CAPÍTULO 37: IRENE
—Dios… —murmuró
Marisol cubriéndose la cara con las manos en un gesto de dolor.
Apenas estaba amaneciendo
cuando nos pusimos en marcha de nuevo, y subidos todos en los camiones,
continuamos carretera adelante nuestro trayecto. Sin embargo, media hora más
tarde tuvimos que detenernos cuando nos topamos con el escenario de una
auténtica masacre.
Una pequeña
agrupación de casas construidas junto al cauce de una acequia había sido el
refugio elegido por un grupo de personas para alojarse, tal vez confiando en
que la distancia con los núcleos urbanos y la robustez de las viviendas
sirvieran de escondite en el que mantenerse alejados de los muertos vivientes…
pero no les había servido para nada a la hora de la verdad. Los cadáveres de al
menos diez personas yacían tirados de cualquier manera sobre el suelo,
desangrados hasta el punto de que la tierra a su alrededor se había teñido de
rojo.
Observé la escena
desde el camión con cierta aprensión… quien provocara eso no había tenido
piedad ni de las mujeres ni de los niños, que habían sido sometidos a toda
clase de mutilaciones y desfiguraciones.
—¡Putos reanimados!
—gruñó Koldo después de abatir a un muerto viviente que roía el brazo de uno de
los cuerpos—. Mira lo que han hecho.
—Esto no lo han
hecho los reanimados —le corrigió Fidel dándole una patadita a un cadáver para
darle la vuelta—. Esos cortes los han hecho cuchillos y machetes… han sido los
espectros.
—Tiene que haber
sido muy reciente si un reanimado aún estaba mordisqueándoles —opinó Bruno
agachándose junto al mismo cuerpo—. Apostaría a que ocurrió esta misma noche,
es cuando suelen atacar esos cabrones.
—¿Cuántos cuerpos
hay? —preguntó Aldo, que con gesto adusto se paseó entre aquel campo lleno de
muerte. Un par de cuervos llegaron volando y se posaron en el tejado de una de
las casas… esos dos se iban a dar un buen banquete cuando nos hubiéramos ido.
—Once. —contestó
Fidel después de contarlos.
—Menos de la mitad
—afirmó pensativo—. Los demás debieron llevárselos para comérselos.
—Estamos muy cerca
—exclamó Oriol—. Estos hijos de puta se están volviendo demasiado osados.
—Acamparemos aquí
—declaró Aldo en voz alta, para que pudiéramos escucharlo todos—. Hay que dar
sepultura a esta gente.
Como era de
esperar, quienes tuvieron que dar sepultura a los muertos acabamos siendo
nosotros. Pudiendo disponer a su antojo de todos, no iban a mover un dedo cuando
tenían quien lo hiciera por ellos, y pronto nos vimos cargados con picos y
palas que tenían en uno de los camiones y cavando tumbas para los once muertos.
No me importaba
hacerlo… ya no me importaba nada en realidad. Tras lo que había ocurrido la
noche anterior, lo único que tenía en la cabeza era la idea de la venganza, y
mientras cavaba con una pala, mis únicos pensamientos eran acerca de encontrar
la forma de matar a los soldados, en especial a Aldo, que había conseguido
arrebatarme los últimos despojos de dignidad que me quedaba.
—Lo siento mucho
—se disculpó conmigo Fátima a primera hora de la mañana, cuando nos subieron al
camión para salir del motel. Había pasado una noche horrible, no sólo por haber
sido ultrajada de aquella manera, sino también por el dolor. Tuve que realizar
todo el trayecto de pie porque no podía ni sentarme, y eso sirvió para que
todos allí confirmaran lo que hasta entonces únicamente habían sido rumores,
formados por el escándalo que se organizó en plena noche a raíz de ello—. Lo
siento, de verdad… siento haber dicho todas esas cosas. Jamás pensé que fueran
capaces de algo así.
Como única
respuesta, le lancé una mirada asesina que la obligó a volver a sentarse de
nuevo en el camión. Sus disculpas me daban completamente igual, no eran más que
palabras de alguien que no me importaba una mierda.
Acabada la primera
tumba, arrojaron el cadáver de una mujer en él. Vestía un sencillo pantalón
azul convertido en jirones, pero de cintura para arriba iba desnuda. Los
espectros se habían entretenido en mutilarla tanto de pechos como de brazos, y
también le habían destrozado la cara a cuchilladas… esperaba que todo aquello
ocurriera cuando ya estuvo muerta, aunque si lo que te gustaba era el sadismo
extremo, no sabía qué podía tener de divertido hacerle eso a un cadáver cuando
no te costaba mucho más hacérselo mientras vivía.
La que yació en
esa tumba podría haber sido yo, de no ser porque había decidido acceder al
chantaje de Aldo a cambio de mi seguridad y la de Guille. Por más vueltas que le
daba a mi estúpido comportamiento de los últimos meses, ese punto estaba claro;
mi único defecto fue ablandarme, dejarme engañar por supuestas catarsis
personales y no haber dejado atrás esa moralidad absurda que sólo me había
traído desgracias. De haberlo hecho antes, habría soportado mucho mejor los
encuentros sexuales con el militar.
Librarme del peso
de la conciencia era revitalizador, aunque sólo fuera porque volvía a tener un
objetivo, una razón de ser, y había dejado de comportarme como una estúpida que
no aceptaba la verdad: que la única forma de sobrevivir en el mundo de los
muertos vivientes era aplicar la mano dura.
Disponía de una
ventaja para la venganza que planificaba, y ésta era que aquellos imbéciles me
consideraban una pusilánime, alguien que probablemente no se atreviera a nada
después de lo que había sufrido la noche anterior, tras su pequeño un arrebato
de rebeldía… no tenían forma de saber lo equivocados que estaban.
Nos pasamos
trabajando el resto de la mañana, y cuando terminamos de enterrar el último
cadáver, para decepción del grupo de cuervos que se había formado ya, estaba
agotada. Guille, que por su edad no podía ni levantar una pala tan pesada como
las que usábamos, se quedó en el camión junto con Marisol y otro hombre mayor que
se encontraba en las mismas, así que al menos él estaba bien.
—Lo que pasa en el
camino, se queda en el camino, ¿verdad? —le pregunté a Fátima cuando nos
acercamos a la acequia a lavarnos un poco de tierra y sudor.
—¿Cómo? —replicó
ella sin comprender.
