CAPÍTULO 4: LUIS
—¡Déjame pasar! —exigió
Raquel con la cara colorada y los ojos todavía llorosos—. ¡Mónica! ¡Rubén!
¿Estáis ahí?
—Baja la voz —le
suplicó Aitor agarrándola por el brazo—. Si llamas la atención de los de fuera,
estamos vendidos…
Pero ella, sin
hacerle el menor caso, le apartó la mano con un movimiento brusco mientras
intentaba que Sebas dejara de bloquearle el camino.
—¿Dónde están?
¡Déjame pasar! —insistió una vez más.
—No creo que debas
hacerlo, créeme. —le dijo él recuperando el tono inseguro y débil que había
aparcado al erigirse como líder en ausencia de Óscar.
Por supuesto, esas
palabras no hicieron sino poner más nerviosa a la pobre chica, que acabó
apartándolo de su camino de un empujón. Sabiendo que no podríamos ocultar lo
que había ocurrido, antes de que los demás subieran envolvimos el cadáver del muchacho
devorado entre las propias sábanas de la cama… aunque el resultado acabó siendo
un tanto cuestionable debido a que gran cantidad de fluidos corporales
asquerosos se filtraron y pringaron toda la cama, al menos cubrimos la terrible
visión de su estado. Después, entre Sebas y Cristian dejaron el cadáver de la chica
sobre la cama, le quitaron la flecha de la cabeza y la colocaron de tal forma
que parecía que estuviera durmiendo, o al menos eso habría parecido de no ser
porque tenía el cráneo agujereado.
Cuando Raquel
entró en la habitación y vio lo que había ni siquiera tuvo fuerzas para decir
nada, tan sólo cayó de rodillas al suelo. Aitor se agachó a su lado justo en el
momento en que rompió a llorar, y los demás nos quedamos allí, sintiéndonos
como unos intrusos entre tanto dolor.
Sin saber dónde
mirar, terminé haciéndolo hacia el escritorio del dormitorio, donde el joven
tenía todas sus cosas. No encontré nada destacable allí encima, tan sólo un IPhone
que debió quedarse sin batería hacía mucho, un paquete de chicles de menta medio
gastado y su ordenador, que por supuesto estaba apagado. No obstante, junto al
teclado vi una pequeña libreta que me llamó la atención porque tenía escrito
“blog” con tinta de bolígrafo en la tapa.
Pensando que
aquellos podrían ser los últimos pensamientos del joven, me acerqué a la
libreta y la cogí. Con ella en la mano, me giré hacia Raquel, que se arrastró
hasta la cama y comenzó a llorar sobre la mano de la niña muerta, preguntándome
si debería leer lo que pudiera haber escrito allí, o si sólo ella tenía derecho
a hacerlo.
—Yo… lo siento
mucho —murmuró Sebas con aprensión—. ¿Cómo se llamaban?
—Eran Mónica y
Rubén —contestó Aitor; Raquel seguía demasiado afectada.
—¿Puedo…? —preguntó
ella alargando la mano hacia las sábanas que cubrían a su hermano, pero me
acerqué y la cogí de la mano a tiempo de evitar que destapara el horror que se
escondía entre ellas.
—Chica —dije
mirándola a los ojos—. Mejor que le recuerdes tal y como era antes.
Dudó un instante,
pero acabó retirando la mano y abrazándose a Aitor.
—¿Por qué no vamos
a tu habitación? —le propuso él—. Puedes coger ropa limpia.
—Mi padre —dijo
secándose las lágrimas con la manga de la chaqueta mientras se ponía en pie—.
¿No le habéis visto aquí?
Negué con la
cabeza.
—A lo mejor está
bien. —intentó consolarla Cristian, pero Raquel no le hizo ni caso y, siendo
dirigida por Aitor, se encaminaron hacia la última habitación que quedaba por
registrar de la planta.
—No le des falsas
esperanzas —le reproché al muchacho cuando estuve seguro de que no podían
oírnos—. Las posibilidades de que esté vivo son casi nulas.
—Yo sólo… lo
siento —se disculpó un poco cohibido—. Es que no sé qué hay que decir en estas
situaciones. Es decir, ¿qué se puede decir?
—Es mejor no decir
nada. —concluyó Sebas con sabiduría.
En mis manos
todavía tenía la libreta que había cogido del escritorio. Al final no le dije
nada a Raquel sobre ella porque pensé que lo mejor sería mirar qué había
escrito antes de dársela. Era posible que los últimos pensamientos de su
hermano no fueran precisamente agradables, e hiciera más mal que bien que los
leyera, de modo que hice eso, y tal y como sospechaba, el cuaderno resultó ser
una especie de diario improvisado del hermano.
"27/1/2013: Tener que escribir esto a mano es una mierda, pero ya no hay electricidad ni internet, así que no puedo actualizar el blog. Debimos largarnos a la zona segura cuando pasaron los camiones de evacuación la última vez, porque esta casa es un puto infierno. A Consuelo la mordieron en la calle y nos lo ha estado ocultando desde anteayer, ahora agoniza en mi habitación y me toca dormir en la de Raquel y Mónica. Desde que ese capullo se fue con Raquel, Mónica ha estado bastante triste, pero Dios sabe que no tengo ni las ganas ni la forma de consolarla.
28/1/2013: Consuelo ha muerto esta tarde. Papá la ha llevado al jardín, no podemos sacarla de la casa porque anoche había otra vez de esos resucitados en la calle. La cosa cada vez pinta peor, anoche la ciudad quedó a oscuras por completo. Mamá dice que es porque ya no hay electricidad, pero yo creo que están todos muertos. Al menos he recuperado mi cuarto y no tengo que aguantar a Mónica, que se pasa todo el día llorando.
29/1/2013: Joder, qué puto día de
mierda. Consuelo se ha despertado al mediodía como una resucitada y está ahí
fuera. Papá dijo que había que atravesarles el cerebro, pero no tuvo cojones
para hacerlo. Al despertarse, resucitar, o lo que sea, ha empezado a golpear el
cristal del salón, y cuando comenzó a quebrarse decidimos subir al piso superior.
Hace ya un par de horas que no se escuchan los golpes, pero papá dice que
mañana por la mañana saldremos para matarla, rematarla, o lo que sea… eso
espero, porque Mónica me está poniendo de los nervios. Dice que todos vamos a
acabar como ella, y mamá ya está histérica. Rectifico lo que dije anteayer,
Raquel hizo bien en largarse de aquí en cuanto pudo."
