y asomarme fuera.
La mayor parte del grupo había salido también de sus tiendas a ver qué pasaba, pero todos los que montaban guardia se dirigían hacia el flanco derecho del campamento, por donde se acercaba la horda.
—¿Nos atacan? —le pregunté a Ramón, que corría entre las tiendas reclutando a todos los de la guardia para que le siguieran.
—¡Viene una horda de muertos vivientes! —me explico—. Deben ser por lo menos cincuenta. ¡Joder! Justo a última hora de la noche…
Un par de disparos se escucharon a lo lejos, señal de que algunos habían comenzado a abatir atacantes.
—¡Esperad hasta que podáis verlos! ¡No tenemos munición infinita! —les gritó Ramón—. Mierda, será mejor que vaya con ellos.
—Voy contigo —le dije apresurándome en seguirle—. ¿Crees que pueden ser los que dejamos atrás esta mañana?
—Los muertos no son tan rápidos —negó él—. Y esos eran muchos más.
—¿Has visto a Gonzalo? —pregunté preocupada buscándole con la mirada, aunque distinguirle en la oscuridad era difícil.
—¿A Gonzalo? No —respondió—. Pero tenía guardia, debe estar por aquí.
Me separé de él y corrí a buscarle entre los tiradores que ya se encontraban subidos a los coches, desde donde tenían una posición más elevada y segura. No tardé en encontrarle por fin sobre un maletero, y cuando lo hice subí con él, que tenía a un lado a Isabel y al otro a Javier.
—Tranquila, son muchos, pero podemos con ellos —me aseguró mientras yo me posicionaba muy a propósito entre Isabel y él—. Debían estar rondado por los alrededores y les ha atraído el fuego.
—Y los disparos. —añadí yo al escuchar otro. Algunas figuras se podían intuir entra la oscuridad acercándose más y más, pero todavía era pronto para poder apuntarles en condiciones.
—Menos mal que Ahsan tiene buena vista, si no, los habríamos visto demasiado tarde. —opinó él, que pese a la tensa situación se permitió sonreírme.
—¿Qué? —le pregunté extrañado ante su sonrisa.
—Nada, que estás muy sexy con un arma en las manos. —dijo antes de volver la vista al frente.
—¡Ahí están! —señaló Isabel alumbrándoles con su linterna. Una pequeña horda de rostros putrefactos, ropas roídas y brazos colgando avanzaba entre piedras y matorrales con intenciones homicidas.
Apunté con mi rifle y disparé contra uno de los que la linterna iluminaba. Fue sencillo abatirle teniendo un objetivo claro.
—¡Que uno les alumbre y otro les dispare! —ordené al resto. Aquella era la mejor forma de diezmarlos antes de que llegaran al cuerpo a cuerpo, donde tenían una ventaja enorme frente a la mayoría de nosotros.
Los disparos comenzaron a sucederse con mayor cadencia, y en tan sólo unos pocos segundos por lo menos la mitad de los resucitados que se acercaban estaban ya muertos, aunque pagando un alto precio en munición para conseguirlo. No obstante, para eso estaban las balas. Lo importante era que lo estábamos consiguiendo, y aunque tal vez esa noche tuviéramos que mover el campamento para evitar que los disparos atrajeran a más muertos aún, viviríamos un día más…
Un grito muy agudo se escuchó del lado opuesto del círculo de coches. Alarmada, alumbré hacia allí con la linterna que Isabel me había prestado cuando quedó claro que ella era mejor que yo disparando, y lo que vi me helo la sangre.
Por entre los coches, o saltando sobre ellos, figuras oscuras se colaban dentro del perímetro aprovechando que toda la gente armada estaba precisamente en el lado contrario.
“Espectros” fue lo primero que pensé al verles. Tenían que ser ellos
—¡Al otro lado! —grité—. ¡Nos atacan por detrás!
—¡Joder! —exclamó Gonzalo volviéndose—. ¡Mierda, nos han engañado como a idiotas!