—Teméis a Dávila,
pero las comunidades que dirige son lugares civilizados, ¿no es cierto?
—insistí.
—Bueno, sí, todo
lo civilizados que cabe esperar, tal y como están las cosas. —respondió
mirándome con preocupación.
—No querrán un
escándalo de abusos sexuales a su espalda… lo que pasa en el camino, en el
camino se queda —reflexioné en voz alta—. Eso significa que no voy a pisar esa
comunidad. Se librarán de mí, que no soy nadie, ni siquiera una de los
vuestros, para librarse de una potencial molestia.
Fátima me miró
boquiabierta, pero no supo qué decirme, algo que ya esperaba… ella sólo era una
pobre idiota más a merced de los acontecimientos.
Cuando sentí la
presencia de Aldo a mi espalda no pude evitar sonreír, aunque eliminé ese gesto
de mi cara antes de incorporarme y darme la vuelta. Fátima se apresuró a
regresar con los demás, y ni siquiera miró atrás mientras se alejaba.
—Vamos. —me dijo
el militar agarrándome del brazo y tirando de mí en dirección a una de las
casas.
Oriol, que
vigilaba al resto de prisioneros, se quedó mirándonos mientras nos metíamos en
el interior de la vivienda más cercana, un pequeño chalecito que en otro tiempo
debió tener su encanto, pero donde la marca de los espectros también había
llegado. Las manchas de sangre del suelo indicaban que las depravadas criaturas
lograron entrar allí y causar estragos, aunque no se encontró ningún cuerpo
dentro.
—¡Por favor, no me
hagas daño! —fingí suplicarle cuando, una vez en el salón, me arrojó al suelo
con brusquedad. El motivo por el que me llevaba aparte era evidente—. Lo de
ayer fue… un error, juro que no volveré a hacerlo.
—Teníamos un trato
—me espetó descolgándose el fusil de la espalda y apuntándome con él, cosa que por
un instante me hizo temer por mi integridad, porque no me esperaba que fuera a
querer sacrificarme allí mismo, como si fuera un caballo cojo—. Tu vida y la
del niño, ¿recuerdas?
Lo recordaba muy
bien… no podría olvidarlo jamás.
—¡Por favor, no lo
hagas! —insistí llenando mis ojos de lágrimas y arrastrándome hasta agarrarme a
sus piernas. No sabía cuándo, pero al fin había aprendido a fingir que
lloraba—. Haré lo que quieras que haga, las veces que quieras… lo juro… déjame
demostrártelo.
Si algo me
convenció de que había vuelto a ser yo misma fue verme psicológicamente capaz
de hacer aquello otra vez, más después de lo que ocurriera la noche anterior.
Pero era necesario, y volvía a no tener escrúpulo alguno que me lo impidiera.
Desabrocharle el
pantalón y bajárselo hasta las rodillas fue sencillo, lo difícil llegó cuando
me vi en la tesitura de volver a tener que vérmelas con su miembro viril… sin
embargo, toda esa rabia que sentía a raíz de ello sirvió para aumentar mi determinación,
y pronto el fin justificó cualquier medio.
Aldo se dejó hacer
por mí, y creyendo que me tenía en sus manos de nuevo, se relajó y comenzó a
disfrutar del placer que le brindaba la que pensaba era una pobre estúpida
desesperada por protección. En ningún momento pensó que esa muchacha idiota,
cuando le vio más vulnerable, apretaría los dientes como si fuera un tiburón agarrando
a su presa.
Todo sucedió en
una décima de segundo. Aldo gritó como jamás había visto gritar a un hombre, y
yo, con los dientes bien clavados, eché la cabeza hacia atrás para desgarrar
antes de abalanzarme contra sus piernas y derribarle en el suelo. Aturdido por
el dolor, el militar no fue capaz de reaccionar a tiempo, y para cuando quiso
darse cuenta se encontraba sobre el parqué, desarmado, dando gritos y con las
manos sujetándose la sangrante entrepierna, mientras que yo sólo tuve que
estirar una mano hacia el fusil y agarrarlo antes de escupir en el suelo el
trozo de carne sanguinolenta que le había arrancado.
Su cabeza estalló
como un melón maduro cuando le disparé a bocajarro, y pese a lo horripilante de
la escena, no pude sino congratularme cuando vi sus sesos desparramados por todas
partes.
No fui verdaderamente
consciente de lo que había hecho hasta que oí la puerta del chalet abrirse de
golpe. Matar para sobrevivir, esa era la clave, y de nuevo la había cagado, me
había dejado llevar por la posibilidad de obtener una venganza en caliente en
lugar de ser lo fría y despiadada que la situación requería.
“No aprendí la lección
en Colmenar Viejo, y parece que ya no la voy a aprender nunca” pensé al
escuchar el trote de los soldados recorriendo el pasillo. No tenía sentido
intentar plantarles cara con el fusil, ellos eran seis y habían recibido
entrenamiento, mientras que yo era prácticamente la primera vez que tocaba un
arma semejante, así que la tiré al suelo, donde ya me encontraba de rodillas, y
esperé a que hicieran lo que tuvieran que hacer.
Oriol entro el
primero, y en cuanto echó un vistazo a los restos de Aldo apartó el fusil de mi
alcance de una patada. Cuando me miró, había un odio desmesurado en sus ojos, y
me extrañó que no me volara la cabeza allí mismo… pero él sí había aprendido la
lección de la paciencia.
—¡Te vas a
arrepentir de esto, puta! —me dijo agarrándome del pelo y obligándome a ponerme
en pie. El resto de soldados también estaba allí, contemplando con aprensión
los trozos de cerebro de su cabecilla esparcidos por todas partes.
Como no sabía qué
más hacer, me lancé contra Oriol para intentar golpearle, arañarle o lo que
fuera. Él me rechazó con facilidad dándome un puñetazo en el estómago, puñetazo
que me dejó sin respiración durante un segundo. Doblándome sobre mí misma, luché
por recuperar el aliento e intentar reaccionar, pero con un sencillo golpe con
el fusil me hizo caer de nuevo al suelo.
—Vas a desear no
haber nacido… —masculló.
El culatazo que
lanzó fue directo a mi cara, dejándome inconsciente al instante.
