CAPITULO 7: AITOR
—No me puedo creer
que estemos haciendo esto otra vez. —suspiró Sebas cuando los edificios comenzaron
a bloquearnos la visión de las afueras de Madrid, indicando que una vez más nos
adentrábamos en aquella ciudad maldita.
Estaba un poco
cansado porque la noche anterior me tocó montar guardia… el detalle de dejarnos
dormir la noche entera cuando partimos la primera vez no podía repetirse porque
ahora éramos menos, y Maite insistió en hacer guardias dobles al no saber si
por allí podía haber problemas. Además de eso, perdimos un par de horas buscando
gasolina entre los coches abandonados con los que nos cruzamos el día anterior,
aunque por suerte no sólo rellenamos el depósito del coche, sino que también encontramos
algunas mantas extra, que con el frío que estaba haciendo los últimos días
nunca venían mal.
De haber tenido
más tiempo podríamos haber registrado a fondo los coches; estaba convencido de
que tenía que haber ropa utilizable entre las maletas que dejaron en ellos,
además de algunas otras cosas útiles, pero nos topamos con algunos reanimados
por allí que podrían haberlo complicado todo, y las medicinas eran más
importantes.
—Esta vez lo
haremos bien —dije intentando levantarle el ánimo desde el asiento del copiloto
del coche de Agus, que iba sentado en el asiento trasero mirando el paisaje de
calles, coches abandonados y reanimados putrefactos ocasionales con los que nos
cruzábamos—. Ya sabemos que no tenemos que subestimar a la cola que se está
organizando a nuestra espalda.
Por muy despacio
que fuéramos, y todo lo sigilosos que intentáramos ser, era imposible evitar
que algún muerto viviente nos viera y emprendiera la marcha en una lenta
persecución que, si bien podía parecer inofensiva, se volvía más peligrosa
cuando llegaba la hora de aparcar el coche y comenzaba a recortar distancia.
—¡Dios! Creo que
tu novia tenía razón. —exclamó Sebas cuando pasamos por delante del Hospital
Ruber Internacional, el lugar donde él pretendía ir en un principio.
“No es mi novia”
quise recordarle, pero la escena que se estaba desarrollando allí me impresionó
tanto que no me salieron las palabras.
Desde luego que Raquel
tenía razón, y hasta el impasible Agus no pudo evitar girarse a mirar por la
ventanilla. Toda la clínica estaba rodeada por un muro, pero en la entrada de
las ambulancias tan sólo había una valla metálica que separara el interior del
exterior, y frente a esa valla colocaron una barrea de sacos rodeados de espino,
junto a un jeep del ejército abandonado. Al otro lado, en el interior del recinto
del hospital, por lo menos cien muertos vivientes daban vueltas como idiotas sobre
la zona pavimentada que comunicaba la entrada con el edificio en sí.
—La leche…
—murmuró Sebas deteniendo el coche.
—¿Creéis que ese
jeep funcionará? —pregunté pensando en que no nos vendría nada mal un vehículo
extra, y más uno militar y todoterreno, por si teníamos que movernos fuera de
carretera.
—No sé —respondió
el guardia de seguridad, que todavía miraba embobado la masa de muertos, pero enseguida
apartó la vista lo suficiente como para volverse hacia mí alarmado—. No
pretenderás…
No le respondí,
tan sólo abrí la puerta del coche y salí fuera…. el reanimado más cercano seguía
todavía demasiado lejos como para suponer un problema, de modo que corrí hasta
el jeep y me subí a él. Uno de los muertos de la clínica se dio cuenta de que
andaba por allí y se lanzó contra la valla con las fauces abiertas, metiendo
las manos entre los huecos de la estructura metálica y lanzando gruñidos
salvajes cargados de impotencia.
No encontré las
llaves del vehículo, pero con lo que sí me topé fue con el cadáver más
horripilante que había visto… al menos desde que encontramos al hermano de
Raquel parcialmente devorado por su propia hermana pequeña. Se trataba de un
soldado, o más bien medio soldado, porque de cintura para abajo había
desaparecido del todo; sin embargo, de cintura para arriba no estaba tampoco
mucho mejor, sus brazos eran sólo huesos con algo de carne colgando, su rostro,
una calavera con un solo ojo, y en su pecho abierto en canal se podían ver las
costillas.
—¡Eh, chaval, mejor
que nos larguemos de aquí! —me llamó Sebas, que asomó la cabeza por la
ventanilla del coche preocupado. Tenía razón, los muertos vivientes que todavía
podían suponer algún peligro se acercaban, y en la valla ya tenía a cinco de
ellos intentando atravesarla a empujones.
—¡Voy! —le dije, sin
embargo, vi que el fusil del soldado se encontraba tirado en un lado, así que
lo recogí y le quité el cargador… estaba vacío, el hombre debió luchar hasta quedarse
sin munición.
Un estruendo que
se escuchó junto a la valla del hospital hizo que levantara la vista alarmado.
Los muertos vivientes haciendo presión ya eran más de diez y la valla empezaba
a ceder. Dándome cuenta de que era la hora de irse, de un salto bajé a la
carretera y regresé al coche.
—Sí, será mejor
largarse ya —coincidí con Sebas—. Ponerlos nerviosos no es buena idea.
—Un poco tarde
para eso. —observó Agus con total parsimonia, como si no fuera con él.
Con un crujido la
valla se desencajó, y algunos de los muertos comenzaron a salir a la carretera.
“Esta vez lo
haremos bien… por los cojones” maldije para mí mismo.
—¡Que les den a
todos esos ricachones y famosetes! No van a cogernos —exclamó Sebas arrancando
el coche de nuevo—. Vámonos de aquí… Agus, ¿falta mucho para la farmacia?
