CAPÍTULO 38: GONZALO
Cuando desperté,
la cabeza me daba auténticas vueltas de campana. Al principio no fui capaz de
recordar del todo bien qué había pasado, pero enseguida a mi mente comenzaron a
regresar varias imágenes de lo ocurrido, gracias a las cuales comprendí la grave
situación en la que me encontraba. Recordaba haber estado buscando objetivos
contra los que disparar durante el ataque al campamento, pero con poco éxito.
La oscuridad, la velocidad de los espectros y el peligro de acertar a alguno de
los nuestros por error hacían difícil conseguir un buen disparo… y entonces, un
pequeño grupo me atacó por la espalda. Vi a Isabel correr a ayudarme durante mi
forcejeo con uno de ellos, pero me golpearon en la cabeza y caí inconsciente.
El golpe que me tumbó debía ser el motivo por el que sentía un dolor punzante
en todo el cráneo.
No podía ver nada
porque tenía una venda de tela cubriéndome los ojos, también me encontraba
amordazado y atado con las manos a la espalda con unas cuerdas muy apretadas…
pero no me pasó por alto el intenso olor a sangre, orina y heces humanas que lo
impregnaba todo. Podía escuchar también murmullos asustados a mi alrededor, aunque
no sabía a quién pertenecían.
Mi margen de
movimiento no era muy amplio, sin embargo, conseguí encontrar una barra
metálica horizontal a un lado contra la que restregar la cabeza para librarme
de la tela que me cubría los ojos. Logré apartarla lo suficiente como para
descubrir uno de ellos, y lo que vi hizo que se me encogiera el corazón.
A través de las
grietas del tejado de uralita se filtraba luz suficiente como para iluminar
todo el enorme recinto en el que me habían metido, y la imagen que ofrecía solo
podía calificarse de dantesca. Aquello era una cuadra, con barras de metal como
la que había empleado para apartar la tela separando los cubículos, donde en el
pasado debían guardarse los animales, y que en ese momento eran utilizados para
guardar humanos. Pero sin duda lo más impactante era la sangre que lo cubría
todo, sangre que se encontraba esparcida hasta por las paredes o formando
grandes charcos coagulados en el suelo, y que todavía olía a fresca.
Ocupando el mismo
cubículo que yo, Isabel permanecía de rodillas, también atada y amordazada, y
visiblemente asustada; a su lado, Sarai, de la misma guisa, temblaba de puro
terror con el rostro enrojecido por el llanto; y por último, Clara yacía
inconsciente en el suelo, atada también como todos las demás. Sentí un pinchazo
de aprensión más fuerte que con el resto al verla a ella allí, entre nosotros,
los prisioneros de los espectros. Tenía una relación con su madre, de modo que
ahora era algo así como mi hijastra, y además, sólo era una niña.
No éramos los
únicos que se encontraban allí atrapados. A través de los hierros del cubículo
pude ver que otros también tenían ocupantes dentro, tan atados y amordazados
como nosotros. Logré contar a unas seis personas, pero la más cercana era un
hombre flaco y medio calvo que teníamos justo al lado, y que parecía más
nervioso que ninguno.
Ya conocía lo
suficiente de los espectros como para saber que no tenían en mente nada bueno
con respecto a nosotros, de modo que no dejé que el miedo me afectase… eso era
lo que ellos pretendían conseguir cuando nos estuvieron persiguiendo durante el
viaje en busca de un nuevo lugar donde echar raíces, y sin duda también era lo
que querían manteniéndonos almacenados de aquella manera.
Por desgracia, en
el estado en que me encontraba no podía hablar y tampoco moverme, pero vi que
una de las barras metálicas del cubículo tenía un agujero provocado por el
óxido, y no dudé en acercar las manos a ella para intentar raspar la desgastada
cuerda con la que estaba atado, no sin antes terminar de quitarme la tela que
me cubría los ojos a base de agitar la cabeza.
Sumido ya en un
proceso de serrado que iba a llevar su tiempo, escuché una puerta abrirse, y de
repente más luz entró en la estancia. Desde mi posición no podía ver qué
ocurría, así que paré de serrar y me concentré en escuchar por encima de los
sollozos enmudecidos por las mordazas de los demás prisioneros.
Oí los pasos de lo
que me parecieron tres personas, y cuando se acercaron un poco más, confirmé
que, en efecto, lo eran… y que además eran personas de verdad, lo que me dejó
completamente atónito. Los tres vestían harapos manchados de sangre, hollín y
suciedad, pero también mostraban gestos adustos en rostros sin rastro alguno de
descomposición.
“No pueden ser
espectros” me dije al verlos pasar junto a nuestro cubículo y detenerse frente
al de al lado. Recordaba de los espectros que, si bien se comportaban con tanta
agilidad e inteligencia como un humano, sus cuerpos estaban tan muertos y
podridos como los de un reanimado… yo mismo lo había confirmado al abatir al
que surgió de entre los matorrales. Por tanto, lo que estaban viendo mis ojos
no tenía ningún sentido.
Los tres presuntos
espectros abrieron la puerta del cubículo, y al escuchar el sonido, el ocupante
medio calvo comenzó a temblar todavía más y a gritar por debajo de la mordaza.
Aquello provocó un revuelo generalizado en los demás prisioneros, que
reaccionaron con miedo al pánico de aquel pobre hombre. Dos de los espectros entraron,
le agarraron de los brazos y le sacaron fuera mientras el hombre pataleaba y
trataba de resistirse, pero fue completamente en vano. Sin dirigirse una
palabra entre ellos, le arrastraron en dirección a una mesa metálica colocada
en un extremo de la cuadra, una a la que no había prestado atención hasta ese
momento por estar atento a otras cosas más urgentes.
Aquello no tenía
buena pinta, ni por asomo. La mesa se encontraba completamente cubierta de
sangre seca, más incluso que el resto de del lugar… y cuando los espectros
obligaron al hombre a tumbarse sobre ella, comprendí que aquel edificio no era una
cuadra, sino un matadero.