Sentí como si
flotara sobre un vacío inmenso y oscuro, un lugar de paz y tranquilidad, pero
también de desesperanza y de ausencia. Vagué por él casi sin ser consciente de
ello durante lo que se me antojó una eternidad, al menos hasta que me invadió una
intensa sensación de estar siendo observada, como la que sentí cuando me
encontraba perdida en la sierra. De repente estuve allí otra vez, vigilada por
la montaña y con el frío recorriéndome todo el cuerpo, un frío que sólo había
sufrido una vez en la vida…
Desperté
incorporándome con brusquedad y dando un grito. Tenía la sensación de que
todavía me encontraba perdida en el bosque, pero en realidad hasta un segundo
antes había estado tumbada en una cama, y por un momento todo fue confusión
mientras mi mente intentaba comprender qué había pasado desde que perdí el
conocimiento.
—¡Ey! Tranquila,
hermana —exclamó una mujer recostada sobre otra cama tan sólo a un par de
metros de la mía. Era una mujer corpulenta, con unos brazos enormes llenos de arriba
abajo con tatuajes de motivos celtas, y un cabello largo y negro peinado en una
gruesa trenza… aunque sin duda lo más llamativo de ella era que vestía un
extraño conjunto que parecía estar hecho de retazos de distintas prendas de
cuero cosidas entre sí de cualquier manera. También llevaba una mano enrollada
en una venda—. Nena, ve a avisar al doctor de que ya está despierta.
—Sí, voy
—respondió inmediatamente otra chica que se encontraba sentada sobre la misma cama
que ella. Vestía de manera muy parecida, incluso con tatuajes similares, aunque
era mucho más delgada, y las prendas ajustadas y cortas dejaban muy poco a la
imaginación. Lucía un negro y corto cabello peinado hacia atrás, y se había
pintado símbolos tribales por toda la cara.
—¿Dónde estoy?
—pregunté sintiéndome muy mareada cuando la chica se marchó por la puerta de la
habitación.
Aquello parecía el
dormitorio de una casa, incluso había una mesita de noche entre las dos camas,
y por la ventana entraba la luz del sol. Debía ser de día todavía, aunque no
sabía cuánto tiempo había pasado desde que me dejaron inconsciente.
—¿Tú dónde crees? —replicó
ella—. En la enfermería, claro.
—¿La enfermería de
dónde? —inquirí sin saber todavía si debía preocuparme o no. Me dolía la frente
a horrores por culpa del golpe, y me habían vestido con un pantalón blanco y
una camiseta de manga corta verde quirófano.
—Vaya, te han
debido dar fuerte en la cabeza, ¿eh? —exclamó ella mirándome casi divertida.
No supe qué
decirle, aunque no hizo falta porque en ese momento la puerta se abrió, y por
ella entró un hombre delgado de mediana edad y con una calva incipiente,
seguido de la otra mujer, que inmediatamente volvió a sentarse a los pies de la
cama de mi compañera de habitación.
—Así que has
despertado por fin —dijo el hombre acercándose a mí—. ¿Cómo te encuentras?
—He estado peor
—tuve que admitir—. ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?
—Mi nombre es
Lorenzo, y soy el médico de esta comunidad —respondió—. Te encuentras en un
pequeño pueblo junto al río Cea, conocido anteriormente como Galleguillos de
Campos, a mitad de camino entre León y Palencia, más o menos.
—¿Anteriormente?
—repliqué alzando una ceja. Eso de cambiar el nombre de los sitios ya lo había
visto en cierta basílica, y la cosa no acabó muy bien—. ¿Cómo lo llamáis ahora?
—Lo llamamos
hogar. —contestó la chica cogiendo la mano sana de la otra mujer entre las
suyas.
—¿Y qué vais a
hacer conmigo? —quise saber todavía desconfiada. Seguía sin tener ni idea de en
qué clase de lugar me encontraba, y mucho menos de cómo había llegado hasta
allí.
—Yo asegurarme de
que estás sana, que es mi trabajo. —respondió el doctor.
—¿Y tenerme aquí
perdiendo el tiempo es también parte de ese trabajo, Loren? —protestó la
robusta mujer desde su cama.
—Lo siento,
Rosana, pero te han hecho un buen corte con un cuchillo oxidado, no te vas a ir
hasta que esté seguro de que no has cogido el tétanos. —respondió él con
dureza.
—¡Cómo no pueda
salir mañana a dar caza a esos espectros con los demás, vamos a tener más que
palabras tú y yo! —exclamó ella señalándole con un dedo.
—Si no te importa,
tengo otra paciente que atender —replicó Lorenzo con indiferencia—. Pero podéis
salir a la sala de estar las dos si os cansáis de estar aquí, no necesitas
guardar reposo y hay algunos libros para leer… si las vuestras recordáis todavía
cómo se hace eso.
—Muy gracioso,
Loren. Muy gracioso —farfulló Rosana levantándose de la cama—. Vamos, nena…
dejemos al señor profesional tranquilo.
—¡Qué paciencia
hay que tener con ellas! —exclamó el doctor poniendo los ojos en blanco cuando
las dos se marcharon cogidas de la mano, detalle que no me pasó por alto. Debían
ser pareja o algo—. Perdona por tantas distracciones, Irene. Acuéstate y deja
que vea cómo va ese golpe.
—¿Cómo sabe mi
nombre? —le pregunté sorprendida mientras él me palpaba la cara. Me dolió un
poco cuando lo hizo, pero lo soporté estoicamente.
—Se lo preguntaron
a la gente que traían contigo… menos mal que ellas llegaron a tiempo, de lo
contrario, esos bestias no sé lo que habrían hecho —contestó—. No tiene mal
aspecto, y tampoco parece que haya nada roto, así que debería curar bien. ¿Te
duele… algo más?
—No, ya no.
—respondí un poco avergonzada. Si le habían contado algo más que mi nombre, era
evidente a qué se refería.
—Dávila querrá
hablar contigo ante que nadie, pero luego, si quieres, Ingrid es psicóloga… —me
ofreció.
—No hará falta —le
aseguré. Ver explotar la cabeza de Aldo fue lo suficientemente terapéutico para
mí… al menos hasta que pudiera hacérselo pagar al resto también, y no les iba a
salir barata su participación en todo aquello—. ¿Dónde está el niño que iba
conmigo, Guille?
—No sé nada de
ningún niño —respondió él—. Pero no te preocupes, probablemente lo tendrán
ellas.
—¿Ellas? —inquirí antes
de decidir si preocuparme o no.
—Las guerreras
salvajes —me aclaró… o al menos lo intentó—. Es una larga historia, pero si lo
tienen ellas puedes estar tranquila, sólo odian a los hombres que han pasado la
pubertad.
