CAPÍTULO 12:
AITOR
“Esto no podría estar peor” me dije tragando saliva y dejando caer el
cargado al suelo después de haber agotado hasta la última bala de él.
Abriéndome paso a tiros entre los reanimados había logrado dejarlos todos a
mi espalda, pero aun así no conseguía despegarme de ellos lo suficiente como
para despistarlos. El terreno era demasiado abierto para eso y no tenía dónde
esconderme, salvo que me metiera dentro de algún edificio. Pero si hacía eso,
lo único seguro sería que no podría volver a salir.
Desde luego Sergei tenía razón al pensar que habíamos perdido el tiempo
miserablemente investigando la base militar, no sólo no habíamos sacado nada de
ella, sino que además los muertos vivientes casi nos matan a todos. Al menos, después
de ver cómo el todoterreno arrancaba y se marchaba a toda velocidad, sabía que
como mucho al único que iban a matar era a mí.
—¡Me cago en la campana del demonio! —maldije tras resbalar y caer al suelo
por estar más pendiente de lo que me seguía que de lo que tenía al frente.
Mi fusil vacío salió disparado varios metros, pero no podía ir a recogerlo
si no quería que la multitud de más de veinte reanimados que me seguía
terminara por alcanzarme. No pasaba nada, ya estaba descargado, y sin más
munición en la base militar era poco probable que pudiera volver a utilizarlo.
Aun sabiendo eso, no me hizo ninguna gracia quedarme completamente desarmado,
así que desenfundé el puñal por si tenía que abrirme paso a machetazos y eché a
correr como alma que lleva el diablo.
Como los muertos nos habían rodeado en la zona norte de la base, pretendía
dirigirlos hacia la sur para abrirme un hueco y poder girar al oeste, hacia la
entrada principal. En otras condiciones quizá pudiera haber salido trepando la
valla por cualquier parte, pero tras la invasión de los muertos vivientes todo,
salvo la entrada, había sido recubierto por alambre de espino, haciendo que
fuera imposible saltar de un lado a otro. Teniendo en cuenta que los reanimados
no sabían trepar, la única explicación a aquello era que pretendieran evitar
que una avalancha de personas vivas, pero aterrorizadas, se colara dentro por
la fuerza.
La suerte estuvo de mi parte y no me crucé con más muertos vivientes que
pudieran interponerse en mi camino. Me imaginé que muchos de ellos debieron
distraerse persiguiendo el coche en el que huyeron Maite y Sergei, y los demás
aún estarían dirigiéndose hacia el sonido de la campana de la iglesia, pese a
que éste se había detenido tan misteriosamente como se originó. No sabía por
qué esa campana había comenzado a tañer, pero por culpa de ello nos habíamos
visto con la soga al cuello… y de hecho, yo todavía la tenía.
Giré hacia el este en cuanto tuve la primera oportunidad de hacerlo, y
luego me metí entre dos edificios separados entre sí tan sólo por un espacio de
tres metros, confiando en que el grupo de mis perseguidores se ralentizara si
tenían que colarse por un espacio tan estrecho.
Tan atento iba a ellos que me olvidé de mirar hacia el frente, y
accidentalmente me llevé por delante a otro reanimado, consiguiendo que los dos
cayéramos rodando al suelo. El cadáver andante, que era el de una mujer, gruñó como
si me estuviera recriminando la falta de atención, así que le respondí
apuñalándola en un ojo antes de que pudiera reaccionar de forma más violenta y
acabara mordiéndome.
Incluso pese a aquel incidente logré sacarles algo de ventaja al grupo, y
para no perder la oportunidad que se me ofrecía, volví a salí corriendo. Si
podía apartarme de su vista los despistaría para siempre… pero por desgracia,
entre las prisas y el peligro, no me fijé hacia donde me dirigía.
—No debí tomar este camino… —lamenté en cuanto vi delante de mí la dichosa capilla.
Desde la última vez que la vi alguien se había entretenido disparando
contra la fachada, pero lo que realmente me preocupaba era el grupo de seis o
siete reanimados que se encontraba allí. Sin un arma de fuego, tanto muerto
junto era un peligro demasiado grande, así que guardé el cuchillo para tener
las manos libres e intenté deslizarme por la parte trasera del edificio. Con
ello confiaba en poder dejarlos atrás antes de que me vieran y comenzaran de
nuevo las carreras.
En esa ocasión no fue mi culpa que cayera al suelo de nuevo. Lo último que
podía esperarme era que una figura cubierta por una capa negra apareciera
doblando la esquina y se diera de bruces conmigo mientras pasaba junto a la
puerta trasera de la capilla. Los muertos vivientes gruñeron cuando ambos nos
precipitamos al suelo, y para cuando pude pararme a mirar con quien había
chocado, éste ya se había levantado y corría hacia la valla veloz como una
gacela.
—¿Pero quién coño…? —me pregunté anonadado ante aquella repentina aparición.
Fuera quien fuera, ese tipo iba vestido con una capa negra y cubierto por una
capucha, y además apestaba a putrefacción.
No me cupo ninguna duda de que ese extraño tipo debió ser quien se puso a
tocar la campana, no había nadie más vivo allí que yo supiera, pero sin un arma
con la que intentar amenazarle a distancia, y con los reanimados advertidos, no
tenía forma de averiguar quién era y por qué había hecho eso, así que, muy a mi
pesar, no tuve más opción que correr de nuevo en dirección a la salida de la
base militar y olvidarme por el momento de aquel misterio.
Junto a la salida la situación no mejoró demasiado. Por lo menos seis o
siete muertos vivientes me estaban esperando, probablemente porque perdieron de
vista el todoterreno en el que Maite y Sergei se fueron, y se quedaron dando
vueltas por allí. Estando tan cerca del campo abierto podría haberlos rodeado; sin
embargo, el pequeño grupo se encontraba precisamente rondando alrededor del
coche que tenía que coger para escapar. Siete eran demasiados para plantarles
cara sin un arma de fuego, pero me pareció que podría conseguirlo si lograba
separarlos a unos de otros y matarlos individualmente con mi cuchillo.