—En realidad está
un poco más adelante —respondió—. Después del segundo cruce.
—¿Qué? —exclamé
espantado… esa horda iba a lograr salir en manada del hospital de un momento a
otro, no podríamos parar en la farmacia si más de cien muertos vivientes nos
iban pisando los talones—. ¡Joder! Qué manera de cagarla antes de empezar.
Maite iba a
cortarme el cuello…
Avanzamos todo lo
rápido posible para intentar poner metros entre los muertos vivientes y nosotros,
pero no iba a servir de nada; todavía no habíamos llegado al primer cruce
cuando la valla se vino abajo, y lo que había sido un goteo de reanimados
saliendo de ella se transformó en una avalancha de carne muerta.
Llegamos hasta la
farmacia y nos bajamos del coche los tres con la marea de reanimados a tan sólo
unos cincuenta metros. El establecimiento estaba cerrado, por supuesto, y
cubierto por una reja; no me costaría mucho cargarme del candado de un balazo,
pero ese no era el problema más acuciante.
—¿Qué vamos a
hacer? —preguntó Sebas—. Si entramos, nos quedaremos atrapados dentro hasta
vete tú a saber cuándo… si es que no logran entrar, que teniendo en cuenta los
que son, es más que probable. Acaban de romper una valla más grande que estos
hierrecitos.
Me pasé una mano
por la cabeza mientras intentaba pensar en algo. La única solución, porque
ponerse a buscar otra farmacia estaba descartado, era avanzar con el coche,
alejarlos de allí y dar un rodeo que los despistara para poder volver. Pero era
una apuesta arriesgada, dar rodeos por la ciudad podía significar sumar más
reanimados a la persecución… no obstante, tampoco teníamos otra opción.
—Volvamos al
coche, daremos vueltas hasta perderlos y regresaremos cuando esto esté
despejado. —propuse finalmente, sin embargo, a Agus se le ocurrió una forma de
mejorar el plan.
—No hace falta que
nos vayamos todos, abridme esto y yo recogeré todo lo de la lista del doctor.
Vosotros podéis coger el coche y despistarlos. —sugirió volviendo la vista
hacia la horda, que ya estaba a menos de cuarenta metros.
—¿Estás seguro de
eso? —inquirió Sebas no muy convencido—. Si te ven entrar…
—Los distraeremos
—afirmé sumándome a aquella idea, que se me antojaba mejor que la mía—. No me
parece mal, perderemos menos tiempo y, aunque no logremos quitárnoslos de
encima, tampoco tendremos que parar, sólo habrá que recoger a Agus y
marcharnos.
—Está bien, vale,
como queráis —accedió el guardia de seguridad poco dispuesto a discutir—. Pero
será mejor que nos demos prisa, porque los tenemos ya aquí.
Sin perder un
segundo, apunté con el fusil y volé por los aires el candado que mantenía
cerrada la farmacia. Entre Agus y Sebas levantaron la estructura metálica lo
suficiente para que el primero pudiera pasar, y luego volvieron a cerrarla.
—No dejes que te
vean desde fuera o esto no servirá de nada. —le recordé a Agus, que asintió
antes de dirigirse al interior de la farmacia.
—¡Vamos al coche!
—exclamó Sebas metiéndome prisa, los muertos ya estaban a sólo veinte metros.
Algunos de ellos se
dirigieron hacia la farmacia, quizá porque habían visto a Agus entrar o quizá
porque habíamos estado delante de la puerta un segundo antes, y no tuvieron
tiempo para recular, pero fue suficiente para hacerme creer que el plan iba a
fracasar, así que, para atraer aún más su atención, disparé una ráfaga de balas
contra ellos.
—¡Joder! —protestó
mi compañero, que no se esperó un tiroteo—. Cuidado con eso, chaval.
Me pareció que me
cargaba al menos a un par de ellos, aunque la mayoría de los disparos golpearon
en sus cuerpos y, como era ya sabido por todos, eso era como si no les hubiera
hecho nada.
—¿Nos siguen?
—preguntó él metiendo la primera en cuanto estuvimos dentro del vehículo.
—¡Joder si nos
siguen! ¡Dale! —exclamé yo saltando al asiento del copiloto.
Cuando la primera
mano putrefacta golpeó contra el maletero del coche, éste salió disparando
calle abajo. Me giré en mi asiento para mirar atrás y asegurarme de que ninguno
de esos muertos se dirigía a la farmacia, y por una vez la suerte estuvo de
nuestro lado: todos habían preferido perseguirnos… si es que a eso se le podía
llamar suerte.
—Vale, ¿y ahora
qué hacemos? —inquirió Sebas empezando a ponerse nervioso.
—Sigue recto,
luego te metes a la derecha y después arriba, no quiero que entremos demasiado
en Madrid porque podría ser peor el remedio que la enfermedad —le indiqué—.
Tenemos que darle un poco de tiempo a Agus para que lo recoja todo, tampoco no
quiero quedarme aparcado delante de la farmacia más que lo imprescindible.
—¿La próxima calle
a la derecha? Creo que eso va a ser un problema. —exclamó señalando hacia
delante con el dedo.
—¡Oh, mierda!
¡Doble mierda! —gruñí al descubrir que algún idiota había se estrellado con su
coche contra una esquina, bloqueando así el paso—. ¿Es que no puede salir nada
bien del todo?
Ya era demasiado
tarde para dar la vuelta y buscar otro cruce, la marea muerta avanzaba lenta
pero inexorable, y no nos dejaba más opción que seguir adelante… el problema
era que más adelante había un cordón militar, con una empalizada construida con
sacos y rodeada de espino que nos cortaba el paso en esa dirección también.
