CAPÍTULO 35: IRENE
La cuadrilla que
nos había rescatado de aquellos seres que llamaban espectros no era buena
gente. Lo supe en cuanto pude verles con más detenimiento, tal vez debido a un
instinto que tenemos los que sufrimos tendencia a la maldad, o tal vez por
pequeños detalles en los que fui capaz de fijarme y que les delataban.
No mucha gente
sobrevivió al ataque, los espectros fueron rechazados o eliminados, pero se
llevaron por delante a buena parte de aquel grupo al que Guille y yo nos
habíamos unido, al menos en teoría, ese mismo día. De los más de veinte que
fueron, apenas quedaban unos diez sanos y salvos; pude contarlos conforme los
fueron llevando hasta la hoguera donde mismo me habían llevado a mí después de
desarmarme y quitarme la mochila, y el trato que tuvieron hacia ellos fue tan
poco amable como el que tuve que sufrir yo.
Ese debió ser uno
de los detalles en los que me fijé. Alguien que te rescata no te agarra con
bastante fuerza como para hacerte daño y prácticamente te arrastra, sin tener
en cuenta que llevas un niño pequeño contigo, hasta donde quieren que estés y
luego ni tan siquiera te dirige la palabra.
Ellos eran siete
en total, todos vestidos de uniforme militar, jóvenes, armados hasta los
dientes y que se comportaban como gente que sabía lo que se hacía… pero su
aspecto era distinto. Lejos del rostro barbilampiño y el cabello casi rapado
que cabía esperar de un miembro del ejército, aquellos hombres se habían dejado
crecer el pelo, algunos hasta el punto de conseguir una melena considerable, y
cuatro además lucían algún tipo de barba. Al parecer, la disciplina militar
había desaparecido junto con el resto del ejército cuando los muertos vivientes
arrasaron con todo.
—¿Estos son todos?
—preguntó el que parecía ser el líder, un hombre de gesto poco amable que cubría
su calvicie incipiente con una gorra, y que cargaba con un fusil de asalto. Era
el mismo hombre que me había llevado hasta allí.
Los demás éramos
en total once, cuatro mujeres, seis hombres y un niño, y por primera vez desde
que me encontré con ellos, vi algún tipo de emoción manifestada en sus rostros:
el miedo. No sabía si por el ataque que acababan de sufrir, y que les había
diezmado dramáticamente, o por nuestros salvadores, a los que lanzaban miradas inquietas
mientras ellos daban vueltas a nuestro alrededor para mantenernos vigilados.
Esa actitud, por
supuesto, no me gustó nada. Más parecíamos sus prisioneros que gente a la que
habían ayudado, pero por el momento no tenía más opción que permanecer allí y
esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
—Todos los que
encontramos vivos, Aldo. —le respondió uno de sus hombres, un tipo enjuto y con
ojos saltones del que desconfié nada más verle.
—Ahora sí que
estamos acabados. —sollozó una mujer de pelo canoso que se encontraba a mi
lado, y que tenía lágrimas en los ojos… era muy perturbador que dijera eso
cuando acababan de ser rescatados de una masacre.
Abracé a Guille
más fuerte para que no se asustara ante las palabras de la mujer… o tal vez
para no asustarme yo, que cada vez veía más confirmadas mis sospechas que de
habíamos salido de la sartén para caer en las brasas.
—¡Silencio!
—exigió el militar llamado Aldo dando un paso hacia nosotros—. ¿Creíais que
podíais marcharos así sin más y no pagar las consecuencias? Por vuestra
estupidez, más de la mitad de los vuestros ha muerto a manos de los espectros,
¿era eso lo que queríais, para lo que huíais?
—¡Mejor ellos que
vosotros! —le espetó uno de los hombres del grupo.
El tipo enjuto dio
un paso al frente y castigó su osadía con un culatazo de su fusil en el
estómago. El golpe, que fue dado para hacer daño, consiguió que el pobre hombre
cayera al suelo retorciéndose de dolor.
“¡Dios!” me dije
al contemplar consternada cómo gemía y sollozaba. Una de las mujeres se agachó
junto a él para intentar ayudarle, pero estaba demasiado dolorido todavía como
para volver a levantarse.
—¡Silencio!
—exclamó de nuevo el militar cuando comenzaron a escucharse murmullos atemorizados—.
Si no llegamos a estar aquí nosotros, ese grupo de espectros os habrían
aniquilado del todo. Ahora vendréis con nosotros, desertores.
Esas palabras
cayeron entre ellos tan mal o incluso peor que el golpe que le propinaron al tipo
que aún se retorcía en el suelo. Era evidente que había algún tipo de relación previa
entre esa gente y los militares, y temía ir a pagar el pato de una falta que no
había cometido… pero, ¿cómo hacérselo entender? No me atrevía ni a emitir un
susurro en esa situación, no fuera a empeorar las cosas todavía más, y tampoco
sabía en qué situación me dejaba no ser parte de aquel grupo en realidad.
—Dios, por favor,
protégenos… —rezó la mujer de cabello canoso.
—¿Quién es esta
gente? —le pregunté en un susurro. No podía seguir sin saber nada.
—¿Cómo que quién
es esta gente? —replicó ella dirigiéndome una mirada cargada de lágrimas—. Un
momento, tú no eras de los nuestros…
—No, y no sé qué
está pasando —afirmé—. ¿Quiénes son éstos? ¿Qué nos ha atacado antes?
Ella hizo un
ademán de ir a responderme, pero el militar enjuto se plantó frente a nosotras.
—¡Silencio aquí o
me cago en todo! —bramó enojado.
—¡Yo no soy parte
de ellos! —exclamé atreviéndome a dar un paso adelante, con Guille pegado a mis
pantalones.
—¿Qué dices?
—inquirió Aldo desde la espalda de su subordinado mirándome con curiosidad.
—Ni el niño ni yo
somos parte de este grupo —me expliqué—. Nos encontramos con ellos cuando
vagábamos solos por los alrededores, pero no sabemos nada de ningún espectro,
ni les conocíamos antes de esta mañana.