El grupo que me perseguía podía alcanzarme en cualquier momento,
complicándolo todo más, así que, sin poder permitirme pensarlo más tiempo,
llevé la mano a la funda del cuchillo… y me recorrió un escalofrío que poco
tuvo que ver con la temperatura ambiental cuando la encontré vacía.
—No… —murmuré espantado mirando el lugar donde debería encontrarse el arma
y confirmando que no estaba allí. No podía entender cómo había desaparecido,
pero la única explicación era que se me hubiera caído durante el tropezón junto
a la iglesia—. ¡No, no, no…!
Estaba completamente desarmado… y no me había sentido tan vulnerable e
indefenso como al ser consciente de ello jamás. ¿Cómo se podía sobrevivir sin
armas en un mundo como aquél? Y para empeorar las cosas los muertos vivientes
que me perseguían acortaban distancias. Al final, no me quedó más opción que echar
a correr una vez más, embestir al que me pareció más débil e inestable de los
siete que me cortaban el paso y seguir corriendo, alejándome de allí tan rápido
como las piernas me lo permitieran.
Había logrado salir de la base, pero no por ello estaba más seguro que
dentro de ella. No podía volver a por el coche, no tenía con qué defenderme y tampoco
podría correr eternamente. Si me metía por la carretera, los reanimados me
verían y no los perdería jamás, y al final o me agotaría y me cogerían, o
terminaría llevándolos hasta la ermita. La única solución al problema era
seguir una ruta alternativa, aunque no me gustara un pelo, y ésta era meterme
dentro del pueblo. La distancia entre la base y las primeras casas era de
apenas medio kilómetro, podía hacerlo, y luego podía perderlos entre las calles
e intentar regresar con los demás sin ponerles en peligro.
Al no ver más alternativas, no me quedó otra que variar el rumbo y
dirigirme hacia Colmenar Viejo. Sólo esperaba que no hubiera por allí
demasiados muertos que empeoraran todavía más la cosa, que bastante se me había
complicado ya. No se podía decir que mi adiestramiento en el ejército fuera lo
que se dice completo porque los muertos vivientes lo interrumpieron, pero ni de
lejos me habían preparado para algo así. Apenas aprendí a disparar, obedecer
las órdenes sin rechistar y hacerme la cama en el cuartel en un tiempo record
antes de tener que vérmelas con situaciones que habían puesto los pelos de
punta al soldado más profesional.
Perseguido en todo momento por la insistente horda, atravesé el campo lleno
de pequeños arbustos y tierra que separaba la base del pueblo. Las casas más
próximas eran pequeños adosados familiares, por lo que no creía que fuera a
tener demasiados problemas en saltar el muro de uno de ellos tras doblar una
esquina y dejar que la multitud pasara de largo. Hiciera lo que hiciera tendría
que ser deprisa, porque si mis perseguidores terminaban atrayendo a más muertos
del pueblo terminaría completamente rodeado.
En cuanto abandoné el suelo de tierra y pisé carretera busqué con la mirada
cualquier posible refugio que sirviera para mi propósito. El cruce más cercano
se encontraba apenas a cincuenta metros, y cuando doblara por él tendría una
oportunidad única para perderlos… pero un muerto viviente también rondaba por
allí, y nada más verme comenzó a tambalearse en mi dirección.
De nada serviría saltar dentro del patio de un adosado si un reanimado
solitario me veía hacerlo. Se pondría a dar golpes contra el muro, como solían
hacer cada vez que tenían un obstáculo en su camino, y los que me perseguían le
imitarían, de modo que si quería escapar no me quedaba otra que apartarme por
completo de la vista de cualquier muerto viviente, y ese cometido no era
sencillo en mitad de un pueblo invadido y sin una mísera arma con la que
eliminar testigos.
“Piensa, piensa, piensa” me presioné a mí mismo, necesitaba una idea que me
sacara de aquello, y la necesitaba rápido. No podía ponerme a correr como un
loco por las calles sumando más y más reanimados a la horda, tenía que
perderlos lo más rápidamente posible o no los perdería nunca.
—¡Al suelo! —gritó repentinamente una voz salida de no sabía dónde, y antes
de que pudiera reaccionar, el reanimado solitario recibió un disparo en la
cabeza.
Al escuchar más disparos me lancé contra el suelo para cubrirme, y cuando
alcé la vista para averiguar qué estaba ocurriendo lo único que vi fueron un
montón de piernas pasando a mi lado, antes de que alguien me agarrara del
cuello de la camisa y me incorporara.
—Vamos, chico, esto va a ponerse calentito. —exclamó el que me había
levantado, un hombre corpulento armado con un fusil de asalto. Me llamó la
atención comprobar que su ropa, aunque sencilla, estaba limpia, y su barba, como
de una semana, arreglada.
No estaba solo, por lo menos cinco hombres y un par de mujeres más también
armados con fusiles de asalto le acompañaban. Sin titubear, aquel grupo
tiroteaba a la multitud que me venía persiguiendo, y por el reguero de muertos
que estaban dejando en el suelo se notaba que no era la primera vez que hacían
algo así, aunque dudaba que hubieran recibido entrenamiento formal en el uso de
armas.
Un furgón militar apareció por una esquina con dos hombres armados más en
su interior, y se detuvo a nuestro lado. Demasiado sorprendido por aquellas
repentinas apariciones como para reaccionar, me quedé allí de pie con cara de
bobo, y por desgracia mi salvador se dio cuenta.
—¡Espabila, chaval! —dijo dándome una palmada en el hombro—. Sube al
furgón. ¡Vamos!
—¡Óscar! —le llamó uno de los del vehículo—. ¿De dónde coño han salido
tantos condenados? ¿Y quién es éste?
Con “éste” se refería a mí, que seguía demasiado anonadado por la oportuna
intervención de aquel grupo, y me estaba costando decidir qué clase de gente
era aquella. Desde luego no era un grupo de supervivientes como el mío, y
tampoco parecían militares, aunque se comportaran de forma parecida a como lo
haría una unidad militar de verdad. Si hubiera tenido que apostar, habría dicho
que eran el brazo armado de una organización mayor, pero ese concepto se me
hacía difícil de creer cuando el mío era el grupo más grande que había visto
hasta entonces.
