viernes, 29 de marzo de 2013

Crónicas zombi, Orígenes: Capitulo 4, Luis



CAPÍTULO 4: LUIS


—¡Déjame pasar! —exigió Raquel con la cara colorada y los ojos todavía llorosos—. ¡Mónica! ¡Rubén! ¿Estáis ahí?
—Baja la voz —le suplicó Aitor agarrándola por el brazo—. Si llamas la atención de los de fuera, estamos vendidos…
Pero ella, sin hacerle el menor caso, le apartó la mano con un movimiento brusco mientras intentaba que Sebas dejara de bloquearle el camino.
—¿Dónde están? ¡Déjame pasar! —insistió una vez más.
—No creo que debas hacerlo, créeme. —le dijo él recuperando el tono inseguro y débil que había aparcado al erigirse como líder en ausencia de Óscar.
Por supuesto, esas palabras no hicieron sino poner más nerviosa a la pobre chica, que acabó apartándolo de su camino de un empujón. Sabiendo que no podríamos ocultar lo que había ocurrido, antes de que los demás subieran envolvimos el cadáver del muchacho devorado entre las propias sábanas de la cama… aunque el resultado acabó siendo un tanto cuestionable debido a que gran cantidad de fluidos corporales asquerosos se filtraron y pringaron toda la cama, al menos cubrimos la terrible visión de su estado. Después, entre Sebas y Cristian dejaron el cadáver de la chica sobre la cama, le quitaron la flecha de la cabeza y la colocaron de tal forma que parecía que estuviera durmiendo, o al menos eso habría parecido de no ser porque tenía el cráneo agujereado.
Cuando Raquel entró en la habitación y vio lo que había ni siquiera tuvo fuerzas para decir nada, tan sólo cayó de rodillas al suelo. Aitor se agachó a su lado justo en el momento en que rompió a llorar, y los demás nos quedamos allí, sintiéndonos como unos intrusos entre tanto dolor.
Sin saber dónde mirar, terminé haciéndolo hacia el escritorio del dormitorio, donde el joven tenía todas sus cosas. No encontré nada destacable allí encima, tan sólo un IPhone que debió quedarse sin batería hacía mucho, un paquete de chicles de menta medio gastado y su ordenador, que por supuesto estaba apagado. No obstante, junto al teclado vi una pequeña libreta que me llamó la atención porque tenía escrito “blog” con tinta de bolígrafo en la tapa.
Pensando que aquellos podrían ser los últimos pensamientos del joven, me acerqué a la libreta y la cogí. Con ella en la mano, me giré hacia Raquel, que se arrastró hasta la cama y comenzó a llorar sobre la mano de la niña muerta, preguntándome si debería leer lo que pudiera haber escrito allí, o si sólo ella tenía derecho a hacerlo.
—Yo… lo siento mucho —murmuró Sebas con aprensión—. ¿Cómo se llamaban?
—Eran Mónica y Rubén —contestó Aitor; Raquel seguía demasiado afectada.
—¿Puedo…? —preguntó ella alargando la mano hacia las sábanas que cubrían a su hermano, pero me acerqué y la cogí de la mano a tiempo de evitar que destapara el horror que se escondía entre ellas.
—Chica —dije mirándola a los ojos—. Mejor que le recuerdes tal y como era antes.
Dudó un instante, pero acabó retirando la mano y abrazándose a Aitor.
—¿Por qué no vamos a tu habitación? —le propuso él—. Puedes coger ropa limpia.
—Mi padre —dijo secándose las lágrimas con la manga de la chaqueta mientras se ponía en pie—. ¿No le habéis visto aquí?
Negué con la cabeza.
—A lo mejor está bien. —intentó consolarla Cristian, pero Raquel no le hizo ni caso y, siendo dirigida por Aitor, se encaminaron hacia la última habitación que quedaba por registrar de la planta.
—No le des falsas esperanzas —le reproché al muchacho cuando estuve seguro de que no podían oírnos—. Las posibilidades de que esté vivo son casi nulas.
—Yo sólo… lo siento —se disculpó un poco cohibido—. Es que no sé qué hay que decir en estas situaciones. Es decir, ¿qué se puede decir?
—Es mejor no decir nada. —concluyó Sebas con sabiduría.
En mis manos todavía tenía la libreta que había cogido del escritorio. Al final no le dije nada a Raquel sobre ella porque pensé que lo mejor sería mirar qué había escrito antes de dársela. Era posible que los últimos pensamientos de su hermano no fueran precisamente agradables, e hiciera más mal que bien que los leyera, de modo que hice eso, y tal y como sospechaba, el cuaderno resultó ser una especie de diario improvisado del hermano.

"27/1/2013: Tener que escribir esto a mano es una mierda, pero ya no hay electricidad ni internet, así que no puedo actualizar el blog. Debimos largarnos a la zona segura cuando pasaron los camiones de evacuación la última vez, porque esta casa es un puto infierno. A Consuelo la mordieron en la calle y nos lo ha estado ocultando desde anteayer, ahora agoniza en mi habitación y me toca dormir en la de Raquel y Mónica. Desde que ese capullo se fue con Raquel, Mónica ha estado bastante triste, pero Dios sabe que no tengo ni las ganas ni la forma de consolarla.
28/1/2013: Consuelo ha muerto esta tarde. Papá la ha llevado al jardín, no podemos sacarla de la casa porque anoche había otra vez de esos resucitados en la calle. La cosa cada vez pinta peor, anoche la ciudad quedó a oscuras por completo. Mamá dice que es porque ya no hay electricidad, pero yo creo que están todos muertos. Al menos he recuperado mi cuarto y no tengo que aguantar a Mónica, que se pasa todo el día llorando.
29/1/2013: Joder, qué puto día de mierda. Consuelo se ha despertado al mediodía como una resucitada y está ahí fuera. Papá dijo que había que atravesarles el cerebro, pero no tuvo cojones para hacerlo. Al despertarse, resucitar, o lo que sea, ha empezado a golpear el cristal del salón, y cuando comenzó a quebrarse decidimos subir al piso superior. Hace ya un par de horas que no se escuchan los golpes, pero papá dice que mañana por la mañana saldremos para matarla, rematarla, o lo que sea… eso espero, porque Mónica me está poniendo de los nervios. Dice que todos vamos a acabar como ella, y mamá ya está histérica. Rectifico lo que dije anteayer, Raquel hizo bien en largarse de aquí en cuanto pudo."

