domingo, 9 de agosto de 2015

ORÍGENES: Capítulo 38: Gonzalo


CAPÍTULO 38: GONZALO


Cuando desperté, la cabeza me daba auténticas vueltas de campana. Al principio no fui capaz de recordar del todo bien qué había pasado, pero enseguida a mi mente comenzaron a regresar varias imágenes de lo ocurrido, gracias a las cuales comprendí la grave situación en la que me encontraba. Recordaba haber estado buscando objetivos contra los que disparar durante el ataque al campamento, pero con poco éxito. La oscuridad, la velocidad de los espectros y el peligro de acertar a alguno de los nuestros por error hacían difícil conseguir un buen disparo… y entonces, un pequeño grupo me atacó por la espalda. Vi a Isabel correr a ayudarme durante mi forcejeo con uno de ellos, pero me golpearon en la cabeza y caí inconsciente. El golpe que me tumbó debía ser el motivo por el que sentía un dolor punzante en todo el cráneo.
No podía ver nada porque tenía una venda de tela cubriéndome los ojos, también me encontraba amordazado y atado con las manos a la espalda con unas cuerdas muy apretadas… pero no me pasó por alto el intenso olor a sangre, orina y heces humanas que lo impregnaba todo. Podía escuchar también murmullos asustados a mi alrededor, aunque no sabía a quién pertenecían.
Mi margen de movimiento no era muy amplio, sin embargo, conseguí encontrar una barra metálica horizontal a un lado contra la que restregar la cabeza para librarme de la tela que me cubría los ojos. Logré apartarla lo suficiente como para descubrir uno de ellos, y lo que vi hizo que se me encogiera el corazón.
A través de las grietas del tejado de uralita se filtraba luz suficiente como para iluminar todo el enorme recinto en el que me habían metido, y la imagen que ofrecía solo podía calificarse de dantesca. Aquello era una cuadra, con barras de metal como la que había empleado para apartar la tela separando los cubículos, donde en el pasado debían guardarse los animales, y que en ese momento eran utilizados para guardar humanos. Pero sin duda lo más impactante era la sangre que lo cubría todo, sangre que se encontraba esparcida hasta por las paredes o formando grandes charcos coagulados en el suelo, y que todavía olía a fresca.
Ocupando el mismo cubículo que yo, Isabel permanecía de rodillas, también atada y amordazada, y visiblemente asustada; a su lado, Sarai, de la misma guisa, temblaba de puro terror con el rostro enrojecido por el llanto; y por último, Clara yacía inconsciente en el suelo, atada también como todos las demás. Sentí un pinchazo de aprensión más fuerte que con el resto al verla a ella allí, entre nosotros, los prisioneros de los espectros. Tenía una relación con su madre, de modo que ahora era algo así como mi hijastra, y además, sólo era una niña.
No éramos los únicos que se encontraban allí atrapados. A través de los hierros del cubículo pude ver que otros también tenían ocupantes dentro, tan atados y amordazados como nosotros. Logré contar a unas seis personas, pero la más cercana era un hombre flaco y medio calvo que teníamos justo al lado, y que parecía más nervioso que ninguno.
Ya conocía lo suficiente de los espectros como para saber que no tenían en mente nada bueno con respecto a nosotros, de modo que no dejé que el miedo me afectase… eso era lo que ellos pretendían conseguir cuando nos estuvieron persiguiendo durante el viaje en busca de un nuevo lugar donde echar raíces, y sin duda también era lo que querían manteniéndonos almacenados de aquella manera.
Por desgracia, en el estado en que me encontraba no podía hablar y tampoco moverme, pero vi que una de las barras metálicas del cubículo tenía un agujero provocado por el óxido, y no dudé en acercar las manos a ella para intentar raspar la desgastada cuerda con la que estaba atado, no sin antes terminar de quitarme la tela que me cubría los ojos a base de agitar la cabeza.
Sumido ya en un proceso de serrado que iba a llevar su tiempo, escuché una puerta abrirse, y de repente más luz entró en la estancia. Desde mi posición no podía ver qué ocurría, así que paré de serrar y me concentré en escuchar por encima de los sollozos enmudecidos por las mordazas de los demás prisioneros.
Oí los pasos de lo que me parecieron tres personas, y cuando se acercaron un poco más, confirmé que, en efecto, lo eran… y que además eran personas de verdad, lo que me dejó completamente atónito. Los tres vestían harapos manchados de sangre, hollín y suciedad, pero también mostraban gestos adustos en rostros sin rastro alguno de descomposición.
“No pueden ser espectros” me dije al verlos pasar junto a nuestro cubículo y detenerse frente al de al lado. Recordaba de los espectros que, si bien se comportaban con tanta agilidad e inteligencia como un humano, sus cuerpos estaban tan muertos y podridos como los de un reanimado… yo mismo lo había confirmado al abatir al que surgió de entre los matorrales. Por tanto, lo que estaban viendo mis ojos no tenía ningún sentido.
Los tres presuntos espectros abrieron la puerta del cubículo, y al escuchar el sonido, el ocupante medio calvo comenzó a temblar todavía más y a gritar por debajo de la mordaza. Aquello provocó un revuelo generalizado en los demás prisioneros, que reaccionaron con miedo al pánico de aquel pobre hombre. Dos de los espectros entraron, le agarraron de los brazos y le sacaron fuera mientras el hombre pataleaba y trataba de resistirse, pero fue completamente en vano. Sin dirigirse una palabra entre ellos, le arrastraron en dirección a una mesa metálica colocada en un extremo de la cuadra, una a la que no había prestado atención hasta ese momento por estar atento a otras cosas más urgentes.