—Deben haber venido de la base militar, es el único lugar tan invadido que queda
por aquí cerca —respondió Óscar casi arrastrándome hasta la parte trasera del
furgón—. Quédate aquí hasta que lo despejemos todo.
Me acababan de salvar de una situación que podría haberse puesto muy mal,
de modo que no rechisté, aunque tampoco podía evitar preguntarme qué necesidad
tenían de cargarse a todos los reanimados que me perseguían. Habría sido mucho
más prudente subir todos al furgón, que tenían lleno de comida y suministros, y
largarnos de allí a toda prisa dejándoles con un palmo de narices, en lugar de
malgastar munición de aquella forma.
No obstante, la batalla campal se prolongó tan sólo unos segundos más. Parecían
apañárselas bastante con los muertos vivientes, y en cuanto el último reanimado
cayó, todos se replegaron de nuevo alrededor del furgón.
—¿Estás bien, chaval? —me preguntó el grandullón llamado Óscar—. Menuda
jauría te seguía.
—Sí… gracias —respondí inmediatamente, no quería seguir pareciendo tonto
quedándome callado—. No me han mordido ni nada de eso.
—Es un militar —dijo otro lanzándome una mirada desconfiada—. ¿Has visto su
uniforme?
—Sólo es un crío —replicó una de las mujeres escupiendo en el suelo—.
Mírale ¿Qué tienes, dieciséis años? Seguramente cogió el uniforme en la base
antes de tener que salir por patas de allí.
—Tengo dieciocho y sí, soy… o era, militar —contesté a la defensiva—. ¿No
habría que salir de aquí antes de que venga más? Este lugar podría estar infestado.
—Desde luego no es de por aquí. —comentó otro de ellos con cierta sorna.
—Hemos estado toda la mañana despejando esta zona, niño —me reprendió la
mujer—. Estaba prácticamente limpia hasta que tú has traído más.
—¿Limpiando esta zona? —repetí confundido—. ¿Vivís por aquí? ¿En alguna
casa?
—En más de una, pero no por este barrio… ya lo verás —dijo Óscar con
misterio—. Si hemos acabado aquí deberíamos volver, ya tenemos un buen
cargamento de provisiones, nos encargaremos de los cadáveres mañana.
—¿Vamos a llevárnoslo? —rezongó la mujer mirándome con desagrado. No
entendía qué podía ofenderle tanto de mí como para lanzarme esas miradas, pero
preferí no intervenir.
—Son las reglas —le respondió Óscar—. Si encontramos a alguien desamparado,
le llevamos con nosotros… exactamente igual que cuando lo hicimos contigo, ¿recuerdas?
—Sí. —reconoció ella a regañadientes volviendo a escupir en el suelo.
No sabía si dejarían que me marchara si les decía que no quería ir con
ellos, de modo que ni siquiera planteé la pregunta. No quería mencionar tampoco
al resto del grupo por el momento, no hasta saber qué clase de gente era
aquella.
Óscar subió conmigo al furgón, pero los demás caminaron a su lado cuando
éste se puso en marcha. Como su paso era lento todos podían seguirlo a pie sin
problemas.
—No le hagas caso, no le caen bien los militares —me dijo restándole
importancia a los modales de su amiga—. Porque eres militar de verdad, ¿no? No
te estabas tirando un farol.
—Sí que lo soy —le aseguré—. Estaba echando un vistazo en la base, buscaba
comida, armas… lo que fuera para seguir vivo, estuve destinado en Madrid.
—Eso no acabó bien, por lo que cuentan algunos —lamentó arrugando la frente—.
La zona segura cayó y fue una masacre. Tenemos algunos supervivientes de eso
entre los nuestros, pero muy pocos… por cierto, me llamo Óscar, Óscar Gutiérrez.
—Aitor Montoya —me presenté—. ¿Hay mucha gente en tu grupo? ¿Dónde está?
—Estamos en el centro del pueblo —respondió con un deje de orgullo que no
me pasó desapercibido—. ¿Conoces la basílica de la Asunción de Nuestra Señora?
Ese es nuestro cuartel general, y también nuestro templo. Ahora se llama
Basílica de Santa Mónica.
—¿Basílica de Santa Mónica? —No entendía la necesidad de cambiar el santo
patrón de un lugar estando las cosas como estaban.
—En honor a Santa Mónica, nuestra líder —asintió con una sonrisa—. Ella es
la que protege ese lugar de los infernales muertos vivientes.
—Espera… ¿vuestra líder de hace llamar “santa”? —repliqué sin poder
creerlo.
—No se hace llamar, la llamamos así —me corrigió—. Chico, estás a punto de
conocer unas cuantas verdades sobre esta plaga apocalíptica que nos azota.
—Verdades, ¿qué clase de verdades? —quise saber.
Empezaba a no gustarme del todo aquella situación. ¿Qué clase de gente
considera una santa a su líder? Maite habría sido la primera en reírse si
hubiéramos empezado a llamarla “Santa Maite”.
—Que esta plaga no tiene un origen natural —me explicó—. Por eso la ciencia
no pudo encontrar una cura, porque no hay cura. Su origen es puramente divino,
el castigo de Dios a un mundo que ha dejado de escucharle.
—¡Oh! —respondí sin saber qué decir a eso. Viéndolos disparar jamás habría
supuesto que aquél era una especie de grupo religioso, o quizá una secta
fundada a raíz de todo lo que había ocurrido… después de todo, habían tenido el
final de los tiempos que todas las sectas proclamaban desde el comienzo de los
tiempos.
Como no quería ofender las creencias de la gente que me había salvado,
permanecí en silencio hasta que llegamos a la basílica, el lugar que se suponía
que era su base.
—¡Vaya! —exclamé, admirado por lo que habían construido allí.
No sólo la basílica era su refugio, habían rodeado los edificios de los
alrededores con un muro de hormigón, como si fuera una pequeña zona segura
militar, y tenían colocado alambre de espino alrededor para que los muertos
vivientes no pudieran ni acercarse. Había lugares donde la parte superior del
muro estaba todavía a medio construir, pero aun así, aquello ya era una barrera
infranqueable para cualquier reanimado que se presentara por allí.
