CAPÍTULO 2: LUIS
Tenía que admitir,
que mientras veía a través la ventanilla de la puerta trasera del furgón
policial como el campamento se alejaba, comencé a arrepentirme de haberme
ofrecido voluntario para ir a casa de Raquel a por comida y a traer con
nosotros a su familia. Sentados en los asientos donde normalmente se coloca a
los detenidos esposados íbamos Aitor, Óscar y yo como reses que eran llevadas
al matadero por Sebas y Raquel, conductor y copiloto respectivamente.
—Tienes mala cara,
doc. —me dijo Óscar mirándome como si me estuviera evaluando.
—Estoy bien. —le
tranquilicé recolocándome en el asiento y apartando la vista de la ventanilla.
La verdad era que
no estaba ni mucho menos bien. La idea de volver a entrar en la ciudad me
aterrorizaba, pero de alguna manera sentía que era lo que debía hacer. Todos
mis conocidos y familiares me habían dicho alguna vez que pensaba demasiado en
el futuro, sin embargo, eso me había servido muy bien a lo largo de mi vida, y
si bien no podía haber previsto que algo como la resurrección de los muertos
ocurriera, sí podía servirme para continuar vivo en el mundo que dejaran a su
paso.
Si, como todo
apuntaba, la sociedad tal y como la conocíamos había caído, los restos de
humanidad que sobrevivieran a tal cataclismo, como nosotros, se verían
catapultados a una etapa más similar a la edad media que a la contemporánea… y
las implicaciones de aquello iban a ser desastrosas para los que no pudieran
adaptarse. ¿Cuánto tiempo puede verse un grupo asediado por los resucitados,
escaso de comida, sin refugio ni lugar donde cubrirse de la lluvia, manteniendo
alimentadas a bocas inútiles? La desesperación terminaría haciendo que la
humanidad y la compasión degenerasen en un cruel practicismo darwiniano que
eliminaría a los más débiles, y no tenía intención de ser parte de ellos.
Mi única arma para
evitar la extinción eran mis conocimientos de medicina, algo que se volvería
más y más valioso con el paso del tiempo, y pretendía explotarlo todo lo
posible. Pero para ejercer de curandero necesitaba materiales, y como jamás
imaginé que podría estar viviendo la situación en la que, de hecho, me
encontraba, cuando hui no se me ocurrió pasar por la clínica. Era un fallo que
pretendía corregir con ese viaje de vuelta a la ciudad; un botiquín casero
sería de mucha ayuda hasta conseguir algo mejor, y con eso me aseguraba de que
no me dejaran atrás si la situación se volvía desesperada. ¿Por qué deshacerte
de quien sabe curar heridas y tratar enfermedades si arrastras a personas como
Silvio, Jorge, Agus, Raquel o Maite y su hija sin ninguna habilidad práctica?
Sí, reconozco que
era una forma de pensar terrible, pero los tiempos que vivíamos eran así de
duros. Aunque nunca votaría por dejar a su suerte a alguien si no era una
cuestión de vida o muerte, no quería tener demasiadas papeletas para que
votaran en mi contra si se daba la situación. ¿Se me podía culpar por ello? Tal
vez algunos los hicieran, por eso no tenía intención de expresar en voz alta
mis pensamientos delante de nadie.
—Por allí, entra
por allí —le indicó Raquel a Sebas señalándole una salida de la M40 que nos metería
directos en la boca del lobo.
“Que irónico”
pensé, “todo el mundo luchando y muriendo intentando salir de Madrid, y ahora
nosotros intentando entrar.”
—Segunda salida. —volvió
a señalarle Raquel, pero entonces Aitor se puso en pie y se asomó a la pequeña
rendija que comunicaba el vagón con la cabina del conductor.
—¡No! Coge la
tercera —exclamó—. No es tan recto, pero bajaremos por la avenida, que es más
amplia y nos dará menos problemas si hay reanimados bloqueando la calle.
—¿No estará
bloqueada por coches de la gente que intentaba salir? —inquirió Óscar mirando
hacia delante también.
—No debería, ya os
he dicho que esta zona fue evacuada muy pronto. —respondió Aitor, aunque con no
demasiada seguridad.
Sin embargo, tal y
como había dicho, la calle se encontraba despejada cuando llegamos a ella,
salvo por una buena cantidad de coches aparcados… coches que ya se podían
considerar como abandonados a efectos prácticos. Aparte de eso, y salvo por el
silencio sepulcral que lo dominaba todo, nadie podía decir al ver aquella zona
que los muertos se habían levantado e invadido la ciudad.
Sebas comenzó a
conducir más despacio para no hacer demasiado ruido; ya que habíamos tenido la
buena suerte de no encontrarnos resucitados, lo mejor era llamar la atención lo
menos posible.
—Recuerdo esta
avenida en concreto, creo que fue de las primeras en ser evacuadas —nos explicó
Aitor—. Sacaron a la gente en camiones, por eso están aquí sus coches.
—¡Espera! —exclamó
Óscar de repente— ¡Para aquí!
—Aún falta para
llegar a mi casa. —protestó Raquel mientras Sebas obedecía y detenía la marcha.
—Sí, pero estos
coches tienen que estar llenos de gasolina y no hay podridos a la vista… ¿qué
mejor oportunidad para repostar vamos a tener? Podemos detenernos a llenar las
garrafas —propuso el cazador perspicazmente—. ¿No es lo que querías, doc?
—¿Y el agua donde
la metemos? —preguntó Aitor.
—Ella dijo que
tenían botellas de agua mineral en la casa, podemos cargarlas aquí sin más
—replicó el cazador—. De todas formas, necesitaremos la gasolina tanto como el
agua si queremos salir de ese puto campamento y buscar un refugio mejor.
Como nadie se
opuso, Óscar y Sebas salieron del vehículo, cada uno cargado con uno de los
bidones y con un tubo de plástico con los que pretendían vaciar los depósitos
de los coches abandonados. Yo bajé del furgón también, más que nada para ir
haciéndome una idea de lo que iba a suponer estar allí fuera sabiendo que al
doblar la esquina en cualquier lugar podía haber un resucitado acechando. No
era una sensación tranquilizadora pero tenía que empezar a acostumbrarme a ella;
los muertos vivientes iban a ser una constante en mi vida en adelante.