Haciendo un juicio
rápido, deduje que los compañeros que trabajaron en esa zona debieron limpiarla
de muertos tras encerrar a los del hospital, y después montaron el cordón para
contener a los que venían desde el interior de la ciudad. Puesto que no había
ningún vehículo, como solía ser habitual en los cordones, y éste seguía intacto,
imaginé que debieron replegarse hacia la zona segura cuando llegó la orden de
abandonar la ciudad a su suerte y proteger a los civiles.
“Para lo que
sirvió al final…” reflexioné con pesar.
—Nos quedamos sin
opciones. —masculló Sebas nervioso buscando con la mirada algún callejón que se
nos pudiera haber pasado, pero no parecía que fuéramos a tener esa suerte.
—¡Deja el coche!
¡Vamos! —grité abriendo la puerta y saliendo del vehículo; con él no íbamos a
llegar a ninguna parte, tendríamos que esquivar a los reanimados a pie.
—¿Y si nos metemos
allí? —sugirió él señalando el edificio de un colegio un poco más adelante—.
Saltamos la valla y nos apartamos de los muertos… luego podemos escapar por
otro lado mientras ellos siguen aquí.
Como no tenía una
idea mejor, me colgué el fusil a la espalda y corrí a su lado en dirección al
edificio. “Colegio Virgen de Mirasierra” se leía en letras grandes en un cartel
de la fachada principal… lo conocía, era el colegio al que había ido Raquel
cuando era niña, antes de que la conociera en el instituto. Esperaba que
aquello fuera una buena señal.
Sin embargo, la
cosa empezó con mal pie, y nunca mejor dicho; al intentar saltar al otro lado
trepando la valla, algo pringoso me hizo resbalar y caí al suelo apoyando mal
el pie derecho.
—¡Augh! ¡Mierda!
—me quejé dolorido agarrándome el tobillo.
—¿Qué haces?
¡Vuelve a subir, rápido! —me llamo Sebas desde lo alto con preocupación, él no
había tenido el mismo problema que yo.
Tenía a los
reanimados más adelantados de la horda casi sobre mí, de modo que me puse de
pie con dificultad y retrocedí unos pasos para alejarme de ellos antes de
comenzar a trepar de nuevo. Un muerto demasiado entusiasta logró agarrarme del
pie cuando estaba en ello, y tuve que desembarazarme de él estampándole la bota
en la cara, pero no iba a tener una segunda oportunidad… los reanimados
llegaron hasta la valla y comenzaron a empujarla; una caída como la anterior y
las consecuencias serían más graves que un pie dolorido.
—Esto cada vez se
pone mejor. —farfullé al alcanzar lo alto y cruzar al otro lado, con los
muertos zarandeándome a base de golpes rabiosos desde el suelo.
—¿Crees que
resistirá? —preguntó Sebas dubitativo cuando alcanzamos por fin el patio del
colegio.
—Seguro —afirmé cerciorándome
de que lo del pie sólo había sido un golpe y no me había doblado nada—. Esta
valla es más grande, y están más repartidos que en la del hospital.
—Vale, pues ya
estamos a salvo… ¿y ahora qué? —inquirió el guardia de seguridad.
Era evidente que
de nuevo se había quedado bloqueado y sin ideas, por lo tanto, tendría que ser
yo quien tomara las decisiones… un rol que no me gustaba por la responsabilidad
que suponía. No obstante, antes de poder abrir la boca, vi que una figura
humanoide en mitad del patio se acercaba hacia nosotros.
De inmediato la
apunté con el fusil temiendo que incluso allí dentro hubiera muertos vivientes,
pero en seguida me di cuenta de que no podía tratarse de un resucitado; por la
forma en que se movía, sólo podía ser una persona viva, en concreto una mujer
morena y delgada que nos miraba como sin poder creérselo.
—Sebas. —avisé a
mi compañero, que seguía embobado mirando a los muertos vivientes.
—Hostias. —exclamó
en un susurro al ver a aquella mujer acercarse.
Como tenía las
manos a la vista, iba desarmada, y no parecía un peligro, me permití bajar el
arma.
—¿Sois del
ejército? —nos preguntó en cuanto se fijó en mi uniforme—. ¡Oh, Dios, gracias!
Pensaba que no ibais a venir nunca.
Antes de que
pudiera reaccionar, se echó sobre mí y me abrazó como si fuera un familiar
largo tiempo perdido. Hasta que no me soltó no pude volver a tomar aire.
—¿Sólo sois dos?
—preguntó extrañada con los brazos aún alrededor de mi cuello.
—Perdona la
confusión, pero no somos del ejército —le expliqué apartándola del todo de mi—.
Bueno, yo lo era, pero ya no porque… porque en realidad ya no hay ejército.
—¡Oh! —dijo un
poco avergonzada debido a su primera reacción—. Lo siento, pensé que… ¿qué es
eso de que ya no hay ejército?
—¿No podemos
hablar esto en otro lado? —suplicó Sebas desviando la mirada hacia la jauría
que seguía pegada a la valla—. No quiero provocarlos más de la cuenta.
—Estoy dentro del
colegio, podemos entrar, si queréis. —nos ofreció la mujer, y como me parecía
bien apartarnos de la vista de aquellos seres, accedí—. Me llamo Irene, por
cierto. —se presentó cuando ya íbamos de camino hacia allí.
—Yo soy Aitor, él
es Sebas —nos presenté yo—. ¿Cuánto llevas aquí dentro?
—Desde algo
después de Navidad —respondió abriendo la puerta principal del colegio—. Veréis,
hay una cosa…
La cosa no
necesitó demasiadas explicaciones cuando en el umbral de la puerta nos topamos
de frente con cinco críos que no debían tener más de siete años, vestidos con
ropas harapientas, con la cara y el pelo sucios y que nos miraban con unas
caras que daba pena verlos.