—Bonito, ¿eh? —sonrió Óscar mirando aquel lugar con admiración—. La mayoría
de las cosas para levantar este lugar las sacamos de la base militar cuando la
registramos. Encontramos lo que sobró tras la construcción de la zona segura,
no sabemos si la de Madrid o la de algún otro lugar, así que empezamos a
levantar nuestro propio muro. Tenemos un par de arquitectos aquí. Y llegas
justo a tiempo para ver cómo las obras terminan, mañana a lo más tardar. Pronto
los problemas con los condenados serán cosa del pasado en nuestra comunidad.
Sobre la parte del muro completada patrullaban varios hombres armados, en
especial cerca de la zona de la entrada, el único lugar que no era de hormigón,
sino que consistía en unas improvisadas y gruesas hojas metálicas que cerraban
formando un pico. Si no me equivocaba, esas puertas se abrían hacia fuera, de
modo que por mucho que los reanimados empujaran no podrían forzarlas.
—¿Sacasteis las armas de la base militar? —le pregunté a Óscar al fijarme
en que el armamento de los vigilantes también eran armas automáticas. En ese
lugar se había producido una masacre de soldados, y no quería pensar que esa
gente había tenido algo que ver.
—Sí, igual que la mayoría de los vehículos, la comida y las cosas de la
enfermería —admitió él sin ningún tapujo—. Al principio entramos allí buscando
la protección de los militares… pero luego la cosa se complicó, ocurrieron
cosas entre ellos y nosotros y tuvimos que marcharnos. Si no llegamos a tener a
Santa Mónica entre nosotros habríamos muerto, sin duda, pero Ella nos mostró la
verdad y nos guio a este lugar, donde hemos construido una comunidad que
funciona al margen de cualquier cuerpo militar.
—Están todos muertos —le dije todavía con sospechas—. Los vi, hay cadáveres
por todas partes.
—Supimos que habían muerto más adelante —asintió Óscar con pesar—. Admito
que tuvimos que matar a algunos cuando se negaban a dejarnos marchar, vivían
muy bien con un montón de civiles como mano de obra y chicas calentando sus
camas, si sabes a lo que me refiero. Después no sabemos lo que ocurrió, una
noche hubo un tiroteo entre ellos, y al día siguiente, cuando fuimos a
investigar, nos los encontramos así. Debieron matarse entre sí, les gustaba
mucho discutir sobre si los antiguos rangos seguían vigentes o no… la cuestión
es que eran demasiados para enterrarlos a todos, así que los dejamos en el
gimnasio porque de todas formas no íbamos a quedarnos en la base.
—¿Por qué no? —me interesé—. Sería un buen refugio con todo lo que
pudierais necesitar, y parecéis bastantes para poder protegerla debidamente.
—Para entonces ya nos habíamos asentado en este lugar —razonó él—. En esta
basílica todos fuimos bautizados de nuevo en la Verdadera Fe, y no se abandona
un lugar sagrado.
—Entiendo —dije asintiendo con la cabeza, aunque en realidad no entendía
cómo podían haber tomado esa decisión… por muy sagrado que sea un lugar, la base
militar debía ser diez veces más segura que vivir en mitad de un pueblo
infectado—. ¿Cómo os las apañasteis con los muertos?
—Al principio mal —confesó—. Sobre todo antes de levantar el muro. Perdimos
a gente, algunos dudaron de Santa Mónica, incluso yo llegué a tener mis dudas
cuando murió mi mujer, pero al final nuestra fe se vio recompensada. Levantamos
este sitio, limpiamos buena parte del pueblo y estamos construyendo una nueva
vida aquí.
Un muerto viviente, despellejado y empalado de entrepierna a cuello en una
estaca clavada en el suelo, gruñó y se agitó cuando pasamos a su lado mientras
nos dirigíamos hacia la entrada a aquel asentamiento. Un poco más adelante vi
otro, y poco después había de ellos por todas partes, todos despellejados y
clavados en estacas, pero todavía vivos… por decir algo.
—¿A qué se debe eso? —le pregunté a Óscar con aprensión.
—Oh, eso… tenerlos ahí mantiene alejados a los otros —contestó—. No es
bonito de ver, lo admito, pero funciona. Fue idea de Ella lo de despellejarlos,
el olor a putrefacción que desprenden es mayor así, y sus congéneres ni se
acercan a los alrededores. De esa forma los espantábamos al principio, antes de
tener el muro y el espino.
Empezaba a entender que no era precisamente la fe de una santa la que mantenía
ese lugar a salvo, aunque por muy macabro que pudiera resultar tener a muertos
clavamos por todas partes, si funcionaba merecía la pena hacerlo y olvidar los
escrúpulos. ¿Acaso la vida de los que todavía respiraban no valían más que la
integridad de unos cuerpos que debieron quedarse muertos al morir?
El portón doble se abrió cuando paramos frente a él, y en cuanto nos
introdujimos tras los muros de aquel lugar, el escenario cambió por completo.
De recorrer calles sucias, abandonadas, y con muertos vivientes paseándose entre
ellas me vi rodeado de calles limpias, cuidadas y llenas de gente viva. Era una
escena que no veía desde hacía tanto tiempo que hasta me emocioné un poco.
—Sé lo que estás sintiendo —dijo Óscar sonriéndome—. Todos los que llegan
aquí por primera vez sienten lo mismo… es tan parecido a cómo era el mundo
antes que impresiona.
—Sí… —fue lo único que acerté a decir. Algunos de los que nos seguían a pie
comenzaron a mezclarse entre la gente, que parecía contenta de verlos regresar—.
¿Cuántos sois aquí?
—Creo que no llegamos a ser cien todavía. —respondió él rascándose la
barba.
—¿Cien? —exclamé sorprendido—. ¿De dónde sacáis comida para tanta gente?
—La poca comida que quedaba en la base y, sobre todo, la que hemos ido
recogiendo en el pueblo —me explicó—. Hemos vaciado por completo supermercados,
tiendas y cualquier lugar donde se guardara comida, así como gran parte de las
casas. Por el momento tenemos de sobra para pasar lo que queda de invierno.