El proceso de vaciado
de depósitos resultó más lento de lo que me hubiera gustado, y estar allí
parados en mitad de la calle tanto tiempo mientras los bidones se iban llenando
con el escaso combustible que salía del tubo comenzó a ponerme nervioso.
—¡Oh, mierda! —gimió
Sebas cuando, con los bidones todavía a medio llenar, señaló hacia el final de
la calle. Allí había un hombre que se tambaleaba sobre la calzada…
Sentí un
escalofrío al reconocer lo que era, y pese a que se encontraba bastante lejos todavía,
por un momento me quedé paralizado. La criatura, sin embargo, no debió darse
cuenta de nuestra presencia, porque continuó tambaleándose hasta perderse de
vista detrás de una casa.
—¡Joder, me va a
dar un puto infarto! —gruñó Sebas antes de volver al trabajo de sacar gasolina.
—¿Ese hombre era
uno… de ellos también? —preguntó Raquel, que se ha quedado pálida de la
impresión, muy tontamente a mi parecer.
—Eso ya no era un
hombre —le respondió Aitor intentando reconfortarla, aunque con dudoso éxito—
Puede que en su momento fuera un hombre, ahora sólo es un reanimado.
—¿Qué pasa, niña?
No es el primer muerto viviente que ves. —bufó Óscar con su poca delicadeza
habitual.
—Ya lo sé —se
defendió ella—. Pero es que… éste es mi barrio, estas calles las conozco.
Con los bidones llenos
de gasolina, y el corazón un poco más en vilo al saber que, pese a las
apariencias, no estábamos solos, seguimos el camino dentro del furgón hacia la
casa de la chica. Tras dejar la avenida, y conforme nos íbamos internando en el
barrio, la ilusión se disipó del todo y comenzamos a cruzarnos con resucitados
que vagaban por allí sin rumbo fijo, con sus andares torpes y lentos tan
característicos. Cuando nos veían pasar se tambaleaban detrás de nosotros, y
aunque podíamos dejarlos atrás con facilidad debido a nuestra velocidad
superior, no dejaba de ser inquietante saber que esos seres nos querían atrapar
para devorarnos vivos si se les daba la oportunidad.
El primero que nos
acabó cortando el paso fue una mujer que se cruzó en medio de la carretera. Debía
tener unos cuarenta años antes de morir, estaba delgada, muy despeinada y
vestida con un pijama y una bata, ambos manchados de la sangre que salpicó
cuando otro caminante le arrancó a mordiscos la carne desde el labio inferior
hasta la barbilla.
—¡Oh, Dios! —gimió
Raquel con asco cuando la tuvimos enfrente.
Avanzó caminando
como una borracha hacia nosotros, con las manos extendidas y gimiendo, por el
centro de la carretera de una sola dirección, bloqueando el paso de nuestro
vehículo.
—No pienso sacar el
furgón de la calzada por una muerta andante. —declaró Sebas apretando el
acelerador dispuesto a llevársela por delante.
—No pretenderás
atropellarla, ¿verdad? —exclamé yo alarmado.
—¿Por qué no? Sólo
es una resucitada, y ni siquiera se va a morir del todo. —replicó el guardia de
seguridad.
—Ella es una
muerta, pero tú puedes cargarte el radiador al embestirla, por ejemplo, y si el
coche se queda tirado, ¿cómo demonios pretendes que volvamos? ¿A pie?
—El doctor tiene
razón —intervino Óscar en mi favor antes de que Sebas pudiera contradecirme—.
Es poco probable, pero no podemos arriesgarnos.
Sin pronunciar
palabra, Aitor abrió la puerta lateral del furgón y puso un pie en la
carretera. Se descolgó el fusil de la espalda y apuntó a la resucitada con la
intención de volarle la cabeza de un disparo… de nuevo fue Óscar quien tuvo que
intervenir y salvar la situación.
—¡Pero qué haces!
¿Estás loco? —le reprendió agarrándole el arma para que no pudiera disparar—.
¿Es que quieres matarnos a todos? ¡Si disparas atraerás a montones de ellos!
—Ya nos están
siguiendo un montón de ellos. —le recordó Aitor señalando en la dirección de la
que veníamos… y no le faltaba razón, por lo menos seis muertos vivientes nos
iban siguiendo los pasos, aunque ya les habíamos sacado una buena ventaja.
—Un disparo puede
escucharse a un kilómetro a la redonda, capullo. Si disparas, nos echas encima
a media ciudad —le espetó Óscar empujándole de vuelta al interior del furgón antes
de dirigirse hacia Sebas—. Avanza lentamente, a cinco o diez por hora como
mucho, y pásale por encima sin golpearla… ¿cómo se os ocurre pensar en dispar?
El vehículo se
dirigió hacia la mujer, que se lanzó contra él dando un par de puñetazos al
parabrisas antes de verse superada y caer al suelo. El furgón dio un par de
botes cuando las ruedas pasaron sobre ella.
—Por Dios… —gruñó
Raquel asqueada— Preferiría haberla rodeado.
Por las ventanas
traseras pude ver cómo conforme íbamos dejando atrás a la mujer ésta lograba
darse la vuelta hasta quedar cabeza abajo y comenzaba a arrastrarse por la
calzada. El atropello debió romperle las piernas, o puede que la cadera, y no
le permitió incorporarse, pero eso no hizo mella alguna en su tenacidad.
—Es aquí mismo,
dobla la esquina y la primera a la derecha. —guio Aitor todavía un poco
cohibido por la bronca que acababa de llevarse por parte de Óscar.
Al entrar por
donde nos indicó, nos topamos con una calle de chalets de un tamaño
considerable, con jardines, piscinas y unas magníficas vallas que protegían el
interior de cualquier muerto viviente indeseable.
—Vaya, es muy raro
ver esto así... —comentó Raquel, que debía referirse a los contenedores
volcados, las papeleras rotas y la basura que el viento había arrastrado y desperdigado
por el suelo.