El caos no tardó en reinar en todo el campamento por culpa de los nuevos agresores, y como no podíamos disparar contra ellos desde donde nos encontrábamos sin acabar acertando a alguno de los nuestros por error, no nos quedó más remedio que bajar de los coches y meternos también entre las tiendas a combatirles cara a cara.
Miguel Ángel pasó corriendo a mi lado llevando en brazos a su hijo lejos de esos seres, Carles y su hijo Francisco lograron tumbar a uno y comenzaron a propinarle patadas y puñetazos en el suelo, Íñigo disparaba contra todo el que veía desde la puerta de su caravana, donde Rosa mantenía a salvo a sus dos hijas, y don Martín se defendió a bastonazos del ataque de uno de los que se lanzó a por él.
Dejando a un lado el rifle, que era demasiado aparatoso, desenfundé el pequeño revolver que llevaba guardado y disparé contra el que atacaba al anciano, que cayó abatido al suelo con un balazo en la espalda.
—¡Así aprenderá el muy…! —exclamó don Martín tirando al suelo los restos de su bastón roto y apoyándose en la tienda de campaña más cercana para no caerse también.
Damián y Montse permanecían espalda con espalda junto a la hoguera, abriendo fuego cada vez que tenían a uno a tiro, y vi pasar a Jaime corriendo huyendo de uno que llevaba un cuchillo en las manos… pero no les presté atención, busqué con la mirada mi tienda de campaña y corrí hacia ella sin perder un instante. Tenía que poner a salvo a Clara antes de empezar a preocuparme por nadie más.
Un espectro se cruzó en mi camino mientras me dirigía hacia la tienda, su rostro era el de un cadáver putrefacto recubierto de hollín, y su ropa sólo unos harapos tiznados de negro. Además, desprendía un olor a putrefacción muy fuerte, mucho más que un muerto viviente normal. Sin duda pretendía atacarme, pero en cuanto vio que llevaba un revolver en las manos y que le apuntaba con él se echó a un lado rápidamente y huyó, demostrando que definitivamente no eran tontos.
—¡Clara! —llamé a mi hija cuando alcancé la tienda, pero al agacharme y asomarme dentro descubrí que no estaba allí… y por un instante sentí como si se me parara el corazón.
Me incorporé y busqué desesperada a mi alrededor con la linterna. Poco me importaba lo que los espectros pudieran estar haciendo con otra gente, tenía que encontrar a mi hija fuera como fuera.
—¿Clara? —pregunté en voz alta con el único hilo de voz que fui capaz de encontrar. Al no obtener respuesta, me arranqué el parche de la cara y lo tiré al suelo… necesitaba todos mis ojos para buscarla—. ¡Clara! ¡Soy yo, mamá!
Cabía la posibilidad de que se hubiera asustado por el ataque y se escondiera dentro de uno de los coches, así que me acerqué a ellos.
—¡Se marchan! —anunció una voz—. ¡Ya han tenido suficiente!
—¡Los resucitados! —bramó otra—. ¡Están aquí encima!
—¡Clara! —grité yo con el corazón en un puño. No la veía dentro de los coches cercanos a la tienda, y no tenía sentido que se hubiera marchado a cualquier otro sitio—. Clara… —repetí cayendo de rodillas al suelo y cubriéndome la cara con las manos por pura desesperación.
¿Dónde estaba? Necesitaba saberlo más que respirar, y por eso no presté la más mínima atención a lo que pasaba a mi alrededor hasta que todo se calmó de nuevo, y el sol comenzó a salir por fin en el horizonte.
 Vi a Luis correr de un lado a otro atendiendo heridos y a la gente murmurar entre sí con temor. Sin duda necesitaban de alguien que impusiera algo de orden y calma, y esa persona era yo… pero me daba igual, lo único que me importaba era que mi hija no aparecía por ninguna parte: sólo había encontrado de ella la foto en la que se nos veía a toda la familia celebrando su cumpleaños, que se le había caído en la tienda, y creía que me iba a morir de la desesperación.