—Oh, vaya…
—murmuró Sebas al ser consciente de la situación.
—Son alumnos —nos explicó—.
Niños, ¿qué hacéis aquí? Os dije que os quedarais en la clase.
—Jessica tiene que
hacer pis —dijo una de las niñas—. Yo también… y Miguel también.
Irene suspiró con
resignación y se llevó una mano a la frente.
—No tengáis morro,
que todos sabéis ir al baño vosotros solos. —les regañó.
—¿Quiénes son
esos? —preguntó un niño llevándose un dedo a la nariz.
—Son… una visita
—respondió ella—. Si tenéis que ir baño, id. Marta, si Jessica necesita ayuda,
ayúdala, sé una buena amiga.
Con miradas
cabizbajas, los cinco niños se marcharon, aunque algunos giraban la cabeza de
vez en cuando para volver a mirarnos, pero volvían a mirar al frente en cuando
se daban cuenta de que Sebas y yo los estábamos mirando también, casi sin poder
creer que estuvieran allí.
—Son… niños —dijo
el guardia de seguridad, tan agudo como siempre—. Niños muy pequeños.
—Sí. —confirmó
Irene de forma tan innecesaria como la afirmación de Sebas.
—¿Qué hacen aquí?
¿Has dicho que son alumnos? —le pregunté yo.
—Yo… no vino nadie
a recogerlos cuando cerraron el colegio, así que me quedé con ellos —se explicó—.
Llevamos desde entonces sin saber nada.
—¿Llevas desde
después de Navidad encerrada aquí con ellos? —exclamé anonadado—. ¿De qué
habéis vivido todo este tiempo?
—Teníamos comida
en el comedor —respondió—. Había como para dar de comer a doscientos de esos
monstruitos, aunque ya empieza a faltarnos… ahora que me fijo, no parecéis un
equipo de rescate.
—¿Equipo de
rescate? Más bien no —repliqué confirmando sus sospechas—. Yo era militar pero,
como ya hemos dicho, no hay ejército.
—¿Qué quiere decir
que no hay ejército? ¿Todavía no han salido de la zona segura? —nos interrogó—.
¿A qué están esperando? ¡Llevan más de un mes ahí encerrados!
Sebas y yo nos
miramos sabiendo lo difícil que iba a resultar contarle la verdad a esa pobre
mujer, que todavía no se había enterado de la mitad de cosas que habían ocurrido
en la ciudad.
—Será mejor que
nos sentemos. —le propuse.
—Estoy bien así,
me paso todo el día sentada, no hay mucho que hacer aquí —respondió a la
defensiva y comenzando a inquietarse—. ¿Qué es lo que pasa?
—Cuando digo que
no hay ejército, es que no hay ejército —le aclaré apesadumbrado; hablar de
ello tampoco era fácil para mí—. La zona segura… la zona segura ha caído.
—¿Qué significa
eso de que ha caído? —inquirió ella todavía confundida.
—Significa que ya
no hay zona segura —maticé sin ser capaz de mirarla a los ojos—. Los muertos
vivientes lograron entrar y acabaron con todos. Los refugiados que había allí
están muertos, las tropas destinadas a su protección, que en la práctica eran
todas, fueron superadas y arrasadas… ya no hay ejército, ni policía, ni
gobierno, ni instituciones, ni nada.
Durante un par de
segundos Irene nos miró con los ojos como platos. Por un momento pensé que le
había dado un síncope o algo así, pero al final logró balbucear algunas
palabras.
—Creo… creo que
necesito sentarme —dijo retrocediendo hasta chocar contra la pared y dejándose
caer luego al suelo—. ¿Me… me estás diciendo que no queda nadie que nos vaya a
sacar de aquí? ¿Qué todo el tiempo que hemos aguantado aquí dentro no ha
servido para nada? ¿Qué todo lo que he…? ¿Cómo podéis saber eso? ¿Estabais en
la zona segura?
—Hasta hoy mismo
estábamos con un pequeño grupo acampados a las afueras —le expliqué—. No
supimos nada de todo esto hasta que llegó un hombre que logró escapar vivo de
la zona segura y nos lo contó todo.
—Aguantar sí ha
servido de algo —intervino Sebas—. No queda mucha gente viva ya, vosotros
tenéis la suerte de estarlo.
—¿Suerte? —repitió
ella mientras unas lágrimas comenzaban a formársele en los ojos—. ¿Suerte para
qué? Si todo ha caído, ¿qué nos queda?
—Luchar por salir
adelante —afirmé—. ¿De qué sirve rendirse? Para morir siempre hay tiempo.
—¿Luchar? ¿Con
cinco niños detrás? —masculló abrazándose las rodillas y agachando la cabeza, era
exactamente el mismo gesto que había hecho Raquel en la tienda de campaña el
día anterior—. ¿Qué habéis venido a hacer aquí? Si estabais fuera de la ciudad,
¿a qué habéis venido?
—En realidad somos
tres, uno de los nuestros, el hombre que escapó de la zona segura, está en la
farmacia que hay más arriba cogiendo unos medicamentos que necesitamos —le
conté—. Seguimos adelante mientras él se quedaba allí para apartar a los
muertos vivientes del camino, pero el control militar nos cortó el paso y
tuvimos que dejar el coche y saltar la valla para esquivarlos.
—Ya veo… ¿os
importa… podéis dejarme sola un momento? Sólo un momento, por favor. —nos pidió
notablemente afectada.