Eso era todo, no había nada más escrito… al día siguiente, o tal vez
ese mismo día, amaneció devorado sobre su cama, probablemente a manos de su
propia hermana muerta viviente, y su madre acabó en la despensa con un mordisco
y atada a la pared. Todavía me faltaban unos cuantos datos para saber qué había
ocurrido con exactitud porque no veía cómo podían haber terminado todos así; la
tal Consuelo seguía fuera de la casa cuando llegamos, de modo que no pudo
infectarles ella, y si murió el día veintiocho, era imposible que pudiera haber
contagiado a Mónica y que el veintinueve no tuviera señales de estar enferma.
—¡Joder, mirad esto! —exclamó Sebas, que se acercó a la ventana a respirar
un poco de aire fresco… el olor a podrido de aquella habitación seguía siendo
considerable.
“Debe haber visto la multitud que tenemos delante de la casa” pensé
cerrando la libreta y guardándola en la bolsa donde llevaba el botiquín; no
tenía claro si sería algo positivo o negativo para Raquel leerla, así que
dejaría que fuera ella quien decidiera si quería hacerlo o no.
—¿Qué pasa? —preguntó Cristian acercándose también.
Me sorprendí cuando se escuchó un disparo desde la calle. Un disparo sólo
podía significar que Óscar estaba de vuelta, pero no tenía sentido que
disparara tan cerca de la casa cuando su intención era alejarlos. Haciéndome un
hueco en la ventana entre los dos, conseguí ver al cazador llegar doblando
una esquina con varios resucitados tambaleándose tras él, y frenar en seco al
ver que delante de la casa también teníamos a una considerable cantidad de
muertos vivientes acechándonos.
—¿Qué pasa? —preguntó
a nuestra espalda la alarmada voz de Aitor—. ¿Qué ha sido ese disparo?
—Es Óscar. —le
señaló Sebas apartándose para que pudiera asomarse; el cazador salió corriendo
hacia la puerta de la casa, pero hasta yo me daba cuenta de que eso no era
factible… había como diez muertos bloqueándole el paso.
—¿Qué demonios está
haciendo? ¡Se supone que tenía que alejar a los reanimados, no atraerlos! —exclamó
Aitor apoyando el fusil contra el alfeizar de la ventana y arrodillándose en el
suelo para poder observar por la mira del arma.
—¡Apártale los de
la puerta! —le urgió Sebas—. Si no, no podrá entrar.
—¡Mierda! Me tapa
la valla. —maldijo el soldado.
Sebas apuntó con la ballesta pero tuvo el mismo problema, la valla que
rodeaba la casa hacía que desde esa altura fuera difícil apuntar a algo que
estuviera más cerca de la mitad del ancho de la calle.
—¿Qué pasa? —preguntó
también Raquel, que entró corriendo a la habitación.
Ninguno le
contestó porque en ese momento Óscar, rodeado de muertos vivientes, se lanzó
hacia el interior del furgón, que seguía aparcado al lado de la puerta del
garaje.
—¡Me cago en Dios!
—se escuchó su voz blasfemar desde la calle—. Lo sabía, ¡Es que lo sabía! ¡Oh,
no, hijos de puta… a mí no me vais a comer!
Lo siguiente que
se oyó fue un disparo… y después todo saltó por los aires. Los cinco caímos al
suelo cuando una inmensa explosión reventó los cristales de la ventana. La onda
expansiva hizo vibrar la casa y mis tímpanos hasta tal punto de que llegué a
pensar que se me iban a romper. Una llamarada y un apestoso humo negro
comenzaron a surgir del lugar de la explosión, y al mismo tiempo empezaron a
llover trozos de metal y de cuerpos carbonizados al césped del jardín.
Raquel gritó,
Aitor se cubrió la cabeza con las manos para protegerse de la lluvia de
cristales, Sebas y Cristian cayeron uno encima del otro al pie de la cama y yo vi
las estrellas al clavarme el borde del escritorio en la espalda, pero aguanté
en pie. Gracias a eso fui el primero en volver a la ventana y mirar atónito
cómo el furgón en
el que llegamos había sido desintegrado casi por completo en la explosión. Todo
apuntaba a que Óscar, acorralado por los resucitados, disparó e hizo estallar
los bidones de gasolina que rellenamos antes de llegar a la casa.
Muchos muertos vivientes saltaron
por los aires en pedazos. Todos los que se encontraban alrededor del furgón cayeron
al suelo por culpa de la onda expansiva, y algunos todavía seguían ardiendo,
aunque sabía por experiencia que a aquellos seres no les importaba estar
quemándose hasta que eso no afectaba a sus capacidades motoras. Un humo muy
negro se elevaba hacia el cielo llamando la atención de todo el barrio, pero
era el ruido de la explosión el que acabaría por atraer a todos los muertos
vivientes de la ciudad hacia nosotros.
—¡Joder! —exclamó
Aitor desde el suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
gritando Raquel.
—Óscar… —murmuró
Sebas tras levantarse y asomarse también por la ventana—. ¡Oh mierda! ¡Oh
joder! ¡Joder!
—Está muerto. —dictaminé
yo.
—¿Qué? —preguntaron
al unísono Cristian y Raquel.
Su cuerpo, si no
se había desintegrado, debía estar consumiéndose en las llamas que seguían
quemando lo poco que quedaba del furgón… furgón que también era nuestro
vehículo para salir de allí. Si en algún momento hasta ese instante había
tenido miedo, no era nada comparado con el que sentí en ese momento: el único
que sabía más o menos qué estaba haciendo acababa de morir, llevándose por
delante además nuestro vehículo, con el cual teníamos que sacar las provisiones
que nos mantendrían alimentados los próximos días. ¿Podía ser peor la
situación…? Por lo visto, Aitor pensaba que sí.
—Tenemos que ir
abajo —dijo tras recoger el fusil del suelo—. Tenemos que asegurarnos de que
siguen sin poder entrar.
Lamentablemente
tenía razón; la explosión había hecho saltar los cristales de todas las casas
de los alrededores, y eso sin duda incluía la gran cristalera del comedor. Como
el furgón estaba aparcado al lado de la valla, también cabía la posibilidad de
que se hubiera abierto brecha, y sin valla y sin cristalera estábamos a merced
de los muertos.
Bajamos corriendo
sólo para descubrir que, tal y como sospeché, el enorme cristal del comedor
había saltado por los aires, llenando el suelo de toda la habitación de
cristalitos, volcando varias sillas y haciendo que el televisor de plasma de la
pared se quedara colgando en precario equilibrio.
