CAPÍTULO 40: MAITE
Luis rompió de un
tirón la camiseta cubierta de sangre que cubría a Isabel, que había caído al
suelo abatida después del disparo de Irene. Sólo ese gesto bastó para que
acabara con las manos empapadas en sangre, y no fue difícil darse cuenta de que
la cosa no tenía buena pinta. Su hija se arrodilló a su lado para ayudar con
los ojos anegados en lágrimas, mientras que Diana, Eduardo y Ramón, con sus armas
al hombro, saltaron sobre los cadáveres de los hombres muertos y se aproximaron
con precaución a la puerta por la que Irene y el resto de su gente habían
salido huyendo, por si se les ocurría volver con refuerzos.
Pero todo eso me
daba igual, lo único que me importaba era que Clara estaba conmigo, en mis
brazos, viva y a salvo por fin… o tan a salvo como estábamos los demás al
menos. Todo el miedo y la angustia que había sentido hasta llegado ese momento
explotaron en forma de lágrimas que me corrieron por las mejillas. Me daba
igual que eso no fuera propio de la líder fuerte que tenía que demostrar ser
frente a los demás, era mi hija, joder, tenía derecho a un momento de debilidad
por ella.
—¡Hay que darse
prisa! —urgió Ramón desde la entrada—. Estos tipos pueden volver en cualquier
momento.
—¡No consigo
detener la hemorragia! —replicó Luis, que permanecía concentrado en ayudar a
Isabel, quien temblaba como si estuviera sufriendo convulsiones y sólo era
capaz de abrir y cerrar la boca como un pez que intentara respirar fuera del
agua—. ¡Sujétala con fuerza! —le ordenó a su hija, que se apresuró a obedecer al
tiempo que luchaba por contener las lágrimas.
Gonzalo no había
perdido el tiempo, y en cuanto Irene y los militares huyeron, se lanzó hacia el
cubículo para liberar al resto del grupo secuestrado. Salió de allí seguido de
Sarai, con Javier apoyado a su hombro, cojeando por una herida muy fea en un
gemelo de la pierna derecha, y con Judit al lado, que solo mostraba un golpe en
la cabeza y aspecto de estar aturdida.
Me sentí mucho
mejor al saber que estaba bien. La culpabilidad me habría matado si le hubiera
pasado algo más grave siguiendo una orden mía, aunque fuera una que nunca
pretendí dar.
Clara se sorbió
los mocos contra mi chaqueta, pero no hizo ademán de querer soltarse… y menos
mal, porque no tenía intención alguna de hacerlo aún. Había pasado demasiado
miedo por ella, en especial cuando Irene volvió a aparecer, como para eso.
Quería concentrarme en ese sentimiento de alivio porque, si me dejaba llevar,
acabaría estallando de nuevo, y tal vez la locura me impulsara a perseguir a
esa maldita zorra hasta darle la muerte que merecía de una puñetera vez.
—¡Maldita sea! —gruñó
Luis, ensangrentado hasta los codos, trabajando sobre Isabel, que dejó de
convulsionarse de repente. Su cabeza cayó hacia atrás como un peso muerto
permitiéndome ver su rostro, pálido como el de un muerto.
—¡Mamá! —la llamó
su hija al ver que perdía la consciencia—. ¡Mamá, aguanta!
Javier se apoyó en
la puerta del cubículo junto a Judit, que se palpaba insistentemente la herida
para ver si todavía sangraba. Sarai, muy despeinada y manchada de un fango
mezcla de tierra y sangre, se dejó caer sobre el suelo y se cubrió la cara con
las manos. Una vez todos a salvo, Gonzalo se acercó y se agachó a mi lado, desde
donde se detuvo a observar por un instante la nada favorable evolución médica
de Isabel.
—¡La gente! —le
recordé yo al caer en la cuenta de que los otros prisioneros que los espectros
tenían encerrados allí continuaban atrapados—. Hay que liberarles y sacarles de
aquí, Gon.
Asintió y se
apresuró a obedecer mi orden. Yo, sintiendo que debía hacer algo más por Isabel
después de lo que ella había hecho por mi hija, todavía cargando con Clara en
brazos me aproximé para interesarme más activamente por su estado. Realmente
tenía mal aspecto, el flujo de sangre que Luis intentaba contener no estaba
remitiendo, y a la pobre no parecía quedarle prácticamente nada de vida dentro.
—Ha entrado en
parada —murmuró el doctor, que se apresuró a dejar la herida y comenzó la
reanimación cardiopulmonar—. ¡Mierda, mierda… mierda!
—¡Mamá! —gimió
Isabel rompiendo a llorar.
Unos disparos, cinco
exactamente, se escucharon muy cerca, y los tres vigilantes se prepararon para
repeler cualquier ataque que pudiera llegar.
—¡Hay que
marcharse ya! —exclamó Ramón—. ¡Esto se puede poner caliente en cualquier
momento, y aún tenemos que salir!
—Ya casi estoy. —respondió
Gonzalo, que se apresuraba a liberar al resto de prisioneros. Éstos, aterrados
y traumatizados tras días a merced de los espectros, se mantenían recelosos también
de nosotros, y algunos no se atrevieron siquiera a salir de sus cubículos… pero
ese era un problema menor comparado con el que tenía el doctor entre manos.
—¡Luis! —le llamé
al verle obsesivamente concentrado en la reanimación cardiopulmonar de Isabel.
No la iba a despertar así, no se le había parado el corazón por el disparo,
sino porque el suelo bajo su cuerpo había acabado empapado en litros de su sangre,
y eso no había forma de arreglarlo—. ¡Luis, ha muerto!
—¡No! —gimió María
agachándose junto a su madre, hecha un mar de lágrimas—. ¡Mamá!
Pero Luis entró en
razón y, agotado por el esfuerzo, abandonó la maniobra. Me miró con gesto
compungido cuando María abrazó el cuerpo de su madre igual que yo abrazaba a mi
hija.