El furgón se detuvo a un lado de la famosa basílica, rebautizada como de
Santa Mónica. Allí, los del grupo que no se habían marchado ya se encontraron
con otro grupo encabezado por un hombre de mediana edad, alto y de gesto adusto
que parecía el jefe y que se plantó delante del vehículo apoyando las manos en
las caderas. Un tipo más bajito, delgado y con una libreta y un bolígrafo en
las manos hacía de su sombra. Los demás se mantenían discretamente a un lado.
—¿Cómo ha ido? —preguntó el jefe.
—No ha ido mal, teniendo en cuenta que es la segunda pasada que hacemos por
la zona —respondió Óscar bajando del furgón—. Pero hemos gastado más munición
de la esperada.
—¿Y eso a qué se debe? —inquirió el hombre frunciendo el ceño.
—Tuvimos que rescatar a este chico. —contestó haciéndome un gesto para que
bajara.
No tenía más remedio que hacerlo, de modo que salté al suelo junto a Óscar.
Nada más verme, el ceño de aquel hombre se frunció todavía más, y el tipo de
las gafas comenzó a alternar la mirada ansiosamente entre él y yo.
—¿Es un militar? —le preguntó a Óscar tras echarme un rápido vistazo.
—Sí, pero no de la base, dice que viene de Madrid. —respondió él un poco
apurado.
—Entiendo que no tengan buen recuerdo de los míos —intervine creyendo que
debía explicarme y no dejar que mi salvador respondiera por mí—. Pero no sé
nada de lo que ocurrió en la base, yo fui reclutado en Madrid poco antes de que
todo esto empezara y no he salido de la ciudad para nada… bueno, hasta que fue
invadida. Desde entonces he estado… solo.
Seguía sin querer decir nada sobre los demás por el momento, al menos hasta
estar completamente seguro de que aquella gente era de fiar.
—Aun así, los militares son peligrosos. —insistió él sin dirigirme la
mirada.
—Se lo dije, señor Veltrán, pero no me hizo caso. —añadió la mujer a la que
tampoco le había caído bien cuando me conoció.
—Gracias Sara —replicó con frialdad—. Jesús, ¿a qué estás esperando? Haz
recuento de lo que han traído y comenzad a guardarlo con lo demás, vamos.
El tipo de las gafas asintió y pasó rápidamente a mi lado. Pronto todos los
hombres a mi alrededor estuvieron descargando el furgón, mientras que Óscar y
yo seguíamos allí, plantados bajo la mirada de aquel suspicaz individuo.
—Así que un huido de Madrid, ¿eh? —dijo volviendo la vista hacia mí, su
mirada era tan penetrante que logró hacerme sentir incómodo—. Hace tiempo que
no vemos a gente de allí por aquí, ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Lejos de cualquier lugar donde hubiera gente. Me acerqué a la base militar
porque necesitaba comida, y armas. —La mentira me salió tan rápido que hasta me
sorprendí a mí mismo, aunque lo de estar lejos de lugares en los que hubiera
gente lo había sacado de Maite, que siempre insistía en alejarnos de los
núcleos urbanos—. No conseguí ninguna de las dos cosas, como es evidente.
—Estaba desarmado y le perseguía un grupo de unos treinta cuando lo
encontramos, señor Veltrán —intervino de nuevo Óscar—. No creo que sea
peligroso. Es sólo un chaval, ruego que se le dé una oportunidad de unirse a
nosotros, sería un acto de caridad.
—No podemos permitirnos la caridad en estos tiempos. —sentenció con dureza
el tal señor Veltrán.
—Da de tu pan al hambriento, y tus vestiduras al desnudo. —recitó una suave
voz femenina.
De una puerta lateral de la basílica emergió una mujer joven, tal vez sólo unos
pocos años mayor que yo, de piel pálida, envuelta en una fina túnica blanca,
con un largo cabello castaño recogido con una peineta dorada y varias pulseras
en ambas muñecas, así como un rosario alrededor del cuello.
“Santa Mónica” pensé fascinado ante lo que me pareció poco menos que una
aparición angelical. Durante un segundo me sentí culpable por mirarla tan
fijamente, pero enseguida recordé que Raquel me había dejado, así que en
realidad no estaba haciendo nada malo.
Los hombres que descargaban el furgón se detuvieron y se arrodillaron al
verla, todos menos Veltrán, que tan sólo se hizo a un lado cuando la mujer se
acercó a mí. Me miró con unos ojos extraordinariamente claros y logró hacerme
sentir más incómodo aún que Veltrán, aunque de un modo diferente… esa mujer
parecía capaz de ver mi propia alma.
—Disculpa a mi buen Joaquín —me dijo con una voz tranquilizadora—. A veces
puede ser demasiado diligente al hacer su trabajo.
—Mis disculpas, señora —exclamó él agachando la cabeza con sequedad—. Sólo me
aseguraba de que no suponía un peligro para nuestra comunidad.
—No tienes de qué disculparte, pero recuerda que ante todo ésta es una
comunidad cristiana —respondió ella dedicándole una arrebatadora sonrisa—.
Encárgate de que nuestros buenos hermanos tengan la comida que necesitan, yo me
haré cargo de nuestro invitado.
—Como digáis, señora. —accedió Veltrán agachando la cabeza otra vez.
—Acompáñame, Aitor. —dijo la mujer dándose la vuelta en dirección a la
basílica de nuevo.
Prefiriendo tratar con ella que con el otro tipo, obedecí sin rechistar. No
fue hasta que estuvimos junto al a puerta cuando me di cuenta de que en ningún
momento le había dicho cómo me llamaba.
—¿Cómo sabes mi nombre? —le pregunté mientras una mujer, también vestida
con túnicas, pero en su caso marrones y más gruesas para protegerse del frío,
le abría la puerta.
No me respondió, sólo giró la cabeza hacia mí y me lanzó media sonrisa.