Un cuarto
espectro, en concreto una mujer, se unió al grupo de tres, que libró de las
ataduras a su víctima sólo para volver a amarrarle de nuevo contra la mesa. Una
vez posicionado, comenzaron a desnudarle rompiéndole la ropa a cuchilladas. La
mujer le quitó los zapatos, los examinó y luego los guardó en un saco que
llevaba con ella. También registró los bolsillos de su pantalón y le arrancó un
anillo del dedo. Supuse que era la encargada de rescatar cualquier cosa valiosa
que pudiera llevar encima, aunque ignoraba qué podía considerar esa gente
“valioso”.
Acabado el saqueo,
comenzó un espectáculo que creí que no volvería a ver después de las
atrocidades que tuve que presenciar en Colmenar Viejo con los sectarios. En
cierto modo, fue como volver a esos momentos, y empecé a sentir gotas de sudor
frío caerme por la frente debido a ello. Uno de los espectros colocó un cubo
metálico al pie de la mesa, y con un afilado cuchillo que le entregaron, cortó
el cuello del hombre, que retorciéndose impotente y tratando de chillar comenzó
a sangrar a borbotones, sangre que acababa cayendo dentro del cubo.
“Es un matadero”
pensé, “de verdad es un matadero”. Nunca había presenciado la matanza de un animal,
pero estaba claro que los espectros no iban a desaprovechar ni la sangre de
aquel tipo.
El pobre
desgraciado no tardó en dejar de moverse, y entonces empezó lo realmente
desagradable. Comenzaron decapitándole, algo lógico si no querían que toda la
carne se echara a perder si el cuerpo revivía. El espectro encargado de ello lo
hizo con auténtica maestría, aprovechando la misma incisión con la que le cortó
la garganta para alcanzar hasta las vértebras del cuello. Éstas las seccionó
con un hacha de mano que también le tendió uno de sus acompañantes. Lo
siguiente fue repetir la operación para seccionar manos y pies, para acto
seguido continuar con la emasculación. Después, con una incisión longitudinal
cortó desde el esternón hasta la pelvis, abriendo el cuerpo en canal y
comenzando a extraer las tripas y órganos internos. Corazón, pulmones e hígado
fueron guardados aparte.
Cuando emplearon
una sierra para abrirle el tórax, Sarai se desmayó. Tal vez no pudiera ver
aquello de la forma en que lo hacía yo, pero tener que escucharlo era casi igual
de escalofriante, y no lo soportó más. Su desmayo sirvió para devolverme al
momento y urgirme a continuar serrando mis ataduras… si no quería que todos
acabáramos como ese pobre hombre, más valía que encontrara la forma de
liberarme.
La cuerda tardó en
romperse más de lo que me hubiera gustado. El despiece humano no tardaría mucho
en concluir, e ignoraba lo que tenían pensado hacer después con el resto de
prisioneros que estábamos allí. De lo que ya no dudaba era de la naturaleza de
los espectros. Era evidente que no podían ser muertos vivientes de ningún tipo,
sino personas vivas que habían empleado la artimaña de rodearse de olor a
podrido para moverse entre los reanimados de verdad. Era tan evidente que me
sentía muy estúpido por no haberme dado cuenta, en especial cuando casi se
podía decir que ese truco lo inventé yo.
El motivo por el
que un grupo de gente había acabado de aquella manera, recurriendo al
canibalismo y camuflándose entre los muertos para acosar a los vivos, era
harina de otro costal.
Con las manos
libres por fin, me apresuré a desatar las cuerdas que mantenían sujetos mis
pies, y en cuanto pude moverme me lancé a ayudar a los demás. Teniendo a Sarai
desmayada y Clara inconsciente, sólo me quedaba Isabel para que me echara una
mano con aquello, de modo que fue a ella a la primera que intenté soltar.
Aunque, a juzgar por su cara de pánico, ella también había interpretado
correctamente los sonidos del descuartizamiento humano, parecía haberlo soportado
mejor que la chica. Presionado por el peligro, me di más prisa de la debida a
la hora de deshacer los nudos, y uno de los espectros se percató de que algo
estaba pasando.
—¡Mierda! —murmuré
al darme cuenta de que comenzaba a acercarse. Isabel dijo algo ininteligible
por debajo de la mordaza, pero no le hice caso… tenía que liberarla para que me
ayudara contra los cuatro espectros que había allí antes de que me detuvieran.
No tuve suerte en
esa ocasión. La criatura, dándose cuenta de lo que ocurría, se apresuró en llegar
hasta nosotros armado con un cuchillo antes de que pudiera terminar con las
ataduras de Isabel. Cuando abrió la portezuela metálica, sus otros amigos
espectros ya corrían hacia allí también, de modo que no me quedó otra más que lanzarme
contra él para intentar quitarle de en medio.
Ambos caímos
rodando al suelo por la embestida, rebozándonos de sangre y porquería en el
proceso, pero él salió peor parado. No era un hombre fuerte, me di cuenta en
cuanto le tuve debajo, y me fue fácil reducirlo y arrebatarle el cuchillo de
las manos antes de que llegaran los demás. Él forcejeó e intentó quitarme de
encima, pero su propia arma acabó clavada en su ojo sin que pudiera evitarlo.
Dejó de moverse de inmediato al atravesarle el cerebro, y de la herida comenzó
a fluir la sangre oscura, pero roja, de un ser vivo.
Cuando los otros
tres espectros me alcanzaron, yo ya me encontraba en pie y preparado para
hacerles frente. Sólo uno de ellos, que portaba un enorme cuchillo
ensangrentado que hasta un momento antes había estado utilizando para el
despiece, podía suponer un peligro por su corpulencia y el arma que cargaba,
así que preferí evitarle y abrirme paso a través de los otros.