Sarai salió de su
propio estado de shock el tiempo suficiente para alcanzar a agacharse al lado
de su amiga e intentar consolarla… sin embargo, un cadáver era un peligro, no
sabíamos lo que podía tardar en reanimarse, y no teníamos más tiempo que perder
allí dentro.
—Clara, cariño,
necesito que me sueltes un momento. —le pedí a mi hija, que accedió en silencio
y me liberó de su abrazo al tiempo que yo hacía lo propio.
Me costó soltarla
después de lo mal que lo había pasado por su causa las últimas horas, pero
seguía teniendo una responsabilidad que cumplir. Salvo por algunos rasguños, ella
estaba bien en general, ni siquiera parecía tan asustada como otras víctimas de
los espectros.
—Ramón, nos vamos —le
indiqué al cabo, y con un leve asentimiento de cabeza, los dos militares y el
cazador retrocedieron hasta nuestra altura, donde María seguía rota de dolor
sobre el cadáver de su madre—. Id sacándolos a todos. Luis, ayuda a Javier y a
Judit, Sarai, por favor…
—Mari, vamos —le
dijo ésta a su amiga tirándole del brazo para ponerla en pie, pero ella se
negaba a soltar el cuerpo de su madre—. ¡Mari, por favor! ¡Quiero irme de este
sitio!
Viendo que era
inútil, le hice un gesto para que se marchara con Ramón y los demás, que se
encargaban de ir sacando a los prisioneros, incluso a los más reticentes, de
aquel horrible matadero, y me agaché yo misma a su lado.
—Tenemos que irnos
—le dije cogiéndola de una mano que estaba llena de sangre todavía fresca—. Sé
lo que estás sintiendo, créeme, pero tenemos que marcharnos ya. Si te quedas
aquí, estarás poniéndote en peligro, y tu madre no querría eso.
—No… no podemos
dejarla así. —murmuró ella secándose las lágrimas con el antebrazo para no
mancharse la cara.
—¡Maite, nos
vamos! —me llamó Ramón, que ya casi había sacado a todos y aguardaba junto a la
puerta. El último en salir fue Javier, y lo hizo cojeando apoyado en el hombro
de Judit.
—Id yendo, ahora
vamos nosotros. —respondí. María tenía razón, dejar el cuerpo de su madre
abandonado en ese lugar no habría sido digno. De no ser por ella, en ese
momento podría ser mi hija la que estuviera allí, muerta en el suelo, y sabía
que aquello no habría sido capaz de soportarlo. Si hacía todo lo que hacía era
por Clara, ¿qué importancia podía tener mi vida si no? Isabel sacrificó la suya
para salvarla, seguramente en pago por haber salido en su defensa cuando
trataron de violarla, y eso pese a que yo le había robado el novio… se lo debía—.
¡Gon! ¡Échanos una mano!
Ayudadas por
Gonzalo, entre las dos cargamos con el cuerpo y nos apresuramos en salir de
allí seguidos por Clara. Corrimos todo lo que pudimos para dejar atrás cuanto
antes aquel infecto matadero y reunirnos con los demás, que habían tomado la
delantera.
El camino estuvo
despejado la mayor parte del tiempo. Los disparos todavía se escuchaban, tal
vez incluso más cercanos que antes, pero nadie nos abordó para intentar detener
nuestra huida. Ramón y Diana, que ahora cargaban con un fusil y dos rifles
extras después de arrebatárselos a los dos hombres caídos, abrían la marcha, y
por un instante nos pareció que tendrían que hacer uso de alguna de sus armas
cuando nos topamos con un pequeño grupo de espectros.
Eran cuatro, todos
hombres, y con ropas harapientas y cubiertos de hollín corrían en nuestra misma
dirección. Ramón les encañonó con su fusil dispuesto a abrir fuego, pero
Eduardo le hizo una señal para que desistiera.
—No va a ser
necesario —dijo. Y tenía razón, los espectros nos ignorarnos por completo y siguieron
corriendo sin ni siquiera dedicarnos una mirada—. Huyen… han perdido la guerra
y huyen por sus vidas.
—Eso tampoco es
una buena noticia —mascullé yo, que si me veía obligada a elegir como enemigo
entre ellos y la gente armada con la que iba Irene, elegía sin duda a los
espectros—. Marchémonos de aquí antes de que nos alcancen. Tenemos que estar
bien lejos de la ciudad cuando caiga la noche.
Sólo pudimos
permitirnos una pequeña parada cuando cruzamos la carretera que marcaba el
límite de la ciudad, momento en que nos sentimos oficialmente fuera de los
restos de Palencia. Javier cojeaba tanto que más parecía estar andando a la
pata coja apoyado en Judit que caminando con dos piernas, y Luis no perdió el
tiempo y se acercó a ellos para echarles un vistazo a sus heridas.
Los otros
rescatados eran seis, cuatro hombres y dos mujeres, y todavía nos miraban con
algunas dudas. Aunque el hecho de que hubieran huido con nosotros era señal de
que no nos consideraban más peligrosos que los espectros, después del miedo que
habían pasado tampoco podía culparles por esa actitud recelosa.
Aproveché el parón
para dejar el cuerpo de Isabel en el suelo, y en cuanto lo hice, Sarai se
acercó a María y ambas se abrazaron para llorar juntas y consolarse por los horrores
que acababan de sufrir.
—No podemos cargar
con ella. —afirmé con todo el pesar de mi corazón. Podríamos sacarla de la
ciudad, pero llevarla hasta la Hermida se me antojaba imposible… ese viaje nos
iba a llevar varios días, y el cuerpo no iba a aguantar tanto.
—No quiero que…
vuelva —dijo María—. No quiero que se convierta en uno de esos monstruos.
—Yo me encargo. —le
prometí.
—Puedo hacerlo yo.
—se ofreció Gonzalo.
—No, lo haré yo —insistí…
se lo debía.
Desenfundé el
cuchillo que siempre llevaba conmigo y me agaché junto al cuerpo. Durante un
segundo no fui capaz de dejar de mirar su rostro… su pérdida me dolía, pero iba
a doler más en el resto de la comunidad. Era una persona muy querida entre
ellos.