No sabía cómo era el interior de la basílica antes de que ellos llegaran,
pero aunque todavía conservaban las banquetas y el altar, por lo que deduje que
debían seguir celebrando misas, tenía entendido que en aquel lugar antes se
mostraban algunos óleos y esculturas, y todos habían sido retirados. Varios
hombres y mujeres se encontraban allí rezando de rodillas entre los bancos,
salvo dos mujeres, una anciana y otra que estaba en camino de serlo, ambas
vestidas con túnicas marrones, que comenzaron a seguirnos, o más probablemente
a seguirla a ella.
—¿Crees en Dios, Aitor? —me preguntó de repente.
—Bueno… —No supe qué responderle, era una pregunta que no me había
planteado demasiado en serio, y me daba corte decir que no en ese lugar. Su
atmósfera religiosa ejercía demasiada presión.
—Tomaré eso por un “no”. Pero no te preocupes, muchos tampoco creían cuando
llegaron aquí, y muchos más dejaron de creer cuando los muertos comenzaron a
moverse —afirmó caminando hacia una puerta que había a un lado de altar, que me
imaginaba que llevaba a las entrañas de aquella enorme basílica—. Pero qué
descuido por mi parte, ni siquiera me he presentado todavía, debes estar
preguntándote quien soy.
—Eres Santa Mónica. —Decirlo entre aquellas paredes sonaba mucho menos
ridículo que al aire libre, con reanimados por todas partes… de hecho, costaba
pensar en los reanimados allí dentro—. Hablé un poco con Óscar por el camino.
—Óscar es un fiel devoto y un buen hombre —me aseguró—. No sé si soy una
santa, Aitor, sólo sigo el camino que el Señor dictó para mí.
—No digáis eso, señora —intervino la mujer menos vieja con aprensión—. Los
que hemos observado vuestros milagros no tenemos ninguna duda.
La otra anciana asintió, pero la presuntamente santa tan sólo les sonrió.
—Traed agua y algo para que Aitor coma, tengo cosas de las que hablar con
él. —les pidió, a lo que ellas agacharon la cabeza en una reverencia y se
retiraron.
—Tenéis una comunidad sorprendentemente grande aquí. —dije para romper el
hielo que se había formado al quedarnos los dos a solas. Aquella mujer no
parecía tener ninguna prisa, y por algún motivo esa actitud me hacía sentir más
relajado a mí también.
—La fe nos mantiene unidos —aseveró—. No está en nuestra naturaleza negarle
ayuda a nadie que la necesite, pero has de entender que esta comunidad está
formada por y para auténticos creyentes. El Todopoderoso ya ha castigado al
mundo por su idolatría y por no seguir su palabra. Este lugar es un nuevo
comienzo para el mundo, un lugar donde los verdaderos creyentes están a salvo,
protegidos por Él… por ese motivo no podemos aceptar a nadie que no esté
dispuesto a abrir su corazón y su mente a esa verdad, ¿entiendes?
Las dos mujeres volvieron, una con una bandeja con dos vasos y una jarra de
agua, la otra con un cuenco lleno de pequeños bollos de pan. Dejaron ambas
sobre una mesita y sirvieron los dos vasos de agua antes de volver a marcharse
haciendo reverencias.
—Bebe, por favor —me ofreció la santa—. Es agua limpia, recién sacada del
pozo.
Lo cierto era que con tantos problemas, y tantas sorpresas luego, me había
olvidado de que tenía mucha sed. La mayoría de mis cosas, incluida mi
cantimplora, se habían quedado en la ermita, con el resto del grupo.
Tenía razón en que el agua estaba limpia, y además fresca.
—Está buena. —le agradecí bebiéndome el vaso del tirón.
—Jesús es nuestro planificador comunitario —me explicó—. Dice que en unas
semanas podríamos volver tener agua corriente en los grifos de las casas, rezo
porque llegue ese momento… volviendo al asunto importante, no espero que me des
una respuesta ahora, de hecho, no quiero que lo hagas. Por el momento eres
nuestro invitado aquí, te daremos un lugar donde dormir, ropa limpia, algo para
que te laves y comida.
—Eso… es muy generoso por su parte. —respondí asombrado ante tanto
altruismo.
Sin embargo, no terminaba de gustarme el tener que quedarme allí. Mi grupo
no sabía si seguía vivo, y podían preocuparse. Además, me sentía un poco
culpable de poder dormir tranquilo una noche mientras ellos estaban helándose
de frío en la ermita.
Pero no podía hablarles de ellos, no todavía, no hasta que supiera de qué
iba todo ese rollo religioso. Quizá, cuando estuviera seguro de que aquel lugar
no escondía nada demasiado raro, pudiera ir a recogerlos a todos. Una comunidad
como esa era precisamente lo que Maite estaba buscando.
—No quiero pecar de arrogante, pero en el mundo en que vivimos sí que es
generoso —afirmó mirándome a los ojos—. Por eso no entiendo por qué sigues
sintiéndote tan indeciso, ¿acaso hay algo más que quieras contarme?
—No —contesté rápidamente, quizá demasiado—. Es sólo… no parece que por
aquí les caigan muy bien los militares.
—Hemos tenido un pasado difícil con ellos. Sin embargo, el perdón es una
virtud, no temas, nadie te hará daño mientras estés con nosotros —me
tranquilizó, aunque no era eso lo que me preocupaba—. Debes estar cansado, la
vida fuera de estos muros es muy dura y seguramente querrás descansar. Haré que
te lleven a una habitación ahora.
No sabía por qué, pero había esperado que fuera Óscar quien me acompañara a
esa habitación, y me sorprendió que finalmente resultara ser Sara, la mujer a
la que le gustaba escupir en el suelo y que no le caí nada bien, la que lo hizo.
—Perdona si he sido un poco brusca contigo, chico. —se disculpó ya fuera de
la basílica, cuando caminábamos por la calle. No podía decir que hubiera mucha
gente fuera, pero los que estaban allí no parecían tener miedo… era como si los
muertos vivientes hubieran desaparecido del mundo.
—No pasa nada, es normal desconfiar al principio —le dije quitándole
importancia al asunto—. Este lugar es… increíble. Debe ser genial vivir sin
miedo a lo que hay fuera.