No quería luchar,
no tenía claro si habría podido ganar de enzarzarme en un combate, y no sabía
cómo de cerca tendrían los refuerzos esos seres, así que solo podía intentar
salir de allí.
Hice un amago de
ataque que sirvió para que la mujer, la más débil, retrocediera un paso,
proporcionándome el espacio que necesitaba para lanzarme hacia la puerta que me
sacaría de aquel lugar. Tuve que empujar a un lado al tercer espectro para
abrirme camino, pero logré dejarles atrás.
Salí a la luz del
sol, aunque ese día había amanecido medio nublado, y pisé sobre un terreno asfaltado
frente a la entrada al matadero. Me encontraba en mitad de una calle
perteneciente a un polígono industrial, y justo delante disponía de unas vistas
inmejorables de una ciudad calcinada.
“Palencia” deduje
inmediatamente. Eso tenía todo el sentido del mundo; explicaba el hollín con el
que se cubrían los espectros y que comenzaran a perseguirnos cuando nos
aproximábamos a la ciudad… además, el ataque al convoy se había producido
también cerca de allí, si los mapas no mentían.
No tuve mucho
tiempo de parame a pensar porque los tres espectros no tardaron en darme
alcance, e ignoraba cuántos más de ellos podía haber por allí. Escuchando sus
pasos tras de mí, comencé a correr calle arriba buscando una salida, un
escondite o lo que fuera. Doblé en la primera esquina y me topé con una calle
llena de contenedores industriales, donde también había por lo menos cinco o
seis de esos seres dando vueltas… sin embargo, lo más curioso de todo fue ver que
la calle terminaba en un muro de hormigón tan alto que alcanzaba los tejados de
las naves industriales de alrededor.
“Es una zona
segura” me dije a mí mismo. Dudaba mucho que un muro que cortaba en dos la
carretera estuviera allí antes, y aquel sitio, las afueras de una ciudad, era un
buen lugar donde montar una de esas instalaciones. El muro tenía además una
enorme puerta metálica, que en esos momentos se encontraba abierta. Me di
cuenta enseguida que los contenedores industriales estaban puestos allí para
molestar el paso, seguramente con la intención de evitar que demasiados
reanimados se pudieran acercar de golpe.
Todo aquello era
una información interesante, pero no tenía importancia alguna en ese momento,
más allá de que la calle hacia la que había girado era un callejón sin salida
por el que no podía seguir. Me deslicé entre los contenedores para apartarme de
la vista de los otros espectros y me aproximé a la calle de enfrente. No pude
ver cómo mis perseguidores entraban al callejón, pero sí que oí pasos
apresurados, a los que se sumaron algunos nuevos de los refuerzos que
consiguieron tras advertir a los demás.
La única salida
que tenía, a menos que quisiera meterme en la boca del lobo y probar suerte
dentro de la zona segura, era la entrada abierta de una nave industrial a unos
pocos metros. Temía lo que pudiera encontrarme allí dentro, posiblemente más
espectros, pero no me quedaba otra opción, así que me lancé hacia ella
intentando que ninguno de mis perseguidores me viera, y cuando estuve dentro me
escondí tras la pared.
Aquella nave de
gran tamaño tenía aspecto de haber sido un almacén, aunque en ese momento se
encontraba completamente vacío. Una segunda entrada justo frente a la primera
me devolvió la esperanza de ser capaz de escapar, pero entonces escuché pasos
que se acercaban corriendo… si sabían que aquella puerta estaba abierta,
debieron deducir fácilmente que sería el lugar por donde intentaría huir.
No tuve tiempo
para pensar, el primero que atravesó el umbral recibió una puñalada a la altura
del pecho, que lancé desde un lado antes de que pudiera verme siquiera. El
desdichado espectro cayó fulminado de inmediato, pero arrastró consigo el
cuchillo, que se deslizó de mis manos manchadas de sangre. No me molesté en
intentar recuperarlo, había más espectros tras el primero y no iba a quedarme a
esperarlos a todos. Eché a correr a toda velocidad perseguido por ellos en
dirección a la salida, pensando que ya tendría tiempo para perderlos cuando
estuviera lejos de allí.
Otro espectro se
asomó por mi ruta de huida. Llevaba una barra metálica en la mano, y cuando me
vio siendo perseguido por los suyos y fue consciente de lo que ocurría, pensé
que iba a plantarme cara con ella… sin embargo, en lugar de eso, la agarró con
una mano y comenzó a saltar con la intención de alcanzar el enganche y bajar la
persiana metálica y bloquearme el paso.
—¡Hijo de puta! —murmuré
entre dientes forzando la marcha. Si me encerraban allí dentro desarmado,
estaba perdido.
Al final, el
espectro agarró el enganche con la barra e hizo fuerza hacia abajo, pero la
persiana era muy pesada y logré llegar a su altura antes de que me atrapara
dentro. Me abalancé contra él como si fuera un jugador de rugby y le derribé
contra el suelo, llevándome un buen golpe yo también en el proceso. La barra
metálica salió volando y cayó a varios metros con un fuerte tintineo. Me
apresuré a levantarme y correr para alcanzarla al tiempo que la persiana caía
del todo por su propio peso, librándome por fin de los otros espectros, y cuando
la recogí tenía la intención de utilizarla como arma. El espectro derribado,
sin embargo, no se movió del suelo.
No me detuve a ver
si estaba muerto, tan sólo eché a correr hacia la salida de aquel polígono
industrial maldito, que ya se distinguía al final de la calle. Pasé de nuevo
junto a una sección del muro antes de pisar carretera, y luego todo fue campo
por fin.