Una puñalada en la
nuca fue más que suficiente para eliminar cualquier posibilidad de reanimación.
Su hija lloró con más fuerza todavía cuando me incorporé con el cuchillo
ensangrentado y fue consciente de que ya estaba hecho, de que todo había
terminado. Deseé haber tenido algunas palabras para decirle, pero no me atrevía
a intentar consolarla; tenía miedo de que acabase llegando a la conclusión de
que su madre murió para intentar salvar a mi hija y me culpara por ello.
—¿Todo bien? —inquirió
Diana volviéndose hacia Ramón, que observaba los restos de la ciudad con
preocupación.
—No —respondió—. Como
es lógico pensar, si los espectros están perdiendo la guerra, es que ese otro
grupo la está ganando, y eso no me gusta.
—En ese caso
deberíamos darnos prisa, no queremos que nos atrapen aquí. —sugirió Gonzalo.
—¡Yo no puedo
andar más deprisa! —protestó Javier, que en realidad apenas podía apoyar el pie
de la pierna herida en el suelo—. En serio, no puedo…
—Tiene una herida
bastante fea ahí —aseveró Luis, que en ese momento le colocaba a Judit una
tirita en la frente—. No sangra, pero está sucia, se va a infectar.
—Nos encargaremos
de eso cuando estemos en un lugar lejos de aquí, por el momento, que se apoye
en alguien para caminar —resolví—. Todavía tenemos que ver cómo vamos a
alcanzar a los demás.
Y sin más preámbulos,
cargando con cuerpos y con heridos, nos pusimos en marcha con la intención de
dejar atrás Palencia de la misma forma en que en el pasado dejamos atrás Madrid
o Colmenar Viejo, sabiendo que abandonábamos una tierra quemada por la mano del
hombre o del muerto viviente. Eduardo dijo tener una idea de a dónde dirigirnos
para poder tomarnos un descanso, atender mejor las heridas y llorar las
pérdidas, y en esa dirección caminamos.
Como el peligro ya
era menor, Ramón me relevó cargando con Isabel, y aprovechando que Javier se
apoyaba en Luis para caminar mientras él le echaba un vistazo superficial a la
herida, me aproximé a Judit con Clara de la mano. Junto a ella se encontraba
Diana, que no tardó en lanzase sobre mi hija y levantarla en brazos.
—¡Gorrioncillo! —exclamó
con alegría antes de que ambas se abrazaran. —Vaya susto nos has dado,
pequeñaja.
Con Clara
distraída, me volví hacia Judit, que todavía iba palpándose el lugar donde la
habían herido, gesto que me preocupó.
—¿Va todo bien? —le
pregunté.
—¿Eh? —replicó
volviéndose hacia mí—. Sí… es que no soporto las heridas. Como todos, supongo,
pero me saca de quicio no poder evitar pensar que está ahí, que puede
infectarse y eso, ya sabes.
—Eh… sí, claro —respondí
por no querer quitarle la razón—. Aun así, me alegro que eso sea todo lo que te
ha pasado. Pudo ser mucho peor, esos espectros eran muy peligrosos.
—Sí, que lo son —asintió—.
Pero descubrí que sólo eran personas normales… o tan normales como puede ser
una persona que se revuelca sobre hollín y se cubre con carne podrida para
cazar a otras personas y comérselas. No soy una experta en costumbres sociales,
pero creo que no debían abundar de ese tipo antes.
—No, más bien no. —coincidí
con ella.
—Esto… ¿se va a
poner Javier bien? —me preguntó titubeante tras unos segundos de silencio entre
ambas.
—¿Javier? Tendrá
que examinarle Luis, pero aunque su herida es grave, no me parece fatal —contesté—.
Luego tendré una charla con él, ¿cómo se le pudo ocurrir dejar que los dos os
metierais en la boca del lobo de esa manera?
—En realidad, tuve
que insistirle para convencerle de hacerlo —dijo ella sonrojándose de manera
muy sospechosa—. Insistirle mucho.
—¿Insistirle
mucho? —inquirí. Clara, como si oliera de qué iba la cosa, levantó la vista
hacia nosotras con mucho interés desde los brazos de Diana, que tampoco se
perdía detalle.
—Bueno, no me
enorgullece decirlo, pero tuve que besarle —confesó finalmente, dejándome con
los ojos como platos por la sorpresa. Clara, sin embargo, soltó una carcajada.
—¡Judit tiene
novio, Judit tiene novio…! —canturreó.
—¡No es mi novio! —se
defendió ella enrojeciendo todavía más—. Hubo cierto malentendido entre los
dos. Es decir, creo que no me expresé bien y no le quedó del todo claro para
qué quería que nos quedáramos solos después de que el resto del grupo se fuera…
luego ya no hubo otra forma de convencerle, yo tenía una misión que realizar, y
fue la única forma.
Clara se rio tan
sonoramente que los seis secuestrados por los espectros, poco habituados a
escuchar la risa de una niña, volvieron la vista hacia nosotras inquietos. Yo,
por mi parte, apenas podía creer lo que escuchaba. Imaginar a Judit besando a
un hombre, y más a uno como Javier, con su aspecto de macarrilla de poca monta,
era como imaginar a un resucitado celebrando la ceremonia del té japonesa, y
una malsana ansia de saber más me invadió por esa causa.
—Pero, ¿sólo fue
un beso? —le pregunté.
—Bueno, en realidad
fueron tres. —admitió.
—¿Y qué tal fue? —fisgoneé
muerta de curiosidad.
—No… no fue
desagradable. —confesó ella, dejándome completamente muerta. ¿Quién iba a
pensar que, después de todo, Judit tenía instinto sexual?
—¿Qué os dije?
Homo sapiens y neandertales conviviendo juntos, al final acaban como acaban. —sentenció
Diana sin poder disimular una amplia sonrisa.
Tardamos unas
horas en llegar hasta el lugar al que Eduardo había decidido guiarlos. Había
depositado por completo esa carga en él, y temí haber cometido un grave error
cuando vi que nos llevaba a la linde de un pequeño pueblecito que no parecía ni
mucho menos seguro. Sin embargo, cuando le miré, el cazador tenía una sonrisa
de suficiencia en la cara, y cuando Gonzalo se le acercó no pudo evitar sonreír
también al tiempo que negaba con la cabeza.