Siguiendo las señas
del soldado, entramos en otra calle idéntica a la anterior, salvo que en ella
había tres resucitados dando vueltas: un hombre grueso, barbudo y una camisa de
tirantes blanca llena de sangre; otro más joven, vestido con un uniforme de
jardinero y casi medio cuello arrancado a mordiscos y, por último, un niño muy
pequeño, de unos cuatro o cinco años, con el estómago abierto y las tripas
colgando de una manera grotesca.
—¡Oh, Dios! Ese es
el hijo pequeño de los vecinos —exclamó Raquel llevándose una mano a la boca—.
Pobre chiquillo…
—Es esa casa. —anunció
Aitor señalándonos el primer chalet a la izquierda tras doblar la esquina, que
se encontraba tan sólo a unos veinte metros de los tres muertos vivientes, los
cuales comenzaron a acercarse al furgón buscando carne humana con la que darse
un banquete.
—Deberíamos
limpiar la calle antes de ponernos a trabajar —propuso Óscar cargando su
ballesta con una flecha—. Aitor, tú y Raquel entrad en la casa y abrid la
puerta del garaje; Sebas, quédate aquí y mete dentro el furgón en cuanto abran
la puerta… Doc, tú y yo vamos a eliminar a estos hijoputas, a ser posible sin
armar escándalo.
—¿Yo? —repliqué estupefacto
sintiendo que las manos comenzaban a temblarme.
—Sí, tú. Vamos. —dijo
abriendo la puerta del furgón y saliendo por ella.
—Pero… no tengo un
arma. —protesté, aunque le seguí fuera.
—Toma mi pistola. —me
ofreció Sebas.
—¡No! —bramó
Óscar.
El muerto
jardinero estaba casi sobre nosotros, y Óscar tuvo que disparar su ballesta
contra él. La flecha entró a través de un ojo, y la punta salió cubierta de
sangre y sesos por el otro lado de la cabeza de aquel pobre desgraciado, consiguiendo
que el cuerpo cayera como un peso muerto al suelo. Al mismo tiempo, Raquel y
Aitor corrieron hacia la puerta principal de la casa, que estaba unos metros
más atrás que la del garaje, y entraron por ella. Raquel debía tener las llaves
todavía, o quizá no estuviera cerrada.
—¿Cómo coño tengo
que deciros para que lo entendáis? ¡Nada de armas de fuego, joder! —nos
sermoneó Óscar, que desenfundó su cuchillo y me lo tendió.
No lo consideraba
la mejor arma para la situación en la que nos encontrábamos, pero aun así, si
tenía que hacerlo, lo haría, de modo que alargué la mano para agarrarlo… sin
embargo, antes de poder cogerlo un disparo sonó, y el cuerpo del tipo grueso y
barbudo, que seguía acercándose hacia nosotros, cayó al suelo abatido.
—¿Qué coño? —bufó
Óscar girándose hacia él—. ¿Aitor?
Ambos sabíamos que
no había sido Aitor. No era un experto en la materia, pero tras mis escasos
escarceos con las armas de fuego, sobre todo viendo disparar a otros, había
aprendido a diferenciar con cierto atino entre el disparo de una pistola y el
disparo de un fusil militar… y ese había sido de los primeros.
El muerto viviente
caído intentó ponerse en pie, y no fue hasta que se escuchó un segundo disparo
cuando descubrimos el origen de los mismos. Asomado sobre la valla de la casa
que había frente a la de Raquel se encontraba un muchacho no mucho mayor que
ella, delgado y de pelo corto y castaño, que tenía una pistola en la mano.
—¡Pero qué coño…!
¡No, no, no! ¡Me cago en la puta, a la mierda todo el sigilo! —exclamó Óscar
tras el segundo disparo.
—¡Ey! —nos llamó
el inconsciente chaval saltando a la calle—. ¿Venís de la zona segura?
—Venimos de tu
puta madre. —farfulló Óscar cargando una flecha y apuntándole con ella… estaba
tan enfadado que creía que iba a matarlo ahí mismo.
—¡Eh, eh, eh,
tranquilo, tío! —exclamó el muchacho levantando las manos asustado.
—Aun quedan estos
dos. —nos advirtió Sebas saliendo del furgón y apuntando con su pistola a los
dos muertos que todavía seguían en pie: el niño y el barbudo, que pese a los
disparos de aquel chico recién llegado, seguía luchando por ponerse en pie de
nuevo.
—¡Mierda! —protestó
Óscar, y entonces me tendió la ballesta—. No dejes de apuntar a este niñato de
mierda.
Sin perder un
segundo, utilizó el cuchillo que todavía conservaba para acercarse hasta el
barbudo, que casi se había levantado del suelo, y clavarle su afilada hoja por
encima de la oreja hasta el mismo cerebro. Me sorprendió que supiera que por
esa zona los huesos del cráneo son más finos, y por tanto es más sencillo
romperlos de una cuchillada que si intentabas hacer lo mismo en la coronilla,
por ejemplo. El niño resucitado llegó hasta Sebas, que lo contuvo con no
demasiado esfuerzo estirando una mano y sujetándole de la frente. La criatura chasqueaba
los dientes intentando morder sin mucho tino, pero aun así, el guardia de
seguridad parecía bastante incómodo en esa situación. En cambio, el cazador no
tuvo ningún reparo en repetir el proceso y apuñalarlo hasta que cayó muerto por
fin.
Cuando ambos regresaron
con su labor cumplida me acordé de que tenía que apuntar con la ballesta al
chico, que se había quedado tan conmocionado mirando al cazador acabar con los
muertos como yo. Que Óscar se dirigiera hacia él con las manos manchadas de
sangre y rabia en la mirada no debió hacerle sentir mejor.
—¿De dónde coño
has salido tú? —escupió agarrándole de un brazo e inmovilizándole contra el
furgón; la pistola del muchacho cayó al suelo.
—¡Ay! —protestó—.
Me llamo Cristian, estaba escondido en esa casa, os vi llegar y pensé…
—Y pensaste en
jodernos atrayendo a todos los putos muertos de los alrededores a disparos,
¿no? —terminó la frase por él.
—Yo… lo siento, no
pensé… —balbuceó—. No pretendía… ¡Suéltame! Me haces daño.
—¡Déjalo, tío! —salió
en su defensa Sebas—. Sólo es un chaval asustado, no sabía lo que hacía.
Aitor salió
corriendo por la misma puerta por la que entró con el fusil en las manos.