Aquello no tenía buena pinta, ni por asomo. La mesa se encontraba completamente cubierta de sangre seca, más incluso que el resto de del lugar… y cuando los espectros obligaron al hombre a tumbarse sobre ella, comprendí que aquel edificio no era una cuadra, sino un matadero.
Un cuarto espectro, en concreto una mujer, se unió al grupo de tres, que libró de las ataduras a su víctima sólo para volver a amarrarle de nuevo contra la mesa. Una vez posicionado, comenzaron a desnudarle rompiéndole la ropa a cuchilladas. La mujer le quitó los zapatos, los examinó y luego los guardó en un saco que llevaba con ella. También registró los bolsillos de su pantalón y le arrancó un anillo del dedo. Supuse que era la encargada de rescatar cualquier cosa valiosa que pudiera llevar encima, aunque ignoraba qué podía considerar esa gente “valioso”.
Acabado el saqueo, comenzó un espectáculo que creí que no volvería a ver después de las atrocidades que tuve que presenciar en Colmenar Viejo con los sectarios. En cierto modo, fue como volver a esos momentos, y empecé a sentir gotas de sudor frío caerme por la frente debido a ello. Uno de los espectros colocó un cubo metálico al pie de la mesa, y con un afilado cuchillo que le entregaron, cortó el cuello del hombre, que retorciéndose impotente y tratando de chillar comenzó a sangrar a borbotones, sangre que acababa cayendo dentro del cubo.
“Es un matadero” pensé, “de verdad es un matadero”. Nunca había presenciado la matanza de un animal, pero estaba claro que los espectros no iban a desaprovechar ni la sangre de aquel tipo.
El pobre desgraciado no tardó en dejar de moverse, y entonces empezó lo realmente desagradable. Comenzaron decapitándole, algo lógico si no querían que toda la carne se echara a perder si el cuerpo revivía. El espectro encargado de ello lo hizo con auténtica maestría, aprovechando la misma incisión con la que le cortó la garganta para alcanzar hasta las vértebras del cuello. Éstas las seccionó con un hacha de mano que también le tendió uno de sus acompañantes. Lo siguiente fue repetir la operación para seccionar manos y pies, para acto seguido continuar con la emasculación. Después, con una incisión longitudinal cortó desde el esternón hasta la pelvis, abriendo el cuerpo en canal y comenzando a extraer las tripas y órganos internos. Corazón, pulmones e hígado fueron guardados aparte.
Cuando emplearon una sierra para abrirle el tórax, Sarai se desmayó. Tal vez no pudiera ver aquello de la forma en que lo hacía yo, pero tener que escucharlo era casi igual de escalofriante, y no lo soportó más. Su desmayo sirvió para devolverme al momento y urgirme a continuar serrando mis ataduras… si no quería que todos acabáramos como ese pobre hombre, más valía que encontrara la forma de liberarme.
La cuerda tardó en romperse más de lo que me hubiera gustado. El despiece humano no tardaría mucho en concluir, e ignoraba lo que tenían pensado hacer después con el resto de prisioneros que estábamos allí. De lo que ya no dudaba era de la naturaleza de los espectros. Era evidente que no podían ser muertos vivientes de ningún tipo, sino personas vivas que habían empleado la artimaña de rodearse de olor a podrido para moverse entre los reanimados de verdad. Era tan evidente que me sentía muy estúpido por no haberme dado cuenta, en especial cuando casi se podía decir que ese truco lo inventé yo.
El motivo por el que un grupo de gente había acabado de aquella manera, recurriendo al canibalismo y camuflándose entre los muertos para acosar a los vivos, era harina de otro costal.
Con las manos libres por fin, me apresuré a desatar las cuerdas que mantenían sujetos mis pies, y en cuanto pude moverme me lancé a ayudar a los demás. Teniendo a Sarai desmayada y Clara inconsciente, sólo me quedaba Isabel para que me echara una mano con aquello, de modo que fue a ella a la primera que intenté soltar. Aunque, a juzgar por su cara de pánico, ella también había interpretado correctamente los sonidos del descuartizamiento humano, parecía haberlo soportado mejor que la chica. Presionado por el peligro, me di más prisa de la debida a la hora de deshacer los nudos, y uno de los espectros se percató de que algo estaba pasando.
—¡Mierda! —murmuré al darme cuenta de que comenzaba a acercarse. Isabel dijo algo ininteligible por debajo de la mordaza, pero no le hice caso… tenía que liberarla para que me ayudara contra los cuatro espectros que había allí antes de que me detuvieran.
No tuve suerte en esa ocasión. La criatura, dándose cuenta de lo que ocurría, se apresuró en llegar hasta nosotros armado con un cuchillo antes de que pudiera terminar con las ataduras de Isabel. Cuando abrió la portezuela metálica, sus otros amigos espectros ya corrían hacia allí también, de modo que no me quedó otra más que lanzarme contra él para intentar quitarle de en medio.
Ambos caímos rodando al suelo por la embestida, rebozándonos de sangre y porquería en el proceso, pero él salió peor parado. No era un hombre fuerte, me di cuenta en cuanto le tuve debajo, y me fue fácil reducirlo y arrebatarle el cuchillo de las manos antes de que llegaran los demás. Él forcejeó e intentó quitarme de encima, pero su propia arma acabó clavada en su ojo sin que pudiera evitarlo. Dejó de moverse de inmediato al atravesarle el cerebro, y de la herida comenzó a fluir la sangre oscura, pero roja, de un ser vivo.
Cuando los otros tres espectros me alcanzaron, yo ya me encontraba en pie y preparado para hacerles frente. Sólo uno de ellos, que portaba un enorme cuchillo ensangrentado que hasta un momento antes había estado utilizando para el despiece, podía suponer un peligro por su corpulencia y el arma que cargaba, así que preferí evitarle y abrirme paso a través de los otros.