—Husillos, ¿eh? —dijo.
—Por mis cojones
que vamos a pasar una noche tranquila en esta casa —replicó él, que no perdió un
instante y se dirigió hacia la entrada de la verja exterior de un amplio chalet
de las afueras del pueblo—. Entremos… tranquilos, está limpia por dentro.
No sabía si estaba
limpia, pero hubo que apartar un armario de la puerta para poder entrar, y
cuando lo hicimos, me encontré con una casa con todas las persianas bajadas y
en completa oscuridad.
—Pasamos una noche
aquí en nuestro viaje —me explicó Gonzalo—. No sé si tendremos dormitorios para
todos, pero había muchas mantas, algo se podrá improvisar.
No obstante,
aquello tuvo que esperar. Queríamos aprovechar las horas de luz para darle el
entierro digno que Isabel merecía, aunque sólo fuera para reconfortar a su
hija, de modo que nos apresuramos en conseguir unas palas del interior de la
casa y cavamos una tumba en el jardín.
Como Diana y
Eduardo tuvieron que quedarse montando guardia, entre Gonzalo, Ramón, María y
yo nos las apañamos para conseguir un agujero decente en el que cupiera el
cuerpo. Clara estaba cansada tras el camino, pero aunque era muy pequeña para
colaborar, me pareció adecuado que estuviera allí, presenciando todo aquello. La
mujer que enterrábamos le había salvado la vida, y el gesto le costó la suya
propia, era importante que le presentara sus respetos del mismo modo que lo
hacía yo participando en el excavado de su tumba.
Nadie pronunció
palabra cuando depositamos por fin el cuerpo de Isabel, enrollado en unas
sábanas, en el interior del agujero que acabábamos de abrir, ni tampoco cuando
lo tapamos. Lo único que se escuchó fue el llanto de su hija al darle el último
adiós.
Tras un par de
minutos de duelo, decidimos que ya no tenía más sentido seguir mirando una
tumba que sólo nos recordaba lo frágil que era la vida, por lo que nos
retiramos y dejamos que María se quedara sola despidiéndose de su madre.
—¿Estás bien,
cariño? —le pregunté a Clara cuando nos dirigíamos de vuelta a la casa. Parecía
algo alicaída, aunque bien podía ser solo producto del cansancio… sin embargo,
tras todo lo que había pasado aquel día, prefería asegurarme—. ¿Quieres que
comamos algo?
—Estoy bien —respondió,
y en ese momento me recordó tanto a mí misma que no pude evitar sonreír, aunque
no era el mejor momento para aquello—. Mamá, ¿hemos vuelto a quedarnos solos?
—¿Solos? ¿Qué
quieres decir? —repliqué confundida.
—Como estamos aquí
todos, pero la mayoría de los otros, los que conocimos en la comunidad, no
están… ¿vamos a seguir otra vez sólo nosotros?
—No, cariño —le
contesté—. Vamos a ir al pueblecito en la montaña del que te hablé, ¿te
acuerdas? Seguramente cuando lleguemos ya estarán los demás allí, esperándonos.
—¿Y vamos a vivir
allí? —quiso saber—. ¿Ya no se va a morir más gente, como cuando vivimos en el
otro lugar?
Durante un segundo
me quedé mirándola sin saber qué responderle, hasta que creí comprender lo que
rondaba en esa cabecita suya.
—Clara, no te
puedo prometer que no vaya a morir nadie, y yo no sabía que Isabel iba a
hacerlo… pero nos dirigimos a un lugar donde hay muchos menos peligro de que
eso pase, ¿entiendes? Que a veces alguien se muera no significa que todo el
mundo vaya a morirse.
—Ya sé que no todo
el mundo va a morirse. —contestó muy convencida agarrándome la mano.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo
has sabido eso? —le pregunté sorprendida por lo rápido que la había convencido.
—Porque tú irás a
salvarlos —resolvió—. ¿A que sí? Para eso eres la que manda, ¿no?
—Sí, cariño, para
eso soy la que manda. —respondí consolándome con que al menos ahora tenía un
pensamiento más positivo con respecto a la vida que su anterior “todo el mundo
se muere”. No podía pedir más por el momento.
Las dos regresamos
al interior de la casa para ayudar a reforzarla en vistas de pasar allí la
noche. Los prisioneros rescatados de los espectros se habían instalado ya en el
comedor y luchaban por recuperarse de la dura experiencia sufrida, mientras que
Luis, que se había perdido el funeral para poder atender las graves heridas de
Javier, todavía se encontraba con él en una de las habitaciones. Cuando dejé a
Clara comiendo algo para que recuperara fuerzas me acerqué al dormitorio donde
se había instalado para ver si alguno de los dos necesitaba algo.
—¿Qué tal ha ido
la cosa? —me preguntó el doctor al verme entrar.
—Todo lo bien que
puede ir algo así. —le contesté. Había tenido que abrir las persianas para
tener algo de luz con la que poder tratar las heridas, algo que no me gustó,
pero que era necesario.
—Ya casi he
terminado, si esperas, puedo echar un vistazo a lo tuyo. —me indicó. Durante la
breve pelea, Irene sólo logró arañarme un poco y ponerme el ojo morado, pero
éste era el mismo ojo que ya me habían herido, y quería que Luis se asegurase
de que la cosa no era más que un moretón, así que acepté la oferta y me senté a
esperar mi turno.
—¿Cómo está el
herido? —quise saber. En realidad quería saber la salud de todos de cara a
planificar una marcha hacia la Hermida sin vehículos y con pocas provisiones.
—Mal. —protestó
Javier dolorido. Su pierna aún permanecía cubierta de sangre seca, pero el
doctor le había desinfectado la herida, cosido y cubierto con una venda, así
que presentaba mucho mejor aspecto que antes.
—Tardará en
curarse —diagnosticó Luis—. Le costará caminar una temporada… pero curará, te
lo aseguro.