—La valla parece
que aguanta —nos tranquilizó Aitor cuando volvió del jardín después de salir a
confirmar que la casa seguía siendo inexpugnable—. El furgón estaba pegado a la
puerta del garaje, pero como la habían atrancado con cadenas, ha soportado la
explosión.
—¿Y vuestro amigo?
—preguntó Cristian apurado—. ¿Estaba dentro del furgón?
—Todo apunta a que
sí. —lamentó el soldado.
—¡Oh mierda! Es mi
culpa —gimió cubriéndose la cara con las manos—. Yo disparé y atraje a los
muertos hacia aquí, está muerto por mi culpa.
Nadie le quiso
quitar la razón porque era cierto, nunca se podía prever con total certeza lo
que puede ocurrir, pero si él no hubiera aparecido, en ese momento habríamos
estado cargando bolsas de comida en el furgón, no encerrados en una casa
destrozada y con Óscar muerto, de eso estaba seguro.
Raquel, que nada
más bajar se sentó sobre el sofá de diseño abrazando sus propias rodillas y
mirando al vacío, comenzó a llorar otra vez, aunque dudaba mucho que lo hiciera
por Óscar.
—¿Qué vamos a
hacer ahora? —preguntó Sebas, ya sin disimular que el papel de líder le quedaba
grande.
—Analicemos la situación —propuso
Aitor—. Hemos perdido a Óscar, no tenemos furgón ni vehículo para salir de
aquí, ahí fuera está todo lleno de reanimados, y la explosión atraerá a todos
los que la hayan escuchado, que no serán pocos, porque no sé de dónde coño han
salido tantos de repente cuando por el camino no hemos visto casi ninguno.
—Tío, esos cabrones son engañosos —le
explicó Cristian—. Yo llevo aquí varios días y he visto cómo se mueven. Por las
noches están muy activos, y te aseguro que hay un huevo de ellos dando vueltas
por el barrio.
—Bueno, ¿y qué hacemos? —insistió Sebas.
—Todos los muertos vivientes están
en la parte delantera de la casa —intervine con algo parecido a una idea—. Hay
un jardín trasero al que se sale desde la cocina, creo que da a la casa de al
lado, podemos saltar allí y salir por otra calle.
—Pero esa casa es de los Martínez. —replicó
Raquel secándose las lágrimas y con la voz tomada.
—¿Y qué pasa? —inquirió Sebas.
—Su hijo era el niño que estaba
fuera, en la calle, y era uno de esos seres. —nos recordó.
—Aunque el resto de su familia sean
también resucitados serán muchos menos que los que tenemos aquí fuera. —repuse
yo. Aitor, sin embargo, negó con la cabeza.
—Aun así, con todos los reanimados
que habrá rondando por aquí a partir de ahora, no podemos ir andando. Sería un
suicidio, y más si tenemos que sacar la comida. —razonó.
—Necesitamos un vehículo. —exclamó
el guardia de seguridad.
—¿Habéis mirado el garaje? —preguntó
Raquel—. En el coche de mi padre cabríamos todos.
Sebas, Aitor, Cristian y yo nos
miramos durante un segundo… nos habíamos olvidado por completo del garaje. Lo
dejamos para lo último, pero los acontecimientos recientes habían hecho que no
nos acordáramos de que seguía ahí, y en él podría estar la salvación que
necesitábamos.
—De acuerdo. Doctor, usted, Sebas y
yo iremos al garaje a ver si podemos usar el coche. Cristian, tú empieza a
subir la comida desde el desván, mete todo lo que puedas en bolsas y lo traes
aquí —organizó Aitor tras quedar el guardia de seguridad fuera de juego—.
Raquel, además de comida podríamos coger mantas, jabón y de todo lo que nos
falta en el campamento, ¿te encargas?
Tardó un segundo en responder, pero al
final asintió.
—Ahora más que nunca, nada de hacer
ruido —nos recordó—. Puede que la calle se llene de muertos, pero no tienen
ningún motivo para intentar entrar en la casa si no se lo damos.
Con un plan trazado era más fácil
mantenerse optimista, o al menos esperanzado. Mientras íbamos de camino al
garaje me detuve un segundo a pensar en Óscar, cuyos restos carbonizados debían
seguir consumiéndose fuera; eran tiempos duros, y no podíamos pararnos a pensar
en los muertos, los vivos éramos la máxima prioridad y no nos podíamos permitir
el lujo de llorarlos ni de prestarles más atención de la necesaria… confiaba en
que él mejor que nadie lo entendiera.
El interior del garaje permanecía en
penumbras porque, aunque había rendijas por las que entraba el sol en la puerta
que daba a la calle, no eran suficientes para iluminarlo por completo. En él había
aparcado un vehículo de alta gama cubierto por una lona azul, y las paredes estaban
recubiertas de estanterías cargadas de herramientas y diversos artilugios
mecánicos, principalmente repuestos para el coche. También vi una linterna y
varias garrafas en una esquina, por lo que supuse que, además de para guardar
el coche, utilizaban aquel lugar como trastero.
La puerta que daba a la calle era
metálica, y al no ver ningún mecanismo de apertura manual, supuse que debía
abrirse con un mando a distancia. No obstante, al no haber electricidad, era
poco probable que funcionase.
—Esas cosas podrían sernos útiles —sugirió
Sebas contemplando las herramientas de la pared—. Si podemos, deberíamos
intentar llevárnoslas también, ¿no?
En cuanto dio un
paso hacia los estantes el coche tembló, y al mismo tiempo se escuchó algo
moviéndose dentro. En ese mismo instante vi que alguien había colocado una
manguera en el tubo de escape del vehículo… una manguera que llegaba hasta la
ventanilla delantera del automóvil. Por culpa de la lona que lo cubría no podía
ver lo que había dentro, pero la realidad era más que evidente: alguien se
había suicidado gaseándose con monóxido de carbono, y el hecho de que el coche
se moviera indicaba que se había transformado en un muerto viviente.
Aunque encerrado allí
dentro no suponía un gran peligro, aquello era sin duda inquietante. Sebas y yo nos quedamos mirando el
coche como pasmarotes, de modo que fue Aitor el que le echó coraje y se acercó
con el fusil en la mano para retirar la lona que lo cubría. Al hacerlo, un
hombre de unos cincuenta años, demacrado y de pelo entrecano comenzó a golpear
la ventanilla del coche intentando lanzarse contra nosotros. La teoría del
suicidio se confirmó cuando vi que la manguera se metía por una rendija abierta
en la ventanilla de la puerta del conductor.