No sabía si quería
entender lo que me estaba diciendo sobre “guerreras salvajes”. Tras mi nueva
epifanía, Guille era lo único que todavía me inspiraba un poco de ternura y
compasión, y no quería perderlo… sin embargo, lo único que me preocupaba tanto
como su suerte era tener que vérmelas con el famoso Dávila. Por lo que había
oído de él, y el miedo que algunos le tenían, no parecía el tipo de persona
misericordiosa, y yo me acababa de cargar al líder de sus militares.
—¿Quién es Dávila?
—aproveché para preguntarle. Por lo poco que le conocía al doctor, parecía un
hombre honrado, y la opinión que pudiera tener de él podía ser muy
esclarecedora.
—Dávila es el
hombre que nos dirige —me explicó—. Es quien está al mando de todas las
comunidades establecidas en la región y que forman la red. También quien
gobierna ésta en concreto.
—¿Y qué quiere d…?
La pregunta se
quedó a medio plantear en mis labios porque la puerta se abrió de repente, y
por ella entró un hombre armado con un fusil de asalto. Por un instante quise
cubrirme con las sábanas de la cama al creer que era uno de los militares, pero
tras fijarme en sus rasgos concluí que no podía ser ninguno de ellos… les
conocía demasiado bien a todos como para confundirlos.
—Rosana me ha
dicho que ya se ha despertado, y veo que es cierto —afirmó lanzándome una
mirada que sólo duró un segundo, y que luego dirigió hacia Lorenzo. Era un
muchacho joven, sólo un crío en realidad, y por algún motivo, al verle con ese
fusil en las manos me recordó un poco a Aitor—. Tenías órdenes de informarme en
cuando estuviera consciente.
—Tenía órdenes de
informarte en cuanto estuviera bien, y eso estaba comprobando —replicó el
doctor sin dejarse amilanar—. Después de lo que hicieron tus amigos, no te
extrañará que quiera estar seguro.
—No son mis
amigos, y lo sabes —afirmó el chico torciendo el gesto—. Tengo que llevarla con
Dávila, son órdenes.
—Es igual
—intervine yo incorporándome de nuevo. No era necesario que el médico se la
jugara por mí, de todas formas no iba a servir para nada—. Es mejor acabar con
esto cuanto antes. Llévame con Dávila.
—Muy bien,
esperaré fuera a que estés vestida. —asintió el muchacho antes de salir de la
habitación y cerrar la puerta tras él.
—No se lo tengas
muy en cuenta, Emilio tiene muy dura la mollera, y es fiel a Dávila pase lo que
pase —me confió Lorenzo—. Dejaré que te vistas tranquila.
Cuando me quedé
sola en la habitación me sentí tentada de escapar saltando por la ventana, pero
valoré más acertado obedecer y conocer a ese Dávila. No sabía cuáles eran las
intenciones de aquella gente para conmigo, pero si me habían rescatado de los
militares, curado las heridas e incluso vestido, éstas no podían ser muy
hostiles, y si en esa comunidad tenían gente armada y médicos merecía la pena
al menos conocerla.
Completé mi
atuendo con unas zapatillas de deporte también blancas y una sobrecamisa azul
claro que dejaron al pie de la cama, y cuando estuve lista abrí la puerta y
salí fuera. Allí, tanto Lorenzo como Emilio me esperaban. El doctor se quejaba
de que Rosana y su amiga se habían marchado sin su permiso, pero ambos giraron
la cabeza hacia mí al verme salir.
—Estoy lista.
—dije.
—Entonces ven
conmigo. —exclamó Emilio, y sin resistirme en lo más mínimo le seguí fuera de
la enfermería. No me pasó por alto el gesto de aprensión de Lorenzo al verme
marchar… confiaba en que sólo estuviera preocupado por mi salud.
Cuando puse un pie
en la calle, no pude evitar quedarme boquiabierta. Aquello, como habían dicho,
era una comunidad en toda regla. Al menos una docena de personas caminaba por
sus calles, algunos cargando pesados sacos al hombro, otros llevando tierra en
carretillas, y unos críos incluso cargaban cubos de agua. Todos tenían aspecto
de estar un poco cansados, pero por lo demás parecían sanos y limpios; tal y
como estaban las cosas, eso era muchísimo.
—Estamos
levantando un muro alrededor del pueblo —me explicó Emilio mientras me escoltaba
en dirección desconocida. Pese a que al principio intentara hacerse el duro, en
el fondo no era tan estricto como quería aparentar, así que tal vez Lorenzo
tuviera razón y su actitud inicial se debiera únicamente a su lealtad por
Dávila—. Cuando esté acabado, habrá que hacer menos guardias… aunque después de
que mañana aniquilemos a esos malditos espectros el peligro será mucho menor,
los muertos vivientes normales no suelen venir de fuera.
—¿Habéis limpiado
todo el pueblo de muertos? —inquirí asombrada al ver que doblábamos la esquina
y la comunidad seguía calle arriba. Había incluso gente asomada en las ventanas
de las casas, así que buena parte de ellas debían estar ocupadas; aunque en
realidad, al tratarse de un pequeño pueblo más bien tirando a sencillo, todas
eran unifamiliares.
—No es un pueblo
muy grande. —respondió con modestia.
No lo era, pero
desde luego eso era mejor que lo que había organizado Santa Mónica al
instalarse en el centro de uno rodeado de resucitados. Aunque allí todo el
mundo parecía temer más a los espectros esos que a los muertos vivientes.
Un hombre pasó
tirando de una vaca, seguido de un par de críos que correteaban sin zapatos por
el suelo embarrado. Sentí un poco de aprensión al pensar en Guille, pero me
guardé ese sentimiento hasta que alguien me dijera qué había sido de él; no
quería parecer débil.
Al doblar otra
esquina nos topamos con una curiosa aparición. Apoyada en una pared, una mujer
alta y delgada daba mordiscos a una manzana mientras contemplaba a la gente
trabajar. Esa imagen no habría tenido nada de particular de no ser porque la
mujer vestía unos pantalones cortos hechos con retazos de piel, al estilo de
las dos de la enfermería, y sobre la cintura sólo llevaba un top negro que
únicamente le cubría los pechos. En el cinturón de aquel curioso pantalón
portaba dos cuchillos en vainas de cuero y la funda de una pistola… y colgada a
la espalda nada menos que una espada de más de un metro de largo. Por lo demás,
se había peinado con dos trenzas que le caían hasta la cintura, y tenía todo el
cuerpo y la cara cargados de tatuajes celtas.