—Eso me deja más
tranquilo —suspiró él antes de volver la vista hacia mí—. Yo… siento mucho lo
que ha pasado, señora. No quería causar más problemas, de verdad. No tenía ni
idea de que ella pretendiera vérselas con esos espectros cuando nos separamos,
lo juro.
—Vuélveme a llamar
“señora” y tendrás problemas de verdad —repliqué, sacándole a Luis una sonrisa
en el proceso—. No te preocupes, no estás en apuros. Judit me ha contado cómo
la protegiste… aunque no fuera esa tu intención en un principio, al parecer.
—Yo… eh… —balbuceó
sonrojándose visiblemente. La amenaza que le susurré al oído después de matar a
sus antiguos compañeros seguía muy viva en su cerebro, como había sido mi
intención al pronunciarla. Era bueno saber que no la había olvidado—. De verdad
que no pretendía… pero es que me gustaba, y cuando me dijo que… bueno, eso.
—No importa, eres
un hombre y ella, aunque sea la única cosa que se le olvide en la vida, es una
mujer, es natural que pueda surgir cierta… atracción entre ambos —le
tranquilicé—. Sin embargo, como ya te habrás dado cuenta, Judit es un tanto
especial, y si algo me podría enfadar es que jugaras con sus sentimientos. Ella
no es mi hija, pero como si lo fuera, lleva con nosotros desde que todo esto
empezó y le tengo mucho cariño. Así que ojito.
—Sí, señ… sí. —murmuró
corrigiéndose a tiempo. Tuve que luchar porque una carcajada no arruinase el
efecto de la advertencia al ver que a Luis le costaba contenerse también.
Cuando la cura
hubo terminado, el muchacho salió de la habitación cojeando rumbo al sofá más
cercano para descansar la pierna. Inmediatamente Luis comenzó a inspeccionarme
el ojo en busca de posibles daños.
—Me alegra ver que
te has quitado el parche del todo. —comentó.
—Supongo que ya
tocaba —suspiré—. ¿Ves algo malo?
—No parece que el
golpe afectara al ojo en lo más mínimo —observó—. Eso sí, el moratón durante
una temporada no te lo quita nadie. Pero no es grave.
—Debe ser la
primera vez que Irene no hace algo que sea grave —gruñí—. Creo que sólo tú y yo
comprendemos lo problemático que es que esa hija de puta haya vuelto a dar
señales de vida.
—Yo no diría que
es problemático —replico él torciendo el gesto—. Desafortunado, sí… desde luego
es un encuentro no deseado, y tampoco me complace saber que sobrevivió a
Colmenar Viejo después de todas las muertes que causó entre los nuestros. Pero
no es un problema, al menos no lo es nuestro, no cuando nos vamos muy lejos de
aquí.
—Espero que tengas
razón —deseé—. Pero también estamos muy lejos de donde nos vimos con ella la
última vez… sé que hemos tenido muchas diferencias últimamente, Luis, pero he
tratado de mantener la cabeza fría y tomar decisiones racionales como líder de
esta comunidad. Sin embargo, si Irene vuelve a aparecer, me va a costar mucho
mantener esa línea.
—Si vuelve a
aparecer, seré el primero que apruebe que le vueles la cabeza de un disparo sin
mediar palabra antes —me aseguró el doctor—. Pero mi consejo que es que ahora
te olvides de ella, tenemos otros problemas más acuciantes que estos viejos
resentimientos.
—Eso es cierto —tuve
que admitir—. Todavía tenemos que conocer a nuestros nuevos amigos…
Los prisioneros
rescatados nos habían seguido hasta allí durante horas de camino tal vez por
pura inercia, porque no tenían otro lugar a donde ir, pero todavía desconfiaban
de nosotros, como si estuviéramos esperando el momento propicio para atacarles
o maltratarles.
Armándome de buena
voluntad, me senté con ellos en el comedor que habían ocupado y les ofrecí
comida de la poca que habíamos traído con nosotros para intentar ganármelos… y
lo cierto fue que funcionó, sobre todo cuando le pedí a Gonzalo y los demás que
nos dejaran a solas, y los hombres armados y uniformados desaparecieron de
escena.
Algunos sólo eran parte de grupos errantes que
tuvieron la desgracia de caer en manos de los espectros, quienes dieron cuenta
de los demás miembros sin ningún reparo. Pero un par de ellos, un hombre de
unos cuarenta años llamado Domingo y una mujer de treinta llamada Anabel,
resultaron ser parte de la gente a la que también pertenecía ahora Irene.
Por razones
obvias, estaba muy interesada en todo lo que pudieran contarnos sobre ese grupo,
de modo que inquirí más en el tema, y lo que tenían que contarnos de ellos acabó
siendo de lo más preocupante.
—No son sólo una
comunidad —se explicó Domingo, que al mismo tiempo engullía la ración que le
había tocado de comida. Alimentarles nos daría problemas con los suministros antes
de lo que me hubiera gustado, pero al parecer los espectros no se
caracterizaban por tener bien nutridas a sus víctimas—. Son toda una red de
comunidades dirigidas por un hombre llamado Dávila.
—Nuestro grupo fue
parte de ellas —intervino Anabel, que más afectada que su compañero apenas atinaba
a pinchar de su plato con el tenedor por el temblor de manos que sufría—. Al
principio fue una bendición, ese hombre llegó con su gente, limpió el
pueblecito del que nos surtíamos y nos dio un hogar y cierta seguridad… pero muy
pronto comenzaron los abusos.
—Nos pidieron
cosas a cambio de todo eso —asintió Domingo—. Comenzaron con parte de la comida
que lográbamos saquear del pueblo, agua, armas… todo lo que tuviéramos era suyo
en la práctica. No nos pareció mal, comprendíamos que había que pagar un precio
y que ellos lo necesitaban para ayudar a otras personas también. Pero entonces
comenzaron a reclamar gente. Quería soldados para continuar la reconquista del
mundo, y cuando no podíamos darle lo que quería, o si lo que teníamos no era
suficiente, su gente se lo cobraba de todas formas.