Durante un momento
todas las miradas se clavaron en mí, y el silencio se impuso a los susurros y
lamentos. Al final, Aldo le hizo un gesto al soldado, y éste me agarró del
brazo con una mano que parecía una tenaza y me llevó hasta su superior.
—¿Es eso cierto?
—me interrogó.
—¡Se lo juro!
—asentí.
Sin pronunciar
palabra, pasó por mi lado y me dejó custodiada por el soldado, mientras que él
se dirigía al resto de los prisioneros.
—Estáis de suerte.
Pese a vuestra traición, Dávila ha decidido mostrarse compasivo, y por tanto tenemos
órdenes de llevaros con él. —anunció, consiguiendo así cambiar el gesto de
temor en sus caras por una algo más tranquilizadora suspicacia.
Yo, sin embargo,
seguía sin tener ni idea de dónde me había metido, aunque estaba claro que todo
aquello no tenía nada que ver conmigo… sólo me había encontrado con esa gente
por una infeliz casualidad, ni había traicionado a nadie, ni sabía qué eran
esos espectros de los que hablaban, ni sabía quién era ese tal Dávila al que
acababa de hacer mención.
—Compañía, nos
vamos —ordenó Aldo, que luego se volvió hacia mí—. Tú vendrás con nosotros… por
el momento.
No me dio a
elegir, de modo que no pude negarme. El hombrecillo que me agarraba me lanzó
con brusquedad hacia la multitud, y yo no supe qué pensar con respecto a lo que
me esperaba, porque no parecía que mi suerte hubiera cambiado mucho.
—¡Ya habéis oído,
todos en marcha! —exclamó otro de los soldados, un individuo con una frondosa
barba de dos puntas.
A base de
empujones nos obligaron a movernos, y uno me clavó la culata del fusil con
tanta fuerza en la clavícula para hacerme andar que el lugar golpeado me estuvo
doliendo el resto de la noche. Nos llevaron hasta un campamento que se
encontraba a unos doscientos metros de allí, donde una fogata que ardía
iluminaba varias tiendas de campaña plantadas alrededor de ella, y un par de
camiones militares de gran tamaño permanecían aparcados junto a unos árboles.
De nuevo a base de
empujones, nos subieron a todos a la parte trasera de uno de ellos, que debían
ser los vehículos que utilizara aquella unidad para moverse. Supuse que, en
condiciones normales, la parte trasera iría cubierta por una lona, pero en esos
momentos no era así.
—¡Y nada de armar
jaleo! —nos advirtió el de la barba de dos puntas cuando estuvimos arriba—. El
que quiera bajarse, ya sabe… los espectros no tardarán en dar cuenta de
vuestros amigos muertos, así que pronto estarán hambrientos de nuevo.
Pasamos las
últimas horas de la noche allí, sentados en el camión y vigilados por los
militares. Gracias a eso tuve la oportunidad de empezar a conocer a algunos
miembros del grupo, empezando por Marisol, la mujer de pelo cano con la que
había hablado antes, que me contó un poco de qué iba todo aquello.
—El que les dirige
se llama Aldo, Aldo Valverde, y creo que era capitán cuando aún había un
ejército —me explicó—. Los otros son Fidel, el sargento y su mano derecha;
Oriol, el tipejo desagradable; Gabriel, el musculoso con cara de pocos amigos;
Bruno, que se supone que es el médico; y los otros Marcos y Koldo, Koldo es el
de la barbita doble.
—¿Y quién es
Dávila? —inquirí.
—Dávila dirige una
red de comunidades formadas en pequeños pueblos de la zona de León —respondió
Fátima, una chica de piel tostada y ojos negros sólo un poco mayor que yo que
también nos estaba escuchando—. La nuestra era una de ellas. Nos unimos a él
porque al principio todo parecían ventajas y el precio a pagar era muy bajo,
tal sólo un poco de la comida que consiguiéramos y participar en la limpieza de
muertos vivientes de lugares donde instalar a otras comunidades nuevas. Aquello
era algo así como empezar a organizar el mundo de nuevo, de modo que estábamos
muy satisfechos.
—Pero entonces
llegaron los espectros —continuó Marisol—. Esos seres no eran resucitados, no
resucitados normales al menos, y como no se los mataba tan fácilmente, comenzó
a haber bajas. Dávila mostró su verdadero rostro cuando otra comunidad dijo que
no enviaría a más hombres a morir. Ordenó arrasarla y matar a todos sus
miembros, hasta a los niños, para dar ejemplo a las demás. La nuestra no quiso
seguir apoyándole después de eso, pero tampoco se atrevió a rebelarse
abiertamente de nuevo, así que tratamos de huir… y mira cómo hemos acabado,
confiando en que no decida matarnos también.
—Siento que te
vieras metida es esto —añadió Fátima mirándome con pena—. No tiene nada que ver
contigo, pero parece que te ves en las mismas que nosotros.
—¿Y los espectros?
—quise saber. No dejaban de hablar de ellos, y por lo que contaban parecían
incluso peor que los resucitados, algo que me costaba creer después de todo lo
que había visto.
—Unos dicen que
están vivos, otros que son muertos vivientes que han alcanzado un estado
superior que les permite pensar, correr e incluso emplear herramientas —respondió
la mujer—. Nadie lo sabe con seguridad, pero son tan caníbales como sus
hermanos menos evolucionados, y carecen también de todo tipo de piedad…
—El problema es
que, al ser más inteligentes, son capaces de planificar sus ataques, y han
causado muchos muertos y desaparecidos en las últimas semanas. —me aclaró
Marisol.
Guille escuchaba
toda la historia con mucha atención. La idea de unos muertos vivientes capaces
de correr, manejar armas y con la suficiente inteligencia como para emboscar a
alguien me resultaba aterradora, así que no era de extrañar que a él,
aficionado a esas historias, le causara curiosidad. A mí, sin embargo, lo único
que me preocupaba en esos momentos eran los militares que nos habían capturado.