Eso era todo, no había nada más escrito… al día siguiente, o tal vez ese mismo día, amaneció devorado sobre su cama, probablemente a manos de su propia hermana muerta viviente, y su madre acabó en la despensa con un mordisco y atada a la pared. Todavía me faltaban unos cuantos datos para saber qué había ocurrido con exactitud porque no veía cómo podían haber terminado todos así; la tal Consuelo seguía fuera de la casa cuando llegamos, de modo que no pudo infectarles ella, y si murió el día veintiocho, era imposible que pudiera haber contagiado a Mónica y que el veintinueve no tuviera señales de estar enferma.
—¡Joder, mirad esto! —exclamó Sebas, que se acercó a la ventana a respirar un poco de aire fresco… el olor a podrido de aquella habitación seguía siendo considerable.
“Debe haber visto la multitud que tenemos delante de la casa” pensé cerrando la libreta y guardándola en la bolsa donde llevaba el botiquín; no tenía claro si sería algo positivo o negativo para Raquel leerla, así que dejaría que fuera ella quien decidiera si quería hacerlo o no.
—¿Qué pasa? —preguntó Cristian acercándose también.
Me sorprendí cuando se escuchó un disparo desde la calle. Un disparo sólo podía significar que Óscar estaba de vuelta, pero no tenía sentido que disparara tan cerca de la casa cuando su intención era alejarlos. Haciéndome un hueco en la ventana entre los dos, conseguí ver al cazador llegar doblando una esquina con varios resucitados tambaleándose tras él, y frenar en seco al ver que delante de la casa también teníamos a una considerable cantidad de muertos vivientes acechándonos.
—¿Qué pasa? —preguntó a nuestra espalda la alarmada voz de Aitor—. ¿Qué ha sido ese disparo?
—Es Óscar. —le señaló Sebas apartándose para que pudiera asomarse; el cazador salió corriendo hacia la puerta de la casa, pero hasta yo me daba cuenta de que eso no era factible… había como diez muertos bloqueándole el paso.
—¿Qué demonios está haciendo? ¡Se supone que tenía que alejar a los reanimados, no atraerlos! —exclamó Aitor apoyando el fusil contra el alfeizar de la ventana y arrodillándose en el suelo para poder observar por la mira del arma.
—¡Apártale los de la puerta! —le urgió Sebas—. Si no, no podrá entrar.
—¡Mierda! Me tapa la valla. —maldijo el soldado.
Sebas apuntó con la ballesta pero tuvo el mismo problema, la valla que rodeaba la casa hacía que desde esa altura fuera difícil apuntar a algo que estuviera más cerca de la mitad del ancho de la calle.
—¿Qué pasa? —preguntó también Raquel, que entró corriendo a la habitación.
Ninguno le contestó porque en ese momento Óscar, rodeado de muertos vivientes, se lanzó hacia el interior del furgón, que seguía aparcado al lado de la puerta del garaje.
—¡Me cago en Dios! —se escuchó su voz blasfemar desde la calle—. Lo sabía, ¡Es que lo sabía! ¡Oh, no, hijos de puta… a mí no me vais a comer!
Lo siguiente que se oyó fue un disparo… y después todo saltó por los aires. Los cinco caímos al suelo cuando una inmensa explosión reventó los cristales de la ventana. La onda expansiva hizo vibrar la casa y mis tímpanos hasta tal punto de que llegué a pensar que se me iban a romper. Una llamarada y un apestoso humo negro comenzaron a surgir del lugar de la explosión, y al mismo tiempo empezaron a llover trozos de metal y de cuerpos carbonizados al césped del jardín.
Raquel gritó, Aitor se cubrió la cabeza con las manos para protegerse de la lluvia de cristales, Sebas y Cristian cayeron uno encima del otro al pie de la cama y yo vi las estrellas al clavarme el borde del escritorio en la espalda, pero aguanté en pie. Gracias a eso fui el primero en volver a la ventana y mirar atónito cómo el furgón en el que llegamos había sido desintegrado casi por completo en la explosión. Todo apuntaba a que Óscar, acorralado por los resucitados, disparó e hizo estallar los bidones de gasolina que rellenamos antes de llegar a la casa.
Muchos muertos vivientes saltaron por los aires en pedazos. Todos los que se encontraban alrededor del furgón cayeron al suelo por culpa de la onda expansiva, y algunos todavía seguían ardiendo, aunque sabía por experiencia que a aquellos seres no les importaba estar quemándose hasta que eso no afectaba a sus capacidades motoras. Un humo muy negro se elevaba hacia el cielo llamando la atención de todo el barrio, pero era el ruido de la explosión el que acabaría por atraer a todos los muertos vivientes de la ciudad hacia nosotros.
—¡Joder! —exclamó Aitor desde el suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó gritando Raquel.
—Óscar… —murmuró Sebas tras levantarse y asomarse también por la ventana—. ¡Oh mierda! ¡Oh joder! ¡Joder!
—Está muerto. —dictaminé yo.
—¿Qué? —preguntaron al unísono Cristian y Raquel.
Su cuerpo, si no se había desintegrado, debía estar consumiéndose en las llamas que seguían quemando lo poco que quedaba del furgón… furgón que también era nuestro vehículo para salir de allí. Si en algún momento hasta ese instante había tenido miedo, no era nada comparado con el que sentí en ese momento: el único que sabía más o menos qué estaba haciendo acababa de morir, llevándose por delante además nuestro vehículo, con el cual teníamos que sacar las provisiones que nos mantendrían alimentados los próximos días. ¿Podía ser peor la situación…? Por lo visto, Aitor pensaba que sí.
—Tenemos que ir abajo —dijo tras recoger el fusil del suelo—. Tenemos que asegurarnos de que siguen sin poder entrar.
Lamentablemente tenía razón; la explosión había hecho saltar los cristales de todas las casas de los alrededores, y eso sin duda incluía la gran cristalera del comedor. Como el furgón estaba aparcado al lado de la valla, también cabía la posibilidad de que se hubiera abierto brecha, y sin valla y sin cristalera estábamos a merced de los muertos.