No quería luchar, no tenía claro si habría podido ganar de enzarzarme en un combate, y no sabía cómo de cerca tendrían los refuerzos esos seres, así que solo podía intentar salir de allí.
Hice un amago de ataque que sirvió para que la mujer, la más débil, retrocediera un paso, proporcionándome el espacio que necesitaba para lanzarme hacia la puerta que me sacaría de aquel lugar. Tuve que empujar a un lado al tercer espectro para abrirme camino, pero logré dejarles atrás.
Salí a la luz del sol, aunque ese día había amanecido medio nublado, y pisé sobre un terreno asfaltado frente a la entrada al matadero. Me encontraba en mitad de una calle perteneciente a un polígono industrial, y justo delante disponía de unas vistas inmejorables de una ciudad calcinada.
“Palencia” deduje inmediatamente. Eso tenía todo el sentido del mundo; explicaba el hollín con el que se cubrían los espectros y que comenzaran a perseguirnos cuando nos aproximábamos a la ciudad… además, el ataque al convoy se había producido también cerca de allí, si los mapas no mentían.
No tuve mucho tiempo de parame a pensar porque los tres espectros no tardaron en darme alcance, e ignoraba cuántos más de ellos podía haber por allí. Escuchando sus pasos tras de mí, comencé a correr calle arriba buscando una salida, un escondite o lo que fuera. Doblé en la primera esquina y me topé con una calle llena de contenedores industriales, donde también había por lo menos cinco o seis de esos seres dando vueltas… sin embargo, lo más curioso de todo fue ver que la calle terminaba en un muro de hormigón tan alto que alcanzaba los tejados de las naves industriales de alrededor.
“Es una zona segura” me dije a mí mismo. Dudaba mucho que un muro que cortaba en dos la carretera estuviera allí antes, y aquel sitio, las afueras de una ciudad, era un buen lugar donde montar una de esas instalaciones. El muro tenía además una enorme puerta metálica, que en esos momentos se encontraba abierta. Me di cuenta enseguida que los contenedores industriales estaban puestos allí para molestar el paso, seguramente con la intención de evitar que demasiados reanimados se pudieran acercar de golpe.
Todo aquello era una información interesante, pero no tenía importancia alguna en ese momento, más allá de que la calle hacia la que había girado era un callejón sin salida por el que no podía seguir. Me deslicé entre los contenedores para apartarme de la vista de los otros espectros y me aproximé a la calle de enfrente. No pude ver cómo mis perseguidores entraban al callejón, pero sí que oí pasos apresurados, a los que se sumaron algunos nuevos de los refuerzos que consiguieron tras advertir a los demás.
La única salida que tenía, a menos que quisiera meterme en la boca del lobo y probar suerte dentro de la zona segura, era la entrada abierta de una nave industrial a unos pocos metros. Temía lo que pudiera encontrarme allí dentro, posiblemente más espectros, pero no me quedaba otra opción, así que me lancé hacia ella intentando que ninguno de mis perseguidores me viera, y cuando estuve dentro me escondí tras la pared.
Aquella nave de gran tamaño tenía aspecto de haber sido un almacén, aunque en ese momento se encontraba completamente vacío. Una segunda entrada justo frente a la primera me devolvió la esperanza de ser capaz de escapar, pero entonces escuché pasos que se acercaban corriendo… si sabían que aquella puerta estaba abierta, debieron deducir fácilmente que sería el lugar por donde intentaría huir.
No tuve tiempo para pensar, el primero que atravesó el umbral recibió una puñalada a la altura del pecho, que lancé desde un lado antes de que pudiera verme siquiera. El desdichado espectro cayó fulminado de inmediato, pero arrastró consigo el cuchillo, que se deslizó de mis manos manchadas de sangre. No me molesté en intentar recuperarlo, había más espectros tras el primero y no iba a quedarme a esperarlos a todos. Eché a correr a toda velocidad perseguido por ellos en dirección a la salida, pensando que ya tendría tiempo para perderlos cuando estuviera lejos de allí.
Otro espectro se asomó por mi ruta de huida. Llevaba una barra metálica en la mano, y cuando me vio siendo perseguido por los suyos y fue consciente de lo que ocurría, pensé que iba a plantarme cara con ella… sin embargo, en lugar de eso, la agarró con una mano y comenzó a saltar con la intención de alcanzar el enganche y bajar la persiana metálica y bloquearme el paso.
—¡Hijo de puta! —murmuré entre dientes forzando la marcha. Si me encerraban allí dentro desarmado, estaba perdido.
Al final, el espectro agarró el enganche con la barra e hizo fuerza hacia abajo, pero la persiana era muy pesada y logré llegar a su altura antes de que me atrapara dentro. Me abalancé contra él como si fuera un jugador de rugby y le derribé contra el suelo, llevándome un buen golpe yo también en el proceso. La barra metálica salió volando y cayó a varios metros con un fuerte tintineo. Me apresuré a levantarme y correr para alcanzarla al tiempo que la persiana caía del todo por su propio peso, librándome por fin de los otros espectros, y cuando la recogí tenía la intención de utilizarla como arma. El espectro derribado, sin embargo, no se movió del suelo.
No me detuve a ver si estaba muerto, tan sólo eché a correr hacia la salida de aquel polígono industrial maldito, que ya se distinguía al final de la calle. Pasé de nuevo junto a una sección del muro antes de pisar carretera, y luego todo fue campo por fin.