—¿Por qué os habéis
puesto a disparar? Esto tenía que ser sigiloso —dijo bajando el arma al ver que
ya no había problemas—. ¿Quién coño es éste?
—Cambio de
planes... —contestó Óscar, que liberó bruscamente a Cristian, ignorando la
pregunta de Aitor y recuperando su ballesta de mis manos—. ¿Por qué no habéis
abierto todavía?
—Atrancaron la
puerta del garaje con un candando enorme y cadenas, no hay manera de abrirlo —nos
explicó—. Tendremos que dejar aquí el furgón e ir sacando las cosas que
carguemos.
—Pues esos nos lo
van a poner difícil. —replicó Sebas señalando la esquina por la que habíamos
llegado; cuatro muertos se tambaleaban hacia nosotros desde esa dirección, pero
además, desde el fondo de la calle vimos venir un par más acercándose también…
y lo más probable era que hubiera muchos otros que todavía no podíamos ver y
que hubieran sido atraídos por el ruido de los disparos anteriores.
De repente se
escuchó un grito de mujer proveniente del interior de la casa.
—¡Raquel! —exclamó
Aitor lanzándose hacia la puerta de nuevo.
—Es una puta locura,
seguir matando resucitados sólo atraerá más... —reflexionó Óscar—. Creo que
tengo una idea. ¡Entrad todos dentro de la casa y no hagáis ruido!
—¡Por favor! ¡No
me dejéis aquí! —suplicó el chico mirándonos alternativamente a Sebas y a mí, los
que todavía no le habíamos maltratado.
—Coge mi ballesta —le
ordenó a Sebas mientras él recogía del suelo la pistola de Cristian—. Intentaré
alejarlos de aquí a tiros, y si hay algo dentro, lo podréis matar en silencio
para no atraerlos de nuevo. Cuando el ruido los lleve lejos podremos cargar el
furgón con seguridad.
—¿Quieres que vaya
yo contigo? Los dos tendríamos más posibilidades… —se ofreció Sebas.
—¡No! —exclamó
Óscar revisando el cargador de su nueva arma—. Se tratar de atraerlos y luego
volver sin que me sigan, más fácil será escapar si voy solo. ¡Tú asegúrate de
que este niñato no llame la atención de los resucitados sobre la casa liándose
a tiros otra vez y nos condene a muerte! ¡Y mira a ver qué coño está pasando
ahí dentro con la parejita!
Sin esperar a su
respuesta, dio un ensordecedor disparo al aire antes de salir corriendo en
dirección contraria a por donde se acercaban los muertos.
—¡Eh, podridos de
mierda! ¡Aquí! —gritó intentando atraer su atención—. ¡Aquí!
Movidos por el
ruido, comenzaron a acercarse hacia él con sus lentos y torpes pasos.
—¡Venga! ¡Vamos
dentro! —dijo Sebas con la ballesta de Óscar en las manos lanzándose hacia la
puerta, seguido sin rechistar tanto por Cristian como por mí, que no tenía
ninguna gana de seguir allí fuera a merced de los muertos.
Con Óscar ocupado,
Sebas había quedado de alguna manera al mando del grupo… y no me parecía la
persona más apta para el cometido. No obstante, como no habría sabido decir
quién de todos nosotros era un candidato mejor, no quise discutirlo.
Después de atravesar
la puerta de la valla a toda prisa entramos en un amplio jardín que todavía se
conservaba bien cuidado, aunque se notaba que llevaba varios días sin ser
atendido. Unos cipreses de pequeño tamaño crecían junto a la misma valla,
protegiendo así la propiedad de las miradas indiscretas del exterior y, como
era el caso, ocultando nuestra presencia allí de los muertos vivientes. Me llamó
la atención que la gran cristalera de la fachada del chalet, a través de la
cual se podía ver todo el comedor de la vivienda, se hubiera resquebrajado.
Sin embargo, lo
más alarmante era que, en mitad del jardín, Aitor golpeaba con la culata de su
rifle la cabeza de una mujer bajita y rechoncha, de origen sudamericano en
apariencia… Raquel se encontraba a dos metros de ellos de rodillas en el suelo,
con las manos tapándose la cara. Tras un último golpe de rifle, los sesos de la
mujer se desparramaron sobre la hierba y dejó de moverse.
Cuando Aitor se
levantó tenía manchas de sangre en la ropa.
—¡Oh, Dios! ¡Pobre
Consuelo! —sollozó Raquel con lágrimas en los ojos.
—Estad alerta,
podría… haber más —dijo Aitor mirando a su abatida novia de reojo—. ¿Por qué
habéis empezado a pegar tiros? Seguro que lo han oído todos los caminantes de
la urbanización. ¿Y se puede saber de dónde ha salido este tío?
—Me llamo Cristian
—volvió a presentarse el muchacho—. Los disparos han sido culpa mía, lo siento…
creía que estaba ayudando.
—¿Tú has sido el
que ha disparado? —inquirió el soldado fulminándole con la mirada; por su tono
de reproche, parecía mentira que él hubiera estado dispuesto a hacer lo mismo sólo
unos minutos antes—. ¿Te has vuelto loco o qué?
—¡Eh! Buen rollo,
tío —exclamó Cristian levantando las manos—. No quería molestar, ¿vale? Es sólo
que no veía a nadie desde hace días y pensaba que veníais de la zona segura.
—La zona segura
cayó —le expliqué yo—. Fue arrasada por los muertos vivientes. Estamos unos
pocos refugiados en un campamento a las afueras.
—¡No jodas! —gimió
boquiabierto por la noticia—. ¿La zona segura cayó? ¡Que putada, tío! Evacuaron
a mucha gente allí…
—Ya basta de
charla, tenemos trabajo que hacer y este lugar podría no ser seguro —nos
interrumpió Sebas asumiendo su nuevo papel de líder—. Creo que primero deberíamos registrar toda la casa,
de arriba a abajo, y cuando estemos seguros de que no hay más resucitados, nos
ponemos manos a la obra. Aitor, ¿por qué no te quedas con Raquel aquí fuera
hasta que inspeccionemos el interior?