“La feria medieval
ha llegado al pueblo” fue lo primero que pensé al verla. Las ganas de reír, sin
embargo, se me quitaron cuando vi que Emilio se frenaba en el momento en que
ella dio un paso adelante y se interpuso en nuestro camino.
—A partir de ahora
vendrá conmigo, si no te importa. —dijo lanzándole una mirada desafiante. Era
difícil adivinar su edad bajo aquel disfraz, pero si no había cumplido ya los
treinta años, debía estar a punto.
—Dávila me ha
ordenado que la lleve con él. —replicó Emilio intentando aparentar que esa
mujer no le intimidaba.
—¿Y a dónde te
crees que quiero llevarla? —insistió ella acercándosele todavía más—. Tan sólo que
ahora la custodio yo, no tú.
—Me he
responsabilizado… —trató de defenderse, aunque la mujer imponía demasiado para
un muchacho como él—. Rhia…
—¿Rhia? —exclamó
molesta empujándole contra la pared. En un abrir y cerrar de ojos el fusil de
asalto acabó en el suelo, y uno de sus cuchillos apoyado contra el cuello del
chaval—. Doña Rhiannon, si no te importa, ¿o te crees que porque te desvirgara
puedes tratarme con esa familiaridad?
—Perdón —se
disculpó Emilio—. No pretendía faltarle al respeto, doña Rhiannon.
—Mucho mejor
—asintió ella apartando el cuchillo—. Ahora coge tu arma y vete a vigilar el
muro, ¿o quieres que suframos otro ataque mientras tú estás aquí con los huevos
por corbata?
El chico se llevó
una mano al cuello para comprobar que no le había cortado antes de recoger el
fusil y marcharse asustado al trote.
—A veces hay que
ponerles en su sitio o se te suben a la espalda —dijo negando con la cabeza—.
No le juzgues mal, es un buen chico, pero ha sido educado para creer que si le
follas tiene algún derecho sobre ti.
—¿Quién eres tú?
—no pude evitar preguntarle. Empezaba a pensar que el golpe en la cabeza me
había afectado.
—Mi nombre es
Rhiannon —se presentó—. Bueno, no es mi verdadero nombre, pero es como me
llaman aquí, y soy la líder de las guerreras salvajes.
—Sí, ya he
conocido a un par de ellas en la enfermería. —murmuré.
—Rosana y Cecilia…
buenas guerreras, se portaron de maravilla con el ataque de los espectros del
otro día —asintió ella—. ¿Te dijo ese medicucho del tres al cuarto lo que pasó?
—Al parecer me
rescatasteis —resumí—. Parece que os debo una bien grande.
—No nos debes
nada, entre nosotras debemos ayudarnos —replicó ella—. Mira, no nos vestimos
así porque nos guste el cosplay o nos vaya el rollo postapocalíptico. En los
últimos tiempos el mundo se ha llenado de hijos de puta, como lamentablemente
has podido comprobar, y parece que la han tomado con nosotras. ¿Sabes cuántas
violaciones han sucedido desde que todo esto empezó? ¿Cuántas han tenido que
ofrecer sexo, lo único que tenían, a cambio de protección y comida? Las mujeres
tenemos que estar más unidas que nunca en estos tiempos oscuros, demostrar que
con nosotras no se juega.
—¿Por eso os
vestís de guerreras celtas? —inquirí.
—Las guerreras
celtas tenían tanta consideración, o incluso más, que los hombres —me aseguró—.
Son un símbolo para todas, además de una señal de identidad y la prueba de que,
como dice la canción, las chicas somos guerreras.
Viendo cómo me
habían ido las cosas, no podía más que darle la razón en todo lo que decía
—¿Y Dávila? —le
pregunté.
—Dávila es un hijo
de puta y un cabrón —afirmó—. Pero la vida es dura, y hacen falta hijos de puta
cabrones… no te preocupes por él, después de lo que esos militares sarnosos te
hicieron pasar, cuentas con nuestra protección. Hiciste lo correcto volándole
la cabeza a ese cabrón misógino, así que no se atreverá a tomar represalia
alguna contra ti… y por cierto, deberíamos ir yendo a verle.
—Vamos pues.
—asentí sintiéndome un poco más tranquila. Todo apuntaba a que iba a escaparme
de rositas, y eso estaba bien; hasta parecía que había acertado matando a ese
imbécil… desde luego eso era mejor que seguir siendo su puta o ser yo la
muerta.
—¿Qué hay de
Guille? —le pregunté cuando reemprendimos el camino—. El doctor dijo que lo
teníais vosotras.
—¿El niño? Sí,
está en nuestra casa capitular a salvo con nosotras, tranquila —me aseguró—.
¿Se llama Guille? No es muy hablador.
—Vio cómo toda su
familia moría no hace ni una semana. —le expliqué.
—Bueno, aquí
estará bien —dijo ella—. Hay otros niños de su edad, y en cuanto acabemos con
los espectros, la comunidad será completamente segura.
—Entonces es
verdad que vais a atacar a los espectros. —comenté.
—Vamos a ir
prácticamente todos —asintió con entusiasmo—. Nosotras, la milicia, hasta los
militares de mierda… bueno, ahora que no está Aldo no sé, igual nos hacen un
favor y se largan. ¡Joder! Me encantaría que Dávila nos enviara a darles caza
por desertores. Sería la hostia de irónico.
Me recorrió un
escalofrío cuando mencionó el nombre de Aldo. Era lo bastante fuerte como para
poder vivir con lo que me habían hecho, estaba segura, pero eso no significaba
que fuera a olvidar tan fácilmente lo que ese hijo de puta me hizo pasar.
—Ya hemos llegado
—anunció deteniéndose frente a una casa un poco más grande que las demás,
aunque tampoco de mucha mayor calidad. Por el asta de bandera sobre la puerta
principal, deduje que se trataba de algún tipo de casa oficial, tal vez incluso
el ayuntamiento de ese pequeño pueblo, si es que disponía de uno—. Pasa, Dávila
te estará esperando ya. Yo aguardaré aquí a que termines.
Me quedé mirando
con aprensión la entrada durante un par de segundos antes de atreverme a dar un
paso hacia ella. La puerta se encontraba abierta, o al menos se podía abrir sin
ningún problema, así que hice de tripas corazón y entré.