—Al final, una
comunidad se rebeló —dijo Anabel—. Uno de sus hombres intentó reclutar a unos
muchachos que no eran más que unos críos para combatir a los espectros, y
dijeron que ya estaba bien, que ellos podían valerse por sí mismos y no
respondían ante nadie… pero Dávila los masacró. No perdonó ni a los niños.
—Cuando escuchamos
esa historia lo tuvimos muy claro: teníamos que escapar de Dávila y sus hombres
—continuó Domingo—. Pero no queríamos acabar igual, de modo que, en lugar de
abandonarle a él, abandonamos el pueblo. Desgraciadamente los espectros nos
encontraron, aunque no creo que hubiéramos durado mucho de todas formas, porque
envió a hombres a por nosotros sólo Dios sabe para qué… probablemente para
hacernos lo que a esa otra comunidad.
—Con nosotros
estáis a salvo —les aseguré—. Los seis, si así lo queréis. De lo contrario, os
daremos algo de comer y dejaremos que os marchéis. Nosotros nos dirigimos al
norte, allí deberíamos ser más de cincuenta personas en total a nuestra llegada,
y estaremos resguardados de vivos y muertos vivientes gracias a las montañas.
—Aceptamos vuestra
oferta porque no tenemos otro lugar a dónde ir —replicó Domingo tras pensárselo
unos instantes—. Pero no creo que allí estemos a salvo… si Dávila pone su ojo en
ese sitio, cuenta con decenas de hombres sólo entre gente capaz de empuñar un
arma para someteros o destruiros. No quiero ofenderos, pero no creo que seáis
capaces de luchar contra algo así.
No podía decir que
no tuviera razón. Parecía como si nunca hubiera suficiente gente para defender
un lugar, pero siempre hubiera de más a la hora de dar de comer a sus
habitantes… era frustrante. No obstante, Dávila se estaba extendiendo por los
diminutos pueblos de León, y esos eran pueblos pequeños, con tan sólo unos
pocos muertos vivientes en ellos y fáciles de limpiar para un grupo bien
armado. Por esa razón, tal vez la incursión contra los espectros le hubiera
salido cara y necesitara recuperarse antes de intentar algo más grande. Si
decidía acercarse por las montañas, seguramente todavía nos daría un tiempo
suficiente para estar preparados, si es que eso era posible.
Lo cierto era que
no me preocupaba demasiado en ese momento aquel tema. Entendía el miedo que
Domingo y Anabel pudieran sentir tras lo que habían pasado, pero después de
todo, y siendo realistas, Dávila era un problema para el futuro, si es que
llegaba a serlo alguna vez y su gente no acababa sucumbiendo antes, o
rebelándose ante sus abusos como ya hicieran dos comunidades.
Y aun así, cuando
cayó la noche no pude pegar ojo pensando en ello. Tuve que compartir una cama
pequeña con Clara en un dormitorio que tan sólo disponía de una, aunque
nosotras fuimos de las que salimos mejor paradas, porque a otros no les quedó
más remedio que ocupar el sofá o incluso descansar sobre unas mantas en el
suelo.
No era sólo Dávila
lo que me quitaba el sueño, eran tantas cosas que hasta me costaba concentrarme
en una más de un minuto. Me preocupaba la comida, el transporte para llegar
hasta la Hermida, las pocas armas con las que habíamos dejado a los demás
mientras tomaban la delantera en el camino… y sobre todo, por encima de lo
demás, dos cosas: el miedo que aún tenía en el cuerpo por lo cerca que había
estado de perder a Clara y que Irene hubiera regresado a nuestras vidas.
“¿Cómo no va a
preocuparme Dávila si Irene está con él?” me dije sintiendo una rabia por
dentro que solo esa maldita hija de puta era capaz de despertar en mí. Habría
vendido mi alma al diablo por poder volver al fatídico día en que tuve la
desgracia de conocerla y haberle volado la cabeza, tal y como merecía ya
incluso en esos momentos.
Escuché unos pasos
lentos pasar por delante de la puerta de la habitación. Los reconocí como los
de Gonzalo… habría sido imposible no hacerlo después de tanto tiempo en
Miraflores aguardando a escucharlos para salir de la cama y dirigirme a la
suya. Procurando no hacer mucho ruido, se dirigió hacia la puerta trasera de la
casa y salió fuera.
De repente me
invadieron unas ganas locas de ir con él. Sentía ciertos remordimientos por
haberle tenido un poco abandonado a lo largo del día. Con lo preocupada que
había estado por Clara, apenas reparé en que también fue capturado por los
espectros y había vivido una experiencia terrible, una que además podía traerle
a la mente experiencias pasadas similares.
—Clara —llamé a mi
hija en un susurro—. Clara, cariño, ¿estás despierta?
No lo estaba. No sólo
no respondió, sino que su respiración era tranquila, pausada, propia de alguien
que dormía plácidamente.
Aprovechando la
oportunidad, me deslicé fuera de la cama y me cubrí con la chaqueta antes de
dirigirme yo también fuera. El interior de la casa estaba en silencio, salvo
por el sonido de más de una docena de respiraciones distintas que también
intentaban dormir, y suponiendo que en esas condiciones nadie me echaría de
menos durante un momento, salí a buscar a Gonzalo.
El aire del
exterior era fresco, pero no frío… el invierno ya sólo era un amargo recuerdo,
la primavera se había hecho fuerte, trayendo consigo nuevas posibilidades de
futuro, y antes de que nos diéramos cuenta, ya sería verano.
Encontré a Gonzalo
sentado junto a la puerta, mirando las estrellas, que brillaban con fuerza en
un firmamento despejado después de un día en el que hubo algunas nubes. La
única ventaja que tenía el fin del mundo era que las estrellas podían verse con
claridad desde cualquier lugar, sin contaminación lumínica ni de ningún tipo
cubriendo el cielo.
—¿Puedo? —le dije
antes de sentarme con él—. Bueno, ya da igual.
—¿No puedes
dormir? —me preguntó pasándome un brazo por encima del hombro.