—Sí que lo es —admitió—. Creo que, de los que estamos aquí, soy de las que
más tiempo pasó ahí fuera, y este lugar es la justa recompensa para los
verdaderos creyentes.
—Ya… —murmuré prefiriendo no entrar en ese tema—. No he visto niños.
—No tenemos, pero no por nada, sino porque no llegó ninguno. Sería
estupendo tener algunos por aquí, le darían más alegría a esto. Yo tenía un
hijo pero… —Se le quebró la voz y tuvo que tomarse un par de segundos para
recomponerse—. No pasa nada, Santa Mónica dice que todos los niños son
inocentes, así que volveré a verle en el Cielo, aunque se transformara en uno
de ellos.
—Claro. —repliqué apurado.
Entramos en el portal de un pequeño edificio de tres plantas que no parecía
demasiado transitado por la gente de aquel lugar. Juntos subimos al segundo
piso, y allí ella abrió uno de los apartamentos. Era un edificio de
construcción antigua, así que la casa no era demasiado grande, pero tenía
techos altos, se encontraba perfectamente amueblada y estaba razonablemente
limpia.
—Pues aquí te alojarás por el momento —anunció mostrándome el interior,
aunque tampoco había demasiado que ver—. La cocina no tiene gas y no hay luz
eléctrica ni agua corriente. Si necesitas ir al baño, hay un orinal en alguna
parte.
—Espera, ¿tengo toda la casa para mí solo? —le pregunté incrédulo.
—Si algo nos sobra aquí, es espacio —respondió encogiéndose de hombros—.
Alguien te subirá agua para un baño y para beber, y algo de comida.
—Puedo subir yo mi propia agua, no es necesario molestar a nadie. —me
ofrecí sintiéndome un poco cohibido por tantas atenciones.
—Lo siento pero tú no puedes salir de esta casa por el momento —exclamó
negando con la cabeza—. No te lo tomes a mal, es sólo una cuestión de seguridad
temporal, por si resultas no ser buena gente después de todo. Pero no te
preocupes, en este lugar nos gusta ayudar, ya lo verás.
—Bueno… gracias —le dije de todos modos. No me gustaba eso de que me
encerraran, pero podía entender que ellos no me conocían de nada y no confiaran…
después de todo, yo también pensaba tomar mis medidas por si los que no eran de
fiar resultaban ser ellos.
—¿Sabes ya si vas a quedarte? —me preguntó antes de marcharse.
—No, de hecho todavía no me dejan tomar una decisión. —le confesé.
—Dicen que hoy mismo tendrán terminado el muro, así que imagino que querrá
que asistas a la misa de mañana, cuando hable a toda la comunidad —supuso
jugueteando con las llaves—. Bueno, te dejo. Encantado de conocerte, Aitor.
—Igualmente. —le correspondí.
Mientras ella echaba la llave a la casa desde el exterior, yo me acerqué al
sofá del comedor y me senté en él. Fue un auténtico placer poder apoyar el culo
en algo blando y cómodo, y eso hizo que volviera a sentirme culpable por dejar
al resto del grupo aplanándose el trasero contra la piedra de la ermita… pero
era necesario para su propia seguridad.
Tras unos minutos descansando me asomé al balcón, que tenía vistas a la
calle que llevaba a la basílica, y justamente por ello estaba bastante transitado.
Quería observar de qué forma se comportaba la gente que vivía allí, qué aspecto
tenían y cómo se llevaban unos con otros… en resumen, saber cómo era la vida
tras esos muros de hormigón.
Durante el tiempo que pasé desde que salí al balcón hasta que escuché la
puerta abriéndose no vi nada que me resultara alarmante. Una pareja pasó cogida
de la mano, un hombre armado con un fusil estuvo un buen rato hablando con otro
junto a una tienda cerrada y tres viejas se pasearon calle arriba y abajo
charlando entre ellas. Aquello se parecía tanto al mundo real que me costaba no
pensar que estaba en algún tipo de sueño, y que tarde o temprano me despertaría
y volvería a estar rodeado de reanimados, gente muriendo, hambre, frío, sueño y
dolor.
Quien entró por la puerta y me sacó del balcón fue un pequeño grupo de
gente cargada con un barreño de agua, cubos, ropa y algo de comida. Muy
amablemente llevaron el barreño al cuarto de baño y dejaron jabón y una toalla
para que me aseara antes de volver a marcharse, cosa que no tardé en hacer.
Me avergonzó un poco descubrir lo negra que acabó el agua cuando terminé de
bañarme, pero el remojón me sentó de muerte. Envuelto en una toalla, comí lo
que me habían traído y luego me vestí con la ropa limpia. Con unos vaqueros y
una sudadera casi no me reconocía delante del espejo tras tanto tiempo en
uniforme, aunque agradecí tener unos calcetines nuevos que no tuvieran
agujeros.
Aquella noche, pese a que tenía un colchón blandito y unas gruesas sábanas
protegiéndome del frío, no pude quedarme durmiendo. Estar tan cómodo hacía que
me sintiera todavía peor con respecto a la situación del resto de mi grupo, que
a esas alturas posiblemente me hubieran dado por muerto, y eso si no habían
vuelto a la base militar a buscarme jugándose el pellejo en el proceso.
Pero, ¿qué otra opción tenía? Si me marchaba de allí a lo mejor perdíamos
la oportunidad de unirnos a esa comunidad para siempre, y no quería pecar de
confiado y poner en apuros al grupo revelando su existencia antes de estar
seguro del todo. No obstante, el caso era que no parecía que hubiera ningún
motivo para desconfiar. Quizá allí fueran todos parte de esa extraña secta,
pero vivían como personas normales, y no nos habría costado nada adaptarnos.
¿Qué importaba tener que ir a misa de vez en cuando si a cambio obteníamos
protección contra el mundo de fuera?
Cavilando sobre aquel asunto finalmente me dormí, y cuando desperté ya
estaba bien entrado el día. Nada más acabar de vestirme la puerta volvió a
abrirse, aunque en esa ocasión sólo un hombre entró por ella: Óscar.