—Yo voy con
vosotros, conozco la distribución de la casa, seré más útil dentro —replicó
Aitor colgándose el fusil a la espalda; luego se giró hacia Raquel, que
comenzaba a recuperar la compostura tras ver a la mujer transformada en un
muerto viviente descalabrada en el suelo—. Tú quédate aquí fuera, ¿vale? Seguro
que están bien, pero es sólo para asegurarnos.
Se refería al
resto de su familia, por supuesto… y el habernos encontrado un resucitado en el
jardín no era una señal esperanzadora, no obstante, ella asintió y se quedó de
rodillas sobre el césped del jardín.
—Esperad un momento, yo ni siquiera tengo un arma —protesté poco
dispuesto a entrar en una casa donde podría haber resucitados no teniendo
siquiera un cuchillo a mano—. ¿No hay un cobertizo o algo así donde pueda
conseguir alguna herramienta que usar?
Aquella casa tenía un jardín, no era del todo descabellado.
—¿Herramientas de
jardinería? Creo que están allí. —respondió Aitor señalando una pequeña caseta
en la esquina de la valla.
Cuando llegué
hasta ella resultó que la puerta tenía un candado, pero éste se encontraba
abierto. Dentro había varios productos de jardinería: regaderas, rastrillo,
azadas, palas, sacos de tierra, insecticidas, etc. También un pequeño
cortacésped, una sierra, dos tijeras de podar y una motosierra que debían
utilizar para podar las ramas de los cipreses. Terminé eligiendo como arma un
rastrillo… era tentador coger la motosierra, pero nuestro cometido exigía
sigilo.
Cuando regresé con
los demás, Sebas le daba instrucciones a Cristian.
—… si quieres
ayudar, quédate aquí para abrirle la puerta a Óscar cuando regrese.
— Está bien, yo me
quedo aquí vigilando —accedió—. ¿Puedo tener un arma? Ese tío se llevó mi
pistola.
—¿De dónde sacaste
tú una pistola? —le preguntó Aitor con suspicacia.
—¡No la he robado!
—se defendió él—. Bueno, no del todo… se la cogí al cadáver de un poli. Él ya
no la necesitaba, y creía que podría serme útil.
—Si quieres algo
parecido a un arma, mira en el cobertizo —le sugerí mostrándole mi rastrillo…
luego caí en la cuenta de algo—. ¡Pero nada de coger la motosierra!
Mientras nos
dirigíamos hacia la puerta de la casa, Sebas armado con la ballesta, Aitor con
su fusil y yo con un rastrillo, escuchamos a lo lejos un disparo. Sólo podía
ser Óscar intentando que los muertos vivientes le persiguieran y se alejaran de
nosotros… por nuestro propio bien, esperaba que su plan funcionara.
Con las llaves de
Raquel abrimos la puerta principal, que daba directamente al amplio salón que
se podía ver a través de la cristalera. Ésta tenía dos alturas, estaba amueblado
con un par de sofás de diseño, con una mesita de cristal en el centro, una
alfombra cubriendo la altura más baja y demás objetos variados de decoración
que no parecían baratos. Al fondo, junto a la cristalera resquebrajada, una
mesa de madera rodeada de varias sillas destacaba por encima de lo demás por su
elegancia, y al otro lado había un pequeño pasillo, en el que se podían ver las
escaleras que llevaban al piso de arriba, dos puertas y la cocina al fondo.
Todo parecía seguir intacto, salvo por la cristalera rota… como si la casa
hubiera sido abandonada sin más.
—La despensa está
en la cocina —nos indicó Aitor—. Arriba están los dormitorios y esas puertas
llevan a un cuarto de baño y al garaje. Parece que nadie ha pasado por aquí en
los últimos días, puede que los padres de Raquel decidieron marcharse, o tal
vez se hayan atrincherado en la despensa. De cualquier modo, creo que
deberíamos registrar toda la casa... también cabe la posibilidad, aunque no he
querido decirlo delante de ella, de que hayan acabado igual que la chacha.
—Empecemos
asegurándonos de que hasta la despensa no hay problemas —propuso Sebas—. Cuando
hayamos hecho lo que veníamos a hacer, registraremos el piso de arriba y el
garaje.
Como no tenía nada
en contra de ese plan, les seguí cuando atravesaron el comedor en dirección a
la cocina. Sin embargo, antes de entrar en ella nos quisimos asegurar de que en
el cuarto de baño todo estuviera en orden, de modo que abrimos esa puerta al
pasar junto a ella.
Era un cuarto de baño bastante
amplio y refinado, sin duda porque era el que utilizaban las visitas. Se
encontraba en perfectas condiciones, salvo porque alguien había abierto el
armarito de detrás del espejo para sacar el botiquín y volcarlo en el bidé,
donde además vi algunas gotas de sangre secas.
—Esperad un momento, todo esto puede
sernos útil. —les pedí adelantándome para recoger las vendas, alcohol, agua
oxigenada, tiritas, esparadrapo y todo lo que no se había manchado o estropeado.
—¿De quién será esa sangre? —se preguntó
Aitor un poco preocupado.
Como no tenía forma de responder a
su pregunta me limité a no decir nada, y en cuanto tuve todo el material médico
en una bolsa salimos de allí y nos dirigimos hacia la cocina.
El diseño de aquella habitación era
bastante
moderno, con un frigorífico de dos puertas, una vitrocerámica enorme y muchos
armaritos, lavavajillas y demás de diseño. Al fondo había otra puerta de
madera, que debía ser la que lleva a la despensa.
Aitor se aventuró
a abrir el frigorífico en busca de comida, sólo para tener que volver a
cerrarlo de nuevo de inmediato… hasta a mí, que seguía todavía a por lo menos
tres metros, me llegó el asqueroso olor a comida podrida del contenido de la
nevera.
—¡Uf! No creo que
aquí haya nada útil —declaró al cerrar la puerta para evitar que el olor se
extendiera—. Cualquier cosa que necesitara frío se habrá estropeado a estas
alturas.
—Miremos la
despensa. —propuso Sebas haciéndole una señal a Aitor para que se acercara a la
puerta; éste intentó mover el pomo, pero no logró girarlo.
—Cerrada con llave
—masculló—. ¡¿Señor Collado?! ¿Están ahí?