—Demasiadas cosas
en qué pensar —respondí acurrucándome a su lado—. La primera de ella es que
Clara esté durmiendo con total normalidad.
—¿Eso te preocupa?
—inquirió sin comprender.
—¿Preocupar? No,
pero me sorprende —contesté apoyando la cabeza en su hombro—. Ha pasado por una
experiencia terrible, y sin embargo, puede dormir… los primeros días después de
que todo esto comenzara tenía pesadillas constantemente, y jamás se separaba de
mí. Hoy, sin embargo, parece estar tan bien que me cuesta creerlo. Es como si
se hubiera acostumbrado a este tipo de cosas, como si no fuera la que era.
—Ninguno de
nosotros es quien era —me aseguró él apoyando su cabeza sobre la mía—. Pero no
creo que sea que Clara pueda dormir lo que te lo impide a ti. ¿Qué más te
preocupa?
—¿Te hago una
lista? —repliqué torciendo el gesto—. Pero ahora mismo me preocupas tú, que has
pasado por la misma experiencia que ella y, sin embargo, no puedes dormir.
Durante unos
segundos se quedó mirando al frente con gesto impasible. Allí, a unos pocos
metros, se encontraba la tumba de Isabel, qua desgraciadamente ya descansaba en
paz.
—He estado
hablando con su hija —confesó—. Llegué a conocerla un poco cuando viajamos
juntos y sé que estaba muy unida a su madre… y está mal, rota por el dolor.
—Es natural —dije
yo comprendiendo muy bien su situación—. Y todavía estará mal una temporada
larga. Espero que ese lugar al que vamos sirva para que todos curemos un poco
esas heridas… pero no tienes que seguir haciéndote el duro conmigo, Gon, dime
cómo estás tú.
—Estoy bien, de
verdad —me aseguró—. Ya ves, he contemplado cómo sacrificaban a un hombre como
si fuera un cerdo en día de matanza y estoy… bien. Supongo que ya me he
acostumbrado a todo este tipo de atrocidades, que son el pan nuestro de cada
día, por duro que eso resulte. No estoy pensando en dejarme barba ni nada de
eso, si es lo que te preocupa.
—Mejor, no me
gustas con barba —le dije acariciándole el mentón, que ya raspaba por la falta
de afeitado. No obstante, como acababa de sufrir un secuestro se lo perdoné.
—También he
pensado mucho sobre los espectros —confesó—. Encontré un relato escrito por un
hombre que prefirió suicidarse antes de convertirse del todo en uno, y no pude
dejar de ver ciertas similitudes entre su degeneración mental y la que comencé
a sufrir yo en la base militar…
—Eso ya pertenece
al pasado —repliqué—. Además, tú saliste de aquello.
—No, tú me sacaste
de aquello —me corrigió—. ¿Sabes por qué apoyé sin dudar que quisieran hacerte
líder cuando lo del grupo de Javier?
—¿Por qué?
—inquirí con curiosidad.
—Porque eres
fuerte —contestó—. Mucho más que cualquiera de nosotros. Este mundo te consume,
mira lo que hizo con los espectros, o lo que casi consiguió hace conmigo, pero
tú tienes fuerza de sobra no sólo para mantenerte cuerda, sino para además
mantener cuerdos a otros.
La única forma que
encontré de corresponder ese elogio fue abrazarme más fuerte a él. Tal vez
tuviera razón, y eso fuera lo que veían en mí los que tanto insistían en
ponerme al frente de las cosas. Cuando el mundo tiende a volverte loco, lo
único racional es seguir la estela de que prodiga cordura. En cierto modo, eso
me hizo pensar también en que Luis podía tener razón, y que tal vez, al ejercer
mis funciones como líder, mis medios no hubieran sido los más adecuados. La
locura no sólo te podía transformar en un ser degenerado como los espectros,
también en un asesino sin escrúpulos que arrasaba comunidades que le llevaban
la contra, como hacía ese Dávila.
—He estado
pensando que, puesto que la vida es tan corta y Clara más fuerte de lo que yo creía,
tal vez sí que pueda contarle que tú y yo estamos juntos cuando lleguemos a la
Hermida. —le dije a Gonzalo.
—¿En serio? —replicó
titubeante.
—¿Qué pasa? —inquirí
yo frunciendo el ceño. No me esperaba una reacción tan poco entusiasta—. Me
dijiste que lo comprendías, pero está claro que llevarlo en secreto no es algo
que te guste… además, la mayoría deben de haberlo deducido ya, y prefiero que
se entere por mí que por escuchar a alguien cuchichear sobre ello.
—Es que no sé si
estoy preparado para tener una hijastra de diez años —confesó—. ¿Tengo que
asegurarme de que sus novios tengan buenas intenciones y esas cosas?
—Si quieres, pero
ya le voy cogiendo yo en tranquillo a eso —respondí recordando la conversación
con Javier—. Aún es muy pequeña para que el tema novios sea preocupante, aunque
no tardará… crecen demasiado rápido.
—Hay más de ciento
cincuenta kilómetros desde aquí hasta la Hermida, según el mapa de Eduardo —afirmó
cogiéndome de la mano y entrelazando sus dedos entre los míos—. Conociéndote, supongo
que esa es otra cosa de las cosas que te quita el sueño.
—Sí —admití—. Pero
no la que más.
—Irene. —adivinó
con mucho tino.
—No puedo creer
que me haya vuelto a cruzar con ella —exclamé negando con la cabeza por pura
desesperación—. Después de todo lo que hizo, de todas las muertes que causó,
que siga respirando es casi un insulto.
—Mala hierba nunca
muere. —recitó él.
Sólo porque el
tema hubiera salido a colación sentí ganas de echarme a llorar. Era irritante
pensar en todos los que habían caído por culpa de esa zorra… Sebas, Toni, Aitor
y Raquel, Katya y Andrei y seguramente también Érica. Y estando con Gonzalo no
vi la necesidad de contener el llanto.
—Eran gente buena —dije
entre lágrimas—. Tú los conociste a casi todos… sólo buena gente que quería
sobrevivir, que no hacía daño a nadie… y ella hizo que los mataran.