Bajamos corriendo sólo para descubrir que, tal y como sospeché, el enorme cristal del comedor había saltado por los aires, llenando el suelo de toda la habitación de cristalitos, volcando varias sillas y haciendo que el televisor de plasma de la pared se quedara colgando en precario equilibrio.
—La valla parece que aguanta —nos tranquilizó Aitor cuando volvió del jardín después de salir a confirmar que la casa seguía siendo inexpugnable—. El furgón estaba pegado a la puerta del garaje, pero como la habían atrancado con cadenas, ha soportado la explosión.
—¿Y vuestro amigo? —preguntó Cristian apurado—. ¿Estaba dentro del furgón?
—Todo apunta a que sí. —lamentó el soldado.
—¡Oh mierda! Es mi culpa —gimió cubriéndose la cara con las manos—. Yo disparé y atraje a los muertos hacia aquí, está muerto por mi culpa.
Nadie le quiso quitar la razón porque era cierto, nunca se podía prever con total certeza lo que puede ocurrir, pero si él no hubiera aparecido, en ese momento habríamos estado cargando bolsas de comida en el furgón, no encerrados en una casa destrozada y con Óscar muerto, de eso estaba seguro.
Raquel, que nada más bajar se sentó sobre el sofá de diseño abrazando sus propias rodillas y mirando al vacío, comenzó a llorar otra vez, aunque dudaba mucho que lo hiciera por Óscar.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Sebas, ya sin disimular que el papel de líder le quedaba grande.
Analicemos la situación —propuso Aitor—. Hemos perdido a Óscar, no tenemos furgón ni vehículo para salir de aquí, ahí fuera está todo lleno de reanimados, y la explosión atraerá a todos los que la hayan escuchado, que no serán pocos, porque no sé de dónde coño han salido tantos de repente cuando por el camino no hemos visto casi ninguno.
—Tío, esos cabrones son engañosos —le explicó Cristian—. Yo llevo aquí varios días y he visto cómo se mueven. Por las noches están muy activos, y te aseguro que hay un huevo de ellos dando vueltas por el barrio.
—Bueno, ¿y qué hacemos? —insistió Sebas.
—Todos los muertos vivientes están en la parte delantera de la casa —intervine con algo parecido a una idea—. Hay un jardín trasero al que se sale desde la cocina, creo que da a la casa de al lado, podemos saltar allí y salir por otra calle.
—Pero esa casa es de los Martínez. —replicó Raquel secándose las lágrimas y con la voz tomada.
—¿Y qué pasa? —inquirió Sebas.
—Su hijo era el niño que estaba fuera, en la calle, y era uno de esos seres. —nos recordó.
—Aunque el resto de su familia sean también resucitados serán muchos menos que los que tenemos aquí fuera. —repuse yo. Aitor, sin embargo, negó con la cabeza.
—Aun así, con todos los reanimados que habrá rondando por aquí a partir de ahora, no podemos ir andando. Sería un suicidio, y más si tenemos que sacar la comida. —razonó.
—Necesitamos un vehículo. —exclamó el guardia de seguridad.
—¿Habéis mirado el garaje? —preguntó Raquel—. En el coche de mi padre cabríamos todos.
Sebas, Aitor, Cristian y yo nos miramos durante un segundo… nos habíamos olvidado por completo del garaje. Lo dejamos para lo último, pero los acontecimientos recientes habían hecho que no nos acordáramos de que seguía ahí, y en él podría estar la salvación que necesitábamos.
—De acuerdo. Doctor, usted, Sebas y yo iremos al garaje a ver si podemos usar el coche. Cristian, tú empieza a subir la comida desde el desván, mete todo lo que puedas en bolsas y lo traes aquí —organizó Aitor tras quedar el guardia de seguridad fuera de juego—. Raquel, además de comida podríamos coger mantas, jabón y de todo lo que nos falta en el campamento, ¿te encargas?
Tardó un segundo en responder, pero al final asintió.
—Ahora más que nunca, nada de hacer ruido —nos recordó—. Puede que la calle se llene de muertos, pero no tienen ningún motivo para intentar entrar en la casa si no se lo damos.
Con un plan trazado era más fácil mantenerse optimista, o al menos esperanzado. Mientras íbamos de camino al garaje me detuve un segundo a pensar en Óscar, cuyos restos carbonizados debían seguir consumiéndose fuera; eran tiempos duros, y no podíamos pararnos a pensar en los muertos, los vivos éramos la máxima prioridad y no nos podíamos permitir el lujo de llorarlos ni de prestarles más atención de la necesaria… confiaba en que él mejor que nadie lo entendiera.
El interior del garaje permanecía en penumbras porque, aunque había rendijas por las que entraba el sol en la puerta que daba a la calle, no eran suficientes para iluminarlo por completo. En él había aparcado un vehículo de alta gama cubierto por una lona azul, y las paredes estaban recubiertas de estanterías cargadas de herramientas y diversos artilugios mecánicos, principalmente repuestos para el coche. También vi una linterna y varias garrafas en una esquina, por lo que supuse que, además de para guardar el coche, utilizaban aquel lugar como trastero.
La puerta que daba a la calle era metálica, y al no ver ningún mecanismo de apertura manual, supuse que debía abrirse con un mando a distancia. No obstante, al no haber electricidad, era poco probable que funcionase.
—Esas cosas podrían sernos útiles —sugirió Sebas contemplando las herramientas de la pared—. Si podemos, deberíamos intentar llevárnoslas también, ¿no?
En cuanto dio un paso hacia los estantes el coche tembló, y al mismo tiempo se escuchó algo moviéndose dentro. En ese mismo instante vi que alguien había colocado una manguera en el tubo de escape del vehículo… una manguera que llegaba hasta la ventanilla delantera del automóvil. Por culpa de la lona que lo cubría no podía ver lo que había dentro, pero la realidad era más que evidente: alguien se había suicidado gaseándose con monóxido de carbono, y el hecho de que el coche se moviera indicaba que se había transformado en un muerto viviente.