Le hice una señal
a Sebas para apartarnos y dejarla asimilar toda la información que acababa de
recibir. No era sencillo hacerse a la idea de que todo se había acabado, de que
la sociedad que conocíamos se había disuelto en un mar de muertos vivientes; el
día que llegó Agus y nos enteramos de lo de la zona segura recordaba haber
sentido incredulidad primero, y después miedo, mucho miedo por no tener la más
remota idea de qué hacer a continuación. Me parecía que, hasta que Maite
decidió dar un paso adelante, nos habíamos quedado atascados en esa fase, en la
del miedo, la de no saber qué hacer…
—A lo mejor
deberíamos decirle que venga con nosotros —propuso Sebas sin que ella, que se arrastró
hasta un rincón a llorar, pudiera escucharnos—. No tiene mucho sentido que se
quede aquí ya.
—¿Con cinco niños?
—señalé con preocupación—. ¿Cómo diablos vamos a hacernos cargo de cinco niños
pequeños si vienen con nosotros?
—Pero dejarlos
aquí es inhumano —insistió él—. Si se les acaba la comida y el agua, ¿qué van a
hacer? Imagínate que ella sale a buscar algo que comer y la cogen los muertos…
esos críos morirían de inanición aquí dentro.
—¡Ya lo sé, joder!
—exclamé frustrado. Aquella era una de las típicas situaciones en la que había
que tomar una decisión difícil y apechugar con ella, y me pareció que ninguno
de los dos estaba preparado para eso—. ¿Por qué no hablamos con ella? A lo
mejor ni siquiera quiere venir...
Dejar que la
decisión fuera de otra persona era un verdadero alivio, así que Sebas se aferró
a esa opción asintiendo con la cabeza tres veces seguidas.
Tras dejar pasar
un par de minutos para que se serenara, volvimos a su lado. Cuando ella levantó
la cabeza para mirarnos tenía el rostro congestionado de haber llorado, y tuvo
que secarse una lágrima con la manga de la camisa.
—Hemos pensado que,
si quieres, podríais venir con nosotros —le propuse—. Tenemos comida, agua, y
siempre será mejor que estar tú sola aquí ahora… bueno, ahora que sabes que va
a ser por tiempo indefinido.
Apartó la mirada
durante unos segundos para pensárselo antes de darnos una respuesta.
—Supongo que no es
mala idea —admitió al final—. Pero, ¿y los niños? ¿Cómo vamos siquiera a sacarlos
de aquí?
Ese era un
problema a tener en cuenta porque, con la valla rodeada de muertos vivientes,
la salida de aquel lugar se complicaba enormemente si nos tocaba estar
pendientes de cinco críos que a lo mejor ni eran capaces de trepar por ella.
—¿Y allí fuera?
¿Cuántos sois? —nos interrogó.
—Somos, además de
nosotros dos, Maite y Clara, Toni, Judit, Luís, Érica, Agus y tu novia, ¿no?
—enumeró Sebas.
“¡Que no es mi
novia ya!” pensé frustrado por su insistencia en llamarla así… ¿es que no había
notado que la noche anterior no dormimos en la misma tienda de campaña y que no
nos dirigimos la palabra antes de marcharnos? ¿Tendría que dar una rueda de
prensa al final, o qué?
—Sois doce. —resumió
ella contando los nombres.
—Bueno, Toni ahora
mismo está herido, a Érica le dispararon y no sabemos si saldrá de esta, y
Clara, Judit y Raquel no llegan a los veinte años. —matizó Sebas, a mi juicio de
manera innecesaria.
—Entiendo —suspiró
Irene—. Entonces creo que sólo tengo una opción.
Se puso en pie y
se secó las últimas lágrimas que cruzaban su cara.
—Si vais a venir,
tendríais que ir recogiendo vuestras cosas… y la comida que pueda quedar en el
comedor; sacamos algunas provisiones ayer, pero no nos vendrían mal algunas más
—le dije—. Sebas y yo deberíamos ir abriendo camino antes de que Agus se piense
que le hemos abandonado en una farmacia y haga alguna tontería.
—Sí, vale… yo iré
a… prepararlos. —murmuró con tono raro, aunque no le di mucha importancia.
—Vamos fuera —le
propuse al guardia de seguridad—. Creo que tengo una idea.
Volvimos a salir
al patio del colegio, donde el aire era más frío, y los reanimados seguían tras
la valla gruñendo y mordiendo para intentar abrirse paso a través de ella.
—¿Cuál es esa
idea? Porque el coche ahora mismo está rodeado de muertos. —observó Sebas
señalando el vehículo, que se encontraba más o menos en mitad de la jauría de
muertos vivientes.
—Es sencillo, mira
la valla rodea todo el colegio: si salimos por el lado de la izquierda,
caeremos en la calle cortada por el cordón militar, justo en el lado contrario
al de los muertos vivientes —le expliqué—. Podemos meternos en esa calle, que
debería estar relativamente limpia de reanimados, abrir el cordón militar para
que los muertos pasen sin problemas, los provocamos para que nos sigan y,
cuando estén en esa calle, volvemos dentro del colegio y salimos por donde
mismo llegamos, que ahora debería estar libre de muertos.
—No suena mal.
—admitió.
—Aun así, habrá
que darse prisa —apuntillé con cierto temor—. No sé si tendremos tiempo para
que todos los niños salgan antes de que los reanimados vuelvan.
—Si uno los atrae
desde la valla, otro puede volver a taponar el cordón. —sugirió creyendo haber
encontrado una solución al problema, sin embargo, negué con la cabeza.
—Podemos apartar
el espino y echar los sacos abajo, pero volver a montarlos antes de que se den
cuenta de lo que estamos haciendo se me antoja imposible —le contesté—. Habrá
que confiar en que vayamos a tener tiempo.
—Más nos vale, porque
si no, habremos provocado una carnicería con esos críos… —temió.
La calle
perpendicular a la plagada por los muertos estaba más o menos despejada.