Uno de los golpes
que dio aquel muerto viviente hizo temblar el coche, y la manguera terminó cayéndose
al suelo.
—¡Mierda! —gimió
Aitor—. Es… es el padre de Raquel.
—¿Cómo ha acabado
convertido? —me pregunté al ser capaz de encontrar una respuesta a esa
pregunta; la muerte por inhalación de gases tóxicos no contagiaba la enfermedad
que te transformaba en resucitado, que yo supiera.
—A lo mejor le
mordió la niña… o la mujer del sótano —caviló Sebas encogiéndose de hombros—.
¿Qué hacemos? ¿Avisamos a Raquel?
—¡No! —exclamó
Aitor—. ¿Puedes meterle un flechazo a través de la rendija de la ventanilla?
—¿Estás seguro? A
lo mejor ella… —dudó el guardia de seguridad, pero le callé poniéndole una mano
sobre el hombro.
—Es mejor que no
lo vea así —le dije—. Nadie querría ver a alguien de su familia convertido en
una de esas cosas.
—Pobre chiquilla —lamentó
cargando la ballesta—. Menudo día de mierda.
No resultó difícil
rematar a aquel hombre; en cuanto Sebas se acercó a la puerta del coche, él se
lanzó hacia la ventanilla gruñendo, gimiendo e intentando sacar la cabeza por
el estrecho hueco que utilizó el guardia de seguridad para disparar la flecha.
Ésta le atravesó la frente y acabó con su desgraciada existencia de una vez por
todas, luego, entre Aitor y él abrieron la puerta del coche y arrastraron el
cadáver fuera.
Mientras lo hacían,
olfateé el interior del coche… además de a carne muerta y pudriéndose no olía a
nada más.
—Este hombre lleva
mucho tiempo muerto —deduje a raíz de eso—. Ya ni huele a humo, debe haberse
ido dispersando a lo largo de los días.
Sobre el asiento
trasero vi algo que parecía una agenda de cuero negro que me llamó la atención.
Alargué la mano y la recogí preguntándome si, al igual que la libreta del
chico, encontraría alguna respuesta a mis dudas allí dentro.
—Utiliza la lona
que cubría el coche para envolver su cuerpo. —le indicó Aitor a Sebas mientras
él se sentaba en el asiento del conductor.
—¿Pero tú sabes
conducir? —preguntó éste al darse cuenta de lo que pretendía.
—Claro que sí —respondió
el soldado ofendido—. ¿Pero tú cuantos años te crees que tengo?
Mientras ellos
hablaban, abrí la agenda a ver qué encontraba escrito en ella. Como era de 2013
apenas había rellenado unas pocas anotaciones de los primeros días de enero con
asuntos relacionadas con su trabajo, a las que no presté demasiada atención.
Sin embargo, entre los primeros días de febrero me topé con una buena parrafada
escrita con letra irregular.
"Fue un error dejar a Consuelo
aquí, lo dijeron mil veces en las noticias y en todas partes, sabíamos lo que
iba a pasar, pero no es lo mismo escucharlo que verlo… no podíamos matarla así
sin más. Fue mi culpa. Su muerte, que habláramos de atravesar su cerebro, su
resurrección en una de esas cosas… nunca debieron presenciarlo los chicos.
Mónica estaba destrozada desde que su hermana se fue. Que se fuera le salvó la
vida. Creo que no impedir que se marchara con su novio es mi única colaboración
positiva desde que todo esto empezó.
No tengo claro cómo fue, creo que
Mónica no lo soportó más y se cortó las venas durante la noche. Al rato debió
despertar como una resucitada, no sé cómo, porque no tuvo contacto con Consuelo
en ningún momento… y la única puerta abierta que había era la de Rubén. Nos
despertaron los gritos. Fue horrible. Ella le había mordido en el cuello, y la
sangre salpicaba por todas la habitación. Raquel se puso histérica e intentó
separarlos, y eso le costó la vida. Mónica… o lo que antes había sido mi hija
pequeña, le mordió en el brazo en el forcejeo. Cuando Rubén cayó sobre su cama
y dejó de sangrar sabía que no tenía nada que hacer, era el segundo hijo que
perdía esa noche.
Raquel y yo corrimos hasta el baño
de abajo e intentamos detener la hemorragia… lo conseguí, aunque no serviría de
nada. Aun así, me resistía a aceptar la realidad, de modo que bajamos al
sótano, donde estaban la comida y el agua. Mónica ya era una resucitada, Rubén
seguramente también, teníamos que protegernos de ellos.
Consuelo aguantó un par días después
de ser mordida, sin embargo, mi mujer no llegó a vivir doce horas más. No soy
médico, pero Consuelo apenas había sangrado, y Raquel casi se desangra. Creo
que la velocidad con la que la fiebre te mata tiene que ver con la distancia a
una arteria o una vena, no lo sé.
Tampoco pude hacer nada por ella. Si
no fui capaz de abrirle la cabeza a la asistenta, mucho menos a mi mujer cuando
finalmente murió. Durante unas horas pensé que lo mejor era dejarla despertarse
y que acabara conmigo. No sé por qué, al ver las cuerdas que tenía allí guardadas
de cuando los niños tenían el columpio fuera, decidí atarla con ellas. No
aguanté ni dos horas abajo después de que se despertara y empezara a forcejear
para atacarme. Salí corriendo escaleras arriba y vine al garaje con la idea de
lo que pensaba hacer… es la forma menos dolorosa que conozco. Mi familia está
muerta, Raquel se ha ido y no va a volver, no tengo nada por lo que seguir.
No se cuánta gente queda viva ahí
fuera, pero mientras el coche se llena de gas me ha dado por pensar que no les
envidio."
Era un
relato duro, aquel hombre había visto con sus propios ojos cómo su mujer y sus
hijos morían, y a raíz de eso había decidido terminar con su vida. Miré a
Aitor, que en ese momento giraba la llave del coche para ponerlo en marcha…
Rubén tenía razón, Raquel había hecho bien yéndose con él; si se hubiera
quedado en esa casa podría haber acabado como el resto de su familia.
La suerte
favoreció tanto al soldado como a la chica, pero no podía evitar preguntarme
si, como decía su padre, viendo en lo que se había transformado el mundo, era mejor
estar muerto que vivo.