Aunque encerrado allí dentro no suponía un gran peligro, aquello era sin duda inquietante. Sebas y yo nos quedamos mirando el coche como pasmarotes, de modo que fue Aitor el que le echó coraje y se acercó con el fusil en la mano para retirar la lona que lo cubría. Al hacerlo, un hombre de unos cincuenta años, demacrado y de pelo entrecano comenzó a golpear la ventanilla del coche intentando lanzarse contra nosotros. La teoría del suicidio se confirmó cuando vi que la manguera se metía por una rendija abierta en la ventanilla de la puerta del conductor.
Uno de los golpes que dio aquel muerto viviente hizo temblar el coche, y la manguera terminó cayéndose al suelo.
—¡Mierda! —gimió Aitor—. Es… es el padre de Raquel.
—¿Cómo ha acabado convertido? —me pregunté al ser capaz de encontrar una respuesta a esa pregunta; la muerte por inhalación de gases tóxicos no contagiaba la enfermedad que te transformaba en resucitado, que yo supiera.
—A lo mejor le mordió la niña… o la mujer del sótano —caviló Sebas encogiéndose de hombros—. ¿Qué hacemos? ¿Avisamos a Raquel?
—¡No! —exclamó Aitor—. ¿Puedes meterle un flechazo a través de la rendija de la ventanilla?
—¿Estás seguro? A lo mejor ella… —dudó el guardia de seguridad, pero le callé poniéndole una mano sobre el hombro.
—Es mejor que no lo vea así —le dije—. Nadie querría ver a alguien de su familia convertido en una de esas cosas.
—Pobre chiquilla —lamentó cargando la ballesta—. Menudo día de mierda.
No resultó difícil rematar a aquel hombre; en cuanto Sebas se acercó a la puerta del coche, él se lanzó hacia la ventanilla gruñendo, gimiendo e intentando sacar la cabeza por el estrecho hueco que utilizó el guardia de seguridad para disparar la flecha. Ésta le atravesó la frente y acabó con su desgraciada existencia de una vez por todas, luego, entre Aitor y él abrieron la puerta del coche y arrastraron el cadáver fuera.
Mientras lo hacían, olfateé el interior del coche… además de a carne muerta y pudriéndose no olía a nada más.
—Este hombre lleva mucho tiempo muerto —deduje a raíz de eso—. Ya ni huele a humo, debe haberse ido dispersando a lo largo de los días.
Sobre el asiento trasero vi algo que parecía una agenda de cuero negro que me llamó la atención. Alargué la mano y la recogí preguntándome si, al igual que la libreta del chico, encontraría alguna respuesta a mis dudas allí dentro.
—Utiliza la lona que cubría el coche para envolver su cuerpo. —le indicó Aitor a Sebas mientras él se sentaba en el asiento del conductor.
—¿Pero tú sabes conducir? —preguntó éste al darse cuenta de lo que pretendía.
—Claro que sí —respondió el soldado ofendido—. ¿Pero tú cuantos años te crees que tengo?
Mientras ellos hablaban, abrí la agenda a ver qué encontraba escrito en ella. Como era de 2013 apenas había rellenado unas pocas anotaciones de los primeros días de enero con asuntos relacionadas con su trabajo, a las que no presté demasiada atención. Sin embargo, entre los primeros días de febrero me topé con una buena parrafada escrita con letra irregular.

"Fue un error dejar a Consuelo aquí, lo dijeron mil veces en las noticias y en todas partes, sabíamos lo que iba a pasar, pero no es lo mismo escucharlo que verlo… no podíamos matarla así sin más. Fue mi culpa. Su muerte, que habláramos de atravesar su cerebro, su resurrección en una de esas cosas… nunca debieron presenciarlo los chicos. Mónica estaba destrozada desde que su hermana se fue. Que se fuera le salvó la vida. Creo que no impedir que se marchara con su novio es mi única colaboración positiva desde que todo esto empezó.
No tengo claro cómo fue, creo que Mónica no lo soportó más y se cortó las venas durante la noche. Al rato debió despertar como una resucitada, no sé cómo, porque no tuvo contacto con Consuelo en ningún momento… y la única puerta abierta que había era la de Rubén. Nos despertaron los gritos. Fue horrible. Ella le había mordido en el cuello, y la sangre salpicaba por todas la habitación. Raquel se puso histérica e intentó separarlos, y eso le costó la vida. Mónica… o lo que antes había sido mi hija pequeña, le mordió en el brazo en el forcejeo. Cuando Rubén cayó sobre su cama y dejó de sangrar sabía que no tenía nada que hacer, era el segundo hijo que perdía esa noche.
Raquel y yo corrimos hasta el baño de abajo e intentamos detener la hemorragia… lo conseguí, aunque no serviría de nada. Aun así, me resistía a aceptar la realidad, de modo que bajamos al sótano, donde estaban la comida y el agua. Mónica ya era una resucitada, Rubén seguramente también, teníamos que protegernos de ellos.
Consuelo aguantó un par días después de ser mordida, sin embargo, mi mujer no llegó a vivir doce horas más. No soy médico, pero Consuelo apenas había sangrado, y Raquel casi se desangra. Creo que la velocidad con la que la fiebre te mata tiene que ver con la distancia a una arteria o una vena, no lo sé.
Tampoco pude hacer nada por ella. Si no fui capaz de abrirle la cabeza a la asistenta, mucho menos a mi mujer cuando finalmente murió. Durante unas horas pensé que lo mejor era dejarla despertarse y que acabara conmigo. No sé por qué, al ver las cuerdas que tenía allí guardadas de cuando los niños tenían el columpio fuera, decidí atarla con ellas. No aguanté ni dos horas abajo después de que se despertara y empezara a forcejear para atacarme. Salí corriendo escaleras arriba y vine al garaje con la idea de lo que pensaba hacer… es la forma menos dolorosa que conozco. Mi familia está muerta, Raquel se ha ido y no va a volver, no tengo nada por lo que seguir.
No se cuánta gente queda viva ahí fuera, pero mientras el coche se llena de gas me ha dado por pensar que no les envidio."

Era un relato duro, aquel hombre había visto con sus propios ojos cómo su mujer y sus hijos morían, y a raíz de eso había decidido terminar con su vida. Miré a Aitor, que en ese momento giraba la llave del coche para ponerlo en marcha… Rubén tenía razón, Raquel había hecho bien yéndose con él; si se hubiera quedado en esa casa podría haber acabado como el resto de su familia.