—Te he traído el desayuno y más agua —anunció pasando a la cocina cuando
salí a recibirle—. ¿Has pasado una buena noche? Sé por experiencia que la
primera no suele serlo, pero hay que preguntar.
—No me puedo quejar —admití rascándome la nuca, todavía un poco adormilado—.
No sabía qué hacer con el agua sucia del barreño, así que la he utilizado para
la cisterna del wáter.
—Ah, muy ingenioso —exclamó él dándome una palmadita a la espalda—. Dime
una cosa, ¿te han ofrecido la oportunidad de quedarte?
—Sí, ella me dijo que me lo pensara. —confesé.
—No seas tonto y no lo desaproveches —me advirtió adoptando un tono más
serio—. Lo que tenemos aquí no se encuentra en ninguna otra parte, y ahora que
el muro está terminado mucho menos. Sé que por el momento no tienes fe, ¿cómo
vas a tenerla? A fin de cuenta todos fuimos como tú antes, pero cuando sepas la
verdad sobre Santa Mónica serás uno de los nuestros.
—¿Y cuál es esa verdad? —le pregunté intrigado. No era la primera vez que
lo mencionaba.
—La verdad es que ella es la respuesta de Dios a nuestras oraciones —exclamó—.
Ella… mira, quizá no debería contarte estas cosas hasta más adelante, cuando
estuvieras preparado, pero creo que tienes la mente lo suficientemente abierta
para plantearte la posibilidad de que sea real, así que ahí va: ella es inmune
a los muertos vivientes.
Tardé un par de segundos en asimilar lo que acababa de decir.
—¿Inmune? —repetí incrédulo—. ¿Qué quiere decir eso exactamente?
—Pues que es inmune —insistió—. Los resucitados no la persiguen, y su
mordedura no puede matarla.
—¿La mordedura no puede matarla? —volví a repetir con escepticismo.
—Escucha, no te calientes la cabeza con eso por ahora —me dijo poniéndome
las manos sobre los hombros—. Tú sólo ten la mente abierta, hoy mismo podrás
ver la verdad por ti mismo.
—Muy bien. —accedí un poco preocupado por aquello. ¿Sería algún tipo de
embuste con el que esa mujer engañaba a sus fieles?
—Excelente… venga, te acompaño que yo tampoco he desayunado. Esta noche me
toca guardia y eso abre el apetito hasta por la mañana. —declaró con alegría
sentándose en una de las sillas de la cocina. Me senté con él porque tenía
hambre, y porque el desayuno consistía en pan recién hecho que tenía un aspecto
muy apetitoso.
—Es increíble que hayas estado este tiempo tú solo —comentó dando un bocado
a un panecillo—. Mi familia y yo éramos parte de un pequeño grupo que se
buscaba la vida como podía. Fuimos a la base militar buscando refugio, perdí a
mi hija antes de llegar allí, y casi me alegro de que fuera entonces y no
cuando también murió mi mujer, porque teniendo en cuenta lo que los militares
hacían en ese lugar con las chicas guapas…
—A la gente se le va mucho la pinza. Yo… al principio no estaba solo tampoco,
éramos unos pocos, estábamos acampados a las afueras de Madrid esperando a que
todo acabara —le revelé, pero con algunos matices—. Allí también había un
Óscar, un buen tipo, un poco duro pero con buen corazón. Era cazador, tenía una
ballesta con la que mataba a esos seres sin hacer ruido, pero murió cuando
entramos a Madrid a por comida, y también un chaval que nos encontramos allí
malviviendo. Nos metió en apuros, pero no tenía mala intención.
—Al final es verdad eso de que siempre se van los mejores. —aseveró con
gravedad.
—Mientras nosotros estábamos en Madrid, tres soldados supervivientes de la
zona segura llegaron hasta el campamento. Intentaron violar a una mujer del
grupo, la cosa se torció y los tres acabaron muertos, pero mataron a uno de los
nuestros e hirieron tan gravemente a otra que también acabó muriendo más tarde.
—Soldados, ¿eh? —observó frunciendo el ceño—. Parece que son iguales en
todas partes. No te puedes fiar de ellos, se les sube el uniforme a la cabeza… con
perdón.
—No importa —le tranquilicé—. Yo casi no me considero un militar ya. Cuando
nos ordenaron replegarnos a la zona segura preferí ir a buscar a mi novia a su
casa y sacarla de la ciudad, y ahora ya no hay ejército al que pertenecer.
—Muy cierto —asintió—. ¿Y cómo murió?
—¿Quién?
—Tu novia —concretó—. Y el resto del grupo ya puestos. Estabas solo, ¿no?
—Su casa… toda la familia eran reanimados —le contesté, lo que era una
verdad a medias—. Y los demás… pasaron muchas cosas. Necesitamos medicinas para
los heridos, volvimos a Madrid y murió otro más, luego uno nos robó parte de la
comida y se largó… y al final fueron los muertos vivientes, hay de ellos por
todas partes, vayas donde vayas.
—Siento que tuvieras que pasar por eso —se compadeció de mí—. El exterior
es un mundo peligroso, muy peligroso. A mí al principio me daba miedo salir, y
eso que iba con un grupo armado. En cuanto pones un pie en el territorio de los
condenados no sabes si vas a vivir para ver un día más. En el fondo comprendo a
los que se les va la olla y se desvían del camino. A fin de cuentas, ¿cuánto
tiempo se puede aguantar ahí fuera bajo tanta presión?
—Sí… —dije mirando el panecillo que tenía a medio comer. De repente había
perdido el apetito.
—Yo doy gracias a Dios todos los días por tener este lugar —continuó—. No
sé qué habría sido de mí si no estuviera aquí, probablemente a estas alturas me
habría volado la cabeza desesperado. ¿Quién quiere vivir siempre corriendo, con
miedo y pasando hambre y frío?
Arrojé el panecillo de vuelta al cesto… no podía soportarlo más. Óscar me
miró interrogativo debido al brusco gesto.
—Vosotros me encerrasteis aquí porque no sabíais si
era alguien de fiar —le dije—. Yo no os he contado toda la verdad por eso
mismo, pero en realidad no es cierto que estuviera solo. Verás, hay un grupo…
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