—Lo sé —aseveró
abrazándome con más fuerza, gesto que agradecí porque de verdad lo necesitaba
en ese momento—. Yo también pasé por eso. Pero no dejes que ese pensamiento te
consuma o acabarás como acabé yo. Tarde o temprano lo pagará, estoy convencido
de que, si hay justicia en el mundo, lo pagará.
“No hay justicia
en el mundo” pensé, “de lo contrario, no estaríamos así”.
Pero no le dije
nada, si algo había aprendido en todo el tiempo transcurrido desde que los
muertos vivientes aparecieron hasta ese instante, era que no había ninguna
fuerza cósmica equilibrándolo todo. Si querías obtener algún resultado, tenías
que poner todo tu empeño en ello, y la mayoría de veces ni aun así se lograba
nada.
Mi cuchillo
atravesó la cabeza del resucitado, cortando carne, rompiendo hueso y perforando
cerebro, y su cuerpo cayó contra el asfalto completamente muerto.
—Casi me había
olvidado de vosotros —susurré al tiempo que limpiaba el cuchillo contra su
mugrosa ropa. Ramón, Diana y Eduardo se encargaron del resto de ellos que se
movían entre los coches abandonados en mitad de la carretera—. ¡Ya podéis
venir! —llamé a los demás.
Con el camino
despejado, el resto del grupo se acercó sin temor a que un muerto viviente
pudiera atacarles repentinamente. Clara se separó de ellos y corrió hasta
llegar a mi lado, aunque no pudo disimular una mueca de asco al verme las manos
llenas de sangre y restos podridos de muerto viviente.
—¿Qué habéis conseguido?
—les pregunté. Su misión era inspeccionar los coches conforme íbamos limpiando
la zona para encontrar cualquier cosa que nos pudiera ser útil, desde comida y
agua hasta ropa
—Un botellín de
agua, dos bolsas de patatas fritas sin abrir, una maleta llena de ropa de
invierno sobre una baca y un bote de toallitas húmedas —resumió Luis, que les
encabezaba—. Algo me dice que ya han registrado esta zona antes que nosotros,
porque no he visto ni un coche que siguiera cerrado.
—Era de esperar —lamenté—.
Tal vez lo haya hecho nuestra propia gente.
—Si estuvieran
Montse o Damián, podríamos averiguar cómo hicieron para superar este atasco
cuando pasaron por aquí. —comentó Eduardo agarrando el bote de toallitas
húmedas y sacando de él unas cuantas para limpiarse las manos de sangre, gesto
que me pareció práctico imitar para por lo menos poder darle la mano a mi hija.
—Se desviarían por
alguna carretera comarcal, o atravesarían campo a través, aquí el terreno es
llano —supuse—. Sólo me preocuparía si alguno de los que acabamos de matar
fuera uno de los nuestros. Nos llevaban un día de ventaja como mucho, es
posible que en estos momentos estén llegando allí, si no ha habido
complicaciones… aunque admito que esperaba haberles alcanzado ya. Creía que
seríamos más rápidos que un convoy con un camión enorme.
Gonzalo volvió en
ese momento, después de haberse adelantado para inspeccionar qué nos esperaba
en adelante. Parecía contento, cosa que me tranquilizó.
—El atasco termina
en unos doscientos metros —anunció—. He tanteado algunos de los últimos coches
y hay al menos tres que funcionan, tendrán que ser suficientes para llevarnos a
todos.
—Iremos un poco
apretados, pero está bien —asentí. Sólo un poco más adelante se encontraba el
desvío hacia la carretera que nos llevaría directamente a la montaña, y sobre
la que recorreríamos cerca de setenta kilómetros de camino tortuoso hasta
llegar a la Hermida—. ¿Qué otros lugares tenemos por delante?
—Dehesa de Montejo
al pie de la montaña —contestó Eduardo consultando su mapa—. Y Cervera de Pisuerga.
Lamentablemente hay que atravesar por en medio del último para seguir la
carretera, pero es un lugar pequeño. Luego ya no hay datos, en la montaña sólo
hay pequeñas aldeas, aunque habrá que atravesarlas igualmente. No sé si
podremos hacerlo en un día, pero no debería llevarnos más de dos, como mucho.
—Que con dos que llevamos,
ya son cuatro —reflexioné secándome el sudor de la frente—. Estamos en el
ecuador del viaje, nos espera la parte más dura y estamos escasos de comida. Sé
que suena mal, pero tenemos que seguir, ya intentaremos saquear algo en esos
pueblos. ¡Compañía, vamos!
Retomamos la
marcha una vez más en dirección a esos coches que, si teníamos un poco de
suerte, nos facilitarían el camino. Clara se quedó enredando con Diana, así que
aproveché la oportunidad para caminar al lado de Gonzalo.
—¿Con ganas de
llegar ya? —me preguntó.
—No sabes cuánto. —resoplé.
—Tranquila, una
vez allí tendrás hasta un balneario para relajarte —me dijo con una sonrisa—.
Sólo hay que aguantar un poco más y por fin podremos descansar en paz… en el
buen sentido, claro.
—¿Estás de broma? —repliqué
sin poder creer que de verdad pensara eso—. Tenemos que hacer funcionar toda
una comunidad allí. Hay mucha gente nueva que conocer, casas que distribuir,
defensas que levantar, trabajos que organizar… este viaje agotador van a ser
unas vacaciones en comparación.
—Vale, es posible
que tengas razón —admitió—. Pero sin duda merecerá la pena tener por fin un
lugar donde vivir y donde intentar prosperar.
—Eso espero, Gon —asentí
cogiéndole de la mano con discreción, para que Clara no nos viera, y volviendo
la vista hacia el horizonte. Tras tantos días rodeados de las llanuras
castellanas casi había comenzado a echar de menos el paisaje montañoso, y lo
que se nos presentaba al frente era la cordillera cantábrica en todo su inmenso
esplendor. Pero también, como decía Gonzalo, una oportunidad de prosperar, de
vivir después de tanta muerte—. Eso espero…
No hay comentarios:
Publicar un comentario