La suerte favoreció tanto al soldado como a la chica, pero no podía evitar preguntarme si, como decía su padre, viendo en lo que se había transformado el mundo, era mejor estar muerto que vivo.
—No arranca —dijo Aitor después de varios intentos—. ¡Mierda! ¿Qué le pasa?
—¿No es evidente? —respondí yo al caer en la cuenta—. Se suicidó dejando el motor en marcha y quemando gasolina. Cuando murió no había nadie que apagara el motor, y éste siguió encendido hasta que se quedó sin combustible.
—Qué putada… —lamentó Sebas—. A veces parecemos idiotas.
—Son los nervios. —nos disculpé.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó el guardia de seguridad.
—Nada —exclamó Aitor—. ¿Qué podemos hacer? No tenemos vehículo y encima tengo que decirle a Raquel que su padre también está muerto. ¡Joder! ¿Por qué no puede salir nada bien por una vez?
Tampoco tenía respuesta para eso… últimamente tenía respuesta para muy pocas cosas. ¿Cómo se podían tener respuestas cuando el mundo había perdido el sentido?
Después de que Aitor le diera las malas noticias a Raquel, entre Sebas y yo subimos el pesado cadáver del hombre al comedor. Allí, Cristian había amontonado unas cuantas bolsas llenas de comida, junto a varias mantas y alguna ropa que la chica había sacado de los armarios. Dejamos el cuerpo al pie del sofá, y ella se arrodilló a su lado para velarlo. No lloró, ya no debían quedarle lágrimas ni fuerzas para que salieran; desde luego no había sido su mejor día, casi habría hecho mejor no viniendo con nosotros, se habría ahorrado tener que pasar por lo que estaba pasando.
—Oh, tío, ¿y qué vamos a hacer? —preguntó Cristian secándose el sudor con una manga de su jersey cuando les explicamos lo que había.
—No lo sé —respondió Sebas—. Ya se nos ocurrirá algo.
—¿Qué significa eso? ¿Vamos a quedarnos aquí encerrados mientras la calle se llena de muertos vivientes? —Cristian parecía aterrado—. ¡No podéis hacer eso! ¡Podemos salir por el patio trasero y correr hasta salir de la ciudad! Si nos damos prisa…
—¡Eh, corta el rollo! —le interrumpió Aitor, que se sentó al lado de Raquel para darle fuerzas en un momento tan difícil—. Estamos así por tu culpa, que no se te olvide.
Esas duras palabras le hicieron callar, y alicaído se sentó en una de las sillas de la mesa del comedor que no estaba llena de cristales.
—Quizá tenga razón —intervino Sebas—. Si salimos por el patio de atrás y saltamos a la otra casa…
—¿Con todo eso? —dije yo señalando las bolsas—. Sé que parece lo más fácil, pero vinimos aquí a por comida y agua, no podemos andar saltando tapias y corriendo de un lado a otro con ese cargamento encima, con los alrededores llenándose de resucitados y sin un vehículo. Los muertos vendrán atraídos por el ruido, pero si no detectan comida, se acabarán dispersando, podemos limitarnos a esperar.
—¿Esperar a qué? —insistió el guardia de seguridad—. ¿A que se haga de noche?
—Si hace falta, sí —le respondí—. No me hace ninguna gracia a mí tampoco, pero creo que es mejor tomárselo con calma que intentar huir de cualquier manera.
—Yo… creo que me estoy mareando. —avisó Raquel desde el suelo interrumpiendo la discusión; intentó ponerse en pie pero Aitor tuvo que sujetarla para que no se cayese al suelo.
—¡Ayúdame! —me pidió intentando sentarla en el sofá.
—Estoy bien —dijo Raquel con voz débil cuando me acerqué a ella—. Ha sido sólo un mareo… quiero subir a mi habitación.
—No deberías subir escaleras ahora —le recomendé poniéndole una mano en la frente para ver si tenía fiebre—. Deberías descansar, han sido demasiadas… impresiones negativas.
—¡No! —replicó negando con la cabeza—. Quiero subir a la habitación, por favor.
Suplicando con esa voz tan débil Aitor no pudo negarse, de modo que, pasándole una mano por encima de los hombros, la ayudó a ponerse en pie y encaminarse hacia las escaleras.
—Espera —les detuve al acordarme de la libreta y la agenda que todavía tenía encima; cuando se las ofrecí, ella me miró como sin comprender—. En esta libreta están las últimas palabras que escribió tu hermano, y en la agenda, las de tu padre… no sé si te ayudarán, pero a veces saber la verdad tranquiliza.
Las recogió con una mano temblorosa y comenzó a subir las escaleras, agarrada a Aitor. Cuando los perdí de vista, volví a prestar atención a los que nos habíamos quedado en el comedor; Sebas caminaba nervioso de un lado a otro, mientras que Cristian seguía sentado en la silla con aspecto abatido.
—Cuando os vi llegar, juro que pensaba que veníais de la zona segura —confesó el chico—. Sin embargo, dijisteis que había caído. Llevo casi una semana en la casa de enfrente y no he visto a ninguna persona viva hasta que aparecisteis vosotros. Sé que muchos son ahora resucitados de esos pero, ¿qué coño ha pasado con todo el mundo? ¿Están con vosotros a las afueras?
—¿Con nosotros? —replicó Sebas deteniendo su paseo y alzando una ceja—. Con nosotros apenas hay diez personas más.
—¿Diez? —exclamó Cristian incrédulo—. Pero… habrá otros lugares donde la gente huiría, ¿no? ¡Joder! ¡En esta ciudad vivían millones de personas!
—Pues en tal caso, ya tienes el número aproximado de muertos vivientes que hay por ahí fuera ahora mismo. —respondí yo dejándole más hundido si cabía.
Tras un par de minutos en silencio reflexionando sobre el significado de lo que se acababa de decir, y las implicaciones de que todos los habitantes de Madrid pudieran ser en ese mismo momento resucitados, escuchamos los pasos de Aitor bajando las escaleras. No iba solo, Raquel debía haberse quedado en la habitación, pero él bajaba arrastrando la sábana donde iba envuelta su hermana.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Si vamos a pasar todo el día aquí, no vamos de dejar los cuerpos pudrirse sin más, ¿no crees? —me explicó—. Les voy a dar un entierro digno en el jardín trasero. Cristian, necesito tu pala.