Tenía un cementerio a mi derecha y únicamente llanura en adelante, espacio de sobra para huir y que no pudieran atraparme de nuevo jamás… pero había dejado a Sarai, Isabel y Clara a merced de aquellos locos, de modo que no podía marcharme sin más. Una discreta casita que vislumbré junto a un pequeño grupo de árboles fue la respuesta a mi dilema. Allí podría esconderme de la vista de los espectros, y al mismo tiempo estar cerca para poder actuar en cuanto se me ocurriera cómo hacerlo. Estaba seguro de que ellos pensarían que había intentado huir lo más lejos posible, no que me había quedado escondido tan cerca de su refugio.
No me sorprendió encontrarme la puerta principal de la casa con la cerradura rota. Si los espectros sólo eran personas normales y corrientes, habrían agotado todo lo posible los recursos de su alrededor antes de recurrir al canibalismo y volverse unos profesionales en la materia. Lo que sí me sorprendió fue descubrir que el comedor se había convertido en una especie de refugio, con mantas cubriendo las ventanas, un lecho formado también de mantas y sábanas en el suelo, y una colección de latas de comida gastadas distribuidas por todas partes. Había también muchas manchas de sangre, y cuando aparté una sábana que abultaba más que las otras, me topé con un cadáver humano reseco con una herida de bala en la cabeza.
Alguien, posiblemente quien yacía muerto, había vivido allí una temporada, pero no me cuadraba… ¿cómo podía nadie haberse escondido en ese lugar con los espectros literalmente a un tiro de piedra? No tenía respuesta para eso, aunque sí a cómo había muerto aquel desdichado. Enganchado a su esquelética mano, todavía sostenía un pequeño revolver con el que se disparó a sí mismo.
El revólver aún tenía cuatro balas en su cargador, más que insuficientes para una operación de rescate en el escondite de los espectros… sin embargo, tenía que darme prisa en planificar cualquier cosa que tuviera una posibilidad de funcionar. Quería pensar que con el hombre que mataron, los que estaban allí prisioneros antes que nosotros y los muertos extra que les había dejado estarían servidos de carne por una temporada, pero no podía estar seguro de algo así cuando había tres vidas en juego.
“Si dejo que a Clara le pase algo, Maite me va a matar” pensé. Sólo de imaginar en lo que debía estar sufriendo con su hija en paradero desconocido se me caía el mundo encima, pero Dios sabía que no había podido hacer nada por ayudarla hasta el momento.
Decidido a emprender alguna acción, fuera la que fuera, recorrí la casa de arriba abajo para buscar cualquier cosa que pudiera serme útil. No era una casa grande, como ya había visto desde fuera, tan sólo era todo lo funcional que se necesitaba para cuidar de los huertos de alrededor. Me hubiera gustado que el dueño hubiera sido uno de esos labriegos que guardan una escopeta o un rifle, pero con total seguridad cualquier arma fue saqueada mucho antes de mi llegada.
Ya me iba a dar por vencido en la búsqueda cuando encontré sobre la mesilla de noche del único dormitorio de la casa un puñado de hojas sueltas que alguien había escrito a mano, y movido por la curiosidad, me acerqué a echarles un vistazo.
Efectivamente, aquello resultó ser un manuscrito y, o mucho me equivocaba, o también era la nota de suicidio del tipo que había muerto en el comedor.
Sabía que tenía cosas más urgentes que hacer, pero no podía evitar sentir curiosidad acerca de cómo había podido vivir cerca de los espectros, y tratándose de un texto extenso, bien pensado cabía la posibilidad de que dijera algo sobre ellos que sí acabara siendo útil.
Me volví hacia la ventana del dormitorio para echar un vistazo fuera, donde el cielo se volvía cada vez más negro, y me aseguré de que no había enemigos alrededor. Cuando lo confirmé, me senté sobre la cama y comencé la lectura.

“No sé por qué escribo esto en realidad. Tal vez sea por deformación profesional, que el cuerpo me pida volver a ser durante mis últimos momentos el profesor de literatura que fui cuando el mundo funcionaba… o tal vez sea por la imperiosa necesidad de dejar constancia de los horrores que se han vivido en esta pequeña ciudad. Sin duda debe ser lo primero, no creo que vaya a haber generaciones futuras, al menos no a las que les pueda interesar leer esto, si es que para sobrevivir hay que acabar como lo hicimos nosotros.
Toda esta pesadilla comenzó al mismo tiempo que las pesadillas que hoy vive el resto del mundo, es decir, cuando los resucitados aparecieron. Palencia no fue distinta a otros lugares similares, y los militares construyeron una zona segura en el polígono industrial, donde logramos refugiarnos casi mil quinientas personas, militares incluidos. Sin embargo, y a diferencia de otras zonas seguras, por lo que nos contaron esos militares, nosotros sí aguantamos el día en que los resucitados llegaron a nuestras puertas. Palencia no era una ciudad demasiado grande, así que su número no fue suficiente para que lograran sobrepasarnos, y gracias a unos muros fuertes y unas buenas defensas exteriores, cuando la horda de incontables seres alcanzó nuestro umbral atraída por la presencia de las últimas personas vivas en kilómetros a la redonda, sobrevivimos.
Recuerdo ese día con regocijo. Civiles y militares celebramos juntos que, tras veinticuatro horas de asedio continuado, el último de los muertos vivientes había caído abatido por disparos de fusil. Fue como si hubiéramos superado la prueba de la vida, la mayor de las dificultades, el desafío a partir del cual todo empezaría a ir a mejor… qué equivocados estábamos.
Envalentonados por la victoria pero, al mismo tiempo, preocupados por la escasez de comida, los militares se propusieron reconquistar la ciudad cuanto antes. No dudé, ni dudo, de su buena voluntad en esos momentos. Recuperar nuestros hogares y nuestras vidas era lo que más ansiábamos todos, y aunque las pérdidas eran grandes, creíamos ser capaces de seguir adelante. El día que hasta el último militar salió de la zona segura en pos de la reconquista sólo faltó que tiraran pétalos de rosa a su paso. Nadie creyó que no lo conseguirían… ni siquiera yo, pesimista por naturaleza, pensé que aquello podía suponer su final. Todos nos equivocamos de nuevo.