—No
arranca —dijo Aitor después de varios intentos—. ¡Mierda! ¿Qué le pasa?
—¿No es
evidente? —respondí yo al caer en la cuenta—. Se suicidó dejando el motor en
marcha y quemando gasolina. Cuando murió no había nadie que apagara el motor, y
éste siguió encendido hasta que se quedó sin combustible.
—Qué
putada… —lamentó Sebas—. A veces parecemos idiotas.
—Son los
nervios. —nos disculpé.
—¿Y qué
vamos a hacer? —preguntó el guardia de seguridad.
—Nada —exclamó
Aitor—. ¿Qué podemos hacer? No tenemos vehículo y encima tengo que decirle a
Raquel que su padre también está muerto. ¡Joder! ¿Por qué no puede salir nada
bien por una vez?
Tampoco
tenía respuesta para eso… últimamente tenía respuesta para muy pocas cosas.
¿Cómo se podían tener respuestas cuando el mundo había perdido el sentido?
Después
de que Aitor le diera las malas noticias a Raquel, entre Sebas y yo subimos el
pesado cadáver del hombre al comedor. Allí, Cristian había amontonado unas
cuantas bolsas llenas de comida, junto a varias mantas y alguna ropa que la
chica había sacado de los armarios. Dejamos el cuerpo al pie del sofá, y ella
se arrodilló a su lado para velarlo. No lloró, ya no debían quedarle lágrimas
ni fuerzas para que salieran; desde luego no había sido su mejor día, casi
habría hecho mejor no viniendo con nosotros, se habría ahorrado tener que pasar
por lo que estaba pasando.
—Oh, tío,
¿y qué vamos a hacer? —preguntó Cristian secándose el sudor con una manga de su
jersey cuando les explicamos lo que había.
—No lo sé
—respondió Sebas—. Ya se nos ocurrirá algo.
—¿Qué
significa eso? ¿Vamos a quedarnos aquí encerrados mientras la calle se llena de
muertos vivientes? —Cristian parecía aterrado—. ¡No podéis hacer eso! ¡Podemos
salir por el patio trasero y correr hasta salir de la ciudad! Si nos damos
prisa…
—¡Eh,
corta el rollo! —le interrumpió Aitor, que se sentó al lado de Raquel para
darle fuerzas en un momento tan difícil—. Estamos así por tu culpa, que no se
te olvide.
Esas
duras palabras le hicieron callar, y alicaído se sentó en una de las sillas de
la mesa del comedor que no estaba llena de cristales.
—Quizá
tenga razón —intervino Sebas—. Si salimos por el patio de atrás y saltamos a la
otra casa…
—¿Con
todo eso? —dije yo señalando las bolsas—. Sé que parece lo más fácil, pero vinimos
aquí a por comida y agua, no podemos andar saltando tapias y corriendo de un
lado a otro con ese cargamento encima, con los alrededores llenándose de
resucitados y sin un vehículo. Los muertos vendrán atraídos por el ruido, pero
si no detectan comida, se acabarán dispersando, podemos limitarnos a esperar.
—¿Esperar a qué? —insistió
el guardia de seguridad—. ¿A que se haga de noche?
—Si hace falta, sí
—le respondí—. No me hace ninguna gracia a mí tampoco, pero creo que es mejor
tomárselo con calma que intentar huir de cualquier manera.
—Yo… creo que me
estoy mareando. —avisó Raquel desde el suelo interrumpiendo la discusión;
intentó ponerse en pie pero Aitor tuvo que sujetarla para que no se cayese al
suelo.
—¡Ayúdame! —me
pidió intentando sentarla en el sofá.
—Estoy bien —dijo Raquel
con voz débil cuando me acerqué a ella—. Ha sido sólo un mareo… quiero subir a
mi habitación.
—No deberías subir
escaleras ahora —le recomendé poniéndole una mano en la frente para ver si
tenía fiebre—. Deberías descansar, han sido demasiadas… impresiones negativas.
—¡No! —replicó
negando con la cabeza—. Quiero subir a la habitación, por favor.
Suplicando con esa
voz tan débil Aitor no pudo negarse, de modo que, pasándole una mano por encima
de los hombros, la ayudó a ponerse en pie y encaminarse hacia las escaleras.
—Espera —les
detuve al acordarme de la libreta y la agenda que todavía tenía encima; cuando
se las ofrecí, ella me miró como sin comprender—. En esta libreta están las
últimas palabras que escribió tu hermano, y en la agenda, las de tu padre… no
sé si te ayudarán, pero a veces saber la verdad tranquiliza.
Las recogió con
una mano temblorosa y comenzó a subir las escaleras, agarrada a Aitor. Cuando
los perdí de vista, volví a prestar atención a los que nos habíamos quedado en
el comedor; Sebas caminaba nervioso de un lado a otro, mientras que Cristian
seguía sentado en la silla con aspecto abatido.
—Cuando os vi
llegar, juro que pensaba que veníais de la zona segura —confesó el chico—. Sin
embargo, dijisteis que había caído. Llevo casi una semana en la casa de
enfrente y no he visto a ninguna persona viva hasta que aparecisteis vosotros.
Sé que muchos son ahora resucitados de esos pero, ¿qué coño ha pasado con todo
el mundo? ¿Están con vosotros a las afueras?
—¿Con nosotros? —replicó
Sebas deteniendo su paseo y alzando una ceja—. Con nosotros apenas hay diez
personas más.
—¿Diez? —exclamó Cristian
incrédulo—. Pero… habrá otros lugares donde la gente huiría, ¿no? ¡Joder! ¡En
esta ciudad vivían millones de personas!
—Pues en tal caso,
ya tienes el número aproximado de muertos vivientes que hay por ahí fuera ahora
mismo. —respondí yo dejándole más hundido si cabía.
Tras un par de
minutos en silencio reflexionando sobre el significado de lo que se acababa de
decir, y las implicaciones de que todos los habitantes de Madrid pudieran ser
en ese mismo momento resucitados, escuchamos los pasos de Aitor bajando las
escaleras. No iba solo, Raquel debía haberse quedado en la habitación, pero él
bajaba arrastrando la sábana donde iba envuelta su hermana.
—¿Qué haces? —le
pregunté.
—Si vamos a pasar todo el día aquí,
no vamos de dejar los cuerpos pudrirse sin más, ¿no crees? —me explicó—. Les
voy a dar un entierro digno en el jardín trasero. Cristian, necesito tu pala.