Tenía un
cementerio a mi derecha y únicamente llanura en adelante, espacio de sobra para
huir y que no pudieran atraparme de nuevo jamás… pero había dejado a Sarai,
Isabel y Clara a merced de aquellos locos, de modo que no podía marcharme sin
más. Una discreta casita que vislumbré junto a un pequeño grupo de árboles fue
la respuesta a mi dilema. Allí podría esconderme de la vista de los espectros, y
al mismo tiempo estar cerca para poder actuar en cuanto se me ocurriera cómo
hacerlo. Estaba seguro de que ellos pensarían que había intentado huir lo más
lejos posible, no que me había quedado escondido tan cerca de su refugio.
No me sorprendió
encontrarme la puerta principal de la casa con la cerradura rota. Si los
espectros sólo eran personas normales y corrientes, habrían agotado todo lo
posible los recursos de su alrededor antes de recurrir al canibalismo y
volverse unos profesionales en la materia. Lo que sí me sorprendió fue
descubrir que el comedor se había convertido en una especie de refugio, con
mantas cubriendo las ventanas, un lecho formado también de mantas y sábanas en
el suelo, y una colección de latas de comida gastadas distribuidas por todas
partes. Había también muchas manchas de sangre, y cuando aparté una sábana que
abultaba más que las otras, me topé con un cadáver humano reseco con una herida
de bala en la cabeza.
Alguien,
posiblemente quien yacía muerto, había vivido allí una temporada, pero no me
cuadraba… ¿cómo podía nadie haberse escondido en ese lugar con los espectros
literalmente a un tiro de piedra? No tenía respuesta para eso, aunque sí a cómo
había muerto aquel desdichado. Enganchado a su esquelética mano, todavía
sostenía un pequeño revolver con el que se disparó a sí mismo.
El revólver aún
tenía cuatro balas en su cargador, más que insuficientes para una operación de
rescate en el escondite de los espectros… sin embargo, tenía que darme prisa en
planificar cualquier cosa que tuviera una posibilidad de funcionar. Quería
pensar que con el hombre que mataron, los que estaban allí prisioneros antes
que nosotros y los muertos extra que les había dejado estarían servidos de
carne por una temporada, pero no podía estar seguro de algo así cuando había
tres vidas en juego.
“Si dejo que a
Clara le pase algo, Maite me va a matar” pensé. Sólo de imaginar en lo que
debía estar sufriendo con su hija en paradero desconocido se me caía el mundo
encima, pero Dios sabía que no había podido hacer nada por ayudarla hasta el
momento.
Decidido a
emprender alguna acción, fuera la que fuera, recorrí la casa de arriba abajo
para buscar cualquier cosa que pudiera serme útil. No era una casa grande, como
ya había visto desde fuera, tan sólo era todo lo funcional que se necesitaba
para cuidar de los huertos de alrededor. Me hubiera gustado que el dueño
hubiera sido uno de esos labriegos que guardan una escopeta o un rifle, pero
con total seguridad cualquier arma fue saqueada mucho antes de mi llegada.
Ya me iba a dar
por vencido en la búsqueda cuando encontré sobre la mesilla de noche del único
dormitorio de la casa un puñado de hojas sueltas que alguien había escrito a
mano, y movido por la curiosidad, me acerqué a echarles un vistazo.
Efectivamente,
aquello resultó ser un manuscrito y, o mucho me equivocaba, o también era la
nota de suicidio del tipo que había muerto en el comedor.
Sabía que tenía
cosas más urgentes que hacer, pero no podía evitar sentir curiosidad acerca de
cómo había podido vivir cerca de los espectros, y tratándose de un texto
extenso, bien pensado cabía la posibilidad de que dijera algo sobre ellos que
sí acabara siendo útil.
Me volví hacia la
ventana del dormitorio para echar un vistazo fuera, donde el cielo se volvía
cada vez más negro, y me aseguré de que no había enemigos alrededor. Cuando lo
confirmé, me senté sobre la cama y comencé la lectura.
“No sé por qué escribo esto en realidad. Tal vez sea
por deformación profesional, que el cuerpo me pida volver a ser durante mis
últimos momentos el profesor de literatura que fui cuando el mundo funcionaba…
o tal vez sea por la imperiosa necesidad de dejar constancia de los horrores
que se han vivido en esta pequeña ciudad. Sin duda debe ser lo primero, no creo
que vaya a haber generaciones futuras, al menos no a las que les pueda
interesar leer esto, si es que para sobrevivir hay que acabar como lo hicimos
nosotros.
Toda esta pesadilla comenzó al mismo tiempo que las
pesadillas que hoy vive el resto del mundo, es decir, cuando los resucitados
aparecieron. Palencia no fue distinta a otros lugares similares, y los
militares construyeron una zona segura en el polígono industrial, donde
logramos refugiarnos casi mil quinientas personas, militares incluidos. Sin
embargo, y a diferencia de otras zonas seguras, por lo que nos contaron esos
militares, nosotros sí aguantamos el día en que los resucitados llegaron a
nuestras puertas. Palencia no era una ciudad demasiado grande, así que su
número no fue suficiente para que lograran sobrepasarnos, y gracias a unos
muros fuertes y unas buenas defensas exteriores, cuando la horda de incontables
seres alcanzó nuestro umbral atraída por la presencia de las últimas personas
vivas en kilómetros a la redonda, sobrevivimos.
Recuerdo ese día con regocijo. Civiles y militares
celebramos juntos que, tras veinticuatro horas de asedio continuado, el último
de los muertos vivientes había caído abatido por disparos de fusil. Fue como si
hubiéramos superado la prueba de la vida, la mayor de las dificultades, el
desafío a partir del cual todo empezaría a ir a mejor… qué equivocados
estábamos.
Envalentonados por la victoria pero, al mismo tiempo,
preocupados por la escasez de comida, los militares se propusieron reconquistar
la ciudad cuanto antes. No dudé, ni dudo, de su buena voluntad en esos momentos.