Nadie respondió ni
dio señal alguna de estar escuchando, de modo que intentó empujarla con el
hombro, aunque tampoco logró abrirla de esa forma.
Mientras él
intentaba forzarla, me di cuenta de que había unas pequeñas gotas de sangre en
el suelo, gotas que hacían un rastro desde la entrada de la cocina hasta la
puerta de la despensa.
—Voy a abrirla de
una patada, apartaos. —nos advirtió Aitor echándose atrás para coger impulso.
—¡Espera un
momento! —le detuve interponiéndome entre él y la puerta, luego me agaché para
observar mejor la sangre; quería ver si estaba seca o era reciente.
—¿Qué pasa? —preguntó
él agachándose también.
—Más sangre seca. —le
señalé tras comprobarlo.
Los tres nos
miramos durante un segundo, pero como ninguno dijo nada, porque ninguno sabía
muy bien cómo reaccionar ante ese descubrimiento, Aitor volvió a coger impulso
y abrió la puerta con un golpe seco de una de sus botas militares… y poco faltó
para que cayera rodando escaleras abajo debido a la inercia cuando resultó que
aquella despensa era subterránea.
La luz que entraba
por la puerta iluminaba unas escaleras que bajaban hasta un pequeño sótano, del
cual sólo podía ver la mitad porque el resto estaba protegido de la luz por las
propias escaleras. Desde esa zona oscura comenzó a escucharse el ruido de algo
arrastrándose, seguido de un sonido que no supe identificar, ¿un gemido quizá?
Pero sin duda, lo más revelador fue el olor a putrefacción que emergió de allí;
no era como el del frigorífico, aquél era el olor de la muerte, el olor a
resucitado.
Aitor, que comenzó
a bajar las escaleras seguido por Sebas, parecía haberlo olido también, porque
agarró su arma con fuerza y parecía preparado para abrir fuego en cuanto algo
se le pusiera por delante. Yo elegí la opción más sensata, que no era
aventurarse en un oscuro sótano donde podía haber un muerto viviente, y aguardé
arriba.
—¿Hola? —preguntó
el soldado, pero no se escuchó nada más que ese extraño balbuceo como respuesta.
Conforme mis ojos
se acostumbraban a la tenue luz de aquel agujero, descubrí que Raquel decía la
verdad sobre su padre: en la pared del fondo había gran cantidad de comida
almacenada en estanterías. También tenían dos congeladores, que a esas alturas
ya no debían funcionar, y cuyo contenido por tanto se habría estropeado, pero
sí que había otras muchas cosas aprovechables, como latas de conservas, fruta
en almíbar, incluso algo de fruta y verdura que, aunque madura, tal vez
aguantara unos días.
—¡Oh, joder! —exclamó
el soldado desde la zona oscura—. Podéis bajar, no hay peligro.
Al llegar al fondo
de la despensa vi a una mujer que bien podría ser Raquel con 20 años más, sentada
en el suelo con los brazos extendidos y atados por cuerdas a unas tuberías. Su
piel cenicienta y el profundo mordisco rodeado de sangre seca en uno de los
brazos era toda la explicación que necesitaba para saber qué le había ocurrido.
Pese a que pataleaba e intentaba abalanzarse contra nosotros con todas sus
fuerzas, por fortuna éstas no eran suficientes para romper las cuerdas que la mantenían
sujeta.
—Pobre mujer —se
lamentó Aitor—. ¡Dios! No sé cómo le voy a decir esto a Raquel.
Ajena a sus
palabras, la que debía ser la madre de Raquel continuaba pataleando e
intentando soltarse de sus ataduras sin apartar la vista de sus presas, o sea,
nosotros.
—Hazlo tú, por
favor. —le pidió a Sebas, que se acercó con la ballesta y le disparó a
bocajarro en la frente; los gruñidos y forcejeos se detuvieron de inmediato.
Tras unos
instantes de silencio en memoria de aquella pobre señora Sebas recordó a qué
habíamos venido, y me hizo una señal para que le ayudara con la comida. En el
sótano había varias bolsas de tela de un tamaño considerable que podían servir
perfectamente para cargar con todo.
Mientras los dos empezábamos
a preparándolo todo para poder llenar aquellas bolsas con la comida que
habíamos venido a buscar, Aitor contempló el cadáver de su suegra bastante
afectado.
—Se llamaba Raquel
también —nos dijo con amargura—. Joder, con lo que he odiado yo a esta mujer, y
ahora… no le gustaba que su hija saliera con alguien que había dejado el
instituto, pero no le deseo acabar así ni a mi peor enemigo.
Tras decir aquello,
cargó con el fusil a la espalda y se volvió hacia nosotros, y entonces descubrió
lo que estábamos haciendo.
—Oye, ¿no íbamos a
asegurar la casa antes de ponernos con las provisiones? —preguntó—. Odio decir esto,
pero podría haber más.
—Sí, vale, tienes
razón. —admitió Sebas, que dejó las bolsas en el suelo.
—¿Estáis ahí? —se
escuchó la voz de Raquel desde lo alto de las escaleras—. Fuera…
Comenzó a bajar, y
antes de que pudiéramos reaccionar e impedir que lo hiciera ya estaba allí
abajo; la pobre no pudo sino ahogar un grito al descubrir el resucitado muerto
que había sido su madre tirado en un rincón. Apartando a Aitor de un empujón
cuando éste intentó interponerse en su camino, se arrodilló a su lado
completamente desconsolada.
—¡Mama! ¡Oh Dios
no, no, no! —gimió.
Junto con Raquel apareció
también Cristian, con una pala al hombro que debió sacar de la caseta del
jardín. Parecía incómodo por la escena que se estaba produciendo allí.
—La… la calle se
está llenando de resucitados. No creo que podamos salir por ahí —anunció sin
poder apartar la vista del cadáver del sótano—. Yo… lo siento mucho.
—¿Qué… qué has
dicho de resucitados? —le preguntó Sebas de repente asustado—. Cr… creía que
Óscar los estaba alejando de aquí.
—Bueno, pues no ha
funcionado. —replicó el muchacho encogiéndose de hombros.
—No podemos hacer
nada con eso —intervine yo, que sabía que Sebas no estaba hecho para las crisis—.