Su cabecilla había dicho que por el momento iría con ellos, y no tenía ni idea
de cuándo podría acabar ese momento.
En cuanto comenzó
a salir el sol, la unidad recogió el campamento y se metió también en los
camiones. Antes de diez minutos estábamos ya en marcha y rumbo a lo desconocido.
Pese a que en los
vehículos cargaban con varias cajas que sólo podían contener munición o
provisiones, no nos dieron nada de comer en todo el día, que se hizo muy largo
con el estómago rugiendo cada dos por tres y las frecuentes paradas que realizaban
a inspeccionar casas cercanas o gasolineras. Si nos iban a llevar con ese tal
Dávila, se estaban tomando su tiempo.
Cuando cayó la
tarde y decidieron detenerse en una granja lo agradecí enormemente. Guille se
revolvía inquieto por todo el camión, hambriento y aburrido, y si íbamos a
pasar la noche allí tal vez por fin nos dejaran bajar, aunque sólo fuera a
estirar las piernas.
Resultó que no
pretendían quedarse en la propia granja, sino que nos metieron con camiones y
todo dentro de un almacén que se encontraba justo a su lado, y tras hacerlo,
los militares lo cerraron a cal y canto. Seguramente para evitar que pudiéramos
escaparnos.
—Es por los
espectros —me dijo, sin embargo, Marisol cuando ya nos bajaban de allí. Tuvo
que apoyarse en mí porque las piernas se le habían agarrotado de tanto
permanecer en la misma postura—. Todavía no nos hemos alejado lo suficiente de
ellos.
El viajecito
tampoco les sentó bien a los demás, que con aspecto fatigado se sentaron sobre
el suelo de tierra en una esquina, donde Aldo y sus hombres nos fueron
agrupando. Una vez allí, abrieron una de las cajas del camión y comenzaron a
repartir comida. Se trataba de raciones militares, y por lo que nos dijeron,
nos tenían que durar hasta la noche siguiente.
—¡Por fin! —exclamó
Fátima cuando recibió la suya—. Encima los muy cabrones nos matan de hambre…
—No te quejes,
niña. Podría ser peor. —advirtió Marisol.
Descubrí cómo de
peor podía ser un poco más tarde, cuando después de que Guille y yo cenáramos,
Oriol, el hombrecillo enjuto y desagradable, se acercó a nosotras con gesto
hostil.
—Aldo quiere verte
—me dijo con tono áspero—. ¡Vamos, coño! No tengo toda la noche.
Preguntándome qué
podía querer ese hombre de mí precisamente, me puse en pie con el niño
dispuesto a seguirle, pero él me detuvo con un gesto de su mano.
—El niño se queda.
—exclamó.
—Pero… —fui a
protestar, y sólo con oírme comenzar a replicar aquel individuo me lanzó una
bofetada que me cruzó la cara, dejándome aturdida tanto por la fuerza del golpe
como por lo inesperado que resultó para mí recibirlo.
—¡He dicho que no
tengo toda la noche! —bramó. Las miradas de todos estaban puestas de nuevo en
mí.
—No te preocupes,
nosotras cuidaremos de él. —me aseguró Marisol, y sólo entonces me atreví a dar
un paso al frente dispuesta a seguir al soldado. Él, sin embargo, parecía tener
prisa de verdad, porque me agarró del brazo con mucha fuerza una vez más y me
obligó a caminar delante de él en dirección a las escaleras del almacén.
En la parte
superior había algo que se me antojaron oficinas, tal vez para llevar la
contabilidad o dirigir el trabajo, pero aquel lugar parecía haber sido
abandonado antes incluso de que los muertos viviente aparecieran, a juzgar por
el estado que presentaba, y al carecer por completo de muebles no podía estar
segura. No obstante, un despacho parte de esas oficinas fue el lugar que eligió
Aldo para instalar su saco de dormir.
—Puedes irte. —le
dijo a Oriol, que tras dejarme dentro del despacho cerró la puerta y se marchó.
Me pareció que sonreía con malicia al hacerlo.
Aldo se había
quitado la parte superior del uniforme, luciendo sobre su musculoso torso tan
sólo una camiseta interior, y se encontraba afilando su puñal con mucho esmero.
Tras comprobar al trasluz de una vela encendida que estaba lo bastante afilado,
lo enfundó y volvió la vista hacia mí, que cohibida y algo asustada aguardé a
que dijera lo que tuviera que decirme.
—Supongo que no lo
sabes, pero al no ser parte de esa comunidad, tu situación es algo pendiente de
resolver todavía. —me dijo—. ¿Cómo te llamas?
—Irene. —respondí.
—Mira por la
ventana, Irene —me ordenó—. Quiero que veas lo que hay fuera.
Sin comprender muy
bien de qué iba todo eso, obedecí. Me acerqué a la ventana del despacho, apenas
un tragaluz con el vidrio quebrado, y eché un vistazo fuera. Allí sólo había
oscuridad, paliada en parte por la luz de la luna, y lo único que alcanzaba a
ver era la granja que teníamos al lado.
—¿Qué ves? —me preguntó.
—Nada —contesté
cada vez más confundida—. Sólo oscu…
Me interrumpí
cuando creí entrever algo parecido a una silueta pasar corriendo desde la parte
trasera de la granja hasta unos matorrales que crecían salvajes por allí. Si me
lo hubieran preguntado, habría dicho que eran mis fantasmas, que volvían a
acosarme, pero eso era imposible…
—Sí, son espectros
—afirmó Aldo—. Nos han seguido, por esa razón escondimos los camiones aquí
dentro. No se atreverán a entrar, son demasiado cobardes para eso. Saben que
tenemos armas y que podríamos acabar con ellos si presentan batalla… pero el
grupo de ahí abajo es un bocado demasiado apetitoso para que se rindan sin más.