Algunos reanimados se movían a lo lejos, pero ninguno suponía una amenaza a
corto plazo. Como correspondía a cualquier lugar donde los militares hubieran
estado combatiendo, había varios cadáveres tirados por el suelo, que una vez
libres de lo que sea que les hacía resucitar se descomponían devorados por las
moscas y los gusanos. No era una imagen bonita, aunque después de ver lo que
podían hacer cuando se movían casi los prefería así, bien muertos y podridos.
—Yo apartaré el
espino, tú vigila por si se acerca alguno. —le indiqué a Sebas mientras me
colgaba el fusil a la espalda para tener las dos manos libres.
—¿Cómo vas a
apartar el alambre de espino? —me preguntó desenfundando su pistola y
manteniéndose en guardia.
El cadáver de un
hombre vestido un con un traje negro y corbata a juego no era más que un
esqueleto con un poco de pellejo seco alrededor, pero seguía enredado en el
alambre del mismo modo en que lo estuvo antes de que lo remataran de un disparo
en la cabeza. Sin pensarlo dos veces, lo agarré de los brazos y fui tirando de
él, arrastrando el espino a su vez, hasta que logré una apertura suficiente
como para que un par de muertos vivientes pudieran atravesarlo a la vez.
—Muy listo, ¿y
ahora? —inquirió el guardia de seguridad sin dejar de vigilar los alrededores;
un par de reanimados comenzaron a acercarse, o puede que sólo caminaran en
nuestra dirección por casualidad, pero todavía estaban muy lejos para tener que
preocuparnos por ellos.
—Ahora los sacos —le
indiqué—. Ayúdame.
No hizo falta
esforzarse demasiado, cuando apenas habíamos quitado cuatro o cinco sacos de
arena, varios reanimados de la horda nos vieron y comenzaron a caminar hacia
nosotros.
—¡Ahí vienen, ahí
vienen! —exclamó Sebas alarmado dejando caer el saco que estaba sujetando al
suelo.
—Vámonos, los que
quedan no van a detenerles. —le dije tirando de él hacia atrás.
Los muertos
vivientes empujaron, y la empalizada de sacos comenzó a derrumbarse sin ninguna
dificultad. Los que iban delante cayeron al suelo al tropezar con ellos, pero
había más detrás para tomar la delantera. El espino les dio más problemas porque
no parecía importarles lo más mínimo que estuviera allí, y varios terminaron
enganchándose en él antes de que otros encontraran el pequeño hueco que les
había dejado para cruzar.
Resultaba
desagradable ver cómo reaccionaban ante el alambre. Lo habitual en una persona
era quedarse muy quieta para no clavárselo más y esperar a recibir ayuda, pero
aquellos seres no sentía dolor, de modo que seguían dando tirones sin ningún
pudor, desgarrando su propio cuerpo y dejando jirones de carne enganchados en
las púas.
—Creo que ya nos
han visto todos, volvamos dentro. —sugirió Sebas asustado y retrocediendo hasta
la valla del colegio.
Le seguí, y juntos
cruzamos al otro lado. Los muertos, como estaba previsto, abandonaron sus
intentos de alcanzarnos por un lado del colegio para intentarlo desde otro y
despejarnos el que necesitábamos libre. Por una vez algo había salido bien, y
eso resultaba satisfactorio.
—Busquemos a Irene
y a los críos y larguémonos de aquí. —le propuse a mi compañero un poco más
animado… sin embargo, antes de poder abrir la boca para felicitarle por el
trabajo bien hecho, un sonido retumbante proveniente del interior del colegio
nos volvió a poner en alerta.
—¿Qué ha sido eso?
—preguntó—. Ha sonado como…
—Un disparo
—terminé la frase por él—. ¡Vamos!
Corrimos en
dirección al colegio como alma que lleva el diablo con las armas preparadas en
las manos. No tenía la menor idea de lo que podía estar ocurriendo allí dentro,
pero durante los pocos segundos que duró el trayecto se escucharon un par de
disparos más. ¿Acaso se había colado a alguien y estaban siendo atacados? ¿Habrían
logrado entrar los reanimados e Irene los estaría rechazando? No sabía que
tuviera un arma, pero tampoco me había molestado en preguntárselo...
Ya dentro del
edificio el cuarto disparo se escuchó mucho más fuerte y cercano.
—Por allí. —Señalé
la puerta que llevaba a un pasillo interno del colegio.
El quinto tiro
llegué a ver cómo se realizaba. Sebas se tapó los oídos cuando Irene, apuntando
desde el pasillo al interior de la clase, disparó con lágrimas en los ojos
contra alguien que se encontraba dentro.
Temiendo saber
quién podía ser, me abalancé sobre ella para derribarla. No se resistió… con el
impacto, su pequeña pistola cayó rodando, y ella quedó desplomada en el suelo delante
de la puerta, conmigo encima contemplado estupefacto la horripilante escena que
se había producido en el interior de la clase.
La situación
dentro del aula era dantesca. Los cinco niños habían sido asesinados con sendos
disparos en la cabeza que acabaron con sus vidas… y lo peor era que no parecía
que ninguno se resistiera; todos confiaron ciegamente en su profesora, la persona
que había cuidado de ellos todo ese tiempo. Lo que fueran sus camas hechas de
colchonetas, ropas, juguetes y dibujos se fueron manchando por la sangre
derramada de sus dueños, que formó un charco en mitad del aula.
—¿Qué has hecho? —murmuré
horrorizado.
—¡Oh, Dios bendito!
—exclamó Sebas al acercarse y ver lo mismo que yo.
—¿Te das cuenta de
lo que has hecho? —le grité agarrándola de la camisa con lágrimas en los ojos…
aquello era demasiado.