—Mateo y Jaime. —dijo Ramón, que se había hecho cargo de los muertos en el combate. Jaime tenía una brecha en la cabeza que sólo podía haber hecho un cuchillo, y el cuerpo de Mateo daba pena verlo, con sus gafas rotas del todo y una expresión como de pánico en la cara.
—¿Y desaparecidos? —inquirió Diana.
No sólo había muerto gente, los espectros se habían llevado a todos los que habían podido aprovechando la confusión… entre ellos a mi hija, estaba segura.
—Faltan Sarai, Isabel, Gonzalo… y Clara —enumeró Eduardo—. Está claro que iban a por los más débiles: mujeres y niños.
—No del todo si se llevaron también a Gonzalo. —anunció Ramón.
—Vi cómo a Isabel y a él le cayeron encima de repente como seis o siete de esos seres —dijo Diana—. No pudieron hacer nada.
Descubrir que tampoco él estaba allí había sido la puntilla que faltaba para acabar de rematarme, y como si al recordarlo me hubieran clavado la estocada final, sentí que me derrumbaba. Por suerte Luis estaba allí y evitó el desmayo.
—¡Maite! —exclamó alarmado ayudándome a sentarme en el suelo—. ¿Estás bien?
—No —respondí aguantando las ganas de echar a llorar, pegarle, darme cabezazos contra el suelo o, en general, hacer cualquier cosa para descargar toda la frustración y el miedo que sentía—. ¡Te lo dije, Luis! ¡Te dije que no valía para liderar nada! Mira… mira lo que he hecho…
—Esto no ha sido culpa tuya. —me aseguró él.
—¡Estoy harta de escuchar eso cuando no deja de morir gente a mi alrededor! —bramé irritada.
María, la hija de Isabel, lloraba sentada frente a su tienda, y Francisco, con un vendaje en un brazo que Luís le había puesto un momento antes, daba vueltas muy tenso de un lado a otro. Mateo y Jaime yacían muertos, Íñigo tenía una brecha muy fea en la cabeza y don Martín por poco se muere de un infarto… ¿cómo no podía ser culpa mía todo ese sufrimiento si, en contra de todas las recomendaciones, había impuesto la realización de ese viaje? Me lo advirtieron, dijeron que era improbable que la travesía se resolviera sin víctimas, y no les escuché.
“Clara… Dios, tú no, tú no…” me dije luchando por no comenzar a tirarme de los pelos.
—¿Puedo hacer algo para ayudar? —preguntó Judit acercándose a nosotros.
—¡Sí! —estallé poniéndome en pie y desembarazándome del agarre de Luis—. ¡Averigua qué son esas cosas! ¡Averigua cómo se las mata y que hacen con los que se llev…!
No pude acabar la frase. Sólo de recordar la historia que nos contaron del montículo de huesos humanos recién comidos sentía que me venía abajo otra vez.
—Me gustaría hacerlo, pero no tenemos ningún cuerpo. —se excusó ella.
—¿Cómo qué no? —repliqué volviéndome hacia los demás—. ¡Yo misma le disparé a uno!
—No fuiste la única, al menos en apariencia —me explicó Ramón—. Yo alcancé por lo menos a dos… pero, como suele decirse, cuando se disipó el humo, no quedaba ni uno.
—¿Es una especie de broma? —exclamé al borde de un ataque de histeria—. ¿Qué coño es esto? ¿El guerrero número trece? ¿Va a aparecer Antonio Banderas también?
—No sé si seremos trece guerreros, pero al marcharse dejaron un rastro de hollín y sangre que puedo rastrear —me aseguró Eduardo—. Sólo hay que formar un grupo e ir tras ellos, si estás dispuesta, claro.
Estando mi hija entre los desaparecidos, la pregunta estaba de más.


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