—¿Qué tiene que
ver esto con mi situación? —le pregunté sintiendo escalofríos sólo por estar
tan cerca de la ventana encontrándose esos seres allí abajo.
—Mucho —me aseguró
él dando un paso hacia mí—. Las órdenes de Dávila hacían referencia únicamente
a la gente huida de la comunidad, algo que has confesado no ser… lo que
significa que no tengo ninguna obligación de tenerte aquí.
Sentí un nudo en
la garganta al imaginarme a Guille y a mí allí fuera, al relente de la noche y
con esos monstruos acechando. Intenté que mi temor no se viera reflejado en mi
cara, pero dudé haberlo conseguido cuando al abrir la boca sólo pude
tartamudear.
—Yo… por favor… —supliqué.
—La pregunta es si
estás dispuesta a hacer lo que tienes que hacer para sobrevivir. —me espetó
mirándome a los ojos, y por la forma en que lo hacía quedó muy claro de lo que
estaba hablando.
Mi primer instinto
habría sido matarle. Era perfectamente capaz de hacerlo si quería… pero se
suponía que ya no hacía ese tipo de cosas. Allí no había montaña alguna que
juzgara mis acciones, sin embargo, aquella situación bien podía ser un castigo
por los crímenes que había cometido aun cuando prometí reformarme. La muerte de
toda una familia no era algo que pudiera pasarse por alto, y tal vez mi
penitencia resultara ser tener que soportar aquello. La montaña ya había
demostrado ser muy cruel a la hora de castigar.
Tragando saliva, y
sin creer que estuviera accediendo a eso, asentí.
—Desnúdate. —ordenó
dando un paso atrás para poder verme bien.
Tardé un segundo
en reaccionar a la orden, y cuando lo hice, tuve que luchar para que las manos
no me temblaran mientras comenzaba a quitarme la ropa… toda la ropa, desde la
chaqueta hasta los pantalones, el sujetador y las bragas.
“No llores” me
obligué a pensar cuando, completamente desnuda, permanecí en pie mientras Aldo
me evaluaba con la mirada. Quise abstraerme, intentar fingir que lo que iba a
pasar le pasaría a otra persona, pero me vi incapaz de hacerlo cuando no sentía
más que rabia crecer en mi interior.
Yo no era una
niñita indefensa y llorica, a mí no iba a doblegarme tan fácilmente, así que
levanté la vista y me atreví a mirarle desafiante cuando se acercó y comenzó a
manosearme los pechos. Sólo retiré la mirada cuando me sujetó de la barbilla, y
ese gesto le hizo sonreír. Acto seguido, me agarró de la coronilla y me empujó
hacia el suelo, hasta que quedé de rodillas frente a él.
Sin mediar
palabra, comenzó a desabrocharse el cinturón, así como los pantalones después,
y finalmente quedó desnudo de cintura para abajo. El corazón comenzó a latirme
a cien por hora y ni me atreví a mirarle a la entrepierna por no hacer de
aquello algo más real de lo que ya era.
—¿Quieres vivir?
¿Quieres que tu hijo viva? Entonces ya sabes qué hacer —exclamó. Guille no era
mi hijo, de hecho no era nada mío, pero si no lo hacía, ambos nos veríamos a
merced de aquellas criaturas ignotas que acechaban en las sombras.
No hubo salvación…
no hubo tampoco arrepentimiento por su parte, o un rescate milagroso que
evitara lo que tenía que ocurrir, de modo que tuve que ceder si quería seguir
viviendo, si quería que Guille y yo siguiéramos viviendo. Sintiéndome
completamente asqueada por lo que tocaba a continuación, abrí la boca y comencé
con aquello.
“No es para tanto”
traté de convencerme en una lucha porque mi espíritu no se quebrara mientras me
veía forzada a complacer de esa manera a aquel hombre. El sentimiento de
impotencia y humillación fue mucho peor de lo que me había atrevido a esperar.
“No es la primera vez que utilizas el sexo para sobrevivir. Esto no es nada,
absolutamente nada” me obligué a pensar. Yo seguía teniendo el control de la
situación, estaba segura de ello… todo eso no era más que otra desagradable
batalla en la guerra de seguir viva, y en peores situaciones había estado.
Por fin, después
de lo que me parecieron años, Aldo quedó satisfecho. No fui del todo consciente
de lo que ocurrió los minutos siguientes, pero me vi a mí misma, con el corazón
aún latiendo con mucha fuerza en el pecho, vistiéndome de nuevo y dirigiéndome
de vuelta con el resto del grupo.
No le conté nada
ni a Marisol ni a Fátima cuando me preguntaron qué había pasado, y tampoco hice
caso a las miradas titubeantes que me lanzaron, tan sólo me abracé con Guille
hasta que llegó la hora de dormir, cuando le acosté a mi lado y traté de
conciliar el sueño… pero no pude hacerlo. Mi mente luchaba por estallar, y yo
lo hacía porque eso no ocurriera. No podía permitirme venirme abajo, y tampoco
podía permitirme llorar.
Batallando todavía
por mantener la compostura, me levanté cuando todos ya dormían, me hice a un
lado y, bajo la atenta mirada de uno de los soldados que se encontraba de
guardia, me agaché en el suelo y me metí los dedos hasta la garganta para
vomitar, aunque ni aun así logré sentirme un poco más limpia por dentro. Era
como si mi cerebro no quisiera dejar de pensar en lo que había ocurrido,
dándole más importancia de la que yo quería que tuviera, y por culpa de eso me
pasé el resto de la noche en un duermevela desesperante, tan sólo interrumpido
cuando Guille se despertó por culpa de una nueva pesadilla.
—No pasa nada,
cariño —le susurré al tiempo que le acariciaba la cabeza para que se le pasara
el susto—. No pasa nada…
Al día siguiente,
la situación fue todavía peor, si es que eso era posible. La luz del día no
hizo sino convertir en más real lo que habría deseado que fuera tan sólo una
pesadilla como la del niño, y encima desde primera hora nos metieron otra vez
en los camiones y nos dieron una nueva extenuante sesión de viaje en camión.