—Tenía que hacerlo
—se defendió ella sin ofrecer resistencia ante mis zarandeos—. Es… es mejor así…
nadie iba a rescatarnos, y ahora ya están lejos de esta mierda, de todo este
horror.
—Había otras
opciones. —dijo Sebas sin poder evitar mostrar una cara de consternación ante
lo que estaba contemplando, pero Irene se rio con amargura.
—¿Otras opciones?
¿Es que no habéis escuchado vuestras propias palabras? ¡No hay zona segura! ¡No
hay militares! ¡No hay nada! Sólo muertos caníbales… ahora están lejos de todo
esto, les ha ahorrado sufrimiento, están con sus padres… ¡ahora descansan en
paz!
De un empujón me
quitó de encima, y con la cara surcada de lágrimas salió corriendo por la misma
puerta por la que habíamos entrado nosotros al pasillo.
—¿Y ahora qué
hacemos? —balbuceó Sebas repitiendo la que debía ser su pregunta favorita—.
¿Qué hacemos con ella?
Por lo que había
dicho, estaba muy claro que creía haber hecho lo correcto, pero ver los cinco
cuerpos muertos de unos niños allí tirados tras ser ejecutados a sangre fría me
hacía sentir ganas de ahogarla con mis propias manos.
—No sé, tío, no
sé… esto me sobrepasa. —confesé derrumbándome en el suelo al tiempo que Sebas
recogía la pistola de Irene y sacaba el cargador.
—Descargada… tal
vez deberíamos irnos sin ella.
—Si nos vamos, la
estaríamos dejando morir. —repuse yo sin levantar la mirada del suelo, donde el
charco de sangre de niño se iba haciendo más y más grande.
—¿Acaso se merece
otra cosa? —escupió él—. ¡Que se joda esa asesina!
—¿Y entonces en
qué somos mejores que ella? —le contradije—. Esos niños eran un lastre que no
podíamos permitirnos. Sé que es duro, sé que es terrible y antinatural pensar
así, pero este mundo… ¡los muertos se levantan por Dios! ¿Qué tiene eso de
natural?
—No sé si estoy de
acuerdo con eso. —dudó torciendo el gesto.
—Cinco bocas más
que alimentar, cinco críos a los que habría que vigilar constantemente… ¡Cinco,
Sebas, cinco! Es una puta mierda, y me doy asco por estar diciendo esto, pero
quizá no había otra solución. La civilización se ha acabado, impera la ley de
la naturaleza… un hámster se come a las crías que no puede mantener, aunque
sean de su propia prole.
—¿Nos estás
comparando con animales? —se indignó Sebas.
—Pues quizá es lo
que somos ahora —intenté justificarme—. Ya no estamos por encima en la cadena
alimenticia, lo están… ellos… el mundo se ha vuelto hostil y peligroso.
—No lo sé, esto me
parece una solución demasiado fácil. —negó él sin querer aceptar lo que decía;
no podía culparle, ni yo quería aceptar lo que estaba diciendo, pero eso no lo
hacía menos cierto.
—¿Te parece que
hacer eso ha sido “demasiado fácil”? —preguntó Irene, que regresó al pasillo
sin que nos diéramos cuenta ninguno de los dos, y nos miraba con los ojos aún
llorosos y con una mochila cargada al hombro—. ¿No deberíamos irnos?
Sebas y yo nos
miramos, y cuando me puse en pie, sabía que él iba a hacer lo que yo dijera.
Las grandes decisiones le quedaban grandes.
—Sí, vámonos. —exclamé.
Siguiéndola,
volvimos una vez más al patio, donde los reanimados seguían apiñados contra la
valla, aunque en aquella ocasión la del otro lado del colegio. A Irene no
parecía impresionarle demasiado la escena porque ni se giró a mirarlos.
—A Maite no le va
a gustar —soltó Sebas sin que ella pudiera escucharnos—. Tiene una hija.
Si, Maite iba a
ser un problema, y seguro que no sólo ella. Pero si una vez con el grupo
decidían echarla, daba igual, no dejándola sola en el colegio yo ya tendría la
conciencia tranquila… o eso creía.
—Saltamos la
valla, subimos al coche y nos largamos —resumí el plan para tenerla informada
una vez llegamos al final del patio—. Los muertos empezarán a perseguirnos en
cuanto se den cuenta de que es más fácil llegar hasta nosotros desandando sus
pasos, así que será mejor si nos damos prisa, no queremos llevar la horda hasta
donde nos esperan los demás.
Como no había
dudas, comenzamos a trepar la valla en silencio, con el sonido de los gruñidos
de los reanimados como único ruido ambiental. Cuando llegamos al coche ya había
uno de ellos peleándose con el alambre de espino para volver… al ser tantos,
habían podido con él por saturación, pero cuando hubo muertos clavados por todo
el espino éste dejó de ser un obstáculo de verdad, y por culpa de eso volvieron
más rápido de lo esperado.
—Dale al
acelerador, que esos no se paran ni por los semáforos. —urgí a Sebas para que
pusiera en marcha el coche.
Cuando empezamos a
movernos ya había unos diez muertos tras nosotros. El plan había servido para
escapar del colegio, pero no íbamos a tener mucho tiempo para recoger a Agus, y
luego habría que ver cómo evitar que esa horda nos siguiera hasta el lugar donde
los demás nos esperaban.
—Oh, vaya… sí que
son muchos. —valoró Irene mirando hacia atrás desde el asiento trasero del
coche cuando llegamos hasta la farmacia.
—Espero que Agus
haya terminado. —deseó Sebas, que detuvo el coche frente a la entrada.
—Haya terminado o
no, tendremos que irnos. —afirmé yo abriendo la puerta y saliendo fuera.