Recuperar nuestros hogares y nuestras vidas era lo que más ansiábamos todos, y
aunque las pérdidas eran grandes, creíamos ser capaces de seguir adelante. El
día que hasta el último militar salió de la zona segura en pos de la
reconquista sólo faltó que tiraran pétalos de rosa a su paso. Nadie creyó que
no lo conseguirían… ni siquiera yo, pesimista por naturaleza, pensé que aquello
podía suponer su final. Todos nos equivocamos de nuevo.
Los militares no volvieron jamás. Ignoro si la
totalidad murió a manos de los innumerables muertos vivientes que aún quedaban
en la ciudad, o si sólo lo hicieron muchos y los demás prefirieron no volver a
la zona segura y cargar con la responsabilidad que suponíamos para ellos, pero
el hecho es que no volvieron. Durante algunos días se escucharon en la lejanía
los disparos producto de escaramuzas, hasta que reinó el silencio tanto en
Palencia como en la zona segura.
Nadie sabía qué hacer a continuación, cómo resolver
aquella situación. Volver a tocar la tierra con los pies tras creernos a salvo
fue un golpe muy duro, y no supimos llevarlo bien. Cundió la desesperación; donde
antes nos reíamos de los muertos vivientes, ahora teníamos demasiado miedo de
ellos como para intentar salir… si los militares no lo habían conseguido con su
entrenamiento y sus armas, ¿cómo lo haríamos nosotros? Sólo podíamos quedarnos
tras la protección de los muros y esperar nadie sabía muy bien a qué. Alguien
acabaría viniendo en nuestra ayuda, era lo que tocaba, la única opción que nos
quedaba, así que esperamos.
Teníamos suministro de agua potable suficiente para
todos, pero nos acabamos quedando sin provisiones al cabo de unos días. Fueron
momentos terribles, de mucha tensión y mucho miedo. Hubo peleas por los últimos
restos de comida, incluso muertos por esas peleas y por la desnutrición que
acabaron resucitando y creando más muertos entre sí. Mujeres vendieron su
cuerpo a cambio de migajas para dar de comer a sus hijos, pero antes de
conseguirlo, alguien les robaba la comida por la fuerza.
No tardaron en comenzar los suicidios, gente que no
podía más y que prefería quitarse la vida a vivir en aquellas condiciones… no
podía culparlas. Apenas soy consciente de cómo logré sobrevivir yo a todo
aquello, pero sí recuerdo el hambre, un hambre como el que ningún ser humano
del primer mundo ha podido sentir jamás, un hambre cegadora, que no te permitía
pensar en otra cosa que en conseguir comida como fuera. Ese sentimiento fue el
que una noche desató un horror cuyas consecuencias no fuimos capaces de medir
en su momento.
Un grupito atrapó a un hombre que estaba devorando el
cadáver de su propio hijo pequeño, muerto de hambre esa misma noche. La
consternación fue grande, incluso los que se habían vuelto más violentos y
robaban sin pudor a mujeres y niños la poca comida que lograban rapiñar entre
la basura se horrorizaron ante aquel repugnante acto. Se acordó encerrar al
hombre en un despacho de una de las naves industriales e intentar olvidar todo
aquello… pero la idea caló.
De no haber sido porque mi cadáver habría servido para
que algún desgraciado se alimentara, me habría suicidado en el momento en que empezó
una rapiña que comenzó a arrancar nuestra humanidad a jirones. No amanecía un
día sin que al menos diez personas hubieran muerto en ataques nocturnos, y sus
cadáveres aparecieran en los huesos después de haber servido de banquete. Se
formaron pequeñas bandas que cazaban conjuntamente para mayor efectividad, y
como si de auténticos depredadores se trataran, sus primeras víctimas fueron
los niños. No había objetivo más fácil que ellos, y eliminar la resistencia de
las familias a esos ataques sólo propició más carne en el menú.
Cuando no quedaron niños, fueron a por las mujeres,
segundo objetivo más sencillo. Éstas, atemorizadas, buscaron protección, pero
no siempre la consiguieron de una manera altruista. Juana era profesora de
matemáticas en el mismo instituto que yo, la conocía sólo de vista, y en la
zona segura no habíamos hablado demasiado. Tenía entre los profesores cierta
fama de ligera de cascos, pero dudo que disfrutara de tener que satisfacer
diariamente las necesidades de los diez hombres que formaban la banda que la
protegía. La última vez que la vi parecía sólo un fantasma de lo que una vez
fue, y por dentro estaba tan muerta como los resucitados del exterior. Esa
misma noche la banda debió cansarse de ella, o no lograron una presa mejor,
porque se convirtió en su cena.
Sobreviví ese tiempo formando piña con gente como yo,
que individualmente no éramos nadie, pero que en grupo podíamos defendernos
unos a otros. Las buenas intenciones, sin embargo, no existen cuando el hambre
aprieta, y personas era lo único que había por allí para comer. Me avergüenza
decir que acabé recurriendo también al canibalismo para vivir.
En el instante en que por fin algo más grande y jugoso
que el pellejo de una rata o un insecto entró en mi boca tenía en mente mil y
una excusas y racionalizaciones a mi comportamiento, pero los hechos son que
traicioné, maté y me comí a alguien, y eso no se puede cambiar. Ahora me doy
cuenta que debí acabar con mi vida antes de llegar a ese punto, me habría
marchado del mundo con la conciencia más tranquila, pero no lo hice, y tendré
que cargar con ello si es que hay algo más allá de este valle de lágrimas.
Se llegó a un punto de equilibrio cuando la mitad de
los supervivientes de la zona segura ya estaban muertos y devorados. Todas las
presas fáciles habían caído, los que quedábamos habíamos aprendido a vivir en
un estado de paranoia constante, y a morir matando si era necesario para que
ningún ataque compensara el riesgo para el atacante. Entonces, en el momento
más desesperado, cuando apenas éramos humanos ya, el último vestigio que nos
restaba de la gente civilizada que fuimos cobró fuerza, y acordamos que, si
queríamos sobrevivir, las muertes tenían que producirse de forma ordenada.