Los militares no volvieron jamás. Ignoro si la totalidad murió a manos de los innumerables muertos vivientes que aún quedaban en la ciudad, o si sólo lo hicieron muchos y los demás prefirieron no volver a la zona segura y cargar con la responsabilidad que suponíamos para ellos, pero el hecho es que no volvieron. Durante algunos días se escucharon en la lejanía los disparos producto de escaramuzas, hasta que reinó el silencio tanto en Palencia como en la zona segura.
Nadie sabía qué hacer a continuación, cómo resolver aquella situación. Volver a tocar la tierra con los pies tras creernos a salvo fue un golpe muy duro, y no supimos llevarlo bien. Cundió la desesperación; donde antes nos reíamos de los muertos vivientes, ahora teníamos demasiado miedo de ellos como para intentar salir… si los militares no lo habían conseguido con su entrenamiento y sus armas, ¿cómo lo haríamos nosotros? Sólo podíamos quedarnos tras la protección de los muros y esperar nadie sabía muy bien a qué. Alguien acabaría viniendo en nuestra ayuda, era lo que tocaba, la única opción que nos quedaba, así que esperamos.
Teníamos suministro de agua potable suficiente para todos, pero nos acabamos quedando sin provisiones al cabo de unos días. Fueron momentos terribles, de mucha tensión y mucho miedo. Hubo peleas por los últimos restos de comida, incluso muertos por esas peleas y por la desnutrición que acabaron resucitando y creando más muertos entre sí. Mujeres vendieron su cuerpo a cambio de migajas para dar de comer a sus hijos, pero antes de conseguirlo, alguien les robaba la comida por la fuerza.
No tardaron en comenzar los suicidios, gente que no podía más y que prefería quitarse la vida a vivir en aquellas condiciones… no podía culparlas. Apenas soy consciente de cómo logré sobrevivir yo a todo aquello, pero sí recuerdo el hambre, un hambre como el que ningún ser humano del primer mundo ha podido sentir jamás, un hambre cegadora, que no te permitía pensar en otra cosa que en conseguir comida como fuera. Ese sentimiento fue el que una noche desató un horror cuyas consecuencias no fuimos capaces de medir en su momento.
Un grupito atrapó a un hombre que estaba devorando el cadáver de su propio hijo pequeño, muerto de hambre esa misma noche. La consternación fue grande, incluso los que se habían vuelto más violentos y robaban sin pudor a mujeres y niños la poca comida que lograban rapiñar entre la basura se horrorizaron ante aquel repugnante acto. Se acordó encerrar al hombre en un despacho de una de las naves industriales e intentar olvidar todo aquello… pero la idea caló.
De no haber sido porque mi cadáver habría servido para que algún desgraciado se alimentara, me habría suicidado en el momento en que empezó una rapiña que comenzó a arrancar nuestra humanidad a jirones. No amanecía un día sin que al menos diez personas hubieran muerto en ataques nocturnos, y sus cadáveres aparecieran en los huesos después de haber servido de banquete. Se formaron pequeñas bandas que cazaban conjuntamente para mayor efectividad, y como si de auténticos depredadores se trataran, sus primeras víctimas fueron los niños. No había objetivo más fácil que ellos, y eliminar la resistencia de las familias a esos ataques sólo propició más carne en el menú.
Cuando no quedaron niños, fueron a por las mujeres, segundo objetivo más sencillo. Éstas, atemorizadas, buscaron protección, pero no siempre la consiguieron de una manera altruista. Juana era profesora de matemáticas en el mismo instituto que yo, la conocía sólo de vista, y en la zona segura no habíamos hablado demasiado. Tenía entre los profesores cierta fama de ligera de cascos, pero dudo que disfrutara de tener que satisfacer diariamente las necesidades de los diez hombres que formaban la banda que la protegía. La última vez que la vi parecía sólo un fantasma de lo que una vez fue, y por dentro estaba tan muerta como los resucitados del exterior. Esa misma noche la banda debió cansarse de ella, o no lograron una presa mejor, porque se convirtió en su cena.
Sobreviví ese tiempo formando piña con gente como yo, que individualmente no éramos nadie, pero que en grupo podíamos defendernos unos a otros. Las buenas intenciones, sin embargo, no existen cuando el hambre aprieta, y personas era lo único que había por allí para comer. Me avergüenza decir que acabé recurriendo también al canibalismo para vivir.
En el instante en que por fin algo más grande y jugoso que el pellejo de una rata o un insecto entró en mi boca tenía en mente mil y una excusas y racionalizaciones a mi comportamiento, pero los hechos son que traicioné, maté y me comí a alguien, y eso no se puede cambiar. Ahora me doy cuenta que debí acabar con mi vida antes de llegar a ese punto, me habría marchado del mundo con la conciencia más tranquila, pero no lo hice, y tendré que cargar con ello si es que hay algo más allá de este valle de lágrimas.
Se llegó a un punto de equilibrio cuando la mitad de los supervivientes de la zona segura ya estaban muertos y devorados. Todas las presas fáciles habían caído, los que quedábamos habíamos aprendido a vivir en un estado de paranoia constante, y a morir matando si era necesario para que ningún ataque compensara el riesgo para el atacante. Entonces, en el momento más desesperado, cuando apenas éramos humanos ya, el último vestigio que nos restaba de la gente civilizada que fuimos cobró fuerza, y acordamos que, si queríamos sobrevivir, las muertes tenían que producirse de forma ordenada.