El interior de
aquel lugar parecía algo así como la casa del terrateniente del lugar, bien
amueblada y decorada, aunque con un estilo un tanto rústico y pasado de moda.
—¿Hola? —llamé al
ver que en la entrada no había nadie. Se escuchaba un ruido como de agua cayendo
que me costó identificar debido al tiempo que hacía que no oía algo parecido:
alguien se estaba duchando… esa casa debía tener agua corriente—. ¿Señor
Dávila?
La entrada daba
directamente a unas escaleras que llevaba al piso superior, de donde provenía
el ruido de la ducha, pero por un lado se entraba a un comedor muy amplio,
adornado con un par de estanterías llenas de libros y algunos cuadros de
motivos de caza muy acordes con el estilo de la casa. Junto a un ventanal había
una pequeña mesita con una botella de vino a medio beber encima, además de un
vaso todavía lleno y un cenicero con un cigarro encendido.
Un hombre que se
encontraba sentado en una silla junto a mesa cogió el cigarro y le dio una
calada. No aparentaba tener más de cuarenta años, y su rostro triangular,
figura delgada y pelo corto y bien peinado le habrían conferido cierto
atractivo de no ser por los ojos… aquellos ojos eran tan inquietantes y
estremecedores que habrían detenido la carga de un rinoceronte con una mirada
amenazante, y en esos instantes estaban fijos en mí.
—¿Es usted el
señor Dávila? —me atreví a preguntarle.
—Eso me temo
—respondió él sin mutar el gesto, soltando el humo del cigarro muy lentamente—.
Y tú debes ser la famosa Irene, ¿no es cierto?
—Eso me temo.
—contesté.
—Pasa, siéntate
—me ofreció señalando una silla frente a la suya—. ¿Quieres un cigarrillo, o un
vaso de vino? Es crianza, de lo mejorcito que hemos encontrado por aquí.
—No fumo, pero voy
a aceptar ese vaso. —le dije. Sentía la boca muy seca, y hacía meses que no
cataba un buen vino.
Solícito, se
levantó al tiempo que yo me sentaba y se dirigió supuse que a la cocina, de
donde volvió un instante más tarde con un vaso en el que sirvió el vino. Le di
un trago para probarlo y descubrí que no mentía, era un buen crianza.
—Ojalá el resto de
las cosas se conservaran tan bien con el paso del tiempo como el vino o los
cigarrillos —afirmó volviéndose a sentar—. Eso nos habría ahorrado algunas
dificultades en el pasado.
—Aun así, este
lugar es impresionante —me pareció oportuno decirle, por mostrarme yo también
amable y suavizar un poco la tensión que sentía—. ¿Cuánta gente vive en esta
comunidad?
—Antes de que los
zombis aparecieran, este pueblo tenía tan sólo uno cien habitantes, ahora somos
la mitad… bueno, la mitad menos uno, gracias a ti —respondió consiguiendo que
se me atragantara el vino. Sabía que estaba allí para responder por la muerte
de Aldo, pero no esperaba que fuera a sacar el tema de forma tan desenfadada—.
Has tenido mucha suerte, ¿sabes? No permito lo que te hicieron dentro de mis
fronteras, pero mis fronteras son muy pequeñas.
—No esperaba que
nadie fuera a ser castigado por unas cuantas violaciones —exclamé torciendo el
gesto y entendiendo lo que quería decir—. Esas cosas pertenecen a otros
tiempos.
—Cuando alguien
decide abandonarnos, deja de estar bajo mi protección, y por lo tanto su suerte
ya no es asunto mío —argumentó con cierta indiferencia—. Envié a Aldo y los
suyos a por esa gente, no tenían que hacerles ningún daño, demasiados están
muriendo ya por culpa de los espectros y tengo la intención de recolocarlos por
separado para cubrir las bajas, pero al parecer te viste en medio cuando no
tenías ninguna relación con esto y se aprovecharon de la situación.
—A veces la suerte
no acompaña. —repliqué con desdén.
—Es impresionante
que te lo tomes tan bien. —afirmó alzando una ceja.
—No soy muy de
quejarme…
—No, eres más de
volar cabezas —señaló permitiéndose mostrar media sonrisa—. Esto es
interesante, por lo que me han contado los chicos de Aldo, te dejaste hacer
prácticamente de todo a cambio de tu vida y la del niño.
—¿Qué tiene de
interesante? —inquirí frunciendo el ceño.
—No es de tu
familia —dijo—. De lo contrario estarías preguntándome por él y no bebiendo
vino… y no le habrías volado la cabeza a Aldo. He visto a madres hacer de todo
por sus hijos, y si fueras la suya, no te habrías rebelado de esa manera ni
aunque se hubieran montado una orgía a tu costa.
—Su tío y yo
fuimos pareja durante unos meses —resumí antes de que siguiera pinchándome con
esos comentarios—. Ahora están todos muertos, y yo me hice cargo de él.
—Interesante, ¿lo
ves? —señaló—. ¿Sabes? Si algo he aprendido en estos tiempos es que la única
forma sensata de sobrevivir en este jodido mundo es que todo te importe una
mierda, así que dime, ¿qué hace que cometas la insensatez de que un niño con el
que apenas tienes vínculos te importe como para dejarte follar por un ser tan
despreciable como el capitán Aldo Valverde?
La agresividad de
su vocabulario me dejó muda durante un segundo. Sólo de pensar en esos
acontecimientos que nombraba tan a la ligera se me hacía un nudo en la garganta…
pero respondí.
—Cuando le reventé
la cabeza con su propio fusil volví a un camino que ya sé por dónde te acaba
llevando, porque lo he recorrido antes —le expliqué—. Ese niño es el último
vínculo que me queda con mi conciencia.
Ante esa
respuesta, Dávila guardó silencio y se limitó a mirare como si me estuviera
evaluando. Por un segundo sentí unas ganas tan repentinas como inexplicables de
echarme a llorar, y de no ser porque pude controlarme a tiempo, le habría
acabado suplicando que acabara con aquella entrevista y me dejara ir a ver a Guille
de una vez.
El sonido de la
ducha se interrumpió en ese mismo momento, e instintivamente miré hacia arriba
con curiosidad.
—¿Tenéis agua
corriente? —aproveché para preguntarle.
—De momento hemos
logrado llevar agua del río a algunas casas, pero nos faltan fontaneros
—respondió dirigiendo también su mirada hacia el techo—. Creo que ya ha
terminado… ¡¿Puedes bajar un momento?! —añadió dando un grito para quien
estuviera arriba pudiera escucharle.