Desarrollamos un sistema en el que todos los días se
sortearía al azar entre nosotros quienes serían los próximos en morir para
alimentar a los demás, y a partir de ese momento, cada noche sacábamos una
piedra de un saco y rezábamos para que fuese blanca y no negra.
Los elegidos ofrecieron una sorprendentemente escasa
resistencia, tal vez estuvieran tan hartos de esa vida que salir de ella de una
manera piadosa les pareciera un final adecuado. Por descontado, también hubo
súplicas, lloros, luchas, intentos de negociación… pero no sirvieron de nada,
antes de que acabara el invierno, un tercio de los que éramos había sido
devorado por los demás.
No fueron tiempos más sencillos que los anteriores. El
miedo a ser uno de los próximos en sacar la piedra negra se tornó en auténtica
locura. No nos hablábamos, no reíamos, no llorábamos, sólo esperábamos a la
siguiente noche para comer o ser comidos. Fue en ese momento, con nuestras
ropas hechas jirones por el desgaste y nuestras mentes al límite, cuando nos
convertimos en los espectros… ni humanos ni resucitados, sino algo mucho peor.
Un buen día, un pequeño grupo tuvo un momento de
lucidez y se dio cuenta que el miedo y las penurias que sufríamos en la zona
segura no tenían ningún sentido cuando eran mayores que el miedo y las penurias
que sufriríamos fuera. Desesperados y sin nada que perder, abrieron las puertas
de la zona segura armados con cuchillos y palos y salieron al exterior, al
mundo de los muertos vivientes.
Todo fue mejor a partir de entonces. Conseguimos
comida que no habíamos tenido que matar entre súplicas antes de cocinarla, y
nos vimos libres del hacinamiento… pero los muertos seguían allí fuera.
Alguien, ignoro quién, descubrió que el olor cumplía una función importante a
la hora de ser reconocidos como presas por los resucitados, por lo que
experimentaron y se cubrieron de carne podrida de muerto viviente para poder
moverse entre ellos.
Por un momento pensé que todo se había arreglado, que
pronto volveríamos a ser las personas que fuimos. Teníamos comida y la fórmula
para esquivar a los muertos, ¿qué más nos hacía falta? Pero una vez más fui un
necio... ya habíamos dado un paso hacia la locura que no podía desandarse, y lo
que siguió no fueron más que otros.
En primer lugar, para limpiar la ciudad de resucitados
se les ocurrió quemarla hasta los cimientos con todo el combustible y los
explosivos que los militares dejaron en la zona segura. Embadurnados con restos
humanos podridos, esparcieron la gasolina por toda la ciudad y lanzaron los
explosivos por sus calles. Cuando encendieron el fuego, no hubo un cuerpo de
bomberos que se hiciera cargo de aquello, y Palencia ardió para siempre… que
aquello nos dejara sin comida que saquear y sin casas a las que volver no
pareció importar a nadie.
Como si estuviéramos en la edad de piedra, el fuego
que arrasó la ciudad atrajo a otra gente, gente viva del exterior que no sabía
el peligro que corría allí. Es muy fácil matar a una persona cuando has matado
antes, y muy fácil comérsela cuando también lo has hecho. Sólo tres miembros
del grupo de quince supervivientes que nos visitó escaparon y vivieron lo
suficiente como para dar a conocer a quien pudiera quedar allí fuera el horror
de los espectros. El resto fueron devorados, y con ellos comenzó una etapa que
no pude soportar más. Cuando se crearon partidas cuyo único objetivo era
encontrar humanos, el animal más fácil de cazar, y traerlos a la zona segura
para ser devorados y seguir alimentando a los monstruos en los que nos convertimos,
decidí que mi historia había terminado.
He hecho cosas tan terribles como las que he tenido
que vivir para seguir en este mundo, y por ese motivo, sabiendo muy bien lo que
otros habrán tenido que sufrir también para continuar viviendo en un mundo de
muertos vivientes, no puedo darles caza. Mi conciencia ya no me deja dormir,
tengo que ponerle fin a esto ahora que aún sigo lúcido, antes de que me
convierta del todo en un espectro. Ignoro si el disparo con el que acabaré con
mi vida, gracias al revolver que le quité a un muerto, atraerá a alguno de mis
hermanos, que dará cuenta de mi cadáver sin derramar una lágrima por mí, o si
me pudriré aquí hasta el fin de los días, pero lo cierto es que a estas alturas
me da completamente igual. Me despido de ti, lector, seas quien seas.
Pd: Perdona que no te de mi nombre, pero soy un
cobarde y no quiero que el ser en el que me he convertido se pueda asociar a la
persona que fui antes de que el mundo se viniera abajo.”
—Joder… —murmuré
al acabar con el duro escrito. Una de las muchas cosas malas del fin del mundo
era que apenas podías quejarte y lamentar tus propias miserias, porque siempre
había alguien que estaba mucho peor, y casi parecía de mal gusto hacerlo.
Aquella explicación del origen de los espectros sin duda era una de las que
dejaban la mía propia como una mísera broma en comparación.
Me hubiera gustado
sentir lástima por aquellos monstruos caníbales, pero por muy desesperados que
estuvieran, sus atrocidades, por no contar lo que me habían hecho a mí mismo y
a la comunidad, las consideraba injustificables. Como bien decía el arrepentido
autor de aquel corto relato de terror, para intentar sobrevivir se habían
convertido en monstruos peores aún que los muertos vivientes. No merecía la
pena sentir compasión por algo así, y no me arrepentía de los espectros que
habían muerto a mis manos hasta ese momento, sino todo lo contrario.
Interrumpí esa
reflexión cuando escuché pasos en el exterior. Pensando que podía tratarse de
una partida de espectros que me estuviera persiguiendo aún, me agazapé en el
suelo y me asomé con discreción a una ventana para confirmarlo… cuál fue mi
sorpresa cuando, en efecto, me encontré con un grupo de al menos seis
espectros, pero en lugar de venir de la ciudad y dirigirse hacia la casa donde
me escondía, venían desde las afueras y se dirigían hacia la ciudad.