Desarrollamos un sistema en el que todos los días se sortearía al azar entre nosotros quienes serían los próximos en morir para alimentar a los demás, y a partir de ese momento, cada noche sacábamos una piedra de un saco y rezábamos para que fuese blanca y no negra.
Los elegidos ofrecieron una sorprendentemente escasa resistencia, tal vez estuvieran tan hartos de esa vida que salir de ella de una manera piadosa les pareciera un final adecuado. Por descontado, también hubo súplicas, lloros, luchas, intentos de negociación… pero no sirvieron de nada, antes de que acabara el invierno, un tercio de los que éramos había sido devorado por los demás.
No fueron tiempos más sencillos que los anteriores. El miedo a ser uno de los próximos en sacar la piedra negra se tornó en auténtica locura. No nos hablábamos, no reíamos, no llorábamos, sólo esperábamos a la siguiente noche para comer o ser comidos. Fue en ese momento, con nuestras ropas hechas jirones por el desgaste y nuestras mentes al límite, cuando nos convertimos en los espectros… ni humanos ni resucitados, sino algo mucho peor.
Un buen día, un pequeño grupo tuvo un momento de lucidez y se dio cuenta que el miedo y las penurias que sufríamos en la zona segura no tenían ningún sentido cuando eran mayores que el miedo y las penurias que sufriríamos fuera. Desesperados y sin nada que perder, abrieron las puertas de la zona segura armados con cuchillos y palos y salieron al exterior, al mundo de los muertos vivientes.
Todo fue mejor a partir de entonces. Conseguimos comida que no habíamos tenido que matar entre súplicas antes de cocinarla, y nos vimos libres del hacinamiento… pero los muertos seguían allí fuera. Alguien, ignoro quién, descubrió que el olor cumplía una función importante a la hora de ser reconocidos como presas por los resucitados, por lo que experimentaron y se cubrieron de carne podrida de muerto viviente para poder moverse entre ellos.
Por un momento pensé que todo se había arreglado, que pronto volveríamos a ser las personas que fuimos. Teníamos comida y la fórmula para esquivar a los muertos, ¿qué más nos hacía falta? Pero una vez más fui un necio... ya habíamos dado un paso hacia la locura que no podía desandarse, y lo que siguió no fueron más que otros.
En primer lugar, para limpiar la ciudad de resucitados se les ocurrió quemarla hasta los cimientos con todo el combustible y los explosivos que los militares dejaron en la zona segura. Embadurnados con restos humanos podridos, esparcieron la gasolina por toda la ciudad y lanzaron los explosivos por sus calles. Cuando encendieron el fuego, no hubo un cuerpo de bomberos que se hiciera cargo de aquello, y Palencia ardió para siempre… que aquello nos dejara sin comida que saquear y sin casas a las que volver no pareció importar a nadie.
Como si estuviéramos en la edad de piedra, el fuego que arrasó la ciudad atrajo a otra gente, gente viva del exterior que no sabía el peligro que corría allí. Es muy fácil matar a una persona cuando has matado antes, y muy fácil comérsela cuando también lo has hecho. Sólo tres miembros del grupo de quince supervivientes que nos visitó escaparon y vivieron lo suficiente como para dar a conocer a quien pudiera quedar allí fuera el horror de los espectros. El resto fueron devorados, y con ellos comenzó una etapa que no pude soportar más. Cuando se crearon partidas cuyo único objetivo era encontrar humanos, el animal más fácil de cazar, y traerlos a la zona segura para ser devorados y seguir alimentando a los monstruos en los que nos convertimos, decidí que mi historia había terminado.
He hecho cosas tan terribles como las que he tenido que vivir para seguir en este mundo, y por ese motivo, sabiendo muy bien lo que otros habrán tenido que sufrir también para continuar viviendo en un mundo de muertos vivientes, no puedo darles caza. Mi conciencia ya no me deja dormir, tengo que ponerle fin a esto ahora que aún sigo lúcido, antes de que me convierta del todo en un espectro. Ignoro si el disparo con el que acabaré con mi vida, gracias al revolver que le quité a un muerto, atraerá a alguno de mis hermanos, que dará cuenta de mi cadáver sin derramar una lágrima por mí, o si me pudriré aquí hasta el fin de los días, pero lo cierto es que a estas alturas me da completamente igual. Me despido de ti, lector, seas quien seas.
Pd: Perdona que no te de mi nombre, pero soy un cobarde y no quiero que el ser en el que me he convertido se pueda asociar a la persona que fui antes de que el mundo se viniera abajo.”

—Joder… —murmuré al acabar con el duro escrito. Una de las muchas cosas malas del fin del mundo era que apenas podías quejarte y lamentar tus propias miserias, porque siempre había alguien que estaba mucho peor, y casi parecía de mal gusto hacerlo. Aquella explicación del origen de los espectros sin duda era una de las que dejaban la mía propia como una mísera broma en comparación.
Me hubiera gustado sentir lástima por aquellos monstruos caníbales, pero por muy desesperados que estuvieran, sus atrocidades, por no contar lo que me habían hecho a mí mismo y a la comunidad, las consideraba injustificables. Como bien decía el arrepentido autor de aquel corto relato de terror, para intentar sobrevivir se habían convertido en monstruos peores aún que los muertos vivientes. No merecía la pena sentir compasión por algo así, y no me arrepentía de los espectros que habían muerto a mis manos hasta ese momento, sino todo lo contrario.
Interrumpí esa reflexión cuando escuché pasos en el exterior. Pensando que podía tratarse de una partida de espectros que me estuviera persiguiendo aún, me agazapé en el suelo y me asomé con discreción a una ventana para confirmarlo… cuál fue mi sorpresa cuando, en efecto, me encontré con un grupo de al menos seis espectros, pero en lugar de venir de la ciudad y dirigirse hacia la casa donde me escondía, venían desde las afueras y se dirigían hacia la ciudad.