Miré a Sebas dubitativo; no me
parecía buena idea ponernos a cavar tumbas en el jardín, ni siquiera en el
trasero, con esos muertos dando vueltas por la calle… pero él parecía estar de
acuerdo con todo aquello.
—Merecen un entierro, y mantenernos ocupados nos servirá para no
volvernos locos aquí dentro. —resolvió encogiéndose de hombros.
No podía quitarle
la razón, de modo que me sumé a aquel ritual funerario y, entre Aitor, Sebas,
Cristian y yo sacamos todos los cuerpos al jardín.
Un solitario árbol
era la única vegetación que creía allí, además del césped del suelo y los
cipreses de la valla. Sebas tenía razón, mantenerse ocupado el algo ayudaba a
sobrellevar todo aquello, y sentir el fresco viento del invierno en la cara
mientras cavábamos unas tumbas para la familia de Raquel resultaba hasta
agradable… dentro de lo que cabía.
Al cabo de unos
minutos la susodicha apareció por la puerta de la cocina. Por los ojos
hinchados y la cara roja resultaba evidente que había estado llorando otra vez,
aunque ya parecía más serena.
—¿Puedo ayudaros?
No quiero estar sin hacer nada. —solicitó.
—Claro —replicó
Aitor dejando de cavar y tendiéndole la pala—. Intenta no hacer mucho ruido, no
queremos que los reanimados nos escuchen, ¿vale?
—¿Por qué no subes
a ver si los muertos vivientes se han dispersado un poco? Si Óscar estuviera
aquí, seguro que habría querido tener a alguien vigilándolos. —le sugerí al
soldado, que asintió y volvió al interior de la casa.
Aproximadamente
una hora más tarde, pasado el mediodía, ya habíamos depositado los cadáveres
enrollados en mantas en cuatro agujeros cavados al pie del árbol. Como ninguno
de nosotros era sacerdote, o tenía especial habilidad con la oratoria, nadie
dijo nada, y en cuanto Raquel estuvo preparada y nos hizo una señal comenzamos
a llenar las tumbas de tierra otra vez.
—Ojalá hubiéramos
podido recuperar algo del cuerpo de Óscar, lo que fuera —lamentó Sebas una vez
terminado el trabajo contemplando los cuatro montículos que eran las tumbas de
la familia de Raquel—. Sé que era un poco desagradable a veces, pero debía
tener buen corazón cuando se quedó con nosotros… sobre todo porque yendo solo
le habría ido mucho mejor que cargando con todo el campamento a sus espaldas,
¿verdad?
No lo había mirado
desde ese punto de vista, pero probablemente tuviera razón: él era un hombre
habituado a vivir de lo que él mismo cazaba y a pasar largas temporadas en el
campo, si hubiera pasado de nosotros, no le habría ido mal. Sin embargo, se
quedó…
Aitor volvió a
salir del jardín, y nos hizo un gesto a todos para que nos acercáramos.
—¿Qué pasa? —le
preguntó Raquel alarmada—. No habrán entrado los resucitados, ¿verdad?
—No, pero he visto
una cosa… venid, rápido. —nos indicó.
Le seguimos
escaleras arriba hasta la habitación del hermano de Raquel, que todavía olía a
podrido, aunque habiendo retirado el cadáver y con la ventana rota el olor era soportable.
—Mirad allí —nos
señaló a través de la ventana—. La furgoneta al fondo de la calle.
En efecto, al
final de la calle había una furgoneta aparcada de color amarillo y verde, con
una pala y un rastrillo dibujados.
—¿Qué le pasa? —inquirió
Sebas.
—Pertenece a una
empresa de jardinería. —explicó el soldado.
—Sí, la conozco, hacen
muchos trabajos en esta zona —corroboró Raquel—. Estuvieron en la casa el año
pasado, cuando papá quiso plantar el césped nuevo.
—Cuando llegamos,
nos encontramos con tres reanimados, uno de ellos era un jardinero, ¿os
acordáis? Llevaba un uniforme con los mismos colores que la furgoneta.
—¿Insinúas que…?
—dije yo viendo por dónde iban los tiros, pero no me dejó terminar la frase.
—Que podría haber
llegado aquí en esa furgoneta, que podría tener las llaves encima todavía y
que, si es así, podríamos utilizarla para huir. —concluyó el soldado con
entusiasmo.
—Pero ese
jardinero podría haber venido de cualquier parte —le contradijo Sebas—. No
tiene por qué tener relación con la furgoneta.
—¿De la misma
empresa y en la misma calle? Mucha casualidad, ¿no te parece? —insistió Aitor—.
¿Cuántos trabajos de jardinería debieron pedirse cuando la crisis de los
muertos vivientes ya había empezado?
—Supongamos que
todo eso sea como dices —intervine yo no muy convencido todavía—. Seguimos
teniendo el problema de que el cadáver del jardinero sigue ahí fuera, donde se
están juntando todos los muertos vivientes del mundo.
Desde la misma
ventana donde nos encontrábamos se podía ver que los muertos eran ya más de
treinta. La explosión había herido a muchos de ellos, pero no reaccionaban a
las heridas igual que las personas normales, y algunos todavía caminaban o se
arrastraban con medio cuerpo calcinado.
—Sí, ese es un
problema —admitió—. Sin embargo, si tres de nosotros los atraemos hacia un lado
de la valla y uno cubre desde aquí, otro podría salir, buscar en el cadáver del
muerto las llaves y volver. Yo mismo podría salir y…
—¡No! —exclamó
Raquel alarmada—. Podrían matarte, hay muchos de esos seres ahí fuera.
—Lo haré yo —se
ofreció Cristian, dejándonos a todos atónitos… que no tenía la actitud y la
sangre fría de un héroe era algo de lo que cualquiera de nosotros se había dado
cuenta ya—. Yo saldré fuera y cogeré las llaves de la furgoneta.
—¿Estás seguro de
eso? —le preguntó Aitor tan sorprendido como los demás—. Podría ser muy
peligroso.
—Tengo que
hacerlo, estáis aquí atrapados por mi culpa —se explicó—. Y por mi culpa ha
muerto también vuestro amigo… iré yo.
Unos minutos más
tarde, mientras Sebas, Raquel y yo esperábamos en el jardín a que Cristian
estuviera listo para salir, no pude evitar pensar en que el chico, aunque
valiente, era estúpido. Quería hacer un acto noble para redimirse a nuestros
ojos, pero aquello le podía costar la vida, y si era así, no habría logrado
nada; seguiríamos encerrados por su culpa y el estaría muerto.