“Una partida de
caza que vuelve” me dije al ver que cargaban varios cuerpos consigo, “pobre
gente”.
Pero el “pobre
gente” se convirtió en un comentario menos genérico cuando me pareció reconocer
a algunos de los cuerpos. Uno de ellos no tenía cabeza, y por el hollín que le
cubría debía ser un espectro muerto sin ninguna duda, pero los otros dos los
conocía a la perfección.
—Javier… —murmuré.
Y la otra, una mujer menuda vestida con poco estilo y mucho recato, sólo podía
ser… — ¡Judit!
¿Qué hacían allí?
No podía entenderlo, si hubieran sido atrapados en combate, como nosotros,
estarían con Isabel, Sarai y Clara. Por la posición del sol sabía que era ya
mediodía, y cuando desperté debíamos llevar ya horas allí. ¿Podían haber
sufrido otro ataque? Si ese era el caso, sólo podía desear que Maite estuviera
bien.
Me percaté de que ambos
seguían vivos cuando les vi mover las manos que traían atadas, pero aunque me
tranquilizó saber que vivían, en realidad eso no hacía más que dificultar mi
objetivo. ¿Cómo diablos iba a salvar a cada vez más gente con cada vez más
espectros en mi camino? Era un dilema que tenía que resolver y no sabía cómo.
Incluso por un momento me sentí tentado de admitir que no había solución y
simplemente marcharme de allí, abandonándolos a su suerte.
Por supuesto, ese
pensamiento quedó descartado en cuando me enfrenté a la posibilidad de verme
las caras con Maite habiendo dejado atrás a su hija… sencillamente no podía
ser, tenía que encontrar el modo. Pero, ¿cómo cuando no tenía forma ni de
enfrentarme a los pocos espectros que llevaban a Judit y a Javier? Era una
sensación de impotencia desesperante.
Se me ocurrió que
tal vez pudiera aprovechar el momento en que les dejaran en la cuadra que
servía de matadero para colarme. La llegada de nuevas víctimas y nuevos
cazadores podía ser la distracción que me permitiera entrar y acabar de liberar
a los demás. Era una idea muy pobre, pero era mejor que no hacer nada. No me
quedaría rondando alrededor de mis enemigos, como un fantasma en una casa
encantada, hasta perder el juicio… no otra vez.
La partida de caza
que llevaba a Judit se perdió de vista entre las naves industriales, y yo, pistola
y barra metálica en mano, salí fuera dispuesto a que pasara lo que tuviera que
pasar y me encaminé tras sus pasos.
Sin embargo, antes
de poder salir siquiera de entre los árboles, un sonido lejano hizo que me
detuviera en seco y guardara silencio para intentar escucharlo mejor. No es que
me las diera de experto en esas cosas pero, o mucho me equivocaba, o había
comenzado a escucharse en la distancia el sonido de armas de fuego siendo
disparadas.
Pasaron unos
segundos y el sonido fue haciéndose más fuerte y más nítido. Sin duda lo que se
escuchaban eran fusiles de asalto, pistolas, rifles y escopetas… todo un
arsenal siendo descargado contra el único enemigo que quedaba en la ciudad: los
espectros.
“Han venido” pensé
inmediatamente, ¿qué otra explicación había si no? Maite y el resto del grupo
habían logrado rastrearnos y estaban plantando cara a los espectros para
rescatarnos. “Vaya, no sabía que teníamos tantas armas” me dije al comprobar
cómo la cadencia e intensidad de los disparos no hacía más que incrementarse.
Desde luego, sobrados de munición no íbamos la última vez que estuve con el
grupo… Maite debía estar dándolo todo en nuestro rescate.
No perdí un
instante y comencé a correr en dirección a los disparos. Sus intenciones eran
buenas, pero estaban atacando por el lado equivocado de la ciudad. Si lo
hubieran hecho desde donde me encontraba yo, habríamos podido entrar y rescatarles
a todos rápidamente. De la forma en que lo habían hecho, no sabía con cuántos
espectros tendrían que vérselas antes de llegar al matadero.
En mi carrera pasé
por delante de la puerta del cementerio. Me extrañó que no estuviera abierta y
hubieran aprovechado los huesos de los muertos para hacer sopa o algo así, pero
al igual que a los reanimados, los espectros parecían preferir las presas
vivas.
Cuando dejé atrás
el camposanto podía escuchar el combate todavía más cerca, sin duda iba en la
dirección correcta para unirme a mis compañeros en la lucha… pero entonces, al
pasar junto a unos matorrales entre un pequeño grupito de tres árboles, me di
de bruces contra alguien que cayó rodando al suelo conmigo.
—¡Joder! —gruñó
con una voz que conocía, aunque no pude identificarle hasta que le tuve cara a
cara en el suelo… era Eduardo.
Antes de que
pudiera abrir la boca y manifestar mi asombro y alegría por encontrarle, unas
manos fuertes me aferraron de los hombros y tiraron de mí hasta ponerme en pie.
Ramón tenía un puñal en las manos y amenazaba con clavármelo.
—¡No, espera, soy
yo! —exclamé intentando soltarme de su agarre.
—¡Coño! —bufó
Ramón al reconocerme.
—Es Gonzalo. —clarificó
Eduardo poniéndose en pie.
—¿Gon? —preguntó
Maite saliendo de entre los arbustos, acompañada por Diana, Luis y María, la
hija de Isabel. Se había quitado el parche del ojo, que todavía mostraba las
marcas de la herida sufrida, algo que me sorprendió—. ¡Dios! ¿Eres tú de
verdad?
—Sí —respondí muy
aliviado de haberlos encontrado… pero no tardé en caer en la cuenta de que los
disparos seguían escuchándose más al sur—. ¿Qué…?