“Una partida de caza que vuelve” me dije al ver que cargaban varios cuerpos consigo, “pobre gente”.
Pero el “pobre gente” se convirtió en un comentario menos genérico cuando me pareció reconocer a algunos de los cuerpos. Uno de ellos no tenía cabeza, y por el hollín que le cubría debía ser un espectro muerto sin ninguna duda, pero los otros dos los conocía a la perfección.
—Javier… —murmuré. Y la otra, una mujer menuda vestida con poco estilo y mucho recato, sólo podía ser… — ¡Judit!
¿Qué hacían allí? No podía entenderlo, si hubieran sido atrapados en combate, como nosotros, estarían con Isabel, Sarai y Clara. Por la posición del sol sabía que era ya mediodía, y cuando desperté debíamos llevar ya horas allí. ¿Podían haber sufrido otro ataque? Si ese era el caso, sólo podía desear que Maite estuviera bien.
Me percaté de que ambos seguían vivos cuando les vi mover las manos que traían atadas, pero aunque me tranquilizó saber que vivían, en realidad eso no hacía más que dificultar mi objetivo. ¿Cómo diablos iba a salvar a cada vez más gente con cada vez más espectros en mi camino? Era un dilema que tenía que resolver y no sabía cómo. Incluso por un momento me sentí tentado de admitir que no había solución y simplemente marcharme de allí, abandonándolos a su suerte.
Por supuesto, ese pensamiento quedó descartado en cuando me enfrenté a la posibilidad de verme las caras con Maite habiendo dejado atrás a su hija… sencillamente no podía ser, tenía que encontrar el modo. Pero, ¿cómo cuando no tenía forma ni de enfrentarme a los pocos espectros que llevaban a Judit y a Javier? Era una sensación de impotencia desesperante.
Se me ocurrió que tal vez pudiera aprovechar el momento en que les dejaran en la cuadra que servía de matadero para colarme. La llegada de nuevas víctimas y nuevos cazadores podía ser la distracción que me permitiera entrar y acabar de liberar a los demás. Era una idea muy pobre, pero era mejor que no hacer nada. No me quedaría rondando alrededor de mis enemigos, como un fantasma en una casa encantada, hasta perder el juicio… no otra vez.
La partida de caza que llevaba a Judit se perdió de vista entre las naves industriales, y yo, pistola y barra metálica en mano, salí fuera dispuesto a que pasara lo que tuviera que pasar y me encaminé tras sus pasos.
Sin embargo, antes de poder salir siquiera de entre los árboles, un sonido lejano hizo que me detuviera en seco y guardara silencio para intentar escucharlo mejor. No es que me las diera de experto en esas cosas pero, o mucho me equivocaba, o había comenzado a escucharse en la distancia el sonido de armas de fuego siendo disparadas.
Pasaron unos segundos y el sonido fue haciéndose más fuerte y más nítido. Sin duda lo que se escuchaban eran fusiles de asalto, pistolas, rifles y escopetas… todo un arsenal siendo descargado contra el único enemigo que quedaba en la ciudad: los espectros.
“Han venido” pensé inmediatamente, ¿qué otra explicación había si no? Maite y el resto del grupo habían logrado rastrearnos y estaban plantando cara a los espectros para rescatarnos. “Vaya, no sabía que teníamos tantas armas” me dije al comprobar cómo la cadencia e intensidad de los disparos no hacía más que incrementarse. Desde luego, sobrados de munición no íbamos la última vez que estuve con el grupo… Maite debía estar dándolo todo en nuestro rescate.
No perdí un instante y comencé a correr en dirección a los disparos. Sus intenciones eran buenas, pero estaban atacando por el lado equivocado de la ciudad. Si lo hubieran hecho desde donde me encontraba yo, habríamos podido entrar y rescatarles a todos rápidamente. De la forma en que lo habían hecho, no sabía con cuántos espectros tendrían que vérselas antes de llegar al matadero.
En mi carrera pasé por delante de la puerta del cementerio. Me extrañó que no estuviera abierta y hubieran aprovechado los huesos de los muertos para hacer sopa o algo así, pero al igual que a los reanimados, los espectros parecían preferir las presas vivas.
Cuando dejé atrás el camposanto podía escuchar el combate todavía más cerca, sin duda iba en la dirección correcta para unirme a mis compañeros en la lucha… pero entonces, al pasar junto a unos matorrales entre un pequeño grupito de tres árboles, me di de bruces contra alguien que cayó rodando al suelo conmigo.
—¡Joder! —gruñó con una voz que conocía, aunque no pude identificarle hasta que le tuve cara a cara en el suelo… era Eduardo.
Antes de que pudiera abrir la boca y manifestar mi asombro y alegría por encontrarle, unas manos fuertes me aferraron de los hombros y tiraron de mí hasta ponerme en pie. Ramón tenía un puñal en las manos y amenazaba con clavármelo.
—¡No, espera, soy yo! —exclamé intentando soltarme de su agarre.
—¡Coño! —bufó Ramón al reconocerme.
—Es Gonzalo. —clarificó Eduardo poniéndose en pie.
—¿Gon? —preguntó Maite saliendo de entre los arbustos, acompañada por Diana, Luis y María, la hija de Isabel. Se había quitado el parche del ojo, que todavía mostraba las marcas de la herida sufrida, algo que me sorprendió—. ¡Dios! ¿Eres tú de verdad?
—Sí —respondí muy aliviado de haberlos encontrado… pero no tardé en caer en la cuenta de que los disparos seguían escuchándose más al sur—. ¿Qué…?