—No estamos yendo
hacia la comunidad de Dávila —dijo uno de los hombres del grupo cuando pasamos
junto a una señal de tráfico. No le presté ninguna atención porque tenía la
mente a otras cosas—. No estábamos tan lejos, debimos llegar ayer mismo.
—Están dando
vueltas —dedujo otro—. Deben estar buscando provisiones, o escondites de los
espectros.
—Tienes mala cara,
¿te encuentra bien? —me preguntó Fátima preocupada.
—¡Perfectamente! —le
respondí con quizá demasiada agresividad, pero por algún lado tenía que estallar
todo lo que sentía por dentro.
Realizamos pocas
paradas ese día, aunque a mitad de él nos detuvimos junto a una arboleda y nos
permitieron bajar para estirar las piernas un poco antes de continuar. Yo sólo
me bajé del camión porque Guille necesitaba andar, pero malditas las ganas que
tenía yo de aire fresco, o de cualquier otra cosa.
—Toma, de parte de
Aldo —me dijo el soldado de la doble barba, Koldo creía recordar que se
llamaba, entregándome una pequeña bolsita que resultó llevar comida dentro—. Le
gusta tener a sus putas bien alimentadas.
Al escuchar eso, y
ver cómo luego se marchaba con una sonrisa de suficiencia, sentí unas ganas
tremendas de tirar la bolsa al suelo y pisotearla. Sin embargo, lo que nos
daban para comer era bien poco, y Guille tenía hambre.
—Vaya, ¿y eso? —se
escamó Fátima al verme con más comida que nadie cuando me acerqué a darle algo
al niño.
No le respondí,
del mismo modo que tampoco probé la comida… no me habría entrado nada.
La tarde llegó, y
aquel día el grupo de militares decidió que una casa de campo perdida en mitad
de la nada era un refugio adecuado para pasar la noche. Conforme las horas
pasaban, mis nervios crecían ante la posibilidad de que Aldo quisiera repetir
lo de la noche anterior, pero peor aún fue enterarme de que, debido a la comida
extra que me dieron, comenzaron a surgir rumores entre mis forzados
acompañantes.
—No les hagas
caso. —me recomendó Marisol. Al parecer, Fátima ya no quería relacionarse
conmigo, y había ido diciendo por ahí que me daban comida extra por ser la
putita de Aldo.
“Como si hubiera
tenido alguna elección” pensé con frustración. Si la muy zorra supiera que ni
siquiera había podido probar bocado…
Tuvimos la suerte
de contar con un pequeño riachuelo que pasaba cerca de la casa. Los militares
nos permitieron acercarnos y acicalarnos un poco, cosa que a todos alegró
mucho, a todos menos a mí, que creí que tal vez si me veía llena de porquería y
apestando por llevar días sin lavarme en condiciones no me pondría la mano
encima esa noche.
Por desgracia, no
tuve tanta suerte. Aun hambrienta por no haber comido prácticamente nada en
todo el día, no fui capaz de tragar ni un bocado de mi cena al ver cómo, tras
instalarnos en el comedor de la casa, los soldados se fueron distribuyendo en
las habitaciones, y Aldo se quedó con la principal, que sin duda dispondría de
una cama de matrimonio.
Me forcé a
acabarme la cena, no porque tuviera hambre, sino porque necesitaba recuperar
fuerzas, y nada más acabar de hacerlo, otro soldado, Bruno, se plantó frente a
mí.
—Aldo quiere
verte. —exclamó delante de todos. Fátima me lanzó una mirada despectiva, como
si aquello fuera algo que me hubiera buscado yo, y Marisol una de compasión.
—Yo me encargo del
niño, no te preocupes. —me dijo.
Me levanté y me
dirigí escoltado por el soldado hacia el dormitorio principal, donde el
cabecilla de los militares me esperaba. Tragué saliva y cerré los ojos para
intentar abstraerme de todo aquello una vez más. No podía creer que hubiera
acabado metida en algo así, era como estar en una pesadilla… aunque mi verdadera
pesadilla comenzó cuando entré en la habitación, donde se encontraba Aldo se la
misma guisa que la última vez.
—Vamos. —dijo
únicamente, pero fue suficiente como para que comenzara a sentir temblores en
todo el cuerpo. No creía ser capaz de volver a pasar por eso de nuevo.
“Esto no es nada,
Irene” me repetí una vez más mientras me quitaba la camisa y el sujetador. Él
comenzó a desabrocharse los pantalones. “Sólo es sexo, sexo para seguir viva…
nada que no hayas hecho antes. Esto no va a poder contigo”.
Pero mis propias
palabras de ánimo, destinadas a convencerme a mí misma, se volatilizaron cuando
él me hizo meterme en la cama y, encontrándome completamente desnuda, se tumbó
sobre mí y, sin ninguna delicadeza, comenzó con aquello.
Con todo el asco y
la rabia del mundo tan sólo me dejé hacer… no tenía otra opción, ya sabía lo
que me esperaba si me negaba, y yo quería vivir, aunque fuera a ese precio.
No lo había
esperado, y tal vez por eso me afectó mucho que aquella segunda vez resultara
todavía peor que la primera. Aunque con cada embestida por su parte intentaba
convencerme de que aquello sólo era algo de sexo indeseado para seguir viva, no
podía engañarme cuando la sensación no era la misma. Al acostarme con ese
imbécil de “Charli” en el colegio yo tenía el control de la situación, sabía lo
que estaba haciendo porque yo lo había planificado… fue sólo un medio para
conseguir un fin. Pero allí era completamente distinto, allí yo sólo era la
mujer desvalida de la que ese matón podía abusar a su antojo.
Cuando por fin
todo terminó me sentía morir. Él quedó tan satisfecho que tal y como cayó sobre
la cama se dispuso a dormirse, pero yo, sintiendo la ruindad y vileza de aquel
hombre todavía dentro de mí, tuve que luchar por no quebrarme, por no abatirme
y caer en la desesperación… por no convertirme en una víctima.