Deberíamos registrar el resto de la casa como teníamos previsto, y más si de
momento no podemos salir.
—Sí, vale, hagamos
eso —accedió—. Aitor, eh…
—Id vosotros tres —nos
dijo el soldado mientras cubría con un brazo a su desconsolada novia, que
lloraba sobre el cadáver de su madre—. Y… bueno, tened cuidado, ya sabéis.
En silencio, los
tres subimos las escaleras reflexionando sobre las palabras del soldado. Era
evidente que de quien debíamos tener cuidado era de algún otro miembro de la
familia de Raquel que pudiera haber acabado igual que su madre… y la pregunta
que yo me hacía era cómo de mal podía tomárselo ella si aquello sucedía. Había
gente que perdía los nervios por mucho menos.
—¡Joder, tío! —gimió
Cristian cuando llegamos a la cocina—. ¿Esa mujer era… de su familia?
—Su madre —le
confirmó Sebas, que parecía también triste—. Yo creo… yo creo que si hubiera
alguien vivo en la casa a estas alturas ya lo sabríamos, ¿verdad?
—A lo mejor no es
eso —le contradije yo, que por empatía empezaba a sentirme un poco afligido por
Raquel… sabía lo duro que era perder una madre, y eso que la mía había muerto
años atrás debido tan sólo a su edad; verla así, transformada en una muerta
viviente y con un flechazo atravesándole la cabeza, tenía que haber sido horrible—.
Si la criada y la madre se transformaron y no tuvieron valor para rematarlas, a
lo mejor decidieron marcharse porque la casa no les parecía segura.
—Sí, puede ser. —asintió
el guardia de seguridad aferrándose a esa posibilidad.
Los sollozos de Raquel
podían escucharse aun estando fuera de la despensa, y sentía cómo éstos afectaban
tanto al muchacho como a Sebas… incluso a mí, que siempre había sido
considerado como una persona un tanto distante, estaban empezando a inspirarme
compasión.
—Será mejor que
nos aseguremos de que la casa está limpia —les arengué para dejar a Raquel tranquila
con su dolor y que éste no nos minara la moral—. Si no la hemos asegurado antes
de que vuelva, Óscar nos va a matar.
Como Sebas no
quería quedar mal en su papel de hombre al mando, y a Cristian el cazador le
daba miedo, comenzamos a movernos siguiendo la misma ruta que a la ida, pero en
dirección contraria.
—¿Garaje o piso de
arriba? —preguntó Sebas cuando llegamos hasta la puerta que, según nos había
dicho Aitor, llevaba hasta el garaje de la casa.
—Mejor piso de
arriba, ¿no? —respondió Cristian aferrando con fuerza su pala—. Si hay más…
muertos, no creo que puedan abrir esta puerta, pero sí podrían bajar las
escaleras.
El argumento nos
pareció lo bastante válido, de modo que optamos por aventuramos a las
habitaciones superiores.
Subiendo la
escalera, Sebas abría la marcha armado con la ballesta de Óscar, seguido por mí
con mi rastrillo y por Cristian, que sujetaba la pala como si fuera un bate de béisbol.
El piso superior consistía en un pequeño pasillo con cuatro puertas, y tres
estaban abiertas: la primera a la derecha, la segunda a la izquierda y la del
fondo. En el suelo, saliendo de una de ellas, un leve rastro de gotitas de
sangre secas iba desde el umbral hasta la habitación del fondo.
—Esto me da muy
mal rollo. —gimoteó Cristian a mi espalda.
Como respondiendo
a sus palabras, un ruido cuyo origen determiné que se encontraba en la
habitación del fondo nos sobresaltó a los tres. Sonó como si algo se hubiera
caído al suelo, o como si alguien le hubiera dado un golpe a un mueble, pero al
estar la puerta entornada era imposible ver nada de lo que pudiera haber
dentro, salvo que las ventanas debían estar abiertas; entraba una claridad desde
allí que sólo podía provocarla la luz del sol.
De repente, algo
pasando delante de ella creó una pequeña sombra durante un instante.
—¡Oh, tíos, ahí
hay algo! —lloriqueó el muchacho, que se acobardaba por momentos.
—Vamos a acerarnos
—propuso Sebas—. Si es uno de esos seres, en cuanto se asome le atravieso de un
disparo.
Asentí y caminé
muy despacio detrás de él. Conforme nos adentrábamos en el pasillo comencé a
sentir un creciente olor a putrefacción cuyo origen me resultaba incierto; era
verdad que los resucitados olían a podrido, la madre de Raquel me lo había
recordado un minuto antes, pero por la misma razón que no se decidían a
descomponerse del todo, ese olor era mucho más tenue del que cabría esperar en
un cadáver normal en el mismo estado. Había tratado con muchos cadáveres antes,
sobre todo cuando estudiaba, y sabía de lo que hablaba… aquel olor no podía
estar causándolo un muerto viviente.
—Ahí tiene que
haber algo —dije volviendo la vista hacia la habitación con las manchas de
sangre—. A lo mejor deberíamos…
Me callé cuando la
repentina llegada de luz solar hizo que mirara de nuevo hacia delante. La
puerta del fondo se había abierto por completo, y frente a ella había una chica
de unos catorce o quince años, de pelo largo y tan rubia como Raquel, vestida
con un camisón azul cubierto de sangre, al igual que sus brazos y piernas. No
había ninguna herida visible en su cuerpo, salvo unos profundos cortes en las
muñecas.
La chica lanzó un
gemido un segundo antes de comenzar a tambalearse hacia nosotros.
—¡Ah! ¡Mátala!
¡Mátala! —gritó Cristian retrocediendo un par de pasos.
Sentí como a Sebas
le temblaba el pulso antes de disparar, pero cuando lo hizo no falló, y el
virote se clavó en un ojo de la muerta viviente, que cayó de espaldas al suelo por
el impulso del impacto completamente muerta.
—Tranquilo, chico,
ya está —intentó tranquilizar el guardia de seguridad a Cristian—. ¡Madre mía! Esta
cría no tendría ni quince años… supongo que es… era familia de Raquel también.
—Sí —le respondí
con pesar; aquel pelo rubio era inconfundible… la pobre Raquel iba a volver a
pasar por un mal trago, y algo me decía que no sería el último.