No pude terminar de formular la pregunta porque la boca se me llenó de cabellos pelirrojos cuando Maite se lanzó hacia mí para abrazarme. Me pilló tan de sorpresa porque no me esperaba esa muestra de afectividad delante de los demás después de lo secreta que había querido siempre que fuera nuestra relación, sin embargo, no quise desaprovechar la oportunidad y la abracé yo también… me gustaba tenerla pegada a mí, sentir su cuerpo contra el mío y el tacto de su cabello en mis manos, y no me importaron las miradas titubeantes del resto.
—¿Dónde están los demás? —preguntó María para devolvernos al tema más acuciante—. ¿Dónde está mi madre?
—Y Clara —añadió Maite después de soltarme—. ¿Y qué son esos disparos?
—¿No sois vosotros? —repliqué.
—Es evidente que no —señaló Ramón—. Sólo estamos nosotros en la operación de rescate… no pensarías que íbamos a abandonaros, ¿verdad? A los demás los mandamos hacia la Hermida.
—Y no tenemos armas para armar la que están armando ahí. —apuntó Diana.
—Los espectros tampoco —dije yo—. Tienen a los demás, además de a otra gente, encerrados en un matadero no muy lejos de aquí.
—¿En un matadero? —repitió Maite palideciendo.
Tardé un segundo en responder porque no sabía qué decirle… sí, era un matadero, acababa de ver cómo sacrificaban a un hombre y lo despiezaban para comérselo.
—Está en una nave industrial no muy lejos de aquí. Si nos damos prisa, podemos llegar mientras ellos están distraídos con el tiroteo —se me ocurrió… aunque había una cosa que había olvidado decirles—. ¿Sabéis que también tienen a Judit?
—¿A Judit? —se sobresaltó Maite—. Judit estaba sana y salva en el campamento, partió hacia la Hermida con los demás.
—Pues acaban de traerla unos espectros junto a Javier. —informé.
—¡Condenada niña estúpida! —rugió ella apretando los dientes—. Cuando no encontramos ningún cadáver, le pedí que averiguara qué eran esos espectros, pero no pensé… ni siquiera se lo estaba diciendo en serio, en ese momento en lo único que pensaba era en Clara.
—No había cadáveres porque se comen también a sí mismos. Cargarían con ellos antes de retirarse —deduje—. Traían también el cuerpo de uno de los suyos sin cabeza, para que no se convirtiera.
—Eso suma dos al número de personas que tenemos que rescatar —resumió Luis—. Judit, niña inconsciente…
—¿Cómo han podido traerla antes de que nosotros llegáramos? —se preguntó Diana.
—Ellos sabían a dónde venían —resolvió Eduardo—. No tuvieron que seguir huellas y restos.
—Dejemos esto para luego, todavía tenemos que entrar ahí y rescatarlas —interrumpió Maite, que luego se volvió hacia mí—. ¿Sabes llevarnos hasta donde las tienen?
—Sí, seguidme —les indiqué—. Emm… ¿alguien tiene un arma? Sólo pude conseguir una minúscula pistola.
—Te la cambio —se ofreció Luis, que cargaba con uno de los fusiles de asalto del arsenal al que nos dirigió Javier—. No se me da bien del todo disparar, me temo.
Con un arma de verdad de nuevo en las manos me sentí más a gusto, más seguro y dispuesto a entrar en combate. Era un soldado, había sido entrenado para eso.
—¡Por aquí, vamos! —les guie mientras corríamos en dirección al matadero. Tuvimos que pasar de nuevo junto al cementerio, hasta llegar a las proximidades de la arboleda donde se escondía la casita de la que acababa de salir, siempre escuchando el ruido de los disparos de fondo.
—Sea lo que sea, es una guerra en toda regla. —opinó Ramón del sonido de los combates cuando ya nos metíamos en la calle con la pared de hormigón. A esa altura podíamos encontrar espectros a la vuelta de la esquina, de modo que reducimos la velocidad hasta un trote rápido.
—¿Eso era una zona segura? —preguntó Diana señalando el muro.
—Y lo sigue siendo —confirmé—. Los reanimados no llegaron a entrar en ella… por eso sus habitantes acabaron como acabaron.
Ninguno de ellos debió comprender del todo a qué me refería, pero no era momento de dar explicaciones, la distracción de los disparos no duraría para siempre, y aunque nuestro enemigo eran los espectros, estaba seguro de que a cualquiera de los demás le hacía tan poca ilusión el encontrarse con quien estuviera disparando que a mí. Un grupo grande y bien armado podía ser un peligro mucho peor que cualquier otra cosa a la que nos hubiéramos enfrentado.
Las calles, como me había atrevido a esperar, estaban desiertas. Todos los espectros habían acudido al combate, dándonos vía libre para colarnos en pleno corazón de su refugio.
—¡Allí, es allí! —exclamé señalando la nave industrial que había sido mi prisión. No me fue sencillo reconocerla porque apenas había tenido tiempo de fijarme en ella desde fuera, pero deshaciendo el camino andado sólo podía ser esa.
—Espero que hayamos llegado a tiempo… —murmuró Luis.
Un espectro muerto y con un disparo en la espalda yacía sangrante y cabeza abajo junto a la entrada principal. Era un muerto muy reciente, y esperaba que el único que encontráramos allí.
—¡No! —exclamó Maite, con los ojos abiertos como platos, cuando entramos, y pasando por alto la mesa metálica empapada en sangre y restos humanos, volvimos la vista hacia los cubículos—. ¡No!
—¡Joder! —gimió Luis.
—¡Mamá! —gritó la hija de Isabel, y yo no pude sino tragar saliva y desear haber llegado sólo un minuto antes…


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