No sabía cuánto
más iba a aguantar. El esfuerzo que tenía que hacer por no romper a llorar allí
mismo era tan grande que no me dejaba ni moverme, y no fue hasta que recordé
que Guille seguía solo cuando alcancé a levantarme de la cama, ponerme la ropa
y regresar fuera.
No me fijé en nada
ni en nadie durante el trayecto. No vi cómo Fátima me fulminaba con la mirada,
ni cómo Marisol se mordió el labio inferior con preocupación cuando me senté a
su lado, tan sólo volví a tumbarme al lado de Guille.
—Vamos a intentar
dormir, ¿vale? —le dije con un hilo de voz.
La entidad, esa
montaña vigilante, me culpaba por la muerte de la familia del niño, y me hacía
pagar que yo no me sintiera tan culpable por haberla provocado como debía. Ya
se lo dije a Angelines antes de matarla, ella había tenido buena parte de la
culpa, no yo, que cuando llegué aquello ya era una bomba preparada para
estallar por los aires. Sin embargo, la montaña, aunque ya no estuviera a la vista,
seguía pendiente de mí y de mi destino. No iba a matarme, como quizá debería
haber hecho, eso sólo le causaría más sufrimiento a Guille, pero tampoco iba a
dejarme en paz hasta que asumiera mi culpa, y con un inhumano y perverso sentido
de la justicia me pagaba así el desaguisado que el sexo había provocado entre
Héctor y César.
Durante el resto
de la noche un único pensamiento rondaba en mi cabeza: escapar. Me di cuenta de
que esa era la única salida, tratar de escapar de ese psicópata antes de que me
volviera loca. En cuanto estuviera lejos de su alcance estaría bien, me
recuperaría, las heridas psicológicas que Aldo me estaba provocando comenzarían
a sanar en lugar de ser cada vez más profundas.
Pero era un sueño
imposible. No disponía comida, agua, un medio de transporte o una mísera arma
con la que defenderme de muertos vivientes o espectros, además de que tenía que
cargar con Guille. Conseguirlo se me antojaba imposible… sin embargo, tenía que
encontrar la forma o esa situación terminaría acabando conmigo.
Decir que por la
mañana estaba destrozada era decir poco. Llevaba demasiadas noches durmiendo
muy mal, si es que lograba pegar ojo, y comenzaba a notar las secuelas de la
falta de descanso.
—¡En pie, cojones!
—ordenó Oriol con sus habituales malos modos cuando llegó el momento de partir.
—No te preocupes,
¿vale, cariño? Estoy bien, sólo un poco cansada. —le aseguré a Guille, que no
dejaba de lanzarme miradas preocupadas. Sin duda debía preguntarse por el
motivo de mis ojeras y los temblores que a veces me sobrevenían, pero la verdad
no podía contársela.
Aproximadamente a
media mañana, la rutina que habíamos llevado eso dos días cambió cuando nos
metimos en mitad de una carretera nacional. Moverse sobre asfalto bien
pavimentado nos evitó dar muchos botes, lo que resultó todo un alivio para mi
espalda, pero la cosa se fastidió cuando descubrimos que toda la ruta que
pensaban recorrer acabó antes de que comenzara a caer la tarde.
Un pequeño motel
de carretera pegado a una gasolinera parecía ser el lugar en el que los
militares pretendían pasar el resto del día, de modo que nos metieron a todos
allí tras aparcar el camión. No era la primera vez que iban a ese lugar, eso me
quedó claro cuando vi que en la misma recepción, que contaba con una pequeña
sala de espera, siete asientos colocados alrededor de una mesa y un brasero.
No parecía que lo
hubieran utilizado en una temporada, sin embargo, cada uno de ellos incluso
tenía su butaca favorita, las cuales se apresuraron a ocupar. Nosotros tuvimos
que conformarnos con sentarnos en un rincón al lado del mostrador y no hablar
demasiado alto para no molestarles.
—Quietecitos y sin
armar follón. —nos advirtió Oriol dedicándonos una mirada desagradable.
Estuvimos allí
hasta que llegó la tarde, manteniendo un relativo silencio para no llamar mucho
la atención y se olvidaran de nosotros. Ellos, al contrario, aprovecharon las
ventajas de encontrarse en un refugio conocido para tomarse una tarde de
asueto, y sentados en sus butacas charlaban animadamente al tiempo que daban
cuenta de algunas botellas de alcohol que también guardaban allí.
No pude sentir más
que asco al ver a Aldo relacionándose con esa camaradería con los demás, como
si fuera una persona normal y no el monstruo que era en realidad…
—Todavía hemos
tenido suerte de que no nos mataran —comentó alguien del grupo—. Mira lo que
hicieron con esa pobre gente de Las Mulas.
—Espera a ver qué
pretende hacernos Dávila antes de cantar victoria —le advirtió otro—. Yo sólo
sé que, en cuanto pueda, me largo de nuevo… haya espectros, resucitados o estos
soldados hijos de puta, me da igual.
—¡No digas eso en
voz alta! —le advirtió una de las mujeres, que miró con temor hacia los
militares para asegurarse de que no habían escuchado nada.
Ellos tenían dudas
sobre su destino, pero al fin y al cabo les iban a llevar con un hombre que ya
conocían, y al menos sabían a qué atenerse. Yo, sin embargo, me había convertido
en prácticamente una esclava sexual, y no sabía qué sería de mí al final del
viaje.
Cada vez tenía más
claro que debía encontrar una forma de escapar, pero seguía sin tener ni idea
de cómo hacerlo, y eso me sacaba de quicio.
El musculoso
soldado llamado Gabriel se acercó a nosotros, consiguiendo despertar así los
recelos de todo el grupo, que inmediatamente abandonó la conversación en favor
de un silencio más seguro. Sin embargo, a quien buscaba era a mí, y una vez más
el mensaje fue que Aldo me había hecho llamar.