No pude terminar
de formular la pregunta porque la boca se me llenó de cabellos pelirrojos
cuando Maite se lanzó hacia mí para abrazarme. Me pilló tan de sorpresa porque
no me esperaba esa muestra de afectividad delante de los demás después de lo
secreta que había querido siempre que fuera nuestra relación, sin embargo, no
quise desaprovechar la oportunidad y la abracé yo también… me gustaba tenerla
pegada a mí, sentir su cuerpo contra el mío y el tacto de su cabello en mis
manos, y no me importaron las miradas titubeantes del resto.
—¿Dónde están los
demás? —preguntó María para devolvernos al tema más acuciante—. ¿Dónde está mi
madre?
—Y Clara —añadió
Maite después de soltarme—. ¿Y qué son esos disparos?
—¿No sois
vosotros? —repliqué.
—Es evidente que
no —señaló Ramón—. Sólo estamos nosotros en la operación de rescate… no
pensarías que íbamos a abandonaros, ¿verdad? A los demás los mandamos hacia la
Hermida.
—Y no tenemos
armas para armar la que están armando ahí. —apuntó Diana.
—Los espectros
tampoco —dije yo—. Tienen a los demás, además de a otra gente, encerrados en un
matadero no muy lejos de aquí.
—¿En un matadero? —repitió
Maite palideciendo.
Tardé un segundo
en responder porque no sabía qué decirle… sí, era un matadero, acababa de ver
cómo sacrificaban a un hombre y lo despiezaban para comérselo.
—Está en una nave
industrial no muy lejos de aquí. Si nos damos prisa, podemos llegar mientras
ellos están distraídos con el tiroteo —se me ocurrió… aunque había una cosa que
había olvidado decirles—. ¿Sabéis que también tienen a Judit?
—¿A Judit? —se sobresaltó
Maite—. Judit estaba sana y salva en el campamento, partió hacia la Hermida con
los demás.
—Pues acaban de
traerla unos espectros junto a Javier. —informé.
—¡Condenada niña
estúpida! —rugió ella apretando los dientes—. Cuando no encontramos ningún
cadáver, le pedí que averiguara qué eran esos espectros, pero no pensé… ni
siquiera se lo estaba diciendo en serio, en ese momento en lo único que pensaba
era en Clara.
—No había
cadáveres porque se comen también a sí mismos. Cargarían con ellos antes de
retirarse —deduje—. Traían también el cuerpo de uno de los suyos sin cabeza,
para que no se convirtiera.
—Eso suma dos al
número de personas que tenemos que rescatar —resumió Luis—. Judit, niña
inconsciente…
—¿Cómo han podido
traerla antes de que nosotros llegáramos? —se preguntó Diana.
—Ellos sabían a
dónde venían —resolvió Eduardo—. No tuvieron que seguir huellas y restos.
—Dejemos esto para
luego, todavía tenemos que entrar ahí y rescatarlas —interrumpió Maite, que
luego se volvió hacia mí—. ¿Sabes llevarnos hasta donde las tienen?
—Sí, seguidme —les
indiqué—. Emm… ¿alguien tiene un arma? Sólo pude conseguir una minúscula
pistola.
—Te la cambio —se
ofreció Luis, que cargaba con uno de los fusiles de asalto del arsenal al que
nos dirigió Javier—. No se me da bien del todo disparar, me temo.
Con un arma de
verdad de nuevo en las manos me sentí más a gusto, más seguro y dispuesto a
entrar en combate. Era un soldado, había sido entrenado para eso.
—¡Por aquí, vamos!
—les guie mientras corríamos en dirección al matadero. Tuvimos que pasar de
nuevo junto al cementerio, hasta llegar a las proximidades de la arboleda donde
se escondía la casita de la que acababa de salir, siempre escuchando el ruido
de los disparos de fondo.
—Sea lo que sea,
es una guerra en toda regla. —opinó Ramón del sonido de los combates cuando ya
nos metíamos en la calle con la pared de hormigón. A esa altura podíamos
encontrar espectros a la vuelta de la esquina, de modo que reducimos la
velocidad hasta un trote rápido.
—¿Eso era una zona
segura? —preguntó Diana señalando el muro.
—Y lo sigue siendo
—confirmé—. Los reanimados no llegaron a entrar en ella… por eso sus habitantes
acabaron como acabaron.
Ninguno de ellos
debió comprender del todo a qué me refería, pero no era momento de dar
explicaciones, la distracción de los disparos no duraría para siempre, y aunque
nuestro enemigo eran los espectros, estaba seguro de que a cualquiera de los
demás le hacía tan poca ilusión el encontrarse con quien estuviera disparando
que a mí. Un grupo grande y bien armado podía ser un peligro mucho peor que
cualquier otra cosa a la que nos hubiéramos enfrentado.
Las calles, como
me había atrevido a esperar, estaban desiertas. Todos los espectros habían
acudido al combate, dándonos vía libre para colarnos en pleno corazón de su
refugio.
—¡Allí, es allí! —exclamé
señalando la nave industrial que había sido mi prisión. No me fue sencillo
reconocerla porque apenas había tenido tiempo de fijarme en ella desde fuera,
pero deshaciendo el camino andado sólo podía ser esa.
—Espero que
hayamos llegado a tiempo… —murmuró Luis.
Un espectro muerto
y con un disparo en la espalda yacía sangrante y cabeza abajo junto a la
entrada principal. Era un muerto muy reciente, y esperaba que el único que encontráramos
allí.
—¡No! —exclamó
Maite, con los ojos abiertos como platos, cuando entramos, y pasando por alto
la mesa metálica empapada en sangre y restos humanos, volvimos la vista hacia
los cubículos—. ¡No!
—¡Joder! —gimió Luis.
—¡Mamá! —gritó la hija
de Isabel, y yo no pude sino tragar saliva y desear haber llegado sólo un
minuto antes…
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