Miré a Sebas dubitativo; no me parecía buena idea ponernos a cavar tumbas en el jardín, ni siquiera en el trasero, con esos muertos dando vueltas por la calle… pero él parecía estar de acuerdo con todo aquello.
—Merecen un entierro, y mantenernos ocupados nos servirá para no volvernos locos aquí dentro. —resolvió encogiéndose de hombros.
No podía quitarle la razón, de modo que me sumé a aquel ritual funerario y, entre Aitor, Sebas, Cristian y yo sacamos todos los cuerpos al jardín.
Un solitario árbol era la única vegetación que creía allí, además del césped del suelo y los cipreses de la valla. Sebas tenía razón, mantenerse ocupado el algo ayudaba a sobrellevar todo aquello, y sentir el fresco viento del invierno en la cara mientras cavábamos unas tumbas para la familia de Raquel resultaba hasta agradable… dentro de lo que cabía.
Al cabo de unos minutos la susodicha apareció por la puerta de la cocina. Por los ojos hinchados y la cara roja resultaba evidente que había estado llorando otra vez, aunque ya parecía más serena.
—¿Puedo ayudaros? No quiero estar sin hacer nada. —solicitó.
—Claro —replicó Aitor dejando de cavar y tendiéndole la pala—. Intenta no hacer mucho ruido, no queremos que los reanimados nos escuchen, ¿vale?
—¿Por qué no subes a ver si los muertos vivientes se han dispersado un poco? Si Óscar estuviera aquí, seguro que habría querido tener a alguien vigilándolos. —le sugerí al soldado, que asintió y volvió al interior de la casa.
Aproximadamente una hora más tarde, pasado el mediodía, ya habíamos depositado los cadáveres enrollados en mantas en cuatro agujeros cavados al pie del árbol. Como ninguno de nosotros era sacerdote, o tenía especial habilidad con la oratoria, nadie dijo nada, y en cuanto Raquel estuvo preparada y nos hizo una señal comenzamos a llenar las tumbas de tierra otra vez.
—Ojalá hubiéramos podido recuperar algo del cuerpo de Óscar, lo que fuera —lamentó Sebas una vez terminado el trabajo contemplando los cuatro montículos que eran las tumbas de la familia de Raquel—. Sé que era un poco desagradable a veces, pero debía tener buen corazón cuando se quedó con nosotros… sobre todo porque yendo solo le habría ido mucho mejor que cargando con todo el campamento a sus espaldas, ¿verdad?
No lo había mirado desde ese punto de vista, pero probablemente tuviera razón: él era un hombre habituado a vivir de lo que él mismo cazaba y a pasar largas temporadas en el campo, si hubiera pasado de nosotros, no le habría ido mal. Sin embargo, se quedó…
Aitor volvió a salir del jardín, y nos hizo un gesto a todos para que nos acercáramos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Raquel alarmada—. No habrán entrado los resucitados, ¿verdad?
—No, pero he visto una cosa… venid, rápido. —nos indicó.
Le seguimos escaleras arriba hasta la habitación del hermano de Raquel, que todavía olía a podrido, aunque habiendo retirado el cadáver y con la ventana rota el olor era soportable.
—Mirad allí —nos señaló a través de la ventana—. La furgoneta al fondo de la calle.
En efecto, al final de la calle había una furgoneta aparcada de color amarillo y verde, con una pala y un rastrillo dibujados.
—¿Qué le pasa? —inquirió Sebas.
—Pertenece a una empresa de jardinería. —explicó el soldado.
—Sí, la conozco, hacen muchos trabajos en esta zona —corroboró Raquel—. Estuvieron en la casa el año pasado, cuando papá quiso plantar el césped nuevo.
—Cuando llegamos, nos encontramos con tres reanimados, uno de ellos era un jardinero, ¿os acordáis? Llevaba un uniforme con los mismos colores que la furgoneta.
—¿Insinúas que…? —dije yo viendo por dónde iban los tiros, pero no me dejó terminar la frase.
—Que podría haber llegado aquí en esa furgoneta, que podría tener las llaves encima todavía y que, si es así, podríamos utilizarla para huir. —concluyó el soldado con entusiasmo.
—Pero ese jardinero podría haber venido de cualquier parte —le contradijo Sebas—. No tiene por qué tener relación con la furgoneta.
—¿De la misma empresa y en la misma calle? Mucha casualidad, ¿no te parece? —insistió Aitor—. ¿Cuántos trabajos de jardinería debieron pedirse cuando la crisis de los muertos vivientes ya había empezado?
—Supongamos que todo eso sea como dices —intervine yo no muy convencido todavía—. Seguimos teniendo el problema de que el cadáver del jardinero sigue ahí fuera, donde se están juntando todos los muertos vivientes del mundo.
Desde la misma ventana donde nos encontrábamos se podía ver que los muertos eran ya más de treinta. La explosión había herido a muchos de ellos, pero no reaccionaban a las heridas igual que las personas normales, y algunos todavía caminaban o se arrastraban con medio cuerpo calcinado.
—Sí, ese es un problema —admitió—. Sin embargo, si tres de nosotros los atraemos hacia un lado de la valla y uno cubre desde aquí, otro podría salir, buscar en el cadáver del muerto las llaves y volver. Yo mismo podría salir y…
—¡No! —exclamó Raquel alarmada—. Podrían matarte, hay muchos de esos seres ahí fuera.
—Lo haré yo —se ofreció Cristian, dejándonos a todos atónitos… que no tenía la actitud y la sangre fría de un héroe era algo de lo que cualquiera de nosotros se había dado cuenta ya—. Yo saldré fuera y cogeré las llaves de la furgoneta.
—¿Estás seguro de eso? —le preguntó Aitor tan sorprendido como los demás—. Podría ser muy peligroso.
—Tengo que hacerlo, estáis aquí atrapados por mi culpa —se explicó—. Y por mi culpa ha muerto también vuestro amigo… iré yo.

Unos minutos más tarde, mientras Sebas, Raquel y yo esperábamos en el jardín a que Cristian estuviera listo para salir, no pude evitar pensar en que el chico, aunque valiente, era estúpido. Quería hacer un acto noble para redimirse a nuestros ojos, pero aquello le podía costar la vida, y si era así, no habría logrado nada; seguiríamos encerrados por su culpa y el estaría muerto.