Tragué saliva
temiendo lo peor, pero quería pensar que no querría nada sexual allí, delante
de todo el mundo. No obstante, como tampoco tenía elección, me levanté, dejé a
Guille con Marisol otra vez, y le seguí.
Los soldados
también dejaron de hablar al verme llegar con Gabriel, que se sentó de nuevo en
su asiento. Aldo me miró de arriba abajo durante un par de segundos que se me
hicieron eternos, y luego me hizo un gesto para que me acercara, el cuál
obedecí.
—¿Quieres tomar
algo? —me preguntó cuando estuve en la linde del círculo que habían formado con
las butacas. La mesa del centro estaba llena de vasos usados y botellas medio
vacías.
—¿Algo? —repliqué
con un hilo de voz.
—Sí, tenemos
vodka, ginebra, ron… —enumeró—. ¿Quieres una copa o no?
Asentí un par de
veces por no atreverme a rechazarlo. No me apetecía beber, y menos con ellos,
pero tampoco me apetecía no hacerlo… lo único que quería era no haber dicho
nunca que no era parte de la comunidad.
Koldo me sirvió
algo de ginebra en un vaso largo, y hasta que no di un trago de él no dejaron
de mirarme y regresaron a su conversación anterior. Al menos el alcohol fue
agradable de paladear.
—Pues lo que
decía, que no sé a santo de qué nos reclama ahora ese capullo —exclamó Bruno
como si tal cosa.
—Con las noticias
que trajeron los batidores, se ha dado cuenta de que lo de los espectros no es
ninguna broma —contestó Marcos—. Quiere unir fuerzas y lanzar una ofensiva que
los barra del mapa de una maldita vez.
Aldo me hizo un
gesto para que me sentara en el reposabrazos de su sillón, y de nuevo obedecí…
al parecer al cabrón le gustaba tener a su putita al lado.
—Ah, ¿ya saben
entonces de dónde salen? —inquirió Bruno.
—Parece que sí
—replicó Marcos encogiéndose de hombros—. Cuenta con nosotros para encabezar
esa ofensiva, así que imagino que sabrá a dónde mandarnos… tenemos que estar
allí en dos días, ¿no? Supongo que nos lo dirá entonces.
—¡Joder! Ni un
segundo de descanso tenemos —protestó Oriol—. Primero los muertos de hambre
éstos, mal rayo les parta a todos por traidores, y ahora a matar espectros.
—Entonces, ¿vamos
a ir? —se preguntó Fidel, el segundo al mando, volviéndose hacia Aldo—. La
verdad es que estoy hasta los cojones de recibir órdenes de ese gilipollas,
¿quién coño se ha creído? Si hasta las comunidades se le están desbandando.
—Iremos —declaró
Aldo—. Dávila no podrá mantener el poder mucho más tiempo, pero los espectros
no son ninguna broma, como ha dicho Marcos… y cuando los muertos de esa
ofensiva le caigan a los pies, ya nos encargaremos de que las comunidades
fieles nos apoyen a nosotros a cambio de paz. Sin espectros ya de por medio será
fácil conseguirlo.
—Sí lleváramos
nosotros las riendas de todo este tinglado no pasaría lo que ha pasado estos
días —aseguró Oriol—. Debimos dejar que los espectros los masacraran a todos…
para lo que nos van a servir unos desertores.
—Hombre, algunos
servir sí que han servido —contestó Fidel lanzándome una mirada de soslayo,
algo que hizo sonreír a sus compañeros, pero que a mí me hizo sentir sudores
fríos—. Al menos para algunos.
—Si has terminado
tu bebida, puedes irte —me dijo Aldo dándome una cachetada en el trasero—. Se
están hablando cosas de hombres y al parecer despiertas demasiadas envidias.
La bromita hizo
que sus subordinados rieran, pero me sirvió para dejar el vaso todavía a medio
beber sobre la mesa, escapar de allí de una buena vez y volver con los demás.
—¿Qué quería? —me
preguntó Marisol cuando me devolvió al niño.
—Humillarme. —respondí.
Instintivamente
abracé con fuerza a Guille. Como no hablaba, no sabía hasta qué punto se
enteraba de lo que ocurría, y no quería ni pensar en cómo tenía que estar
marcándole todo aquello a la pobre criatura.
Esa noche, al
encontrarnos en un motel, todo el mundo tuvo dormitorios en los que descansar,
incluso yo, que pude acostar a Guille en una cama.
—Intenta dormir un
poco —le dije antes de arroparle y darle un beso en la frente—. Yo vendré
enseguida, ¿vale?
Pensaba salir
fuera para ir al baño, tenía la esperanza de que Aldo hubiera bebido lo
suficiente como para no tener ganas de hacer nada conmigo esa noche, y tal vez,
si no me dejaba ver mucho, ni se acordara de mí. Pero las piernas comenzaron a
temblarme cuando nada más abrir la puerta me lo encontré esperándome en persona
frente al umbral.
—Vamos. —fue lo
único que dijo, y tras volver la vista atrás un instante para asegurarme de que
Guille seguía acostado, fui con él.
Sentí un ramalazo
de ira al verme de nuevo en aquella situación, pero también tuve muchas ganas
de echarme a llorar. No había encontrado la forma de escapar que tanto
anhelaba, y eso significaba que lo que llevaba dos noches pasando volvería a
pasar… no obstante, por enésima vez mantuve la compostura, aunque cada vez me
costaba más hacerlo, y le seguí hasta la habitación que había elegido para sí
mismo.
Tan sólo unos
segundos más tarde ya me encontraba completamente desnuda y teniendo que
aguantar su repugnante forma de manosearme. No estaba borracho, pero sí algo
achispado, y tal vez por eso incluso tuve que soportarle más fogoso que las
veces anteriores, algo que sólo consiguió hacer de aquello una experiencia
todavía más insufrible.