—Recuerda, a la
cabeza, siempre a la cabeza —le aconsejó Sebas al tiempo que le ayudaba a
ponerse una cazadora de cuero que encontramos en el armario del hermano de Raquel…
confiábamos en que un mordisco fortuito no lograra atravesar el duro tejido—.
No dejes que te agarren, ni que te rodeen.
—Sí. —asintió él
dando un par de saltos con la pala en la mano para entrar en calor.
—Aitor te cubre
con el fusil desde la habitación, y nosotros intentaremos atraer a todos los
posibles contra la valla, pero no te confíes —le indiqué yo—. ¿Estás listo?
—Cuando queráis. —respondió
con convicción, aunque la voz le tembló un poco en el “queráis”.
Raquel, el guardia
de seguridad y yo nos acercamos a la parte de la valla pegada a la puerta del
garaje; allí, los cipreses dejaban un hueco por el que podíamos asomarnos para
ver el exterior. Los restos carbonizados del furgón policial estaban apenas a un
par metros delante de nosotros, y los gemidos de los muertos vivientes que
rondaban por allí no hacían sino ponernos más nerviosos de lo que ya estábamos.
—A la de tres —nos
indicó Sebas—. Uno, dos tres…
Apenas dijo “tres”
empezamos a golpear la valla con las herramientas que cogimos del jardín. A
través del hueco entre los cipreses vi cómo las cabezas de los muertos
vivientes se giraban hacia el origen de ese estruendo, y como si fueran autómatas,
los dueños de esas cabezas empezaron a caminar en nuestra dirección,
despejándole el camino a Cristian.
—¡Aquí, muertos de
mierda! —gritó Sebas subiéndose a la valla mientras Raquel y yo la golpeábamos
para hacer ruido—. ¡Aquí joder! ¡Carne fresca!
Cuando el primer
muerto viviente se acercó y se lanzó contra nosotros Raquel dio un paso atrás,
y yo me sentí tentado de hacer lo mismo, no obstante, al ver que la estructura
aguantaba el envite de los resucitados, me calmé y seguí con el plan… aunque el
corazón me latía a cien por hora.
—¡Ahora, chico,
ahora! —le indicó Sebas a Cristian, que tomó aire y salió corriendo por la
puerta. Por suerte, recordó que tenía que cerrarla tras de sí para que los
muertos no pudieran colarse en el jardín.
No tardó ni tres
segundos en escucharse el primer disparo, y al mirar hacia la ventana rota de
la habitación, desde donde Aitor ejercía de francotirador, vi salir humo del
cañón de su arma.
—¿Cómo le va? —preguntó
Raquel sin dejar de dar golpes.
—De momento bien —contestó
Sebas, que era el único que tenía un amplio rango de visión—. Está a punto de
llegar hasta el cuerpo, pero esa es la parte fácil. ¡Eh! ¡Aquí cadáveres
podridos!
Se escuchó otro
disparo, y un tercer disparo un segundo después.
—¡Mierda! —exclamó
Sebas—. Pasadme la ballesta.
Antes de subir a
la valla la había dejado apoyada contra un ciprés, y como yo era el que la
tenía más a mano, fui el que se la alcanzó.
—¿Qué pasa? ¿Va
todo bien? —le pregunté.
—No, son muchos. —respondió
cargando un virote.
Sin poder aguantar
la curiosidad, me subí yo también a la valla al tiempo que Aitor volvía a disparar
desde la ventana, y lo que vi no me gustó nada. Cristian había llegado hasta el
cuerpo y ya lo estaba registrando, además, a su alrededor había cuatro
resucitados muertos que no estaban antes, de modo que tenían que ser víctimas
suyas o de los disparos de Aitor… y sin embargo, la cosa no iba bien, algunos muertos
de los que todavía se movían le habían visto y se dirigían hacia él, que muy
apurado no parecía encontrar las llaves.
—¡Aquí! ¡Aquí! —grité
intentando atraer a todos los resucitados posibles… pero esos seres no eran tan
tontos; el ruido los distraía, sin embargo, si ya habían detectado una presa,
no se desviaban de su camino por nada del mundo.
Sebas disparó una
flecha, y ésta atravesó el cuello de un muerto cercano que se dirigía hacia
Cristian, pero que no logró matarlo ni detener su avance.
—¡Chico, sal de
ahí! —le advirtió—. ¡Déjalo o te cogerán!
—¡Espera! —gritó
él dándole la vuelta al cuerpo y comenzando a buscar en los bolsillos traseros.
—¡Vete de ahí, ya!
—insistió Aitor desde el piso superior volviendo a disparar y abatiendo a un
resucitado que se encontraba tan sólo a dos metros de él.
—¿Qué pasa? —preguntó
Raquel desde el suelo.
—Mierda, sin
flechas —gruñó Sebas tirando la ballesta a un lado y comenzando a dar golpes a
la valla con las manos—. ¡Lárgate de ahí ya!
—¡Las encontré! —exclamó
con júbilo alzando una mano con un juego de llaves agarrado en ellas.
Un muerto viviente
llegó hasta él y le agarró del brazo. Aitor disparó, pero el disparo no le
acertó, y cuando lazó el mordisco, la chaqueta de cuero fue lo único que salvó
a Cristian de la muerte.
—¡Vete de ahí! —le
gritamos todos.
Él se puso en pie
y se soltó con auténtico pánico de su agresor, que cayó al suelo, sin embargo,
cuando fue a salir corriendo, otra mano del mismo resucitado le agarró del pie
y le hizo caer a él también. Tres muertos vivientes más estaban ya muy cerca, y
yo comenzaba a temer en serio que no lo consiguiera. Gritó mientras intentaba
soltarse desesperado, aunque al final fue Aitor quien le liberó cargándose al
resucitado que le sujetaba de un disparo en la cabeza. Pese a eso, tuvo tan
mala suerte que, con la inercia de los tirones que daba, al levantarse tropezó
con otro muerto que se le acercaba por delante, y ambos se precipitaron al
suelo de nuevo. Intentó librarse de él golpeándole con la pala, pero para
entonces los otros dos ya estaban encima.
Sebas hizo un
gesto como de ir a saltar al otro lado, y tuve que agarrarle de un brazo para
impedírselo.
—No puedes salir
ahí —le dije—. Te matarán.
—Pero… —fue a
protestar, y en ese momento se escuchó un grito de dolor por parte de Cristian.