—¿De dónde viene
ese olor? —preguntó Sebas, olfateó el aire con una mueca de asco.
—Creo que de ahí. —dije
señalando la puerta con manchas de sangre en el suelo.
—¿Por qué no te
aseguras de que la habitación del fondo está limpia mientras nosotros miramos ésta?
—me indicó al tiempo que cargaba una flecha en la ballesta.
No me parecía
buena idea dividirnos, pero supuse que, de haber algún otro resucitado en
aquella habitación, ya habría salido fuera, de modo que asentí y con el
rastrillo en la mano recorrí todo el pasillo hasta llegar a la puerta.
Por el tamaño, aquel
lugar, sólo podía ser el dormitorio principal, y por la cama de matrimonio que
había al fondo deduje que pertenecía a los padres de Raquel. La cama estaba
deshecha, como si hubieran estado durmiendo allí, pero no tenía claro si eso
significaba algo. ¿La dejaron así porque tuvieron que huir a toda prisa, o sólo
porque si iban a marcharse no tenía sentido molestarse en hacerla?
Di un paso dentro.
Una gran ventana, a través de la que se colaba la luz del sol, daba a la calle
por la que vinimos… y lo que vi a través de ella me dejó helado. Cuando
entraron, Raquel y Cristian dijeron el exterior que se había llenado de
resucitados, pero no imaginé que fueran tantos. Alrededor de veinte de ellos
daban vueltas por la carretera frente a la casa, seguramente atraídos de los
alrededores por los disparos tras nuestra llegada. Todo apuntaba a que la
estrategia de Óscar, del que por cierto no se sabía nada desde hacía tiempo, no
había dado resultado.
Unos rápidos pasos
en el pasillo me sacaron de mis pensamientos y me pusieron en alerta. Aparté la
vista del movimiento casi hipnótico con el que los muertos vivientes se
tambaleaban en la calle y corrí hacia la puerta del dormitorio. Saliendo de la
habitación que habían ido a inspeccionar a toda prisa, doblado por la cintura y
sujetándose el estómago, Cristian corrió hasta meterse en la tercera y última
habitación abierta… de la cual salió atropelladamente un segundo más tarde para
acabar a cuatro patas en el suelo y comenzar a vomitar.
—¿Qué pasa? —le
pregunté alarmado.
No pudo decir
nada, sólo balbuceó un par de palabras ininteligibles antes de tener otra
arcada y volver a vomitar en el suelo, donde todavía se encontraba el cadáver
de la muerta viviente que habíamos eliminado.
Me asomé a la
habitación entornada de la que había salido después de apenas asomarse a ella,
y lo que vi me dejó pasmado. Su interior era una visión más propia de una
película de terror que de la vida real: se trataba de un cuarto de baño
manchado hasta el techo de sangre. Una cuchilla sobre el filo de la bañera
tenía sangre seca en su filo y dentro de la propia bañera las manchas se
multiplicaban hasta cubrir prácticamente toda su superficie. La mampara de baño
había sido descolocada, como si hubiera recibido un golpe muy fuerte que la arrancara
de su sitio.
Sebas salió de la
otra habitación cubriéndose boca y nariz con las manos, y con los ojos
llorosos. Todavía tenía una flecha cargada en la ballesta, de modo que no la
había utilizado contra lo que demonios hubiera allí dentro.
—Es… —farfulló con
angustia—. Es horrible…
Cubriéndome las
fosas nasales con la manga del jersey, que tampoco olía a rosas después de
llevarlo puesto más de dos semanas, me asomé a lo que resultó ser otro
dormitorio, que por la decoración tenía que ser de un chico al que le gustaban
mucho los ordenadores. Manchas de sangre salpicaban por todas partes, y sobre
la cama, como fuente de aquel olor imposible de aguantar, se encontraba el
cuerpo putrefacto y casi devorado del dueño de la habitación.
Probablemente el
hecho de haber sido comido casi por completo, puesto que en algunas zonas sólo
se le veían los huesos, y la cabeza estaba tan mordisqueada que su rostro resultaba
irreconocible salvo por unos inconfundibles mechones de pelo rubio, era lo que
ha evitado que se despertara como un resucitado. Al encontrarse las ventanas
cerradas los insectos no habían invadido del todo el cuerpo, pero una jauría de
moscas revolotea sobre él, y sus larvas se retorcían en su interior.
Volví al pasillo
conteniendo yo también las ganas de vomitar… aquel pelo rubio delataba que se
trataba de otro familiar de Raquel más allá de cualquier duda.
—Esto es demasiado
—gimió Sebas apoyándose en las rodillas y escupiendo en el suelo mientras
Cristian vomitaba por tercera vez—. Resucitados pase, pero un pobre chico medio
comido es demasiado.
Ver al muchacho muerto
me hacía preguntarme qué habíamos hecho los humanos como raza para llegar al
punto en que nos encontrábamos. ¿Qué diablos habíamos hecho para merecer eso?
Aunque quien iba a hacerse esa pregunta en serio sería Raquel cuando
descubriera lo que había sido de su familia…
Hola Alejandro, acabo de ver tu comentario en mi blog. No te preocupes, ya está añadido a la lista de webs amigas. Gracias.
ResponderEliminarhttp://zombielahistoria.blogspot.com.es/
Hola !!! Muy buen relato, llevo siguiéndote desde hace un mes. Y éste capítulo muy bueno, me puedo imaginar el momento de esa pobre muerta viviente siendo atropellada, mientras aporreaba la luna del furgón con sus huesudas y delicadas manos. Bueno, ánimo con el blog. Un saludo !!!
ResponderEliminarPodrías hacer un resumen con todos los miembros del grupo, estaría agradecido ya que esta muy bien esta historia. solo te digo una cosa que debieras mejorar, el cazador es una copia de daryl, yo dejaria la ballesta aun lado ya que esta muy vista y le pondría otra arma
ResponderEliminarRespondo de nuevo que me faltó decir una cosa: Lo del resumen es una buena sugerencia y la tendré en cuenta. Lo del cazador es más bien una especie de "homenaje" al bueno de Daryl, pero hay una diferencia importante entre ambos que ya vereis mañana por la noche cuando suba el siguiente capítulo xD
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