Me giré y esperé a
que esa persona apareciera, y cuando terminó de bajar las escaleras, lo hizo
enrollada en una corta toalla y secándose el pelo con una más pequeña. Era una
mujer más o menos de mi edad, morena y delgada, y efectivamente se acababa de
duchar, algo más que insólito.
—¿Qué ocurre?
—preguntó mirándome con curiosidad.
—Loreto, te
presento a Irene. Irene, Loreto —hizo las presentaciones Dávila—. Ella es la
administradora, se encarga de que todo aquí esté organizado.
“Sí, y de más
cosas” pensé yo, que sabía que una no se duchaba en la casa del jefe y luego se
paseaba en toalla frente a él a menos que antes lo hubiera tenido metido entre
las piernas.
—Mucho gusto —dijo
ella con desparpajo lanzándome una sonrisa amistosa—. ¿Me necesitas para algo,
Víctor?
—Sí, pero mejor
que te vistas primero. —le sugirió Dávila.
Loreto asintió y
regresó al piso superior, él se entretuvo en apagar el cigarro en el cenicero,
y yo aproveché para dar otro sorbo al vaso de vino.
—Hablemos de tu
estatus —exclamó acomodándose en la silla—. Una comunidad como ésta necesita
mucha gente útil, pero ninguna inútil. Las bocas extra que alimentar son un
incordio que no nos podemos permitir.
—No soy ninguna
inútil, he sobrevivido prácticamente sola desde que todo esto comenzó —me
defendí—. Tal vez no sepa… pintarme la cara u ordeñar vacas, pero devuélvame mi
pistola y verá lo que puedo hacer.
—Este lugar, así
como todas las comunidades bajo mi mando, se asemejan mucho a hormigueros —afirmó—.
Tenemos trabajadores y tenemos soldados, todo el que quiere recibir su parte
tiene que hacer también su parte, ¿estás diciendo que quieres ser una soldado?
—Eso estoy
diciendo. —asentí. No me veía cargando cubos o paseando animales, eso habría
servido para la Irene blandengue de los últimos meses, no para mí.
—Tengo varios
soldados ya, gente capaz que ha sido entrenada y algunos profesionales… no me
pareces ninguna de las dos cosas —repuso para nada convencido—. No puedo dar
una oportunidad y un arma a cualquiera que diga que quiere ser soldado para no
tener que ordeñar vacas o labrar la tierra.
—Pues yo creo que
le puedo hacer falta, sobre todo teniendo en cuenta que sus soldados reales
planean traicionarle. —Dejé caer la bomba casi con indiferencia, como si no
fuera nada importante, y aunque esperé que el efecto en él fuera mucho mayor,
en su terrible mirada pude ver leves destellos de curiosidad. —Lo escuché de
sus propias bocas. Con el ataque que planeáis contra los espectros, y las
muertes que eso puede causar en la gente de este lugar, pensaban ponerles en su
contra y acabar usurpando el poder… me parece que no le sienta bien eso de que
les de órdenes alguien que no es un militar.
Dávila frunció el
ceño, y ese gesto en su cara se me antojó tan peligroso que me alegró que no
fuera dirigido hacia mí.
—Detesto a los
militares —confesó—. No les soporto, sencillamente no les soporto. Esos aires
de grandeza que se dan al creerse más capaces que los demás sólo ocultan el
hecho de que, si estamos en esta situación, es únicamente por su fracaso a la
hora de luchar contra los zombis. Hasta ahora les he necesitado porque son
buenos pegando tiros, pero como comprenderás, la mera idea de que esos inútiles
descerebrados puedan volver a coger las riendas del mundo civilizado no me
atrae demasiado.
—Eso puedo
entenderlo, yo tampoco les he cogido cariño precisamente. —afirmé.
—Me estaba oliendo
algo así desde hacía tiempo, no me cuentas nada nuevo, salvo confirmar mis
temores —masculló enfadado—. Últimamente Aldo estaba demasiado rebelde, se
creía intocable por la importancia que se daba, igual que sus hombres, que no
hacen más que crear problemas con la gente de Rhiannon.
—Se podría decir
entonces que matando a ese hijo de puta le hice un favor —simplifiqué—. A lo
mejor podemos llegar a un acuerdo donde los dos salgamos beneficiados.
—¿Un acuerdo?
—replicó levantando una ceja con interés—. ¿De qué tipo?
—Usted me da un
arma y me envía mañana con los demás a acabar con los espectros, y yo me
encargo de que ninguno de esos capullos uniformados regrese de la batalla
—respondí—. Yo me vengo de ellos y al mismo tiempo le demuestro que no soy
ninguna inútil, y usted se libra de la amenaza que suponen para su liderazgo.
Todos ganamos.
—En la batalla
contra los espectros estarán ellos, y no creo que hayan olvidado lo que le
hiciste a su cabecilla —me advirtió—. Puede que seas tú la que no vuelva… las
guerreras salvajes no pueden protegerte siempre.
—Usted sigue sin
perder nada si es así —le dije encogiéndome de hombros—. ¿Tenemos un trato?
—Lo tenemos.
—asintió dando su conformidad, y yo me sentí satisfecha con ello.
No me importaba
meterme en una guerra con unos seres que ni tan siquiera comprendía, tampoco la
posibilidad de que los soldados tomaran represalias contra mí… yo sólo quería
encontrar un refugio y vengarme. Si el universo era incapaz de impartir
justicia, lo haría yo a mi manera, que sería despiadada y cruel, y además con
ello me ganaría un lugar en una comunidad próspera cuyo líder me debería una.
No podía pedir nada mejor, salvo quizá darme yo también una ducha.
Loreto bajó las
escaleras ya completamente vestida. Llevaba un conjunto vaquero que le
favorecía bastante con unas botas de montaña a juego.
—Loreto, lleva a
nuestra nueva compañera a la que será su casa a partir de ahora. —le indicó
Dávila.
—Muy bien, señor
—asintió ella, que volvía a tratarle de usted… supuse que la diferencia entre
eso y tutearle debía ser la cantidad de ropa que llevara puesta.
Salí de la casa
acompañando a aquella chica. Fuera me esperaba también Rhiannon, que en cuanto
me vio aparecer se acercó a nosotras.
—¿Y bien? —inquirió.