—Recuerda, a la cabeza, siempre a la cabeza —le aconsejó Sebas al tiempo que le ayudaba a ponerse una cazadora de cuero que encontramos en el armario del hermano de Raquel… confiábamos en que un mordisco fortuito no lograra atravesar el duro tejido—. No dejes que te agarren, ni que te rodeen.
—Sí. —asintió él dando un par de saltos con la pala en la mano para entrar en calor.
—Aitor te cubre con el fusil desde la habitación, y nosotros intentaremos atraer a todos los posibles contra la valla, pero no te confíes —le indiqué yo—. ¿Estás listo?
—Cuando queráis. —respondió con convicción, aunque la voz le tembló un poco en el “queráis”.
Raquel, el guardia de seguridad y yo nos acercamos a la parte de la valla pegada a la puerta del garaje; allí, los cipreses dejaban un hueco por el que podíamos asomarnos para ver el exterior. Los restos carbonizados del furgón policial estaban apenas a un par metros delante de nosotros, y los gemidos de los muertos vivientes que rondaban por allí no hacían sino ponernos más nerviosos de lo que ya estábamos.
—A la de tres —nos indicó Sebas—. Uno, dos tres…
Apenas dijo “tres” empezamos a golpear la valla con las herramientas que cogimos del jardín. A través del hueco entre los cipreses vi cómo las cabezas de los muertos vivientes se giraban hacia el origen de ese estruendo, y como si fueran autómatas, los dueños de esas cabezas empezaron a caminar en nuestra dirección, despejándole el camino a Cristian.
—¡Aquí, muertos de mierda! —gritó Sebas subiéndose a la valla mientras Raquel y yo la golpeábamos para hacer ruido—. ¡Aquí joder! ¡Carne fresca!
Cuando el primer muerto viviente se acercó y se lanzó contra nosotros Raquel dio un paso atrás, y yo me sentí tentado de hacer lo mismo, no obstante, al ver que la estructura aguantaba el envite de los resucitados, me calmé y seguí con el plan… aunque el corazón me latía a cien por hora.
—¡Ahora, chico, ahora! —le indicó Sebas a Cristian, que tomó aire y salió corriendo por la puerta. Por suerte, recordó que tenía que cerrarla tras de sí para que los muertos no pudieran colarse en el jardín.
No tardó ni tres segundos en escucharse el primer disparo, y al mirar hacia la ventana rota de la habitación, desde donde Aitor ejercía de francotirador, vi salir humo del cañón de su arma.
—¿Cómo le va? —preguntó Raquel sin dejar de dar golpes.
—De momento bien —contestó Sebas, que era el único que tenía un amplio rango de visión—. Está a punto de llegar hasta el cuerpo, pero esa es la parte fácil. ¡Eh! ¡Aquí cadáveres podridos!
Se escuchó otro disparo, y un tercer disparo un segundo después.
—¡Mierda! —exclamó Sebas—. Pasadme la ballesta.
Antes de subir a la valla la había dejado apoyada contra un ciprés, y como yo era el que la tenía más a mano, fui el que se la alcanzó.
—¿Qué pasa? ¿Va todo bien? —le pregunté.
—No, son muchos. —respondió cargando un virote.
Sin poder aguantar la curiosidad, me subí yo también a la valla al tiempo que Aitor volvía a disparar desde la ventana, y lo que vi no me gustó nada. Cristian había llegado hasta el cuerpo y ya lo estaba registrando, además, a su alrededor había cuatro resucitados muertos que no estaban antes, de modo que tenían que ser víctimas suyas o de los disparos de Aitor… y sin embargo, la cosa no iba bien, algunos muertos de los que todavía se movían le habían visto y se dirigían hacia él, que muy apurado no parecía encontrar las llaves.
—¡Aquí! ¡Aquí! —grité intentando atraer a todos los resucitados posibles… pero esos seres no eran tan tontos; el ruido los distraía, sin embargo, si ya habían detectado una presa, no se desviaban de su camino por nada del mundo.
Sebas disparó una flecha, y ésta atravesó el cuello de un muerto cercano que se dirigía hacia Cristian, pero que no logró matarlo ni detener su avance.
—¡Chico, sal de ahí! —le advirtió—. ¡Déjalo o te cogerán!
—¡Espera! —gritó él dándole la vuelta al cuerpo y comenzando a buscar en los bolsillos traseros.
—¡Vete de ahí, ya! —insistió Aitor desde el piso superior volviendo a disparar y abatiendo a un resucitado que se encontraba tan sólo a dos metros de él.
—¿Qué pasa? —preguntó Raquel desde el suelo.
—Mierda, sin flechas —gruñó Sebas tirando la ballesta a un lado y comenzando a dar golpes a la valla con las manos—. ¡Lárgate de ahí ya!
—¡Las encontré! —exclamó con júbilo alzando una mano con un juego de llaves agarrado en ellas.
Un muerto viviente llegó hasta él y le agarró del brazo. Aitor disparó, pero el disparo no le acertó, y cuando lazó el mordisco, la chaqueta de cuero fue lo único que salvó a Cristian de la muerte.
—¡Vete de ahí! —le gritamos todos.
Él se puso en pie y se soltó con auténtico pánico de su agresor, que cayó al suelo, sin embargo, cuando fue a salir corriendo, otra mano del mismo resucitado le agarró del pie y le hizo caer a él también. Tres muertos vivientes más estaban ya muy cerca, y yo comenzaba a temer en serio que no lo consiguiera. Gritó mientras intentaba soltarse desesperado, aunque al final fue Aitor quien le liberó cargándose al resucitado que le sujetaba de un disparo en la cabeza. Pese a eso, tuvo tan mala suerte que, con la inercia de los tirones que daba, al levantarse tropezó con otro muerto que se le acercaba por delante, y ambos se precipitaron al suelo de nuevo. Intentó librarse de él golpeándole con la pala, pero para entonces los otros dos ya estaban encima.
Sebas hizo un gesto como de ir a saltar al otro lado, y tuve que agarrarle de un brazo para impedírselo.
—No puedes salir ahí —le dije—. Te matarán.
—Pero… —fue a protestar, y en ese momento se escuchó un grito de dolor por parte de Cristian.