Un resucitado le
había mordido en la pierna, arrancando en el proceso un pedazo de carne
sanguinolento, y los otros dos más se agacharon a su lado.
—¡Quitádmelos!
¡Quitádmelos de encima! —suplicó.
Aitor mató al que
tenía sobre él, y éste le cayó encima como un peso muerto. Lo apartó con
esfuerzo e intentó incorporarse, pero para entonces otros dos lograron darle
alcance. Viéndose rodeado, embistió a uno de ellos hasta derribarlo en el suelo…
y unas manos muertas le volvieron a agarrar.
—Oh, Dios… —murmuré
sin querer ser testigo de lo que iba a pasar a continuación.
Ya no tenía
salida, Aitor no podía matarlos más rápido de lo que llegaban… estaba atrapado,
y lo sabía. Como último gesto en vida, tuvo la consideración de lanzar las
llaves por encima de la valla y hacer que cayeran en el jardín, y entonces
empezó la carnicería.
Aparté la mirada
para no tener que verlo, pero aun así, los gritos fueran terribles. Estaban
descuartizando y comiéndose vivo a ese pobre chaval, y la impotencia que sentía
al saber que no podía hacer nada por evitarlo era casi tan terrible como el
sonido de la carne desgarrándose y los huesos rompiéndose. Raquel soltó el
rastrillo con el que golpeaba la valla para cubrirse la cara con las manos y
Sebas apartó la mirada y contuvo las náuseas como pudo.
Sólo un último
disparo de Aitor acabó con la tortura que Cristian estaba sufriendo.
—¡De prisa!
¡Tenemos que irnos ya! —gritó después desde la ventana.
El banquete que
los muertos se daban con el cuerpo de Cristian no duraría mucho, de modo que le
hice un gesto a Raquel para que recogiera las llaves de la furgoneta del césped
y entré con Sebas a cargar con las bolsas en las que íbamos a llevarnos la
comida, así como las otras cosas que recogimos.
Cuando subimos a
la valla de nuevo descubrimos que varios muertos más se aproximaban venidos de
todas direcciones, aunque la mayoría tardarán bastante en llegar a nuestra
altura. Casi todos los que estaban más cerca seguían devorando el cuerpo del
muchacho, de modo que pudimos bajar a la calle sin que nos molestaran.
—De prisa, vamos. —nos
alentó Aitor en un susurro mientras rodeábamos los restos en llamas del furgón.
Nuestro objetivo era la furgoneta de jardinería.
Cuando la
alcanzamos, tres muertos vivientes ya habían llegado hasta allí. Medio torso se
arrastraba impulsándose a duras penas con sus manos desde el cruce de calles; un
hombre grueso, mal afeitado y con chándal se tambaleaba desde la entrada de una
de las casas de la calle de enfrente, y por último, una chica joven y morena
vestida para hacer footing, pero con medio brazo devorado y que todavía
arrastraba el aparato de música que debía estar escuchando mientras vivía, se
interpuso en nuestro camino.
—¡Ugh! A esa la
conozco —exclamó Raquel con una mueca de asco—. Solía correr por esta calle
todas las mañanas.
Aitor no tuvo
piedad de ella, la derribó de un bolsazo y la hizo caer al suelo, donde le pisó
el cuello hasta que se escuchó un crujido. Pese a que la resucitada seguía
gimiendo, sus brazos y piernas se quedaron inmóviles al haberle roto la
columna, y dejó de ser un peligro.
—¡Vamos, vamos,
vamos! —nos apremió Sebas, que junto con Raquel encabezaban la marcha.
Abrió con las
llaves la puerta trasera del furgón y nos encontramos dentro varios sacos de
estiércol, unas palas, azadas, rastrillos y hasta una cortacésped. No había
tiempo para sacarlo todo, de modo que echamos las bolsas con la comida de cualquier
manera y nos metimos dentro. Sebas tuvo que coger su pistola y disparar al
resucitado barbudo, lo que nos dejó muy poco tiempo para huir; demasiado
comensales no habían podido probar bocado de Cristian, y el disparo llamó su
atención.
—¡Arranca! —le
ordenó Aitor a Sebas, que se sentó en el asiento del conductor, al tiempo que
Raquel y yo cerrábamos las puertas traseras de la furgoneta.
El medio torso se
arrastró hacia nosotros, pero al ser tan lento no supuso un verdadero peligro.
Al girar la llave el vehículo éste arrancó, y en cuanto doblamos la esquina y
perdimos de vista a la jauría de muertos que nos acosaba casi sentí ganas de
reír.
—Si mi sargento no
hubiera sido devorado vivo por esos seres se avergonzaría de ver cómo ha salido
esto —exclamó Aitor bastante aliviado pese a todo—. Hemos perdido a Óscar y a
Cristian.
—Al menos tenemos
comida para unos días —replicó Raquel mirando las bolsas que habíamos cargado—.
Que Dios me perdone, pero no creo que pueda lamentar la muerte de nadie en una temporada.
—Gracias a ellos,
los demás podremos vivir un poco más. —sentención Sebas, y no quise añadir nada
porque me parecía que era una conclusión adecuada.
Contemplé través
del cristal de la ventanilla cómo íbamos dejando las casas atrás al tiempo que regresábamos
a las afueras de Madrid, y pensé en el gran coste en vidas que se había pagado
a cambio de unas míseras bolsas de comida y unas mantas. Lamentaba la muerte de
Óscar, la de Cristian y también la de los familiares de Raquel… pero lo que más
removía mi conciencia era que, en el fondo, sentía alivio por no haber sido yo
uno de los que quedaron atrás.
No sabía si eso me
convertía en una mala persona, pero en unos minutos habríamos vuelto al
campamento, y tenía ganas de verlos a todos otra vez, especialmente a aquellos
que sólo unas horas antes casi había tachado de prescindibles… a Maite y su
niña, a Silvio, hasta al pobre de Agus, siempre deprimido sobre su coche
mirando al horizonte.
Me pareció que, si
algo había aprendido de ese viaje, y de las muertes que sufrimos, era el valor
de hacer lo correcto por encima de la supervivencia pura y dura. Óscar lo había
demostrado, Cristian también… en el camino de ida pensé que, de haber una
votación para expulsar a alguien que no fuera capaz de aportar algo al grupo,
no votaría a favor, pero después de la experiencia vivida tenía claro que, de
darse esa situación, quien sobraba en el grupo era quien hubiera propuesto una
votación semejante.
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