Después de meterme
mano hasta quedar completamente excitado, me llevó hasta la cama y me colocó
sobre ella a cuatro patas. Sentí con repulsa creciente cómo sus manos se
agarraban a mis caderas, y mientras trataba de concentrar mi atención en el
cabezal, me tomó de esa manera hasta quedar satisfecho.
Cuando terminó por
fin, achispado como estaba, no tuvo ningún reparo en dejarse caer a un lado y quedarse
durmiendo tan sólo unos segundos más tarde, cuando yo todavía me encontraba
allí, tratando de que aquello no me afectara… pero sabía que no iba a
conseguirlo mucho más tiempo. Doblegada, destrozada y sin escapatoria, acabaría
rogando la muerte para no seguir sufriendo aquellos encuentros. No importaba lo
que la montaña tuviera pensado para mí, o cómo quisiera castigarme, yo
sencillamente no podía más.
No pensé con
frialdad lo que hice, y tal vez por eso acabó como acabó, pero sentía que si no
hacía algo terminaría enloqueciendo, cortándome las venas o sólo Dios sabía qué,
así que me levanté de la cama con cuidado de no despertarle y sigilosamente me
acerqué a la mesita de noche, sobre la cual había dejado su puñal metido dentro
de la funda.
Lo cogí y lo
desenvainé. Durante un segundo me quedé contemplando a la luz de la luna que
entraba por la ventana su filo… tenía que hacerlo, era la única solución.
Regresé a la cama,
donde Aldo seguía tumbado, con los ojos cerrados y los pantalones por las
rodillas, descansando tranquilamente sin sentir ningún reparo o dolor por lo
que me estaba haciendo cada noche.
Apreté los dientes
concentrándome en mi rabia y me abalancé sobre él con la intención de cortarle
la garganta mientras dormía… pero resultó que no lo estaba haciendo. De repente
levantó su mano y agarró la mía con tanta fuerza que no pude continuar la
trayectoria descendente. Luego, con un empujón me lanzó hacia el suelo,
arrebatándome el arma el proceso.
—¿Qué cojones
crees que haces? —me espetó furioso.
Le miré con miedo
porque sabía que la había cagado. Ese hombre no era tan estúpido como yo
pensaba, en ningún momento había dejado de tenerme vigilada… y ahora iba a
pagar las consecuencias.
Me llevé un
puñetazo tan fuerte en la cara que caí al suelo viendo destellos frente a mis
ojos. Mareada, luché por incorporarme, pero él me agarró por las piernas y de
un tirón me hizo caer de nuevo, luego me agarró de los pelos y me arrastró
hacia la cama. Grité de dolor e intenté desembarazarme de él, pero era
muchísimo más fuerte que yo y me sometió con facilidad.
Para empeorar las
cosas, la puerta de la habitación se abrió de sopetón, y por ella entraron los
demás soldados con sus armas preparadas, alertados por los golpes y los gritos.
—¿Qué coño pasa? —exclamó
Fidel frunciendo el ceño.
—Esta zorra ha
intentado matarme —contestó Aldo lanzándome contra el colchón—. Es hora de
darle una lección que no olvide. ¡Sujetádmela!
—¡No! ¡Soltadme! —grité
cuando los seis, con siniestras sonrisas dibujadas en sus caras, se lanzaron a
por mí y me cogieron de manos y pies. Seguía sin llevar nada de ropa encima, y
eso parecía congratularles todavía más—. ¡Soltadme, hijos de puta!
—Ahora vas a saber
lo que es bueno, zorra. —me susurró Oriol agarrándome del pelo.
Sin ninguna compasión,
me dieron la vuelta, me soltaron los pies y me inmovilizaron contra la cama. Luego,
Aldo subió también a ella y me separó las piernas por la fuerza.
—Esto te va a
doler. —dijo dirigiendo su miembro viril al lugar que pretendía.
—¡No! —supliqué
aterrada cuando me di cuenta de qué quería hacerme aquel hombre—. ¡No, por
favor!
Pero ignoró por
completo mis ruegos, y cuando comenzó mi castigo por el acto de rebeldía que me
había atrevido a cometer, sentí como si me estuviera matando. El dolor fue tan
atroz que no podía evitar sollozar a cada embestida suya, que al mismo tiempo
iban acompañadas por arengas y tocamientos de los demás soldados. Las sábanas
contra las que hundió mi cabeza se humedecieron al contacto con mis lágrimas.
Cuando el
sufrimiento se transformó en una auténtica agonía, Aldo terminó por fin, y los
hombres que me mantenían sujeta me soltaron de una vez. Sin embargo, yo no
podía moverme, no sólo por el dolor físico, que sabía que tardaría en
desaparecer, sino por el vórtice de pensamientos y emociones que recorría mi
cabeza a raíz de lo que acababa de pasar.
Si todo seguía
siendo parte de un castigo divino, la montaña se había pasado de la raya. Aquello
era peor que estar muerta, y no me lo merecía porque lo que pasó con los
hermanos no lo provoqué de manera intencionada, y además trataba de redimirme
por ello haciéndome cargo de Guille en una situación tan difícil como la que me
encontraba.
El pacto que
teníamos se había roto, al menos por mi parte. Sabía que no iba a soportarlo
una maldita noche más sin perder la cabeza, así que no tenía otra opción que
hacer de tripas corazón y abandonar cualquier atisbo de moral que hubiera
podido conservar en los últimos tiempos.
Al final, el mundo
me había demostrado que yo tenía razón desde el principio: la única forma de
sobrevivir en él era siendo una auténtica hija de puta.
Todavía sin poder
moverme, me fijé en las caras de los hombres de Aldo, que parecían muy
divertidos por el espectáculo que acababan de presenciar. Al verles así sólo
pude sentir lástima, porque esos desgraciados que se mofaban de mí todavía no
sabían a quién se la habían jugado.
Sencillamente escalofriante... Definitivamente Aldo se merece estar en el Top de los villanos mas cabrones de "Cronicas Zombi"
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