—Al parecer, ahora
soy una más de la comunidad. —respondí.
La mujer sonrió,
asintió satisfecha y me abrazó con fuerza. Ante tal gesto de camaradería no
pude sino devolverle el abrazo… yo también me sentía muy satisfecha.
—Deberíamos
ponernos en marcha —dijo Loreto—. Todavía tengo que alojarte en una casa.
—Primero
preferiría ver a Guille, si no es mucha molestia. —objeté yo cuando me vi libre
los fuertes brazos de la guerrera.
—¡Por supuesto que
no! —exclamó ella—. Seguro que el chiquillo está deseando verte también.
Rápidamente nos
pusimos las tres en marcha rumbo al lugar donde tenían a Guille. Loreto y
Rhiannon caminaba rápido, pero también se paraba a saludar a todo el mundo.
Supuse que, como administradora y como líder de las guerreras salvajes
respectivamente, debían tener trato con todos ellos, pero a base de retrasos
llegué a pensar que se detenían a propósito para ponerme más nerviosa.
Cuando caminábamos
de nuevo por el camino de barro donde los dos críos jugaban, tuvimos que
echarnos a un lado porque un furgón militar pasó a toda prisa a través de la
carretera. Sobre él iban montados los seis militares restantes, y me estremecí
por tener que volver a verles tan pronto… aún no estaba preparada para ese
reencuentro.
La mirada de Oriol
se quedó clavada en mí antes de que el vehículo se detuviera cortándonos el
paso, aunque por suerte Rhiannon se interpuso entre los soldados y yo.
—Debí cortarte el
cuello cuando pude, zorra. —me espetó por encima de la mujer conteniendo las
ganas que sentía de bajar y cumplir su amenaza allí mismo.
—Tú mucho cuidado
con lo que dices. —le amenazó la guerrera desenfundando un cuchillo.
—Ah, ¿ahora te
protegen las guarras salvajes? —se mofó—. Tú no te metas, bollera, esto no va
contigo.
—Si nos tocas a
una, nos tocas a todas —le espetó ella, que parecía a punto de saltarle al
cuello—. ¿Quieres que me haga un collar con tus diminutos huevos?
—Haya paz, chicos
—pidió Loreto al percatarse del potencial conflicto que podía organizarse allí—.
Dejadnos pasar o tendré que informar a Dávila.
—Nos veremos
mañana en la batalla. —se despidió Oriol dejando la amenaza latente en el aire
cuando la furgoneta se puso en marcha de nuevo.
“Ya lo creo que
nos veremos” pensé yo contenta por la oportunidad que iba a tener para ajustar
cuentas con todos ellos.
—Una castración a
tiempo evita estas cosas. —opinó Rhiannon negando con la cabeza y volviendo a
enfundar su cuchillo mientras ellos se perdían de vista.
—No te preocupes, a
esos se les va la fuerza por la boca. —me dijo Loreto.
—No estaba
preocupada en absoluto —respondí con total sinceridad—. Vayamos con Guille, por
favor.
—Pues aquí
estamos. —anunció Rhiannon cuando por fin llegamos la famosa casa capitular de
las guerreras salvajes, que no era más que una casa cualquiera de las muchas
que había por allí, salvo que tenía dos pisos. La puerta de entrada daba
directamente a un amplio comedor, y en él, seis mujeres vestidas de forma
parecida a la guerrera, con sus tatuajes, trenzas y ligeras ropas de cuero, pasaban
el rato muy entretenidas en sus quehaceres.
A Rosana y Cecilia ya las conocía, las dos se
encontraban sentadas en un sofá compartiendo el contenido de una lata de comida;
en el fondo, sentada en una rueda de afilador, una tercera mujer trataba con
esmero de sacar más filo de un hacha de mano; junto a la mesa, un hombre
grueso, tatuado de cabeza a piernas y con algunos piercings en la cara le
realizaba un tatuaje en la espalda a otra de ellas; y las dos restantes estaban
sentadas en la mesa, dibujando sobre unos folios con Guille y otra niña a la
que habían vestido como si fuera una guerrera más.
Pese a tener sólo
seis años, el chiquillo parecía muy contento sobre las rodillas de una mujer
despampanante y escasa de ropa que prodigaba atenciones hacia él, sin embargo,
en cuanto me vio aparecer saltó del sofá y se lanzó a abrazarme como si no nos
hubiéramos visto en años.
—Hola, cariño —le
dije agachándome hasta su altura para poder abrazarle en condiciones yo
también—. ¿Estás bien? ¿Te han tratado bien?
El chiquillo
asintió y me abrazó con más fuerza, y al final tuve que cargármelo a hombros
para poder incorporarme de nuevo.
—Irene, te
presento al resto de las guerreras. A Rosana y Cecilia ya las conoces, la de la
rueda de afilar es Ariadna, la que se está haciendo otro tatuaje, Carola, y las
dos de la mesa, Tania y Lidia. La pequeña es Arancha, la hija de Lidia… ¡Ah,
sí! Y él es Gorka, nuestro tatuador oficial —fue presentándome Rhiannon. Sólo
el tatuador, concentrado como estaba en su labor, no me saludó de alguna manera,
ya fuera con un gesto o levantando una mano—. Hermanas, os presento a Irene,
una nueva compañera en la comunidad.
—Mucho gusto —dije
yo—. Gracias por cuidar de Guille, de verdad.
—Ha sido un placer
—respondió Tania, la guerrera sobre la que había estado el niño sentado hasta
mi llegada, que se levantó de la mesa y se acercó a nosotros. Era una mujer alta,
de curvas pronunciadas y, al igual que casi todas las demás, lucía una elaborada
trenza en su cabello oscuro como peinado y tatuajes de motivos celtas por todas
partes—. ¿Os lo lleváis ya entonces?
—Sí, a su nueva
casa —confirmó Loreto—. Y será mejor que nos pongamos en marcha, tengo la tarde
muy ocupada y aún hay que encargarse de la comida, el agua, la ropa y esas
cosas.
—Oh, qué pena —lamentó
ella haciéndole una caricia en la cara a Guille antes de volverse hacia mí—.
Que sepas que para mí es un honor conocer a la persona que le voló la cabeza a
ese mamonazo de Aldo. Se me revuelven las tripas sólo de pensar en tener que
ver a su gente mañana en la batalla.
—No será a los
únicos que veáis, yo también estaré en ella. —les aseguré.
La de Aldo no era la
única cabeza que tenía pensado volar.
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