Un resucitado le había mordido en la pierna, arrancando en el proceso un pedazo de carne sanguinolento, y los otros dos más se agacharon a su lado.
—¡Quitádmelos! ¡Quitádmelos de encima! —suplicó.
Aitor mató al que tenía sobre él, y éste le cayó encima como un peso muerto. Lo apartó con esfuerzo e intentó incorporarse, pero para entonces otros dos lograron darle alcance. Viéndose rodeado, embistió a uno de ellos hasta derribarlo en el suelo… y unas manos muertas le volvieron a agarrar.
—Oh, Dios… —murmuré sin querer ser testigo de lo que iba a pasar a continuación.
Ya no tenía salida, Aitor no podía matarlos más rápido de lo que llegaban… estaba atrapado, y lo sabía. Como último gesto en vida, tuvo la consideración de lanzar las llaves por encima de la valla y hacer que cayeran en el jardín, y entonces empezó la carnicería.
Aparté la mirada para no tener que verlo, pero aun así, los gritos fueran terribles. Estaban descuartizando y comiéndose vivo a ese pobre chaval, y la impotencia que sentía al saber que no podía hacer nada por evitarlo era casi tan terrible como el sonido de la carne desgarrándose y los huesos rompiéndose. Raquel soltó el rastrillo con el que golpeaba la valla para cubrirse la cara con las manos y Sebas apartó la mirada y contuvo las náuseas como pudo.
Sólo un último disparo de Aitor acabó con la tortura que Cristian estaba sufriendo.
—¡De prisa! ¡Tenemos que irnos ya! —gritó después desde la ventana.
El banquete que los muertos se daban con el cuerpo de Cristian no duraría mucho, de modo que le hice un gesto a Raquel para que recogiera las llaves de la furgoneta del césped y entré con Sebas a cargar con las bolsas en las que íbamos a llevarnos la comida, así como las otras cosas que recogimos.
Cuando subimos a la valla de nuevo descubrimos que varios muertos más se aproximaban venidos de todas direcciones, aunque la mayoría tardarán bastante en llegar a nuestra altura. Casi todos los que estaban más cerca seguían devorando el cuerpo del muchacho, de modo que pudimos bajar a la calle sin que nos molestaran.
—De prisa, vamos. —nos alentó Aitor en un susurro mientras rodeábamos los restos en llamas del furgón. Nuestro objetivo era la furgoneta de jardinería.
Cuando la alcanzamos, tres muertos vivientes ya habían llegado hasta allí. Medio torso se arrastraba impulsándose a duras penas con sus manos desde el cruce de calles; un hombre grueso, mal afeitado y con chándal se tambaleaba desde la entrada de una de las casas de la calle de enfrente, y por último, una chica joven y morena vestida para hacer footing, pero con medio brazo devorado y que todavía arrastraba el aparato de música que debía estar escuchando mientras vivía, se interpuso en nuestro camino.
—¡Ugh! A esa la conozco —exclamó Raquel con una mueca de asco—. Solía correr por esta calle todas las mañanas.
Aitor no tuvo piedad de ella, la derribó de un bolsazo y la hizo caer al suelo, donde le pisó el cuello hasta que se escuchó un crujido. Pese a que la resucitada seguía gimiendo, sus brazos y piernas se quedaron inmóviles al haberle roto la columna, y dejó de ser un peligro.
—¡Vamos, vamos, vamos! —nos apremió Sebas, que junto con Raquel encabezaban la marcha.
Abrió con las llaves la puerta trasera del furgón y nos encontramos dentro varios sacos de estiércol, unas palas, azadas, rastrillos y hasta una cortacésped. No había tiempo para sacarlo todo, de modo que echamos las bolsas con la comida de cualquier manera y nos metimos dentro. Sebas tuvo que coger su pistola y disparar al resucitado barbudo, lo que nos dejó muy poco tiempo para huir; demasiado comensales no habían podido probar bocado de Cristian, y el disparo llamó su atención.
—¡Arranca! —le ordenó Aitor a Sebas, que se sentó en el asiento del conductor, al tiempo que Raquel y yo cerrábamos las puertas traseras de la furgoneta.
El medio torso se arrastró hacia nosotros, pero al ser tan lento no supuso un verdadero peligro. Al girar la llave el vehículo éste arrancó, y en cuanto doblamos la esquina y perdimos de vista a la jauría de muertos que nos acosaba casi sentí ganas de reír.
—Si mi sargento no hubiera sido devorado vivo por esos seres se avergonzaría de ver cómo ha salido esto —exclamó Aitor bastante aliviado pese a todo—. Hemos perdido a Óscar y a Cristian.
—Al menos tenemos comida para unos días —replicó Raquel mirando las bolsas que habíamos cargado—. Que Dios me perdone, pero no creo que pueda lamentar la muerte de nadie en una temporada.
—Gracias a ellos, los demás podremos vivir un poco más. —sentención Sebas, y no quise añadir nada porque me parecía que era una conclusión adecuada.
Contemplé través del cristal de la ventanilla cómo íbamos dejando las casas atrás al tiempo que regresábamos a las afueras de Madrid, y pensé en el gran coste en vidas que se había pagado a cambio de unas míseras bolsas de comida y unas mantas. Lamentaba la muerte de Óscar, la de Cristian y también la de los familiares de Raquel… pero lo que más removía mi conciencia era que, en el fondo, sentía alivio por no haber sido yo uno de los que quedaron atrás.
No sabía si eso me convertía en una mala persona, pero en unos minutos habríamos vuelto al campamento, y tenía ganas de verlos a todos otra vez, especialmente a aquellos que sólo unas horas antes casi había tachado de prescindibles… a Maite y su niña, a Silvio, hasta al pobre de Agus, siempre deprimido sobre su coche mirando al horizonte.
Me pareció que, si algo había aprendido de ese viaje, y de las muertes que sufrimos, era el valor de hacer lo correcto por encima de la supervivencia pura y dura. Óscar lo había demostrado, Cristian también… en el camino de ida pensé que, de haber una votación para expulsar a alguien que no fuera capaz de aportar algo al grupo, no votaría a favor, pero después de la experiencia vivida tenía claro que, de darse esa situación, quien sobraba en el grupo era quien hubiera propuesto una votación semejante.

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