El gruñido de los
reanimados que nos perseguían se escuchaba como un ruido de fondo que no hacía
más que aumentar de volumen conforme quienes lo emitían se iban acercando. Movido
por esa urgencia, Sebas y yo corrimos hacia la farmacia, levantamos de nuevo la
verja metálica y entramos en ella.
El establecimiento,
aunque con una capa de polvo considerable por todas partes, permanecía
perfectamente ordenado, tal y como lo habían dejado antes de cerrarlo para
siempre. Un mostrador separaba la zona en la que atendían a los clientes del
interior, donde guardaban los medicamentos y donde esperaba que estuviera nuestro
último compañero.
—¡Agus! —le
llamé—. ¡Tenemos que irnos! ¡Deprisa!
Sin embargo, Agus
asomó la cabeza desde debajo del mostrador, y al vernos se puso en pie
revelando que tenía toda la manga derecha del jersey manchada de sangre.
—Había uno dentro.
—dijo con tranquilidad mostrándonos la palanca que se utilizaba para bajar y
subir el toldo de la entrada manchada también de sangre.
—Tenemos que irnos
—repetí—. ¿Lo tienes todo?
—Sí —me aseguró al
tiempo que levantaba una bolsa llena hasta los topes de vendas, pastillas y
cajas de medicamentos—. ¿Por qué habéis tardado tanto?
—Ahora te lo
explicaremos. —dijo Sebas metiéndole prisa para que saliera, y cuando ya
estuvimos fuera, Agus me entregó la bolsa.
—Da igual, llévala
tú. —le dije tras asegurarme de que los muertos seguían a una distancia
prudencial de nosotros.
—Es que yo no voy.
—respondió él con tal indiferencia que me costó un segundo entender lo que
había dicho.
—¿Cómo que no
vienes? —replicó Sebas confundido.
Como única
respuesta, Agus se remangó la manga del jersey lleno de sangre y nos mostró un
profundo mordisco en el antebrazo. La sangre no le salpicó por matar al
reanimado, era producto del mordisco que éste le dio.
—Lo maté, pero fue
más rápido que yo. —confesó volviendo a cubrirse la herida.
—Tío… lo siento.
—fue lo único que alcanzó a decir Sebas.
—No tienes que
quedarte —objeté pese a todo—. Puede que aún te quede un día o dos, podrías…
Pero él negó con
la cabeza con una tranquilidad pasmosa.
—Moriré aquí, en
la ciudad donde murió mi familia, y a manos de los que la mataron —se empecinó.
La horda cada vez estaba más cerca, y desde el coche, ajena a lo que sucedía,
Irene nos hacía gestos para que nos diéramos prisa—. Servirá para que esos
dejen de perseguiros y no lleguen hasta los demás.
—¿Estás seguro?
—le pregunté sintiendo verdadera lástima por él; no era alguien con quien
hubiera intimado demasiado, pero era uno de los nuestros, de nuestro grupo, y
verle en esa situación era difícil—. Es una muerte horrible.
—A lo mejor el
dolor hace que vuelva a sentir algo antes del final. —declaró con tal
convicción que no quise discutir con él; agarré las medicinas y, seguido por
Sebas, corrí de vuelta al coche.
—¿Qué hace vuestro
amigo? ¿No viene? —preguntó Irene alarmada.
—No —respondí con
un suspiro—. Le mordieron… prefiere esto.
—¿Qué? ¿Quién
diablos puede preferir eso? —replicó ella volviéndose para mirarle mientras nos
alejábamos de allí.
Con total
tranquilidad, Agus caminó hasta el mismo centro de la calzada, y allí se plantó
de cara a los muertos, a esperar a que le alcanzaran. No tuvo que esperar
demasiado, y cuando llegaron hasta él tampoco hizo el más mínimo intento de
escapar… la jauría le cayó encima y le envolvió por completo en menos de un
segundo.
—¡Oh, Dios! —gimió
Irene cubriéndose la boca con la mano—. Lo ha hecho…
No sabía si es que
ya nos encontrábamos demasiado lejos para eso o que sencillamente Agus estaba
demasiado machacado mentalmente como para hacerlo, pero no se le escuchó gritar
mientras aquellos seres acababan con su vida. Quizá su último deseo no se había
cumplido y ni el dolor le había hecho volver a sentir algo… ese hombre perdió a
su mujer y a sus hijos en la zona segura, ¿cómo se recuperaba uno de algo así?
El miedo que sentí por la posibilidad de perder a Raquel mientras atravesaba
media ciudad en su busca no tenía que ser ni la mitad del dolor que Agus debía
llevar sintiendo desde que perdió a los suyos.
“Y aun así, yo
perdí a Raquel” me recordé con amargura.
—Descansa en paz,
amigo. —dijo Sebas alzando la mirada hacia el espejo retrovisor.
—Hemos perdido a
demasiados —lamenté tras apartar la mirada de la tremenda manada, que por
fortuna se encontraba demasiado ocupada devorando los restos de Agus como para
seguir persiguiéndonos—. Óscar, Félix, Silvio, Cristian… ahora él.
—Parece que los
hombres de ese grupo vuestro tienen una maldición. —observó Irene quizá no sin
acierto… aunque si no teníamos en la bolsa lo que necesitábamos, Érica podía ser
la que rompiera esa maldición en cualquier momento.
¿Por qué los niños no opusieron resistencia?
ResponderEliminarPorque tenían 6 años y confiaban en su profesora.
EliminarLocos que son!!! Yo no la llevo ni loco. No por los críos, a saber la que puede liar alguien tan inestable!!
ResponderEliminarHabrá movida cuando se junten con los demás por esa decisión de llevarsela con ellos, ya verás
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